El niño al que criaron como perro PDF - Bruce Perry
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Bruce Perry
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Publicado por Capitán Swing Libros, este libro de Bruce Perry y Maia Szalavitz presenta historias de la práctica de un psiquiatra infantil relacionadas con el trauma, la salud mental y psicología. El libro usa el caso de 'El chico a quien criaron como perro' entre otros para describir las situaciones que pueden afectar a los niños. Incluye detalles sobre el trabajo de la ChildTrauma Academy.
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Y otras historias del cuaderno de un psiquiatra infantil Bruce Perry & Maia Szalavitz Traducido por Lucía Barahona Título original: The Boy Who Was Raised as a Dog: And Other Stories from a Child Psychiatrist’s Notebook (2008) © Del libro: Bruce Perry & Maia Szalavitz (First published in...
Y otras historias del cuaderno de un psiquiatra infantil Bruce Perry & Maia Szalavitz Traducido por Lucía Barahona Título original: The Boy Who Was Raised as a Dog: And Other Stories from a Child Psychiatrist’s Notebook (2008) © Del libro: Bruce Perry & Maia Szalavitz (First published in the United States by Basic Books, a member of the Perseus Books Group) © De la traducción: Lucía Barahona Edición en ebook: febrero de 2017 © De esta edición: Capitán Swing Libros, S.L. Rafael Finat 58, 2º4 - 28044 Madrid Tlf: 630 022 531 www.capitanswinglibros.com ISBN DIGITAL: 978-84-946737-4-0 © Diseño gráfico: Filo Estudio www.filoestudio.com Corrección ortotipográfica: Victoria Parra Ortiz & Ángela Eguzquiza Maquetación ebook: [email protected] Queda prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento. Bruce Perry Estados Unidos, 1955 Jefe de Psiquiatría del Hospital de Niños de Texas y vicedirector del departamento de Psiquiatría y Ciencias del Comportamiento de la Escuela de Medicina de Baylor en Houston, Perry es también catedrático emérito de la Child Trauma Academy y profesor asociado del departamento de Psiquiatría y Ciencias del Comportamiento en la Escuela de Medicina de la Universidad del Noroeste (Chicago). Junto con Maia Szalavitz, es autor de El niño a quien criaron como perro (2007) y de Nacido para el amor: por qué la empatía es esencial y está en peligro de extinción (2010). El doctor Perry ha sido un maestro activo, un clínico y un investigador en el campo de la salud mental infantil y de las neurociencias, desempeñando una variedad de puestos académicos. Maia Szalavitz Estados Unidos, 1965 Periodista y autora galardonada, Szalavitz cubre campos como la adicción y la neurociencia. En su último libro, Unbroken Brain (2016), utiliza su propia recuperación de la adicción a la heroína y la cocaína para intentar reformular la adicción como un trastorno del desarrollo y revolucionar así la prevención y el tratamiento. Es autora o coautora de seis libros, entre ellos los dos publicados con el psiquiatra infantil y experto en traumas Bruce Perry. Szalavitz ha ganado importantes premios de organizaciones como la American Psychological Association, la Drug Policy Alliance y el premio del Colegio Americano de Neuropsicofarmacología en reconocimiento a su trabajo en estas áreas Contenido Portadilla Créditos Autores Nota del autor Introducción 01. El mundo de Tina 02. Por tu propio bien 03. Escalera al cielo 04. Hambre de afecto físico 05. El corazón más frío 06. El chico a quien criaron como perro 07. Pánico satánico 08. El cuervo 09. «Mamá miente. Mamá me hace daño. Por favor, llamad a la policía» 10. La bondad de los niños 11. Comunidades curativas Apéndice Agradecimientos Nota del autor Todas las historias recogidas en este libro son verdaderas, pero, con el fin de garantizar el anonimato y proteger la privacidad, hemos optado por alterar cualquier información que pudiera resultar identificativa. Los nombres de los niños aparecen cambiados, así como los de los miembros adultos de sus familias en los casos en los que esta información pudiera identificar al niño. El resto de nombres de personas adultas son reales, excepto aquellos marcados con un asterisco. A pesar de estos cambios necesarios, los elementos esenciales de cada caso están relatados con la mayor exactitud posible. Por ejemplo, las conversaciones están descritas tal y como se recuerdan o se registraron en las notas o en las cintas de audio o vídeo. La triste realidad es que estas historias no son sino un porcentaje ínfimo de las muchas que se podrían haber contado. A lo largo de los últimos diez años, nuestro grupo clínico en la ChildTrauma Academy1 ha tratado a más de un centenar de niños que han sido testigos de la muerte de un progenitor. Hemos trabajado con cientos de niños que han soportado una grave desatención temprana en instituciones o a manos de sus padres o guardianes. Confiamos en que la fuerza y el espíritu de los niños cuyas historias relatamos en este libro, y las de muchos otros que han sufrido destinos parecidos, cobren fuerza a lo largo de estas páginas. 1 La ChildTrauma Academy es una organización sin ánimo de lucro con sede en Houston (Texas) que trabaja para mejorar las vidas de niños en situación de alto riesgo mediante un servicio directo, investigación y educación. (N. del T.) Introducción A día de hoy es difícil de imaginar, pero, cuando estaba en la Facultad de Medicina a principios de los años ochenta, los investigadores prestaban escasa atención al daño permanente que puede producir un trauma psicológico. La manera en la que un trauma podría afectar a los niños era algo que se consideraba aún menos. No creían que fuera relevante. Por norma general, se creía que los niños eran por naturaleza «resistentes», que poseían una habilidad innata para «recuperarse». Al convertirme en psiquiatra infantil y neurocientífico, entre mis objetivos no se encontraba refutar esta teoría equivocada. Pero, en cualquier caso, en mis primeros años como investigador comencé a observar en el laboratorio que las experiencias estresantes —particularmente en los primeros años de vida— podían modificar el cerebro de animales jóvenes. Numerosos estudios sobre animales mostraban que incluso un estrés en apariencia menor durante la infancia podría llegar a tener un impacto permanente en la arquitectura y la química del cerebro y, por tanto, del comportamiento. Esto me llevó a pensar que había muchas posibilidades de que lo mismo sucediera con los seres humanos. Se volvió una cuestión todavía más evidente para mi cuando comencé mi trabajo clínico con niños problemáticos. Pronto comprobé que la vida de la inmensa mayoría de mis pacientes había estado repleta de caos, abandono o violencia. Resultaba evidente que aquellos niños no se habían «recuperado», pues de lo contrario no habrían ido a parar a una clínica psiquiátrica infantil. Habían sufrido traumas —como, por ejemplo, haber sido violados o haber presenciado un asesinato— y, de haberse tratado de adultos con problemas psiquiátricos, la mayoría de los psiquiatras habrían considerado un diagnóstico de trastorno por estrés postraumático (TEPT). Sin embargo, trataban a aquellos niños como si sus historias de trauma fueran irrelevantes y hubieran «casualmente» desarrollado síntomas como depresión o problemas de atención que a menudo requerían medicación. Huelga decir que la introducción del diagnóstico del TEPT en psiquiatría no tuvo lugar hasta 1980. En un principio, se contempló como algo extraño, una condición que únicamente afectaba a una minoría de soldados que habían vuelto destrozados tras superar espantosas experiencias de combate. No obstante, los mismos tipos de síntomas —pensamientos intrusivos sobre el episodio traumático, recuerdos recurrentes, alteración del sueño, cierta sensación de irrealidad, respuesta de sobresalto intensificada, ansiedad extrema— pronto comenzaron a ser utilizados para describir a los supervivientes de una violación, a las víctimas de desastres naturales y a personas que habían sufrido o habían sido testigos de accidentes o lesiones que hubieran constituido una amenaza para la vida. Actualmente se cree que esta condición afecta como mínimo al 7 por ciento de todos los estadounidenses, y la mayoría de la gente está familiarizada con la idea de que un trauma puede tener efectos profundos y duraderos. Del horror de los ataques terroristas del 11S a las secuelas del huracán Katrina, somos capaces de reconocer que los acontecimientos catastróficos pueden dejar huellas indelebles en la mente. Ahora sabemos —tal y como en última instancia demuestran mis investigaciones y las de muchos otros— que, en realidad, el impacto de un trauma es mayor en los niños que en los adultos. He dedicado mi trayectoria profesional a comprender el modo en que el trauma afecta a los niños y a desarrollar maneras innovadoras para ayudarlos a enfrentarse a ello. He tratado y estudiado a niños que han tenido que hacer frente a terribles experiencias inimaginables —desde víctimas supervivientes del gran incendio ocurrido en la propiedad de la secta de los davidianos en Waco (Texas) a huérfanos abandonados de Europa del Este pasando por supervivientes de genocidio—. Asimismo, he ayudado a los tribunales a revisar los daños provocados por los procesamientos equivocados del «abuso ritual satánico» que estuvieron basados en las acusaciones coaccionadas de niños aterrorizados y torturados. He hecho todo cuanto ha estado en mi mano para ayudar a niños que han sido testigos del asesinato de sus padres y de aquellos que han pasado años encadenados en el interior de una jaula o encerrados en un armario. Aunque la mayoría de los niños nunca sufrirán nada tan terrible como lo que muchos de mis pacientes han padecido, raro es el niño que escapa enteramente al trauma. Según estimaciones moderadas, en torno al 40 por ciento de los niños estadounidenses vivirían como mínimo una experiencia potencialmente traumática antes de cumplir dieciocho años: aquí se incluye la muerte de un progenitor o hermano, malos tratos físicos o desatención regulares, abuso sexual o la experiencia de un accidente grave, desastre natural, violencia doméstica o algún otro tipo de crimen violento. Solo en 2004 se estimó que las agencias gubernamentales de protección infantil recibieron tres millones de informes oficiales de abuso o abandono infantil; se confirmaron alrededor de 872.000 de estos casos. Es evidente que el número real de niños que sufrieron abusos o abandono es muy superior, puesto que la mayoría de los casos nunca llegan a ser denunciados y en un puñado de casos genuinos no es posible la corroboración necesaria para poder adoptar medidas oficiales. En un estudio a gran escala, alrededor de uno de cada ocho niños menores de diecisiete años informaron de alguna forma de maltrato grave a manos de personas adultas en el último año, y en torno al 27 por ciento de las mujeres y el 16 por ciento de los hombres declararon, como adultos, haber sido víctimas de abusos sexuales durante su infancia. En una investigación nacional llevada a cabo en 1995, el 6 por ciento de las madres y el 3 por ciento de los padres admitieron incluso haber abusado físicamente de sus hijos al menos una vez. Además, se cree que hasta diez millones de niños estadounidenses son expuestos anualmente a violencia doméstica, y el 4 por ciento de los niños estadounidenses de menos de quince años pierden a alguno de sus progenitores cada año. A esto hay que añadir que, cada año, unos 800.000 niños pasan tiempo en hogares de acogida y muchos otros millones son víctimas de desastres naturales y accidentes de coche devastadores. A pesar de que no trato de insinuar que todos estos niños se verán seriamente «dañados» por estas experiencias, las estimaciones más moderadas sugieren que, en cualquier momento dado, más de ocho millones de niños estadounidenses sufren problemas psiquiátricos graves y diagnosticables relacionados con algún trauma, mientras que muchos otros millones experimentan consecuencias menos serias pero aun así preocupantes. Aproximadamente un tercio de los niños que han sufrido abusos padecerán algún problema psicológico evidente a consecuencia de estos malos tratos (y las investigaciones continúan demostrando cómo incluso problemas puramente «físicos», como las enfermedades cardíacas, la obesidad y el cáncer, tienen una mayor probabilidad de afectar a niños traumatizados más adelante). La respuesta adulta ofrecida a los niños durante y después de acontecimientos traumáticos puede suponer una diferencia abismal en estos posibles desenlaces, tanto para bien como para mal. A lo largo de los años, las investigaciones llevadas a cabo en mi laboratorio y en muchos otros han logrado obtener una comprensión más profunda de las consecuencias de un trauma en niños y del modo en que podemos ayudarlos a sanar. En 1996, fundé The ChildTrauma Academy, un grupo interdisciplinario de profesionales dedicado a mejorar la vida de niños en alto riesgo y la de sus familias. Nuestro trabajo clínico continúa, y todavía tenemos mucho que aprender, pero nuestro principal objetivo es proporcionar a otros los tratamientos basados en nuestros mejores conocimientos. Formamos a personas que trabajan con niños —ya se trate de progenitores o fiscales, agentes de policía o jueces, trabajadores sociales, médicos, políticos o responsables de la elaboración de políticas— para que comprendan las formas más efectivas de minimizar los efectos de un trauma y maximizar la recuperación. Consultamos con agencias gubernamentales y otros grupos para contribuir a la implementación de las mejores prácticas capaces de abordar estas cuestiones. Mis colegas y yo viajamos extensamente por todo el mundo, hablamos con padres, doctores, educadores, trabajadores de los servicios de protección infantil y agentes del orden, así como con responsables de alto nivel tales como órganos legislativos o comités y líderes corporativos interesados. Este libro forma parte de nuestros esfuerzos. En El chico a quien criaron como perro conocerán a algunos de los niños que me enseñaron las lecciones más importantes sobre cómo afectan los traumas a la gente joven, y aprenderán qué precisan de nosotros —sus padres y guardianes, sus doctores, su Gobierno— para poder desarrollar vidas saludables. Verán el modo en que las experiencias traumáticas dejan marcas a los niños, cómo afecta esto a sus personalidades y a su capacidad para el crecimiento físico y emocional. Conocerán a mi primera paciente, Tina, cuya experiencia de abuso me llevó a entender el impacto del trauma en los cerebros infantiles. Conocerán también a una niña pequeña muy valiente llamada Sandy que, a los tres años, tuvo que ingresar en un programa de protección de testigos; ella me enseñó la importancia de permitirle al niño controlar algunos aspectos de su propia terapia. Conocerán a Justin, un niño extraordinario que me mostró la capacidad infantil para recuperarse de privaciones indescriptibles. Cada uno de los niños con los que he trabajado —niños davidianos que encontraron consuelo al cuidarse unos a otros; Laura, cuyo cuerpo no creció hasta que se sintió querida y a salvo; Peter, un huérfano ruso cuyos compañeros de primer curso se convirtieron en sus «terapeutas»— nos han ayudado a mis colegas y a mí a colocar una nueva pieza en el rompecabezas, lo que nos ha permitido mejorar nuestra manera de tratar a los niños traumatizados y a sus familias. Nuestra labor nos conduce a la vida de las personas cuando más desesperadas se encuentran, solas, tristes, asustadas y heridas, pero las historias que aquí podrán leer son, en su mayor parte, historias de éxito; historias de esperanza, supervivencia y triunfo. Sorprendentemente, a menudo ocurre que encontramos lo mejor de la humanidad al deambular entre la masacre emocional provocada por lo peor del género humano. En definitiva, lo que determina cómo sobreviven los niños al trauma, física, emocional o psicológicamente, es si la gente que los rodea —en particular los adultos en los que deberían poder apoyarse y confiar— está de su lado dispuesta a ofrecerles amor, sostén y estímulos. El fuego puede calentar o consumir, el agua puede saciar o ahogar, el viento puede acariciar o arrancar… Lo mismo sucede con las relaciones humanas: podemos tanto crear como destruir, criar o intimidar, traumatizarnos o curarnos los unos a los otros. En este libro leerán sobre niños increíbles cuyas historias pueden ayudarnos a entender mejor la naturaleza y el poder de las relaciones humanas. Aunque muchos de estos niños y niñas han pasado por experiencias muchísimo más extremas de las que suelen tener la mayoría de las familias (por fortuna), sus historias ofrecen lecciones para todos los progenitores que pueden ayudar a sus hijos a lidiar con las inevitables tensiones y presiones de la vida. Trabajar con niños traumatizados y maltratados también me ha llevado a prestar gran atención a la naturaleza de la raza humana y a la diferencia entre género humano y humanidad. No todos los seres humanos son humanos, compasivos. El ser humano tiene que aprender a volverse humano. Este proceso —que en ocasiones puede salir terriblemente mal— es otro de los aspectos sobre los que trata este libro. Las historias aquí mostradas exploran las condiciones necesarias para el desarrollo de la empatía, y otras que son propensas a producir indiferencia y crueldad. Revelan cómo el cerebro de los niños se desarrolla y es moldeado por las personas que los rodean. También muestran cómo la ignorancia, la pobreza, la violencia, el abuso sexual, el caos y la desatención pueden causar estragos en los cerebros en desarrollo y en las personalidades incipientes. Desde hace tiempo me intereso por comprender el desarrollo humano y, en especial, por tratar de averiguar por qué algunas personas se convierten en seres humanos amables, responsables y productivos, mientras que otras responden al abuso imponiéndoselo a su vez a los demás. Mi trabajo me ha revelado mucho acerca del desarrollo moral, las raíces del mal y cómo las tendencias genéticas y las influencias ambientales pueden forjar decisiones críticas que a su vez afectan a decisiones posteriores y, en última instancia, configuran en quiénes nos convertimos. No creo en el «me excuso en el abuso» para explicar comportamientos violentos o dañinos, pero me he encontrado con que existen interacciones complejas que comienzan en la primera infancia que afectan a nuestra capacidad para concebir alternativas y que, más adelante, pueden limitar nuestra habilidad para tomar las mejores decisiones. Mi trabajo me ha llevado al espacio donde convergen mente y cerebro, al lugar donde tomamos las decisiones y experimentamos influencias que determinan si nos convertiremos o no en seres humanos verdaderamente humanos. El chico a quien criaron como perro comparte algo de lo que he aprendido allí. Pese al dolor y al miedo, los niños que aparecen en este libro —y muchos otros iguales que ellos— han demostrado un gran coraje y humanidad, y me llenan de esperanza. Con ellos he aprendido mucho sobre la pérdida, el amor y la curación. Las principales lecciones que estos niños me han enseñado son relevantes para todos nosotros porque, para poder comprender el trauma, necesitamos comprender la memoria. Para poder apreciar el modo en que los niños sanan, necesitamos entender cómo aprender a amar, cómo afrontan los desafíos, cómo les afecta el estrés. Y al reconocer el efecto destructivo que la violencia y las amenazas pueden tener sobre la capacidad de amar y de trabajar, somos capaces de comprendernos mejor a nosotros mismos y de cuidar a la gente que forma parte de nuestra vida, sobre todo a los niños. 01 El mundo de Tina Tina fue mi primera paciente niña, cuando la conocí no tenía más que siete años. Estaba sentada en la sala de espera de la clínica de psiquiatría infantil de la Universidad de Chicago: minúscula y frágil, acurrucada junto a su madre y sus hermanos, insegura sobre qué esperar de su nuevo doctor. Mientras la conducía hasta mi despacho y cerraba la puerta, no era fácil saber cuál de los dos estaba más nervioso, si la niña afroamericana de noventa y pocos centímetros de altura con sus trenzas meticulosamente peinadas o el tipo blanco de metro ochenta y nueve con la larga melena de rizos ingobernables. Tina permaneció un minuto en el sofá mirándome de arriba abajo. A continuación, cruzó la habitación, se deslizó hasta que estuvo sobre mi regazo y se acurrucó. Me pareció un gesto tan bonito que me emocioné. Qué niña tan dulce. Estúpido de mí. Se desplazó ligeramente, llevó su mano a mi entrepierna e intentó bajarme la cremallera. Pasé de estar nervioso a estar triste. Le agarré la mano, la levanté y, con cuidado, la saqué de mi regazo. La mañana antes de conocer a Tina estuve revisando su «historial», que no era más que una hoja de papel con la mínima información obtenida durante una entrevista telefónica con nuestro empleado de recepción. Tina vivía con su madre, Sara, y dos hermanos más pequeños. Sara se había puesto en contacto con la clínica de psiquiatría infantil porque el colegio de su hija había insistido en que fuera evaluada. Tina se había comportado de un modo «agresivo e inapropiado» con sus compañeros de clase. Se había exhibido delante de los demás, había atacado a otros niños, empleaba un lenguaje sexual y había tratado de incitarlos a participar en juegos sexuales. No prestaba atención en clase y a menudo se negaba a seguir instrucciones. La parte más relevante del historial eran los abusos que había sufrido durante un periodo de dos años que comenzó a los cuatro y terminó cuando tenía seis. El responsable era un chico de dieciséis años, el hijo de su canguro. Había abusado sexualmente de Tina y de su hermano menor, Michael, mientras la madre de estos estaba en el trabajo. La madre de Tina era soltera. Era pobre, pero había dejado de recibir asistencia pública y en aquel momento Sara trabajaba en una tienda cobrando el salario mínimo para sacar adelante a su familia. El único cuidado infantil que podía permitirse era un acuerdo informal con su vecina de al lado. Por desgracia, aquella vecina frecuentemente dejaba a los niños con su hijo para irse a hacer recados; y su hijo estaba enfermo. Ataba a los niños y los violaba, los sodomizaba con objetos extraños y amenazaba con matarlos si se lo contaban a alguien. Finalmente su madre lo sorprendió en el acto y puso fin a los abusos. Sara nunca volvió a permitir que su vecina cuidara de sus hijos, pero el daño ya estaba hecho (procesaron al chico; acudió a terapia, no a la cárcel). De modo que allí estábamos, un año después. La hija tenía graves problemas, la madre no disponía de recursos y yo no sabía casi nada sobre niños víctimas de abusos. —Vamos a pintar con colores —propuse con delicadeza mientras la apartaba de mi regazo. Parecía contrariada. ¿Acaso me había disgustado? ¿Iba a enfadarme con ella? Me estudió la cara con sus ojos marrón oscuro llenos de ansiedad, observando mis movimientos y prestando atención a mi voz en busca de alguna señal no verbal que le ayudara a entender aquella interacción. Mi comportamiento no encajaba dentro de su catálogo interno de experiencias previas con hombres. Solo había conocido a los hombres como depredadores sexuales: por su vida no había pasado ningún padre cariñoso, ni un abuelo comprensivo, ni un tío amable o un hermano mayor protector. Los únicos varones adultos que había conocido eran los novios a menudo inapropiados de su madre y a su propio abusador. La experiencia le había enseñado que lo que los hombres querían era sexo, tanto de ella como de su madre. En buena lógica, desde su perspectiva, había asumido que yo también quería eso. ¿Qué debía hacer? ¿Cómo pueden modificarse los comportamientos o creencias enquistados tras años de experiencia con tan solo una hora de terapia a la semana? Ninguna experiencia ni entrenamiento previos me habían preparado para esta niña. No la comprendía. ¿Interactuaba con todo el mundo como si lo único que esperaran obtener de ella fuera sexo, incluso las mujeres y las niñas? ¿Era esa la única manera que conocía para hacer amigos? ¿Su comportamiento agresivo e impulsivo en el colegio estaba relacionado con esto? ¿Pensaba que la estaba rechazando? Y, de ser así, ¿cómo le afectaría? Era 1987. Era profesor de Psiquiatría Infantil y Adolescente en la Universidad de Chicago y tenía por delante los dos años finales en una de las mejores formaciones médicas del país. Llevaba casi doce años de formación posuniversitaria. Tenía un doctorado en Medicina y había concluido una residencia de tres años en psiquiatría médica y general. Dirigía un laboratorio dedicado a la investigación de neurobiología básica que estudiaba los sistemas de respuesta al estrés en el cerebro. Había aprendido todo lo relativo a las células cerebrales y a los sistemas del cerebro y la complejidad de sus redes y sustancias químicas. Llevaba años tratando de comprender la mente humana. Y, después de tanto tiempo, todo cuanto se me ocurrió hacer fue sentarme con Tina en una mesita que tenía en mi despacho y ofrecerle una caja de lápices de colores y un libro para colorear. Ella lo abrió y se puso a pasar las páginas. —¿Puedo colorear este? —preguntó suavemente. Era evidente que no estaba segura de qué debía hacer en aquella situación extraña. —Por supuesto —dije—. ¿De qué color le pinto el vestido? ¿Azul o rojo? —Rojo. —De acuerdo. Tina sostuvo la página que acababa de colorear como si esperara obtener mi aprobación. —Qué bonito. Tina sonrió. Nos pasamos los siguientes cuarenta minutos sentados en el suelo, uno al lado del otro, coloreando en silencio, echándonos hacia delante para coger tal o cual color, enseñándonos nuestros progresos y tratando de acostumbrarnos a estar en el mismo espacio con una persona extraña. Al finalizar la sesión, acompañé a Tina a la sala de espera de la clínica. Su madre sujetaba a un bebé mientras hablaba con su hijo de cuatro años. Sara me dio las gracias y concertamos una nueva visita para la semana siguiente. Cuando se marcharon, supe que necesitaba hablar con un supervisor con más experiencia que fuera capaz de ayudarme a descifrar cómo ayudar a aquella niña tan pequeña. El término «supervisión» en programas de formación de salud mental resulta engañoso. El tiempo que pasé como médico interno aprendiendo a colocar una vía central, ejecutar un código o extraer sangre, conté con la presencia de médicos más mayores y experimentados que me orientaban, me regañaban, me asistían y me enseñaban. Frecuentemente recibía evaluaciones inmediatas, generalmente negativas. Y, aunque era cierto que seguíamos el modelo «observar uno, hacer uno, enseñar uno», siempre contábamos con la ayuda de un médico superior con más experiencia durante cualquier interacción con pacientes. Sin embargo, en psiquiatría no ocurría lo mismo. Durante mi formación, cada vez que trataba a un paciente, o a un paciente y a su familia, casi siempre trabajaba solo. Tras la visita del paciente —a menudo tras múltiples visitas— discutía el caso con mi supervisor. Durante su formación, un médico residente de psiquiatría infantil típicamente cuenta con diversos supervisores para guiarlo a lo largo de su trabajo clínico. Era habitual presentar el mismo niño o asunto a múltiples supervisores para así reunir sus diferentes impresiones y sacar provecho de sus distintas y, con suerte, complementarias percepciones. Resulta un proceso interesante que tiene notables puntos fuertes, pero, al mismo tiempo, presenta algunas deficiencias claras, como yo mismo estaba a punto de descubrir. Le presenté el caso de Tina a mi primer supervisor, el Dr. Robert Stine,*2 un intelectual joven y serio que se formaba para convertirse en psicoanalista. Llevaba barba y daba la impresión de que cada día iba vestido igual: traje negro, corbata negra y camisa blanca. Parecía mucho más inteligente que yo. Empleaba el argot psiquiátrico con total naturalidad: «introyecto materno», «relaciones objetales», «contratransferencia», «fijación oral»... Siempre que lo hacía, le miraba a los ojos y trataba de parecer debidamente serio y reflexivo, y me dedicaba a asentir con la cabeza como dando a entender lo mucho que sus comentarios me aclaraban las cosas: «Ah, sí. Claro. Lo tendré en cuenta». Pero lo que en realidad estaba pensando era: «¿De qué diablos está hablando?». Le ofrecí una presentación breve pero formal del caso de Tina: describí los síntomas de la niña, su historia, su familia y las quejas del colegio. También le detallé los elementos fundamentales de mi primera visita con ella. El Dr. Stine tomó notas. Cuando terminé, dijo: —Y bien, ¿qué es lo que piensa que le pasa? Yo no tenía ni idea. —No estoy seguro —contesté con imprecisión. La formación médica enseña a los jóvenes estudiantes a actuar como si fueran mucho menos ignorantes de lo que en realidad son, y les aseguro que yo era ignorante. El Dr. Stine se dio cuenta y sugirió que utilizáramos una guía de diagnóstico para trastornos psiquiátricos, el Manual diagnóstico y estadístico de trastornos mentales.3 En aquel momento estaba vigente el DSM III. Este manual se revisa aproximadamente cada diez años para incluir las actualizaciones que se hayan producido en el campo de la investigación y nuevas ideas sobre trastornos. Se trata de un procedimiento guiado por principios objetivos, pero es muy susceptible a procesos sociopolíticos y no científicos. Por ejemplo, la homosexualidad solía considerarse un «trastorno» en el DSM, mientras que ahora ya no aparece. En cualquier caso, el principal problema del DSM — hasta el día de hoy— es que se trata de un catálogo de trastornos basados en listas de síntomas. Se parece a un manual de ordenador que hubiese sido escrito por un comité sin conocimientos del hardware ni del software de la propia máquina, un manual que intentara determinar la causa y la cura para los problemas del ordenador pidiéndote que tuvieras en cuenta los sonidos que hace. Gracias a mi propia formación y labor investigadora, sabía que los sistemas de esa «máquina» —en este caso, el cerebro humano— son muy complejos. Por consiguiente, tenía la impresión de que un número indefinido de problemas diversos y propios podrían llegar a causar el mismo «resultado». Sin embargo, esto es algo que el DSM no tiene en cuenta. —De modo que se muestra distraída, tiene un problema con la disciplina, es impulsiva, desobediente, presenta un comportamiento oposicional desafiante y tiene problemas con sus compañeros. Cumple los criterios de diagnóstico del trastorno por déficit de atención y trastorno de oposición desafiante —apuntó el Dr. Stine. —Sí, supongo —dije. Pero en realidad no estaba nada convencido. Lo que Tina experimentaba era algo más, o algo diferente, a lo que describían todas aquellas etiquetas diagnósticas. A raíz de mis investigaciones sobre el cerebro sabía que los sistemas implicados en el control y la concentración de nuestra atención eran especialmente complejos. También sabía que podrían verse influidos por numerosos factores genéticos y ambientales. Etiquetar a Tina como «desafiante», ¿no resultaba engañoso teniendo en cuenta que había muchas probabilidades de que su «desobediencia» fuera una consecuencia de los abusos que había sufrido? ¿Y qué pasaba con la confusión que la llevaba a pensar que un comportamiento sexual en público, tanto con adultos como con compañeros del colegio, era normal? ¿Y con los retrasos que presentaba en el habla y lenguaje? Por último, si en verdad tenía trastorno de déficit de atención (TDA), ¿no sería el abuso sexual un factor importante a la hora de entender cómo tratar a alguien como ella? No obstante, no planteé ninguna de estas cuestiones. Simplemente me quedé mirando al Dr. Stine mientras asentía como si estuviera absorbiendo todo lo que él me enseñaba. —Investigue la psicofarmacología para TDA —me aconsejó—. Volveremos a vernos la semana que viene para seguir profundizando en este caso. Después de hablar con el Dr. Stine me sentí confuso y decepcionado. ¿En esto consistía ser un psiquiatra infantil? Me había formado en psiquiatría general (para adultos) y conocía bien las limitaciones de la supervisión y las limitaciones de nuestro enfoque diagnóstico, pero no estaba en absoluto familiarizado con los problemas generalizados de los niños que trataba. Estaban marginados socialmente, mostraban retrasos en el desarrollo, habían sufrido profundos daños y llegaban a nuestra clínica para que pudiéramos «arreglar» cosas que, a mí entender, no parecían reparables con las herramientas que teníamos a nuestra disposición. ¿Cómo iban a cambiar unas cuantas horas al mes y una receta médica la mentalidad y el comportamiento de Tina? ¿De verdad creía el Dr. Stine que el Ritalín o algún otro medicamento empleado en el tratamiento de los síntomas del TDA podrían resolver los problemas de esta niña? Afortunadamente, además del Dr. Stine tenía otro supervisor: un hombre sabio y maravilloso, un verdadero gigante en el campo de la psiquiatría, el Dr. Jarl Dyrud. Era de Dakota del Norte, como yo, y congeniamos al instante. El Dr. Dyrud, lo mismo que el Dr. Stine, se había formado en el método analítico. Sin embargo, también tenía a sus espaldas años de experiencia en la vida real intentando comprender y ayudar a las personas. Había permitido que fueran estas experiencias, y no solo las teorías de Freud, las que moldearan su perspectiva de las cosas. Escuchó con atención la descripción que yo le ofrecí del caso de Tina. Al acabar, me sonrió y dijo: —¿Te gustó ponerte a colorear con ella? Me quedé pensativo un minuto y repuse: —Sí. Me gustó. —Es un comienzo estupendo. Cuénteme más —concluyó el Dr. Dyrud. Empecé a elaborar una lista con los síntomas de Tina y las quejas que los adultos habían expresado sobre su comportamiento. —No, no. Hábleme de ella, no de sus síntomas. —¿A qué se refiere? —¿Dónde vive? ¿Cómo es su casa? ¿A qué hora se va a la cama, qué hace durante el día? Hábleme de ella. Tuve que admitir que no conocía la respuesta a ninguna de estas cuestiones. —Dedique un tiempo a conocerla, a ella, no a sus síntomas. Averigüe cómo es su vida —me aconsejó. En las sesiones siguientes, Tina y yo nos dedicamos a colorear o a jugar a cosas sencillas y a hablar de lo que le gustaba hacer. Siempre que le pregunto a niños como Tina qué quieren ser de mayores, a menudo empiezan a responder diciendo: «Si crezco…», porque, por la cantidad de muertes reales y violencia doméstica que han visto en sus casas y vecindarios, alcanzar la edad adulta les resulta incierto. En nuestras conversaciones, había veces en las que Tina me decía que quería ser profesora y otras en las que decía que quería ser peluquera, con la normalidad habitual de sueños rápidamente cambiantes de una niña de su edad. Pero, a medida que discutíamos los detalles de todos aquellos objetivos diversos, pasó algún tiempo hasta que fui capaz de ayudarle a identificar el futuro como algo que podía planearse, predecirse e incluso cambiar, en lugar de una serie de acontecimientos inesperados que simplemente le pasan a uno. También hablé con su madre sobre el comportamiento de Tina en el colegio y en casa, y fui descubriendo más cosas sobre su vida. Por supuesto, estaba la rutina diaria de ir a clase. Después del colegio, por desgracia, solía haber unas cuantas horas entre el momento en que Tina y su hermano pequeño llegaban a casa y la hora a la que Sara volvía del trabajo. Sus hijos debían llamarla para que supiera que ya estaban en casa, y había vecinos cerca que podían avisarla en caso de emergencia, pero no quería correr el riesgo de que Tina y su hermano tuvieran más cuidadores que abusaran de ellos. De modo que los niños se quedaban solos en casa y, aunque normalmente veían la televisión, Sara admitía que en ocasiones, a causa de las experiencias que ambos habían sufrido, reproducían comportamientos sexuales. Sara estaba lejos de ser una madre irresponsable, pero trabajar para alimentar a tres niños pequeños a menudo la dejaba exhausta, abrumada y desmoralizada. Cualquier progenitor se habría visto en apuros para hacer frente a las necesidades emocionales de unos niños traumatizados como ellos. La familia disponía de poco tiempo para jugar o simplemente para estar juntos. Como sucede en muchas familias económicamente impedidas, siempre había alguna necesidad apremiante o alguna emergencia emocional, médica o económica que requería atención inmediata para evitar un desastre total, como quedarse sin hogar, la pérdida de un trabajo o deudas agobiantes. A medida que mi trabajo con Tina continuaba, Sara siempre me sonreía nada más verme. La hora de terapia de Tina era el único momento de la semana en el que no tenía que hacer nada más salvo estar con sus otros hijos. Tina salía corriendo hacia mi despacho mientras yo me quedaba un momento haciendo el tonto con su hermano pequeño (él también asistía a terapia, pero con otra persona y a otra hora) y sonriendo al bebé. Una vez que me había asegurado de que se habían instalado en la sala de espera y de que estarían ocupados con algo, volvía a reunirme con Tina, que me esperaba sentada en su sillita. —¿Qué vamos a hacer hoy? —preguntaba mientras echaba un vistazo a los juegos, a los libros de colorear y a los juguetes que previamente habría cogido de mis estanterías y colocado encima de la mesa. Yo simulaba que me ponía a pensar seriamente y ella me miraba expectante. Entonces mis ojos se posaban sobre algún juego que hubiera sobre la mesa y decía: «Hum. ¿Por qué no jugamos a Operación?». Tina se reía: «¡Sí!». Dejaba que fuese ella la que dirigiera el juego. Yo iba introduciendo nuevos conceptos, como esperar y pensar antes de decidir el siguiente paso. De vez en cuando Tina compartía espontáneamente conmigo algún hecho, esperanza o miedo. Yo le hacía preguntas para obtener una mayor claridad. Después ella volvía a dirigir nuestra interacción al juego. Y así, semana a semana, poco a poco fui conociéndola. Sin embargo, más adelante aquel mismo otoño, Tina llegó tarde a terapia varias semanas seguidas. Como nuestras sesiones no duraban más que una hora, esto significaba que a veces solo disponíamos de veinte minutos. Cometí el error de mencionárselo al Dr. Stine durante una puesta al día sobre el caso. Arqueó las cejas y me observó. Parecía decepcionado. —¿Qué le parece que pasa aquí? —No estoy seguro. La madre parece estar desbordada. —Tiene que interpretar la resistencia. —Ah. De acuerdo. ¿De qué diablos estaba hablando? ¿Sugería que Tina no quería venir a terapia y que de alguna manera obligaba a su madre a llegar tarde? —¿Se refiere a la resistencia de Tina o a la de su madre? —pregunté. —La madre ha puesto a sus hijos en peligro. Es posible que esté resentida por la atención que recibe su hija. Es posible que quiera que permanezca dañada —dijo. —Oh —respondí, sin saber qué pensar. Sabía que los terapeutas a menudo interpretan el hecho de llegar tarde a terapia como un signo de «resistencia» al cambio, pero aquello empezaba a resultarme absurdo, especialmente en aquel caso en particular. La idea no dejaba ningún espacio a la casualidad genuina y daba la impresión de que iba más allá de lo razonable para culpar a alguien como la madre de Tina, que, hasta donde yo podía asegurar, hacía todo lo posible por conseguir ayuda para su hija. Estaba claro que le resultaba difícil llegar hasta la clínica. Para venir al centro médico tenía que tomar tres autobuses diferentes, los cuales solían ir con retraso durante el brutal invierno de Chicago; no contaba con ningún servicio de puericultura, por lo que tenía que venir con todos sus hijos; en ocasiones debía pedir dinero prestado para el viaje en autobús. Me parecía que se encontraba en una situación extremadamente difícil y que estaba haciendo todo cuanto podía. Poco después, cuando salía de la clínica una noche helada, vi a Tina y a su familia esperando en la parada de autobús para volver a casa. La calle estaba oscura y podía ver cómo la nieve caía lentamente a través de la tenue luz de una farola cercana. Sara sujetaba al bebé y Tina estaba sentada junto a su hermano en el banco bajo la lámpara de calor de la parada, muy juntos el uno del otro, cogidos de la mano y moviendo las piernas hacia delante y hacia atrás. No les llegaban los pies al suelo y se balanceaban al mismo ritmo. Eran las 18:45. Hacía un frío glacial. No llegarían a su casa como mínimo en otra hora. Detuve el coche donde no pudieran verme y los observé, deseando que el autobús apareciera pronto. Me sentía culpable mirándolos desde el coche, donde no hacía ningún frío. Pensé que debía llevarlos a casa, pero en el campo de la psiquiatría se presta mucha atención a los límites. Se consideran muros infranqueables entre paciente y doctor, fronteras estrictas que definen con claridad las relaciones en la vida de personas que, de lo contrario, frecuentemente carecen de este tipo de estructura. Era un regla que siempre me había parecido lógica pero que, como muchas otras nociones terapéuticas que se habían desarrollado a base del trabajo con adultos neuróticos de clase media, en aquel caso no parecía encajar. Cuando al fin llegó el autobús, me sentí aliviado. A la semana siguiente, esperé mucho tiempo después de nuestra sesión para ir al coche. Intenté convencerme de que tenía papeleo que hacer, pero lo que en realidad pasaba era que no quería volver a ver a la familia esperando en el frío. No dejaba de pensar qué podía haber de malo en el simple acto humano de llevar a alguien a casa cuando fuera hacía frío. ¿De verdad podía interferir en el proceso terapéutico? Mis pensamientos iban y venían, pero mi corazón cada vez se decantaba más hacia la amabilidad. Tal y como yo lo veía, un acto sincero y amable era capaz de tener más impacto terapéutico que cualquiera de las posturas emocionalmente reguladas y artificiales que tan a menudo caracterizan el concepto de «terapia». Era pleno invierno en Chicago y el frío era terrible. Terminé diciéndome que, si volvía a ver a la familia, les llevaría a casa. Era lo correcto. Y una noche de diciembre, al salir del trabajo, pasé conduciendo junto a la parada de autobús y ahí estaban. Les ofrecí llevarlos a casa. Al principio Sara no aceptó arguyendo que antes de ir a casa tenían que parar en una tienda para hacer algunas compras. De perdidos al río, me dije, y le ofrecí llevarles también a la tienda. Después de dudar un poco, aceptó y todos se apiñaron en mi Toyota Corolla. A kilómetros de distancia del centro médico, Sara señaló una tienda y yo detuve el coche. Tenía al bebé, que dormía, en brazos, y me miró: no sabía si debía ir a la tienda con todos sus hijos. —Deja que yo sujete al bebé. Te esperamos aquí —dije con decisión. Estuvo en la tienda unos diez minutos. Nos pusimos a escuchar la radio. Tina cantaba con la música. Yo simplemente rezaba para que el bebé no se despertara. La mecía despacio imitando el ritmo que le había visto emplear a su madre. Sara salió de la tienda con dos bolsas muy cargadas. —Toma, quédatelas atrás y no toques nada —ordenó a su hija tras dejar las bolsas en el asiento de atrás. Cuando llegamos al edificio donde vivían, me quedé mirando cómo Sara se las apañaba para salir del coche y caminar por la acera cubierta de nieve, haciendo malabarismos con el bebé en brazos, el bolso y una de las bolsas de la compra. Tina trataba de cargar con la otra bolsa, pero era demasiado pesada para ella y resbaló en la nieve. Abrí la puerta del coche, salí, agarré la bolsa de Tina y también la que llevaba Sara. —No. Podemos apañarnos —protestó. —Ya sé que podéis, pero esta noche yo puedo ayudar. Sara me miró, insegura sobre cómo manejar el asunto. Intuí que intentaba decidir si aquello era simple amabilidad o algo más siniestro. Parecía avergonzada. Yo desde luego lo estaba, pero seguía pensando que lo correcto era echarles una mano. Subimos todos juntos los tres tramos de escaleras hasta su apartamento. La madre de Tina sacó las llaves y abrió tres cerraduras, todo sin perturbar el sueño del bebé. Pensé en lo difícil que debía de ser la vida de aquella madre que cuidaba sola de sus tres hijos, sin dinero, solo con trabajos episódicos y a menudo tediosos y sin su familia extensa cerca. Me quedé en el umbral sujetando las bolsas para no importunar. —Puedes dejarlas encima de la mesa —me señaló Sara mientras se dirigía a la parte de atrás del piso de una sola habitación para colocar al bebé en un colchón que estaba pegado a la pared. Alcancé la mesa de la cocina con dos zancadas. Dejé las bolsas y eché un vistazo al espacio. Había un sofá frente a un televisor a color y una mesa baja con varias tazas y platos sucios. Junto a la pequeña cocina había una mesita con tres sillas desparejadas y un paquete de pan de molde y un tarro de mantequilla de cacahuete encima. En el suelo había un colchón doble con mantas y almohadas cuidadosamente dobladas en uno de los extremos. Había ropa y periódicos desperdigados por todas partes. En la pared colgaba una fotografía de Martin Luther King Jr. y a los lados había dos retratos escolares de colores brillantes de Tina y de su hermano. En otra pared había colgada una foto ligeramente torcida de Sara con el bebé. Era una estancia cálida. Sara se quedó de pie y, claramente nerviosa, dijo: —Gracias por traernos. Le aseguré que no había sido ninguna molestia. Fue una situación muy incómoda. —Hasta la semana que viene —dije, saliendo por la puerta. Tina me dijo adiós con la mano. Ella y su hermano estaban guardando la compra. Se portaban mejor que muchos de los niños que yo había visto en circunstancias mucho mejores; parecía que no les quedaba más remedio. Durante el camino de vuelta a casa atravesé algunos de los barrios más pobres de Chicago. Me sentía culpable. Culpable por la suerte, las oportunidades, los recursos y los dones que me habían sido concedidos, culpable por todas las veces que me había quejado por trabajar demasiado o por no obtener reconocimiento por algo que había hecho. Al mismo tiempo sentía que sabía mucho más sobre Tina. Había crecido en un mundo completamente diferente al mío y, de alguna manera, eso tenía que estar relacionado con los problemas que habían hecho que viniera a verme. No sabía con exactitud qué era, pero sabía que aquello que había moldeado su salud física, social, conductual y emocional tenía que ver con el mundo en el que había crecido y vivido. Después, por supuesto, me asustó la idea de contarle a nadie lo que había hecho, que había llevado en coche a casa a una paciente y a su familia. Peor aún, que de camino habíamos parado en una tienda y que les había ayudado a subir las bolsas de la compra al apartamento. Sin embargo, a una parte de mí todas estas dudas le daban igual. Sabía que había hecho lo correcto. No se puede dejar a una madre joven con dos hijos pequeños y un bebé en mitad del frío. Esperé dos semanas y la siguiente vez que me reuní con el Dr. Dyrud, no pude callarlo más: —Los vi esperando al autobús y hacía frío, así que los llevé a casa. Estaba muy nervioso y no hacía más que mirarle para ver cuál era su reacción, igual que la madre de Tina había hecho conmigo. Se rio a medida que narraba el alcance de mi transgresión. Al terminar, aplaudió y dijo: —¡Fantástico! Deberíamos hacer una visita a domicilio a todos nuestros pacientes. Sonrió y se recostó en la silla. —Tiene mucha razón. Me quedé estupefacto. En un instante, la sonrisa del Dr. Dyrud y la alegría que reflejaba su rostro me liberaron de dos semanas de acuciante culpabilidad. Cuando me preguntó qué era lo que había aprendido, le dije que un momento en aquel piso minúsculo me había aportado más información sobre los retos a los que se enfrentaban Tina y su familia que todo lo que habría podido saber tras cualquiera de las sesiones o entrevistas in situ. Más adelante en aquel primer año de mi residencia en psiquiatría, Sara y su familia se mudaron a un apartamento más próximo al centro médico. Tardaban veinte minutos en llegar en autobús. Terminaron los retrasos. Dejó de haber «resistencia». Seguimos viéndonos una vez a la semana. La sabiduría del dr. dyrud y su tutoría continuaron siendo liberadores para mí. Al igual que otros profesores, médicos clínicos e investigadores que me han inspirado, fomentaba la exploración, la curiosidad y la reflexión, pero lo más importante es que me dio el coraje para cuestionar las creencias existentes. Tomando cosas por aquí y por allá de cada uno de mis mentores, comencé a desarrollar un enfoque terapéutico que intentaba explicar los problemas conductuales y emocionales como síntomas de una disfunción cerebral. En 1987, la psiquiatría infantil todavía no había aceptado la neurociencia con los brazos abiertos. De hecho, el enorme aumento en la investigación del cerebro y del desarrollo cerebral que se inició en la década de los ochenta y se disparó en la de los noventa («la década del cerebro») aún no había tenido lugar, por lo que su influencia en la práctica clínica era mínima. Por el contrario, existía una oposición activa por parte de numerosos psicólogos y psiquiatras para considerar el comportamiento humano desde una perspectiva biológica. Un enfoque de este tipo se consideraba mecánico y deshumanizador, como si reducir el comportamiento a correlatos biológicos, en vez de considerar factores ambientales como la pobreza, significara automáticamente que todo estaba originado por los genes sin que hubiera espacio para la voluntad propia y la creatividad. Peor acogida incluso recibían las ideas evolucionarias, que eran vistas como teorías que suponían un retroceso racista y sexista al racionalizar el statu quo y reducir las acciones humanas a meros instintos animales. Puesto que acababa de empezar en el campo de la psiquiatría infantil, todavía no confiaba en mi propia capacidad para pensar de forma independiente, para procesar e interpretar adecuadamente lo que veía. ¿Cómo podía estar en lo cierto cuando ninguno de los demás psiquiatras establecidos, las estrellas, mis mentores, hablaban ni enseñaban ninguna de estas cosas? Por fortuna, el Dr. Dyrud y algunos de mis otros tutores fomentaron mi tendencia a desplegar la neurociencia en mis pensamientos clínicos sobre Tina y otros pacientes. ¿Qué ocurría dentro del cerebro de Tina? ¿Qué tenía de diferente su cerebro, que la volvía más impulsiva y distraída que a otras niñas de su edad? ¿Qué había sucedido en su cerebro, el cual, en el momento de sufrir aquellos abusos sexuales y anormales cuando era poco mayor que un bebé, se encontraba en una fase de rápido desarrollo? ¿Se había visto afectada por la tensión de la pobreza? ¿Y a qué se debían sus retrasos en el habla y el lenguaje? El Dr. Dyrud solía apuntar a su cabeza mientras decía: «La respuesta está aquí dentro, en alguna parte». Mi introducción a la neurociencia había comenzado durante mi primer año de universidad. El primer consejero universitario que tuve, el Dr. Seymour Levine, un neuroendocrino de fama mundial, había llevado a cabo una labor pionera en el impacto del estrés durante las primeras etapas de la vida, un trabajo que había contribuido a dar forma a todos mis pensamientos posteriores. Su trabajo me ayudó a conocer cómo las influencias tempranas pueden dejar literalmente huellas en el cerebro capaces de durar toda la vida. Levine había realizado una serie de experimentos con ratas en los que examinaba el desarrollo de importantes sistemas hormonales relacionados con el estrés. El trabajo de su grupo demostraba que la biología y la función de aquellos importantes sistemas podían verse alteradas por periodos breves de estrés durante las primeras etapas de la vida. La biología no consiste únicamente en la ejecución genética de alguna clase de guion inalterable. Es sensible al mundo que la rodea, tal y como predijeron las teorías evolutivas. En algunos de los experimentos, la duración del estrés solo fue de unos pocos minutos, por lo que supusieron escasos momentos de manipulación humana con crías de rata que resultaron altamente estresantes para ellas. Pero esta breve experiencia estresante ocurrida en un momento clave del desarrollo del cerebro produjo alteraciones en los sistemas de hormonas relacionadas con el estrés que perduraron hasta la edad adulta. Por tanto, desde el primer momento en que inicié mi educación académica en este campo, fui consciente del impacto transformativo de las primeras experiencias de vida. Esto se convirtió en el patrón con el que comparar todos los conceptos subsiguientes. A menudo, en el laboratorio, me ponía a pensar en Tina y en el resto de niños con los que trabajaba. Me obligaba a estudiar el problema: ¿qué es lo que sé? ¿Qué información me falta? ¿Es posible conectar lo que sé y lo que no? ¿Venir a verme supone alguna diferencia en las vidas de estos niños? Al tiempo que pensaba en mis pacientes, consideraba sus síntomas: ¿por qué aquellos síntomas en particular en aquel niño en particular? ¿Cómo podía cambiarles el hecho de recibir ayuda? ¿Podría explicarse su comportamiento a partir de algo que los demás científicos de este campo y yo estábamos investigando con respecto al funcionamiento del cerebro? Por ejemplo, ¿podría el estudio de la neurobiología del apego —la conexión entre progenitor e hijo— ayudar a solucionar problemas entre una madre y su hijo? ¿Sería posible explicar ideas freudianas como la transferencia —donde un paciente proyecta los sentimientos hacia sus padres en otras relaciones, en particular en la relación con su terapeuta— examinando el funcionamiento del cerebro? Estaba convencido de que tenía que haber algún nexo. Solo porque todavía no pudiéramos describirla o comprenderla, tenía que existir una correlación entre lo que sucedía en el cerebro y cada síntoma y fenómeno humano. Al fin y al cabo, el cerebro humano es el órgano que media en todas las emociones, pensamientos y comportamientos. En contraste con otros órganos especializados del cuerpo humano, como el corazón, los pulmones o el páncreas, el cerebro es el responsable de miles de funciones complejas. Cuando tienes una buena idea, te enamoras, te caes por las escaleras, te falta el aire al subir las escaleras, te derrites ante la sonrisa de tu hijo, te ríes de un chiste, tienes hambre y te sientes lleno, todas estas experiencias y todas tus respuestas a estas experiencias vienen reguladas por el cerebro. Por consiguiente, las dificultades de Tina con el habla y el lenguaje, la impulsividad, la falta de atención o de relaciones saludables también afectaban al cerebro. Pero ¿qué parte de su cerebro? Y, además, ¿entender esto me ayudaría a tratarla de un modo más eficaz? ¿Cuál de las regiones del cerebro de Tina, redes neuronales o sistemas neurotransmisores contaban con escasa regulación o estaban subdesarrollados o desorganizados? ¿Y cómo podría ayudarme esta información con la terapia de Tina? Para dar respuesta a estas cuestiones tenía que empezar con lo que entonces ya conocía. Las extraordinarias capacidades funcionales del cerebro proceden de un conjunto de estructuras igualmente extraordinarias. El ser humano tiene 100 billones de neuronas (células cerebrales) y por cada neurona hay diez células de soporte igual de importantes llamadas células gliales. Durante el desarrollo —desde los primeros instantes en el útero a la adolescencia temprana— todas estas complicadas células (y las hay de diferentes tipos) deben organizarse en redes especializadas. Esto resulta en la formación de incontables sistemas estrechamente interconectados y altamente especializados. Estas cadenas y redes neuronales conectadas crean la variada arquitectura del cerebro. Para nuestros propósitos, en el encéfalo hay cuatro partes fundamentales: el tronco encefálico, el diencéfalo, el sistema límbico y la corteza cerebral. El cerebro está organizado de dentro afuera, como una casa con incorporaciones cada vez más complicadas construidas sobre los viejos cimientos. Las regiones inferiores y más centrales correspondientes al tronco encefálico y al diencéfalo son las más simples. Evolucionaron antes y son las primeras en desarrollarse a medida que un niño va creciendo. Conforme vamos subiendo y nos movemos hacia el exterior, aumenta la complejidad al llegar al sistema límbico. La corteza cerebral, el mayor logro de la arquitectura del cerebro, es todavía más intrincada. Compartimos una organización similar de nuestras regiones cerebrales inferiores con criaturas tan primitivas como las lagartijas, mientras que las regiones centrales son parecidas a las que pueden encontrarse en mamíferos como gatos y perros. Únicamente compartimos las áreas externas con otros primates, como los monos y los grandes simios. La parte exclusivamente humana del cerebro es la corteza frontal, ¡aunque compartimos hasta un 96 por ciento de su organización con los chimpancés! Nuestras cuatro áreas cerebrales están organizadas de forma jerárquica: de abajo arriba y de dentro afuera. Una buena manera de imaginárselo es con un pequeño fajo de billetes. Dóblalos por la mitad, colócalos en la palma de la mano y haz el típico gesto de autoestopista, con el pulgar apuntando hacia arriba. Ahora, gira el puño para hacer el gesto de desaprobación, con el pulgar hacia abajo. El pulgar representa el tronco encefálico, y la punta sería donde la médula espinal se une con él; la parte más carnosa del pulgar sería el diencéfalo; los billetes plegados en el interior del puño, cubiertos por los dedos y la mano, serían el sistema límbico; y los dedos y la mano que rodean los billetes representan la corteza cerebral. Al observar el cerebro humano, el sistema límbico es completamente interno, no es posible verlo desde fuera, igual que no es posible ver los billetes. El meñique, orientado para estar en la parte más alta y adelantada, sería la corteza frontal. A pesar de estar interconectadas, cada una de estas cuatro áreas principales controla un conjunto de funciones distinto. El tronco encefálico, por ejemplo, es el encargado de mediar nuestras funciones reguladoras básicas, como la temperatura corporal, el ritmo cardiaco, la respiración y la presión arterial. El diencéfalo y el sistema límbico gestionan las respuestas emocionales que guían nuestro comportamiento, como el miedo, el odio, el amor o la alegría. La parte superior del cerebro, la corteza cerebral, regula las funciones más complejas y altamente humanas, como el habla y el lenguaje, el pensamiento abstracto, la planificación y la capacidad de decisión deliberada. Todas ellas trabajan al unísono, como una orquesta sinfónica, de modo que, a pesar de tener capacidades especializadas, ningún sistema es el único responsable del sonido de la «música» que se oye. Los síntomas de Tina sugerían anomalías en casi todas las partes de su cerebro. Tenía problemas de atención y sueño (tronco encefálico), dificultades con el control de la motricidad fina y de coordinación (diencéfalo y corteza cerebral), evidentes retrasos y déficits relacionales y sociales (sistema límbico y corteza cerebral) y problemas en el habla y en el lenguaje (corteza cerebral). Esta distribución generalizada de problemas nos ofrecía una pista muy importante. Mis investigaciones —y las de cientos de otros— indicaban que todos los problemas de Tina podían estar relacionados con un conjunto de sistemas neuronales, aquellos involucrados en ayudar al ser humano a hacer frente a las tensiones y a las amenazas. Casualmente, eran los mismos sistemas que yo estudiaba en el laboratorio. Había dos motivos principales por los que estos sistemas me resultaban «sospechosos». El primero era que infinidad de estudios realizados en seres humanos y animales habían documentado el papel que juegan estos sistemas en la regulación de la excitación, el sueño, la atención, el apetito, el humor o los impulsos (es decir, todas las áreas en las que Tina tenía grandes problemas). La segunda razón era que estas importantes redes tienen su origen en las regiones inferiores del cerebro y envían conexiones directas al resto de áreas cerebrales. Esta arquitectura confiere un papel único a estos sistemas. Son capaces de integrar y orquestar información y señales procedentes de todos nuestros sentidos y de todas las partes del cerebro. Esta capacidad es necesaria para responder a las amenazas de un modo eficaz: si, por ejemplo, hay algún depredador merodeando, un animal necesita ser capaz de responder igual de rápido a su olor, a su sonido o a una visión directa. Asimismo, los sistemas de respuesta al estrés son solo algunos de los circuitos neuronales del cerebro que, mal gestionados o si presentan anomalías, pueden causar disfunciones en las cuatro áreas principales del cerebro, y esto era precisamente lo que yo veía que ocurría en el caso de Tina. La labor básica de la neurociencia en la que llevaba años trabajando implicaba el análisis detallado de cómo funcionaban estos sistemas. En el cerebro, las neuronas transmiten mensajes de una célula a otra utilizando mensajeros químicos llamados neurotransmisores, los cuales se liberan en unas conexiones especializadas neurona a neurona llamadas sinapsis. Estos mensajeros químicos únicamente se adhieren a ciertos sitios especializados de la neurona receptora, llamados receptores, que poseen la forma correcta, de la misma manera que solo la llave adecuada encaja en la cerradura de la puerta principal de una casa. Las conexiones sinápticas, que al mismo tiempo son asombrosamente complejas aunque elegantemente simples, crean cadenas de redes neurona a neurona que permiten todas las numerosas funciones cerebrales, incluidos pensamientos, sentimientos, movimientos, sensaciones y percepciones. Esto también permite que nos afecten las drogas, ya que los medicamentos más psicoactivos funcionan como copias de llaves, encajando en cerraduras destinadas a ser abiertas por determinados neurotransmisores y engañando al cerebro para abrir o cerrar sus puertas. Llevé a cabo mi investigación doctoral en neurofarmacología en el laboratorio del Dr. David U’Prichard, que a su vez había estudiado con el Dr. Solomon Snyder, un neurocientífico y psiquiatra pionero (el grupo del Dr. Snyder era célebre, entre otras muchas cosas, por haber descubierto el receptor con el que actúan las drogas opiáceas, como la heroína y la morfina). A lo largo de mi colaboración con el Dr. U’Prichard, investigué los sistemas de norepinefrina (también conocida como noradrenalina) y epinefrina (también conocida como adrenalina). Estos neurotransmisores están implicados en los mecanismos de respuesta al estrés. La clásica respuesta de «defensa o huida» comienza con un conjunto central de neuronas norepinefrinas conocidas como locus cerúleo (el «sitio azul», llamado así por su color). Estas neuronas envían señales prácticamente a todas las otras partes importantes del cerebro y le ayudan a responder ante situaciones estresantes. Parte de mi trabajo con el Dr. U’Prichard incluía dos cepas de ratas, que son animales de la misma especie que presentan ligeras diferencias. Aquellas ratas parecían y actuaban exactamente igual en situaciones normales, pero incluso el estrés más moderado podía causar colapsos en una de las cepas. En condiciones más tranquilas, aquellas ratas eran capaces de aprender laberintos, pero la aplicación del más mínimo estrés las desarmaba y olvidaban todo lo aprendido. Las otras ratas permanecían inmunes. Al examinar sus cerebros encontramos que en las primeras etapas del desarrollo de las ratas reactivas al estrés, se había producido una sobrestimulación en sus sistemas de adrenalina y noradrenalina. Este pequeño cambio había conducido a una avalancha de anomalías en cuanto al número de receptores, la sensibilidad y la actividad en numerosas áreas del cerebro, y en último término había alterado su capacidad para responder adecuadamente al estrés para toda la vida. Yo no contaba con la evidencia de que Tina fuera genéticamente «hipersensible» al estrés. No obstante, lo que sí sabía era que las amenazas y los abusos sexuales que Tina había experimentado sin lugar a duda habían provocado una activación intensa y repetitiva de sus sistemas neuronales de respuesta al estrés por sensación de amenaza. Recordé el trabajo de Levine, que había demostrado que una experiencia estresante de tan solo unos pocos minutos en las primeras etapas de vida podía modificar la respuesta al estrés de una rata para siempre. La duración de los abusos que Tina había sufrido era mucho mayor —había sido sido víctima de abusos sexuales al menos una vez a la semana durante dos años— y esto se había visto agravado por la tensión de vivir en un estado de crisis constante en una familia que a menudo se encontraba al borde del abismo económico. Me di cuenta de que si tanto la genética como el medio ambiente podían producir síntomas disfuncionales similares, los efectos de un entorno estresante en una persona que, de entrada, fuera genéticamente sensible al estrés, probablemente podrían multiplicarse. Mientras continuaba trabajando a la vez con Tina y en el laboratorio, llegué a la conclusión de que, en el caso de Tina, la activación repetida de sus sistemas de respuesta al estrés a causa de un trauma padecido a una edad temprana, cuando su cerebro aún se estaba desarrollando, seguramente había provocado un aluvión de receptores alterados, sensibilidad y disfunción por todo el cerebro, parecido a lo que había podido observar en modelos animales. En consecuencia, empecé a pensar que los síntomas de Tina eran el resultado de un trauma acaecido durante el desarrollo. Sus problemas de atención e impulsividad podían deberse a una modificación en la organización de sus redes neuronales de respuesta al estrés, un cambio que quizá en algún momento le había ayudado a soportar los abusos, pero que en aquel momento estaba dando lugar a una conducta de agresividad y falta de interés en el colegio. Tenía sentido: una persona con un sistema de estrés hiperactivo prestaría suma atención a las caras de los profesores o los compañeros, donde era posible que acechara el peligro, pero no a aspectos benignos de la interacción, como las lecciones. Una mayor conciencia de las amenazas potenciales también podría hacer que alguien como Tina fuera propensa a las peleas, puesto que por todas partes buscaría señales de un posible nuevo ataque; podía llevarla a reaccionar exageradamente ante la más mínima señal potencial de agresión. Esta parecía una explicación mucho más plausible para los problemas de Tina que asumir que sus problemas de atención eran fortuitos y que de ninguna manera estaban relacionados con los abusos. Volví a revisar su historial y vi que en su primera visita a la clínica su frecuencia cardiaca había sido de 112 latidos por minuto. La frecuencia cardiaca normal para una niña de su edad debería haber sido inferior a 100. Una frecuencia cardiaca elevada puede ser un indicativo de una respuesta al estrés sistemáticamente activa, lo que proporcionaba más evidencia a mi idea de que sus problemas eran un resultado directo de cómo su cerebro respondía al abuso. Si en ese momento hubiera tenido que ponerle una etiqueta a Tina, no habría sido TDA, sino trastorno por estrés postraumático (TEPT). A lo largo de los tres años que trabajé con Tina, su aparente progreso me alegraba y me tranquilizaba. No hubo más informes sobre comportamiento «inapropiado» en el colegio. Hacía los deberes, asistía a clase y había dejado de pelearse con sus compañeros. Su habla mejoró; la mayoría de sus problemas habían estado relacionados con el hecho de que hablaba con una voz tan suave que tanto a los profesores como a su madre a menudo les costaba oírle lo bastante bien como para entender lo que decía, y mucho menos corregir su pronunciación. A medida que aprendió a hablar más alto, fueron hablándole más y empezó a recibir comentarios correctivos de forma repetida, hasta que logró ponerse al día. También se volvió más atenta y menos impulsiva, y lo hizo tan rápido, de hecho, que ni siquiera llegué a discutir ninguna clase de medicación con mis supervisores después de aquella conversación inicial con el Dr. Stine. Tina era la que conducía los juegos en nuestras sesiones, pero yo aprovechaba cualquier oportunidad para enseñarle lecciones que le ayudarían a sentirse más segura en el mundo y a comportarse de un modo más racional y apropiado. Inicialmente, aprendemos de la gente que nos rodea a controlar los impulsos y la capacidad de decidir, unas veces de lecciones explícitas y otras mediante el ejemplo. Sin embargo, Tina vivía en un ambiente en el que estas lecciones no se enseñaban ni de forma explícita ni implícita. Todos a su alrededor simplemente reaccionaban a las cosas, y ella actuaba de la misma manera. Nuestras sesiones le ofrecían la completa atención que ella anhelaba y gracias a nuestros juegos aprendía algunas de las lecciones que nunca había recibido. Por ejemplo, nada más comenzar a trabajar con Tina, descubrí que desconocía el concepto de hacer turnos. Era incapaz de esperar, actuaba y volvía a actuar sin pensar. Me comportaba con propiedad en los juegos más simples y le enseñé repetidamente a detenerse antes de hacer lo primero que se le ocurriera. Si nos basamos en su excelente progreso en el colegio, creo que de verdad logré ayudarla. Lamentablemente, sin embargo, dos semanas antes de dejar la clínica para empezar un nuevo trabajo, sorprendieron a Tina, que por aquel entonces tenía diez años, practicando una felación en el colegio a un chico más mayor. Al parecer yo no le había enseñado a cambiar su conducta, sino a esconder mejor su actividad sexual delante de los adultos, y a controlar sus impulsos para no meterse en problemas. De cara a los demás, sabía cómo hacer que pensaran que se comportaba con propiedad, pero interiormente no había superado su trauma. Al enterarme de lo sucedido, me sentí decepcionado y perplejo. No solo me había esforzado muchísimo, sino que su mejoría parecía una realidad. No fue fácil aceptar que lo que para mí había sido un esfuerzo terapéutico positivo, tuviera un resultado tan vacío. ¿Qué había pasado? O, lo que era más importante, ¿qué no había sucedido en nuestro trabajo para ayudarle a cambiar? Seguí pensando en los efectos que los traumas, junto con su vida familiar inestable, podrían haber tenido en su cerebro durante la primera infancia. Pronto me di cuenta de que era necesario expandir mi juicio en materia de salud mental clínica. Las respuestas a mi tratamiento ineficiente y fallido para Tina —y a las grandes cuestiones de la psiquiatría infantil— residían en el funcionamiento del cerebro, en cómo se desarrolla, cómo entiende y organiza el mundo, no en el cerebro tal y como se ha venido caricaturizando, como un sistema genéticamente predeterminado, rígido, que en ocasiones requiere medicación para ajustar posibles desequilibrios. Es decir, en el cerebro en toda su complejidad. No en el cerebro entendido como un agitado conjunto de «resistencias» y «desafíos» inconscientes, sino en el cerebro que ha evolucionado para responder a un mundo social complejo. Un cerebro, en resumen, cuyas predisposiciones genéticas han sido moldeadas por la evolución hasta volverse sumamente sensibles a la gente de alrededor. Es cierto que Tina había aprendido a regular mejor su sistema de respuesta al estrés; las mejoras en el control de impulsos eran buena prueba de ello. Sin embargo, sus problemas más alarmantes no tenían que ver con una mala conducta sexual. Observé que, aunque era posible solucionar algunos de los síntomas que presentaba modificando sus respuestas hiperactivas al estrés, esto no eliminaría su memoria. Empecé a intuir que lo que necesitaba comprender para conseguir avanzar en mi propósito era la memoria. Así pues, ¿qué es realmente la memoria? La mayoría de nosotros pensamos en ella en relación a nombres, caras, números de teléfono…, pero es mucho más que eso. Se trata de una propiedad básica de los sistemas biológicos. La memoria es la capacidad de seguir adelante arrastrando ciertos aspectos de la experiencia. Incluso los músculos tienen memoria, algo que puede apreciarse con los cambios que se producen en ellos como resultado del ejercicio. No obstante, y más importante aún, la memoria es lo que el cerebro hace, el modo en que nos forma, y permite que nuestro pasado ayude a determinar nuestro futuro. En gran medida, el cerebro nos convierte en quienes somos y, en el caso de Tina, el recuerdo de los abusos sexuales era gran parte de lo que se interponía en su camino. La precocidad de Tina y sus interacciones hipersexualizadas con los hombres claramente tenían su origen en el abuso. Empecé a considerar la memoria y el modo en que el cerebro crea «asociaciones» cuando dos pautas de actividad neuronal ocurren de manera simultánea y repetitiva. Por ejemplo, si la actividad neuronal producida por la imagen visual de un camión de bomberos y la producida por el sonido de una sirena suceden al mismo tiempo repetidas veces, estas redes neuronales (relativas al sonido y a la visión) que antes eran independientes crearán conexiones sinápticas, convirtiéndose así en una red única e interconectada. Una vez creado este nuevo conjunto de conexiones entre los circuitos visuales y auditivos, solo con estimular una parte de la red (por ejemplo, oír la sirena) se podrá activar la parte visual de la misma, y la persona visualizará un camión de bomberos de forma casi mecánica. Esta poderosa propiedad asociativa es una característica universal del cerebro. Es mediante la asociación como entrelazamos todas las señales sensoriales que recibimos —sonido, vista, tacto y olor— para crear a la persona, lugar, cosa y acción completas. La asociación permite y sustenta tanto el lenguaje como la memoria. Por supuesto, nuestra memoria consciente está repleta de lapsos, lo que en realidad son buenas noticias. Nuestro cerebro ignora lo ordinario y previsible, y esto es absolutamente necesario para ser capaces de funcionar. Por ejemplo, al conducir, automáticamente confías en tus experiencias previas con coches y carreteras; si tuvieras que centrarte en cada pieza de información recibida por los sentidos, te sentirías tan abrumado que probablemente acabarías estrellándote. De hecho, a medida que vamos aprendiendo, nuestro cerebro comprueba constantemente las experiencias actuales con las plantillas almacenadas —la memoria, esencialmente— de situaciones y sensaciones similares previas, y se pregunta: «¿Es esto nuevo?» y «¿es necesario prestar atención a esto?». De modo que, mientras avanzas por la carretera, el sistema motor vestibular del cerebro te está diciendo que te encuentras en una cierta posición. Pero tu cerebro seguramente no esté creando nuevas memorias sobre ello. Tiene almacenadas experiencias anteriores de ir sentado en coche, y no es necesario modificar el patrón de actividad neuronal asociada a ello. No hay nada nuevo. Es una situación en la que ya has estado otras veces y por tanto te resulta familiar. También es la razón por la que eres capaz de conducir extensos tramos de carreteras con las que estás familiarizado sin recordar casi nada de lo que has hecho durante el trayecto. Esto es importante porque toda esta experiencia previamente almacenada ha fijado las redes neuronales, el «patrón» de la memoria que ahora utilizas para dar sentido a cualquier tipo de información nueva entrante. Estas plantillas se forman en todo el cerebro en muchos niveles diferentes, y como la información se recibe en primer lugar en las áreas más primitivas e inferiores, muchos de estos niveles ni siquiera son accesibles para la percepción consciente. Por ejemplo, cuando era más pequeña, con casi total seguridad Tina no era consciente del patrón que guiaba sus interacciones con los hombres y que moldeó su conducta conmigo la primera vez que nos vimos. Además, probablemente todos hemos experimentado el acto reflejo de saltar físicamente antes incluso de saber el motivo de nuestra alarma. Esto sucede porque los sistemas de respuesta al estrés de nuestro cerebro contienen información sobre posibles amenazas y están preparados para actuar lo más rápido posible, lo que a menudo significa antes de que la corteza cerebral pueda considerar cómo proceder al respecto. Si, al igual que Tina, hemos tenido experiencias altamente estresantes, los recuerdos de esas situaciones pueden ser igual de intensos y provocar reacciones asimismo impulsadas por procesos inconscientes. Esto también significa que el impacto de las experiencias tempranas será necesariamente superior al de otras más tardías. El cerebro trata de dar sentido al mundo buscando patrones. Cuando enlaza patrones consistentes y coherentes, los etiqueta como «normales» o «previsibles» y deja de prestar atención consciente. Por ejemplo, la primera vez que siendo un bebé te colocaron en posición sentada, prestaste atención a las sensaciones novedosas que emanaron desde tus nalgas. Tu cerebro aprendió a detectar la presión asociada a sentarse con normalidad, empezaste a identificar la manera de balancear tu peso para sentarte derecho a través del sistema motor vestibular y, con el tiempo, aprendiste a sentarte. Ahora, cada vez que te sientas, a menos que se trate de una posición incómoda o que el asiento tenga una textura o forma inusuales o sufras algún tipo de trastorno del equilibrio, la atención que prestas a estar derecho o a la presión del asiento en tu parte posterior es mínima. Cuando conduces, rara vez atiendes al hecho de estar sentado. Cuando examinas la carretera lo que haces es buscar novedades, cosas que estén fuera de lugar, como un camión avanzando disparado carretera abajo en sentido contrario. Precisamente por eso nos deshacemos de aquellas percepciones que consideramos normales: para ser capaces de reaccionar rápidamente ante situaciones aberrantes que requieren atención inmediata. Los sistemas neuronales han evolucionado para ser especialmente sensibles a la novedad, puesto que las experiencias nuevas generalmente indican, o bien peligro, o bien oportunidad. Por tanto, una de las características más importantes tanto de la memoria como del tejido nervioso y del desarrollo es que todos sufren modificaciones como resultado de la acción de actividades repetitivas y pautadas. Los sistemas del cerebro que reciben actividad repetida presentarán alteraciones, mientras que los sistemas del cerebro que no se activen permanecerán igual. Este tipo de desarrollo supeditado al uso es una de las propiedades más importantes del tejido neuronal. A pesar de lo sencillo que este concepto puede parecer a simple vista, tiene implicaciones enormes y de gran envergadura. Llegué a estar convencido de que comprender este concepto era la clave para entender a niños que, como Tina, habían desarrollado un conjunto desafortunado de asociaciones después de haber sufrido abusos sexuales a una edad tan temprana. Sus primeras experiencias con los hombres y con el chico adolescente que había abusado de ella habían sido las que habían moldeado su concepción de lo que eran los hombres y cómo debía interaccionar con ellos; son nuestras diversas experiencias con aquellos que nos rodean en las primeras etapas de la vida las que dan forma a todas nuestras visiones del mundo. Debido a la inmensa cantidad de información a la que debe hacer frente el cerebro diariamente, debemos usar estos patrones para predecir cómo es el mundo. Si nuestras experiencias tempranas son aberrantes, estas predicciones podrán guiar nuestra conducta de manera disfuncional. En el mundo de Tina, los hombres mayores que ella eran criaturas aterradoras y exigentes que se dedicaban a forzarla tanto a ella como a su madre a mantener relaciones sexuales. El olor, la visión y los sonidos asociados a ellos se juntaban formando un conjunto de «patrones de memoria» que ella empleaba para entender el mundo. De ahí que, la primera vez que entró en mi despacho, donde no había nadie más que un hombre adulto, fue perfectamente natural para ella asumir que yo también esperaba sexo. Cuando en el colegio se exhibía o trataba de hacer que otros niños participaran en juegos sexuales, lo que hacía era mostrar el comportamiento que ella conocía. No era algo que Tina pensara de forma consciente, sino simplemente un conjunto de comportamientos que formaban parte de sus asociaciones tóxicas, de sus patrones retorcidos sobre la sexualidad. Desafortunadamente, con tan solo una hora de terapia a la semana era casi imposible deshacer aquel conjunto de asociaciones. Por mucho que yo expusiera para ella la conducta de un tipo de hombre adulto distinto a los que ella había conocido, que le pudiera mostrar que había situaciones en las que la actividad sexual no resultaba apropiada y la ayudara a aprender a resistir los impulsos, con tan poco tiempo no podía reemplazar el patrón que se había grabado a fuego en el tejido fresco de su joven cerebro, el cual había sido devastado por experiencias tempranas repetitivas y pautadas. Iba a necesitar integrar en mis tratamientos mucha más información sobre el funcionamiento del cerebro humano, sobre cómo cambia y los sistemas que interactúan en este aprendizaje antes de poder ayudar mejor a pacientes como Tina, pacientes cuyas vidas y recuerdos habían sido dañados de diferentes maneras por episodios traumáticos en las primeras etapas de la vida. 2 A lo largo del libro, un asterisco (*) detrás de un nombre indica que se trata de un seudónimo. 3 En inglés, DSM, Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders. (N. de la T.) 02 Por tu propio bien -N ecesito tu ayuda. La persona que me llamaba, Stan Walker,* era abogado de la Oficina de Defensa Pública del condado de Cook (Illinois). Por aquel entonces yo ya había finalizado mi formación en psiquiatría infantil y era profesor adjunto en la Universidad de Chicago, en cuya clínica aún trabajaba y donde dirigía un laboratorio. Era 1990. —Acaban de adjudicarme un caso que está programado para ir a juicio la semana que viene —me dijo a la vez que me informaba de que se trataba de un homicidio. Una niña de tres años llamada Sandy había sido testigo del asesinato de su propia madre. En ese momento, casi un año después, la fiscalía quería que testificara en el juicio—. Me preocupa que pueda ser demasiado abrumador para ella —admitió Stan, y me preguntó si podía ayudar a prepararla para el tribunal. «¿Demasiado abrumador? —pensé sarcásticamente para mis adentros—, ¿tú crees?». Stan era un defensor ad litem, un abogado designado por el tribunal para representar a los niños en el sistema legal. En el condado de Cook (donde se encuentra Chicago), la Oficina de Defensa Pública cuenta con un personal permanente para representar a los niños en el sistema del Servicio de Protección Infantil (SPI). En casi todo el resto de comunidades, lo habitual es que desempeñe este papel un abogado designado que puede tener o no experiencia y formación en derecho infantil. El condado de Cook creó puestos a jornada completa con la noble esperanza de que si los abogados se dedicaban exclusivamente a trabajar en sus casos, desarrollarían experiencia con niños, aprenderían sobre malos tratos y, por consiguiente, servirían mejor a aquellos a quienes representaban. Por desgracia, al igual que todos los demás componentes del sistema de protección infantil, el volumen de casos era abrumador y la oficina no disponía de los fondos económicos necesarios. —¿Quién es su terapeuta? —pregunté. Pensaba que alguien con quien la niña estuviera acostumbrada a tratar estaría mucho mejor capacitado para ayudar a prepararla. —No tiene ninguno —contestó. Al oír aquello empecé a preocuparme. —¿No tiene terapeuta? ¿Dónde vive? —La verdad es que no lo sabemos. Vive en un hogar de acogida, pero el fiscal y el Departamento de Servicios Sociales mantienen su ubicación en secreto porque ha recibido amenazas de muerte. La niña conocía al sospechoso y fue ella quien lo identificó para la policía. El hombre pertenece a una banda y su vida corre peligro. El asunto se ponía cada vez peor. —¿Fue capaz de identificar de forma creíble a un sospechoso con solo tres años? —pregunté. Sabía que en los tribunales el testimonio de testigos presenciales podía cuestionarse con facilidad a causa de las propiedades de la memoria narrativa que tratamos en el capítulo anterior, en especial los lapsos y la forma en que la memoria tiende a «rellenar» lo «esperado». ¿Qué pensarían de una niña de cuatro años que recordaba un acontecimiento que había ocurrido cuando tenía tres? Si los fiscales no recibían ayuda, un buen abogado defensor fácilmente haría que el testimonio de Sandy no resultara nada fiable. —El caso es que lo conocía —me explicó Stan—, no solo dijo espontáneamente que lo había hecho él, sino que después lo identificó durante un reconocimiento fotográfico. Le pregunté si había algún tipo de evidencia adicional, porque pensaba que quizá el testimonio de la niña ni siquiera podía ser necesario. Si había suficiente evidencia de otra índole, existía la posibilidad de convencer al fiscal de que testificar constituía un riesgo demasiado grande que podría traumatizar aún más a la pequeña. Stan confirmó la existencia de otras evidencias. De hecho, numerosos tipos de evidencia física situaban al autor en el lugar de los hechos. Los investigadores habían encontrado sangre de la madre de la niña en la ropa del acusado. A pesar de haber huido del país después de haber cometido el crimen, cuando lo apresaron todavía tenía sangre en los zapatos. —¿Y por qué se supone que debe testificar Sandy? Ya empezaba a sentirme emplazado a ayudar a aquella niña. —Es una de las cosas que estamos tratando de solucionar. Confiamos en que sea posible posponer el caso hasta que, o bien consigamos su testimonio mediante circuito cerrado de televisión, o bien podamos asegurarnos de que está preparada para testificar delante del tribunal. Acto seguido empezó a describir los detalles del asesinato, de la hospitalización de la niña por las heridas recibidas durante el crimen y de sus hogares de acogida subsiguientes. Mientras le escuchaba, me debatía entre si debía involucrarme o no. Como era habitual, estaba desbordado de trabajo. Además, los juicios me incomodan y odio a los abogados. Pero cuanto más sabía sobre el asunto, menos me entraba en la cabeza. Las personas que se suponía que debían ayudar a aquella niña —desde el Departamento de Servicios Sociales al sistema judicial— no parecían tener ni la más remota idea de los efectos del trauma en los niños. Empecé a sentir que se merecía contar por lo menos con una persona que sí supiera lo que estaba en juego. —Déjame ver si lo he entendido bien —empecé—. Una niña de tres años presencia cómo violan y después matan a su madre. A ella misma le hacen cortes en el cuello y la dan por muerta. Se queda sola en su casa junto al cuerpo sin vida de su madre durante once horas. Después la llevan al hospital, donde le curan las heridas que tiene en el cuello. En el hospital, los médicos recomiendan someterla a tratamientos y evaluaciones continuas de salud mental, pero, una vez le dan el alta, la envían a una casa de acogida bajo tutela estatal. Los SPI que se ocupan de su caso no consideran que necesite la ayuda de un profesional de la salud mental, de modo que, a pesar de las recomendaciones de los doctores, no recibe ninguna clase de ayuda. Durante nueve meses, la niña va de una casa de acogida a otra sin recibir en ningún momento cuidados terapéuticos o psiquiátricos, y nunca se comparten los detalles de sus experiencias con las familias de acogida porque la niña debe permanecer escondida. ¿Es así? —Sí, supongo que todo eso es cierto —repuso al notar la obvia frustración de mi voz y lo terrible del caso tras haber descrito la situación sin rodeos. —¿Y de repente sois conscientes de lo que pasa diez días antes de la fecha prevista para que se celebre el juicio por asesinato? —Eso es —reconoció avergonzado. —¿Cuándo se le notificó este caso a tu oficina? —exigí. —Lo cierto es que abrimos el caso justo después de que se produjera el crimen. —¿Y a nadie se le pasó por la cabeza asegurarse de que recibía algún tipo de apoyo a la salud mental? —Habitualmente lo que hacemos es revisar los casos a medida que se acerca el momento de la comparecencia. Tenemos cientos de casos como este. Esta información no me sorprendió en absoluto. Los sistemas públicos que trabajan con niños y familias en alto riesgo se encuentran sobresaturados. Curiosamente, durante mis años de formación clínica en salud mental infantil no recibí más que una pequeña introducción al sistema de protección infantil o a los sistemas judiciales de educación especial y juvenil, a pesar de que más del 30 por ciento de los niños que llegaban a nuestras clínicas procedían de uno o más de estos sistemas. La compartimentación de los servicios, la formación y los puntos de vista clamaban al cielo. Además, cada vez era más consciente de lo destructivo que todo esto podía ser para los niños. —¿Cuándo y dónde puedo verla? —quise saber. No podía evitarlo. Accedí a conocer a Sandy en una oficina en los tribunales al día siguiente. La verdad es que la llamada de Stan en parte me sorprendió, que me pidiera ayuda precisamente a mí. A comienzos de ese mismo año me había enviado una orden de «cese y desista». En cuatro grandes párrafos me decía que debía proporcionar de forma inmediata una justificación para el uso de un medicamento llamado clonidina empleado para «controlar» a los niños en un centro de tratamiento residencial donde yo pasaba consulta. Dirigía los servicios psiquiátricos para los niños del centro. La carta decía que, si no era capaz de explicar qué me traía entre manos, debía detener aquel tratamiento «experimental» inmediatamente. Estaba firmada por Stan Walker en su capacidad oficial como abogado de la Oficina de Defensa Pública. Después de recibir la carta de Stan, me puse en contacto con él para explicarle por qué utilizaba aquella medicación y por qué creía que dejar de hacerlo sería un error. Los niños del centro residencial se encontraban entre los casos más difíciles de todo el estado. Más de cien chicos habían llegado a aquel programa tras «fracasar» en diversos hogares de acogida debido a graves problemas de comportamiento y psiquiátricos. Aunque el centro aceptaba a chicos de entre siete y diecisiete años, el niño medio tenía diez años y había pasado por diez «hogares», lo que significa que para la mayoría de ellos no menos de diez padres sustitutos los habían considerado incontrolables. Fáciles de provocar y abrumar pero muy difíciles de calmar, estos niños habían supuesto un problema para cada uno de los cuidadores, terapeutas y profesores que habían tenido. En último término, los expulsaban de los hogares de acogida, de los centros de cuidados infantiles y en ocasiones incluso de la terapia. La última parada era aquel centro. Después de revisar los informes de unos doscientos chicos que en ese momento vivían en el centro o que habían residido allí con anterioridad, descubrí que todos y cada uno de ellos, sin excepción, habían sufrido terribles traumas o abusos. La inmensa mayoría habían tenido al menos seis experiencias traumáticas graves. Todos esos niños habían nacido y crecido en situaciones de caos, amenazas y traumas. Habían sido criados en el terror. Todos ellos habían sido evaluados en múltiples ocasiones, tanto antes como durante su estancia en el centro. A cada uno le habían adjudicado decenas de etiquetas diagnósticas diferentes del DSM, principalmente trastorno por déficit de atención o hiperactividad, trastorno negativista desafiante y trastorno de conducta, exactamente lo mismo que le había pasado a Tina. Sin embargo, resulta chocante que se considerara que muy pocos de estos niños estuvieran «traumatizados» o «estresados»; su trauma no se veía como algo relevante a la hora de elaborar un diagnóstico, igual que en el caso de Tina. A pesar de las largas historias familiares de violencia doméstica, de relaciones familiares que habían sufrido repetidas interrupciones y que a menudo incluían la pérdida de progenitores tras una muerte o enfermedad violentas, de los abusos sexuales y de otros acontecimientos arrolladoramente angustiosos, eran muy pocos los que contaban con un diagnóstico de trastorno por estrés postraumático (TEPT). El TEPT ni siquiera aparecía en el «diagnóstico diferencial», una lista incluida en el informe de caso de los posibles diagnósticos alternativos con síntomas similares que cualquier médico considera y después descarta. En aquella época, el trastorno por estrés postraumático era un concepto relativamente nuevo; había sido introducido en el sistema diagnóstico DSM en 1980 para describir un síndrome encontrado en veteranos de Vietnam que, al regresar de sus periodos de servicio, a menudo experimentaban ansiedad, problemas de sueño y el recuerdo intrusivo y perturbador de escenas pasadas que tuvieron lugar durante la guerra. Frecuentemente se mostraban nerviosos y algunos respondían con exagerada agresividad a la más mínima señal amenazante. Muchos sufrían terribles pesadillas y reaccionaban a los sonidos fuertes igual que si fueran disparos y ellos aún estuvieran en las selvas del Sudeste Asiático. Durante mis estudios de psiquiatría general, trabajé con veteranos que habían desarrollado el TEPT. Incluso por aquel entonces, muchos psiquiatras comenzaban a reconocer su prevalencia en adultos que habían sufrido experiencias traumáticas de otros tipos, como violaciones y desastres naturales. Lo que más me llamaba la atención era que, aunque las experiencias que habían marcado a personas adultas con TEPT eran con frecuencia relativamente breves (generalmente duraban unas cuantas horas como mucho), su impacto todavía era visible en su conducta pasados años e incluso décadas. Me recordaba a lo que Seymour Levine había descubierto con las crías de rata: pocos minutos de estrés eran capaces de modificar el cerebro de por vida. ¡Cuánto más poderoso debía de ser realmente el impacto de una experiencia traumática para un niño! Más tarde, como residente general en psiquiatría, estudié diversos aspectos de los sistemas de respuesta al estrés en veteranos con TEPT. Mi trabajo, junto al de otros investigadores, me llevó a descubrir que los sistemas de respuesta al estrés eran hiperactivos, lo que los científicos conocen como «sensibilizados». Esto significa que cuando se veían expuestos a agentes estresantes leves, sus sistemas reaccionaban como si se enfrentaran a un gran peligro. En algunos casos, los sistemas cerebrales asociados a la respuesta al estrés se volvían tan activos que terminaban desgastados y perdían la capacidad de regular el resto de funciones en las que normalmente mediaban. El resultado de esto era que la capacidad del cerebro para regular los estados de ánimo, las interacciones sociales y la cognición abstracta también se veía comprometida. En aquel momento, yo trabajaba con los chicos del centro y seguía estudiando en el laboratorio el desarrollo de los sistemas de neurotransmisión relacionados con el estrés. Mis investigaciones no se centraban únicamente en el estudio de la adrenalina y la noradrenalina, sino en la exploración de otros sistemas relacionados: aquellos que empleaban serotonina, dopamina y opioides endógenos, comúnmente conocidos como encefalinas y endorfinas. Probablemente la serotonina es más conocida como el lugar de acción de medicamentos antidepresivos como Prozac o Zoloft; la dopamina se conoce como químico implicado en el placer, la motivación y el «venirse arriba» que se encuentra en drogas como la cocaína y las anfetaminas; los opioides endógenos son los analgésicos naturales del cerebro y se ven afectados por la heroína, la morfina y otras drogas similares. Todos estos químicos desempeñan un papel fundamental en la respuesta al estrés: la adrenalina y la noradrenalina preparan al cuerpo para la lucha o la huida; la serotonina proporciona una sensación de competencia y fortaleza para alcanzar objetivos; no resulta igual de sencillo caracterizar la acción de la serotonina, mientras que se sabe que los opioides contribuyen a calmar, relajar y reducir el dolor que pueda haber estado implicado en las respuestas al estrés y al peligro. Después de reconocer que los síntomas de Tina relacionados con la atención y la impulsividad estaban vinculados con un sistema de estrés hiperexcitado, comencé a pensar que la medicación capaz de calmar el sistema de estrés podría ayudar a otros como ella. La clonidina, un medicamento antiguo y generalmente seguro llevaba tiempo empleándose en el tratamiento de personas cuya presión sanguínea acostumbraba a ser normal, pero se disparaba hasta alcanzar niveles de hipertensión en momentos de estrés. La clonidina ayudaba a «bajar el ritmo» de esta reacción. Un estudio preliminar realizado con veteranos de combate en el que se utilizó esta medicación había mostrado que también contribuía a disminuir los síntomas de hiperexcitación relacionados con el TEPT. De este modo, al saber que los síntomas que muchos de los niños del centro de tratamiento residencial exhibían eran coherentes con un sistema de estrés hiperactivo y altamente reactivo, decidí probar la clonidina con ellos, tras obtener el consentimiento de sus guardianes y tutores. Para muchos de ellos funcionó. Al cabo de varias seman