1990: El Último Año Feliz (PDF)
Document Details
Uploaded by ToughestKunzite2612
Universidad de Lima
Francisco Veiga
Tags
Summary
El artículo analiza el año 1990, destacando los acontecimientos políticos y sociales en el contexto del final de la Guerra Fría e incluyendo referencias a la Unión Soviética y a la implosión estructural que terminó con su existencia en 1991.
Full Transcript
EL ÚLTIMO AÑO FELIZ 1990 o el final imaginado de la Guerra Fría FRANCISCO VEIGA El 28 de mayo de 1987, una ligera avioneta Cessna 172B aterrizó en las inmediaciones de la Plaza Roja en pleno centro de Moscú. La tripulaba un joven alemán, Mathias Rust, que m...
EL ÚLTIMO AÑO FELIZ 1990 o el final imaginado de la Guerra Fría FRANCISCO VEIGA El 28 de mayo de 1987, una ligera avioneta Cessna 172B aterrizó en las inmediaciones de la Plaza Roja en pleno centro de Moscú. La tripulaba un joven alemán, Mathias Rust, que muy poco antes había obtenido la licencia de piloto. Impulsado por su afán de notoriedad y fantasías sobre su capacidad para solucionar los grandes conflictos internacionales, voló con la avioneta alquilada desde Hamburgo a Helsinki y desde allí penetró en territorio soviético. Las defensas antiaéreas lo localizaron e incluso se envió a un par de cazas a identificarlo y derribarlo si fuera el caso. Pero por unas razones o por otras nadie detuvo al frágil aparato civil que al final, tras dar una serie de vueltas a baja cota sobre la Plaza Roja, aterrizó en un rincón aledaño a la Catedral de San Basilio, para sorpresa de los transeúntes y de la policía. Por supuesto, no fue el único síntoma de que el sistema soviético sufría serios problemas internos. Aquel mismo año de 1987 tuvieron lugar varios siniestros graves de submarinos nucleares y el año anterior, también en primavera, se convirtió en noticia mundial el accidente en la planta de energía nuclear de Chernóbil. Pero estos casos denotaban, en primer lugar, serias carencias tecnológicas y de control humano. En torno al vuelo de Mathias Rust se amontonaron, en cuestión de pocas horas, toda una gama de fallos de naturaleza diversa: de organización, de control, de información, tecnológicos y hasta políticos. Por entonces, los mandos de las fuerzas aéreas soviéticas obraban con gran cautela ante este tipo de incidentes, tras el derribo del avión de pasajeros coreano KAL 007, en septiembre de 1983, Mijail Gorbachov amplificó el significado del incidente Rust al aprovechar el suceso para destituir al ministro de Defensa, Sergei Sokolov, al jefe de la defensa antiaérea de la URSS (Alexander Koldunov, un antiguo as de la aviación soviética durante la Segunda Guerra Mundial) y varios centenares de mandos de las fuerzas aéreas, muchos de ellos por motivos políticos más que realmente profesionales: se oponían al proceso de reformas. Todavía faltaban cuatro años para que se hundiera la Unión Soviética, pero aquella mañana de 1987 quedó de manifiesto que una de las tres grandes superpotencias mundiales funcionaba por inercia y sus entrañas estaban sujetas por alfileres. No dejaba de ser un síntoma de la implosión estructural, ya muy avanzada, que terminaría con la Unión Soviética en 1991. Dispersos por todo el mundo se sucedían los chispazos que dos o tres décadas más tarde se convertirían en fuegos arrasadores. Lo fue el momento en que un comando de la Yihad Islámica saltó de los camiones del Ejército egipcio que desfilaban ante el presidente Al Sadat asesinándolo y ametrallando a toda la tribuna de honor, el 6 de octubre de 1981; constituyó el primer atentado espectacular del terrorismo islamista. Ese mismo año salió a la venta el primer PC u ordenador personal, que era de la marca IBM; el primer sistema operativo Windows apareció en 1985, aunque su versión comercial data de mayo de 1990. Existe la posibilidad de retroceder un poco más: hasta aquel 1 de febrero de 1979, cuando el helicóptero que llevaba al imán Jomeini apenas podía posarse sobre las lápidas del cementerio de Beheshte Zahra, donde dio su primer discurso tras regresar a Irán, y los Guardianes de la Revolución tuvieron que abrir un hueco apartando a la multitud a correazos. Había triunfado la primera revolución islamista de la era actual. Durante el verano del año siguiente se convirtieron en icónicas las imágenes de las misas y confesiones públicas de obreros en huelga, en los astilleros de Gdansk, en Polonia. También abundaban los cuadros de la virgen de Czestochowa y las fotografías de Juan Pablo II, el Papa polaco; como en Irán, la religión se había convertido en el propulsor de las protestas político-sindicales que estallaron en Polonia y condujeron a la disolución del régimen comunista. Los años ochenta constituyeron la prehistoria de los grandes cambios que llevarían al siglo XXI, y que por entonces estaban en germinación. Pero el rumbo que parecían tomar los acontecimientos resultó ser engañoso. Desembocó en un gran espejismo, según el cual la Guerra Fría estaba terminando de la mejor manera posible, con una Unión Soviética en plena transformación, decidida a colaborar con Estados Unidos en la imposición de un orden mundial. El presidente George Bush lo expresó con claridad en un discurso celebrado ante el Congreso el 11 de septiembre de 1990: «La crisis del Golfo Pérsico es grave, pero ofrece una rara oportunidad de dirigirnos hacia un histórico periodo de cooperación». En cierta manera era el retorno al espíritu de finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando Roosevelt creía posible que americanos y soviéticos, vencedores en la contienda contra el fascismo, lograrían entenderse para imponer, a través de la ONU, una paz realmente universal en el mundo. En 1990 parecía como si la Guerra Fría hubiera sido un mero paréntesis en la prosecución de esa utopía. Aquel 11 de septiembre, Bush prosiguió: De estos tiempos de dificultades puede emerger nuestro quinto objetivo: un nuevo orden internacional, una nueva era libre de la amenaza del terror, más decidida en la consecución de la justicia y más segura en la búsqueda de la paz de las naciones del mundo, del Este y del Oeste, del Norte y del Sur, puedan prosperar y vivir en armonía. En otro momento dijo públicamente que deseaba estimular el “retorno de la URSS a la comunidad de las naciones.” Cuando el 17 de enero de 1991 se puso en marcha la enorme maquinaria bélica que después de treinta y ocho días de bombardeos y una campaña terrestre de cien horas iba a liberar a Kuwait de la invasión iraquí y dejar al régimen de Saddam Hussein contra las cuerdas, pareció que los buenos augurios se habían convertido en realidad. Los meses anteriores habían servido para fraguar una coalición de treinta y cuatro países, que incluía a la mayoría de los árabes. Pero, sobre todo, los soviéticos se habían mantenido al margen y Mijail Gorbachov daba por bueno el castigo contra el que había sido su aliado en Oriente Próximo. En realidad, Irak también se había apoyado en los estadounidenses y las potencias orientales en su interminable guerra contra Irán entre 1980 y 1988. Y en buena medida eso explicaba la invasión de Kuwait: Saddam Hussein se percataba de que con el inminente final de la Guerra Fría se terminaba la posibilidad de navegar entre dos aguas, de jugar con y contra los unos y los otros, según conviniera. El petróleo kuwaití le daba la posibilidad de controlar los precios de forma más favorable en un nuevo panorama geoestratégico internacional en el que estadounidenses y soviéticos unidos dominarían más estrechamente a todo el mundo, incluidos los productores de crudo. El espejismo duró tan solo unos pocos meses, porque justo en aquel año de 1991 comenzó a manifestarse el fenómeno de la implosión a gran escala y dio comienzo el siglo XXI, una década antes de lo que el calendario marcaba como fecha oficial. Otra destacada imagen engañosa tuvo lugar en Europa central, donde el 9 de noviembre de 1989 había caído el Muro de Berlín. En un tiempo inesperadamente corto, lo que parecía empresa de años comenzó a perfilarse como cuestión de meses y en la primavera de 1990 ya se hablaba con soltura de la cercana reunificación alemana. Este suceso, de gran trascendencia, contribuyó también, poderosamente, al espejismo de 1990. Se insertaba en todo un ambiente de reconciliación internacional al que estaba contribuyendo Mijaíl Gorbachov desde la Unión Soviética. La “casa común europea” fue una feliz expresión que se transformó en un libro, el cual resultó ser pura buena voluntad hecha retórica, sin contenidos esenciales. Conforme descarrilaba la huida hacia adelante emprendida por Gorbachov, más necesitaba este del apoyo occidental, y cuantas más concesiones hacía en ese frente, peor iban las cosas en el interior del sistema soviético. En 1990 eso ya estaba muy claro, incluso para el mismo Gorbachov. A la par que se perfilaba cada vez con mayor claridad la previsible reunificación de Alemania, el estadista temía que si se consumaba llevaría al fin de la perestroika. Sería contemplado por los sectores más conservadores del régimen como la pura y dura victoria de los occidentales y la reforma del sistema soviético solo podía ser aceptada en un esquema internacional sin vencedores ni vencidos. De todas formas, a esas alturas la velocidad de los acontecimientos sobrepasaba ya la capacidad de previsión de Gorbachov. No había un plan para el caso de que Alemania se reunificara. Por eso, la iniciativa de proponer una compensación económica a la República Federal de Alemania (RFA) pareció una buena idea. Daba la sensación de que Moscú estaba en situación de imponer condiciones y el dinero era algo concreto que se podía contar y en aquel momento resultaba de gran utilidad a la Unión Soviética. Al principio, Gorbachov habló de 20.000 millones de dólares, cifra que finalmente se quedó en 8.000, y 2.000 más en forma de créditos sin interés. Pero en los cuatro años siguientes, la RFA desembolsó en dirección a Rusia unos 71.000 millones de dólares, junto con 36.000 millones destinados a los países europeos del antiguo bloque oriental. No fue el único sacrificio económico que debió hacer Bonn. Las elecciones celebradas en la República Democrática Alemana (RDA) en marzo de 1990 dejaron claro que los alemanes del Este deseaban la unificación. Había que actuar con rapidez, y de hecho ya en mayo ambas Alemanias firmaron y se comprometieron a imponer una unión monetaria. Ese paso se dio casi enseguida, en julio, cuando el marco occidental pasó a cotizarse en la Alemania del Este. Esto supuso que los salarios en esa república empezaron a ser pagados en marcos occidentales y que los muy devaluados marcos orientales recibían se equipararon en paridad de uno por uno. Fue una medida financiera extraordinaria que evitó la emigración masiva de alemanes del Este al Oeste, pero que significó un duro golpe para las arcas del Estado, el fuerte precio que Bonn hubo de pagar por la unificación, que se formalizó el 3 de octubre de 1990, pasaría factura al conjunto del nuevo estado en los años siguientes. Y a la Unión Europea, que también contribuyó a costear, y muy activamente, por cierto, los gastos derivados de la reunificación alemana. También hubo consecuencias políticas para el resto del continente, y además en relación con el relanzado proceso de integración europea. El asunto venía de 1985, cuando se hizo público el denominado Libro Blanco para la consecución del mercado interior, con fecha límite en 1992, lo que supondría crear un ambicioso mercado único de 320 millones de consumidores. Ya por entonces, la Comunidad Europea era el mayor bloque comercial del mundo. A su vez, el Libro Blanco arrancaba del Tratado sobre la Unión Europea adoptado por el Parlamento Europeo el 14 de febrero de 1984. Pero solo el Acta Única europea, formalizada en febrero de 1986, constituiría la primera etapa hacia la realización de la Unión Europea. La nueva fase en el proceso de integración seguía sus propios tempos, pero resultaba evidente que además coincidía con un período histórico extraordinariamente favorable en la misma Europa, lo que le dio un enorme impulso y nuevas ilusiones en un corto período de tiempo. En 1988 aún se consideraba que en Europa convivían tres mercados comunes: la CE, el CAME o COMECON de los países comunistas y la Asociación Europea de Libre Comercio o AELC de los países neutralistas: Austria, Finlandia, Islandia, Noruega, Suecia, Suiza. Pero la perestroika estaba rompiendo moldes y fronteras, y el 25 de junio de 1988, la CE y el COMECON firmaron un acuerdo de mutuo reconocimiento. Como consecuencia de ello, la Comunidad Económica Europea estableció relaciones regulares con cinco países de Europa del Este y firmó dos tratados de cooperación económica con Hungría y Checoslovaquia. Como resultado, hombres de negocios y banqueros occidentales atravesaron la puerta abierta y aparecieron cada vez en mayor número en Moscú y otras capitales del Este. Lo que pocos sabían por entonces era que el economista Jeffrey Sachs, adalid puntero de la 'terapia de choque' neoliberal y anteriormente asesor del gobierno boliviano en tales lides, comenzaba a trabajar en Polonia por esas fechas. Apoyado en la misión permanente para ese país, costeada por el financiero George Soros, Sachs y el también economista neoliberal David Lipton viajaron a Varsovia a fin de asesorar al gobierno comunista y a Solidaridad —convertido en partido— consiguiendo de paso el apoyo de Washington y el FMI para desbloquear ayudas financieras. De esa forma, Sachs y Lipton idearon el primer plan para la transformación de una economía socialista en otra de mercado. Así, Polonia fue la cabeza de puente para reventar desde dentro el Telón de Acero mediante la aplicación de un modélico neoliberalismo de choque. Hungría, a través de su Nuevo Mecanismo Económico, constituyó el otro puntal de la experiencia que preparó el camino a la caída del Muro, al año siguiente. Cara al exterior pervivían las reticencias y las dudas porque resultaba cada vez más complicado mantener un régimen de apariencia comunista sobre una economía abocada a abrirse al libre mercado en muy poco tiempo. A finales de febrero de 1989, el secretario general del Comité Central del PSOH húngaro, Matyas Szuros, propuso que su país suscribiera una forma de afiliación al Mercado Común “semejante a la prevista entre los países de la AELC y la CEE”. Pero tan solo una semana más tarde rectificaba, porque la CEE era, “una comunidad de Europa occidental y Hungría sería una extraña en tal colectividad política”. Por entonces, el régimen comunista húngaro estaba en avanzada fase de descomposición; pero ocho meses más tarde había dejado prácticamente de existir. Y en Navidades casi todo el bloque del Este se había hundido. Por lo tanto, a comienzos de 1990 se abría la puerta a una ampliación del proceso de integración europeo en el cual Polonia, Hungría y Checoslovaquia que pronto serían conocidos como el Grupo de Visegrád, pasaron a ser socios preferentes y a ocupar el primer lugar de la clasificación, como una posible ampliación de la Comunidad Europea, que pronto vendría a ser la Unión Europea. El continente avanzaba hacia la fusión, superando ya las viejas barreras de cemento y alambre de espinos de la Guerra Fría. Y en la primavera de 1990 empezó a hablarse también de una Alemania que incluiría a la República Democrática Alemana; en aquellos momentos parecía tener mucho de precedente para el resto de los países del Este. Franceses y británicos estaban particularmente inquietos. Margaret Thatcher consideraba con disgusto la reunificación alemana “los batimos dos veces, pero ahora están de vuelta otra vez”, comentó tras la caída del Muro. Pero la Dama de Hierro estaba ya muy tocada por entonces y, al parecer, los franceses tenían más capacidad de maniobra y decisión para oponerse a la reunificación alemana. Estaba claro que contaban con el proyecto de Unión Europea como dique para contener su pérdida de influencia en el continente. Resulta significativo que en un discurso dirigido a 1.800 representantes de 15 organizaciones empresariales alemanes en marzo de 1988, el canciller Helmut Kohl deplorara su falta de interés en el proceso de integración europea. Como contrapunto, citó un informe promovido por la Comisión Europea, según el cual el 87% de los empresarios franceses se preparaban asiduamente para el 1 de enero de 1993, fecha en la cual caerían las barreras aduaneras entre los países integrantes de la Comunidad. Frente a esos datos, menos de un tercio de las compañías alemanas consideraban la realidad de un mercado único a medio plazo. Al principio, París trató de bloquear los intentos o planes de reunificación alemanes. Contaba, muy especialmente, con los soviéticos; Mitterrand estaba convencido de que Gorbachov lo impediría de una forma u otra. Cuando resultó evidente que no iba a ser así, cambió de tercio. La reunificación sería posible, pero bajo determinadas condiciones políticas. Estas giraban sobre todo en torno al compromiso alemán de implicarse estrechamente, en sociedad con Francia en el proceso de creación del mercado interior y la moneda única, es decir, de la Unión Europea, que muy pronto iba a cobrar forma definitiva y sería votada en la ciudad de Maastricht. Y, sobre todo, Alemania debía renunciar a su vieja política hegemónica en Europa central y oriental, ahora que esa otra mitad del continente había quedado tentadoramente abierta, tras desaparecer el corsé soviético. Por si faltara algo, Estados Unidos estaba a favor de la unificación alemana, y en esos momentos, la palabra de Washington era todavía ley de muy difícil discusión entre los aliados occidentales. Precisamente esa potestad, unida a su capacidad militar y tecnológica, propiciaría ese mismo otoño la gigantesca demostración de poder que fue la coalición antiiraquí tras la invasión de Kuwait. Bush vio que una gran mayoría de los alemanes deseaban la reunificación y se percató también de que obstaculizarla podría crear serios problemas a la estabilidad europea. Por otra parte, había que asegurarse de que la nueva Alemania no deviniera neutral, ahora que la Guerra Fría había terminado y el bloque del Este había dejado de ser una amenaza. Una Alemania que fuera a su aire podría materializar demasiados fantasmas del pasado. Por lo tanto, era imprescindible que los socios europeos la arroparan. Washington, suave pero firmemente, impulsó a franceses y británicos para que, junto a soviéticos y representantes de las dos Alemanias, negociaran los términos de la reunificación en las denominadas conversaciones "4 + 2", que concluyeron en la firma de un acuerdo definitivo firmado en Moscú el 12 de septiembre, pocos días antes de que naciera de facto la nueva Alemania. Aun así, el proceso de reunificación nació entre importantes paréntesis, comillas y condicionantes; y desde luego, hipotecó para el futuro la estabilidad europea, amenazada por crisis económicas y financieras generadas en Alemania, como se comprobaría fehacientemente veinticinco años más tarde. En aquel 1990, la Alemania reunificada no fue querida y deseada por toda Europa; más bien se puede decir que fue tolerada y desde luego no terminó de contemplarse como parte del proceso común de fusión continental. Inclusive dio lugar a sobresaltos que por entonces no se quisieron asimilar de forma pública a ese fenómeno. De hecho, lo normal era mirar hacia otro lado y disimular. Muy a comienzos de la primavera, el 20 y 21 de marzo, tuvieron lugar violentos incidentes interétnicos en Tärgu Mures, Transilvania. Grupos de ultranacionalista rumanos atacaron a húngaros durante una manifestación. Hacía pocos meses que había tenido lugar una controvertida revolución por la cual Rumanía se había liberado de la dictadura de Ceausescu y lo ocurrido en Tärgu Mures contribuyó a que la transición fuera vista con sospecha desde Occidente. Sin embargo, tras los disturbios latía un temor concreto: la reunificación de Alemania parecía haber convertido a las hasta entonces intangibles fronteras europeas en líneas potencialmente más elásticas. Aunque en aquella primavera de 1990 todo eso era meros rumores de fondo. Las dudas se expresaban en sordina, eran muy poco audibles. Solo los servicios de inteligencia occidentales manejaban en ese mismo año datos y planes concretos sobre la previsible desintegración de Yugoslavia y la posibilidad de que se extendiera ese fenómeno a la Unión Soviética. Para el gran público, muchos gobiernos e incluso servicios de inteligencia menores poco sabían de tales informes, y pasaron muchos años antes de que comenzara a atisbarse lo sucedido, no sin que antes se derribaran, muy poco a poco, los estereotipos levantados en aquellos meses felices y triunfantes. En noviembre cayó Margaret Thatcher, la “Dama de Hierro”. Su declive había comenzado en marzo, víctima de su proyecto sobre la poll tax o “tasa comunitaria” uniforme. Había ostentado su cargo más que cualquier otro primer ministro británico del siglo XX: Once años. Pero, sobre todo, su retirada se debió al fracaso en bloquear el plan de la CEE para la moneda única europea. Y ese mismo año se inauguró el túnel bajo el canal de la Mancha. Europa parecía estar creciendo en torno a sí misma, la “casa común” cobraba forma, al fin y al cabo. Nada parecía capaz de amenazarla. Aunque publicó su célebre libro en 1992, el estadounidense de origen japonés Francis Fukuyama (n. en 1952) había saltado a la fama años antes. “El fin de la historia?” se publicó originalmente como artículo en la revista The National Interest, durante el verano de 1988, y estaba basado en una conferencia que él mismo había dictado en la Universidad de Chicago. Poco tiempo después, este miembro de la Rand Corporation se convirtió de repente en famoso con su provocativa tesis. Fukuyama anunciaba el triunfo definitivo de la política y la economía liberales a escala mundial, vencedoras absolutas de las utopías y luchas entre las ideologías del siglo XX. El régimen comunista había sido la última gran ocasión de ofrecer una utopía política a escala global, pero tras su fracaso la única opción viable era ya el liberalismo democrático, dando paso al denominado “pensamiento único”. La economía sustituiría a las ideologías y la ciencia determinaría el discurrir de la historia. El fin de la historia de Fukuyama fue la encarnación de ese victorioso optimismo que vivió Occidente más o menos entre 1988 y 1990. Por otra parte, él mismo fue uno de los fundadores del pensamiento neocon y uno de los ideólogos que avanzó el concepto de la globalización, al menos desde su vertiente neoliberal. En el mismo año que hizo pública su teoría, el cantante de jazz estadounidense Bobby McFerrin arrasó en las listas de ventas mundiales con una pegadiza cancioncilla de ritmo caribeño: “Don’t worry, be happy”. Expresaba un indestructible y suave optimismo y conectaba con lo que ya era una marcada tendencia estadounidense hacia el bienestar, el optimismo y el sentido de la globalización a través de lo que se llamó la “música mundial”. George Bush padre la utilizó en su campaña electoral.