Fragmentos de páginas 206 a 233 PDF
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This document is a collection of text fragments, potentially from a novel or other literary work. It appears to describe a conversation between a father and daughter, focusing on financial matters and family issues. The document highlights concerns about finances and their impact on the relationship, suggesting complex themes of familial relationships.
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Fragmentos de páginas 206 a 233 La muerte del padre Al día siguiente, Goriot y Rastignac no aguardaban más que la buena voluntad de un mozo de cuerda para marcharse de la pensión, cuando, hacia el mediodía, el ruido de un carruaje que se detuvo precisa- mente a la puerta de Casa Vauquer resonó en...
Fragmentos de páginas 206 a 233 La muerte del padre Al día siguiente, Goriot y Rastignac no aguardaban más que la buena voluntad de un mozo de cuerda para marcharse de la pensión, cuando, hacia el mediodía, el ruido de un carruaje que se detuvo precisa- mente a la puerta de Casa Vauquer resonó en la calle Neuve-Sainte-Geneviève. La señora de Nucingen se apeó de su coche y preguntó si su padre se hallaba aún en la pensión. Ante la respuesta afirmativa de Silvia, subió rápidamente la escalera. Eugenio se encontraba en su apartamento sin que su vecino lo supiese. Durante el desayuno había rogado a papá Goriot que se llevara sus efectos, diciéndole que se encontrarían a las cuatro en la calle de Artois. Pero mientras el buen hombre había ido en busca de unos mozos de cuerda, Eugenio había regresado, sin que nadie lo hubiera advertido, para arreglar sus cuentas con la señora Vauquer, no queriendo dejar este encargo a Goriot, el cual, en su fanatismo, habría pagado sin duda por él. La patrona había salido. Eugenio subió a su aposento para ver si acaso olvidaba algo, y felicitóse por haber tenido tal idea al ver en el cajón de su mesa la aceptación en blanco que había firmado a Vautrin, y que había tirado negligentemente allí el día en que la había pagado. No teniendo fuego, iba a romperla a pequeños trozos cuando, al reconocer la voz de Delfina, no quiso hacer ningún ruido y se detuvo para oírla, pensando que ella no había de tener ningún secreto para él. Luego, desde las primeras palabras, encontró la conversación entre padre e hija demasiado interesante para no escucharla. --¡Ah!, padre mío --dijo--, quiera el cielo que hayáis tenido la idea de pedir cuentas de mi fortuna con tiempo suficiente para que no quede arruinada. ¿Puedo hablar? --Sí, no hay nadie en la casa --dijo papá Goriot con voz alterada. --¿Qué os ocurre, padre? --repuso la señora de Nucingen. --Acabas de darme un hachazo en la cabeza --respondió el anciano--. ¡Que Dios te perdone, hija mía! No sabes cuánto te quiero; si lo hubieras sabido, no me habías dicho bruscamente tales cosas, sobre todo si no se tratara de nada que sea desesperado. ¡Qué ha sucedido, pues, que sea tan urgente como para que hayas venido a buscarme aquí, cuando dentro de unos instantes habíamos de ir a la calle de Artois? --¡Oh!, padre, ¿acaso uno es dueño de su primer impulso cuando se en- cuentra en medio de un desastre? ¡Estoy loca! Vuestro procurador nos ha hecho descubrir un poco temprano la desgracia que sin duda estallará más tarde. Vuestra vieja experiencia comercial va a sernos necesaria, y he corrido hacia vos con la misma rapidez con que uno se aferra a una rama cuando se está ahogando. Cuando el señor Derville ha visto que Nucingen le oponía mil embrollos, le ha amenazado con un proceso diciéndole que pronto se obtendría la autorización del presidente del tribunal. Nu- cingen ha venido esta mañana a preguntarme si yo quería su ruina y la mía. Le he contestado que yo no sabía nada de todo esto, que yo poseía una fortuna, que yo debería estar en posesión de ella, que todo lo que se relacionaba con este enredo incumbía a mi procurador, y que yo nada sa- bía en absoluto ni podía entender nada de todo este asunto. ¿No es lo que me habíais recomendado que dijera? --Sí --respondió papá Goriot. --Entonces --prosiguió Delfina-- me ha puesto al corriente de sus asuntos. Ha invertido todos sus capitales y los míos en empresas apenas comenzadas, y para las cuales ha sido necesario echar mano de grandes sumas. Si yo le obligase a devolverme la dote, él se vería obligado a declararse en quiebra; mientras que si yo quiero esperar un año, él se compromete, bajo su palabra de honor, a entregarme una fortuna doble o triple de la mía, invirtiendo mis capitales en operaciones territoriales, al térmi- no de las cuales yo seré dueña de todos los bienes. Querido padre, él era sincero y me ha asustado. »Me ha pedido perdón por su conducta, me ha devuelto mi libertad, me ha permitido comportarme según mi antojo, con la condición de que le deje completamente libre para llevar los negocios bajo mi nombre. Me ha prometido, para demostrarme su buena fe, llamar al señor Derville todas las veces que yo quisiera para juzgar si las actas en virtud de las cuales él me instituiría propietaria estaban convenientemente redactadas. En fin, que se me ha entregado atado de pies y manos. Pide todavía durante dos años el gobierno de la casa, y me ha rogado que no gaste para mí nada más que lo que él me conceda. Me ha demostrado que todo lo que podía hacer era salvar las apariencias, que había despedido a su bailarina, y que se vería obligado a la más estricta y sorda economía, con objeto de llegar al término de sus especulaciones sin alterar su crédito. Lo he puesto todo en duda con objeto de hacerle hablar y saber más cosas: me ha enseñado sus libros, y ha acabado llorando. Nunca había visto yo a un hombre en tal estado. Había perdido la cabeza, hablaba de matarse, deliraba. Me ha dado lástima. --¿Y tú le crees? --exclamó papá Goriot--. ¡Es un comediante! He conoci- do a alemanes en cuestión de negocios. Se trata casi siempre de gente de buena fe, llena de candor; pero, cuando bajo su aire de franqueza y de bondad comienzan a ser charlatanes y egoístas, lo son entonces más que nadie. Tu marido te engaña. Se siente acosado, se hace el muerto, quiere ser más dueño bajo tu nombre que bajo el suyo. Va a aprovecharse de esta circunstancia para ponerse al abrigo de los altibajos de su comercio. Es tan astuto como pérfido; es un mal sujeto. No, no, yo no me iré al padre Lachaise dejando a mis hijas despojadas de todo. Todavía entiendo algo de negocios. Ha dicho que había invertido sus fondos en las empresas, ¡bien! Sus intereses se hallan representados por valores, por obligaciones, por tratados; que los exhiba y que liquide contigo. Escogeremos las mejo- res especulaciones, correremos los riesgos, y tendremos los títulos en vuestro nombre de Delfina Goriot, esposa separada en cuanto a los bienes del barón de Nucingen. »¿Pero es que ése nos toma por imbéciles? ¿Cree que yo puedo soportar siquiera por dos días la idea de dejarte sin fortuna, sin pan? ¡No la soportaría un día, una noche, ni dos horas! Si esta idea fuera verdadera, yo no podría sobrevivir a ella. ¡Cómo! ¿Habría trabajado yo durante cuaren- ta años de mi vida, habría llevado sacos sobre mi espalda, habría sudado a mares, me habría privado durante mi vida de todo por vosotras, ángeles míos, que me hacíais ligero todo trabajo, toda carga, para que hoy toda mi fortuna se me convirtiese en humo? Esto me haría morir de rabia. ¡Por todo cuanto hay de más sagrado en la tierra y en el cielo, vamos a poner esto en claro, vamos a comprobar los libros, la caja, las empresas! Yo no duermo, no me acuesto, no como hasta que me sea demostrado que tu fortuna está ahí toda entera. Gracias a Dios, tú estás separada en cuanto a los bienes; tendrás por procurador al señor Derville, un hombre honrado, afortunadamente. ¡Santo Dios!, tú conservarás tu buen millon- cito, tus cincuenta mil libras de renta, hasta el fin de tus días, o armo en París un escándalo de mil demonios. Me dirigiría a las Cámaras si los tri- bunales nos hicieran perder. El saberte tranquila y feliz en lo que concier- ne al dinero, esta idea aliviaría mis males y calmaría mis penas. El dinero es la vida. El dinero lo consigue todo. ¿Qué viene, pues, a contarnos el al- saciano ese? Delfina, no le hagas la más mínima concesión a ese bruto, que te condenó y te hizo desgraciada. Si tiene necesidad de ti, haremos que haga lo que queramos nosotros. ¡Dios mío, siento que mi cabeza está ardiendo! ¡Mi Delfina en tales apuros! ¡Oh, mi Fifina! ¡Qué diablo! ¿Dónde están mis guantes? ¡Vamos! Quiero ir a verlo todo, los libros, los negocios, la caja, la correspondencia, inmediatamente. No estaré tranqui- lo hasta que se me haya demostrado que tu fortuna ya no corre ningún peligro y pueda verla con mis propios ojos. 169 --Padre mío, obrad con prudencia. Si pusierais la más pequeña velei- dad de venganza en este asunto, y si mostraseis intenciones demasiado hostiles, yo estaría perdida. El os conoce, ha encontrado muy natural que, bajo vuestra inspiración, yo me inquietase por mi fortuna; pero, os lo juro, la tiene en sus manos, y ha querido retenerla en ellas. Es un hom- bre capaz de huir con todos los capitales y dejarnos sin un céntimo, el malvado. Sabe muy bien que no deshonraré el apellido que lleva persig- uiéndole. Es a la vez fuerte y débil. Yo lo he examinado todo muy bien. Si le apuramos, estoy arruinada. --Entonces, ¿es un bribón? --Pues sí, padre --dijo la joven dejándose caer en una silla, llorando--. Yo no quería confesároslo para ahorraros la pena de haberme casado con un hombre de esa calaña. Costumbres secretas y conciencia, el alma y el cuerpo, todo en él guarda relación. Es espantoso: le odio y le desprecio. Sí, ya no puedo seguir apreciando a ese vil Nucingen después de todo lo que me ha dicho. Un hombre capaz de lanzarse a las combinaciones co- merciales de que me ha hablado, carece de toda delicadeza, y mis temo- res provienen de que he leído perfectamente en su alma. Me ha propues- to claramente, él, mi marido, la libertad. ¿Sabéis lo que esto significa? Si quería ser, en caso de desgracia, un instrumento en sus manos, en fin, si quería prestarle mi apellido. --¡Pero ahí están las leyes! Hay una plaza de Grève para los yernos de esa clase --exclamó papá Goriot--; yo mismo sería capaz de guillotinarle si no hubiera verdugo. --No, padre mío, no hay leyes contra él. Escuchad en dos palabras su lenguaje, despojado de los circunloquios con los que él lo adornaba: «O todo está perdido, no tenéis un céntimo, estáis arruinada, porque yo no podría escoger como cómplice a otra persona más que vos, o vos me de- jáis gobernar mis empresas.» ¿Está claro? Todavía se aferra a mí. Mi pro- bidad de mujer le tranquiliza; sabe que yo le dejaría su fortuna y me con- tentaría con la mía. »Se trata de una asociación ímproba y ladrona, la cual debo consentir so pena de ser arruinada. Me compra la conciencia y la paga dejándome que sea tranquilamente la mujer de Eugenio. «Yo te permito que cometas faltas, déjame a mí cometer crímenes arruinando a la pobre gente.» ¿Es suficientemente claro este lenguaje? ¿Sabéis a qué llama hacer operacio- nes? Compra terrenos desnudos a su nombre; luego hace que unos hom- bres de paja construyan allí edificios. Esos hombres efectúan contratos para las construcciones con todos los contratistas, a los que pagan en efectos a largo plazo, y consienten, mediante una ligera suma, en dar una 170 carta de pago a mi marido, el cual queda entonces dueño de las casas, mientras que esos hombres liquidan sus asuntos con los contratistas en- gañados, declarándose en quiebra. El nombre de la casa de Nucingen ha servido para deslumbrar a los pobres constructores. Yo he comprendido esto. He comprendido también que para probar, en caso necesario, el pa- go de sumas enormes, Nucingen ha enviado valores considerables a Amsterdam, Londres, Nápoles y Viena. ¿Cómo podríamos cogerle? Eugenio oyó el sonido pesado de las rodillas de papá Goriot, que sin duda cayó sobre el suelo de su habitación. --¡Dios mío!, ¿qué he hecho? Mi hija entregada a ese miserable, que le exigirá todo a ella si quiere. ¡Perdón, hija mía! --exclamó el anciano. --Sí, si yo me encuentro en un abismo, quizá tengáis vos parte de culpa en ello --dijo Delfina--. ¡Tenemos tan poca razón cuando nos casamos! ¿Acaso conocemos el mundo, los negocios, los hombres, las costumbres? Los padres deberían pensar por nosotras. Padre mío, nada os reprocho; perdonadme estas palabras. En esto la culpa es enteramente mía. No, no lloréis, papá --dijo besando la frente de su padre. --No llores tú tampoco, mi pequeña Delfina. Dame tus ojos para que pueda secarlos al besártelos. Vamos, yo voy a desenredar lo que tu mari- do ha embrollado. --No, dejadme obrar a mí; yo sabré manejarme. El me ama; pues bien, yo me serviré del imperio que ejerzo sobre él para obligarle a que invier- ta capitales en propiedades. Quizás nombre la propiedad de Nucingen en Alsacia que tiene en gran estima. Venid para examinar sus libros, sus negocios; el señor Derville no entiende nada de lo que sea comercial. Pe- ro venid mañana. No quiero envenenarme. Pasado mañana es cuando el baile en casa de la señora de Beauséant tiene lugar y debo cuidarme para aparecer allí hermosa en honor a mi querido Eugenio. Vamos a su habitacion. En aquel momento [un coche] se dentenía en la Neuve-Sainte-Geneviè- ve y oyóse la señora de Restaud, que le decía a Silvia: --¿Está mi padre? Esta circunstancia salvó afortunadamente a Eugenio el cual pensaba ya echarse en la cama y fingir que estaba durmiendo. --¡Ah!, padre mío le han hablado últimamente de Anastasia? --dijo Del- fina reconociendo la voz de su hermana--. Parece que en su hogar ocu- rren cosas extraordinarias. --¿De veras? --dijo-- Eso significaría mi fin. Mi pobre cabeza no soporta- ría esta doble desgracia. 171 --Buenos días, padre --dijo la condesa entrando.-- ¡Ah!, ¿estáis ahí, Delfina? La señora de Restaud parecía desconcertada al encontrar a su hermana --Buenos días, Nasia --dijo la baronesa--. ¿Te parece extraordinaria mi presencia? Veo todos los días a mi padre todos los días. --¿Desde cuándo? --Si tú vinieras lo sabrías. --No me excites, Delfina --dijo con voz quejumbrosa--. Soy muy desgra- ciada, estoy perdida, papá. ¡Oh, esta vez sí que estoy perdida! --¿Qué te ocurre, Nasia? --exclamó papá Goriot--. Dínoslo todo, criatura. La joven palideció. --Vamos, Delfina, socórrela, sé buena con ella; todavía te amaré más, si puedo. --¡Pobre Nasia! --dijo la señora de Nucingen haciendo que su hermana se sentara--. ¡Habla! Tú ves en nosotros a las dos únicas personas que siempre te amarán lo suficiente para perdonártelo todo. Ya ves, los afec- tos de familia son los más seguros. Le dio a respirar sales, y la condesa volvió en sí. --Voy a morir de estos disgustos --dijo papá Goriot--. Veamos --añadió removiendo la lumbre--, acercaos las dos. Tengo frío. ¿Qué te sucede, Na- sia? Dímelo en seguida; me estás matando\... --Bien --dijo la pobre mujer--, mi marido lo sabe todo. Figuraos, papá, hace algún tiempo, ¿os acordáis de aquella letra de cambio de Máximo? Pues bien, no era la primera. Yo había pagado ya muchas otras. A princi- pios del mes de enero, el señor de Trailles me parecía muy triste. No me decía nada; pero es tan fácil leer en los corazones de las personas que se aman, que una insignificancia es suficiente: luego hay los presentimien- tos. En fin, era más amable, más cariñoso que nunca; yo me sentía cada vez más dichosa. ¡Pobre Máximo! En su pensamiento se estaba despid- iendo de mí, me decía; quería levantarse la tapa de los sesos. En fin, ¡le he atormentado tanto, le he suplicado tanto! He permanecido dos horas a sus pies. Me ha dicho que debía cien mil francos. ¡Oh, papá, cien mil francos! Yo he enloquecido. Vos no los teníais, yo lo había devorado todo\... --No --dijo papá Goriot--, yo no habría podido dároslos a menos de ir a robarlos. Pero lo habría hecho, Nasia. Iré a robarlos. Al oír estas palabras lúgubremente proferidas, como el estertor de un moribundo, y que revelaban la agonía del sentimiento paternal reducido a la impotencia, las dos hermanas hicieron una pausa. ¿Qué egoísmo 172 habría permanecido frío ante aquel grito de desesperación que, semejan- te a una piedra lanzada a un abismo, revela la profundidad de éste? --Los he encontrado disponiendo de lo que no me pertenecía, padre mío --dijo la condesa sollozando. Delfina sintióse conmovida y lloró apoyando su cabeza en el cuello de su hermana. --Entonces, todo es cierto --le dijo. Anastasia bajó la cabeza; la señora de Nucingen la estrechó en sus brazos, la besó con ternura y apoyándola en su corazón le dijo: --Aquí serás siempre amada sin ser juzgada. --Angeles míos --dijo Goriot con voz débil--, ¿por qué vuestra unión es debida a la desgracia? --Para salvar la vida de Máximo, en fin, para salvar toda mi felicidad --dijo la condesa, animada por aquellos testimonios de ternura cálida y palpitante--, llevé a la casa de aquel usurero que conocéis, un hombre fa- bricado por el infierno, al que nada puede conmover, a ese señor Gob- seck, los diamantes de familia que tanto aprecia el señor de Restaud, los suyos, los míos, todo; los he vendido. ¡Vendido!, ¿comprendéis? ¡El ha si- do salvado! Pero yo, yo estoy muerta. Restaud lo ha sabido todo. --¿Por quién? ¡Dímelo y lo mato! --exclamó papá Goriot. --Ayer me llamó a su habitación. Acudí a ella\... «Anastasia --me dijo con una voz\... (¡Oh!, su voz ha sido suficiente; todo lo he adivinado)--, ¿dónde están tus diamantes?» «En mi habitación.» «No --me ha contesta- do mirándome--, están allí, encima de mi cómoda.» Y me mostró el estu- che, que él había cubierto con su pañuelo. «¿Sabéis de dónde proceden?», me preguntó. Yo caí a sus pies\... , lloré, le pregunté de qué muerte que- ría verme morir. --¡Tú dijiste eso! --exclamó papá Goriot--. Por el santo nombre de Dios, que el que os haga daño a la una o a la otra, mientras yo viva, habré de hacerle morir lentamente. Sí, le despedazaré como\... Papá Goriot guardó silencio; sus palabras expiraban en su garganta. --En fin, querida, me pidió algo más difícil que hacerme morir. ¡Guarde el cielo a toda mujer de oír lo que yo he oído! --Yo asesinaré a ese hombre --dijo papá Goriot con calma--. Pero no hay más que una vida y él me debe dos. En fin, ¿qué? --repuso mirando a Anastasia. --Bien --prosiguió diciendo la condesa--, después de una pausa me miró y me dijo: «Anastasia, voy a sepultarlo todo en el silencio; permanecere- mos juntos, tenemos hijos. No mataré al señor de Trailles; podría fallar la puntería, y para deshacerme de él de otro modo que no sea con un duelo 173 podría yo tropezar con la justicia humana. Matarle en vuestros brazos se- ría deshonrar a los hijos. Pero para no ver perecer a vuestros hijos, ni a su padre, ni a mí, os impongo dos condiciones. Respondedme: ¿tengo un hi- jo que sea mío?» Le dije que sí. «¿Cuál?», me preguntó. «Ernesto, nuestro hijo mayor.» «Bien --me ha dicho--. Ahora juradme que en lo sucesivo me obedeceréis en un solo punto.» Se lo juré. «Firmaréis la venta de vuestros bienes cuando os lo pida.» --No firmes --exclamó papá Goriot--. No firmes nunca eso. ¡Ah!, señor de Restaud, ¿no sabéis lo que es hacer feliz a una mujer, ella va a buscar la felicidad donde ésta se encuentra, y vos la castigáis por vuestra necia impotencia?\... ¡Pero, alto, que yo estoy aquí! Me encontrará en su cami- no. Nasia, tranquilízate. ¡Ah, de modo que ama a su heredero! Bien, bien. Le arrebataré su hijo, que, ¡rayos y centellas!, es mi nieto. Lo llevaré a mi aldea, cuidaré de él, puedes estar tranquila. Haré capitular a ese monstr- uo diciéndole: Si quieres tener a tu hijo, devuélvele a mi hija su bien y déjala que se comporte como quiera. --¡Padre! --¡Sí, padre! ¡Ah!, soy un verdadero padre. Que ese estúpido señorón no maltrate a mis hijas. ¡Diantre!, no sé lo que tengo en las venas. Tengo la sangre de un tigre y quisiera devorar a esos dos hombres. ¡Oh, hijas mías! ¿Cuál es, pues, vuestra vida? Vuestra vida es mi muerte. ¿Qué será de vosotras cuando yo no exista? Los padres debieran vivir tanto como sus hijos. ¡Dios mío, qué mal organizado está tu mundo! Y sin embargo, Tú tienes un hijo, según nos dicen. Tú deberías evitar que sufriésemos en nuestros hijos. Mis ángeles queridos, sólo a vuestros dolores debo vues- tra presencia. No me hacéis conocer más que vuestras lágrimas. Bien, sí, me amáis, lo veo. Venid, venid a llorar aquí. Mi corazón es grande, todo cabe en él. Sí, por más que lo traspaséis, los pedazos harán aún nuevos corazones de padre. Yo quisiera asumir vuestras penas, sufrir por voso- tras. ¡Ah!, cuando erais pequeñas, erais tan dichosas\... --Sólo fuimos felices en aquellos tiempos --dijo Delfina--. ¿Qué se hizo de aquellos momentos en que nos dejábamos caer, dando tumbos, de lo alto de los sacos en el granero? --¡Padre mío!, no es esto todo --dijo Anastasia al oído de Goriot, el cual se sobresaltó--. Los diamantes no han sido vendidos por cien mil francos. Máximo está siendo procesado. Me ha prometido portarse bien, y que no volvería a jugar. No me queda en el mundo más que su amor y lo he pa- gado demasiado caro para no morirme si él se me escapa. Le he sacrifica- do fortuna, honra, tranquilidad, hijos. ¡Oh!, haced que por lo menos Má- ximo esté libre, sea respetado, pueda permanecer en el mundo, donde 174 sabrá crearse una situación. Ahora me debe algo más que la felicidad; te- nemos unos hijos que quedarían sin fortuna. Todo estará perdido si le llevan a Santa Pelagia. --No los tengo, Nasia. ¡Ya no tengo nada! ¡Es el fin del mundo! ¡Oh!, el mundo va a derrumbarse, es seguro. ¡Marchaos, procurad salvaros! ¡Ah!, todavía tengo mis pendientes de plata, seis cubiertos, los primeros que he tenido en la vida. En fin, ya no tengo nada más que mil doscientos francos de renta vitalicia\... --¿Qué habéis hecho de vuestras rentas perpetuas? --Las he vendido reservándome este pequeño resto de renta para mis necesidades. Necesitaba doce mil francos para arreglarle un apartamento a Fifina. --¿En tu casa, Delfina? --dijo la señora Restaud a su hermana. --¡Oh, qué importa eso! --dijo papá Goriot--. Los doce mil francos están empleados. --Ya lo adivino --dijo la condesa--. Para el señor de Rastignac. ¡Ah!, mi pobre Delfina, deténte. Ya ves adónde he llegado yo. --Querida, el señor de Rastignac es un joven incapaz de arruinar a su amante. --Gracias, Delfina. En la crisis en que me encuentro, yo esperaba algo mejor de ti; pero tú nunca me amaste. --Sí te ama, Nasia --exclamó papá Goriot--; ahora mismo me lo estaba diciendo. Hablábamos de ti; afirmaba que tú eras hermosa y que ella sólo era bonita. --¡Ella! --repitió la condesa--. Ella es de una belleza fría. --Aunque así fuera --dijo Delfina enrojeciendo--, ¿cómo te has portado tú conmigo? Tú has renegado de mí, tú has hecho que me cerraran las puertas de todas las casas adonde quería ir; en fin, tú nunca has desper- diciado la menor oportunidad de ocasionarme un disgusto. ¿Y acaso yo, como tú, he venido a sacarle a ese pobre padre su fortuna, de mil en mil francos, y reducirle al estado en que se encuentra? He ahí tu obra, her- mana mía. Yo he visto a mi padre tanto como he podido, no le he puesto en la calle, y no he venido a lamerle las manos cuando, tenía necesidad de él. No sabía que hubiera empleado para mí esos doce mil francos. Yo soy muy ordenada, ya lo sabes. Por otra parte, cuando papá me ha hecho regalos, no es porque yo los haya mendigado jamás. --Tú eres más feliz que yo: el señor De Marsay era rico. Tú has sido siempre mezquina como el oro. Adiós, no tengo hermana ni\... --¡Cállate, Nasia! --gritó papá Goriot. 175 --No hay más que una hermana como tú que pueda repetir lo que el mundo ya no cree; eres un monstruo --le dijo Delfina. --Hijas, hijas mías, callaos, o me mato delate de vosotras. --Vamos, Nasia, yo te perdono --dijo la señora de Nucingen--; eres des- graciada. Pero es que yo soy mejor que tú. Decirme eso en el momento en que yo me sentía capaz de todo para poder ayudarte, incluso de en- trar en la habitación de mi marido, cosa que no haría ni para mí ni pa- ra\... Eso es digno de todo el mal que has cometido contra mí desde hace nueve años. --¡Hijas mías, hijas mías, besaos! --dijo el padre-- Sois un par de ángeles. --No, soltadme --gritó la condesa, desprendiéndose de los brazos de su padre, que había querido estrecharla contra su pecho--; ella tiene para mí menos piedad de la que podría tener mi marido. ¡No se diría que es pre- cisamente el espejo de todas las virtudes! --Prefiero pasar ante la gente por deber dinero al señor De Marsay, que confesar que el señor de Trailles me cuesta más de doscientos mil francos --respondió la señora de Nucingen. --¡Delfina! --gritó la condesa dando un paso hacia ella. --Yo te digo la verdad, mientras que tú me estás calumniando --repuso fríamente la baronesa. --¡Delfina! , eres una\... Papá Goriot se abalanzó hacia la condesa y le impidió que hablara ta- pándole la boca con su mano. --¡Dios mío!, padre, ¿qué habéis tocado esta mañana? --le dijo Anastasia. --Es verdad, perdón --dijo el pobre padre secándose las manos en el pantalón--. Pero es que no sabía que ibais a venir. Me estaba mudando. Sentíase feliz por haberse atraído un reproche que desviaba hacia él la cólera de su hija. --¡Ah! --repuso sentándose--, me habéis partido el corazón. ¡Yo me mue- ro, hijas mías! El cráneo me quema por dentro como si estuviese lleno de fuego. Sed amables una con otra y amaos mucho. De lo contrario, me ha- ríais morir. Delfina, Nasia, vamos, teníais razón, estabais equivocadas las dos. Vamos, Delfinita --añadió dirigiendo hacia la baronesa unos ojos lle- nos de lágrimas--, le hacen falta; vamos a buscárselos. No os miréis de esa manera. Diciendo esto, se arrodilló ante Delfina. --Pídele perdón para complacerme --le dijo al oído--; ella es la más des- graciada, ¿sabes? 176 --Pobre Nasia --dijo Delfina, asustada ante la salvaje y loca expresión que el dolor imprimía en el rostro de su padre--, estaba equivocada; da- me un beso\... --¡Ah!, me estáis derramando bálsamo en el corazón --gritó papá Gor- iot--. Pero ¿dónde encontrar los doce mil francos? ¿Y si me ofreciera co- mo sustituto en la milicia? --¡Ah, padre! --dijeron las dos hijas rodeándole-- No, no. --Dios os recompensará por esa idea, ¿no es verdad, Nasia? --dijo Delfina. --Y además, pobre papá, eso sería como una gota de agua --comentó la condesa. --Entonces, ¿es que uno no puede hacer lo que quiere con su sangre? --gritó el anciano, desesperado-- Me entrego al que te salvará, Nasia. Ma- taré a un hombre para él. Haré como Vautrin, iré a presidio. Yo\... --se de- tuvo como fulminado por un rayo--. ¡Nada! --dijo arrancándose los cabe- llos--. Si supiera adónde ir para robar\... Pero es difícil incluso hallar la ocasión de robar. Y además, haría falta gente y tiempo para apoderarse de la Banca. Vamos, he de morir, no tengo más remedio que morir. »¡Sí, ya no sirvo para nada, ya no soy padre! No. ¡Ella tiene necesidad de mí, ella me pide! Y yo, miserable, no tengo nada. ¡Ah!, tú te has cons- tituido rentas vitalicias, viejo malvado, y tenías dos hijas. ¿Pero es que no las amas? ¡Revienta, revienta como un perro! Sí, yo estoy por debajo de un perro; un perro no se portaría así. ¡Oh, mi cabeza! ¡Está hirviendo! --Pero, papá --gritaron las dos jóvenes, que le rodeaban para impedir que golpeara con su cabeza las paredes--, ¡sed razonable! Papá Goriot sollozaba. Eugenio, espantado, cogió la letra de cambio que había firmado para Vautrin, y cuyo timbre llevaba una suma mucho mayor; corrigió la cifra, hizo de ella una letra de cambio regular de doce mil francos a nombre de Goriot y entró. --Aquí tenéis todo vuestro dinero, señora --dijo presentando el papel--. Yo estaba durmiendo, vuestra conversación me ha despertado, y de este modo he podido saber que yo debía al señor Goriot. Aquí tenéis el título que podréis negociar, y lo pagaré fielmente. La condesa quedóse inmóvil con el papel en la mano. --Delfina --dijo pálida y trémula de cólera, de furor, de rabia--, yo te lo perdonaba todo, ¡pero esto! ¡El caballero estaba ahí y tú lo sabías! ¡Has cometido la vileza de vengarte de mí haciendo que le revelara mis secre- tos, mi vida, la de mis hijos, mi vergüenza, mi honor! Vamos, ahora te odio, ya no eres mi hermana, te haré todo el daño posible\... La cólera le cortó la palabra y la garganta se le secó. 177 --¡Pero si es mi hijo, nuestro hijo, tu hermano, tu salvador! --gritaba pa- pá Goriot--. ¡Bésale, pues, Nasia! ¡Mira cómo le beso yo! --repuso besando a Eugenio con una especie de frenesí--. ¡Oh!, hijo mío, yo seré más que un padre para ti; quiero ser una familia. Quisiera ser Dios, y arrojaría el uni- verso a tus pies. Pero dale un beso, ¿verdad que sí, Nasia? No es un hombre, sino un ángel, un verdadero ángel. --Dejadla, papá; está loca en estos momentos --dijo Delfina. --¡Loca, loca! Y tú, ¿qué es lo que eres? --preguntó la señora de Restaud. --Hijas mías, me muero si continuáis --gritó el anciano cayendo sobre su cama como herido por una bala--Estas hijas me están matando! --se dijo. La condesa miró a Eugenio, que permanecía inmóvil, absorto por la violencia de esta escena. --Caballero --le dijo interrogándole con el gesto, la voz y la mirada, sin reparar en su padre, cuyo chaleco estaba desabrochando rápidamente Delfina. --Señora, yo pagaré y me callaré --respondió sin aguardar la pregunta. --¡Has matado a papá, Nasia! --dijo Delfina mostrando el anciano des- vanecido a su hermana, la cual huyó. --Yo la perdono --dijo el buen hombre abriendo los ojos--; su situación es espantosa y sería capaz de trastornar la cabeza más firme. Consuela a Nasia, sé amable con ella; promételo a tu pobre padre, que se muere --pidióle a Delfina, estrechándole la mano. --Pero ¿qué es lo que os ocurre? --preguntó la hija, asustada. --Nada, no es nada --respondió el padre--; ya pasará. Siento algo que me pesa en la frente, una jaqueca. ¡Pobre Nasia, qué porvenir! En aquel momento, la condesa volvió a entrar y arrojóse a los pies de su padre: -- ¡Perdón! --exclamó. --Vamos --dijo papá Goriot--, ahora todavía me haces más daño. --Señor --dijo la condesa a Rastignac, con los ojos llenos de lágrimas--, el dolor me ha hecho ser injusta. Seréis un hermano para mí, ¿verdad? --añadió tendiéndole la mano. --Nasia --le dijo Delfina abrazándola--, mi pequeña Nasia, olvidémoslo todo. --No --dijo--, ¡yo me acordaré de todo! --Angeles míos --exclamó papá Goriot--, me quitáis el velo que tenía so- bre los ojos, vuestra voz me reanima. Vamos, volved a besaros. Bien, Na- sia, ¿esta letra de cambio podrá salvarte? 178 --Así lo espero. Decid, pues, papá, ¿queréis poner en ella vuestra firma? --¡Vaya, qué tonto soy! ¡Olvidarme de eso! Pero es que me he encontra- do muy mal, Nasia; no me guardes rencor. Manda decirme que has sali- do de tu apuro. No, es mejor que vaya. Pero no, no iré; no puedo ya ver a tu marido, pues lo mataría. En cuanto a enajenar tus bienes, lo evitaré. Vamos, de prisa, hija mía, y haz que Máximo siente la cabeza. Eugenio estaba estupefacto. --Esta pobre Anastasia ha sido siempre de carácter violento --dijo la se- ñora de Nucingen--, pero tiene buen corazón. --Ha vuelto a entrar para el endoso --dijo Eugenio al oído de Delfina. --¿Creéis? --Quisiera no creerlo. Desconfiad de ella --respondió Eugenio levantan- do los ojos como para confiar a Dios unos pensamientos que no se atre- vía a expresar. --Sí, siempre ha sido un poco comedianta, y mi padre se deja engañar por ella. --¿Cómo estáis, papá Goriot? --preguntóle Rastignac al anciano. --Tengo ganas de dormir --respondió. Eugenio ayudó a Goriot a acostarse. Luego, cuando el buen hombre se quedó dormido, teniendo en su mano la de Delfina, su hija se retiró. --Esta noche en los Italianos --dijo a Eugenio-- me dirás cómo va. Maña- na os mudaréis de piso, caballero. Veamos vuestra habitación. ¡Oh, qué horror! --dijo entrando en ella--. ¡Pero si vos estabais aún peor que mi pa- dre! Eugenio, te has portado muy bien. Yo os amaría más si ello fuera po- sible; pero, hijo mío, si queréis hacer fortuna, no hay que arrojar de ese modo doce mil francos por la ventana. El conde de Trailles es jugador. Mi hermana no quiere reconocer esto. Un gemido les hizo reparar de nuevo en Goriot, al que hallaron dormi- do en apariencia; pero cuando los dos amantes se acercaron a él, oyeron estas palabras: --¡No son dichosas!. Tanto si dormía como si estaba despierto, el acento de esta frase hirió tan vivamente el corazón de su hija, que ésta se acercó al catre en el que yacía su padre y le dio un beso en la frente. Abrió los ojos diciendo: --¡Es Delfina! --Bien, ¿cómo te encuentras? --le preguntó la joven. --Bien --respondió el anciano--, no te preocupes; voy a salir. Id, hijos mí- os; que seáis dichosos. 179 Eugenio acompañó a Delfína hasta su casa; pero, inquieto por el estado en que había dejado a Goriot, rehusó comer con ella, y volvió Casa Vauq- uer. Encontró a papá Goriot de pie y a punto de sentarse a la mesa. Bian- chon habíase colocado de forma que pudiese examinar bien el semblante del fabricante de fideos. Cuando le vio coger el pan y olerlo para juzgar acerca de la harina de que estaba hecho, el estudiante, al observar en este movimiento una ausencia total de lo que pudiera llamarse la conciencia del acto, hizo un gesto siniestro. --Ven a mi lado, señor interno --le dijo Eugenio. Así lo hizo Bianchon de buena gana, porque de este modo estaría más cerca del viejo huésped. --¿Qué es lo que tiene? --preguntó Rastignac. --O mucho me equivoco, o su estado es grave. Ha debido ocurrir algo extraordinario en él, y me parece que se encuentra bajo el peso de una in- minente apoplejía serosa. Aunque la parte baja del rostro está bastante serena, los rasgos superiores de la cara tienden hacia la frente, a pesar su- yo, ¿sabes? Además, los ojos se hallan en el estado particular que denota la invasión del suero en el cerebro. ¿No podría decirse que están llenos de un fino polvo? Mañana por la mañana sabré algo más. --¿Habrá algún remedio? --Ninguno. Quizá se podrá retrasar su muerte si se encuentran los me- dios de determinar una reacción hacia las extremidades, hacia las pier- nas; pero si mañana por la noche no cesan los síntomas, el pobre hombre estará perdido. ¿Sabes por qué acontecimiento ha sido provocada la en- fermedad? Ha debido de recibir un golpe violento bajo el cual su moral habrá sucumbido. --Sí --dijo Rastignac, recordando que las dos hijas habían golpeado sin cesar el corazón de su padre. «Por lo menos --decíase Eugenio--, Delfina ama a su padre.» Por la noche, en los Italianos, Rastignac adoptó ciertas precauciones para no alarmar en exceso a la señora de Nucingen. --No os preocupéis --respondió la joven a las primeras palabras que le dijo Eugenio--, mi padre es fuerte. Sólo que esta mañana lo hemos zaran- deado un poco. Nuestras fortunas están en peligro. ¿Os dais cuenta de la importancia de esta desgracia? Yo no podría vivir si vuestro afecto no me volviera insensible a lo que poco tiempo atrás constituirían para mí an- gustias mortales. Hoy no tengo más que un temor, más que una desgrac- ia, y es la de perder el amor que me ha hecho sentir el placer de vivir. Aparte de este sentimiento, todo me es indiferente; ya no amo nada en este mundo. Vos lo sois todo para mí. Si siento la dicha de ser rica, es 180 para agradaros más. Soy, para vergüenza mía, más amante que hija. ¿Por qué? Lo ignoro. Toda mi vida se halla en vos. Mi padre me dio un cora- zón, pero vos habéis hecho que palpitara. El mundo entero podrá censu- rarme, pero ¿qué me importa?, si vos, que no tenéis derecho a guardar- me rencor, me disculpáis de los crímenes a los que me condena un senti- miento irresistible. ¿Creéis que soy una hija desnaturalizada? ¡Oh, no, es imposible no amar a un padre tan bueno como es el nuestro. »¿Podía yo impedir que él viera al fin las consecuencias naturales de nuestros deplorables matrimonios? ¿Por qué no los impidió? ¿No le co- rrespondía a él reflexionar para bien de nosotras? Hoy, ya lo sé, sufre tanto como nosotras; pero, ¿qué podemos hacer? ¡Consolarle! No le con- solaríamos de nada. Nuestra resignación le causaría más dolor que nues- tros reproches y nuestras quejas no le causarían mal alguno. Hay situac- iones en la vida en las que todo es amargura. Eugenio permaneció silencioso, lleno de ternura ante la expresión in- genua de un sentimiento verdadero. Si las parisienses son a menudo fal- sas, ebrias de vanidad, individualistas, coquetas, frías, es evidente que cuando aman realmente sacrifican mayor número de sentimientos a sus pasiones; se elevan por encima de sus pequeñeces y llegan a ser subli- mes. Además, Eugenio estaba sorprendido por la inteligencia profunda y juiciosa que la mujer despliega para juzgar los sentimientos más natura- les, cuando un afecto privilegiado la separa de ellos y la coloca a distanc- ia. La señora de Nucingen extrañóse del silencio que guardaba Eugenio. --¿En qué pensáis? --le preguntó. --Estoy aún oyendo lo que me habéis dicho. Hasta ahora había creído que os amaba más de lo que vos me amáis a mí. La joven sonrió y se previno contra el placer que experimentaba, para dejar la conversación dentro de los límites impuestos por las convenienc- ias. Jamás había oído las expresiones vibrantes de un amor joven y since- ro. Unas palabras más, y no habría podido contenerse. --Eugenio --dijo cambiando de conversación--, ¿es que no sabéis lo que ocurre? Todo París se encontrará mañana en casa de la señora de Beau- séant. Los Rochefide y el marqués de Ajuda se han puesto de acuerdo para que nadie se entere de nada; pero lo cierto es que mañana el rey fir- ma el contrato de matrimonio y vuestra prima aún no sabe nada. No po- drá dispensarse de recibir en su casa, y el marqués no estará presente en su baile. Todo el mundo está comentando esta aventura. --¡Y el mundo se ríe de una infamia y se recrea en ella! ¿No sabéis, pues, que la señora de Beauséant morirá de este disgusto? 181 --No --dijo sonriendo Delfina--, no conocéis a esa clase de mujeres. Pero todo París irá a su casa y yo también estaré allí. Sin embargo, esta felici- dad os la debo a vos. --Pero --dijo Rastignac-- ¿no se tratará de uno de esos rumores absurdos como los que en tanta abundancia circulan por París? --Mañana sabremos la verdad. Eugenio no volvió a Casa Vauquer. No pudo renunciar a gozar de su nuevo apartamento. Si, el día antes, habíase visto obligado a abandonar a Delfina, a la una de la noche, fue Delfina la que le dejó hacia las dos para volver a su casa. Al día siguiente durmió hasta bastante tarde, y hacia el mediodía aguardó a la señora de Nucingen, la cual fue a desayunar con él. Los jóvenes son tan ávidos de estas cosas tan agradables, que Eugenio casi se había olvidado de papá Goriot. Fue una larga fiesta para él el ha- bituarse a cada uno de aquellos elegantes objetos que le pertenecían. La señora de Nucingen estaba allí, confiriendo un nuevo valor a todas las cosas. Sin embargo, hacia las cuatro, los dos amantes pensaron en papá Goriot, recordando la felicidad que él se prometía al ir a vivir en aquella casa. Eugenio observó que era necesario llevar allí cuanto antes al buen hombre, si es que había de estar enfermo, y dejó a Delfina para correr a Casa Vauquer. Ni papá Goriot ni Bianchon se hallaban a la mesa. --Bien --le dijo el pintor--, papá Goriot se encuentra mal. Bianchon está arriba con él. El buen hombre ha visto a una de sus hijas, la condesa de Restaurama. Luego ha querido salir y su enfermedad ha empeorado. La sociedad va a verse privada de uno de sus bellos ornatos. Rastignac se precipitó hacia la escalera. --¡Eh, señor Eugenio! --¡Señor Eugenio!, la señora os llama --le gritó Silvia. --Señor --díjole la viuda--, el señor Goriot y vos habíais de marcharos el quince de febrero. Hace tres días que ha pasado el quince y estamos ya a dieciocho; tenéis que pagarme un mes por vos y por él; pero si queréis salir fiador por papá Goriot, vuestra palabra será suficiente. --¿Porqué? ¿Es que no tenéis confianza? --¡Confianza! Si el buen hombre perdiera la cabeza y se muriese, sus hi- jas no me darían un céntimo, y todos sus bártulos no valen ni diez fran- cos. Esta mañana se ha llevado sus últimos cubiertos, no sé por qué. Ha- bíase vestido como un joven. Que Dios me perdone, pero creo que lleva- ba colorete; me ha parecido rejuvenecido. --Yo respondo de todo --dijo Eugenio estremeciéndose de horror y tem- iendo un desastre. 182 Subió a la habitación de papá Goriot. El anciano yacía en su lecho y Bianchon estaba cerca de él. --Buenos días, padre --le dijo Eugenio. El buen hombre le sonrió dulcemente y respondió volviendo hacia él unos ojos vidriosos: --¿Cómo se encuentra mi hija? --Bien, ¿y vos? --También. --No le fatigues --dijo Bianchon llevándose a Eugenio a un rincón de la habitación. --¿Y bien? --le dijo Rastignac. --Sólo un milagro puede salvarle. Ha tenido lugar la congestión serosa; tiene sinapismos; afortunadamente los siente, están produciendo su efecto. --¿Se le puede trasladar? --Imposible. Hay que dejarle ahí, evitar todo movimiento físico y toda emoción\... --Mi buen Bianchon --dijo Eugenio--, los dos cuidaremos de él. --Ya he hecho venir al médico director de nuestro hospital. --¿Y qué? --Mañana dirá de qué se trata. Me ha prometido que vendría después de terminada su jornada. Desgraciadamente ese hombre ha cometido es- ta mañana una imprudencia sobre la cual no quiere dar explicación algu- na. Es tozudo como una mula. Cuando le hablo, hace como si no me oye- se, y duerme para no tener que contestar a mis preguntas; o bien, si tiene los ojos abiertos, comienza a gimotear. Ha salido al amanecer, ha ido a pie por las calles de París, no sabemos adónde. Se ha llevado todo lo que poseía de valor, ha ido a hacer Dios sabe qué tráfico, que le ha costado un esfuerzo superior a sus fuerzas. Ha venido una de sus hijas. --¿La condesa? --dijo Eugenio--. ¿Una morena alta, de ojos vivos y her- mosos, lindo pie, cintura esbelta? --Sí. --Déjame un momento a solas con él. Voy a confesarle; a mí me lo dirá todo. --Entretanto, voy a comer. Solamente procura no agitarle demasiado; todavía nos queda alguna esperanza. --Descuida. --Mañana se divertirán mucho --dijo papá Goriot a Eugenio cuando es- tuvieron solos--. Van a un gran baile. 183 --¿Qué habéis hecho, pues, esta mañana, papá, para que esta tarde os encontréis tan mal que estéis obligado a guardar cama? --Nada. --¿Ha venido Anastasia? --preguntó Rastignac. --Sí --respondió papá Goriot. --Bien, no me ocultéis nada. ¿Qué más os ha pedido? --¡Ah --repuso el anciano reuniendo sus energías para poder hablar--, era muy desdichada, pobre hija mía! Nasia no tiene un céntimo desde el asunto de los diamantes. Había encargado para ese baile un vestido de lentejuelas que debe sentarle como una joya. Su modista, la infame, no ha querido fiarle, y su doncella ha entregado mil francos a cuenta. ¡Pobre Nasia! ¡Haber llegado a tal extremo! Esto me ha desgarrado el corazón. »Pero la doncella, al ver que Restaud retira toda su confianza a Nasia, ha tenido miedo de perder su dinero, y se entiende con la modista para que ésta no entregue el vestido a menos que le sean devueltos los mil francos. El baile es mañana, el vestido está acabado y Nasia está desespe- rada. Ha querido que le prestase mis cubiertos para empeñarlos. Su ma- rido quiere que ella vaya a ese baile para mostrar a todo París los dia- mantes que la gente pretende que ella ha vendido. ¿Puede decirle a ese monstruo: «Debo mil francos, pagadlos»? No. Yo me he hecho cargo de esto. Su hermana Delfina irá al baile con un vestido precioso. Anastasia no debe ser menos que su hermana menor. Y además, mi pobre hija no hace sino llorar. Me sentí tan humillado al no tener doce mil francos ayer, que habría dado el resto de mi miserable existencia por poder arre- glar este asunto. ¿Sabéis?, yo había tenido fuerzas para soportarlo todo, pero mi última falta de dinero me ha partido el corazón. Sin pensarlo más, he vendido cubiertos y joyas por valor de seiscientos francos: luego he empeñado, por un año, mi título de renta vitalicia contra cuatrocien- tos francos una vez pagados, a papá Gobseck. ¡Bah, comeré sólo pan! Es- to resultaba suficiente para mí cuando era joven, y todavía puedo pasar así. Por lo menos mi buena Nasia pasará una buena noche. Estará muy hermosa. Tengo debajo de mi almohada el billete de mil francos. Me re- conforta tener debajo de la cabeza algo que va a hacer feliz a la pobre Na- sia. Podrá despedir a la ingrata doncella. ¡Se habrá visto que los criados no tengan confianza en sus dueños! Mañana estaré bien. Nasia viene a las diez. No quiero que me crean enfermo, porque no irían al baile, para poder cuidarme. Después de todo, ¿no habría gastado mil francos en la farmacia? Prefiero dárselos a mi curalotodo, a mi Nasia. Yo la consolaré en su miseria, por lo menos. Esto hace que pueda perdonárseme mi error por haberme hecho una renta vitalicia. Ella se encuentra en el fondo del 184 abismo y yo no soy lo bastante fuerte para sacarla de él. ¡Oh!, he de vol- ver al comercio. »Iré a Odesa para comprar cereales. El trigo cuesta allí tres veces me- nos que el nuestro. Sí bien está prohibida la importación de cereales en especie, los que hacen las leyes no han tenido la idea de prohibir la fabri- cación de los productos cuya materia es el trigo. Yo he descubierto esto esta mañana. Pueden hacerse grandes cosas con los almidones. --Está loco --díjose Eugenio mirando al anciano--. Vamos, descansad, no habléis\... Eugenio bajó para comer cuando Bianchon volvió a subir. Luego los dos pasaron la noche velando al enfermo, turnándose, ocupándose el uno en leer sus libros de medicina y el otro en escribir a su madre y a sus hermanas. Al día siguiente, los síntomas que se declararon en el enfermo fueron, según Bianchon, de augurio favorable; pero exigieron unos conti- nuos cuidados, de los que sólo los dos estudiantes eran capaces de prodi- gar y en la descripción de los cuales es imposible comprometer la pudi- bunda fraseología de la época. Las sanguijuelas aplicadas al cuerpo dep- auperado del buen hombre fueron acompañadas de cataplasmas, de ba- ños de pies, de manipulaciones médicas para las cuales, por otro lado, precisábase la fuerza y la buena voluntad de los dos jóvenes. La señora de Restaud no fue a ver a su padre y mandó un propio a buscar la suma. --Yo creía que vendría ella misma. Pero quizás es mejor así, porque se habría alarmado --dijo el padre, pareciendo feliz por esta circunstancia. A las siete de la tarde, Teresa vino a entregar una carta de Delfina. ¿Qué hacéis, amigo mío? Apenas amada, ¿habría ya de verme negligida? Me habéis mostrado, en esas confidencias hechas de corazón a corazón, un alma demasiado hermosa para no ser de aquellos que permanecen siempre fieles al ver hasta qué punto tienen matices los sentimientos. Tal como dijist- eis vos mismo al escuchar la plegaria cantada por Mosé: «Para los unos es una misma nota; para los otros es lo infinito de la músi- ca.» Pensar que esta tarde os espero para ir al baile de la señora de Beau- séant. Decididamente el contrato del señor de Ajuda ha sido firmado esta mañana en la corte, y la pobre vizcondesa no lo ha sabido hasta las dos. Todo París acudirá a su casa, como el pueblo abarrota la plaza de la Grève cuando ha de asistir a una ejecución. ¿No es horrible ir a ver si esa mujer ocultará su dolor, si sabrá morir dignamente? Por supuesto, que yo no iría a ese baile, amigo mío, si ya hubiera estado en casa de esa señora en otra ocasión; pero sin duda ya no volverá a recibir, y todos los esfuerzos que he hecho resultarí- an superfluos. Mi situación es muy distinta de la de las otras. Por otra parte, 185 también voy al baile por vos. Os espero. Si no estuvieseis a mi lado dentro de dos horas, no sé si os perdonaría esa felonía. Rastignac cogió una pluma y respondió así: Estoy esperando a un médico para saber si vuestro padre debe vivir aún. Está muriéndose. Iré a comunicaros la noticia, y temo que se trate de una sentencia de muerte. Ya veréis entonces si podéis o no ir al baile. Mis salu- dos cariñosos. El médico llegó a las ocho y media, y sin dar una opinión favorable, no pensó que la muerte hubiera de ser inminente. Anunció mejoras y recaí- das alternativas, de las que dependería la vida y la razón del buen hombre. --Más le valdría morir en seguida --fueron las últimas palabras del doctor. Eugenio confió a papá Goriot a los cuidados de Bianchon, y partió pa- ra ir a llevar a la señora de Nucingen la triste nueva que en su ánimo, aún imbuido por los deberes de familia, había de suspender toda alegría. --Decidle que se divierta a pesar de todo --le gritó papá Goriot, que pa- recía amodorrado, pero que se incorporó en el momento en que Rastig- nac se disponía a salir. El joven presentóse a Delfina transido de dolor y la encontró peinada, vestida, calzada. Sólo le faltaba ponerse el vestido de baile. Pero, seme- jantes a las pinceladas con que los pintores dan cima a sus cuadros, el úl- timo arreglo requería más tiempo que el fondo mismo del lienzo. --¡Cómo! ¿No vais vestido para el baile? --le dijo Delfina. --Pero señora, vuestro padre\... --¡Siempre mi padre! --interrumpió la joven--. Supongo que no iréis a decirme lo que le debo a mi padre. Hace tiempo que conozco a mi padre. Ni una palabra, Eugenio. No os escucharé hasta que os vea arreglado. Teresa lo ha preparado todo en vuestra casa; mi coche está a punto, to- madlo; y luego volved. Ya hablaremos de mi padre mientras vayamos al baile. Debemos salir temprano, porque si quedamos presos en la fila de los coches, podremos considerarnos afortunados si hacemos nuestra en- trada a las once. --¡Señora! --¡Id! Ni una palabra --dijo la joven corriendo hacia su gabinete para ir a buscar un collar. 186 --Marchaos, pues, señor Eugenio, si no queréis que la señora se enfade --dijo Teresa empujando al joven, horrorizado de aquel elegante parricidio. Fue a vestirse, haciéndose las más tristes, las más descorazonadoras re- flexiones. Veía el mundo como un océano de barro, en el que un hombre se sumergía hasta el cuello si por azar se mojaba en él el pie. «Sólo se co- meten en este mundo crímenes mezquinos --se dijo--. Vautrin es más grande.» Había visto las tres grandes expresiones de la sociedad: la Obe- diencia, la Lucha y la Rebelión; la Familia, el Mundo y Vautrin. Y no se atrevía a tomar un partido determinado. La Obediencia era aburrida, la Rebelión imposible y la Lucha incierta. Su pensamiento le trasladó al seno de la familia. Acordóse de las puras emociones de aquella vida tranquila, recordó los días pasados en medio de los seres que tanto le amaban. Conformándose a las leyes naturales del hogar doméstico, aquellas amadas criaturas encontraban en él una fe- licidad plena, continua, sin angustias. A pesar de sus buenas intenciones, no sintió el valor suficiente para confesar a Delfina la fe de las almas pu- ras, ordenándole la Virtud en nombre del Amor. Su educación, apenas iniciada, había empezado ya a dar sus frutos. Ya amaba egoístamente. Su tacto le había permitido reconocer la naturaleza del corazón de Delfina. Presentía que era capaz de pasar por encima del cuerpo de su padre para ir al baile, y no tenía fuerzas para desempeñar el papel de un razonador, ni el valor de contrariarla, ni la virtud de abandonarla. «Nunca me per- donaría haber tenido razón contra ella en estas circunstancias», se dijo. Además, comentó las palabras de los médicos, se complació en pensar que papá Goriot no estaba tan gravemente enfermo como él creía; en fin, acumuló razonamientos asesinos para justificar a Delfina. Ella ignoraba el estado en que se encontraba su padre. El buen hombre la mandaría al baile si ella fuera a verle. A menudo la ley social, implacable en su fór- mula, condena allí donde el crimen aparente es ejecutado por las innu- merables modificaciones que introducen en el seno de las familias la di- ferencia de los caracteres, la diversidad de los intereses y de las situacio- nes. Eugenio quería engañarse a sí mismo, estaba dispuesto a hacerle a su amante el sacrificio de su conciencia. Desde hacía dos días todo había cambiado en su vida. La mujer había arrojado en ella sus desórdenes, ha- bía eclipsado a la familia, todo lo había confiscado en provecho propio. Rastignac y Delfina habíanse encontrado en las condiciones deseadas pa- ra experimentar el uno hacia el otro los goces más vivos. Su pasión, bien preparada, había crecido por medio de aquello que mata las pasiones, por el goce. 187 Al poseer a aquella mujer, Eugenio diose cuenta de que hasta entonces sólo la había deseado, y sólo la amó al día siguiente de su felicidad: el amor no es quizá más que el reconocimiento del placer. Infame o subli- me, él adoraba a aquella mujer por los placeres que él le había aportado en dote, y por aquellos que de ella había recibido; asimismo Delfina ama- ba a Rastignac como Tántalo habría amado al ángel que hubiera ido a sa- tisfacer su hambre o a calmar la sed de su garganta reseca. --Bien, ¿cómo está mi padre? --le preguntó la señora de Nucingen cuan- do Eugenio volvió a la casa de ella vestido para el baile.