Dolor Crónico (Psicología Médica-Díaz) PDF
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Jesús Rodríguez-Marín, Purificación Bernabeu y Carlos J. van-der Hofstadt
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Este documento presenta una introducción al dolor crónico desde una perspectiva médica, explorando el dolor como una experiencia multidimensional, influida por factores fisiológicos, psicológicos, sociales y culturales. Se discuten las diferentes teorías y clasificaciones del dolor, incluyendo los conceptos de dolor agudo y crónico.
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DOLOR CRÓNICO. CAP 24,PARTE V (Psicología Médica-Díaz) Jesús Rodríguez-Marín, Purificación Bernabeu y Carlos J. van-der Hofstadt INTRODUCCIÓN El dolor es un síntoma tan viejo como la propia humanidad y ha formado parte inseparable de ella desde siempre (Baños y Bosch, 1995). Hablamos po...
DOLOR CRÓNICO. CAP 24,PARTE V (Psicología Médica-Díaz) Jesús Rodríguez-Marín, Purificación Bernabeu y Carlos J. van-der Hofstadt INTRODUCCIÓN El dolor es un síntoma tan viejo como la propia humanidad y ha formado parte inseparable de ella desde siempre (Baños y Bosch, 1995). Hablamos por tanto de un viejo conocido, de un compañero de viaje de la raza humana que ha sido estudiado a lo largo de la historia. Sin embargo, su conceptualización ha ido cambiando a lo largo del tiempo en función de los resultados de los estudios científicos. En un principio el dolor se atribuía exclusivamente a causas externas como heridas o traumatismos, incluso en algunas culturas el dolor era producto de algún espíritu maligno o un castigo que debía sufrir la persona por los pecados cometidos. Posteriormente se establecía la importancia del sistema nervioso en la transmisión del dolor y así se instauró la base para estudiarlo desde su neurofisiología. Las primeras teorías sobre el dolor seguían el modelo biomédico clásico que ya hemos estudiado, según el cual todas las alteraciones físicas que tienen como consecuencia el dolor serían el resultado de una alteración orgánica del cuerpo. Este modelo favorecía una concepción dualista del dolor, según la cual el dolor debía ser dividido en dolor causado por patología orgánica identificable y dolor percibido por el paciente debido a factores psicológicos. Para superar estas limitaciones se hizo necesario complementar el modelo biomédico clásico, aceptando nuevas teorías más completas que explicasen el dolor como experiencia multidimensional. Así nació el modelo multidimensional del dolor, que «concibe al dolor como un fenómeno complejo, multidimensional mediatizado por la interacción de factores fisiológicos, psicológicos, sociales y culturales» (Infante, 2002). Dentro de este modelo se enmarca la teoría de la puerta de Melzacky Wall (1965), que postula la existencia de un mecanismo que modula el dolor localizado en el asta dorsal de la médula que deja pasar o impide el paso de los impulsos nerviosos que provienen de los nociceptores periféricos hacia centros superiores. Con esta teoría se establece el carácter perceptual del dolor y se conceptualiza como una «experiencia» manifestada mediante unos comportamientos. Lo que objetivamente sabemos del dolor es precisamente «la conducta del dolor» (Fordyce, 1976). La explicación del dolor implica, pues, la referencia a todos los elementos de la ecuación de cualquier conducta: los estímulos antecedentes y consecuentes, los elementos y procesos biológicos y psicológicos del organismo y la propia conducta de dolor. Estos dos últimos aspectos son los que interesan a la psicología. En ellos se recogen los elementos emocionales, cognitivos y comportamentales, cuyo estudio constituye el núcleo de la psicología del dolor. Teniendo en cuenta esta evolución en el concepto, Bonica en 1991 creó la primera clínica del dolor mediante un abordaje multidisciplinar entendiéndolo como una experiencia multidimensional y compleja. Este autor, como veremos en el capítulo, es quien además sentó las bases para la distinción entre dolor crónico y dolor agudo. DEFINICIÓN, CONCEPTOS Y TIPOS PRINCIPALES Cuando intentamos definir el dolor es cuando percibimos realmente la gran magnitud del fenómeno, los innumerables matices, connotaciones y aspectos que queremos transmitir con el concepto de dolor. La definición de dolor es una de las dificultades con la que se encuentran los clínicos. La definición actual aceptada es la del Comité de Taxonomía de la International Association for the Study of Pain (1979): «el dolor es una experiencia sensorial y emocional desagradable, generalmente asociada a un daño tisular real o potencial, o descrita en términos de dicho daño, cuya presencia se manifiesta por alguna forma de conducta observable, visible o audible». Esta definición tiene importantes implicaciones que se recogen en el cuadro 24.1 (Chapman, 1986). Con esta propuesta se confirma que la concepción dualística del dolor que lo divide en dolor causado por un origen orgánico identificable y dolor funcional o secundario, en ocasiones debido a factores psicológicos, está completamente obsoleta. Esta visión anticuada tiene muchas desventajas, siendo la más notable la que supone que el primer dolor es el «dolor real», mientras que el segundo es el «imaginario». Incluso aunque los factores etiológicos involucrados en el dolor sean psicológicos, la percepción de dolor del paciente es la misma, así como su sufrimiento. Se expresa, por tanto, la idea generalmente reconocida hoy en día de que los factores psicológicos desempeñan un papel importante en el dolor. Es decir, que los factores emocionales, cognitivos y comportamentales poseen un papel importante en la experiencia dolorosa (Vallejo y Comedie, 1992). Tipos de dolor Es posible hacer una clasificación del dolor en función de los criterios siguientes: tipo de receptor activado, localización del dolor y criterios temporales (Ferrer-Pérez et al., 1994; Penzo, 1989). De acuerdo con esos criterios podemos hacer la siguiente taxonomía que se muestra resumida en el cuadro: ® Según el tipo de receptor activado cabe distinguir entre dolor primario y dolor secundario. El dolor primario es el componente fásico. Es una sensación aguda, bien definida y localizada, trasmitida por fibras A delta, y proporciona información inmediata sobre la presencia del daño, su extensión y localización. El dolor secundario es el componente tónico. Tiene una deficiente localización, cualidad difusa y persistente, transmitida por fibras C. A veces no se puede identificar su causa. ® Según su localización cabe distinguir el dolor en función de criterios anatómicos, de los órganos implicados en el dolor y de las características de los receptores nociceptivos, y de las posibilidades de discriminación (dolor cutáneo, dolor somático profundo, dolor visceral, dolor epicrítico, dolor protopático). ® Según los criterios temporales podemos distinguir: de acuerdo con la forma de inicio (dolor brusco y dolor progresivo), de acuerdo con su curso (dolor intermitente, continuo o con exacerbaciones esporádicas), de acuerdo con su ritmo (diario o estacional) y de acuerdo con su duración (crónico o agudo). Nos centraremos en estos últimos. Dolor agudo El dolor agudo es el causado por estímulos nocivos desencadenados por heridas o enfermedades de la piel, estructuras somáticas profundas o visceras. También puede deberse a una función anormal de músculos o visceras que no necesariamente produzca daño tisular efectivo, aun cuando su prolongación podría hacerlo. Si bien los factores psicológicos tienen una importante influencia en la manera en que se experimenta el dolor agudo, este no obedece a causas psicopatológicas o ambientales salvo raras excepciones. Esto contrasta con el dolor crónico, en el que estos factores desempeñan un papel principal. El dolor agudo asociado a una enfermedad previene al individuo de que algo anda mal. Es un indicador de lesión o alteración patológica y tiene un alto valor adaptativo. En algunos casos el dolor limita la actividad, previniendo un daño mayor o ayudando a la curación. Desde un punto de vista psicológico dominan en él las respuestas reflejas, bajo el control de estímulos incondicionados, explicables en función de sus propiedades fisicoquímicas (Penzo, 1989). Dolor crónico En el caso del dolor crónico su establecimiento puede ser debido a la persistencia del estímulo, de la enfermedad, o de ciertas condiciones fisiopatológicas. El dolor crónico se define como aquel dolor que persiste por más de un mes después del curso habitual de una enfermedad aguda o del tiempo razonable para que sane una herida, o aquel asociado a un proceso patológico crónico que causa dolor continuo o recurrente (Bonica, 1976). Esta definición clínica del dolor crónico incluye, por tanto, dos elementos básicos: el tiempo transcurrido y el hecho de que, mientras se experimenta, se haya buscado la ayuda médica y que la intervención no haya sido eficaz (Penzo, 1989). Las diferencias básicas entre dolor agudo y dolor crónico se pueden ver, de forma resumida, en la tabla 24.1. El dolor crónico tiene efectos fisiológicos, psicológicos y conductuales sobre el paciente y su familia, además de un coste social enorme. Podría decirse que mientras el dolor agudo es un síntoma de una enfermedad o traumatismo, el dolor crónico constituye una enfermedad en sí misma. El dolor crónico no puede considerarse adaptativo. La mayoría de los pacientes con dolor crónico no manifiesta las respuestas autonómicas y el patrón neuroendocrino característicos del dolor agudo, a menos que existan exacerbaciones. Cuando el dolor es continuo o casi continuo la respuesta se extingue, apareciendo diversos cambios, muchos de ellos desencadenados por la inactividad que se observa frecuentemente en los pacientes con dolor crónico. Hay pérdida de masa y de coordinación muscular, osteoporosis, fibrosis y rigidez articular. La menor fuerza muscular puede llevar a una alteración respiratoria restrictiva. Hay un aumento de la frecuencia cardíaca basal y una disminución de la reserva cardíaca. En el sistema digestivo se observa una disminución de motilidad y secreción, estreñimiento y desnutrición. Con frecuencia se observa retención urinaria e infección. También suele haber depresión, confusión, alteraciones del sueño y disfunción sexual. La respuesta inmunitaria está alterada por el estrés y la desnutrición. Estas consecuencias físicas y psicológicas justifican una intervención terapéutica independiente del resto de la patología implicada (Bonica, 1979). Dado que las alteraciones psicológicas se manifiestan sobre todo en la experiencia del dolor crónico por sus características especiales, es en este ámbito en el que desde la psicología se han realizado más aportaciones sobre su estudio, evaluación y el desarrollo de programas de intervención. Como hemos mencionado, el dolor crónico, además de persistir más de 6 meses después de la lesión causal, suele ser refractario a múltiples tratamientos y está asociado a numerosos síntomas psicológicos, entre los que están la depresión, el miedo o el insomnio. También son frecuentes la ansiedad y la ira, así como alteraciones del comportamiento que influyen en la calidad de vida de los pacientes (Gatchel et al., 2007; Moix y Kovacs, 2010; Moix y Casado, 2011). De hecho en los resultados de diferentes estudios (p. ej., ITACA) se muestra que las personas con dolor crónico tienen una afectación multidimensional de la calidad de vida que supera a otras enfermedades médicas crónicas (Casals y Samper, 2004). Ello implica que hay que profundizar en la búsqueda de otros abordajes terapéuticos en el ámbito psicológico, complementarios al farmacológico, que podrían contribuir a mejorar el control de esta patología, ya que se conoce que los pacientes tratados conjuntamente con técnicas médicas y psicológicas muestran una mayor reducción del dolor, de la incapacidad y de los estados de ánimo negativos. Hoy en día todas las sociedades internacionales sobre dolor y guías de práctica clínica coinciden en señalar la necesidad de un abordaje multidisciplinar del dolor crónico basándose en el modelo biopsicosocial, que ha demostrado ser el más eficaz en esta patología. En este sentido se considera el abordaje psicológico como uno de los pilares básicos, ya que las intervenciones que lo incluyen demuestran ser más efectivas (Vallejo et al., 2001). EPIDEMIOLOGÍA En los últimos años el dolor crónico se ha convertido en uno de los mayores motivos de consulta médica, siendo actualmente uno de los principales problemas de salud pública. En un estudio realizado sobre la prevalencia de dolor en Europa (Breivik et al., 2006), en el que se entrevistaron a más de 46.000 personas de dieciséis países, se comprobó que el dolor crónico afecta a uno de cada cinco europeos (19%). En España este porcentaje se sitúa en el 12% y la duración e intensidad del dolor es mayor que en el resto de los países (Catalá et al., 2002; Breivik et al., 2006). Este porcentaje coincide con el resultado del estudio ITACA realizado en 2004 y que daba una tasa del 29,6% de personas con dolor en la población general española y del 17,6% específica para dolor crónico (Casals y Samper, 2004). Otros estudios sitúan la prevalencia de dolor crónico entre el 25% y el 40% de la población española (Catalá et al., 2002). Según los resultados del estudio ITACA, en nuestro país se observa el porcentaje más elevado de personas con dolor crónico que sufren depresión, concretamente el 29%. En muestras de población con dolor crónico se observa al menos un síntoma depresivo en el 16,5% de los sujetos y un diagnóstico de depresión mayor en el 4%. De los españoles encuestados que padecían dolor crónico un 73% requirió atención médica y el 65% seguía algún tipo de tratamiento farmacológico (número medio de fármacos/día de 2,6). Pese a estas cifras, más de la mitad de los pacientes consideraba que su medicación era insuficiente para alcanzar una cobertura analgésica óptima. De ellos un 47% sufre dolor diariamente, un 35% todo el tiempo y un 18% alguna vez. Además, en el 40% se dan diversos grados de incapacidad para desarrollar su actividad de vida cotidiana asociando la pérdida o el cambio de trabajo (Casals y Samper, 2004) PREVENCIÓN EN DOLOR CRÓNICO La prevención en dolor crónico es una cuestión básica de salud, fundamental y necesaria. En primer lugar, el dolor crónico es un problema que está muy extendido, tal y como hemos visto. En segundo lugar, el dolor crónico provoca un coste económico enorme. Por último, el dolor crónico provoca una inestimable cantidad de sufrimiento, tanto a los propios pacientes como a familiares, amigos y compañeros de los directamente afectados. A pesar de las razones expuestas y de los estudios realizados, la prevención en dolor crónico sigue siendo una tarea difícil debido precisamente a su complejidad y a la diversidad de áreas que pueden verse afectadas por esta patología. Es por ello que la mayoría de acciones se centran en la prevención secundaria específica para determinados tipos de dolor y en la discapacidad que puede llegar a producir el dolor crónico. En cuanto a los factores de riesgo, los más importantes son los vinculados con variables médicas, demográficas, psicológicas y sociolaborales. Dentro de las variables médicas se encuentran la duración del problema de dolor, el número de intervenciones sufridas, la historia del tratamiento y las características de la lesión (Potter et al., 2000). En relación a las variables demográficas existen resultados inconsistentes, ya que, aunque al parecer niveles educativos y económicos bajos parecen ser factores de riesgo (Baldwin et al., 1996), es posible que esta relación tenga que ver con la ocupación laboral, ya que personas con menor educación tienden a realizar trabajos con mayor demanda física y mayor riesgo para la salud. Los factores psicosociales son muy relevantes para la prevención del dolor crónico (Blytha et al., 2007). Hay estudios que identifican la llamada «tríada neurótica», esto es, elevadas puntuaciones en histeria, depresión e hipocondría, en una gran mayoría de pacientes con dolor crónico. Concretamente Gatchel y Weisberg (2000) realizaron varios estudios para confirmar la validez de estas puntuaciones para predecir el dolor y la discapacidad de pacientes con problemas de dolor de espalda empleando el Minnesota Multiphasic Personality Inventory (MMPI) (un inventario para medir la personalidad muy empleado en salud mental). El estrés, ansiedad o depresión, así como el estilo de afrontamiento, también han resultado ser factores psicológicos predictores de cronicidad. En general, las variables psicológicas han resultado ser tan importantes en dolor crónico, que la mayoría de los programas de prevención que se han desarrollado se fundamentan, principalmente, en la aplicación de principios psicológicos. Estos programas surgen de la aplicación de técnicas psicológicas que se basan en el condicionamiento operante (Fordyce et al., 1986), y que ya desarrollamos en el capítulo 5. No obstante, aunque este tipo de intervenciones pueden dar resultados positivos, es necesario evaluar de manera detallada las necesidades de cada paciente. Actualmente, partiendo del modelo de Fordyce, se han desarrollado nuevos programas que combinan técnicas conductuales y cognitivas, dado el importante papel de los pensamientos en el origen y mantenimiento de los problemas de dolor. PSICOLOGÍA DEL DOLOR El dolor es una experiencia manifestada mediante unos comportamientos. Lo que objetivamente sabemos del dolor es la «conducta del dolor», una conducta compleja, es decir, «un conjunto de comportamientos socialmente significativos e interpretados como indicación o señal de lo que le sucede al que los emite» (Rodríguez-Marín, 2001). Por eso, al hablar del dolor tenemos que hacerlo no solo de la conducta del dolor, sino los elementos cognitivos y emocionales ligados a tal conducta. Cogniciones y dolor En los años sesenta se introdujo el estudio de los factores cognitivos en la explicación del dolor. Como ya hemos comentado, en este período se construye la teoría de la «puerta de control» (TPC) de Melzack y Wall (1965) para integrar comprensivamente los factores psicológicos y fisiológicos en la explicación del dolor. Sobre esa base se desarrollaron las explicaciones multidimensionales del dolor, prestando atención tanto a elementos sensoriales como a aspectos emocionales y cognitivos como las percepciones, atribuciones, expectativas, creencias, autoeficacia, control personal, atención, solución de problemas, afrontamiento, autocharla e imaginería mental. A pesar de haber pasado ya varias décadas, la TPC posiblemente sigue siendo la más comprensiva y relevante para explicar los aspectos cognitivos del dolor. Según este marco teórico, en el caso del dolor crónico, el control «exitoso» del dolor implica cambiar los componentes cognitivo-motivacionales, mientras que los componentes sensoriales permanecen intactos. Otras teorías han intentado introducir nuevos conceptos que no aparecen en la TPC. Algunas de ellas se formularon para explicar los resultados de la práctica clínica, mientras que otras se formularon para psicológicos del dolor crónico en el modelo de laTPC (Robinson y Riley, 1999). Otros autores, como Dworkin, Von Korff y Leresche (1992) presentaron un modelo complementario de laTPC, en el que los conceptos cognitivos ocupaban un lugar prominente y argumentaron que ninguna dimensión por sí sola es adecuada para entender el dolor crónico, sino que hay una interacción dinámica entre nocicepción, percepción de dolor, valoración del dolor y respuestas comportamentales al dolor (factores intrínsecos), sus contextos sociales familiares, laborales y el sistema sanitario (factores extrínsecos). Empleando todas estas teorías se han diseñado programas clínicos basados en estrategias cognitivas para reducir la intensidad del dolor o disminuir su impacto en la vida del paciente. Los resultados de la aplicación de estos programas han sido generalmente buenos, aunque no muy consistentes. Quizás esas inconsistencias puedan deberse al uso de diferentes diseños de tales programas, que hace muy difícil su comparación (Rodríguez-Marín et al., 2013). En cualquier caso, la influencia de los procesos cognitivos es solo una parte de un problema más complejo. Los procesos cognitivos, por sí mismos, no proporcionan la solución, sino que hay que integrarlos con los otros aspectos del problema multidimensional del dolor (Gamsa, 1994). Emociones y dolor Podemos considerar los aspectos emocionales del dolor como antecedentes o como consecuentes de la experiencia dolorosa (Rodríguez-Marín, 2001). Las emociones como antecedentes del dolor Las emociones son rasgos distintivos de la experiencia compleja subjetiva del dolor. Normalmente una gama amplia de emociones negativas acompaña a la experiencia del dolor de cualquier tipo y le proporciona un contexto. Dentro de esa gama se incluyen emociones como miedo, ansiedad, depresión, ira, culpa o frustración. Sin la presencia de emociones negativas la persona con dolor no podría describir su experiencia como «sufrimiento» (Bayés, 2001; Robinson y Riley, 1999). La consideración de los factores emocionales como antecedente del dolor se ha llevado a cabo desde diferentes puntos de vista. Primero como antecedente «causal» del dolor. Así Merskey (1967) describió dos formas de dolor que parecen derivarse exclusivamente de factores emocionales en particular, o de factores psicológicos en general: el dolor durante alucinaciones (como se puede observar en esquizofrénicos) y el dolor asociado con la conversión histérica. Otro ejemplo lo constituyen los pacientes hipocondríacos, que tienen miedos excesivos de sus síntomas y construyen interpretaciones no realistas de signos físicos o sensaciones convenciéndose de que tienen una enfermedad. Por su parte, Blumer y Heilbronn (1981) afirmaron que el dolor crónico sin base orgánica es una variante del trastorno afectivo, un síndrome dentro del espectro de los trastornos depresivos. Sin embargo, no hay datos que apoyen ese planteamiento; más bien parece que el dolor crónico y la depresión son fenómenos independientes que tienen un potencial recíproco en niveles de análisis biológico y psicológico (Rodríguez-Marín, 2001). Los aspectos emocionales también se han estudiado como antecedentes «potenciadores» del dolor. Los acontecimientos vitales estresantes pueden aumentar o consolidar la experiencia dolorosa. El estrés puede incrementar el dolor al precipitar la actividad en los sistemas fisiológicos que también son activados por estímulos dolorosos. Las emociones negativas provocan actividad autonómica, visceral y esquelética. El ciclo «dolor-ansiedad-tensión» se ha observado con frecuencia en trastornos musculoesqueléticos. El dolor produce ansiedad, la ansiedad induce un prolongado espasmo muscular en la ubicación del dolor y vasoconstricción, isquemia y segregación de sustancias químicas que, finalmente, producen dolor. El ciclo puede repetirse una y otra vez. Igualmente, también las emociones negativas pueden estudiarse como causas de enfermedades con lesiones dolorosas. Los cambios autónomos y neuroendocrinos provocados por el estrés psicológico se han asociado con enfermedades en los sistemas cardiovascular, digestivo, respiratorio y excretor. Los acontecimientos estresantes pueden iniciar y exacerbar un amplio número de enfermedades dolorosas, incluyendo la úlcera gástrica, la enteritis y la colitis ulcerosa, la angina pectoris, la menstruación dolorosa, o la artritis reumatoidea. Además, el estrés puede inhibir la capacidad del sistema inmune para tratar con los agentes patógenos que conducen a enfermedades dolorosas (Sapolsky, 1994). A pesar de todos estos interesantes resultados, lo cierto es que la consideración de la emoción como un factor explicativo del dolor implica algunos problemas conceptuales y metodológicos dado que es difícil registrar y medir las experiencias subjetivas y las diferencias individuales en la experiencia del dolor (Robinson y Riley, 1999). Ciertamente, las personas son capaces de discriminar entre los aspectos sensoriales y los emocionales mediante introspección, gracias a lo cual sabemos que las cualidades emocionales del dolor difieren bastante según las diferentes formas de dolor crónico y según las diferentes personas a lo largo del tiempo (Penzo, 1989). Además los tratamientos farmacológicos y psicológicos tienen diferentes efectos sobre las cualidades sensoriales y emocionales de la experiencia dolorosa. Por ejemplo, hay analgésicos que reducen la intensidad sensorial pero no el displacer generado por las sensaciones dolorosas, y hay ansiolíticos que disminuyen la incomodidad afectiva más que la intensidad sensorial de la experiencia dolorosa. Price (1988) mencionó estudios según los cuales el anuncio anticipado de acontecimientos dolorosos influía selectivamente en las emociones consecuentes. Efectivamente, el componente emocional es más llamativo cuando el aumento del dolor es anticipado. Los acontecimientos estresantes que implican dolor, cuando son inminentes, pueden producir un estado emocional negativo que se traduce en activación fisiológica, comportamiento desorganizado y estrategias de evitación inapropiadas. Igualmente, en varios estudios se ha observado que pensamientos anticipatorios de dolor intenso generan conductas de dolor excesivas, expresión emocional negativa, preocupación somática, dependencia del sistema sanitario y desorganización comportamental (Sullivan y D’Eon, 1990). En lo que se refiere al dolor crónico grave, los investigadores han obtenido resultados interesantes, pero no siempre consistentes, respecto al papel de las emociones en el dolor. Así, de acuerdo con los resultados de Melzack (1975), la dimensión sensorial del dolor debido a lesiones cancerosas tiene un valor relevante, pero el valor de la dimensión emocional no es mayor que para el dolor menstrual, a pesar de la diferencia entre ambos como amenazas para la supervivencia. Por el contrario, Kremer et al. (1982) encontraron una correlación positiva entre la intensidad en el dolor de espalda crónico y en el dolor oncológico con una alta intensidad emocional. Igualmente, Price et al. (1987) encontraron que las puntuaciones altas en emociones negativas aparecían asociadas a la intensidad en dolor oncológico y otras formas de dolor crónico vinculadas con enfermedades que se perciben como amenazas a la salud o a la vida. Las emociones como consecuencia del dolor El estudio de las emociones negativas como consecuencia del dolor se ha llevado a cabo considerando tres tipos de dolor: dolor fásico, dolor agudo y dolor crónico. El «dolor fásico», de corta duración, refleja el impacto inmediato de la aparición de una herida o lesión. Con algunas excepciones, las lesiones traumáticas, tales como fracturas, heridas, laceraciones o quemaduras, provocan movimientos reflejos de retirada o protección, y pautas de conducta verbal y no verbal, que manifiestan el dolor a los demás. Esta pauta de respuesta es evidente incluso en recién nacidos, pero el dolor no necesariamente es la consecuencia inevitable e inmediata de una lesión traumática. En muchos casos hay personas que informan que el dolor apareció un tiempo después de sufrir la lesión. Así, puede ocurrir que la función biológica primaria del dolor sea generar una conducta recuperadora más que señalar una amenaza o un peligro físicos. En ese sentido, hay autores (Wall, 1979) que proponen que la percepción del traumatismo, incluyendo el dolor físico, genera miedo y comportamientos de defensa, y que la respuesta más adaptativa a la lesión es precisamente una emoción: el miedo. Ciertamente la emoción negativa puede activar sistemas analgésicos endógenos en condiciones de emergencia, cuando la supresión de la percepción del dolor sería adaptativa (Sapolsky, 1994). En la literatura encontramos relatadas muchas situaciones que apoyan la idea de que las personas implicadas intensamente en actividades peligrosas soportan las heridas o lesiones sin quejas, porque no perciben el dolor en el momento de sufrirlas. En la batalla producida en la playa de Anzio (Italia) durante la Segunda Guerra Mundial, Beecher (1959) constató que los soldados heridos en combate no se comportaban como era de esperar a tenor de la magnitud de sus heridas. Los soldados a los que atendía se quejaban muy poco y pedían menos analgésicos que los pacientes civiles a los que estaba acostumbrado a tratar con heridas de gravedad semejante. Comprobó que la mayoría de los soldados negaban sentir dolor o manifestaban sentir un dolor tan suave que no querían medicación para contrarrestarlo. Cabe, por tanto, inferir que la respuesta inmediata a la agresión física está sujeta a la modulación contingente del contexto biológico, físico y social en que ocurre. En lo que concierne al «dolor agudo», como ya se ha mencionado, se produce por daño tisular y comprende dolor fásico y un estado tónico que persiste durante un período de tiempo variable hasta la curación. El dolor agudo tiende a provocar miedo y preocupación ansiosa. A menudo la anticipación producida por el miedo al propio dolor que se producirá puede ser más grave que la experiencia dolorosa misma (Williams, 1999). Los pacientes con un mayor nivel de ansiedad informan de mayor dolor y demandan más medicación analgésica después de la cirugía (Taenzer et al., 1986). En cualquier caso, no existen datos que apoyen contundentemente la afirmación de que la ansiedad incrementa el dolor. Diferentes estudios indican que la ansiedad aumenta, potencia o no tiene ningún impacto sobre el dolor. Los resultados contradictorios respecto a la relación entre dolor y ansiedad pueden reflejar las dificultades existentes en la definición y evaluación tanto del dolor como de la ansiedad, y los sesgos en las respuestas en cuanto que las personas más ansiosas pueden tener más ganas de quejarse de dolor cuando están en ese estado de agitación emocional (Philips y Grant, 1991). Todo ello plantea la cuestión de la dirección de la causalidad: ¿es la ansiedad la que determina la gravedad de la experiencia dolorosa o es el nivel de dolor el que determina el nivel de ansiedad? (Rodríguez-Marín, 2001). Finalmente, en el caso del «dolor crónico» el impacto psicológico y las conductas de dolor varían. Muchos pacientes con dolor crónico conceptualizan el problema a largo plazo como una persistencia de la presentación aguda (Philips y Grant, 1991). En cualquiera de sus formas el dolor crónico puede alterar profundamente la calidad de vida de la persona. Esa alteración suele ir acompañada de la conciencia de que todos los esfuerzos para conseguir la curación por parte de los profesionales sanitarios no han sido eficaces. Este reconocimiento de que el dolor va a continuar y de la alteración permanente de la calidad de vida puede producir un sentimiento de desesperación. De ahí que el dolor crónico se asocie frecuentemente con la depresión, menor o grave. A su vez, la depresión parece intensificar el dolor. Así, hay estudios en los que se ha encontrado que la depresión predice la gravedad del dolor en general (Doan y Wadden, 1989), o en enfermedades específicas, como la artritis reumatoide, con independencia de la actividad de la enfermedad o de la discapacidad (Affleck et al., 1994). En una revisión de Sullivan et al. (1992) se estableció que la prevalencia de la depresión mayor en pacientes con dolor crónico de espalda era aproximadamente tres a cuatro veces más alta que en la población general. Sin embargo, en otros estudios se ha puesto de manifiesto que el dolor crónico y la depresión existen como fenómenos separados y que deben ser vistos como procesos independientes, tal y como ya hemos comentado (Kerns et al., 1994). En los trabajos actuales la idea de que la depresión es consecuente más que antecedente de la experiencia dolorosa cuenta con un mayor apoyo (Arnstein et al., 1999). Finalmente, se ha planteado una línea interesante de estudios sobre la base de que la depresión está ligada a las creencias de control, encontrándose datos que apoyan la idea de que los pacientes que piensan que lo que les ocurre se debe primordialmente a las circunstancias más allá de su control, tales como el azar, el destino o la suerte, usarán estrategias de afrontamiento inadecuadas y experimentarán más ansiedad y depresión que los pacientes con «control interno» (Robinson y Riley, 1999). Conductas de dolor Las conductas de dolor son comportamientos (acciones observables y potencialmente mesurables) que expresan y comunican el dolor y el sufrimiento. Las conductas de dolor abarcan las expresiones faciales o verbales de malestar, deambulación, posturas desadaptativas, signos de afectividad negativa y evitación de la actividad. Este tipo de comportamientos de dolor acaban cronificándose como el propio dolor. Esa cronificación de las muestras de dolor contribuye, significativamente, al deterioro de la calidad de vida del paciente, a su discapacidad, física y psicológica, y a su sufrimiento. Las conductas de dolor, por otro lado, reducen el número y tipo de otras actividades normales cotidianas, lo que a su vez genera una «discapacidad» psicosocial. Dejar de hacer cosas que resultan placenteras puede facilitar la aparición de trastornos en el estado de ánimo. Se establece así un círculo vicioso (Lavielle et al., 2008). Por otro lado, la conducta de dolor exagerada y persistente puede ser mantenida por el mismo miedo al dolor. Las conductas de dolor pueden persistir a causa de sus consecuencias positivas en la reducción del dolor en el pasado, incluso cuando el daño tisular haya sido reparado. La ansiedad y el miedo a que vuelva el dolor pueden contribuir igualmente a un síndrome de desuso, incluyendo pérdida de fuerza muscular, pérdida de movilidad y ganancia de peso (Fordyce et al., 1986). Cada grupo social tiene sus formas características de manifestar el dolor mediante diferentes conductas. La consideración de los aspectos comportamentales del dolor fue un objeto específico de interés por parte de la psicología conductista. Como ya hemos comentado, uno de los primeros en aplicar la teoría conductista al dolor fue Fordyce (Fordyce, 1976; Fordyce et al., 1986). Desde ese punto de partida el dolor se define fundamentalmente por la presencia de «conductas de dolor», es decir, por acciones observables. Para la teoría conductista el dolor agudo (conducta respondiente) es una respuesta a un estímulo antecedente (daño tisular). El dolor como respuesta puede eventualmente convertirse en una conducta operante y persistente si el entorno le ofrece un refuerzo contingente (v. las leyes del aprendizaje en el cap. 5). La conducta de dolor puede aprenderse también observando «modelos de dolor», es decir, personas que exhiben tales conductas. El concepto de dolor «respondiente» recuerda las nociones de dolor sensorial, mientras que el dolor «operante» es el equivalente comportamental del dolor psicógeno. Para la teoría conductista más estricta hay una conexión causal simple entre el dolor y sus reforzadores del entorno. No considera factores más complejos tales como dinámicas personales, estado emocional, vulnerabilidad física y numerosas variables psicosociales de la vida del paciente. De acuerdo con la teoría conductista el dolor operante persiste porque produce ganancias secundarias tales como el permiso para evitar tareas, actividad sexual desagradable, o interacciones aversivas con miembros de la familia, así como para obtener una atención y un cuidado no obtenibles de otro modo (Kerns, 1994). Estudios experimentales han proporcionado datos suficientes para demostrar que la frecuencia en la emisión de conductas de dolor puede aumentarse mediante refuerzo positivo, o disminuirse si se ignoran, y se refuerzan respuestas alternativas incompatibles (Fordyce et al., 1973). Como hemos visto, la percepción del dolor está influida por factores diversos, como la edad, las cogniciones, las emociones o las experiencias previas, y naturalmente por las causas que pueden originarlo. Por ello, el mejor instrumento para la detección del dolor y sus características es la manifestación del propio paciente (Pardo et al., 2006), por lo que se recomienda el uso de indicadores conductuales y fisiológicos para la detección y medida del dolor (Gélinas y Johnston, 2007). En el caso específico de pacientes críticos, aunque la observación de indicadores fisiológicos, como la variación de la frecuencia cardíaca, la tensión arterial, la sudoración y la taquipnea, se relacionan con la presencia de dolor, su uso se encuentra muy limitado, porque pueden verse afectados por la propia patología del paciente o por el uso de fármacos que influyen en dichos indicadores. Por ello, resultan más fiables los indicadores conductuales frente a los fisiológicos en la valoración del dolor del paciente crítico que no puede comunicarse adecuadamente (Puntillo et al., 1997). Afrontamiento del dolor crónico Muchas de las variables asociadas a la experiencia dolorosa pueden entenderse componentes del constructo de «afrontamiento», por lo que su consideración es importante a la hora de explicar, entender y predecir el ajuste al dolor y los comportamientos correspondientes. En un trabajo de revisión sobre la relación entre afrontamiento y dolor, Jensen et al. (1991) afirmaron que las estrategias activas se asociaban con un funcionamiento psicológico más positivo. Las principales conclusiones del estudio se presentan en el cuadro 24.3. Boothby et al. (1999) realizaron, a su vez, una revisión de los diferentes estudios existentes hasta los últimos años del siglo XX. Los autores llegaron a la conclusión de que las respuestas de afrontamiento eran extraordinariamente importantes para la adaptación de los enfermos con dolor crónico. En investigaciones posteriores se ha confirmado que el afrontamiento pasivo (cesión a otros del control del dolor) produce que el dolor deteriore diversas áreas de la vida del sujeto, asociándose con síntomas depresivos graves, y, por otro lado, que el afrontamiento activo (control del dolor y seguir con una vida activa) está vinculado con niveles más bajos de depresión (Esteve et al., 2001). De acuerdo con los datos que conocemos, las estrategias que incluyen autoafirmación, comparaciones sociales positivas, el ejercicio regular y la búsqueda de apoyo social parecen tener una relación positiva con una buena adaptación. Además, estudios clínicos han establecido también que la técnica de «inoculación de estrés», en el tratamiento del dolor, junto con el aprendizaje de estrategias de afrontamiento como relajación, respiración profunda, el uso de imágenes placenteras, de autoafirmaciones positivas y refuerzo por haber afrontado positivamente, es eficaz. Por el contrario, el afrontamiento de «evitación» (ignorar el dolor, reinterpretar las sensaciones dolorosas, o llevar a cabo actividades de distracción) se asocia negativamente con el ajuste al dolor crónico. Otra de las variables cognitivas más estudiadas en la investigación sobre el dolor, relacionada con el afrontamiento, ha sido el locus de control. La percepción del lugar de control ha demostrado ser una variable importante en contextos clínicos y de laboratorio para el dolor agudo y crónico. Las atribuciones de control interno han sido consideradas como un factor clave en el tratamiento clínico del dolor, especialmente en el caso del dolor crónico. Los pacientes con dolor crónico exhiben a menudo indefensión aprendida (grado máximo de control externo) como resultado de su discapacidad, que tiende a ser reforzada por la medicación frecuente y dependencia de otros. En general, diversos estudios han demostrado que un «locus de control interno» se asocia con un mejor afrontamiento del dolor, mientras que el «locus de control externo» está vinculado con un afrontamiento maladaptativo (Jensen et al., 1991; Pastor et al., 1995). En suma, los resultados de los estudios realizados apuntan a que las estrategias «adaptativas», incluyendo afrontamiento activo, control del dolor, pensamiento racional, distracción, autoafirmación y búsqueda de información predicen un mejor funcionamiento a largo plazo, aunque la relación entre las estrategias adaptativas y una mejor calidad de vida resulta bastante débil. Por el contrario, las estrategias de afrontamiento «desadaptativas», incluyendo afrontamiento pasivo, pensamiento negativo y evitación del dolor, predicen una mala calidad de vida (Jensen et al., 1991; Boothby et al., 1999). En cualquier caso, se trata de estudios correlaciónales en los que no existe manipulación experimental y en los que tampoco se toman en cuenta las diferencias individuales en cuanto a la capacidad de los individuos para adaptarse a situaciones estresantes, por lo que los resultados mencionados deben utilizarse con cautela. TRATAMIENTO PSICOLÓGICO DEL DOLOR CRÓNICO Dentro de las terapias psicológicas para el dolor crónico las técnicas cognitivo-conductuales son las más utilizadas, siendo el procedimiento terapéutico que a día de hoy ha demostrado más ampliamente su eficacia en el abordaje psicológico del dolor crónico. Esta terapia tiene como objetivo que el paciente afronte del modo más adecuado posible el impacto que el dolor tiene en su vida, intentando que este produzca la menor interferencia posible, ya que el objetivo de los tratamientos es restaurar el funcionamiento en la vida privada y laboral y no solo reducir el dolor (Moix y Casado, 2011; Rodríguez-Marín et al., 2013). Entre lo que se trabaja en estos programas hay cierta variedad, aunque todo puede relacionarse con los objetivos principales de aceptación del dolor, regulación del dolor y disminución de los estados de ánimo negativos, por lo que se emplean diferentes técnicas. Así se utiliza psicoeducación, facilitando información sobre el síndrome de dolor (es necesario que el paciente sepa en qué consiste el dolor y qué vías de afrontamiento tiene); se trabaja la regulación emocional, los procesos cognitivos que dificultan el afrontamiento y la reactividad fisiológica; y se ayuda al paciente a afrontar el dolor de un modo más adaptativo. En general, la terapia psicológica acompaña el abordaje médico y ayuda a la adhesión a los tratamientos farmacológicos. Además se debe contrarrestar la conducta protectora y reservada que produce el dolor mediante la incorporación de actividades físicas en la vida diaria de forma gradual. Para este fin, las actividades se dividen en unidades manejables de trabajo y se incrementan progresivamente. El afectado debe registrar las unidades de trabajo y desarrollarlas lo más posible, incluso si tiene dolor previo. Así aprende a planificar de forma realista las sesiones de trabajo y los descansos. Los profesionales sanitarios y familiares deben reconocer y estimular el progreso adecuadamente. Sin embargo, es importante tener cuidado para no reforzar la conducta de dolor a través de una mayor conciencia. Es especialmente importante implicar a los miembros de la familia y transferir los avances en el tratamiento a la vida cotidiana. Las posibilidades de éxito disminuyen cuando a un paciente en terapia se le recompensa por el incremento de sus actividades, y se sigue beneficiando en casa, pero su entorno le carga con deberes desagradables por su conducta con el dolor. Con el fin de reducir la ingesta de analgésicos los pacientes con dolor no deben tomar la medicación según la necesitan, sino con un programa con horario fijo. En primer lugar, el interesado debe especificar cuánto dura el período más breve libre de dolor. El paciente recibe siempre analgésicos después de este período, independientemente de si hay dolor en ese momento. Si se toman los medicamentos contra el dolor siempre según la necesidad, el afectado se ve «recompensado por la ausencia de dolor» existiendo mayor peligro de dependencia o adicción. Las intervenciones psicológicas basadas en las técnicas de manejo del estrés, el biofeedback o la sugestión hipnótica parecen ser una alternativa viable a las medicaciones ansiolíticas para disminuir el dolor y la ansiedad asociada, aunque la reducción de los componentes sensoriales es menor que la de los afectivos (Melzacky Perry, 1975). El entrenamiento en relajación se incluye en gran número de programas de intervención, y aunque no terminan de quedar claros los mecanismos de funcionamiento, se sigue recomendando debido a su comprobada utilidad clínica (van-der Hofstadt y Quiles 2001; Moix y Casado, 2011; Rodríguez-Marín et al., 2013). El supuesto básico es que la tensión muscular desempeña un papel destacado en algunos síndromes etivo interrumpir el círculo vicioso y reemplazarlo por una reacción incompatible con la situación de tensión (Philips y Grant, 1991). Además, la concentración en las tareas de relajación hace que el paciente focalice su atención en estas, lo que lo hace incompatible con la atención a la experiencia del dolor, resultando beneficioso para el sujeto. También existen otros supuestos teóricos que contribuyen a explicar su efectividad, como son la relación entre ansiedad y dolor, el autocontrol fisiológico y los problemas de sueño asociados al dolor. Entre los diferentes procedimientos utilizados para el aprendizaje de la relajación recomendamos cualquiera de las variantes de la relajación progresiva de Jacobson (Bernstein y Borkovec, 1983), aunque ante dificultades en la aplicación de estas técnicas cualquier otra puede ser válida siempre que se adecúe a las características del paciente (Méndez et al., 1998). El entrenamiento en relajación se ha aplicado en casi todos los síndromes dolorosos, como dolor de espalda, artritis, dis- menorrea, dolor del miembro fantasma o colitis ulcerosa. Sin embargo, ha sido en las cefaleas donde se ha utilizado con mayor asiduidad por su eficacia. Los resultados en general son positivos, aunque la combinación con otras técnicas hace que sea difícil analizar su efectividad de forma independiente (van-der Hofstadt y Quiles, 2001). Otra de las técnicas ampliamente utilizada es el biofeedback. Por biofeedback se entiende un conjunto de procedimientos cuyo objetivo común es posibilitar que a partir de la información relativa a la variable fisiológica de interés, proporcionada al individuo de forma inmediata, puntual, constante y precisa, este pueda terminar consiguiendo la modificación de sus valores de forma voluntaria, sin precisar la mediación de instrumentos químicos, mecánicos y/o electrónicos (Moix y Casado, 2011). Así pues, se trata de técnicas de autocontrol de las respuestas fisiológicas, que operan a través de la retroalimentación constante que recibe el sujeto sobre la función que se desea someter a control voluntario. El elemento clave e imprescindible del proceso es la retroinformación feedback), directa, precisa y constante que el sujeto recibe sobre la variable fisiológica de interés. Sus aplicaciones en el ámbito del dolor crónico se refieren fundamentalmente a la modificación de la tensión muscular y los beneficios potenciales sobre las alteraciones del flujo sanguíneo. El tipo de biofeedback más utilizado para hacer frente a los problemas de dolor es el electromiograma (EMG), que recoge información sobre los cambios eléctricos de la musculatura estriada, generalmente por medio de electrodos en contacto con la piel situada por encima del músculo. Las áreas de aplicación son variadas, aunque el dolor más habitualmente tratado mediante la utilización de técnicas de biofeedback EMG ha sido el dolor de cabeza (van-der Hofstadt y Quiles, 2001; Moix y Casado, 2011). Otra técnica que cada vez presenta mejores resultados es la hipnosis, que utiliza la vivencia subjetiva del paciente para distraerlo de su concentración en el dolor. Si el paciente es capaz, aunque sea con ayuda, de imaginar una experiencia particular de forma vivida, eso puede ser utilizado para contraatacar la experiencia de dolor, por lo que se podrá producir un cambio exitoso (Moix, 2002; Moix y Casado, 2011). Por último, hay que mencionar que existen otras alternativas aunque su eficacia no ha sido suficientemente contrastada, como las psicoterapias y la terapia de apoyo. Las psicoterapias intentan que el paciente elabore su conflicto psicológico por medio de una dinámica analítica, ya sea individual o de grupo. Puede resultar recomendable para los sujetos que presentan una problemática psicológica profunda relacionada con el dolor. La terapia de apoyo pretende que el paciente exteriorice sus problemas para lo que el terapeuta proporcionará un clima de confianza, en el que valorarán de forma conjunta las posibles soluciones a los conflictos. Existe muy poca investigación con relación a la eficacia de estas orientaciones en el tratamiento del dolor, y la poca que hay parece indicar que solo la psicoterapia dinámica breve puede ser provechosa. Por tanto, entendemos que este tipo de aproximaciones resulta de poca utilidad en este contexto (van-der Hofstadt y Quiles, 2001). Es necesario destacar la importancia de una adecuada evaluación para, a partir de ella, seleccionar el tipo de tratamiento que se considere más conveniente según las características del paciente. Este es un requisito fundamental y necesario para poder evaluar su efectividad, que siempre deberá valorarse caso a caso y no de forma global. Por otro lado, posiblemente, la intervención ante problemas de dolor crónico pasa por la aplicación de paquetes integrados de tratamiento donde se incluya la información, los tratamientos médicos y las técnicas psicológicas adaptadas a cada caso individual. Este parece ser el camino correcto para contribuir a paliar este problema (Rodríguez-Marín et al., 2013). Entendemos que un acercamiento interdisciplinar a la comprensión y tratamiento del dolor es lo indicado, pues el resultado de programas conjuntos de tratamiento será más beneficioso que la aplicación de tratamientos independientes de forma descoordinada entre los diferentes profesionales de la salud que atienden esta problemática. Bibliografía Affleck G, Tennen H, Urrows S, Higgins P. Person and contextual features of daily stress reactivity: individual differences in relations of undesiderable daily events with mood disturbance and chronic pain intensity. J Pers Soc Psychol 1994;66:329-40. Arnstein P, Caudill M, Lynn C, Norris A, Beasley R. Self-efficacy as a mediator of the relationship between pain intensity, disability and depression in chronic pain patients. Pain 1999;80:483-91. Baldwin ML, Johnson WG, Butler RJ. 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