El Olvido Que Seremos - PDF
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Héctor Abad Faciolince
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El olvido que seremos es una obra de Héctor Abad Faciolince que reconstruye la figura de su padre con amor y paciencia. El libro explora la relación compleja entre un padre y su hijo, con momentos de alegría y tristeza, y con una descripción de la profunda forma en que el autor evoca las relaciones entre padres e hijos.
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El médico Héctor Abad Gómez dedicó sus últimos años, hasta el mismo día en que cayó asesinado en pleno centro de Medellín, a la defensa de la igualdad social y los derechos humanos. El olvido que seremos es la reconstrucción amorosa y paciente de un personaje; está lleno de sonrisas y canta el plac...
El médico Héctor Abad Gómez dedicó sus últimos años, hasta el mismo día en que cayó asesinado en pleno centro de Medellín, a la defensa de la igualdad social y los derechos humanos. El olvido que seremos es la reconstrucción amorosa y paciente de un personaje; está lleno de sonrisas y canta el placer de vivir, pero muestra también la tristeza y la rabia que provoca la muerte de un ser excepcional. Conjurar la figura del padre es un reto que recorre consagradas páginas de la historia y de la literatura. ¿Quién no recuerda las obras de Kafka, Philip Roth, Martin Amis o V. S. Naipaul sobre su venerado o cuestionado progenitor? Ahora será también difícil olvidar este libro desgarrador de Héctor Abad Faciolince escrito con valor y ternura. Héctor Abad Faciolince El olvido que seremos ePUB v1.0 Socrates 23.11.12 Título original: El olvido que seremos Héctor Abad Faciolince, 2005. Editor original: Socrates (v1.0) ePub base v2.1 A Alberto Aguirre y Carlos Gaviria, sobrevivientes. Y por amor a la memoria Llevo sobre mi cara la cara de mi padre Yehuda Amijai Un niño de la mano de su padre 1 En la casa vivían diez mujeres, un niño y un señor. Las mujeres eran Tata, que había sido la niñera de mi abuela, tenía casi cien años, y estaba medio sorda y medio ciega; dos muchachas del servicio —Emma y Teresa—; mis cinco hermanas —Maryluz, Clara, Eva, Marta, Sol—; mi mamá y una monja. El niño, yo, amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba más que a Dios. Un día tuve que escoger entre Dios y mi papá, y escogí a mi papá. Fue la primera discusión teológica de mi vida y la tuve con la hermanita Josefa, la monja que nos cuidaba a Sol y a mí, los hermanos menores. Si cierro los ojos puedo oír su voz recia, gruesa, enfrentada a mi voz infantil. Era una mañana luminosa y estábamos en el patio, al sol, mirando los colibríes que venían a hacer el recorrido de las flores. De un momento a otro la hermanita me dijo: —Su papá se va a ir para el Infierno. —¿Por qué? —le pregunté yo. —Porque no va a misa. —¿Y yo? —Usted va a irse para el Cielo, porque reza todas las noches conmigo. Por las noches, mientras ella se cambiaba detrás del biombo de los unicornios, rezábamos padrenuestros y avemarías. Al final, antes de dormirnos, rezábamos el credo: «Creo en Dios Padre, Todopoderoso, Creador del Cielo y de la Tierra, de todo lo visible y lo invisible…». Ella se quitaba el hábito detrás del biombo para que no le viéramos el pelo; nos había advertido que verle el pelo a una monja era pecado mortal. Yo, que entiendo las cosas bien, pero despacio, había estado imaginándome todo el día en el Cielo sin mi papá (me asomaba desde una ventana del Paraíso y lo veía a él allá abajo, pidiendo auxilio mientras se quemaba en las llamas del Infierno), y esa noche, cuando ella empezó a entonar las oraciones detrás del biombo de los unicornios, le dije: —No voy a volver a rezar. —¿Ah, no? —me retó ella. —No. Yo ya no me quiero ir para el Cielo. A mí no me gusta el Cielo sin mi papá. Prefiero irme para el Infierno con él. La hermanita Josefa asomó la cabeza (fue la única vez que la vimos sin velo, es decir, la única vez que cometimos el pecado de verle sus mechas sin encanto) y gritó: «¡Chito!». Después se dio la bendición. Yo quería a mi papá con un amor que nunca volví a sentir hasta que nacieron mis hijos. Cuando los tuve a ellos lo reconocí, porque es un amor igual en intensidad, aunque distinto, y en cierto sentido opuesto. Yo sentía que a mí nada me podía pasar si estaba con mi papá. Y siento que a mis hijos no les puede pasar nada si están conmigo. Es decir, yo sé que antes me haría matar, sin dudarlo un instante, por defender a mis hijos. Y sé que mi papá se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderme a mí. La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas. Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las sábanas ni la funda de la almohada. Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando me daba miedo, por la noche, me pasaba para su cama y siempre me abría un campo a su lado para que yo me acostara. Nunca dijo que no. Mi mamá protestaba, decía que me estaba malcriando, pero mi papá se corría hasta el borde del colchón y me dejaba quedar. Yo sentía por mi papá lo mismo que mis amigos decían que sentían por la mamá. Yo olía a mi papá, le ponía un brazo encima, me metía el dedo pulgar en la boca, y me dormía profundo hasta que el ruido de los cascos de los caballos y las campanadas del carro de la leche anunciaban el amanecer. 2 Mi papá me dejaba hacer todo lo que yo quisiera. Decir todo es una exageración. No podía hacer porquerías como hurgarme la nariz o comer tierra; no podía pegarle a mi hermana menor ni- con-el-pétalo-de-una-rosa; no podía salir sin avisar que iba a salir, ni cruzar la calle sin mirar a los dos lados; tenía que ser más respetuoso con Emma y Teresa —o con cualquiera de las otras empleadas que tuvimos en aquellos años: Mariela, Rosa, Margarita— que con cualquier visita o pariente; tenía que bañarme todos los días, lavarme las manos antes y los dientes después de comer, y mantener las uñas limpias… Pero como yo era de una índole mansa, esas cosas elementales las aprendí muy rápido. A lo que me refiero con todo, por ejemplo, es a que yo podía coger sus libros o sus discos, sin restricciones, y tocar todas sus cosas (la brocha de afeitar, los pañuelos, el frasco de agua de colonia, el tocadiscos, la máquina de escribir, el bolígrafo) sin pedir permiso. Tampoco tenía que pedirle plata. Él me lo había explicado así: —Todo lo mío es tuyo. Ahí está mi cartera, coge lo que necesites. Y ahí estaba, siempre, en el bolsillo de atrás de los pantalones. Yo cogía la billetera de mi papá y contaba la plata que tenía. Nunca sabía si coger un peso, dos pesos o cinco pesos. Lo pensaba un momento y resolvía no coger nada. Mi mamá nos había advertido muchas veces: —¡Niñas! Mi mamá decía siempre «niñas» porque las niñas eran más y entonces esa regla gramatical (un hombre entre mil mujeres convierte todo al género masculino) para ella no contaba. —¡Niñas! A los profesores aquí les pagan muy mal, no ganan casi nada. No abusen de su papá que él es bobo y les da lo que le pidan, sin poder. Yo pensaba que toda la plata que había en la billetera la podía coger. A veces, cuando estaba más llena, a principios del mes, cogía un billete de veinte pesos, mientras mi papá hacía la siesta, y me lo llevaba para el cuarto. Jugaba un rato con él, sabiendo que era mío, e iba comprando cosas en la imaginación (una bicicleta, un balón de fútbol, una pista de carritos eléctrica, un microscopio, un telescopio, un caballo) como si me hubiera ganado la lotería. Pero después iba y lo volvía a poner en su sitio. Casi nunca había muchos billetes, y a finales de mes, a veces, no había ni uno, ya que no éramos ricos, aunque lo pareciera porque teníamos finca, carro, muchachas del servicio y hasta monja de compañía. Cuando nosotros le preguntábamos a mi mamá si éramos ricos o pobres, ella siempre contestaba lo mismo: «Niñas: ni lo uno ni lo otro; somos acomodados». Muchas veces mi papá me daba plata sin que se la pidiera, y entonces yo no tenía ningún reparo en recibirla. Según mi mamá, y tenía razón, mi papá era incapaz de entender la economía doméstica. Ella se había puesto a trabajar en una oficinita por el centro —contra el parecer de su marido — en vista de que la plata del profesor nunca alcanzaba para llegar a fin de mes y no se podía recurrir a ninguna reserva puesto que mi papá nunca tuvo ninguna noción del ahorro. Cuando llegaban las cuentas de servicios, o cuando mi mamá le decía que era necesario pagarle al albañil que había cogido unas goteras en el techo, o al electricista que había arreglado un cortocircuito, mi papá se ponía de mal genio y se encerraba en la biblioteca a leer y a oír música clásica a todo volumen, para calmarse. Él mismo había contratado al albañil, pero siempre se le olvidaba preguntar, antes, cuánto iban a cobrar por el trabajo, así que al final cobraban lo que les daba la gana. Si mi mamá hacía el contrato, en cambio, pedía dos presupuestos, regateaba, y nunca había sorpresas al final. Mi papá nunca tenía dinero suficiente porque siempre le daba o le prestaba plata a cualquiera que se la pidiera, parientes, conocidos, extraños, mendigos. Los estudiantes en la universidad se aprovechaban de él. Y también abusaba el mayordomo de la finca, don Dionisio, un yugoeslavo descarado que hacía que mi papá le diera anticipos por la ilusión de unas manzanas, unas peras y unos higos mediterráneos que jamás llegaron a darse en la huerta de la finca. Al fin logró que pelecharan las fresas y las hortalizas, montó un negocio aparte, en una tierra que compró con los anticipos que mi papá le daba, y progresó bastante. Entonces mi papá contrató de mayordomos a don Feliciano y a doña Rosa, los papas de Teresa, la muchacha, que se estaban muriendo de hambre en un pueblo del nordeste, Amalfi. Sólo que don Feliciano tenía casi ochenta años, estaba enfermo de artritis, y no podía trabajar la huerta, por lo que las verduras y las fresas de don Dionisio se perdieron y la finca, a los seis meses, estaba hecha un rastrojo. Pero no íbamos a dejar morir de hambre a doña Rosa y a don Feliciano, porque eso habría sido peor. Había que esperar a que se murieran de viejos para contratar a otros mayordomos, y así fue. Después vinieron Edilso y Belén, que allá siguen, treinta años después, con un contrato muy raro que se inventó mi papá: nosotros ponemos la tierra, pero las vacas y la leche son de ellos. Yo sabía que los estudiantes le pedían plata prestada porque muchas veces lo acompañaba a la Universidad y su oficina parecía un sitio de peregrinación. Los estudiantes hacían fila afuera; algunos, sí, para consultarle asuntos académicos o personales, pero la mayoría para pedirle plata prestada. Siempre que yo fui, varias veces mi papá sacaba la cartera y les entregaba a los estudiantes billetes que jamás le devolvían, y por eso alrededor de él había siempre un enjambre de pedigüeños. —Pobres muchachos —decía—, ni siquiera tienen para el almuerzo; y con hambre es imposible estudiar. 3 Antes de entrar al kínder, a mí no me gustaba quedarme todos los días en la casa con Sol y con la monja. Cuando se me acababan los juegos de niño solitario (fantasías en el suelo, con castillos y soldados), lo más entretenido que se le ocurría hacer a la hermanita Josefa, fuera de rezar, era salir al patio de la casa a mirar los colibríes que chupaban las flores, o dar paseos por el barrio en el cochecito donde sentaba a mi hermana, que se dormía en el acto, y donde me llevaba a mí, de pie sobre las varillas de atrás, si me cansaba de caminar, mientras la monja empujaba el coche por las aceras. Como esa rutina diaria me aburría, entonces yo le pedía a mi papá que me llevara a la oficina. Él trabajaba en la Facultad de Medicina, al lado del Hospital de San Vicente de Paúl, en el Departamento de Salud Pública y Medicina Preventiva. Si no podía ir con él, porque tenía mucho que hacer esa mañana, al menos me llevaba a dar una vuelta a la manzana en el carro. Me sentaba sobre las rodillas y yo manejaba la dirección, vigilado por él. Era un paquidermo viejo, grande, ruidoso, azul celeste, marca Plymouth, de caja automática, que se recalentaba y empezaba a echar humo por delante a la primera loma que encontraba. Cuando podía, al menos una vez a la semana, mi papá me llevaba a la Universidad. Al entrar pasábamos al lado del anfiteatro, donde se dictaban las clases de anatomía, y yo le rogaba que me mostrara los cadáveres. Él siempre me respondía: «No, todavía no». Todas las semanas lo mismo: —Papi, quiero conocer un muerto. —No, todavía no. Una vez que él sabía que no había clases, ni muerto, entramos al anfiteatro, que era muy antiguo, de esos con graderías alrededor para que los estudiantes pudieran ver bien la disección de los cadáveres. En el centro del salón había una mesa de mármol, donde se ponía al protagonista de la clase, igual que en el cuadro de Rembrandt. Pero ese día el anfiteatro estaba vacío de cadáver, de estudiantes y de profesor de anatomía. En ese vacío, sin embargo, persistía un cierto olor a muerte, como una impalpable presencia fantasmal que me hizo tener conciencia, en ese mismo momento, de que en el pecho me palpitaba el corazón. Mientras mi papá daba clase, yo lo esperaba sentado en su escritorio y me ponía a dibujar, o al frente de la máquina de escribir, a fingir que escribía como él, con el dedo índice de las dos manos. Desde lejos, Gilma Eusse, la secretaria, me miraba sonriendo con picardía. Por qué sonreía, yo no sé. Tenía una foto enmarcada de su matrimonio en la que ella aparecía vestida de novia casándose con mi papá. Yo le preguntaba una y otra vez por qué se había casado con mi papá, y ella me explicaba, sonriendo, que se había casado con un mexicano, Iván Restrepo, por poder, y que mi papá lo había representado a él en la iglesia. Mientras me contaba ese matrimonio para mí incomprensible (tan incomprensible como el de mis propios padres, que también se habían casado por poder, y en las únicas fotos de su matrimonio se veía a mi mamá casándose con el tío Bernardo) Gilma Eusse sonreía, sonreía, con la cara más alegre y cordial que uno se pudiera imaginar. Parecía la mujer más feliz del mundo hasta que un día, sin dejar de sonreír, se pegó un tiro en el paladar, y nadie supo por qué. Pero en esas mañanas de mi niñez ella me ayudaba a poner el papel en el rodillo de la máquina de escribir, para que yo escribiera. Yo no sabía escribir, pero escribía ya, y cuando mi papá volvía de clase le mostraba el resultado. —Mira lo que escribí. Eran unas pocas líneas llenas de garabatos: Jasiewiokkejjmdero jikemehoqpicñq.zkc ollq2"sa91okjdoooo —¡Muy bien! —decía mi papá con una carcajada de satisfacción, y me felicitaba con un gran beso en la mejilla, al lado de la oreja. Sus besos, grandes y sonoros, nos aturdían y se quedaban retumbando en el tímpano, como un recuerdo doloroso y feliz, durante mucho tiempo. A la semana siguiente me ponía de tarea, antes de salir para su clase, una plana de vocales, primero la A, después la E, y así, y en las semanas sucesivas, más y más consonantes, las más comunes para empezar, la C, la P, la T, y luego todas, hasta la equis y la hache, que aunque era muda y poco usada, era también muy importante porque era la letra con que empezaba el nombre de nosotros dos. Por eso, cuando entré al colegio, yo ya sabía distinguir todas las letras del abecedario, no con su nombre sino con su sonido, y cuando la profesora de primero, Lyda Ruth Espinosa, nos enseñó a leer y escribir, yo aprendí en un segundo, y entendí de inmediato el mecanismo, como por encanto, como si hubiera nacido sabiendo leer. Hubo una palabra, sin embargo, que no entraba en mi cabeza, y que tardé años en aprender a leer correctamente. Siempre que aparecía en algún escrito (y menos mal que era escasa) me bloqueaba, no me salía la voz. Si me topaba con ella, temblaba, seguro de no ser capaz de pronunciarla bien: era la palabra «párroco». Yo no sabía dónde ponerle el acento, y casi siempre, por absurdo, en vez de ponerlo en alguna vocal (que además siempre resultaba ser una o), ponía todo el énfasis en la erre: parrrrrroco. Y me salía grave, parróco, o aguda, parrocó, en todo caso nunca esdrújula. Mi hermana Clara vivía burlándose de mí por este bloqueo, y siempre que podía me la escribía en un papel y me preguntaba, con una sonrisa radiante: «Gordo, ¿qué dice aquí?». A mí me bastaba verla para ponerme rojo y no poderla leer. Exactamente lo mismo me pasó, años después, con el baile. Mis hermanas eran todas grandes bailarinas, y yo tenía también buen oído, como ellas, al menos para cantar, pero cuando ellas me invitaban a bailar, yo ponía el acento del baile donde no era, con una arritmia total, o con el mismo ritmo de las risas de ellas cuando me veían mover los pies. Y aunque llegó el día en que aprendí a leer párroco sin equivocarme, los pasos del baile, en cambio, me quedaron vedados para siempre. Tener una madre es difícil; ni les cuento lo que era tener seis. Creo que mi papá comprendió pronto que había una manera para impedirme hacer alguna cosa definitivamente: burlarse de mí. Si yo llegaba a percibir que lo que estaba haciendo podía parecer ridículo, risible, no volvería a intentarlo jamás. Tal vez por eso celebraba, en mi escritura, hasta los garabatos sin sentido, y me enseñó muy despacio la manera en que las letras representaban los sonidos, para que mis errores iniciales no produjeran risa. Yo aprendí, gracias a su paciencia, todo el abecedario, los números y los signos de puntuación en su máquina de escribir. Tal vez por eso un teclado —mucho más que un lápiz o un bolígrafo— es para mí la representación más fidedigna de la escritura. Esa manera de ir hundiendo sonidos, como en un piano, para convertir las ideas en letras y en palabras, me pareció desde el principio —y me sigue pareciendo— una de las magias más extraordinarias del mundo. Además, con esa pasmosa habilidad lingüística que tienen las mujeres, mis hermanas nunca me dejaban hablar. Apenas yo abría la boca para intentar decir algo, ellas ya lo habían dicho, más largo y mucho mejor, con más gracia y más inteligencia. Creo que tuve que aprender a escribir para poder comunicarme de vez en cuando, y desde muy pequeño le mandaba cartas a mi papá, que las celebraba como si fueran epístolas de Séneca u obras maestras de la literatura. Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir (casi nunca consigo que las palabras suenen tan nítidas como están las ideas en el pensamiento; lo que hago me parece un balbuceo pobre y torpe al lado de lo que hubieran podido decir mis hermanas), recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí. Entonces levanto los hombros y sigo adelante. Si a él le gustaban hasta mis renglones de garabatos, qué importa si lo que escribo no acaba de satisfacerme a mí. Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá hubiera gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra. 4 Mis amigos y mis compañeros se reían de mí por otra costumbre de mi casa que, sin embargo, esas burlas no pudieron extirpar. Cuando yo llegaba a la casa, mi papá, para saludarme, me abrazaba, me besaba, me decía un montón de frases cariñosas y además, al final, soltaba una carcajada. La primera vez que se rieron de mí por «ese saludo de mariquita y niño consentido», yo no me esperaba semejante burla. Hasta ese instante yo estaba seguro de que esa era la forma normal y corriente en que todos los padres saludaban a sus hijos. Pues no, resulta que en Antioquia no era así. Un saludo entre machos, padre e hijo, tenía que ser distante, bronco y sin afecto aparente. Durante un tiempo evité esos saludos tan efusivos si había extraños por ahí, pues me daba pena y no quería que se burlaran de mí. Lo malo era que, aun si estaba acompañado, ese saludo a mí me hacía falta, me daba seguridad, así que al cabo de algún tiempo de fingimiento, resolví dejar que me volviera a saludar igual que siempre, aunque mis compañeros se rieran y dijeran lo que les diera la gana. Al fin y al cabo ese saludo cariñoso era una cosa de él, no mía, y yo lo único que hacía era dejarlo hacer. Pero no todo fue burla entre mis compañeros; recuerdo que una vez, ya casi al final de la adolescencia, un amigo me confesó: «Hombre, siempre me ha dado envidia de un papá así. El mío no me ha dado un beso en toda la vida». —Tú escribes porque fuiste un niño mimado, un «spoiled child» —me dijo una vez alguien que se decía amigo mío. Lo dijo así, en inglés, para mayor escarnio, y aunque me dio rabia, creo que tenía razón. Mi papá siempre pensó, y yo le creo y lo imito, que mimar a los hijos es el mejor sistema educativo. En un cuaderno de apuntes (que yo recogí después de su muerte bajo el título de Manual de tolerancia) escribió lo siguiente: «Si quieres que tu hijo sea bueno, hazlo feliz, si quieres que sea mejor, hazlo más feliz. Los hacemos felices para que sean buenos y para que luego su bondad aumente su felicidad». Es posible que nadie, ni los padres, puedan hacer completamente felices a sus hijos. Lo que sí es cierto y seguro es que los pueden hacer muy infelices. Él nunca nos golpeó, ni siquiera levemente, a ninguno de nosotros, y era lo que en Medellín se dice un alcahueta, es decir, un permisivo. Si por algo lo puedo criticar es por haberme manifestado y demostrado un amor excesivo, aunque no sé si existe el exceso en el amor. Tal vez sí, pues incluso hay amores enfermizos, y en mi casa siempre se ha repetido en son de chiste una de las primeras frases que yo dije en mi vida, todavía con media lengua: —Papi: ¡no me adores tanto! Cuando, muchos años más tarde, leí l a Carta al padre de Kafka, yo pensé que podría escribir esa misma carta, pero al revés, con puros antónimos y situaciones opuestas. Yo no le tenía miedo a mi papá, sino confianza; él no era déspota, sino tolerante conmigo; no me hacía sentir débil, sino fuerte; no me creía tonto, sino brillante. Sin haber leído un cuento ni mucho menos un libro mío, como él sabía mi secreto, a todo el mundo le decía que yo era escritor, aunque me daba rabia de que diera por hecho lo que era solo un sueño. ¿Cuántas personas podrán decir que tuvieron el padre que quisieran tener si volvieran a nacer? Yo lo podría decir. Ahora pienso que la única receta para poder soportar lo dura que es la vida al cabo de los años, es haber recibido en la infancia mucho amor de los padres. Sin ese amor exagerado que me dio mi papá, yo hubiera sido alguien mucho menos feliz. Muchas personas se quejan de sus padres. En mi ciudad circula una frase terrible: «Madre no hay sino una, pero padre es cualquier hijueputa». Yo podría, quizá, estar de acuerdo con la primera parte de esa frase, copiada de los tangos, aunque lo cierto es que yo, de madres, como ya lo expliqué, tuve media docena. Con la segunda parte de la frase, en cambio, no puedo estar de acuerdo. Al contrario, yo creo que tuve, incluso, demasiado padre. Era, y en parte sigue siendo, una presencia constante en mi vida. Todavía hoy, aunque no siempre, le obedezco (él me enseñó también a desobedecer, si era necesario). Cuando tengo que juzgar algo que hice o algo que voy a hacer, trato de imaginarme la opinión que tendría mi papá sobre ese asunto. Muchos dilemas morales los he resuelto simplemente apelando a la memoria de su actitud vital, de su ejemplo, y de sus frases. Lo anterior no quiere decir que nunca nos regañara. Tenía un trueno en la voz cuando se ponía bravo, y daba puñetazos en la mesa si regábamos algo o si decíamos alguna estupidez durante la comida. En general era muy indulgente con nuestras debilidades, si las consideraba irremediables como una enfermedad. Pero no era para nada condescendiente cuando pensaba que algo lo podíamos corregir. Como era un higienista, no soportaba que tuviéramos nada sucio en el cuerpo, y nos obligaba a lavarnos las manos y a limpiarnos las uñas en un ritual que parecía casi prequirúrgico. Odiaba, por encima de todo, que no tuviéramos conciencia social ni entendiéramos el país donde vivíamos. Un día que él estaba enfermo y no iba a poder ir a la Universidad, se estaba lamentando porque muchos estudiantes pagarían el pasaje del bus e irían hasta el salón de clase para nada. Yo le dije: —¿Por qué no los llamas por teléfono y les avisas? Se puso pálido de la rabia: —¿En qué parte del mundo crees que estás viviendo, en Europa, en Japón? ¿O te parece que aquí todo el mundo vive en Laureles? ¿No te das cuenta de que en Medellín hay barrios donde ni siquiera tienen agua corriente, y van a tener teléfono? Recuerdo muy bien otra de sus furias, que fue una lección tan dura como inolvidable. Con un grupo de niños que vivían cerca de la casa (yo debía de tener unos diez o doce años), me vi envuelto algunas veces, sin saber cómo, en una especie de expedición vandálica, en una «noche de los cristales» en miniatura. Diagonal a nuestra casa vivía una familia judía: los Manevich. Y el líder de la cuadra, un muchacho grandote al que ya le empezaba a salir el bozo, nos dijo que fuéramos al frente de la casa de los judíos a tirar piedras y gritar insultos. Yo me uní a la banda. Las piedras no eran muy grandes, más bien pedacitos de cascajo recogidos del borde de la calle, que apenas sonaban en los vidrios, sin romperlos, y mientras tanto gritábamos una frase que nunca he sabido bien de dónde salió: «¡Los hebreos comen pan! ¡Los hebreos comen pan!». Supongo que habrá sido una reivindicación cultural de la arepa. En esas estábamos un día cuando llegó mi papá de la oficina y alcanzó a ver y a oír lo que estábamos haciendo. Se bajó del carro iracundo, me cogió del brazo con una violencia desconocida para mí y me llevó hasta la puerta de los Manevich. —¡Eso no se hace! ¡Nunca! Ahora vamos a llamar al señor Manevich y le vas a pedir perdón. Timbró, abrió una muchacha mayor, lindísima, altiva, y al fin vino el señor César Manevich, hosco, distante. —Mi hijo le va a pedir perdón y yo le aseguro que esto nunca se va a repetir aquí —dijo mi papá. Me apretó el brazo y yo dije, mirando al suelo: «Perdón, señor Manevich». «¡Más duro!», insistió mi papá, y yo repetí más fuerte: «¡Perdón, señor Manevich!». El señor Manevich hizo un gesto con la cabeza, le dio la mano a mi papá y cerraron la puerta. Esa fue la única vez que me quedó una marca en el cuerpo, un rasguño en el brazo, por un castigo de mi papá, y es una señal que me merezco y que todavía me avergüenza, por todo lo que supe después sobre los judíos gracias a él, y también porque mi acto idiota y brutal no lo había cometido por decisión mía, ni por pensar nada bueno o malo sobre los judíos, sino por puro espíritu gregario, y quizá sea por eso que desde que crecí les rehúyo a los grupos, a los partidos, a las asociaciones y manifestaciones de masas, a todas las gavillas que puedan llevarme a pensar no como individuo sino como masa y a tomar decisiones, no por una reflexión y evaluación personal, sino por esa debilidad que proviene de las ganas de pertenecer a una manada o a una banda. Al volver de la casa de los Manevich mi papá —como ocurría siempre en los momentos importantes— se encerró en la biblioteca conmigo. Mirándome a los ojos me dijo que el mundo todavía estaba lleno de una peste que se llamaba antisemitismo. Me contó lo que los nazis habían hecho hacía apenas veinticinco años con los judíos, y que todo había empezado, precisamente, tirándoles piedras a las vitrinas, durante la terrible Kristallnacht, o noche de los cristales rotos. Después me mostró unas láminas espantosas de los campos de concentración. Me dijo que su mejor amiga y compañera de clase, Klara Glottman, la primera médica graduada en la Universidad de Antioquia, era judía, y que los hebreos le habían dado a la humanidad algunos de los mayores genios del último siglo, en ciencias, en medicina y en literatura. Que si no fuera por ellos habría mucho más sufrimiento y menos alegría en este mundo. Me recordó que el mismo Jesús era judío, que muchos antioqueños —y posiblemente hasta nosotros mismos— teníamos sangre judía, porque en España los habían obligado a convertirse, y que yo tenía el deber de respetarlos a todos, de tratarlos como a cualquier ser humano, o aun mejor, pues el hebreo era uno de los pueblos —con los indios, los negros y los gitanos— que habían sufrido las peores injusticias de la historia en los últimos siglos. Y que si mis amigos insistían en hacer esa barbaridad, nunca más iba a poder juntarme con ellos en la calle. Pero mis vecinos, que habían presenciado el episodio desde la acera del frente, con solo ver «la furia del doctor Abad» tampoco volvieron a tirar nunca piedras ni a gritar insultos en las ventanas de los Manevich. 5 Cuando entré al kínder, con las reglas estrictas de la escuela, me sentí abandonado y maltratado. Como si me hubieran metido en una cárcel sin yo haber cometido ningún delito. Odiaba ir al colegio: las filas, los pupitres, la campana, los horarios, las amenazas de las hermanas ante una sombra de alegría o un atisbo de libertad. Mi primer colegio. La Presentación —que era donde había estudiado mi mamá y donde estudiaban todas mis hermanas— también era de monjas. Era un colegio solo para niñas, pero a los dos años de kínder, antes de la primaria, dejaban entrar también varones, aunque fuéramos una especie rara y minoritaria. Es más, yo no recuerdo que entre mis compañeras hubiera ningún hombre, por lo que ese colegio de monjas, para mí, era como una extensión de la casa: mujeres, mujeres y más mujeres, con una única excepción, en el bus, donde estaban el chofer y otro niño. Sólo en el bus me tocaba al lado de otro niño. Los dos íbamos de camisa blanca y de pantalones cortos, azul oscuro, en una de las bancas de atrás, y recuerdo que este niño, durante todo el trayecto, desde que se montaba hasta llegar al colegio, se sacaba por un lado de los pantalones el pipí, y se lo sobaba y rascaba y estiraba sin cesar. Y lo mismo al regreso, desde el colegio hasta que el bus lo dejaba en su casa. Yo lo miraba atónito, sin atreverme a decir nada, porque nunca entendí ese gesto, ni lo entiendo todavía, aunque no se me olvida. Todas las mañanas yo esperaba el transporte del colegio en la puerta, pero cuando la trompa del bus asomaba por la esquina, el corazón me temblaba y yo salía despavorido para adentro. —¿Para dónde va? —me gritaba furiosa la hermanita Josefa, tratando de agarrarme por la camisa. —Ya vengo. Voy a despedirme de mi papá —le contestaba yo desde el primer tramo de las escaleras. Subía al cuarto de él, me metía al baño (a esa hora él se estaba afeitando), lo abrazaba por las piernas y me ponía a besarlo y, supuestamente, a decirle adiós. La ceremonia de los adioses duraba tanto tiempo, que el chofer del bus se cansaba de pitar y de esperar. Cuando yo bajaba, el bus se había ido, y yo ya no tenía que presentarme en La Presentación. Otro día de tregua. La hermanita Josefa se ponía iracunda, decía que ese niño, si lo seguían malcriando, nunca llegaría a ninguna parte, pero mi papá le contestaba con una carcajada: —Tranquila, hermanita, que para todo hay tiempo. Esta escena se repitió tantas veces que al fin mi papá se encerró en la biblioteca conmigo, me miró a los ojos y me preguntó, muy serio, si realmente no tenía ganas de ir al colegio todavía. Yo le dije que no, y de inmediato mi entrada al colegio se postergó por un año. Fue algo maravilloso, un alivio tan grande que todavía hoy, cuarenta años después, me siento liviano cuando lo recuerdo. ¿Hizo mal? Les aseguro que al año siguiente no quise quedarme en la casa ni un solo día, ni nunca falté al colegio en adelante, salvo alguna enfermedad, ni en todos mis años de primaria, bachillerato o universidad perdí nunca una materia. «El mejor método de educación es la felicidad», repetía mi papá, quizá con un exceso de optimismo, pero lo decía porque lo pensaba de verdad. Si durante mi primer año truncado de escuela me dejó casi siempre el bus, y por mi culpa, al año siguiente no me dejó ni una vez. O, mejor dicho, me dejó una sola vez, que nunca se me olvidará. Recuerdo que a las pocas semanas de entrar al mismo colegio de religiosas, en ese segundo intento de destete, tuve un descuido por la mañana, me quedé mucho rato saboreando la yema del huevo frito, y el bus se alejó sin mí. Lo vi doblar la esquina, y aunque salí corriendo detrás de él, no me oyeron gritar. Nadie en la casa se dio cuenta de que me había dejado el bus, y yo no quise volver a entrar, sino que resolví irme a pie. El colegio de las Hermanas de la Presentación, donde hacía el kínder, quedaba en el centro, por Ayacucho, cerca de la iglesia de San José, donde hoy está el Comando de la Policía. Me fui hasta la Avenida 33, por la carrera 78, donde nosotros vivíamos, y emprendí mi camino hacia el centro, con una vaga idea de la dirección. Al cruzar la glorieta de Bulerías los carros me pitaban y casi me atropella un taxi, que me evitó con un frenazo que hizo chirriar las llantas. Yo iba sudando, con mi maletín de cuero colgado del hombro, caminando lo más rápido que podía, por el borde de la calle. Bulerías había sido un escollo casi insalvable, pero lo había superado y seguí adelante, hacia el río, por donde me parecía que pasaba el bus. Cuando iba cruzando el puente sobre el río Medellín, al lado del Cerro Nutibara, paré un momento a descansar y a mirar la corriente, por entre los tubos de protección. Ese era el río al que yo pensaba tirarme si mi papá se moría, y nunca lo había visto tan de cerca, tan sucio, tan ominoso. Yo iba ya casi sin aliento, pero empecé a andar otra vez, por el borde de la calle. En ese mismo momento, todavía me parece oírlo, sentí otro frenazo a mi lado. ¿Otro taxi me iba a matar? No, un señor en un Volkswagen, que se presentó como René Botero, me gritó desde la ventanilla: «¡Niño, usted qué hace por acá, pa' dónde va!». «Para el colegio», le dije, y me contestó, furioso: «¡Móntese yo lo llevo, que lo va a matar un carro o se lo va a robar alguien por aquí!». Todavía faltaban varios kilómetros para llegar hasta el colegio de La Presentación, y en el cuarto de hora que duró el viaje no nos dijimos ni una palabra más. Esa tarde, después de que el señor Botero le puso la queja de lo sucedido a mi mamá, recibí un largo regaño de parte de ella. Fui acusado de loco por querer irme solo hasta el centro, sin saber siquiera el camino. Al cruzar el río, me advirtió, hubieras llegado a Barrio Triste y ahí te habrías perdido sin remedio y si no fuera por René Botero, un vecino de por la casa, no estarías contando el cuento. Más tarde mi papá, en vez de regañarme, me dijo otra cosa: —Si alguna vez vuelve a dejarte el bus, cuando sea, por el motivo que sea, y aunque sea culpa tuya, me pides a mí que te lleve, y yo te llevo. Siempre. Y si no te puedo llevar, ese día no vas al colegio, y te quedas en la casa. Tampoco importa; te pones a leer, y aprendes más. Destetarme de la casa fue un proceso larguísimo. A los 28 años, cuando mataron a mi papá, yo todavía recibía de vez en cuando aportes de él, o de mi mamá, y eso que ya llevaba cinco años viviendo con mi primera esposa, y tenía una hija que ya daba sus primeros pasos. Cuando, a los 23 años, me fui detrás de mi novia italiana, Bárbara, a estudiar en Turín, le escribí a mi papá una carta preocupada por el hecho de que todavía me tuviera que mantener. Aún conservo su respuesta, fechada el 30 de junio de 1982 (yo me había ido para Europa 15 días antes), que dice así: «Tu preocupación por la dependencia económica prolongada me recordó mis clases de antropología, en donde he aprendido que mientras más avanzada es una especie animal, más largo es su período de niñez y adolescencia. Y creo que nuestra especie familiar es bastante avanzada en todo sentido. Yo también dependí hasta los 26 años, pero nunca tuve preocupación por ello, para hablarte francamente. Puedes estar seguro de que mientras continúes estudiando y trabajando como tú lo haces, para nosotros tu dependencia no será una carga sino una agradabilísima obligación que asumimos con muchísimo gusto y orgullo». 6 Mi papá y yo nos teníamos un afecto mutuo (y físico, además) que para muchos de nuestros allegados era un escándalo que limitaba con la enfermedad. Algunos de mis parientes decían que mi papá me iba a volver marica de tanto consentirme. Y mi mamá, quizá por compensar, trataba de preferir a mis cinco hermanas, y de tratarme a mí con un rigor justiciero (nunca injusto para bien ni para mal, siempre ecuánime), dedicándoles mucho más tiempo y atención a ellas que a mí. Tal vez el hecho de haber sido el único hijo varón, y el quinto de la casa, haya provocado la predilección de mi papá, o quizá sea más bien al revés, mi predilección por él lo llevó a preferirme, porque los padres no quieren igual a todos los hijos, aunque lo disimulen, sino que en general quieren más, precisamente, a los hijos que más los quieren a ellos, es decir, en el fondo, a quienes más los necesitan. Además (nunca voy a decir que él era perfecto), en su predilección por mí, sobre todo en el hecho de que me dedicara mucho más tiempo de conversación seria y de enseñanza a mí, cometía un acto de injusticia y de profundo machismo con algunas de mis hermanas. Los demás parientes, aunque no creo que el asunto les importara mayor cosa, tendían a ver todo esto con malos ojos. La cuadra donde vivíamos estaba colonizada por la familia Abad. Nosotros vivíamos en la esquina de arriba de la calle 34A con la 79; enseguida estaba la casa del tío Bernardo, después la del tío Antonio, y en la otra esquina, en la carrera 78, la casa de los abuelos paternos, Antonio y Eva, que vivían con una hija viuda, la tía Inés, y con otra hija soltera, la tía Merce, más otros parientes lejanos que se quedaban ahí por temporadas: el primo Martín Alonso, que venía de Pereira y era un artista hippie y marihuanero que después escribió dos novelas amenas; el tío Darío, cuando su esposa lo abandonó; los primos Lyda y Raúl, antes de casarse; los primos Bernardo, Olga Cecilia y Alonso, que eran huérfanos, y otros así. Ni mis tíos ni mi abuelo —que yo recuerde— besaron nunca a sus hijos varones, o solo ocasionalmente, porque eso no se usaba en estas duras y austeras montañas de Antioquia, donde no es blando ni el paisaje. Mi abuelo había criado a mi papá sin muestras exteriores de cariño, con rejo y mano dura, y así mismo se portaban los tíos con mis primos varones (con las mujeres eran un poco menos ásperos). A mi papá no se le olvidaba la vez en que el abuelo le había pegado con las mismas riendas de cuero del caballo que lo había tumbado, diez fustazos, «a ver si aprende a montar como un hombre» ni las veces que lo mandaba a los potreros, a media noche, a traer las bestias a la casa, inútilmente, solo para combatir su miedo a la oscuridad «y templarle el carácter». No había mimos ni caricias entre ellos, ningún asomo de condescendencia, y si se llegaba a alguna expresión de afecto fraterno, esta estaba reservada para el último día del año, al final de la marranada y la fritanga, y después de una tanda de aguardientes tan larga que conseguía ablandar el corazón. Todos, entre ellos, se trataban de Usted, y había como una distancia ceremonial en su manera de hablar. La expresión del afecto entre hombres entraba en el terreno de la cursilería o de la mañeada, y sólo estaban permitidas las grandes palmadas y los madrazos, como la mayor muestra cariño. La abuelita Eva decía que era «completamente imposible educar niños sin el rejo y sin el Diablo», y así se lo hacía saber a mi mamá, que no usaba ni lo uno ni lo otro. Mi abuelo a veces comentaba sobre mí: «A este niño le falta mano dura». Pero mi papá le respondía: «Si le hace falta, para eso está la vida, que acaba dándonos duro a todos; para sufrir, la vida es más que suficiente, y yo no le voy a ayudar». Si lo pienso bien, creo que el abuelo Antonio no era menos consentido que yo, dijera lo que dijera. A veces yo pasaba a su casa los domingos, o los lunes por la tarde, a recoger la remesa, que era un bulto de productos que él le traía de la hacienda en Suroeste a cada uno de sus hijos: yucas, limones, huevos, quesitos envueltos en hojas de bijao, y sobre todo toronjas, montones de toronjas a las que mi abuelo les decía pamplemusas y les atribuía poderes milagrosos y sobre todo —más tarde lo supe— afrodisíacos. Yo llegaba por la remesa y muchas veces encontré a la abuelita Eva, arrodillada frente a él, quitándole los zapatos. Siempre hacía lo mismo, a mañana y tarde, cuando él volvía de la Feria de Ganados, donde trabajaba como intermediario, o de su oficina de ganadero: se arrodillaba frente a él, le quitaba los zapatos y le ponía las pantuflas, como en un rito rutinario de sumisión. La abuelita Eva también tenía que sacarle la ropa por la mañana, y ponérsela encima de la cama, en el mismo orden en que el abuelo se vestía: los calzoncillos, las medias, la camisa, los pantalones, la correa, la corbata, el saco y el pañuelo blanco. Y si algún día se le olvidaba sacarle la ropa —o la ponía en un orden equivocado— el abuelo se enfurecía y se quedaba en pelota gritando que qué se iba a poner ese día, carajo, que qué podía esperarse de una esposa que ni siquiera sabía sacarle la ropa. Todos los hijos y los nietos le teníamos un respeto mezclado con miedo al abuelito Antonio. Él medía como 1,85 y era la persona más rica, más alta y más blanca de la familia. Le decían el Mono Abad, porque era rubio y tenía los ojos azules. El único que no le tenía miedo, y el único capaz de contestar a sus frases terminantes, era mi papá, tal vez por ser el hijo mayor, y el que más se había destacado en los estudios y en el trabajo. Entre ellos había un trato distante, como si algo se hubiera roto en el pasado de ambos. Es más, creo que en la forma perfecta como mi papá nos trataba, había una protesta muda por el trato que él había recibido del abuelo, y al mismo tiempo el propósito deliberado de jamás tratar a sus hijos como lo habían tratado a él. Cuando yo recogía la remesa e iba saliendo con el bulto de yucas, quesitos y pamplemusas, mi abuelito me llamaba, «¡M'hijito, venga!», sacaba un monedero de cuero que llevaba en el bolsillo, empezaba a resoplar medio cerrando la boca, buscaba meticulosamente las monedas más pequeñas, y me entregaba dos o tres, sin dejar de resoplar con una respiración angustiada: «Para que se compre alguna cosa, m'hijito; o mejor todavía, pa' que ahorre». El abuelito había ahorrado toda la vida y había hecho una cierta fortuna con su hacienda ganadera en Suroeste, y con animales que tenía repartidos a utilidad en fincas de terratenientes de la Costa. Cuando completó mil novillos de ceba hizo una gran fiesta con frisoles, aguardiente y chicharrones para todo el que se quisiera arrimar. Cuando se murió, nunca supimos dónde estaban sus mil novillos de ceba; mis tíos ganaderos, los que trabajaban con él en la Feria de Ganados, dijeron que no eran tantos. Tres o cuatro veces al año yo me iba con el abuelito para La Inés, la hacienda ganadera que él había heredado de sus padres, en Suroeste, entre Puente Iglesias y La Pintada. Nos íbamos en una camioneta Ford roja, al amanecer, con el tío Antonio al volante, yo en la mitad, y el abuelo en la ventanilla. Él llevaba un carriel de piel de nutria, hecho en Jericó, el pueblo donde habían nacido él y mi papá, y siempre, en algún momento del camino, me mostraba el revólver de seis tiros que llevaba ahí adentro, «por si las moscas». El carriel tenía también un bolsillo secreto donde escondía un bulto de billetes para pagarles la quincena al mayordomo y a los peones. Esa era otra diferencia entre el abuelito y mi papá, pues mientras don Antonio siempre iba armado, mi papá detestaba las armas y nunca en su vida las quiso ni tocar. Cuando en la casa había ruido de ladrones por la noche, mi papá iba al baño, cogía un cortaúñas y salía gritando: «¡qué quieren, a la orden, qué quieren, a la orden!». Y también le picaba la plata en el bolsillo, por lo que nunca le vi fajos de billetes tan grandes. Yo le heredé, o le aprendí, la misma aversión por las armas, y la misma dificultad para guardar la plata, aunque con propósitos más egoístas, sin esa sed de dar, pues prefiero gastármela que regalarla. En la casa de mi abuelo se decía que había dos tipos de inteligencia, la inteligencia «de la buena», y «la otra», que aunque no se dijera que era mala, el juicio quedaba implícito, pues mientras la inteligencia «de la buena» (la que tenían algunos de mis tíos y de mis primos) era la que servía para conseguir plata, «la otra» sólo servía para enredar las cosas y complicarse la vida. Para llegar a la casa de La Inés había que entrar media hora a caballo, y los peones nos esperaban al borde de la carretera, al lado de un caserón al que le decían «los garajes —porque ahí se dejaban los carros—, con una recua de mulas, un buey de carga, y un hato de bestias ensilladas. Ellos sabían que todos los jueves tenían que estar ahí desde las diez de la mañana, o si no había viaje, les mandaban razón por radio Santa Bárbara: «Se informa al mayordomo de la hacienda La Inés en Palermo, que este jueves no salga a la carretera, porque don Antonio no va». Cuando íbamos en el camino yo le preguntaba al abuelito Antonio en cuál caballo me iba a montar, y él siempre me contestaba lo mismo: —En el Toquetoque, m'hijito, en el Toquetoque. Lo raro, para mí, era que el Toquetoque tenía cada vez un paso y un color distinto, y vine a entender lo que decía mi abuelito mucho tiempo después, cuando me lo explicó el primo Bernardo, que era algo mayor y mucho menos ingenuo que yo: —¡Bobo! El Toquetoque no existe. Lo que el abuelito quiere decir es que los niños no pueden escoger, sino que se tienen que montar en el caballo que les toque. Nos quedábamos en La Inés hasta el sábado por la tarde y de día yo era feliz, ordeñando, montando a caballo, contando los animales con la punta del zurriago, viendo cómo castraban terneros y potros, bañaban reses en baños de inmersión para quitarles las garrapatas, untaban de azul de metileno las ubres hinchadas de las vacas, o marcaban novillos con hierros al rojo vivo. También yo me bañaba, sin insecticida, en el chorro de la quebrada, una cascada como de dos metros a la que le decían «el chorro de Papá Félix». Papá Félix era el abuelo de mi abuelo, y el chorro se llamaba con su nombre porque, según la leyenda, él bajaba de Jericó dos veces al año, en Semana Santa y en Navidades, para darse su único par de baños anuales. Todas esas diversiones diurnas me encantaban, pero al caer la tarde, cuando la luz se iba yendo, me invadía una tristeza sin nombre, una especie de nostalgia por el mundo entero, menos La Inés, y me acostaba en una hamaca a ver caer el sol, a oír el chirrido desolador de las chicharras y a llorar en silencio mientras pensaba en mi papá con una melancolía que me inundaba todo el cuerpo, al mismo tiempo que el abuelito ponía el sonsonete devastador de una emisora de noticias (el Reporter Esso, la Cabalgata deportiva Gillette) que parecía atraer la oscuridad, y resoplaba de calor sentado en una silla en el corredor de la casa, meciéndose interminablemente con el mismo ritmo de mi desesperación. Cuando acababa de caer la noche mi abuelo mandaba a que prendieran la planta eléctrica, que era una Pelton que se movía con la corriente de la quebrada. Ese tambor de ritmo monótono y constante, que solo alcanzaba para darles a los bombillos una luz titilante y macilenta, era para mí otra de las imágenes de la tristeza y el abandono. A esa enfermedad terrible de los niños que sienten la ausencia de sus padres, en mi ciudad, se la llamaba mamitis, pero yo en secreto le daba otro nombre, mucho más preciso para mí: papitis. En realidad a mí la única persona que me hacía falta en la vida, hasta hacerme llorar en esos largos y tristes crepúsculos de La Inés, era mi papá. Cuando volvíamos a Medellín, el sábado al anochecer, mi papá ya me estaba esperando en la casa del abuelito Antonio. Me recibía con grandes carcajadas, exclamaciones, besos atronadores y abrazos de asfixia. Después del saludo me cogía por los hombros, se ponía en cuclillas, me miraba a los ojos, y me hacía la pregunta que más rabia le podía dar al abuelo: —Bueno, mi amor, dime una cosa: ¿cómo se portó el abuelito? No le preguntaba al abuelo cómo me había manejado yo, sino que era yo el juez de esos paseos. Mi respuesta era siempre la misma, «muy bien» y eso atenuaba la indignación del abuelito. Pero una vez yo —un niño de siete años — levanté la mano abierta al frente de mi cuerpo y la moví de un lado a otro, en ese gesto que indica más o menos. —¿Más o menos? ¿Por qué? — preguntó mi papá abriendo los ojos, entre asustado y divertido. —Porque me obligó a tomarme la mazamorra. El abuelito resoplaba indignado, y me decía una verdad que tengo que aceptar y que toda la vida ha sido uno de mis peores defectos: «¡Malagradecido!». Pero mi papá no le daba la razón sino que soltaba una carcajada feliz, me cogía de la mano y nos íbamos muy contentos para la casa, a leer en la biblioteca, o me llevaba a El Múltiple a comer un helado de vainilla con pasas, «para que se te olvide el sabor de la mazamorra». Después, al llegar a la casa, les contaba a mis hermanas mi gesto con el abuelito, y movía la mano tiesa de un lado a otro, riéndose a las carcajadas de la cara de indignación que había puesto don Antonio. En mi casa nunca me obligaron a comerme nada y hoy en día como de todo. Menos mazamorra. Un médico contra el dolor y el fanatismo 7 El sufrimiento yo no empecé a conocerlo en mí, ni en mi casa, sino en los demás, porque para mi papá era importante que sus hijos supiéramos que no todos eran felices y afortunados como nosotros, y le parecía necesario que viéramos desde niños el padecimiento, casi siempre por desgracias y enfermedades asociadas a la pobreza, de muchos colombianos. Algunos fines de semana, como no había clase en la Universidad, mi papá los dedicaba a trabajar en barrios pobres de Medellín. Recuerdo que en algún momento remoto de mi infancia llegó a la casa un gringo alto, viejo, peliblanco, encantador, el doctor Richard Saunders, y decidió montar con mi papá un programa que él había adelantado en otros países de África y Latinoamérica. Se llamaba Future for the Children, Futuro para la Niñez. Este gringo bueno venía cada seis meses y cuando entraba en la casa (se quedaba a dormir durante algunas semanas) yo le ponía el Himno Nacional de los Estados Unidos para recibirlo. En mi casa había un disco con los himnos más importantes del mundo, todos orquestados, desde las Barras y Estrellas y la Internacional hasta el Himno de Colombia, que era el más feo de todos, aunque en el colegio dijeran que era el segundo más bonito del mundo, después de La Marsellesa. El cuarto de huéspedes, en mi casa, se llamaba «el cuarto del doctor Saunders»; y las sábanas mejores de mi casa, todavía me parece verlas, unas sábanas de color azul pastel, eran «las sábanas del doctor Saunders», porque sólo se las ponían a él cuando venía. Cuando el doctor Saunders estaba se sacaba la vajilla buena, la de porcelana, las servilletas y los manteles de lino bordados por mi abuela, y los cubiertos de plata: «la vajilla del doctor Saunders», «el mantel del doctor Saunders» y «los cubiertos del doctor Saunders». El doctor Saunders y mi papá hablaban en inglés y yo me quedaba oyéndolos, embelesado en esos sonidos y palabras incomprensibles. La primera expresión que aprendí en inglés fue «it stinks», pues se la oí decir con nitidez al doctor Saunders, lo recuerdo muy bien, mientras cruzábamos el río Medellín sobre el puente de la calle San Juan. Se la dijo con un murmullo herido de indignación a un bus que arrojaba una bocanada densa y asquerosa de humo negro exactamente a la altura de nuestras narices. —¿Qué quiere decir it stinks? — pregunté. Ellos se rieron y el doctor Saunders se excusó, porque, dijo, era una mala palabra. —Algo así como hediondo —me dijo mi papá. Así aprendí dos palabras al mismo tiempo, en inglés y en español. Mi papá nos llevaba con el doctor Saunders a las barriadas más miserables de Medellín (y muchas veces sin él, cuando regresaba a su casa en Albuquerque, en Estados Unidos). Al llegar reunían a los líderes del barrio, y mi papá le servía de traductor para las propuestas de trabajo comunitario que se les hacían para mejorar sus condiciones de vida. Se juntaban en una esquina, o en la casa cural si el párroco estaba de acuerdo (no a todos les gustaba este trabajo social), y les hablaba y les preguntaba muchas cosas, problemas y necesidades básicas que mi papá iba anotando en una libreta. Debían organizarse, ante todo, para conseguir por lo menos agua potable, pues los niños se morían de diarrea y desnutrición. Yo debía de tener cinco o seis años y mi papá me medía con los niños de mi edad, o incluso con los mayores, para demostrarles a los líderes del barrio que algunos de sus hijos estaban flacos, muy bajitos, desnutridos, y así no iban a poder estudiar bien. No los humillaba; los incitaba a reaccionar. Medía el perímetro cefálico de los recién nacidos, lo anotaba en tablas, y tomaba fotos de los niños flacos y barrigones, con parásitos, para enseñarlas después en sus clases de la Universidad. También pedía que le mostraran los perros y los cerdos, pues si los animales estaban tan famélicos que se les veían las costillas eso quería decir que en las casas no sobraba ni un bocado y estaban pasando hambre. «Sin alimentación, ni siquiera es verdad que todos nacemos iguales, pues esos niños ya vienen al mundo con desventajas», decía. A veces íbamos más lejos, a algunos pueblos, y con nosotros iba también, en ocasiones, el decano de Arquitectura de la Universidad Pontificia, el doctor Antonio Mesa Jaramillo, que se encargaba de enseñar a hacer con buena técnica los tanques de agua y a llevar tuberías hasta las casas, porque el agua potable era lo primero. Después venían las letrinas («para la adecuada disposición de excretas», decía, muy técnico, mi papá) o si era posible los trabajos de alcantarillado, que se hacían los fines de semana, por acción comunal. Más adelante seguían las campañas de vacunación y las clases de higiene y primeros auxilios en el hogar, según un programa que se inventó mi papá con las mujeres más inteligentes y receptivas de cada sitio, y que luego se llevaría a cabo en toda Colombia con el nombre de «Promotoras rurales de salud». En ocasiones nos recogía un bus de la Universidad e íbamos con todos los estudiantes de su curso, porque a él le gustaba que ayudaran y aprendieran al mismo tiempo: «La medicina no se aprende solamente en los hospitales y en los laboratorios, viendo pacientes y estudiando células, sino también en la calle, en los barrios, dándonos cuenta de por qué y de qué se enferman las personas» les decía, muy serio, desde la primera fila del bus, empuñando un micrófono. Una vez, en Santo Domingo, hicieron una campaña contra los parásitos intestinales en todo el casco urbano, con tan buen resultado que las cañerías del pueblo se taquearon con la cantidad de lombrices que expulsaron en un mismo día los campesinos. En mi casa se conservaba la foto de un tubo del alcantarillado obstruido por un nudo de lombrices que parecían un grumo de espaguetis morados y negros. El agua limpia había sido una de las primeras obsesiones en la vida de mi papá, y lo fue hasta el final. Cuando era estudiante de medicina emprendió una campaña de salud pública en un periódico estudiantil que fundó en agosto de 1945 y que dirigió durante poco más de un año, hasta octubre de 1946, cuando desapareció, tal vez porque si lo seguía publicando no se iba a poder graduar. Era un tabloide que salía cada mes y tenía un nombre futurista: U-235. En uno de sus primeros números, en mayo del 46 denunció la contaminación del agua y de la leche en la ciudad: El Municipio de Medellín, una vergüenza nacional, decía el titular de la primera página, y añadía el subtítulo: El acueducto reparte bacilos de la fiebre tifoidea. La leche es impotable. El Municipio no tiene hospital. A partir de esas denuncias, sustentadas con cifras y exámenes de laboratorio, mi papá fue citado a un cabildo abierto en el Concejo de Medellín. Era la primera vez que un simple estudiante era admitido para exponer sus denuncias en un debate público, enfrentado a los funcionarios oficiales. Allí, frente al secretario de Salud, y durante dos noches consecutivas, hizo una exposición sobria, científica, que el secretario, incapaz de refutar, trató de capotear con insultos personales y argumentación rutinaria. Pero el triunfo intelectual era innegable y fue así como, sólo con su palabra y con una serie de datos precisos, logró que poco después se emprendieran las obras para construir un acueducto decente para toda la ciudad (la semilla inicial del cual todavía disfrutamos), con adecuados tratamientos del agua y tuberías modernas que no se mezclaran con las aguas negras, porque el alcantarillado era viejo, de barro poroso, y por lo tanto contaminaba el agua potable. Otro de los debates que surgieron de su periódico, y luego a partir de su tesis de grado como médico, fue por la calidad de la leche y de los refrescos. La hepatitis y el tifo eran comunes todavía en Medellín, cuando mi papá desató esas denuncias. Dos tíos de mi mamá se habían muerto de tifo por las malas aguas, y mi abuela se había enfermado de lo mismo, y también el papá del abuelito Antonio se había muerto de tifo en Jericó. Tal vez vendría de ahí la obsesión de mi papá por la higiene y el agua potable; era una cuestión de vida o muerte, era una manera de esquivar al menos un dolor evitable en este mundo tan lleno de dolores fatales. Pero el detonante de su lucha por el agua fue la muerte, también por una fiebre tifoidea, de uno de sus compañeros de carrera en la Universidad. Mi papá lo vio agonizar y morir, un muchacho que tenía sus mismas ilusiones, y decidió que eso no debería volver a pasar en Medellín. Sus denuncias apasionadas en el periódico estudiantil, y sus palabras encendidas en el Concejo, que algunos calificaron de incendiarias, no eran una jugada política, como también dijeron, sino un profundo acto de compasión por el sufrimiento humano, y de indignación por los males que se podían evitar con apenas un poco de activismo social. Así lo contó mi papá al historiador de la medicina Tiberio Álvarez: «Empecé a pensar en la medicina social cuando vi morir a muchos niños en el hospital, de difteria, y al ver que no se hacían campañas de vacunación; pensé en medicina social cuando un compañero nuestro, Enrique Lopera, se murió de tifoidea, y la causa era que no le echaban cloro al acueducto. Mucha gente del barrio Buenos Aires, con sus muchachas tan hermosas, amigas nuestras, también se morían de fiebre tifoidea y yo sabía que esto se podía prevenir con cloro al acueducto… Yo me rebelé en ese periódico U-235 y cuando celebraron el Cabildo Abierto les dije criminales a los concejales porque dejaban morir al pueblo de fiebre tifoidea, por no hacer un buen acueducto. Esto dio frutos, pues siguió una gran campaña por el agua; Campaña H20, se llamó y a raíz de ella se mejoró y completó el acueducto». Leyendo algunos editoriales del U- 235 uno se da cuenta del fuerte influjo romántico que tenían los sueños de ese joven estudiante de Medicina. En cada número emprende una campaña por alguna causa importante y más o menos imposible de alcanzar para un muchacho de pueblo recién llegado a la capital de la provincia. Pero además de sus propias ansias de luchar por ideales que iban más allá del egoísmo (o que tenían ese otro egoísmo incluso más profundo que consiste en querer convertirse en héroes románticos de la entrega y el sacrificio), abría sus páginas a escritores que los estimularan a seguir por un camino parecido. Quizá el artículo más importante que se publicó en el U-235 fue uno que apareció en el primer número del periódico. Estaba firmado por el mayor, y quizá el único filósofo que ha tenido nuestra región, Fernando González. Mi papá contaba que desde muy joven había leído al pensador de Otraparte, y que escondía sus libros debajo del colchón de la cama pues una vez que mi abuela lo había visto leyéndolos se los había tirado a la basura. Él mismo había estado en Envigado pidiéndole al Maestro que le escribiera un artículo sobre la profesión médica para el primer número de su periódico. González no se negó y creo que las recomendaciones que les hizo a los médicos en esa ocasión se grabaron en la memoria de mi papá como con tinta indeleble. Lo que Fernando González recomienda ahí fue lo que mi papá intentó practicar, y practicó, el resto de su vida: «El médico profesor tiene que estar por ahí en los caminos, observando, manoseando, viendo, oyendo, tocando, bregando por curar con la rastra de aprendices que le dan el nombre de los nombres: ¡Maestro!… Sí, doctorcitos: no es para ser lindos y pasar cuentas grandes y vender píldoras de jalea… Es para mandaros a todas partes a curar, inventar y, en una palabra, a servir». 8 Para mi papá el médico tenía que investigar, entender las relaciones entre la situación económica y la salud, dejar de ser un brujo para convertirse en un activista social y en un científico. En su tesis de grado denunciaba a los médicos-magos: «Para ellos, el médico ha de seguir siendo el pontífice máximo, encumbrado y poderoso, que reparte como un don divino familiares consejos y consuelos, que practica la caridad con los menesterosos con una vaga sensación de sacerdote bajado del cielo, que sabe decir frases a la hora irreparable de la muerte y sabe disimular con términos griegos su impotencia». Se enfurecía con quienes querían simplemente «aplicar tratamientos» a la fiebre tifoidea, en lugar de prevenirla con medidas higiénicas. Lo exasperaban las «curaciones maravillosas» y las «nuevas inyecciones», que los médicos daban a su «clientela particular» que pagaba bien las consultas. Y la misma revuelta interior la sentía contra quienes «sanaban» niños, en vez de intervenir en las verdaderas causas de sus enfermedades, que eran sociales. Yo no recuerdo, pero mis hermanas mayores sí, que a veces las llevaba también al Hospital San Vicente de Paúl. Maryluz, la mayor, se acuerda muy bien de una vez que la llevó al Hospital Infantil y la hizo recorrer los pabellones, visitando uno tras otro a los niños enfermos. Parecía un loco, un exaltado, cuenta mi hermana, pues ante casi todos los pacientes se detenía y preguntaba: ¿«Qué tiene este niño?». Y él mismo se contestaba: «Hambre». Y un poco más adelante: «¿Qué tiene este niño?». «Hambre». «¿Qué tiene este niño?». Lo mismo: «hambre». «¿Y este otro?». Nada: «hambre. ¡Todos estos niños lo único que tienen es hambre, y bastaría un huevo y un vaso de leche diarios para que no estuvieran aquí. Pero ni eso somos capaces de darles: un huevo y un vaso de leche! ¡Ni eso, ni eso! ¡Es el colmo!». Gracias a su compasión, y a esa idea fija de una higiene alcanzable con educación y obras públicas, consiguió también, mientras era estudiante, y aunque con oposición de los ganaderos, que creían que así iban a acabar perdiendo plata, que fuera obligatorio pasteurizar debidamente la leche antes de venderla, pues en sus exámenes de laboratorio había encontrado amebas, bacilos de tbc y materias fecales en la leche que se vendía en Medellín y en los pueblos vecinos. Decía que la sola medida de dar agua potable y leche limpia salvaba más vidas que la medicina curativa individual, que era la única que querían practicar la mayoría de sus colegas, en parte para enriquecerse y en parte para aumentar su prestigio de magos de la tribu. Decía que los quirófanos, las grandes cirugías, las técnicas de diagnóstico más sofisticadas (a las que sólo tenían acceso unas pocas personas), los especialistas de cualquier índole o los mismos antibióticos —por maravillosos que fueran—, salvaban menos vidas que el agua limpia. Defendía la idea elemental —pero revolucionaria, ya que era a favor de todo el mundo y no de unos pocos— de que lo primero es el agua y no deberían gastarse recursos en otras cosas hasta que todos los pobladores tuvieran asegurado el acceso al agua potable. «La epidemiología ha salvado más vidas que todas las terapéuticas», escribió en su tesis de grado. Y muchos médicos lo detestaban por defender eso en contra de sus grandes proyectos de clínicas privadas, laboratorios, técnicas diagnósticas y estudios especializados. Era un odio profundo, y explicable tal vez, pues el gobierno siempre estaba dudando sobre cómo repartir los recursos, que eran pocos, y si se hacían acueductos no se podían comprar aparatos sofisticados ni construir hospitales. Y no sólo algunos médicos lo odiaban. En general, su manera de trabajar no era bien vista en la ciudad. Sus colegas decían que «para hacer lo que hace este no se necesita diploma», pues para ellos la medicina no era otra cosa que tratar enfermos en sus consultas privadas. A los más ricos les parecía que, con su manía de la igualdad y la conciencia social, estaba organizando a los pobres para que hicieran la revolución. Cuando iba a las veredas y hablaba con los campesinos para que hicieran obras por acción comunal, les hablaba demasiado de derechos, y muy poco de deberes, decían sus críticos de la ciudad. ¿Cuándo se había visto que los pobres reclamaran en voz alta? Un político muy importante, Gonzalo Restrepo Jaramillo, había dicho en el Club Unión —el más exclusivo de Medellín— que Abad Gómez era el marxista mejor estructurado de la ciudad, y un peligroso izquierdista al que había que cortarle las alas para que no volara. Mi papá se había formado en una escuela pragmática norteamericana (en la Universidad de Minnesota), no había leído nunca a Marx, y confundía a Hegel con Engels. Por saber bien de qué lo estaban acusando, resolvió leerlos, y no todo le pareció descabellado: en parte, y poco a poco a lo largo de su vida, se convirtió en algo parecido al luchador izquierdista que lo acusaban de ser. Al final de sus días acabó diciendo que su ideología era un híbrido: cristiano en religión, por la figura amable de Jesús y su evidente inclinación por los más débiles; marxista en economía, porque detestaba la explotación económica y los abusos infames de los capitalistas; y liberal en política, porque no soportaba la falta de libertad y tampoco las dictaduras, ni siquiera la del proletariado, pues los pobres en el poder, al dejar de ser pobres, no eran menos déspotas y despiadados que los ricos en el poder. —Sí, un híbrido entre caballo y vaca: que ni trota ni da leche —decía en son de burla Alberto Echavarría, un hematólogo y compañero universitario de mi papá, el padre de Daniel, mi mejor amigo, y de Elsa, mi primera novia. En la Universidad también lo criticaban y trataban de ponerle zancadillas para dificultarle la vida. Dependiendo del rector o del decano de turno, podía trabajar en paz, o en medio de mil reclamos, cartas de recriminación y sobresaltos por veladas amenazas de despedirlo de su cátedra. Aunque él todos esos ataques intentaba resolverlos, o al menos olvidarlos con una carcajada, llegó un momento en que no bastaron las carcajadas para conjurarlos. De los muchos ataques que recibió, mi mamá recuerda muy bien el de uno de sus colegas, un prestigioso profesor de la misma Universidad, y director de la cátedra de cirugía cardiovascular, el Tuerto Jaramillo. Una vez, estando mi papá y mi mamá presentes, el Tuerto dijo muy enfático, en una reunión: «Yo no respiraré tranquilo hasta no ver colgado a Héctor de un árbol de la Universidad de Antioquia». Pocas semanas después de que a mi papá, al fin, lo mataran, como tantos durante tanto tiempo habían deseado, mi mamá se encontró con el Tuerto Jaramillo en un supermercado, y mientras este recogía bandejitas de carne, se le acercó y le dijo, muy despacio y mirándolo a los ojos: «Doctor Jaramillo, ¿ya está respirando tranquilo?». El Tuerto se puso pálido, y sin saber qué decir dio media vuelta y se alejó con su carrito de supermercado. También algunos curas tenían la obsesión de atacarlo permanentemente. Había uno, en particular, el presbítero Fernando Gómez Mejía, que lo odiaba con toda el alma, con una fidelidad y una constancia en el odio, que ya se las quisiera el amor. Había convertido su odio a mi papá en una pasión irrefrenable. Tenía una columna fija en el diario conservador El Colombiano y un programa radial los domingos, «La Hora Católica». Este presbítero era un fanático botafuegos (discípulo del obispo reaccionario de Santa Rosa de Osos, monseñor Bulles) que en todo sospechaba pecados de la carne, repartía anatemas a diestra y siniestra, con un sonsonete atrabiliario tan alto y repetitivo que su programa acabó siendo conocido como «La Lora Católica». Varias columnas y al menos unos quince minutos de esa hora, cada mes, los dedicaba a despotricar del peligro de ese «médico comunista» que estaba infectando la conciencia de las personas en los barrios populares de la ciudad pues, según él, mi papá, por el solo hecho de hacerles ver su miseria y sus derechos, «inoculaba en las simples mentes de los pobres el veneno del odio, del rencor y de la envidia». Mi mamá sufría mucho con eso, y aunque mi papá soltaba siempre una carcajada, se molestaba por dentro. Una vez no se rió. El cura, por la emisora, leyó un comunicado de la Arquidiócesis de Medellín, en contra de mi papá, y firmado por el arzobispo. 9 Mi mamá era la hija del arzobispo de Medellín, Joaquín García Benítez. Ya sé que esta frase puede parecer una blasfemia, porque los curas católicos — al menos en esos años— practicaban el celibato, y el arzobispo era más célibe y riguroso que cualquiera de ellos. En realidad mi mamá no era la hija, sino la sobrina del arzobispo, pero como era huérfana, se había criado con él buena parte de su infancia y juventud, y siempre decía que tío Joaquín había sido como un padre para ella. Nosotros vivíamos en una casa común y corriente por Laureles, pero mi mamá se había criado «en Palacio» con tío Joaquín, en la casa más grande y ostentosa del centro de la ciudad, el Palacio Amador, según el apellido del comerciante rico que la había construido a principios de siglo para su hijo, trayendo los materiales de Italia y los muebles de París. Una casona que compró la Curia cuando se murió el rico heredero, y la rebautizó «Palacio Arzobispal». Tío Joaquín era grande y pausado, como un buey manso, hablaba con una erre gutural, a la francesa, y tenía una barriga tan prominente que habían tenido que abrirle una muesca circular a la cabecera de la mesa, donde él se sentaba, para que estuviera a sus anchas en el comedor. Había en su pasado una historia legendaria, de cuando había estado trabajando en México, en los años veinte del siglo pasado, como fundador de un nuevo seminario, en Xalapa, del que fue prefecto general, además de profesor de Sagrada Teología, Latín y Castellano. Según se contaba en la casa, durante la guerra cristera —esa que se desató entre el gobierno de México y miles de católicos recalcitrantes azuzados por el Vaticano contra la Constitución de 1917— tío Joaquín había salido huyendo del seminario (donde algunas monjas habían sido ultrajadas) y se había refugiado en Papantla. Allí lo cogieron preso y fue condenado a muerte, pero estando frente al pelotón de fusilamiento le conmutaron la pena, por ser extranjero, a cambio de veinte años de prisión. No se sabe bien cómo logró huir de la cárcel, pero fue apresado de nuevo en Papantla, por el general Gabriel Gaviria, seguidor de Pancho Villa, y llevado a una penitenciaría. Huyó también de allí, con ayuda de unas beatas, y se decía que había llegado a La Habana, donde su hermano era cónsul, en una barca de remos de la que se apoderó en Veracruz con otros curas perseguidos. Según se contaba, habían atravesado el Golfo de México a punta de remo, remontando las olas bravías del mar Caribe por sus propias fuerzas. Cuando se refería al palacio y al tío, mi mamá suprimía los artículos y decía siempre Palacio (uno podía oír las mayúsculas), y Tío Joaquín. Por ejemplo, cuando ella y la cocinera, Emma, hacían algo especial en la cocina, digamos un complicadísimo helado de zapote, unos eternos tamales santandereanos, unas laboriosas ensaladas de espárragos con jugo de curuba, o un elaborado licor de mandarina que había que enterrar en tinajas de barro durante cuatro meses, mi mamá decía: «Esta es una receta de Palacio». Mi papá se burlaba: —¿Por qué será que cuando éramos novios y vivías en el Palacio Arzobispal a mí lo más sofisticado que me dieron fue dulce de moras con leche? —y soltaba su carcajada de siempre. El arzobispo, al final de su vida, fue perdiendo poco a poco la memoria. A veces, en la catedral, se le iba el santo al cielo y se saltaba partes de la misa o, todavía peor, después de la elevación, sin darse cuenta, se quedaba en blanco, daba vuelta atrás y volvía a empezar: In nomine Patris et filii… En ese tiempo las misas se oficiaban de espaldas a los fieles y se decían todavía en latín, porque eran los años anteriores al Concilio. Algunos feligreses sufrían por su pastor y otros se reían de él. Los curas que le ayudaban en la Arquidiócesis se aprovechaban de sus vacíos de memoria. Una vez un secretario, que también detestaba a mi papá, le pasó una carta para firmar. Tío Joaquín firmó el papel sin leerlo, porque confiaba en su subalterno y creía que era un documento rutinario. Resultó ser un comunicado en el que atacaban a mi papá por sus actividades en los barrios de Medellín, evidentemente socialistas, y por sus artículos «incendiarios» en los periódicos, «llenos de máximas irreligiosas y opuestas a las sanas costumbres, aptas para destruir la moral en mentes todavía carentes de juicio, y tósigos mortales e impíos que con su ánimo revoltoso incitan al levantamiento del pueblo y al desorden de la nación». Cuando mi mamá oyó por radio el comunicado en «La Hora Católica», empezó a temblar, con una mezcla de rabia y de temor. De inmediato cogió el teléfono para llamar a su tío y preguntarle por qué había firmado ese ataque tan duro e injusto contra su marido. Tío Joaquín no tenía ni la más remota idea de lo que había firmado. Aunque nunca estaba de acuerdo con lo que mi papá decía o escribía, pues él era un obispo de los chapados a la antigua, y muy intransigente en todas las materias (prohibía películas porque se veía un tobillo, y vetaba, so pena de excomunión, la visita a la ciudad de actrices y cantantes), no iba a cometer la impertinencia de amonestar en público a alguien que, bien mirado, era su yerno. Al ver su firma estampada en ese comunicado (con el que estaba de acuerdo, aunque no lo quisiera publicar así) se sintió traicionado, y se indignó tanto que a los pocos días resolvió redactar su carta de renuncia a la Arquidiócesis. Algunos meses después llegó de Roma la aceptación, que el Papa demoró un poco, y él se retiró a la casa de mi abuela, con una honda sensación de fracaso y desconsuelo. El arzobispo, al salir, no tenía ni un peso, pues era uno de los pocos obispos que practicaban en serio los votos no solo de castidad sino también de pobreza, y por eso tuvo que irse a vivir donde mi abuela, hasta que un grupo de personas pudientes de Medellín le compraron una casa en la calle Bolivia, donde se fue a vivir con su hermano y secretario, tío Luis. Y ahí, poco a poco, se fue olvidando de todo, hasta de su propio nombre. La cabeza se le quedó en blanco, dejó de hablar, y al cabo de poco tiempo se murió, exactamente un mes antes de que yo naciera, después de estar en perfecto silencio durante varios meses. El día de su muerte, mi abuela le regaló a mi papá el reloj de bolsillo del señor arzobispo, un reloj labrado en oro, marca Ferrocarril de Antioquia, pero hecho en Suiza, que yo conservo todavía, pues mi mamá me lo dio el día que mataron a mi papá, y que pasará como un testimonio y un estandarte (aunque no sé de qué) a mi hijo, el día que yo me muera. 10 Gracias al arzobispo o, más bien, gracias a su recuerdo, podíamos contar con la monja de compañía en la casa, la cual era un lujo que solamente se permitían las familias más ricas de Medellín. Tío Joaquín había apoyado la fundación de una nueva orden religiosa, la de las Hermanitas de la Anunciación, que se dedicaba al cuidado de los niños en el hogar, y por agradecimiento a ese apoyo inicial, la madre Berenice, que era la fundadora y superiora del convento, enviaba a la casa, de balde, a la hermanita Josefa, de modo que le ayudara a mi mamá a cuidar los hijos menores mientras ella montaba su oficina. Mi mamá y la madre Berenice eran buenas amigas. Se decía que la madre Berenice hacía milagros. Cuando íbamos al convento, como mi mamá sufría de jaquecas, la madre Berenice le imponía las manos; se las dejaba apoyadas sobre la cabeza durante un rato y al mismo tiempo musitaba unos conjuros ininteligibles; mi hermana menor y yo nos quedábamos mirando esa ceremonia, atónitos, desde un rincón de su despacho, con miedo de que saltaran chispas de sus dedos de un momento a otro. Mi mamá, por unos días, se curaba, o al menos decía que se curaba de la migraña. Años después la madre Berenice se murió, en olor de santidad, y en su proceso de beatificación mi mamá fue llamada a dar testimonio de esas sanaciones milagrosas. Años antes de su muerte, algunos fines de semana Sol y yo los pasábamos en el convento de las Hermanitas de la Anunciación; recuerdo los corredores interminables, encerados y brillantes, el solar con la huerta, los brevos y los rosales, los rezos eternos e hipnóticos en el oratorio, el áspero olor a incienso y a esperma de velones que picaba en la nariz. A mi hermanita, que tenía tres o cuatro años y parecía un ángel del Renacimiento con sus ricitos rubios y sus ojos verdiazules, la disfrazaban de monja y la ponían a cantar en la capilla una canción que se llamaba «Estando un día solita» y contaba el instante del llamado celestial a la vocación religiosa. Cuarenta años después, ella todavía puede repetirla de memoria: Estando un día solita En santa contemplación Oí una voz que decía Entra, entra en religión. A pesar de este apostolado temprano, mi hermana Sol no se fue de monja —aunque tiene algo de eso en sus supersticiones piadosas y en sus fervores repentinos—, sino que es Médica, y epidemióloga, y al oírla a ella a veces me parece que vuelvo a oír a mi papá, pues ella sigue con su mismo sonsonete sobre el agua potable, las vacunas, la prevención, los alimentos básicos, como si la historia fuera cíclica y este un país de sordos donde los niños todavía se mueren de diarrea y desnutrición. Tengo otro recuerdo médico asociado a ese convento. Un conocido de mi papá en la Facultad de Medicina, ginecólogo, tenía un gran negocio montado gracias a los conventos femeninos de Medellín. Según una teoría más o menos peregrina que se había inventado, los úteros que no se usaban para la gestación producían tumores: «la mujer que no pare hijo, pare miomas». Y entonces se había dedicado a sacarles eI útero a todas las monjas de la ciudad, tuvieran miomas o no. Mi papá, con una picardía que ni mi mamá ni el arzobispo ni la madre Berenice aprobaban, decía que este doctor no hacía eso como negocio, ni mucho menos, sino para evitar problemas con las anunciaciones de los ángeles o del Espíritu Santo. Y soltaba una carcajada blasfema mientras recitaba unas coplas famosas de Ñito Restrepo: Una monja se embuchó De tomar agua bendita Y el embuche que tenía Era una monja chiquita. A veces había pasado que, sin que se supiera cómo ni cuándo, alguna monja, incluso de las Clarisas, que eran de clausura, resultara embarazada, y no por el Espíritu Santo. Sin un solo útero de monja disponible en el departamento, ese problema jamás se volvió a presentar y la castidad —al menos la aparente— de las monjas, quedó garantizada de por vida. No sé si este método anticonceptivo, mucho más drástico que todos los que la Iglesia prohíbe, se seguirá practicando todavía en algún convento. 11 Cuando mi mamá se convenció de que con la plata del profesor, menguada por su generosidad sin filtros, y amenazada cada rato por una destitución fulminante de las directivas de la Universidad, era imposible sostener la casa, al menos dentro de los niveles de buen gusto y buena comida que había aprendido «en Palacio», la madre Berenice la apoyó y le ofreció gratis una ayuda extra en la casa, para que mi mamá pudiera irse a trabajar tranquila: esa niñera monja, la hermanita Josefa, que se ocupó de Sol y de mí todas las semanas, de lunes a viernes, mientras mi mamá trabajaba y hasta que los dos menores entramos al colegio. Mi papá, con el inevitable sedimento machista de su educación, no quería que mi mamá se pusiera a trabajar, ni que adquiriera la independencia física y mental que da ganarse la propia plata, pero ella logró imponer su voluntad, con ese carácter firme y constante, mezclado con una indestructible alegría de fondo que no ha dejado nunca de acompañarla hasta el día de hoy, y que la hacen una persona inmune a los rencores y a los disgustos duraderos. Luchar contra su firmeza vestida de alegría ha sido siempre imposible. A veces mi mamá también me llevaba a la oficina. Como ella no tenía carro, nos íbamos en bus, o mi papá nos dejaba en Junín con La Playa, de paso para la Universidad. Mi mamá había instalado la oficina en un cuchitril diminuto de un edificio nuevo, La Ceiba, que era la construcción más grande de la ciudad en ese momento, y nos parecía gigantesca. El edificio quedaba, y queda, en el centro, al final de la Avenida La Playa, al lado del edificio Coltejer. Subíamos hasta uno de los pisos más altos en unos ascensores Otis grandes, de hospital, que manejaban unas ascensoristas negras hermosísimas, vestidas siempre de un blanco inmaculado, como enfermeras dedicadas a un oficio mecánico. Me gustaban tanto que a veces me quedaba horas en el ascensor, mientras mi mamá trabajaba, subiendo y bajando al lado de las ascensoristas negras que olían a un perfume barato que todavía hoy, en las raras ocasiones en que lo he vuelto a sentir, despierta en mí una especie de melancólico erotismo infantil. La oficina de mi mamá estaba metida en el cuarto de los útiles e implementos de aseo del edificio. El cuarto tenía un penetrante olor a jabón y a ambientadores de baño, unas pastillas rosadas, redondas, brillantes, que olían a alcanfor y se ponían en el fondo de los orinales. También había cajas repletas de jabón de piso, blanqueadores, palos de escoba, trapeadoras y pacas de rollos de papel higiénico barato, arrumadas en una esquina. En un escritorio metálico, mi mamá se encargaba de hacer a mano las cuentas del edificio, con un lápiz amarillo bien afilado, sobre un inmenso libro de contabilidad de tapas duras y verdes. También tenía que hacer las actas de las reuniones de la Junta del edificio, en un estilo anticuado que le había enseñado tío Luis, el hermano del arzobispo, que había sido secretario perpetuo de la Academia de Historia. «Toma la palabra el preclaro ganadero señor don Floro Castaño para manifestar que se debe economizar en el uso del papel higiénico, de modo que los gastos comunes de la copropiedad no aumenten innecesariamente. La señora administradora, doña Cecilia Faciolince de Abad, anota que si bien don Floro tiene toda la razón, resulta inevitable, por motivos fisiológicos, que haya un cierto gasto. No obstante lo anterior, comunica a los señores copropietarios que uno de sus vecinos, el doctor John Quevedo, quien se ha trasladado a vivir en su oficina, usándola abusivamente como casa de habitación, y en las horas de la madrugada suele hacer uso del baño de damas del sexto piso, donde procede a bañarse y, como carece de toalla, procede también a secar su cuerpo con grandes cantidades de papel higiénico, el cual, una vez usado deja por el suelo, razón por la cual…». Mi mamá era experta en mecanografía y taquigrafía (copiaba los dictados a una velocidad increíble, con unos maravillosos garabatos indescifrables, como ideogramas chinos) pues había hecho un curso de secretariado en la Escuela Remington para Señoritas, y antes de casarse había sido la secretaria del gerente de Avianca en Medellín, el doctor Bernardo Maya. Es más, contaba que como el gerente de Avianca se moría de amor por ella, había resuelto casarse con el doctor Maya si mi papá, que en ese momento hacía su maestría en Estados Unidos, no cumplía su promesa de casarse. Cuando ocurría, pero eran cosas muy raras, que mi mamá y mi papá tuvieran una discusión y se dejaran de hablar por una tarde, mis hermanas le preguntaban, burlonas: —¿Mami, hubieras preferido casarte con Bernardo Maya? Y una de mis preocupaciones más graves, cuando niño, era para mí esa pregunta insoluble, o mal planteada, de si yo hubiera nacido o no, y cómo, si mi mamá se hubiera casado, no con mi papá, sino con Bernardo Maya. Yo no quería renunciar a la vida, por lo que intentaba imaginarme que en tal caso yo no me parecería a mi papá, sino al doctor Maya. Pero la conclusión era terrible pues, dado lo anterior, si yo no me pareciera a mi papá, sino a Bernardo Maya, entonces yo ya no sería yo, sino otra persona distintísima a mí, con lo cual dejaba de ser lo que era, y eso era lo mismo que no ser nada. El doctor Maya vivía muy cerca de la casa, como a las dos cuadras volteando, y no tenía hijos, lo cual acentuaba mi terror metafísico de nunca haber sido, ya que él tal vez era estéril. Yo lo miraba con miedo y suspicacia. A veces nos lo encontrábamos en misa, más serio que un revólver, y saludaba a mi mamá con un gesto nostálgico y disimulado de la mano, que parecía llegar desde muy lejos. Y como mi papá no iba a misa, a mí me parecía que la iglesia era ese sitio donde mi mamá y el doctor Maya cometían el terrible pecado de saludarse, como si cada vaivén de la mano despechada fuera un signo secreto de lo que no era y de lo que pudo haber sido. Después llegaría a la oficina la primera ayudante de mi mamá, que tenía el nombre más apropiado, dadas las circunstancias, Socorro, y con ella llegó la primera sumadora, una maquinita de manivela que me dejaba atónito pues resolvía con unos pocos movimientos del brazo todas las operaciones aritméticas que yo me demoraba horas en resolver para las tareas del colegio. Con el pasar de los años, poco a poco, irían llegando más y más empleadas a esa oficina, siempre mujeres, sólo mujeres, nunca hombres, incluyendo a mis tres hermanas mayores, hasta que la oficina de mi mamá completó setenta empleadas de género femenino y se convirtió en la empresa que más edificios administraba en Medellín. Del cuarto de aseo de La Ceiba, mi mamá se trasladó a una oficina de verdad en el segundo piso del mismo edificio, que acabó comprando, y luego su negocio fue creciendo y mejorando de sede. Hoy la oficina ocupa una casona de dos pisos, adonde mi mamá, con sus ochenta años bien vividos, sigue yendo todos los días, de ocho de la mañana a seis de la tarde, manejando su carro automático con la misma destreza y la misma autoridad con la que mece su bastón, como un báculo de obispo, y casi con el mismo ánimo con que hace medio siglo llenaba sus cuadernos de taquigrafía, con esa especie de apresurados y misteriosos ideogramas chinos. Hubo unas pocas excepciones de empleados varones en la oficina de mi mamá, y, al igual que en mi casa, creo que yo fui el primero en infringir esa regla no escrita en ninguna parte, pero muy sabia, que dice que el mundo funcionaría mucho mejor si solamente lo gobernaran mujeres. En todo caso, durante las vacaciones del colegio, y pese a ser hombre, mi mamá me contrataba para ayudar en la redacción de cartas, informes y actas en un ficticio «Departamento de Informes y Correspondencia». Allí, escribiendo cartas de negocios, redactando circulares de consejos y protestas, lidiando con asuntos escabrosos (excrementos de perros, adulterios descubiertos, borracheras musicales, exhibición de órganos erectos en ascensores y ventanas, mariachis a las cuatro de la mañana, mañosos parranderos en plan de conquista, hijos atracadores de familias patricias e hijos drogadictos de parejas puritanas), puliendo esquelas de pésame y memoriales de renuncia, tuve el más largo y difícil entrenamiento de mi oficio de escribidor. Algunos amigos y amigas mías (Esteban Carlos Mejía, Maryluz Vallejo, Diana Yepes, Carlos Framb), que después escribieron libros también, pasaron por esa especie de noviciado en el «Departamento de Informes y Correspondencia» de la empresa de mi mamá, empresa que ella quiso bautizar, en su vena feminista, como «Faciolince e hijas», pero que mi papá exigió que se llamara «Abad Faciolince Limitada», para que no nos dejaran ni a él ni a mí por fuera, tal como parecía ser el plan de las mujeres de la casa. 12 Pocos años después de la muerte del arzobispo, y por el mismo periodo en que yo acompañaba a mi papá y al doctor Saunders a las visitas de trabajo social por los barrios más pobres de Medellín, La Gran Misión hizo su solemne y bulliciosa entrada a la ciudad. Ésta representaba otro estilo de trabajo social, de tipo piadoso; una especie de Reconquista Católica de América patrocinada por el caudillo de España, Generalísimo de los ejércitos imperiales y apóstol de la cristiandad, su excelencia Francisco Franco Bahamonde. La dirigía un jesuita peninsular, el padre Huelin, un hombre oscuro, seco, de figura ascética, demacrado y ojeroso como el fundador de la Compañía de Jesús, con una inteligencia vivaz, fanática y cortante. Sus opiniones eran inclementes y definitivas, como las de un delegado de la Inquisición, y en Medellín fue recibido con gran entusiasmo colectivo, como un enviado del más allá que venía a enderezar el desorden del más acá por medio de la devoción mariana. Con los evangelizadores de la Reconquista española venía una pequeña estatua de la Virgen de Fátima. Por esos días se quería imponer su prestigio como el símbolo devoto más importante del Catolicismo. Para salvar al mundo del Comunismo Ateo, el Santo Padre había solicitado que en las viejas colonias españolas —y en el mundo entero— se rezara con mucho fervor y más asiduidad que nunca el Santo Rosario. Eran los tiempos de la Revolución cubana y de las guerrillas míticas de América Latina, las cuales no se habían convertido todavía en bandas de criminales dedicadas al secuestro y al tráfico de drogas, y conservaban por lo tanto cierto halo de lucha heroica pues defendían programas de reformas radicales y reivindicaciones sociales que no era difícil compartir. Para contrarrestar la fuerza de estas corrientes disgregadoras, la Virgen de Fátima era una ayuda sobrenatural que reconduciría a las masas por la senda de la devoción, de la verdad, de la resignación cristiana o de la muy tímida «Doctrina social de la Iglesia». La aparición de la Santísima Virgen en Portugal se convirtió, más que la miseria, el agua o la reforma agraria, en el tema de conversación obligado en familias, costureros, peluquerías y cafés. En muchas discusiones se hacían conjeturas y se entablaban largas disputas teológicas sobre los secretos revelados por la Santísima Virgen a los tres pastorcitos de Cova de Iría a quienes se les había aparecido. El Tercer Secreto, que era terrible y solamente lo conocían la última pastorcita sobreviviente y el Sumo Pontífice, era el que más despertaba la fantasía y por lo tanto alimentaba el ánimo fabulador de la gente. La hipótesis que más seguidores tenía, y la que todos los curas insinuaban subrepticiamente en sus sermones, era terrible, y consistía en la inminencia de la Tercera Guerra Mundial entre Estados Unidos y Rusia, es decir, entre el Bien y el Mal, la cual no se combatiría con fusiles y cañones, sino con bombas atómicas, y sería como la batalla definitiva entre Dios y Satanás. Todos debíamos estar preparados para el gran sacrificio, y mientras tanto, rezar el Santo Rosario todos los días, y rogar por las intenciones de los buenos, para que Rusia, esa enemiga de Dios y aliada del Enemigo, no fuera a ganar. Este Tercer Secreto equivalente al anuncio de la Tercera Guerra Mundial, por lo demás, tenía en la historia contemporánea muchos indicios verdaderos en los que podía apoyarse pues no era mentira que varias veces, en aquellos decenios de la Guerra Fría, estuvimos al borde de una ecatombe, por los motivos más fútiles de pundonor humano y nacionalista, o incluso por un simple accidente nuclear. El propósito de la Gran Misión era extender el culto de la Virgen de Fátima por América Latina y recordar a las masas la bondad de la resignación cristiana, pues al fin y al cabo Dios premiaría a los bienaventurados pobres en el más allá, por lo que no era urgente perseguir el bienestar en el más acá. Al lado de la Virgen venía todo un plan vigoroso para defender las verdades eternas de la fe católica y revivir los valores morales de la única religión verdadera. Si ya España tenía tan poco peso político sobre nuestras naciones, con ayuda de la Iglesia el Generalísimo quería volver a ganar la influencia perdida en la región. Una especie de reconquista por la fe, apoyada en las viejas familias blancas y patricias de cada sitio. El empujón inicial consistía en varias semanas de ceremonias, sermones en iglesias, adoración de la estatua traída del Viejo Mundo y bendecida por el Santo Padre, reuniones y retiros con los católicos más representativos de cada ciudad. Y con los jóvenes, los profesionales, los periodistas, los deportistas, los líderes políticos… Esta actividad evangelizadora se iría repitiendo en todos los países de Latinoamérica, como una conmemoración, también, de la primera evangelización de América llevada a cabo por los conquistadores. Punto culminante de esta campaña era auspiciar la práctica del Rosario de Aurora. A las cuatro de la madrugada, antes del amanecer, un nutrido grupo de feligreses se reunía en el atrio de la iglesia parroquial y recorría las calles del barrio, cantando himnos religiosos y entonando la oración a la Santísima Virgen. El barrio de Medellín elegido por el padre Huelin para el Rosario de Aurora fue Laureles, donde nosotros vivíamos, pues este era el vecindario emergente, el de la burguesía joven, de profesionales en ascenso, los que podían tener después más influencia y penetración social en todos los niveles. Los devotos salían a las cuatro de la mañana, entre cánticos, tambores y velones, para llamar la atención. El padre Huelin iba adelante, con la estatua, con las banderas y los estandartes de cruzados al viento, mientras la procesión a mis espaldas rezaba el Santo Rosario en voz alta. Mil o dos mil personas, mujeres y niños en su mayoría, recorrían el barrio para despertar la fe en la Santísima Virgen y de paso despertar a los tibios que seguían dormidos, pegados de las sábanas. Mi mamá, la hermanita Josefa, las muchachas del servicio y mis hermanas mayores iban a esas procesiones; mi papá y yo nos quedábamos en la casa durmiendo como santos. El doctor Antonio Mesa Jaramillo, decano de arquitectura de la Universidad Pontificia, y el compañero de mi papá y del doctor Saunders en las correrías por los barrios populares, fue el primer damnificado por el Rosario de Aurora. Él era uno de los maestros de la arquitectura en Medellín; había vivido en Suecia y de allí había introducido acá la pasión por el diseño contemporáneo. Como este alarde ruidoso de la fe le molestaba (él era un creyente sobrio, que practicaba su religión en la intimidad), escribió un artículo en El Diario, el vespertino liberal, protestando por el ruido infernal que se hacía durante esta procesión. «Cristianismo de pandereta», se llamaba su protesta, y era una crítica furibunda al catolicismo peninsular. «¿Fue Cristo un vociferador?», se preguntaba. Y decía: «Ante