Summary

This document discusses the concepts of consciousness and the unconscious, exploring the ideas of Sigmund Freud and others. It delves into the nature of impulses, the pleasure principle, and the reality principle. The text also explores the role of the unconscious in human behavior and the social aspects of consciousness.

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Conciencia e inconsciente La conciencia La palabra «conciencia» es la traducción de la expresión latina cum scientia (‘con ciencia’) y alude a la facultad de alguien que, mientras ve algo o hace algo, sabe lo que está haciendo, se da cuenta de ello. Por ejemplo, tengo conciencia de que ahora es de...

Conciencia e inconsciente La conciencia La palabra «conciencia» es la traducción de la expresión latina cum scientia (‘con ciencia’) y alude a la facultad de alguien que, mientras ve algo o hace algo, sabe lo que está haciendo, se da cuenta de ello. Por ejemplo, tengo conciencia de que ahora es de día, de que estoy en clase, de que estoy aprendiendo algo... La conciencia es el lugar en el que se expresa el yo, el espacio de su reflexión deliberada, de su autoconciencia y de su libertad. Además, el yo también es el origen de la acción, y al que se le atribuye la responsabilidad de lo que se hace. En este sentido, la palabra «conciencia» alude a esa instancia que desde lo profundo de nuestro ser nos dice lo que está bien y lo que está mal. O sea, la conciencia es lo que hace del individuo un sujeto moral. El inconsciente Inconsciente es todo lo que escapa a la conciencia. Por ejemplo, nuestras reacciones automáticas de tipo reflejo, el funcionamiento fisiológico de nuestros sistemas corporales y de nuestros órganos (el corazón, el estómago, etc.). Alguien es inconsciente también cuando se duerme o cuando no mide las consecuencias de sus actos. En general, se dice que son inconscientes aquellos estados en los que un individuo no es dueño de sí mismo. En todos estos sentidos, lo inconsciente establece el límite de nuestro autoconocimiento y de nuestro autocontrol. Sigmund Freud, el gran psiquiatra vienés que vivió entre los siglos xix y xx y que inventó el psicoanálisis, afirmó en relación con lo inconsciente que no basta con aumentar nuestro conocimiento y nuestro saber para hacer retroceder en nuestras vidas lo inconsciente y que reine en todo la conciencia. Nuestro inconsciente tiene un funcionamiento autónomo que nunca llega a hacerse consciente, pero que está influyendo siempre en nuestro comportamiento sin que nos demos cuenta de ello. Debido a ese carácter autónomo, este influjo de las fuerzas inconscientes, del mismo modo que el dominio de las pasiones y la influencia de los condicionamientos educativos y culturales, limita la autonomía y la responsabilidad de los individuos. Es, pues, un problema filosófico —y también social y jurídico— de gran importancia determinar hasta qué punto un individuo es dueño de sus pensamientos y de sus acciones; o sea, establecer en qué medida cualquier individuo es libre y, por tanto, responsable de sus acciones. La noción de inconsciente empezó ya a adquirir relevancia en la psicología en el siglo xix a partir de los estudios que se llevaron a cabo sobre los umbrales de la sensación, que mostraron que una gran parte de la vida psíquica es de naturaleza inconsciente. También Hermann von Helmholtz, un médico y físico alemán, desarrolló su doctrina de la inferencia inconsciente, según la cual las percepciones proceden de inferencias basadas en los datos que pueden suministrar los sentidos, sin necesidad de intervención de la conciencia. Después de Freud, el más importante de sus discípulos, Carl Gustav Jung, intentó extender la noción de inconsciente y habló de la existencia de un inconsciente colectivo, que generalizaba la concepción freudiana del ello, la instancia inconsciente de la personalidad humana, y se abría a una interpretación de índole más culturalista. Más recientemente, Jacques Lacan, psicoanalista francés, ha proseguido el psicoanálisis freudiano, pero ha reformulado la noción de inconsciente, que, según él, está estructurado como un lenguaje, cuyos significantes constituyen al sujeto. Los impulsos: el principio del placer y el principio de realidad Freud definió el inconsciente como el ámbito de los impulsos psicofísicos primarios, ligados a la naturaleza corporal del ser humano, y que son, básicamente, los impulsos de autoconservación y los impulsos sexuales. Son, por tanto, las fuerzas que traducen las exigencias biológicas del cuerpo en el psiquismo y en su actividad. La palabra «inconsciente» designa, pues, esa actividad psíquica excluida de la conciencia por fuerzas que le cierran el paso y que es mucho más básica, más profunda que la actividad consciente. Por eso, con respecto a lo inconsciente, la conciencia es la superficie del mar de fondo de lo inconsciente. Sus procesos y su dinamismo solo se comprenden a la luz de las relaciones de los actos psíquicos con los impulsos y con sus metas. Estos impulsos se caracterizan porque buscan siempre su satisfacción, y solo la alcanzan si se suprime el estado de excitación de la exigencia biológica de la que brotan. Freud dice, por ello, quelos impulsos solo se rigen por el principio del placer, o sea, por la exigencia de satisfacción incondicional e inmediata de su necesidad, sin respetar el orden lógico ni ninguna limitación procedente de la realidad, de la sociedad ni de la conciencia. La sociedad tiene que ser necesariamente represiva de los impulsos inconscientes, limitando el principio del placer, pues la vida en sociedad exige de cada individuo el sacrificio de sus impulsos irracionales y de su egoísmo con vistas al trabajo y a la colaboración de todos sus miembros para resolver las necesidades comunes. Frente a la presión continua del principio del placer, el principio de realidad, impuesto por la sociedad, expresa la dirección de una tarea esencial para todo ser humano: la de renunciar a este circuito continuo de deseo y satisfacción (real o imaginaria) que no se produce sin dolor, displacer y malestar para los individuos. Los fenómenos de la sexualidad infantil y su importancia en la configuración de la personalidad, y los resultados del análisis de los síntomas neuróticos, de los sueños..., en un primer momento, hicieron considerar a Freud que los impulsos sexuales (la libido) formaban un grupo separado, distinguiendo dos tipos de energía para explicar los conflictos neuróticos: la libido o energía sexual y los instintos del yo o censura. Sin embargo, en una segunda etapa,Freud agrupó junto con la libido los impulsos de conservación, que más que oponerse entre sí parecían funcionar conjuntamente como aspectos de un instinto vital total, al que llamó eros. Por el contrario, Freud llamó thánatos a los impulsos de muerte como un grupo de instintos de signo opuesto a los impulsos de vida o eros. El ello, el superyó y el yo Freud propuso una determinada explicación del conflicto permanente que existe en todo individuo entre su conciencia y su inconsciente. Según esta explicación, el conflicto tiene lugar entre las tres instancias en las que se estructura nuestra personalidad. El ello El ello es el inconsciente como ámbito de los impulsos primarios, sexuales (eros) y agresivos (thánatos), que buscan la satisfacción inmediata e incondicional. Puesto que la realidad no hace posible casi nunca esta satisfacción, esos impulsos producen fantasías, sueños o comportamientos neuróticos, a través de los que se consigue una satisfacción de tipo sustitutorio. El superyó La segunda instancia de nuestra personalidad es el superyó, que es el conjunto de normas y de prescripciones sociales y morales que hemos interiorizado durante la infancia en el proceso de nuestra educación, y que son, por tanto, también en parte inconscientes. El superyó es, pues, la instancia moral que presiona sobre el yo exigiéndole el control de los impulsos del ello y el cumplimiento de las obligaciones y de las prohibiciones sociales interiorizadas. La autoridad moral no está, pues, solo fuera de las personas, sino también dentro como fuerza de contención y de represión. El yo El yo es solo una pequeña parte del psiquismo del individuo. Es la conciencia, y se representa como la parte flotante de un iceberg, que oculta su enorme volumen bajo el agua. En todo caso, el yo es el escenario de una lucha continua en tres frentes: el ello, el superyó y las exigencias de la realidad. Esta lucha entre las tres instancias de nuestra personalidad la inicia el principio del placer, que rige los impulsos inconscientes, cuyo ciego deseo de satisfacción choca con las prohibiciones morales del superyó y con el principio de realidad, que obligan al yo a reflexionar sobre las negativas consecuencias previsibles que se derivarían tanto de la satisfacción como de la no satisfacción de los impulsos primarios. Entonces, la función del yo en este conflicto es activar el juicio y la decisión voluntaria para actuar como árbitro consciente y racional en esta lucha. Cuando el yo no es capaz de cumplir esa tarea y el conflicto no se resuelve por medio de la acción de la conciencia, entonces interviene la represión para hundir el problema en el inconsciente, produciendo malestar y neurosis. En resumen, el individuo humano, que ha de vivir necesariamente en sociedad, siente en todo momento la amenaza de que afloren en su vida consciente las fuerzas y los deseos reprimidos de su inconsciente, especialmente sus impulsos sexuales y agresivos. Para actuar en esta situación, el yo ha de fortalecerse ampliando su formación y su cultura. Freud lo resume así: «El principal objeto del psicoanálisis es ampliar y reforzar el ámbito del yo a costa del ello y del superyó». Lo biológico, lo cultural y lo existencial La sexualidad es el conjunto de los fenómenos fisiológicos y psíquicos ligados al ejercicio de las funciones sexuales. Este ejercicio tiene sus bases biológicas en las distintas funciones que cumplen hombres y mujeres en el proceso de la reproducción humana. Para Freud, la sexualidad es la forma principal del impulso de vida o eros, que comienza cuando el individuo nace y que se va manifestando de formas diversas a lo largo de las distintas fases de su desarrollo evolutivo. En las primeras etapas de su desarrollo, el ejercicio de la sexualidad no está ligado a los órganos genitales, sino a la excitación de otras zonas erógenas. Esta diferencia da pie para distinguir entre lo genital y lo sexual, que abarca muchos más aspectos que los relativos a la genitalidad. En la psicología experimental contemporánea, el sexo se estudia como uno de los motivos fisiológicos de la conducta, tanto de la animal como de la humana. Su base fisiológica se atribuye a un superávit de hormonas masculinas y femeninas, responsable de un determinado desequilibrio interior que se restaura mediante un acto sexual que sirve de alivio a la presión de una excitación excesiva. En el caso específico del ser humano, en la sexualidad entran en juego importantes factores culturales que modulan de muchas maneras la conducta sexual en sus manifestaciones, pudiendo esta influencia llegar a producir incluso el fenómeno de la castidad. Así pues, en la motivación sexual humana no solo intervienen los sentidos, el hipotálamo y los estados hormonales del organismo, en coincidencia con la presencia del estímulo erótico. Junto a esos condicionantes, en el caso del ser humano también envuelven el proceso de atracción sexual y los comportamientos que esta atracción desencadena procesos imaginativos, afectivos y cognoscitivos superiores con sus contenidos y con sus valores culturales. El impulso sexual, por tanto, y los comportamientos determinados por él se configuran de manera muy decisiva por el influjo de las costumbres y de las normas de la cultura en la que los individuos se han socializado. En el siglo xx, el filósofo Jean-Paul Sartre estudió la sexualidad como una estructura fundamental de la existencia humana y un ámbito esencial para su expresión y para su realización. Según lo concibe Sartre, el atractivo que despierta en las personas un cuerpo ajeno que las seduce no solo se debe a que está estructurado de forma distinta del nuestro y a que lo percibimos como nuestro complemento biológico. Además, según Sartre, dicha atracción se nos presenta como un reto, como un desafío que nos impulsa a salir de nuestro interior para realizarnos con otra persona en la complementariedad del amor. Sujeto, individuo y persona Una de las características de la conciencia es la de ser un principio de identificación, porque la conciencia es, para cada persona, su yo o su condición de sujeto. La palabra «sujeto» viene del latín subiectum,‘lo que significa lo que subyace debajo'; por tanto, el sujeto es lo que subsiste en el individuo a lo largo de su evolución en el tiempo y de sus cambios. Pero esto que subsiste es solo la memoria de que en el pasado, hasta donde alcanzan nuestros recuerdos y la conciencia que ha acompañado a nuestro existir, siempre hemos sido quienes ahora somos. Esta es la base de la identidad, y no el hecho de que consistamos en una esencia individual eterna e inalterable. La génesis del concepto de sujeto En el siglo xvii, Descartes, iniciador de la filosofía racionalista, concibió el yo como una sustancia pensante (res cogitans) y, por tanto, autónoma y permanente. Esta concepción del yo pronto fue criticada en la filosofía empirista y, en concreto, por Locke y por Hume. Según ellos, el yo no es más que la conciencia pasajera de un conjunto de sensaciones. Kant trató de resolver esta polémica entre racionalistas y empiristas mediante la distinción entre un yo empírico o fenoménico y un yo inteligible o nouménico: El yo empírico es el que podemos captar con nuestra conciencia y mediante nuestra experiencia empírica. El yo nouménico es aquel cuya existencia deduce la razón práctica como exigencia o como condición para el ejercicio de la libertad y de la moral. Según Kant, este sujeto inteligible o nouménico es permanente, el fundamento de la propia singularidad y de la identidad personal, y el principio de la autonomía, de la inviolabilidad y de la dignidad humanas. Individuo y persona Comprendiendo así nuestra identidad, es posible conciliar en nuestra personalidad lo individual y lo colectivo. La palabra «individuo», aplicable a cada ser humano, significa etimológicamente 'lo que no puede ser dividido o descompuesto sin perder su naturaleza identificable'; por tanto, individuo designa nuestra originalidad y nuestra particularidad como seres únicos, y es a lo que socialmente se refiere nuestro nombre, nuestros apellidos y el número de nuestro DNI. En ese sentido, cada individuo es una personalidad única formada por la síntesis de sus factores hereditarios y aprendidos, y que determina sus comportamientos y sus decisiones. Por su parte, la palabra «persona», que también se nos aplica para definirnos, significa etimológicamente 'máscara de teatro' o 'personaje', y se empleaba antiguamente para referirse al papel que cada miembro de la sociedad representa en ella. Actualmente, la palabra «persona» tiene, más bien, un sentido moral y jurídico, pues ser persona es ser sujeto de derechos en igualdad con las demás personas. La identidad jurídica y moral de las personas se construye, así, sobre la base de la universalidad: los mismos derechos y los mismos deberes jurídicos y morales para todas. Ese carácter universal de la identidad puede y debe ser compatible con el hecho de que cada persona tenga su personalidad individual, con todo lo que la diferencia de las demás: su cuerpo, su biografía, sus opiniones, sus gustos y sus preferencias. Esta identidad psicológica se construye, entonces, en la dimensión de la singularidad. El proyecto de vida A diferencia de los demás animales, los seres humanos no estamos determinados a ser toda la vida lo que somos al nacer, sino que hemos de planificar, de desarrollar y de construir nuestra existencia decidiendo lo que queremos realizar. Esto es así porque nuestra existencia discurre sobre el eje del tiempo: nuestro presente se enriquece con lo que nos han transmitido desde el pasado y se proyecta en el futuro hacia lo que queremos conquistar. El tiempo es, pues, la dimensión en la que se ha de realizar el proyecto de nuestra vida. Que el ser humano necesita realizar su proyecto de vida, significa que la existencia humana no es un simple vivir, o sea, hacer el recorrido, durante un tiempo determinado, del nacimiento a la muerte, como hacen los demás animales. Para el ser humano, existir es habitar el tiempo, tener conciencia de vivir y buscar un sentido a la vida; o sea, es tener que inventar la propia existencia. El ser humano será lo que pueda y quiera hacer de sí y con su vida. Este proyectarse solo se puede hacer dentro de unos límites, que son las condiciones físicas, sociales y culturales que el individuo no puede modificar. Según el existencialismo, el proyecto de vida no es meramente un plan, aquello hacia lo que el ser humano tiende, sino que constituye su verdadero ser, porque el ser humano no es una esencia hecha y estable, sino que tiene que hacerse, pues es lo que el individuo haga de sí mismo. Para Martin Heidegger, la única esencia del ser humano consiste en ser un «ser posible». Este poder ser lo vertebra la temporalidad. Jean-Paul Sartre añade que el proyecto aparece como la conciencia de la libertad para cambiar nuestro proyecto una y otra vez, con el riesgo y con la angustia continuos de la amenaza del fracaso. En suma, en el proyecto de vida se proyecta la posibilidad misma en tanto que posibilidad de ser uno mismo. Continuamente hemos de proyectar nuestro modo de ser y de vivir, tenemos que anticipar las posibilidades hacia las que vamos a orientar nuestra vida, ordenar nuestra actividad futura y tratar de ir haciendo real nuestro proyecto de vida en el marco de nuestra convivencia con los demás seres humanos, que también tienen que realizar cada uno el suyo. ¿Es libre el ser humano? Genéricamente, la palabra «libertad» hace referencia a la posibilidad que tienen los seres humanos de elegir sin dependencias ni coacciones externas. Por ejemplo, decidirse por una profesión, emprender un viaje, escoger pareja, votar a un partido político podemos considerarlas acciones libres. O sea, designa la capacidad de autodeterminación de un individuo o de un grupo social. En este sentido, la libertad consiste en la capacidad que tiene cada persona de hacer lo que quiera, de elegir una acción por sí misma sin que esté sometida a ningún condicionamiento que la obligue a actuar en contra o al margen de su voluntad. Esta interpretación no significa que una persona solo es libre cuando hace lo que quiere sin restricciones ni límites. La libertad no es dejarse llevar por los impulsos, por el deseo de placer o por las pasiones inmediatas. Esa conducta sería comportarse sin reglas ni valores, ni principios, ni respeto a las libertades y a los derechos de las demás personas. Cuando se actúa de este modo, lo más frecuente es deslizarse hacia la violencia, hacia la provocación y hacia la propia autodestrucción. Es preciso distinguir entre las libertades sociológica, psicológica y moral: La libertad sociológica alude a la autonomía de que goza el individuo frente a la sociedad, y se refiere a la libertad política o civil, garantizada por los derechos y por las libertades que amparan a la ciudadanía en las sociedades democráticas. La libertad psicológica es la capacidad que tiene el individuo, «dueño de sí», de no sentirse obligado a actuar a instancias de su motivación más inmediata. La libertad moral, por su parte, es la capacidad del ser humano de actuar de acuerdo con la razón, sin dejarse dominar por los impulsos y por las inclinaciones espontáneas de la sensibilidad. Esta es la libertad que se conoce como «libre albedrío». Libertad y responsabilidad La libertad, fundamento de la responsabilidad Cuando pensamos en la libertad como una de las dimensiones esenciales del ser humano, lo más apropiado es hablar de las posibilidades y de los límites de su libertad. En ese sentido, nos estamos refiriendo a la posibilidad de realizar una libertad relativa con la ayuda del conocimiento de las leyes y de las fuerzas que regulan establemente el mundo. La aparición de la física cuántica en el siglo xx ha debilitado el viejo determinismo causal al establecer un límite físico de precisión en la descripción de los fenómenos. Este hecho se debe a la formulación por el físico Werner Heisenberg del principio de indeterminación, según el cual no es posible realizar predicciones definidas para el conjunto de los sucesos subatómicos. Desde entonces, en la física y en la filosofía se discute acerca de cómo hay que interpretar el indeterminismo de la física cuántica y también sobre si, y hasta qué punto, tenemos la obligación de revisar la teoría del determinismo causal tal como se ha sostenido y se ha entendido en la física clásica. Si los seres humanos estuviéramos determinados a actuar por fuerzas a las que estamos sometidos sin poder evitarlo, seríamos irresponsables. No se podría distinguir entre acciones buenas y malas, justas e injustas. Por ejemplo, cuando un águila caza un cordero, no se la puede considerar responsable de su acción, porque satisface su necesidad de comer. Si la atrapamos, es para evitar que mate otros animales, no para hacer justicia y para castigarla por el crimen que ha cometido. Para hablar de responsabilidad y de justicia, hay que reconocer en los seres humanos la libertad de acción y la capacidad de dirigir su comportamiento y sus fines. La pregunta «¿puede cualquier criminal evitar hacer lo que hace?» significa que solo existe una moralidad genuina si podemos actuar libremente. Si no somos libres, no se nos puede considerar responsables de nuestros actos y no se nos debería acusar ni elogiar por ellos. Autonomía y autodominio Una acción verdaderamente libre es aquella que es causada por la persona que la realiza y que es aceptada por ella como su propia elección y como su responsabilidad. Los seres humanos, cuando tienen alternativas, al elegir, actúan como causas iniciales de los efectos que provocan. En este hecho se basan las ideas de responsabilidad, de merecimiento de acusación o de elogio, de gratitud, de castigo, de resentimiento o de perdón. Por consiguiente, se pierde la libertad cuando una persona no es la verdadera autora de sus actos, por ejemplo, porque actúa bajo coacción. La coacción es un poder que fuerza al individuo a actuar contra su voluntad. Si el origen de esa coacción es exterior al sujeto, el sujeto no actúa libremente. Ahora bien —y esto es muy importante—, si es la propia voluntad del individuo la que se obliga a sí misma a actuar, esa coacción puede tener el carácter de obligación moral, y entonces es un efecto de la libertad. Precisamente a esta última obligación se la denomina autonomía o autodeterminación, y consiste en la capacidad de darse las propias leyes, en actuar respetando normas que se aceptan libremente por decisión propia, en consentir conscientemente en obedecer las leyes y en tener la voluntad de hacerlo. El opuesto de la autonomía es la heteronomía, que es el hecho de que la ley se me imponga desde fuera, sin que yo le dé mi adhesión voluntariamente. O también cuando me dejo dominar y esclavizar, desde dentro, por una pasión que hace que pierda mi libertad y que me impide decidir con sensatez y con equilibrio. Para Kant, la autonomía es el concepto fundamental de su teoría ética. Para él, la autonomía es condición intrínseca de la libertad y, por tanto, de la moralidad: es la facultad que tiene la voluntad de autodeterminarse solo por respeto al deber. En tanto que libertad y responsabilidad coinciden, la autonomía es la raíz de la moralidad y su condición necesaria; por ello, las acciones morales solo son imputables a un sujeto autónomo, es decir, libre y responsable. En este sentido, la pasión es la inclinación que impide a la voluntad autodeterminarse de conformidad con principios racionales. A diferencia de las emociones, las pasiones pueden dominar por completo la personalidad y la conducta del sujeto. Por esta razón, debido al peligro que representan para la libertad moral del ser humano, Kant rechazó la exaltación de las pasiones. También en el estoicismo se pensaba que las pasiones, que alteran la tranquilidad del ánimo, son enfermedades por las que la persona sabia no debe dejarse contagiar, sino que su elección debe ser la de mantenerse indiferente y moderar y controlar las emociones y las pasiones mediante la razón. ¿Es el ser humano un ser social por naturaleza? Muchos animales viven en enjambres, en hordas o en manadas de manera instintiva. Pero los seres humanos no formamos, como ellos, una sociedad instintivamente. Si vivimos en sociedad es porque, para hacer posible y más confortable nuestra existencia, nos hemos visto obligados a convivir en grupos y a organizarnos. A cambio de las ventajas que nos reportan la convivencia, la cooperación y el reparto del trabajo, la vida en sociedad representa también una renuncia incesante, porque impone limitaciones y somete a leyes y a reglas comunes a todos sus miembros. Esta es una de las principales raíces de los conflictos y de la violencia social. Cuando nos arrastran los impulsos y los deseos irracionales, tendemos a la desmesura. Entonces, la ambición, la competitividad o la envidia muestran que todas las personas solemos desear las mismas cosas. Todos los individuos buscan su provecho y su placer, y tratan de rehuir el dolor como tendencias más inmediatas de la naturaleza humana. Estas tendencias son las que dan origen a la sociedad, no la existencia de un amor natural del ser humano hacia sus semejantes. La búsqueda incesante y egoísta de la satisfacción de las necesidades y de los deseos genera, pues, lucha y conflicto con los otros individuos, que nos disputan los limitados bienes y placeres capaces de satisfacernos. Thomas Hobbes decía que las dos pasiones dominantes del ser humano son la avidez natural, por la que cada individuo pretende gozar él solo de los bienes comunes, y la razón natural, por la que cada uno huye de la muerte violenta como del peor de los males naturales. El primero de estos postulados excluye que el ser humano sea un animal social, como decía Aristóteles. Aunque los seres humanos necesiten unos de otros, no tienen, según Hobbes, un instinto que los mueva a la benevolencia y al amor recíproco. Por tanto, toda sociedad nace, o de la necesidad recíproca, o de la ambición, pero nunca del amor o de la benevolencia mutuos. Así pues, según Hobbes, el temor recíproco es lo que induce a aceptar la vida en sociedad, pues los seres humanos tienden a dañarse mutuamente, ya que viven en el antagonismo que se deriva de la escasez de los bienes por los que se compite y de la discrepancia de las opiniones. En términos parecidos, Baruch Spinoza dice que lo que lleva a los seres humanos a asociarse es su necesidad de sobrevivir y de seguridad. Esta situación conduce a la comprensión racional de la necesidad de la sociedad y a la aceptación voluntaria de las leyes que conlleva su ordenamiento. Por tanto, para Spinoza, el fundamento de la sociedad no es ninguna virtud o perfección que haya que perseguir, sino el mero ser; o sea, las mismas pasiones y necesidades humanas tal como se encuentran en la realidad. Por otro lado, aunque los seres humanos tienen estas tendencias comunes, también hay otros aspectos en los que son diferentes. Por ello, tal vez otros seres humanos nos resultan extraños o los percibimos como una amenaza a nuestra seguridad y a nuestro bienestar. Distintas creencias, razas, patrias, lenguas u opiniones se convierten en causa de conflicto y de antagonismo cuando los individuos no han asumido actitudes de tolerancia y de solidaridad. Este hecho lleva a Sartre a decir que «el conflicto es la significación original del hallarse ante los otros». En cambio, Rousseau y Schopenhauer enseñaron que la relación con los otros individuos debería basarse siempre en la compasión, que une a todos los seres humanos ante el sufrimiento que existe en el mundo. La construcción intersubjetiva de la identidad personal El ser humano convive con otros seres humanos que, al mismo tiempo, se le parecen y se distinguen de él. No se identifican con él, pero todos comparten muchas características comunes. La relación con los otros individuos se denomina intersubjetividad, y, a pesar de los conflictos que conlleva, esa relación intersubjetiva es la condición para ir construyendo la propia identidad, pues las otras personas son el referente con el que me comparo, me distancio o me asemejo a ellas para ir dando forma a mi propia personalidad. Podemos comprender esta relación si pensamos en la moda. Tratando de ir a la moda intento distinguirme y expresar mi propia identidad, pero lo hago adoptando las reglas de vestir o de peinarse compartidas por otras personas, porque, de alguna manera, para luchar por ser yo, tengo que ser, al menos en parte, como las personas en las que me fijo y a las que trato de asemejarme. Sin los otros individuos, sin lo que piensan y sin lo que dicen de mí, no sé si soy servicial, egoísta, inteligente..., porque no soy todo eso sino en el contacto y en la convivencia con las otras personas. Nuestra autoconciencia se desarrolla, pues, en las relaciones que mantenemos con los demás individuos y gracias a ellas.

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