Sin Destino - Imre Kertesz - 20th Century Novel - PDF
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Imre Kertesz
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Summary
This is a novel about a teenager's experiences in Nazi concentration camps during World War II. Kertesz, with poignant prose, delves into the realities of the camps and the impact on individuals. It's not autobiographical but uses the author's experiences to present a fictional story. A powerful and profound piece of literature.
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Historia del año y medio de la vida de un adolescente en diversos campos de concentración nazis (experiencia que el autor vivió en propia carne), Sin destino no es, sin embargo, ningún texto autobiográfico. Con la frÃa objetividad del entomólogo y desde una distancia irónica, Kertész nos muestra en...
Historia del año y medio de la vida de un adolescente en diversos campos de concentración nazis (experiencia que el autor vivió en propia carne), Sin destino no es, sin embargo, ningún texto autobiográfico. Con la frÃa objetividad del entomólogo y desde una distancia irónica, Kertész nos muestra en su historia la hiriente realidad de los campos de exterminio en sus efectos más eficazmente perversos: aquellos que confunden justicia y humillación arbitraria, y la cotidianidad más inhumana con una forma aberrante de felicidad. Testigo desapasionado, Sin destino es, por encima de todo, gran literatura, y una de las mejores novelas del siglo XX, capaz de dejar una huella profunda e imperecedera en el lector. www.lectulandia.com - Página 2 Imre Kertész Sin destino ePUB v1.0 Werth 02.06.12 www.lectulandia.com - Página 3 TÃtulo original: Sorstalanság Imre Kertész, 1975. Traducción: Judith Xantus Editor original: Werth (v1.0) ePub base v2.0 www.lectulandia.com - Página 4 CapÃtulo 1 Hoy no he ido a la escuela; mejor dicho, sólo fui para pedir permiso a la tutora y volver a casa. Le entregué la carta de mi padre, en la cual pedÃa que me dispensaran, alegando «razones familiares». Ella me preguntó cuáles eran esas razones familiares, y yo le contesté que a mi padre lo habÃan asignado a trabajos obligatorios. Dejó de incordiarme. Al salir de la escuela, no fui a casa sino al almacén. Mi padre me habÃa dicho que me esperarÃan allÃ. También dijo que debÃa darme prisa porque podÃan necesitarme. Por eso pidió que me dejaran faltar a la escuela. Quizá querÃa que estuviera «a su lado en el último dÃa», cuando tenÃa que «abandonar a la familia», eso también lo dijo en otro momento. Habló con mi madre, si mal no recuerdo, por la mañana cuando le llamó por teléfono. Hoy es jueves, y mis tardes de los jueves y de los domingos, en realidad, le corresponden a ella. Mi padre le comunicó: «No te puedo dejar a György esta tarde», y entonces dio esa explicación. O tal vez no fue asÃ. Yo tenÃa un poco de sueño esa mañana, debido a la alarma aérea de anoche, y a lo mejor no me acuerdo bien. Sin embargo, estoy seguro de que lo dijo, si no a mi madre, a otra persona. Yo también intercambié algunas palabras con mi madre, aunque no recuerdo qué le dije. Creo que hasta se enfadó un poco conmigo, porque fui muy parco con ella, por la presencia de mi padre: al fin y al cabo hoy tengo que complacerlo a él. Cuando salÃa para la escuela, también mi madrastra se sinceró conmigo. Estábamos a solas, en la entrada de casa y me dijo que en aquel dÃa tan triste para todos nosotros esperaba «contar con un comportamiento adecuado» por mi parte. No sabÃa qué responderle, asà pues no dije nada. Quizá haya interpretado mal mi silencio, porque continuó diciéndome que no habÃa querido herir mi sensibilidad y que sabÃa que su advertencia era, en realidad, innecesaria. Estaba segura de que yo, un muchacho de quince años, era perfectamente capaz de calibrar la «gravedad del golpe que habÃamos recibido»; ésas fueron sus palabras. Asentà con la cabeza y vi que con eso le bastaba. Entonces, hizo un gesto con la mano, y temà que fuera a abrazarme. No lo hizo, se limitó a soltar un largo y profundo suspiro entrecortado. Me di cuenta de que sus ojos se ponÃan húmedos; me sentà incómodo. Después, me dejó ir. Fui andando desde la escuela hasta el almacén. Era una mañana limpia y tibia para ser el principio de la primavera. Hubiera podido desabrochar mi abrigo, pero desistÃ: la ligera brisa podÃa haber hecho que las solapas hubieran ocultado de manera antirreglamentaria mi estrella amarilla. De ahora en adelante tengo que cuidar más ciertos detalles. Nuestro almacén de maderas está cerca, en una de las calles laterales. Unas escaleras empinadas llevan a la oscuridad. Encontré a mi padre y a mi madrastra en la oficina, una pequeña cabina de vidrio, iluminada como los acuarios, justo al lado de la escalera. También estaba el señor Süt a quien conozco bien, porque www.lectulandia.com - Página 5 fue nuestro contable y administrador de otro almacén que tenÃamos al aire libre y que luego él nos compró. O por lo menos eso decimos. El señor Süt no tiene problemas de tipo racial ni lleva estrella amarilla y, de hecho, nos ayuda en nuestra situación legal, según yo sé, porque es él quien sigue administrando nuestros bienes para que nosotros no tengamos que prescindir de la totalidad de los beneficios. Lo saludé con más consideración que de costumbre, puesto que de alguna manera ahora estaba por encima de nosotros: mi padre y mi madrastra también eran más amables con él. Él, sin embargo, se empeñaba en tratar a mi padre como su jefe y a mi madrastra la seguÃa llamando «mi señora», como si nada hubiese ocurrido, y continuaba besándole la mano cada vez que la veÃa. Aquel dÃa a mà también me recibió con su tono campechano de siempre; no hacÃa caso de mi estrella amarilla. Me quedé de pie al lado de la puerta, y ellos continuaron con lo que habÃan interrumpido por mi llegada. Estaban intentando llegar a un acuerdo sobre algo, según entendÃ. Al principio no sabÃa de qué hablaban. Cerré los ojos por un momento, puesto que todavÃa estaba medio cegado por la intensa luz de la cabina. Entonces mi padre dijo algo que me sorprendió, y abrà los ojos. Observé el rostro redondo y moreno del señor Süt, en el que destacaban un fino bigote, unos dientes grandes, muy blancos y ligeramente separados, y unas pequeñas manchas rojizas y amarillas, que parecÃan abscesos abriéndose. Mi padre dijo entonces algo sobre una «mercancÃa que convenÃa que el señor Süt se llevara inmediatamente». El señor Süt no tenÃa inconveniente, por lo que mi padre sacó un paquetito del cajón del escritorio que estaba envuelto en papel de seda y atado con un lazo. Entonces supe de qué mercancÃa se trataba: por su forma reconocà la caja que habÃa en el paquete. La caja en la que guardábamos los objetos de valor y las joyas. Creo que lo llamaban mercancÃa para que yo no supiera de qué hablaban. El señor Süt guardó enseguida el paquete en su cartera. A continuación, se enzarzaron en una pequeña discusión: el señor Süt sacó su pluma estilográfica e insistió en firmar un recibo a mi padre por la mercancÃa. Mi padre respondió que se dejara de tonterÃas y que no necesitaba ningún papel. El señor Süt estaba muy agradecido. «Ya sé que tiene usted confianza en mÃ, jefe, pero en la vida hay que seguir un orden y conservar ciertas formas», dijo. Después se dirigió a mi madrastra: «¿No opina usted lo mismo, mi señora?», preguntó, pero ella se limitó a sonreÃr y repuso que, por su parte, confiaba plenamente en las decisiones que ellos tomasen. Cuando ya empezaba a aburrirme, el señor Süt por fin se decidió a guardar su estilográfica y empezaron a hablar del tema del almacén. DebÃan tomar una decisión sobre el destino de todas aquellas tablas de madera. Mi padre opinaba que tenÃan que actuar inmediatamente, antes de que las autoridades «echaran mano al negocio», y le pidió al señor Süt que con su experiencia profesional ayudara y aconsejara a mi madrastra en el asunto. «Naturalmente, mi señora. De todas formas, estaremos en www.lectulandia.com - Página 6 contacto permanente por las cuentas», dijo el señor Süt dirigiéndose a mi madrastra. Creo que se referÃa a nuestro antiguo almacén que ahora le pertenecÃa. Finalmente, se despidió de nosotros. Retuvo la mano de mi padre durante un largo rato; la expresión de su rostro era seria y triste. Sin embargo, opinó que «no eran momentos para palabrerÃas». «Hasta pronto, jefe», se despidió el señor Süt. «Eso espero, señor Süt», respondió mi padre con una leve sonrisa. En ese momento, mi madrastra abrió su bolso de mano, extrajo un pañuelo y se lo llevó a los ojos, sollozando. Se produjo un silencio. La situación me resultó molesta, porque tuve la impresión de que yo también debÃa decir algo. Pero todo habÃa acontecido con tanta rapidez que no se me ocurrió nada sensato. También el señor Süt se sentÃa visiblemente incómodo. «Pero, mi señora, no haga esto, por favor. No debe hacerlo, de verdad que no», dijo, asustado. Después se inclinó y casi dejó caer su boca en la mano de mi madrastra, para proceder a besarla como siempre. Corrió luego hacia la puerta y yo apenas tuve tiempo para hacerme a un lado. Se olvidó de despedirse de mÃ. Permanecimos en silencio escuchando sus lentos pasos por las escaleras de madera, hasta que mi padre dijo: «Bueno, ya está, otro peso que nos hemos quitado de encima». Entonces, mi madrastra le preguntó, en un tono velado, si no habrÃa sido mejor aceptar aquel recibo del señor Süt. Mi padre le respondió que aquel recibo carecÃa de «valor práctico» e incluso serÃa más peligroso tenerlo escondido que guardar la caja. Le explicó que estábamos obligados a jugarlo todo a una sola carta y a tener plena confianza en el señor Süt, puesto que, a esas alturas, no nos quedaba otra solución. Mi madrastra permaneció callada por un momento, pero luego continuó diciendo que, aunque mi padre tuviera razón, ella estarÃa más tranquila con «un recibo en la mano». No supo explicar bien por qué. Mi padre estaba obsesionado por el tiempo, porque aún tenÃan muchas cosas que hacer. QuerÃa entregar a mi madrastra los libros de cuentas del almacén para que pudiera controlar y mantener el negocio mientras él estuviera en el campo de trabajo. También intercambió unas palabras conmigo. Me preguntó si habÃa tenido problemas en la escuela. Después me dijo que me sentara y que estuviera tranquilo hasta que ellos terminaran con los libros. Claro, ese trabajo requerÃa mucho tiempo. Al principio no lo tomé con tranquilidad. Pensaba en mi padre y en que se irÃa al dÃa siguiente, y probablemente no volverÃa a verlo durante mucho tiempo. Al cabo de un rato me cansé de pensar en eso y, puesto que nada podÃa hacer por mi padre, empecé a aburrirme. Cansado de estar sentado en la misma posición, me levanté y, sólo por hacer algo, bebà agua del grifo. No me dijeron nada. Más tarde me fui a la parte trasera, entre las tablas de madera, para hacer pis. Regresé y me lavé las manos en la pila de azulejos y de grifo www.lectulandia.com - Página 7 oxidado. Saqué el bocadillo de mi cartera y me lo comÃ. Volvà a beber agua del grifo y tampoco me dijeron nada. Regresé a mi sitio, y allà permanecà mortalmente aburrido durante largo rato. Era más de mediodÃa cuando salimos a la calle. Otra vez se me cegaron los ojos, me molestaba la luz tan brillante. Mi padre echó la llave a los dos cerrojos de hierro gris. Tuve la impresión de que se demoraba ex profeso en hacerlo. Le entregó las llaves a mi madrastra, diciéndole que él ya no las necesitarÃa. Mi madrastra abrió su bolso. Asustado, pensé que otra vez sacarÃa el pañuelo, pero se limitó a guardar las llaves. Nos dispusimos a caminar con muchas prisas. Pensé que regresarÃamos a casa pero primero fuimos de compras. Mi madrastra tenÃa una larga lista de todo lo que mi padre podÃa necesitar en el campo de trabajo. La vÃspera habÃa comprado ya una parte, pero aún faltaban algunas cosas. Yo me sentÃa un poco incómodo caminando a su lado: los tres llevábamos nuestras estrellas amarillas. Cuando iba solo, no me importaba llevarla e incluso me divertÃa pero cuando ellos me acompañaban, me molestaba. No podrÃa explicar por qué. En todas las tiendas que recorrimos habÃa mucha gente, excepto donde compramos la mochila, allà éramos nosotros los únicos clientes. El aire estaba cargado del fuerte olor de las tinturas utilizadas en la preparación de las telas. El tendero -un anciano de tez amarillenta y dientes postizos nÃveos que llevaba una codera en un brazo- y su mujer se mostraron muy amables con nosotros. Amontonaron gran cantidad de mercancÃas sobre el mostrador. Advertà que el tendero llamaba a su esposa -también anciana- «hija» y que la mandaba a ella en busca de los artÃculos. Yo ya conocÃa aquella tienda porque estaba cerca de nuestra casa pero hasta aquel dÃa no habÃa entrado en ella. Era una tienda de artÃculos de deporte, en la que también vendÃan otras cosas. Desde hacÃa un tiempo vendÃan incluso estrellas amarillas de fabricación propia debido a la escasez de tela amarilla. (Mi madrastra habÃa conseguido las nuestras a su debido tiempo.) Las estrellas de la tienda, de tela amarilla, estaban fijadas a una cartulina recortada, con lo que resultaban mucho más bonitas que las caseras, que a menudo tenÃan las puntas desiguales. Observé que ellos también llevaban las mismas estrellas que vendÃan, como si desearan animar a los posibles compradores. El tendero nos preguntó, disculpándose por el atrevimiento, si los artÃculos que estábamos comprando eran para un campo de trabajo. Mi madrastra le respondió que sÃ. El viejo asintió con la cabeza y nos miró con una expresión triste. Levantó sus viejas y manchadas manos y las dejó caer, con un gesto de pena, sobre el mostrador. Entonces mi madrastra le preguntó si tenÃan mochilas, puesto que necesitábamos una. El anciano tardó en responder, pero por fin dijo: «Para ustedes, seguramente habrá alguna. Trae del almacén una mochila, hija, para este señor». La mujer volvió con una mochila que parecÃa buena y apropiada. El tendero envió una vez más a su mujer por algunas cosas que -en su opinión- mi padre «podrÃa www.lectulandia.com - Página 8 necesitar allá donde iba a ir». Hablaba con nosotros con mucho tacto y simpatÃa y trataba de evitar usar la expresión «trabajos obligatorios». Nos enseñó objetos muy útiles, como un recipiente hermético para la comida, un estuche que contenÃa una navaja y otros utensilios incorporados, un bolso muy práctico para colgar del hombro, cosas que -según decÃa- compraba la gente que se encontraba en «circunstancias parecidas». Mi madrastra decidió adquirir la navaja para mi padre. También a mà me gustaba. Una vez escogido todo lo necesario, el tendero mandó a su esposa a la caja. Moviendo su cuerpo frágil, envuelto en un vestido negro, con bastante dificultad, la mujer se situó ante la caja que estaba sobre el mostrador, delante de un sillón acolchado. Después, el tendero nos acompañó hasta la puerta. Antes de despedirse dijo que esperaba tener la suerte de poder servirnos en otra ocasión y, dirigiéndose a mi padre, añadió: «De la manera que usted, señor, y yo deseamos». Finalmente, nos dirigimos a nuestra casa, situada en un edificio grande de varias plantas, cerca de una plaza donde hay una parada de tranvÃas. Una vez en casa, mi madrastra se dio cuenta de que no habÃamos recogido nuestra ración de pan. Tuve que regresar a la panaderÃa. Esperé fuera hasta que llegó mi turno y luego entré en la tienda. La panadera, una mujer rubia y tetuda, cortaba el pedazo de pan que correspondÃa a cada ración y luego su marido lo pesaba. No me devolvió el saludo. Era sabido en el barrio que no le caÃan bien los judÃos; por eso también nuestra ración de pan pesaba siempre algo menos de lo que nos correspondÃa. Según se decÃa, de esta forma él se quedaba con una parte del pan racionado. De alguna manera, quizá por su mirada airada y sus movimientos decididos, comprendà las razones de su animadversión hacia los judÃos: si hubiera sentido simpatÃa por ellos, habrÃa tenido la desagradable sensación de estar engañándolos. Por lo tanto, actuaba por convicción, guiado por la justicia y la verdad que emanan de unos ideales, lo cual era completamente diferente. TenÃa prisa por llegar a casa porque estaba hambriento, asà que sólo intercambié unas pocas palabras con Annamária, que bajaba por las escaleras cuando yo me disponÃa a subir. Ella vive en el mismo piso que nosotros, en la casa de los Steiner, con quienes ahora nos reunimos todas las noches en casa de los Fleischmann. Antes, no hacÃamos el menor caso de los vecinos, pero desde que sabemos que somos de la misma raza, intercambiamos ideas sobre nuestro futuro. Habitualmente, nosotros dos hablamos de otras cosas; asà me enteré de que la señora y el señor Steiner son sus tÃos; sus padres están ahora arreglando los papeles del divorcio, y como todavÃa no han decidido qué van a hacer con ella, la han mandado a vivir con sus tÃos. Antes, por la misma razón, ha estado en un internado, como yo. Tiene unos catorce años. Su cuello es muy largo. Debajo de su estrella amarilla ya le han empezado a crecer los senos. Aquel dÃa ella también iba a la panaderÃa. Me preguntó si querÃa jugar a las www.lectulandia.com - Página 9 cartas por la tarde con ella y las dos hermanas que viven en el piso de arriba, con las que Annamária ha entablado amistad. Yo apenas las conozco, pues sólo las he visto algunas veces en la escalera y en el refugio antiaéreo del sótano. La más pequeña debe de tener unos once o doce años. La mayor, según Annamária, tiene la misma edad que ella. A veces, desde una habitación de nuestra casa cuyas ventanas dan al interior, la veo pasar por el pasillo. También me he cruzado con ella un par de veces en el portal. Deseaba conocerla mejor y ésa era una buena oportunidad. Pero de repente me acordé de mi padre y le dije a Annamária que no podÃa ir porque lo habÃan destinado a trabajos obligatorios. Me respondió que habÃa oÃdo a su tÃo comentar algo sobre ello. Después de permanecer un rato en silencio ella volvió a hablar: «¿Qué tal mañana?». «Mejor pasado -contesté yo, y luego añadÃ-: quizá.» Cuando llegué a casa, mi padre y mi madrastra estaban sentados a la mesa. Ella me sirvió la comida y me preguntó si tenÃa hambre. Sin detenerme a pensar le contesté que tenÃa muchÃsima hambre, y asà era en verdad. Me llenó el plato, y ella apenas se sirvió. Yo no me di cuenta, pero mi padre sà y le preguntó por qué hacÃa eso. Ella repuso que en aquel momento su estómago era incapaz de ingerir cualquier alimento. Entonces me di cuenta de mi comportamiento erróneo. Mi padre manifestó que no estaba de acuerdo con ella. No debÃa abandonarse, justo en ese momento cuando más iba a necesitar su fuerza y su firmeza. Mi madrastra no respondió; cuando levanté la vista comprobé que estaba llorando. Me sentà otra vez tan incómodo que clavé la mirada en mi plato. No obstante, con el rabillo del ojo vi el gesto de mi padre, cogiéndola de la mano. Permanecieron un minuto en silencio. Levanté la vista y vi que continuaban cogidos de la mano, mirándose fijamente como hombre y mujer. Eso nunca me ha gustado. Ya sé que es algo muy natural, al fin y al cabo, pero a mà no me gusta y nunca he sabido por qué. Cuando reanudaron la charla me sentà liberado. Volvieron a mencionar al señor Süt, la caja y el almacén. Mi padre parecÃa tranquilo al haber puesto todo «en buenas manos». Mi madrastra se mostró de acuerdo con él aunque volvió a referirse brevemente a una «garantÃa», para evitar que todo quedara en unas palabras de confianza que quizás eran insuficientes. Mi padre se encogió de hombros, y le respondió que en aquellos tiempos no sólo en los negocios ya no habÃa garantÃas sino tampoco en otros aspectos de la vida. Mi madrastra soltó un profundo suspiro, con el que dio a entender que se habÃa convencido; se disculpó por haber mencionado el asunto y le pidió a mi padre que no hablara de esa forma. Él dijo entonces que no sabÃa cómo se las arreglarÃa mi madrastra para resolver ella sola los problemas que se le iban a plantear en tiempos tan difÃciles como aquellos. Ella respondió que no estarÃa sola, que contarÃa con mi ayuda. «Nosotros dos -dijo- nos ocuparemos de todo hasta tu regreso. – Se volvió hacia mÃ, con la cabeza ligeramente inclinada, y añadió-: www.lectulandia.com - Página 10 ¿Verdad que sÃ?» Estaba sonriente pero sus labios temblaban. Le dije que sÃ. Mi padre me miró con ternura. Eso me conmovió y quise hacer algo por él; aparté mi plato y, al instante, me preguntó si ya no querÃa comer más. Le respondà que no tenÃa apetito y me pareció que eso le agradaba porque me acarició la cabeza. El contacto fÃsico me produjo un nudo en la garganta; no eran ganas de llorar sino más bien una sensación de malestar. Hubiera preferido que mi padre ya no estuviera allÃ. Era una sensación desagradable pero tan nÃtida que no podÃa pensar en otra cosa. Cuando ya estaba a punto de echarme a llorar, llegaron los invitados. Mi madrastra ya nos habÃa advertido que vendrÃan sólo los familiares más próximos. Al oÃr el timbre, mi padre hizo un gesto de resignación. «Quieren despedirse de ti -explicó mi madrastra-, es natural.» Eran la hermana mayor de mi madrastra y su madre. Pronto llegaron también los padres de mi padre, es decir mis abuelos. A mi abuela la acomodamos en un sofá, porque apenas ve, ni siquiera con sus gruesas gafas, y tampoco oye bien. Sin embargo, le gusta enterarse de todo y participar en los acontecimientos. Asà pues, da mucho trabajo, por una parte porque hay que repetÃrselo todo, gritándole al oÃdo y por otra porque hay que impedir hábilmente que intervenga demasiado y ocasione problemas. La madre de mi madrastra llevaba un sombrero muy belicoso, en forma de cono, con una pluma en el ala. Se lo quitó al llegar, y descubrió su hermosa cabellera blanca, recogida con un pequeño lazo. Tiene una cara delgada y cetrina, ojos grandes y oscuros; la piel de su cuello es tan fláccida que casi le cuelga. A mà me recuerda a un perro de caza inteligente y astuto. Sacude continuamente la cabeza con un ligero temblor. Fue ella quien cumplió con la tarea de prepararle la mochila a mi padre ya que tiene mucha práctica en ese tipo de quehaceres. Se dispuso inmediatamente a cumplir con la labor, siguiendo la lista que mi madrastra le habÃa entregado. La hermana de mi madrastra, en cambio, nos fue poco útil. Mucho mayor que mi madrastra, no se parece a ella ni siquiera fÃsicamente; cuesta creer que sean hermanas. Ella es gordita y bajita y tiene una expresión constante de asombro en el rostro. Habló sin parar y nos abrazó a todos, gimoteando. Me costó quitarme de encima sus senos blandos que olÃan a polvos de tocador. Cuando se sentó, la masa de carne de su cuerpo cayó sobre sus regordetes muslos. No puedo olvidarme de mi abuelo. Se quedó de pie, junto al sofá donde estaba sentada su mujer, escuchando sus quejas con un rostro paciente e impasible. Los primeros lloriqueos de mi abuela fueron por mi padre, luego se olvidó de él y empezó a preocuparse por sus propios achaques. Le dolÃa la cabeza y se quejaba de los zumbidos que sentÃa en los oÃdos a causa de su hipertensión. Mi abuelo está tan acostumbrado que no le hace ni caso, pero no se movió de su lado ni un instante. No le oà decir nada, pero allà estaba, de pie en el mismo sitio siempre que lo miraba, en el mismo rincón que se hacÃa más y más www.lectulandia.com - Página 11 oscuro según iba avanzando la tarde. Al final la luz amarillenta y apagada sólo le iluminaba un poco la frente descubierta y la nariz aguileña, mientras que sus ojos y la parte inferior de su rostro se perdÃan en la sombra. Con los movimientos rápidos de sus minúsculos ojos lo observaba todo, sin que él fuera visto por los demás. También llegó una prima de mi madrastra junto con su marido, tÃo Vili, que lleva un zapato con la suela más gruesa debido a un ligero defecto en una pierna. Ésta es también la razón de su situación privilegiada: no puede ser enviado a trabajos obligatorios. TÃo Vili es calvo y su cara tiene forma de pera: más ancha y redondeada arriba, y más estrecha en la barbilla. Sus opiniones son muy respetadas en la familia, puesto que, antes de abrir un local de apuestas de quinielas hÃpicas, trabajó como periodista. Enseguida se puso a comentar las últimas noticias que habÃa tenido de «fuentes de toda solvencia», y que según él eran absolutamente ciertas. Se sentó en un sillón, extendió su pierna enferma hacia delante y, mientras se frotaba las manos con un ruido seco, nos informó que en breve se producirÃan «cambios fundamentales en nuestra situación», puesto que se habÃan iniciado negociaciones secretas sobre nosotros entre los alemanes y los aliados, con intermediarios neutrales. Los alemanes, explicó el tÃo Vili, habÃan reconocido que su situación en los frentes era desesperada. En su opinión, nosotros, los miembros de la comunidad judÃa de Budapest, les venÃamos de perlas para conseguir ventajas frente a los aliados, quienes seguramente harÃan todo lo posible por nosotros. Aquà mencionó un «factor decisivo» que habÃa conocido en su época de periodista y al que se refirió como «la opinión pública mundial», que, según él, estaba conmovida por lo que nos ocurrÃa. No cabÃa duda de que las negociaciones serÃan duras, prosiguió, y buena prueba de ello era la dureza de las últimas medidas tomadas contra nosotros. Todo era consecuencia natural de «una jugada en la cual nosotros serÃamos utilizados como simples peones en una gran maniobra internacional de chantaje». También añadió que él sabÃa perfectamente lo que estaba pasando «entre bastidores», y que sólo era «una fanfarronerÃa espectacular» para alcanzar ventajas en la negociación. Concluyó diciendo que debÃamos tener un poco de paciencia, hasta que «los acontecimientos llegaran a su desenlace». Después de su discurso, mi padre le preguntó si el desenlace podrÃa producirse antes del alba y si él debÃa considerar su citación «como una simple fanfarronerÃa» y, por lo tanto, no presentarse en el campo de trabajo. «No, claro que no», respondió tÃo Vili, un tanto desconcertado. Después siguió diciendo que estaba seguro de que mi padre regresarÃa a casa muy pronto. «Estamos llegando a la hora doce -dijo, frotándose las manos sin parar-. ¡Ojalá hubiera hecho yo apuestas tan seguras antes! Ahora no serÃa un pobretón.» Le habrÃa gustado seguir hablando, pero la madre de mi madrastra acababa de terminar con la mochila de mi padre, y éste se levantó para pesarla. www.lectulandia.com - Página 12 Por último llegó el hermano mayor de mi madrastra, el tÃo Lajos, quien ocupa un lugar importante en la familia, aunque no podrÃa decir bien por qué. Enseguida quiso hablar con mi padre a solas. Observé que mi padre estaba nervioso y trataba de evitarlo aunque sin ofenderlo. Entonces, inesperadamente se dirigió a mà para decirme que querÃa «intercambiar unas palabras conmigo». Me arrastró a un rincón apartado del salón, junto a un armario, y se paró frente a mÃ. Empezó diciéndome que, como yo sabÃa, mi padre se marcharÃa al dÃa siguiente. Le dije que estaba al corriente de todo. Entonces, quiso saber si iba a echar de menos a mi padre. Su pregunta me enervó un poco. «Naturalmente -contesté, y como me pareció una respuesta insuficiente, añadÃ-: lo echaré mucho de menos.» El tÃo Lajos empezó a mover la cabeza, con una expresión muy triste. Después, me enteré de unas cuantas cosas interesantes y sorprendentes, como el hecho de que una etapa de mi vida que él llamaba «los años felices y despreocupados de la infancia» habÃan terminado para mà ese dÃa tan aciago. Estaba convencido de que yo no habÃa considerado la cuestión de esa forma. Reconocà que tenÃa razón. Sin embargo, continuó, sus palabras seguramente no me sorprendÃan. Le volvà a dar la razón. Entonces me aclaró que con la ausencia de mi padre mi madrastra se quedarÃa sin apoyo; aunque la familia nos «echarÃa siempre una mano», de ahora en adelante yo serÃa su principal apoyo. Por ese motivo yo tendrÃa que aprender antes de tiempo qué eran «la preocupación y la renuncia». A partir de ahora, no vivirÃamos tan desahogadamente como antes, y eso no me lo querÃa ocultar, puesto que hablaba conmigo «de adulto a adulto». «De ahora en adelante -dijo-, tú también serás partÃcipe del destino común de los judÃos.» Me explicó entonces que ese destino era «una persecución constante desde hacÃa milenios, que los judÃos tenÃamos que aceptar con paciencia y resignación», puesto que Dios nos lo habÃa impuesto por los pecados que habÃamos cometido en tiempos pasados; asà pues, sólo de Él podÃamos esperar la gracia, mientras Él esperaba que en esos momentos difÃciles nosotros, «acorde con nuestras fuerzas y capacidades», nos mantuviéramos firmes en el lugar que Él nos habÃa designado. En mi caso, por ejemplo, como pude enterarme por mi tÃo, tendrÃa que desempeñar en el futuro el papel de cabeza de familia. Me preguntó si serÃa lo bastante fuerte para ese papel. Yo habÃa comprendido perfectamente el hilo de sus pensamientos en todo lo que habÃa dicho sobre los judÃos, su pecado y su Dios, pero sus palabras me emocionaron. Asà pues, respondà afirmativamente. Él parecÃa contento. «Muy bien -dijo-, sabÃa que eras un muchacho inteligente, de sentimientos profundos y gran sentido de la responsabilidad.» Tras añadir que eso le consolaba en medio de tanta desgracia, me agarró la mandÃbula con sus dedos peludos y húmedos de sudor y levantó mi cara para decirme en tono tembloroso: «Tu padre se está preparando para un largo viaje. ¿Has rezado por él?». Ante su expresión tan grave me invadió un sentimiento de www.lectulandia.com - Página 13 culpa por haber descuidado algo relacionado con mi padre: no se me habÃa ocurrido rezar por él. Inmediatamente ese sentimiento empezó a pesarme y, deseando cumplir con mi deber, le confesé que no lo habÃa hecho. «Entonces, ven conmigo», me indicó. Lo seguà hasta una habitación exterior que daba al patio. Allà nos dispusimos a rezar, en medio de muebles destartalados, que no tenÃan uso alguno. El tÃo Lajos se puso una gorrita de tela negra reluciente sobre la calva. Yo tuve que ir al vestÃbulo a buscar mi gorro. Después, sacó de un bolsillo de su abrigo un librito de tapa negra con bordes rojos, y de otro bolsillo, sus gafas. Comenzó a leer las oraciones, deteniéndose para que yo repitiera todo lo que él decÃa. Al principio, lo hice bien, pero terminé por cansarme; me molestaba no entender una palabra de lo que decÃamos a Dios, lógicamente en hebreo, idioma que yo desconozco. Para poder seguir sus palabras, tenÃa que fijarme en los movimientos de su boca; eso es lo único que recuerdo de aquellos momentos: sus labios carnosos, húmedos y movedizos y el sonido de un idioma desconocido que yo mismo emitÃa. También recuerdo que, a través de la ventana, por encima de los hombros del tÃo Lajos, vi a la hermana mayor que iba deprisa por el pasillo, hacia su casa. Creo que entonces me equivoqué en el texto. Al final, el tÃo Lajos parecÃa contento, y la expresión de su rostro me hizo pensar que de verdad habÃamos hecho algo por mi padre. Eso era preferible al sentimiento pesado y apremiante que me habÃa embargado hacÃa unos instantes. Cuando regresamos al salón, ya era de noche. Cerramos las ventanas cubiertas de papel para que no se vieran las luces en caso de ataque aéreo: la noche azul y húmeda de primavera habÃa quedado fuera, y nosotros, allà encerrados. El ruido de las conversaciones me cansaba y el humo de los cigarrillos me molestaba en los ojos. Tuve que bostezar repetidas veces. La madre de mi madrastra puso la mesa. Ella misma habÃa traÃdo la cena en un gran bolso. En cuanto llegaron, nos dijo que habÃa conseguido carne en el mercado negro. Mi padre le dio dinero de su cartera de cuero. Estábamos todos sentados alrededor de la mesa, cuando llegó el señor Steiner junto con el señor Fleischmann, ellos también querÃan despedirse de mi padre. «Por favor, no se molesten. Me llamo Steiner -se presentó-. No se levanten, por favor.» Llevaba las mismas pantuflas descosidas, el chaleco desabrochado que dejaba al descubierto su prominente vientre, y en la boca el eterno puro maloliente. Su cara roja y grande, contrastaba con el aspecto infantil que le daba su peinado con la raya en el medio. Al señor Fleischmann casi no se le veÃa a su lado: es bajito, de aspecto muy cuidado, tiene el pelo blanco y la piel gris. Usa unas gafas como ojos de lechuza y una expresión ligeramente preocupada. Él no abrió la boca; se quedó al lado del señor Steiner, chasqueando los dedos, como disculpándose probablemente por su amigo, pero tampoco estoy muy seguro. Los dos viejos son inseparables, aunque estén siempre discutiendo, ya que nunca están de acuerdo en nada. Los dos estrecharon la www.lectulandia.com - Página 14 mano de mi padre. El señor Steiner le dio además unas palmaditas en el hombro y lo llamó «muchacho». También soltó su chiste de costumbre: «Abajo esa moral, y no perdamos la desesperanza». Dijo luego que cuidarÃan de nosotros, de mà y de la «señora», o sea de mi madrastra; el señor Fleischmann asentÃa vivamente con la cabeza. El señor Steiner miraba a mi padre con ojos parpadeantes. De pronto lo atrajo hacia él y lo abrazó. Cuando se marcharon, todo se ahogó en el ruido de los cubiertos, de las conversaciones y en el humo de la comida y de los cigarrillos. A mà me llegaban sólo fragmentos de imágenes entrecortadas e inconexas de una cara o un gesto que se desprendÃan del espeso humo alrededor. VeÃa la cara huesuda, amarillenta y temblorosa de la madre de mi madrastra, cuando iba sirviendo la comida en los platos; luego las dos manos del tÃo Lajos que rechazaban la carne porque era de cerdo y, por lo tanto, prohibida por la religión; los mofletes regordetes, la mandÃbula movediza y los ojos húmedos de la hermana de mi madrastra. De repente, vi con claridad la cabeza calva y rosada del tÃo Vili bajo la luz de la lámpara y escuché hilachas de sus aseveraciones; recuerdo también las palabras del tÃo Lajos, pronunciadas en medio de un silencio profundo y solemne, con las cuales pedÃa que Dios nos ayudase, para que «podamos, lo más pronto posible, reunirnos otra vez alrededor de esta mesa, todos juntos, en paz, salud y amor». Apenas veÃa a mi padre, y en cuanto a mi madrastra, sólo me enteré de que todos estaban pendientes de ella, incluso más que de mi padre, y de que le dolÃa la cabeza. Alguien le preguntó si querÃa una aspirina o una compresa de agua frÃa pero ella no quiso nada. A ratos, me llamaba la atención mi abuela, que siempre estaba alborotando: habÃa que llevarla una y otra vez al sofá. Me acuerdo de sus ojos cegatos que parecÃan insectos segregando lÃquidos detrás de los cristales de sus gafas, empapados por el vaho. En un momento dado, todos nos levantamos de la mesa y entonces empezaron las despedidas definitivas. Mis abuelos fueron los primeros en marcharse, antes que la familia de mi madrastra. Quizás el recuerdo más memorable de toda aquella velada fue ver a mi abuelo que por primera vez llamaba la atención de todos: levantó su minúscula cabeza de pájaro y, de manera incontrolada, la apoyó sobre el pecho de mi padre. Su cuerpo, encogido, se estremeció. Luego, se abrió paso para salir, casi arrastrando a mi abuela del brazo. Algunos de los invitados me abrazaron; sentà la huella húmeda de sus labios en mi cara. Finalmente, se hizo el silencio; se habÃan ido todos. Entonces, yo también me despedà de mi padre o, mejor dicho, él de mÃ. No lo sé muy bien, no recuerdo las circunstancias: mi padre probablemente habÃa salido a acompañar a los invitados porque durante un tiempo permanecà solo al lado de la mesa, cubierta con los restos de la cena, y sólo me sobresalté cuando él regresó, solo. www.lectulandia.com - Página 15 QuerÃa despedirse de mÃ. «Mañana al alba ya no habrá tiempo para despedidas», dijo. Me repitió más o menos las mismas palabras que el tÃo Lajos sobre mi responsabilidad digna de una persona adulta, sólo que fue más breve. No mencionó a Dios y sus palabras reflejaron menos emoción. También me habló de mi madre; me dijo que seguramente intentarÃa atraerme con promesas para que fuera a vivir con ella. Se notaba que eso le preocupaba. Los dos habÃan peleado durante mucho tiempo por mi custodia, y al final la decisión del juez resultó favorable a mi padre: comprendÃa que él no querÃa perder sus derechos sobre mÃ, sólo por su situación de desventaja. Sin embargo, no alegaba la decisión judicial sino mi actitud respecto al trato diferente de mi madrastra, que habÃa creado para mà «un verdadero hogar», mientras que mi madre me habÃa «abandonado». Empecé a prestar más atención, puesto que mi madre no opinaba lo mismo sobre esa cuestión. Según ella, el culpable habÃa sido mi padre, y ella se habÃa visto obligada a buscar otro marido, un tal señor Dini (en realidad, Dénes), quien, por cierto, también habÃa partido la semana anterior hacia los campos de trabajo. No pude enterarme de nada más sobre aquel asunto porque mi padre empezó a hablar otra vez de mi madrastra diciendo que tenÃa que agradecerle que me hubiese sacado del internado, y que mi lugar estaba «en casa, a su lado». Estuvo hablando de ella durante mucho rato, y comprendà por qué no estaba ella delante: sus palabras la hubiera cohibido. A mÃ, me cansaban. No sé muy bien qué le prometà a mi padre. Al instante me encontré entre sus brazos y su contacto me cogió de improviso. Lloré, no sé si por eso o por otro motivo, por el agotamiento o porque desde aquella pequeña charla que mi madrastra me habÃa dado por la mañana me habÃa estado preparando para ello. Cualquiera que fuera la razón estuvo bien que asà sucediera, y me pareció que mi padre también se sentÃa aliviado. Luego me dijo que me acostara, estaba ya bastante cansado. «Bueno -pensé-, por lo menos se va con el recuerdo de un bonito dÃa, el pobre.» www.lectulandia.com - Página 16 CapÃtulo 2 Han pasado dos meses desde que despedimos a mi padre; ya es verano aunque en la escuela nos dieron las vacaciones mucho antes, cuando todavÃa estábamos en primavera a causa de la guerra. Los aviones sobrevuelan y bombardean la ciudad a menudo. Asimismo se han proclamado nuevas leyes sobre los judÃos: desde hace dos semanas yo también estoy obligado a trabajar. Me lo comunicaron en una nota oficial: «Se le ha asignado un puesto de trabajo permanente». El destinatario era «György Köves, joven aprendiz», por lo que me di cuenta de que las juventudes nacionalsocialistas estaban detrás del asunto. Ya me habÃan contado que a los hombres que no podÃan ser destinados a trabajos obligatorios a causa de la edad, se les adjudicaba una tarea en fábricas y otros establecimientos. Conmigo hay otros dieciocho muchachos, por las mismas razones y de mi misma edad. Trabajamos en la isla de Csepel, en la refinerÃa de petróleo Shell. Esto me proporciona la ventaja de poder traspasar las fronteras de la capital, derecho que tenemos vedado todos los que llevamos una estrella amarilla. Ahora poseo un pase oficial con el sello del comandante de la fábrica militar, que indica: «Autorizado a traspasar la frontera de la aduana de Csepel». En cuanto al trabajo, no puedo decir que sea difÃcil y con la compañÃa de los muchachos incluso es divertido; se podrÃa decir que somos auxiliares de albañil: tenemos que reparar los daños causados por un ataque aéreo que destrozó parte de la refinerÃa. El capataz que nos dirige es muy justo con nosotros; al final de la semana nos entrega nuestro salario, como a los obreros regulares. Mi madrastra se alegró mucho con el pase, pues estaba muy preocupada. Cada vez que me dirigÃa hacia algún lugar se preguntaba cómo podrÃa acreditar mi identidad en caso de ser necesario. Ahora ya no tiene por qué inquietarse puesto que el pase da fe de que desempeño un papel importante en la producción. Toda la familia opina lo mismo, excepto su hermana, quien se lamentó de que tuviera que realizar un trabajo fÃsico. Con los ojos casi en lágrimas me preguntó si para eso habÃa estudiado tanto en el colegio. Le contesté que pensaba que aquel trabajo era saludable. El tÃo Vili me dio la razón y el tÃo Lajos dijo que tenÃamos que aceptar todo lo que Dios nos impusiese, con lo cual ella terminó por callarse. El tÃo Lajos me llamó aparte para decirme, en tono grave, que no debÃa olvidar que en mi trabajo yo no estaba solo sino que representaba a «toda la comunidad judÃa» y que mi comportamiento debÃa ser intachable, puesto que no sólo me juzgarÃan a mà sino a todos los judÃos. Por supuesto, no se me habÃa ocurrido planteármelo asÃ, pero reconocà que podÃa tener razón. Mi padre nos envÃa regularmente cartas desde el campo de trabajo. Gracias a Dios no tiene problemas de salud, lo soporta bien y el trato que recibe es, como dice, www.lectulandia.com - Página 17 «humano». La familia está contenta del contenido de sus cartas. El tÃo Lajos opina que Dios no lo ha abandonado y que no lo hará si rezamos a diario, puesto que Él es nuestro Señor. El tÃo Vili asegura que tendremos que aguantar «un corto perÃodo transitorio», puesto que el desembarco de las tropas de los aliados «ha sellado definitivamente el destino de los alemanes». Hasta ahora, con mi madrastra también me las he podido arreglar sin problemas. Ahora está condenada a la inactividad: tuvimos que cerrar el almacén porque, según las últimas disposiciones legales, nadie puede tener negocios si no tiene la sangre limpia. Parece, sin embargo, que aquella única carta que mi padre jugó con el señor Süt fue una buena carta: como le prometió a mi padre, todas las semanas nos trae la parte que le corresponde a mi madrastra de los beneficios de nuestro ex almacén que ahora es suyo. La última vez que vino dejó una suma considerable sobre la mesa. Como siempre, le besó la mano a mi madrastra e intercambió conmigo unas cuantas palabras amables. Preguntó también por «el jefe», como solÃa hacer. Cuando estaba a punto de marchar se acordó de algo; sacó, un tanto cohibido, un paquete de su cartera. «Espero, mi señora -dijo-, que esto les venga bien.» En el paquete habÃa manteca, azúcar y otras provisiones. Me imagino que los habrá comprado en el mercado negro, quizá porque habrá leÃdo que según las últimas disposiciones los judÃos tenÃamos que conformarnos con raciones reducidas de alimentos. Mi madrastra trató primero de rehusar los regalos, pero el señor Süt insistió y, al final, ella los aceptó de una manera natural. Cuando nos quedamos solos, me preguntó si habÃa hecho bien en aceptar. Yo opinaba que sÃ, puesto que de otro modo habrÃa ofendido al señor Süt, quien sólo querÃa su bien. Ella estuvo de acuerdo y dijo que probablemente mi padre también lo estarÃa. De todas formas, ella lo sabrá mejor que yo. A mi madre la veo dos veces por semana, las dos tardes que le corresponden desde siempre. Con ella tengo más problemas. Como mi padre habÃa supuesto, no entiende que mi lugar esté ahora al lado de mi madrastra. Dice que le «pertenezco» a ella, puesto que ella es mi madre verdadera. Sin embargo, según yo sé, la decisión judicial favoreció desde un principio a mi padre, por lo que tengo que atenerme a sus disposiciones. El último domingo mi madre me estuvo interrogando para conocer mi opinión al respecto. Según ella, sólo importan mi voluntad y mis sentimientos, si la quiero o no la quiero. Le contesté que por supuesto que la querÃa. Entonces me explicó que querer a una persona significa desear estar junto a ella, y que su impresión era que yo preferÃa estar junto a mi madrastra. Intenté hacerle comprender que no era asÃ, que yo no preferÃa a mi madrastra, sino que estaba a su lado porque respetaba la decisión de mi padre. Por último me dijo que se trataba de mi vida y que sólo yo debÃa decidir sobre ella, pero que «el querer no se demuestra con palabras sino con actos». Me quedé bastante preocupado: no puedo permitir que piense que no la quiero pero tampoco puedo tomar al pie de la letra todo lo que me dijo sobre la www.lectulandia.com - Página 18 importancia de mi voluntad y de las decisiones que, según ella, deberÃa tomar sobre mi vida. Al fin y al cabo, es un problema que tienen ellos dos, y yo no puedo decidir nada al respecto. Además, no puedo arrebatarle sus derechos a mi padre, y menos ahora, que el pobre está en el campo de trabajo. Me sentà molesto al tener que dejarla porque siento verdadero afecto por ella y me preocupa no poder hacer nada. Guiado quizá por ese sentimiento, no me decidÃa a despedirme de ella. Tuvo que decirme que me fuera, pues se hacÃa tarde, y me recordó que con la estrella amarilla sólo se puede circular por la calle hasta las ocho. Le expliqué que, al tener el pase, las disposiciones eran menos estrictas. En el tranvÃa subà al último vagón y me quedé de pie en la parte trasera, obedeciendo asà las órdenes relativas al uso del transporte público para los judÃos. Eran casi las ocho cuando llegué a casa; la noche era todavÃa clara, pero la gente ya empezaba a cerrar las ventanas cubiertas con papel negro o azul. Mi madrastra estaba impaciente, pero sólo por costumbre, puesto que al fin y al cabo sabe que tengo el pase. Pasamos la noche en casa del señor Fleischmann, como casi siempre. Los dos viejos están bien y siguen discutiendo por todo; no obstante, ambos coincidieron en las ventajas que me proporciona el pase. Hasta cuando quieren ayudar discuten, como ocurrió cuando les pregunté cómo se iba a la isla de Csepel, puesto que ni yo ni mi madrastra lo sabÃamos. El señor Fleischmann me aconsejó que cogiera el tren de cercanÃas, mientras que el señor Steiner decÃa que el autobús era mejor, porque me dejarÃa justo a la entrada de la refinerÃa, en tanto que el tren paraba más lejos. Todo eso era verdad, según tuve la ocasión de comprobar más tarde, pero entonces todavÃa no lo sabÃa. El señor Fleischmann se enfadó mucho. «Siempre se tiene que salir con la suya», dijo, refiriéndose al señor Steiner. Al final, tuvieron que intervenir sus obesas esposas. Cuando se lo conté a Annamária nos reÃmos mucho. Con ella he llegado a una situación un tanto peculiar. Los hechos que narraré a continuación ocurrieron anteayer durante la alarma aérea de la noche del viernes, en el refugio, más exactamente en uno de los pasillos oscuros del refugio. Al principio, sólo quise enseñarle que desde allà era más interesante observar los acontecimientos. Cuando oÃmos una bomba que caÃa muy cerca, su cuerpo empezó a temblar. Pude percibirlo porque, con el susto, se habÃa agarrado a mà y habÃa puesto sus brazos alrededor de mi cuello, escondiendo su rostro en mi hombro. Sólo recuerdo que luego busqué sus labios. Fue una sensación tibia, húmeda y ligeramente pegajosa que me alegró y sorprendió a la vez, puesto que era mi primer beso a una chica y ni siquiera me lo esperaba. Ayer, en la escalera, me confesó que ella también se habÃa sorprendido. «La bomba lo explica todo», dijo. En el fondo, tenÃa toda la razón. Nos volvimos a besar. Entonces me enseñó, moviendo su lengua en mi boca, a conseguir una sensación aún www.lectulandia.com - Página 19 más placentera. Anoche también estuvimos a solas. En casa del señor Fleischmann nos fuimos a una habitación solitaria para ver los peces del acuario, como siempre acostumbrábamos hacer. Claro que esta vez no fuimos sólo para ver los peces, sino también para hacer uso de nuestra lengua. Regresamos pronto, porque Annamária tenÃa miedo de que nos descubrieran sus tÃos. Más tarde, en una conversación me dijo cosas interesantes sobre mÃ. Reconoció que no se habÃa imaginado que un dÃa llegarÃa a «significar» para ella algo más que «un buen amigo». Cuando nos presentaron, pensó que yo no era más que un adolescente. Pero después, al conocerme mejor, se despertó en ella un interés por mÃ, quizá porque tenÃamos unas circunstancias familiares similares y por algunos comentarios que le hicieron pensar que nuestras opiniones eran parecidas, pero que tampoco entonces se imaginaba nada más que eso. «Parece que tuvo que ocurrir asû, dijo, con un aire pensativo. Al ver su expresión extraña, casi severa, no quise contradecirla, aunque pensara que ella habÃa acertado al decir que la bomba habÃa sido la razón de todo. De todas formas, tampoco puedo saberlo con total certeza, y está claro que a ella le complace su versión. Nos despedimos bastante temprano, porque al dÃa siguiente tenÃa que trabajar. Al darme la mano me clavó ligeramente las uñas; comprendà que era una insinuación sobre nuestro secreto, y su rostro parecÃa decirme: «Todo está bien». Sin embargo, la tarde siguiente se portó de una manera extraña. Cuando regresé del trabajo, me lavé, me cambié de camisa y de zapatos, me arreglé el pelo con un peine mojado y me fui a la casa de las hermanas. Últimamente vamos casi todas las tardes, Annamária se las habÃa arreglado para que nos invitaran, según lo tenÃa planeado. Su madre me recibió con simpatÃa. (Su padre cumple también trabajos obligatorios.) Tienen un piso amplio, con balcón, bonitas alfombras, varias habitaciones grandes y una más pequeña que es la de las hermanas. Está llena de juguetes para niñas, muñecas y hasta tiene un piano. Normalmente jugamos a las cartas, pero esta vez la hermana mayor no tenÃa ganas; querÃa hablar con nosotros sobre un problema que le preocupaba: la estrella amarilla le causaba quebraderos de cabeza. HabÃa notado un cambio en «las miradas de la gente» desde que llevaba la estrella. Las personas ya no la trataban como antes y ella veÃa en sus miradas que la «odiaban». Aquella mañana también habÃa tenido la misma sensación, cuando, por encargo de su madre, habÃa ido a la compra. Yo creo que exagera; mi experiencia, por lo menos, no coincide con la suya. En el trabajo, sin ir más lejos, todo el mundo sabe que hay algunos albañiles que no soportan a los judÃos, pero con nosotros, conmigo y con los otros muchachos, se han hecho casi amigos. Por otra parte, este hecho no influye en sus opiniones, claro que no. Me acordé también del caso de los panaderos e intenté explicarle que no la odiaban a ella como persona, puesto que ni siquiera la www.lectulandia.com - Página 20 conocÃan, sino más bien la idea de que era «judÃa». Entonces reconoció que ella también habÃa llegado a la misma conclusión, pero que no comprendÃa nada, puesto que no sabÃa exactamente qué significaba ser judÃo. Annamária le dijo que, como todos sabÃamos, se trataba de una religión. Pero a ella no le preocupaba eso, sino su significado. «Al fin y al cabo uno tiene derecho a saber por qué le odian», opinó. Nos dijo que al principio se habÃa sentido sorprendida y muy dolida de que la despreciaran «simplemente por ser judÃa». Entonces tuvo por primera vez una sensación clara de que algo la separaba de la gente, que ella era de alguna manera distinta. Reflexionó sobre el tema, buscó información en libros y conversaciones y llegó a la conclusión de que justamente por eso la odiaban. Su opinión era que «nosotros, los judÃos, éramos distintos a los demás» y que eso era lo más importante; ahà radicaba la diferencia y el origen del odio de la gente. También nos explicó que se le hacÃa muy extraño vivir siendo «consciente de esa diferencia», que sentÃa cierto orgullo y al mismo tiempo cierta vergüenza. QuerÃa saber qué pensábamos nosotros sobre aquello que constituÃa nuestra diferencia y nos preguntó si sentÃamos orgullo o vergüenza. Su hermana menor y Annamária no sabÃan qué responder. Yo tampoco me habÃa planteado las cosas de ese modo. De todas formas, nosotros no podemos decidir sobre nuestras diferencias o similitudes; justamente para eso sirve la estrella amarilla, según mi parecer y asà se lo di a entender. Pero ella se empeñaba, diciendo que las diferencias estaban «dentro de nosotros». Yo creo que importa más lo que llevamos por fuera. Durante largo rato intentamos aclarar el asunto: no sé por qué, la verdad es que yo no le daba tanta importancia. Sin embargo, habÃa en sus palabras algo que me irritaba. A mà me parece que todo es mucho más sencillo. Claro, también querÃa destacar yo en la conversación. Un par de veces quiso intervenir Annamária, pero no pudo: nosotros dos no le hacÃamos mucho caso. Para defender mi opinión le puse un ejemplo sobre el cual habÃa reflexionado simplemente, para matar el tiempo. HacÃa poco, habÃa leÃdo una novela sobre un prÃncipe y un mendigo que, aparte de esta única diferencia, eran casi idénticos. Por pura curiosidad decidieron intercambiar sus destinos, convirtiéndose el mendigo en prÃncipe de verdad y el prÃncipe en mendigo. Le dije a la muchacha que, aunque no era muy probable que eso sucediera, tratara de imaginarse en una situación similar. Supongamos que le hubiera ocurrido cuando todavÃa era un bebé, cuando todavÃa no sabÃa hablar ni podÃa acordarse de nada; entonces podÃan haberla intercambiado con una niña de otra familia que no tuviera problemas raciales. Aquella otra niña serÃa entonces la que se sentirÃa diferente y llevarÃa la estrella amarilla correspondiente, mientras que ella se sentirÃa igual que los demás, y los demás también la considerarÃan asÃ. De esta forma, ella no estarÃa preocupada por esa diferencia ni serÃa consciente de ella. Me pareció que la habÃa impresionado porque primero calló y después abrió la boca, como si quisiera decir algo: sus labios se movÃan con lentitud y www.lectulandia.com - Página 21 con una suavidad casi palpable. Sin embargo, no dijo nada, pero hizo algo mucho más extraño: rompió a llorar. Escondió su rostro tras sus brazos apoyados en la mesa y movió los hombros compulsivamente, una y otra vez. Yo estaba perplejo puesto que aquélla no habÃa sido mi intención. Me incliné sobre ella, tocándole el cabello, el hombro y el brazo, y le pedà que no llorase. Ella, con una voz desesperada y quebradiza, comenzó a gritar que si nuestras caracterÃsticas internas no tenÃan nada de importancia, entonces todo era una casualidad; que si ella podÃa ser diferente de lo que forzosamente era, entonces «nada tenÃa ningún sentido», y que aquello era un pensamiento «insoportable» para ella. Yo seguÃa muy confundido; en fin de cuentas, todo habÃa sido culpa mÃa, aunque no hubiera sospechado nunca que aquellos pensamientos fuesen tan importantes para ella. Estuve en un tris de decirle que no se preocupara, que para mà todo aquello no tenÃa en realidad ningún interés, que yo no la despreciaba por ser judÃa. Menos mal que, enseguida, caà en la cuenta de lo ridÃculo que hubiera sido decir eso, y callé. Sin embargo, me molestaba no poder decirlo, porque en aquel instante estaba convencido de ello, independientemente de mi situación personal, casi por libre elección, por decirlo de alguna manera. Aunque es posible que en otra situación mi opinión hubiera sido distinta. No lo sé. También reconocà que no podÃa hacer la prueba. De todas formas, me sentÃa incómodo. No sé exactamente por qué razón pero por primera vez en mi vida sentà algo que quizá podrÃa llamarse vergüenza. Ya en la escalera me enteré de que mis sentimientos habÃan molestado a Annamária: parecÃa enfadada y estaba muy rara. Le dije algo pero ella no me respondió. La cogà del brazo, se apartó bruscamente de mà y me dejó solo. Al dÃa siguiente estuve esperándola toda la tarde pero no apareció. No pude subir a ver a las hermanas porque siempre habÃamos ido juntos y seguramente me habrÃan preguntado por ella. Por otra parte, habÃa reflexionado sobre lo que la hermana mayor me habÃa dicho el domingo, y ahora estaba más de acuerdo con sus opiniones. Annamária se presentó por la noche en casa del señor Fleischmann. Al principio estuvo muy recelosa conmigo. Su rostro sólo se suavizó un poco cuando, al preguntarme si habÃa pasado bien la tarde en casa de las hermanas, le respondà que no habÃa ido. QuerÃa saber por qué. Le dije la verdad: sin ella no me gustaba ir, y eso pareció agradarle. Un poco después hasta quiso ir conmigo a ver los peces. Cuando regresamos, ya estábamos completamente reconciliados. Más tarde, hizo otra observación sobre el asunto: «Ésta ha sido nuestra primera pelea». www.lectulandia.com - Página 22 CapÃtulo 3 El otro dÃa me ocurrió algo extraño. Me levanté temprano por la mañana para ir al trabajo. El dÃa se anunciaba caluroso y, como siempre, el autobús estaba lleno de gente. Ya habÃamos dejado atrás las últimas casas de los suburbios, al cruzar el pequeño puente que lleva a la isla de Csepel. El camino sigue entonces por una zona descampada; a la izquierda hay un edificio bajo parecido a un hangar, y a la derecha, unos invernaderos dispersos entre las huertas; al llegar allà el autobús frenó de repente. Alcancé a oÃr retazos de una voz que, desde fuera, mandaba apearse del autobús a los judÃos que se encontraban en él. «Seguramente será para revisar los pases de frontera y los permisos», pensé. Efectivamente, ya en la carretera me encontré frente a un policÃa. Sin decir una palabra, le entregué inmediatamente mi pase. Él, sin embargo, hizo primero un gesto brusco con la mano para que el autobús prosiguiera su camino. Sospeché que quizá no hubiese visto bien mis papeles, y me puse a explicarle que, como él mismo podÃa ver, trabajaba en una empresa militar y, no podÃa perder el tiempo. Pero entonces todo se llenó de voces y, de repente, me vi rodeado por mis compañeros de trabajo de la refinerÃa. Se habÃan escondido detrás del terraplén, después de que el policÃa los habÃa hecho bajar de otros autobuses anteriores, y ahora se reÃan de mi llegada. Hasta el policÃa sonrió, como alguien que también participa en una broma. Me di cuenta de que él no tenÃa nada contra nosotros, claro, qué podÃa tener. Le pregunté a los muchachos qué era aquello pero tampoco sabÃan nada. El policÃa detuvo todos los autobuses que llegaron de la ciudad, y lo hizo desde cierta distancia, dando un paso hacia delante y levantando la mano al mismo tiempo; a todos los que iban bajando los mandaba esconderse detrás del terraplén. La misma escena se repitió una y otra vez: primero la sorpresa de los recién llegados, que luego se transformaba en risas. El policÃa parecÃa satisfecho. Con todo aquello habÃa pasado un cuarto de hora, más o menos. Era una clara mañana de verano. Al tumbarnos en nuestro escondite, detrás del terraplén, sentÃamos que el sol habÃa calentado ya la tierra. Desde lejos, entre vapores azules, se distinguÃan perfectamente los grandes depósitos de la refinerÃa de petróleo. Más allá, con menor claridad, se divisaban las chimeneas de otras fábricas, y todavÃa más allá la torre de una iglesia. De los autobuses siguieron bajando más y más muchachos; unos venÃan en grupo, otros solos. Llegó uno de los más populares, un chico vivaracho, con pecas y el pelo negro, muy corto, al que llamábamos Curtidor, porque, a diferencia de la mayorÃa de nosotros que venÃamos de escuelas generales, él habÃa estudiado ese oficio. También llegó el Fumador, que casi siempre tenÃa un cigarrillo en la boca. Es verdad que los otros también fumaban, yo mismo para no quedarme atrás, lo habÃa probado también, pero él fumaba de otra manera, como con un ansia insaciable. Sus ojos también www.lectulandia.com - Página 23 tenÃan una expresión extraña, ansiosa. Era callado y reservado y no gozaba de mucha simpatÃa en el grupo. Un dÃa me atrevà a preguntarle qué encontraba de bueno en fumar tanto, y su respuesta fue realmente escueta: «Es más barato que la comida». Me sorprendà un poco, nunca hubiera imaginado que aquélla fuera la razón. Pero más me sorprendió su mirada burlona e irónica al advertir mi asombro. Como me resultó muy desagradable, no le pregunté nada más. Sin embargo, comprendà por qué los demás mostraban desconfianza hacia él. Todos saludaron con alegrÃa a otro muchacho que llegaba, al que llamaban el Suave. El nombre era muy acertado: tenÃa la tez suave, el pelo oscuro, lacio y brillante, los ojos grandes y grises, y en general todo su ser desprendÃa una suave atracción; más tarde me enteré de que el apodo incluÃa también un segundo significado: era muy popular entre las muchachas, a las que solÃa tratar con suavidad. También llegó Rozi en otro de los autobuses; su verdadero apellido es Rózenfeld, pero todos lo llamamos de esta forma abreviada. Por alguna razón, goza de autoridad entre los muchachos, y normalmente nos mostramos de acuerdo con sus indicaciones en las cuestiones que nos conciernen a todos; también suele representar nuestros intereses ante el capataz. Rozi, según pude saber, estudia en un instituto mercantil. Con su cara de expresión inteligente, aunque demasiado alargada, su cabello rubio ondulado y sus ojos azules, que miran fijamente, se parece a aquellas viejas pinturas de los museos que llevan tÃtulos como Retrato de un infante con galgo y cosas asÃ. También llegó Moskovics, un muchacho bajito, de rostro simple, casi feo, nariz ancha y chata, que para colmo lleva gafas de gruesos cristales, parecidos a prismáticos, como mi abuela… y asà fueron llegando todos. En general, las opiniones coincidÃan con la mÃa: algo raro ocurrÃa, aunque seguramente se tratarÃa de un error. Rozi, animado por algunos de los muchachos, fue a preguntarle al policÃa si no tendrÃamos problemas por llegar tarde al trabajo y cuándo tenÃa la intención de dejarnos ir a cumplir con nuestros deberes. El policÃa no se enojó en absoluto con la pregunta pero respondió que no dependÃa de él, ni de sus decisiones. Él tampoco sabÃa mucho más que nosotros; mencionó unas «últimas órdenes» que reemplazarÃan a las vigentes. De momento sólo tenÃamos que esperar, tanto él como nosotros. Aunque el panorama no era muy claro, nos pareció que sonaba bastante aceptable. De todas formas, a los policÃas habÃa que obedecerles. Con nuestros pases con el sello de la autoridad de una empresa militar en su poder, no veÃamos razón alguna para tomarnos al policÃa demasiado en serio. Él, por su parte, tenÃa ante sà a «unos muchachos inteligentes» que, según añadió, seguramente seguirÃan comportándose «con disciplina»; al parecer le caÃamos bien. Él también parecÃa simpático; era un hombre bajito, ni joven ni viejo, con la cara curtida por el sol y los ojos muy claros y limpios. Su acento me hizo pensar que era de origen provinciano. www.lectulandia.com - Página 24 Eran las siete, la hora de empezar el trabajo en la refinerÃa. De los autobuses ya no bajaban muchachos, y entonces el policÃa nos preguntó si faltaba alguno. Rozi nos contó y le dijo que estábamos todos. El policÃa opinó que no podÃamos seguir esperando allÃ, al lado de la carretera. ParecÃa preocupado, y yo tuve la sensación de que él estaba tan poco preparado para estar con nosotros como nosotros para estar con él. Llegó un momento que incluso nos preguntó: «Bueno, ¿ahora qué hago yo con vosotros?». Evidentemente no podÃamos ayudarle. Lo rodeamos con desenfado, riéndonos, como si se tratara de nuestro tutor en una excursión. Él permaneció en medio del grupo, pensativo, acariciándose la barbilla. Finalmente, nos propuso que fuéramos a las oficinas de la aduana. Lo acompañamos a un edificio de un solo piso, destartalado y solitario, que se encontraba bastante cerca de la carretera, en el que en un letrero medio caÃdo podÃa leerse «Oficinas de Aduana». El policÃa sacó un manojo de llaves tintineantes y escogió la que abrÃa la puerta. Una vez dentro, nos encontramos en una sala amplia, agradablemente fresca, aunque casi desierta, con unos bancos y una larga mesa desgastada por el uso. El policÃa abrió otra puerta que conducÃa a una especie de despacho. Por la rendija observé que dentro habÃa una alfombra y un escritorio con teléfono. OÃmos que el policÃa hacÃa una llamada pero no pudimos entender sus palabras. Creo que trataba de acelerar la llegada de alguna nueva orden porque, cuando salió, después de cerrar la puerta cuidadosamente tras él, se dirigió a nosotros: «Nada, no se puede hacer nada, hay que esperar». Nos animó a que nos acomodáramos y nos preguntó si conocÃamos algún juego para pasar el rato. Uno de los muchachos, si no recuerdo mal, el Curtidor, propuso el calientamanos. Al policÃa no le pareció buena idea y añadió que esperaba algo más de «unos muchachos tan inteligentes». Se pasó un rato bromeando con nosotros; yo tuve la sensación de que se esforzaba en entretenernos, quizá para que no tuviéramos ocasión de mostrarnos indisciplinados, como habÃa mencionado en la carretera. Realmente, no parecÃa muy puesto en sus obligaciones. Pronto nos abandonó, no sin antes mencionar que tenÃa cosas que hacer. Cuando se fue, oÃmos que cerraba la puerta por fuera. Lo que ocurrió a partir de entonces no puedo relatarlo con tantos detalles. La espera fue interminable. De todas maneras, no tenÃamos prisa alguna, al fin y al cabo no estábamos perdiendo nuestro tiempo. Todos coincidÃamos en que estábamos mejor allà que sudando en el trabajo. En la refinerÃa apenas habÃa sombra. Rozi habÃa conseguido convencer al capataz para que nos dejara trabajar sin camisa. Es verdad que no era totalmente reglamentario, puesto que de esta manera no se podÃan ver nuestras estrellas amarillas, pero el capataz lo permitió por simpatÃa. Sólo la piel blanca como el papel de Moskovics sufrió las consecuencias: su espalda se puso roja como el tomate y nos reÃmos mucho cuando se quitaba los pellejos quemados por el www.lectulandia.com - Página 25 sol. Recuerdo que nos acomodamos en los bancos y en el suelo pero no podrÃa relatar exactamente cómo pasamos el rato. Contamos chistes, fumamos y comimos bocadillos. También nos acordamos del capataz, diciéndonos que seguramente le habrÃa sorprendido el hecho de que ninguno de nosotros hubiera acudido al trabajo. Uno de los muchachos sacó unos guijarros y nos pusimos a jugar al «toro». El juego consistÃa en lanzar un guijarro bien alto, al aire, y recoger el mayor número posible de los otros, que se dejaban en el suelo, antes de volver a agarrar el primero. El Suave, con sus largos dedos finos, ganaba todas las partidas. Rozi nos enseñó una canción que cantamos varias veces. La gracia estaba en que las palabras, siendo las mismas, se podÃan traducir a tres idiomas distintos, según la terminación añadida: con es suena a alemán, con io a italiano y con taki a japonés. Claro está, no eran más que tonterÃas pero a mà me divertÃan. Reparé entonces que fuera habÃa varios adultos, que, como nosotros, habÃan llegado en autobuses y se habÃan visto obligados a bajar de ellos. Comprendà que el policÃa, durante su ausencia, habÃa estado haciendo lo mismo que por la mañana. Se habÃan juntado unas siete u ocho personas, todos hombres. Éstos le daban más trabajo al policÃa: decÃan no comprender, sacudÃan la cabeza, daban explicaciones, enseñaban sus papeles, lo importunaban con preguntas. A nosotros también nos preguntaron quiénes éramos y de dónde venÃamos. Luego, permanecieron juntos. Les dejamos un par de bancos; unos se sentaron y otros se quedaron de pie. Hablaban de muchas cosas pero yo no les prestaba casi atención. Intentaban adivinar qué razones tenÃa el policÃa para actuar de aquella forma y las posibles consecuencias de los acontecimientos. Al parecer, sus opiniones eran muy diversas y dependÃan, según pude entender, de los documentos que cada uno llevaba; todos ellos disponÃan de algún papel que demostraba su autorización para ir a Csepel, algunos por asuntos particulares, otros por razones de «utilidad pública», como nosotros. Entre todos ellos, uno me llamó la atención. Ajeno a las conversaciones de los demás, se dedicó a leer un libro que traÃa. Era un hombre muy alto y delgado con una gabardina amarilla. TenÃa barba de varios dÃas y una boca fina entre unas pronunciadas arrugas que dibujaban en su rostro una expresión de tristeza. Estaba sentado en un extremo del banco, al lado de la ventana, con las piernas cruzadas, dándoles la espalda a los demás. Quizá por eso tuve la sensación de que parecÃa un experimentado viajero, sentado en un tren cualquiera, que consideraba inútiles las palabras, las preguntas o el contacto habitual entre casuales compañeros de viaje, y que soportaba la espera con resignación, hasta que llegáramos a nuestro destino. Ya a media mañana, me habÃa llamado la atención otro hombre mayor, de buen aspecto, bastante calvo y de cabello plateado en las sienes, que entró allà sin dejar de protestar. También preguntó si habÃa teléfono y si podÃa hacer una breve llamada. El www.lectulandia.com - Página 26 policÃa le informó que lo lamentaba pero que el aparato «sólo podÃa ser utilizado para el servicio». Con una mueca de disgusto, el hombre se calló. Más tarde respondió a las preguntas de los demás, y me enteré de que, como nosotros, también pertenecÃa a una de las fábricas de Csepel; nos dijo que era un «experto» aunque no precisó en qué. En general, se mostraba muy seguro de sà mismo y, según mi parecer, su opinión era similar a la nuestra, sólo que a él la retención más bien le desagradaba. Observé que hablaba del policÃa con desdén, casi con desprecio. Dijo que el policÃa «probablemente obedecÃa una orden general» que «estaba ejecutando con demasiado empeño». Al mismo tiempo opinó que personas obviamente «más competentes» decidirÃan en el asunto y expresó su confianza en que eso ocurrirÃa lo antes posible. Luego, no volvà a oÃrle y hasta me olvidé de él. Por la tarde volvió a llamar mi atención; yo estaba también muy cansado y me di cuenta de su conducta impaciente: se sentaba, se volvÃa a levantar, cruzaba los brazos por delante y por detrás, miraba mucho el reloj… HabÃa otro hombrecito raro, de nariz pronunciada, que llevaba una mochila enorme, pantalones de golf y unas botas descomunales; hasta su estrella amarilla parecÃa más grande que las otras. Estaba muy preocupado y se quejaba continuamente de su «mala suerte». Lo recuerdo bien porque su historia -que repitió varias veces- era sencilla. Para poder visitar a su madre, «muy enferma», que vivÃa en un pequeño pueblo de la isla de Csepel, habÃa conseguido un permiso especial de las autoridades. Lo tenÃa todo en orden y llegó incluso a mostrarnos los papeles. El permiso era válido para el dÃa en cuestión, hasta las dos de la tarde. Sin embargo, le habÃa surgido algo que «no permitÃa demora alguna», nos dijo, «un asunto de negocios». No tuvo más remedio que acudir a una oficina donde habÃa mucha gente, con lo cual se retrasó. Aunque pensaba que ya no podrÃa hacer el viaje, cogió el tranvÃa, a toda prisa, para llegar a la parada de donde salen los autobuses. Al llegar se dio cuenta de que no podrÃa hacer el viaje de ida y vuelta en el plazo permitido y que era arriesgado partir. Sin embargo, en la parada estaba todavÃa el autobús de las doce. Entonces, según su explicación, pensó: «¡Con el trabajo que me ha costado conseguir el papel! Y mi pobre madre también me está esperando». Nos contó que su anciana madre les causaba muchos quebraderos de cabeza a él y a su mujer. HacÃa tiempo que le rogaban que se fuera a vivir con ellos, a la ciudad, pero la madre se resistÃa, hasta que ya fue demasiado tarde. El hombre movÃa la cabeza de un lado a otro, mientras nos contaba que la pobre mujer sólo querÃa salvar su casa a cualquier precio «y no tiene siquiera cuarto de baño», observó. Pero tenÃa que aceptarlo, puesto que se trataba de su madre. La pobre era ya muy anciana y estaba enferma. Nos dijo que sentÃa que no debÃa desaprovechar la ocasión, que «no se lo podÃa permitir». Asà pues, finalmente se decidió a subir al autobús. Al recordarlo, se calló un momento; levantó los brazos y los dejó caer, con un gesto de inseguridad, al tiempo que miles de arrugas www.lectulandia.com - Página 27 dubitativas y minúsculas se dibujaron en su frente: parecÃa un roedor triste caÃdo en una trampa. Nos preguntó si pensábamos que todo aquello podrÃa causarle algún problema; si tendrÃan en cuenta que él no habrÃa sido el culpable de superar el lÃmite de tiempo permitido. También le preocupaba lo que pensarÃa su madre al ver que no llegaba, y su mujer y sus dos hijos si no regresaba a casa a las dos. Por las miradas que le dirigÃa, me di cuenta de que esperaba la opinión del Experto, alguna frase de la boca de ese hombre tan respetable. Éste, sin embargo, no le hacÃa mucho caso; no dejaba de dar golpecitos con su cigarrillo en la tapa decorada con letras y arabescos de su pitillera de plata reluciente. Su expresión reflejaba recogimiento y concentración en algún pensamiento lejano; parecÃa no enterarse de nada. Entonces el otro se volvió a quejar de su mala suerte, diciendo que si hubiese llegado cinco minutos más tarde a la parada, ya no habrÃa podido coger el autobús del mediodÃa ni ningún otro, y que por culpa de aquellos «cinco escasos minutos» estaba aquÃ, en lugar de en su casa. También me acuerdo del hombre con cara de foca: era un individuo corpulento, con bigote negro y tupido, que llevaba gafas de montura dorada, y solicitaba «hablar en privado» con el policÃa. Cada vez que lo hacÃa, se apartaba de los demás y se retiraba junto a la pared o la puerta. «Señor comisario -decÃa con una voz ahogada y ronca-, ¿podrÃa hablar con usted a solas?» También utilizaba la fórmula: «Por favor, señor comisario… sólo unas cuantas palabras, si me permite…». Finalmente logró que el policÃa le preguntara qué querÃa. Pero entonces él pareció dudar; sus ojos desconfiados recorrieron la sala desde detrás de sus gafas. Estaba cerca de mÃ, en un rincón de la sala, pero no oà sus palabras pronunciadas en voz baja: parecÃa explicar algo. Luego, con una sonrisa dulce, como de complicidad, se acercó al policÃa, primero un poco y después inclinándose totalmente sobre él. Hizo entonces un gesto extraño: parecÃa querer sacar algo de su bolsillo interior; como su gesto reflejaba cierta importancia, pensé que querÃa presentarle al policÃa algún papel o documento especial o adicional. No pude saber de qué se trataba, puesto que interrumpió el gesto, aunque no abandonó del todo su postura; la dejó como inacabada, olvidada, suspendida antes de llevarla a cabo. Su mano buscó, palpó y recorrió su pecho por fuera. ParecÃa una enorme araña peluda o, mejor aún, un pequeño monstruo marino intentando encontrar el camino para meterse en el interior del abrigo. SeguÃa hablando sin parar y no habÃa abandonado su sonrisa. Todo duró unos cuantos segundos, nada más. Luego, el policÃa cortó la conversación con visible decisión, casi con enfado; aunque yo no comprendÃa exactamente qué pasaba, de alguna manera difÃcil de determinar tenÃa la sensación de que su comportamiento era, en cierta medida, sospechoso. Apenas me acuerdo de las otras caras, de los otros acontecimientos. Según pasaba el tiempo, mis observaciones también se hacÃan menos agudas. Sin embargo, puedo www.lectulandia.com - Página 28 afirmar que a nosotros, los muchachos, el policÃa nos seguÃa tratando con mucha simpatÃa. Con los adultos lo era menos, según pude apreciar. Por la tarde él también parecÃa ya agotado, como todos. Se pasaba el tiempo tomando el fresco con nosotros o encerrado en su despacho, sin hacer caso de los autobuses que iban pasando. A veces, oÃa que trataba de arreglar algo por teléfono y nos informaba del resultado. «No hay nada todavÃa», decÃa, con una expresión de desánimo. Recuerdo que poco después del mediodÃa llegó un compañero suyo, otro policÃa, quien aparcó su bicicleta junto al muro. Ambos se encerraron en el despacho durante un rato. Después salieron y se despidieron, estrechando sus manos durante unos segundos. No dijeron nada pero meneaban la cabeza y se miraban como lo hacÃan los comerciantes; yo los habÃa observado en la oficina de mi padre, cuando hablaban de los tiempos difÃciles y lo mal que marchaban los negocios. Comprendà enseguida que eso no era probable en el caso de los dos policÃas; sin embargo, su expresión me evocaba esos recuerdos: la misma desgana y la misma preocupación, la misma resignación frente a un destino irremediable. Luego, me venció el cansancio; sólo recuerdo que empecé a aburrirme y que tenÃa calor y sueño. En resumidas cuentas, las nuevas órdenes llegaron alrededor de las cuatro. De acuerdo con ellas, tenÃamos que presentarnos ante la «autoridad suprema» para que revisaran nuestros documentos. Seguramente le habÃan informado por teléfono, puesto que desde su despacho habÃamos oÃdo sonidos y voces que delataban cierta prisa y algunos cambios. El aparato habÃa sonado en repetidas ocasiones, y él también habÃa telefoneado varias veces. Nos dijo que no le habÃan comunicado nada en concreto, pero que él pensaba que se tratarÃa de alguna formalidad, dado que nuestra situación era, desde el punto de vista legal, tan clara y evidente. Nos encaminamos hacia la ciudad en filas de tres, desde varios puntos a la vez, según comprobé más tarde. Al cruzar el puente, nos encontramos con otros grupos, más o menos numerosos, de personas, todas ellas con estrellas amarillas y acompañadas por uno, dos o incluso tres policÃas. Entre los acompañantes de uno de los grupos reconocà al policÃa de la bicicleta. Los policÃas hacÃan siempre el mismo saludo breve y oficial, como si hubiesen estado esperando los encuentros. Entonces comprendà el sentido de las llamadas telefónicas previas que habÃan mantenido ocupado a nuestro policÃa: seguramente habÃan estado calculando y ajustando los tiempos oportunos. Al final, descubrà que caminaba en medio de una multitud considerable, rodeada a cierta distancia por los policÃas. Asà marchamos por la carretera, durante bastante tiempo. Era una bonita y clara tarde de verano; las calles estaban como a esa hora solÃan estarlo, repletas de colorido y gente, aunque yo lo veÃa todo un poco borroso. Como Ãbamos por caminos y calles que no conocÃa bien me desorienté. Me llamaba la atención la multitud, las calles, el tráfico y, sobre todo, la dificultad para avanzar en filas cerradas, con lo que terminé www.lectulandia.com - Página 29 cansándome muy pronto. De todo aquel largo camino sólo recuerdo la curiosidad furtiva, poco decidida, casi vergonzosa que nuestro desfile provocaba en el público apostado en las aceras. Aquello me divirtió al principio, pero después perdà todo interés en seguir observándolos. Avanzábamos por una concurrida avenida, en un barrio periférico en medio del fuerte ruido producido por el excesivo tráfico; sin saber cómo, de repente nos encontramos ante un tranvÃa. Nos vimos obligados a detenernos, para esperar que pasara, y entonces me fijé en el movimiento rápido de una prenda amarilla, más adelante, entre las nubes de polvo, el ruido y el gas de escape de los vehÃculos; era el Viajero. Un salto largo fue suficiente para que desapareciera entre el ir y venir de la gente y de los coches. Me quedé perplejo porque esa actitud no encajaba con su comportamiento anterior. Sentà también una sorpresa casi alegre por la sencillez de un acto: un par de hombres decididos lo siguieron sin titubear, entre la multitud. Miré alrededor, como si se tratara de un juego, ya que no veÃa razón alguna para escapar aunque hubiera tenido la ocasión de hacerlo. De todos modos, el sentimiento del honor resultó ser más fuerte y, cuando los policÃas establecieron el orden en nuestras filas, éstas se cerraron otra vez alrededor. Seguimos andando. Entonces todo ocurrió con gran rapidez, de una manera inesperada y un tanto sorprendente. Tras doblar una esquina, tuve la sensación de que estábamos llegando a nuestro destino, porque el camino continuaba entre las dos hojas de un enorme portón abierto. Advertà que, en lugar de policÃas, nos acompañaban ahora otros hombres uniformados que parecÃan militares. Llevaban una pluma en la visera del gorro. Eran policÃas militares. Nos condujeron por laberintos de caminos, entre edificios grises, más y más adentro, hasta que llegamos a una enorme plaza con guijarros blancos, que parecÃa el patio de un cuartel. Entonces apareció un hombre alto de aspecto imponente que se dirigió hacia nosotros desde un edificio contiguo. Llevaba botas altas y un uniforme ceñido, con estrellas doradas y un cinto de cuero que le cruzaba el pecho en diagonal. En una mano llevaba una pequeña fusta como las que se utilizan para montar a caballo, con la que golpeaba continuamente sus botas brillantes de charol. Un minuto más tarde, mientras esperábamos, inmóviles y formados en filas, comprobé que era un hombre bastante guapo, fuerte y atlético. Me recordó a los héroes de las pelÃculas: atractivo, con rasgos viriles y un fino bigote castaño, cortado impecablemente a la moda, que lucÃa de maravilla en medio de su rostro bronceado. Cuando llegó a nuestra altura, el grito de «firmes» de los guardias nos paralizó a todos. De lo demás, sólo conservo dos fugaces impresiones. En primer lugar, la voz del hombre del látigo, que me sorprendió porque contrastaba con su cuidado aspecto, quizá fue por eso que no pude retener mucho de lo que decÃa. ComprendÃ, sin www.lectulandia.com - Página 30 embargo, que esperarÃa hasta el dÃa siguiente para proceder a «examinar» nuestros casos, según nos dijo. Luego se dirigió a los guardias y les ordenó, con una vozarrona que llenó todo el patio, que hasta entonces se llevaran a «toda esa banda de judÃos» al sitio más apropiado para ellos, o sea los establos, y que nos encerraran allà durante la noche. Mi segunda impresión resultó del caos producido por los agudos gritos de los guardias, repentinamente espabilados, que trataban de sacarnos de allÃ. No sabÃa por dónde ir y sólo recuerdo que me entraron ganas de reÃr, por una parte debido a la situación inesperada, confusa y a la sensación de estar participando en una obra de teatro sin sentido, en la cual mi papel me era en parte desconocido y, por otra, por la breve visión que tuve de la cara de mi madrastra cuando se diera cuenta de que yo no llegarÃa a la hora de la cena. www.lectulandia.com - Página 31 CapÃtulo 4 En el tren, lo que más escaseaba era el agua. La comida parecÃa suficiente para varios dÃas, pero no tenÃamos nada para beber, y eso era muy desagradable. Los otros viajeros nos decÃan que se trataba de la primera sed, que pasarÃa pronto, incluso, que la olvidarÃamos. Hasta que volviera a aparecer. Es posible aguantar seis o siete dÃas sin agua, afirmaban los expertos, los que teniendo en cuenta el tiempo caluroso, siempre que se esté sano, que no se sude mucho y que no se coma carne ni especias. Por el momento, asà nos animaban, todavÃa nos quedaba tiempo: todo dependÃa de cuánto durase el viaje, añadÃan. La verdad es que esa cuestión me preocupaba. En la fábrica de ladrillos no nos habÃan dicho nada al respecto, sólo nos comunicaron que los que asà lo desearan podÃan ir a trabajar, nada más y nada menos que a Alemania. La idea me pareció atractiva, a mà y a muchos de mis compañeros de fábrica. De todas formas, los hombres de un comité judÃo que llevaban sus cintas distintivas en el brazo, nos dijeron que, antes o después, de manera voluntaria u obligatoria, todos los que estábamos en la fábrica de ladrillos serÃamos trasladados a Alemania, y los que fuéramos como voluntarios tendrÃamos la ventaja de obtener mejores puestos. Además, sólo viajarÃamos sesenta en un vagón, mientras que más tarde lo harÃan por lo menos ochenta, debido al número insuficiente de trenes. Después de aquellas explicaciones, no tuve dudas con respecto a mi decisión. ExistÃan además otros argumentos en relación con la falta de espacio en la fábrica de ladrillos y todas sus consecuencias higiénicas, y los problemas de suministro de alimentos. Yo ya lo habÃa sufrido en carne propia. Cuando nos trasladaron desde el cuartel militar Guardia Armada (algunos hombres advirtieron que se llamaba «Cuartel Andrássy») a la fábrica de ladrillos, ésta se hallaba ya repleta de gente. Se veÃan hombres y mujeres, niños de todas las edades e innumerables personas mayores de ambos sexos. Por donde pisara, tropezaba con mantas, mochilas, maletas y paquetes de todo tipo, sacos y otros bultos. Naturalmente, me cansé pronto: todo eso, todos los pequeños inconvenientes, disgustos y fastidios que, al parecer, implica la vida comunitaria. También contribuyeron a mi decisión la inactividad, la estúpida sensación de espera y el aburrimiento: de los cinco dÃas que pasamos allÃ, no recuerdo ninguno en especial, y apenas conservo algunos detalles. Por supuesto, era un alivio que a mi lado estuvieran los muchachos: Rozi, el Suave, el Curtidor, el Fumador, Moskovics y todos los demás. Por lo que veÃa, no faltaba ninguno, todos habÃan sido honrados como yo. No tuvimos mucho trato personal con los guardias, quienes permanecÃan casi siempre al otro lado de la valla, junto con algunos policÃas. De estos últimos se decÃa que eran más comprensivos que los guardias, más humanos, claro está, a cambio de algo, materializado en dinero o cualquier objeto de valor. Por lo www.lectulandia.com - Página 32 menos era eso lo que se comentaba. Más que nada se encargaban de enviar cartas o mensajes, aunque habÃa quien decÃa que también habÃan colaborado en algunas fugas aisladas y arriesgadas; sobre esta última cuestión habrÃa sido muy difÃcil conseguir datos más fiables. Fue entonces cuando comprendà lo que el hombre con cara de foca habÃa estado hablando con el policÃa. Asà me enteré también de que nuestro policÃa habÃa sido honrado. Este hecho explicarÃa la circunstancia de que en mis andanzas por el patio o esperando en la cola delante de la cocina, en aquel bullicio de caras desconocidas, reconociera alguna que otra vez al hombre con cara de foca. Entre la gente que habÃa conocido en el edificio de la aduana, me volvà a encontrar con el hombre de la «mala suerte». Acostumbraba sentarse con nosotros, «los jóvenes», para «levantar el ánimo». HabÃa encontrado un lugar cerca de nosotros, en uno de los muchos edificios abiertos, sin paredes y con techo de paja, que originalmente habÃan servido para el secado de los ladrillos. El hombre parecÃa agotado, tenÃa chichones y huellas de golpes en la cara. Nos contó que todo ello era el resultado del interrogatorio al que lo habÃan sometido los guardias por haber encontrado alimentos y medicamentos en su mochila. En vano intentó explicarles que se trataba de objetos propios que pretendÃa llevar a su madre gravemente enferma; lo acusaron de comerciar con ellos en el mercado negro. De nada le valió el permiso, ni tampoco le sirvió haber sido un hombre honrado y respetuoso con las leyes hasta la última cláusula. «¿Puede alguno de ustedes decirme qué será de nosotros?», nos preguntaba. También volvió a mencionar a su familia y su mala suerte, por supuesto. Recordó el tiempo que habÃa esperado hasta obtener el permiso y lo contento que estaba una vez lo hubo conseguido. Entonces empezó a mover la cabeza con amargura, repitiendo que nunca se habrÃa imaginado que las cosas terminarÃan de esa manera; todo por cinco minutos. Si hubiera tenido mejor suerte… Si el autobús…, esas cosas repetÃa. Sin embargo, parecÃa estar contento con lo del castigo: «Yo estaba al final de la cola, quizás en eso haya consistido mi suerte porque ya andaban con prisa». Resumiendo, podÃa haber sido peor tratado, puesto que habÃa visto «cosas peores» en el cuartel militar. Eso era verdad: yo también lo habÃa visto. Aquella mañana del interrogatorio en el cuartel nos habÃan advertido que no tratáramos de esconder nuestros crÃmenes y pecados, nuestro oro, dinero u objetos de valor. Yo también, al llegar frente al escritorio, tuve que entregarles lo que llevaba, el dinero, el reloj, la navaja, todo. Un guardia corpulento me cacheó, con movimientos rápidos y expertos, desde la axila hasta donde me cubrÃan mis pantalones cortos. Detrás del escritorio se hallaba el primer teniente, según se desprendÃa de las palabras de sus subordinados, el hombre de la fusta, que se llamaba Szakál. A su izquierda habÃa otro guardia bigotudo y gordinflón en mangas de camisa que tenÃa en la mano un utensilio más bien ridÃculo que se parecÃa a un rodillo de los pasteleros. El primer teniente fue bastante simpático conmigo; me preguntó si tenÃa papeles, aunque www.lectulandia.com - Página 33 cuando se los entregué no mostró el menor interés en ellos. Me quedé sorprendido, pero como el guardia bigotudo me estaba haciendo señas de que debÃa retirarme y dándome a entender cuáles serÃan las consecuencias en caso contrario, pensé que serÃa más sensato no protestar. Después, los guardias nos sacaron del cuartel y nos metieron primero en un tranvÃa que ya nos estaba esperando. Cuando llegamos a un punto determinado de la orilla del rÃo, nos trasladaron a un barco, y tras una caminata después de desembarcar llegamos a la fábrica de ladrillos, más exactamente, como me enteré al llegar, a la fábrica de ladrillos de Budakalász. Durante la primera tarde que pasé en la fábrica de ladrillos, tuve ocasión de enterarme de más cosas referentes al viaje. Allà estaban los miembros del comité, que nos respondÃan con mucho gusto todas las preguntas. Principalmente buscaban jóvenes emprendedores que estuvieran solos. También aseguraban que habrÃa sitio para las mujeres, los niños y los ancianos y que todos podÃamos llevar nuestras pertenencias. Según ellos, la cuestión más importante era que nos apañáramos entre nosotros, humanamente, para que no fuera necesaria la intervención de los guardias. Por lo que nos explicaron, el tren sólo partirÃa con un número preestablecido de viajeros, y si las listas no se llenaban, serÃan los guardias los que nos alistarÃan. Yo, como muchos, opinaba que era más ventajoso alistarse como voluntario. Sobre los alemanes habÃa también diversas opiniones. Muchos afirmaban, preferentemente las personas de mayor edad y con experiencia, que, independientemente de lo que pensaran sobre los judÃos, los alemanes eran en el fondo -como todos sabÃamos- gente limpia, honrada, amante del orden, la puntualidad y el trabajo y que apreciaban estas mismas cualidades en los demás. A grandes rasgos eso era lo que yo también pensaba, y estaba seguro de que me serÃa útil lo poco que habÃa aprendido de su idioma en el colegio. Principalmente esperaba encontrar en el trabajo una vida nueva, ordenada y ocupada, experiencias nuevas y algo de diversión; una vida más agradable y placentera que la que habÃa tenido hasta entonces, según nos prometÃan. Eso mismo comentaban todos los muchachos. Llegué incluso a pensar que, de esa forma, podrÃa conocer un poco de mundo. A decir verdad, si consideraba algunos de los últimos acontecimientos -los guardias armados, el asunto de mis papeles, la justicia en general-, no tenÃa un gran sentimiento del amor a la patria. HabÃa también gente más desconfiada, que parecÃa saber otras cosas, conocer otros aspectos del carácter alemán, gente que no sabÃa qué hacer y que pedÃa consejo; otros opinaban que, en lugar de fomentar la discordia, tendrÃamos que oÃr la razón y comportarnos con dignidad ante la autoridad. Todos esos argumentos, junto con otros, contrarios, todas las noticias, toda la información se discutÃa y se volvÃa a discutir alrededor, en grupos grandes o pequeños que se formaban y se volvÃan a formar en el patio. Se mencionó también a Dios y «su inescrutable voluntad», como dijo alguien. www.lectulandia.com - Página 34 Al igual que el tÃo Lajos, él también hablaba de nuestro destino, el destino de los judÃos, y también como el tÃo Lajos, opinaba que «habÃamos abandonado al Señor» y a eso se debÃan nuestros infortunios. Aquel hombre llamó mi atención porque era fuerte y decidido y tenÃa una cara interesante: una nariz fina y aguileña, ojos brillantes y mirada vidriosa, una corta barba redondeada y bigote con canas. Siempre estaba rodeado de gente que lo escuchaba atentamente. Supe que era un sacerdote, pues oà que alguien lo llamaba «señor rabino». Me acuerdo de algunas de sus palabras y expresiones, como cuando dijo que «guiado por unos ojos que ven y un corazón que siente» comprendÃa que «nosotros, viviendo en la Tierra, cuestionarÃamos la exagerada severidad del juicio», y su voz, que normalmente sonaba fuerte y limpia, se quebró al final de la frase. Se quedó mudo por un momento, con la mirada todavÃa más vidriosa. No sé por qué pero tuve la extraña sensación de que habÃa querido decir otra cosa y que a él mismo le habÃan sorprendido sus palabras. Continuó diciendo que no se querÃa «engañar», que sabÃa muy bien, que le bastaba con mirar alrededor y «ver todas esas caras atormentadas en este atormentador lugar para saber que su misión serÃa muy difÃcil». A mà me sorprendió su compasión, puesto que él también estaba entre nosotros. Sin embargo, no pretendÃa, puesto que no lo necesitaba, «ganar almas para la eternidad», ya que nuestras almas «eran de Él y venÃan de Él». Nos interpeló a todos, diciendo: «¡No viváis en guerra con el Señor!, no sólo porque es pecado sino porque nos llevará a la negación del sentido sublime de la vida». Según él, no podÃamos vivir «con esta negación en el corazón»; por ligero que fuera un corazón asÃ, estarÃa vacÃo, abandonado y solitario: es muy difÃcil ver la sabidurÃa del Padre Eterno entre tanta calamidad y sufrimiento, pero es nuestro único consuelo y alivio, puesto que, seguÃa diciéndonos, «algún dÃa llegará su victoria y sufrirán los que se hayan olvidado de su poder y lo invocarán, arrastrándose en el polvo». Al decirnos que debÃamos tener fe en su misericordia (y que nuestra fe debÃa ser un pilar y una fuente inagotable de fuerza en las largas horas de las duras pruebas), también nos explicó en qué consistÃa la única manera de vivir. Para él esa manera era «la negación de la negación», puesto que sin esperanza «estábamos perdidos», y la esperanza sólo se encuentra en la fe, en la confianza en que Dios se apiadará de nosotros y en que alcanzaremos su gloria. Tuve que reconocer que sus argumentos me parecÃan claros, aunque al final no nos dijera qué era lo que podÃamos hacer para vivir como él decÃa; tampoco aconsejaba a los que le pedÃan su opinión acerca de viajar a Alemania o quedarse allÃ. También estaba el hombre de la «mala suerte», que iba de un grupo a otro, mirando a todas partes con sus ojos enrojecidos e inquietos. Tras pedir disculpas por molestar, preguntaba a todos los que pasaban a su lado, con una expresión tensa e indagadora, chasqueando los dedos y frotándose las manos, si tenÃan intención de www.lectulandia.com - Página 35 viajar, y las razones de su decisión, y si pensaban que era la mejor opción. En un momento dado también llegó para alistarse otro conocido del edificio de la aduana: el Experto. Ya lo habÃa visto en otras ocasiones en la fábrica de ladrillos. Su ropa estaba arrugada, su corbata habÃa desaparecido y su cara estaba cubierta con una barba gris de varios dÃas, pero aún conservaba todos los rasgos de su aspecto distinguido. Su llegada llamó la atención hasta el punto de que enseguida estuvo rodeado de gente curiosa y excitada y apenas pudo responder a la cantidad de preguntas que le formularon. Como pronto me enteré, habÃa tenido ocasión de hablar con uno de los oficiales alemanes. El hecho habÃa sucedido cerca de las oficinas del mando del cuartel y de las autoridades investigadoras, donde efectivamente se habÃan visto en los últimos dÃas algunos oficiales con uniforme alemán que pasaban a toda prisa. Según el Experto, él ya habÃa intentado antes hablar con los guardias. Su intención habÃa sido ponerse en contacto con la empresa donde trabajaba. Los guardias le habÃan negado ese derecho fundamental, «a pesar de tratarse de una empresa de carácter militar, donde la gestión de la producción no podÃa llevarse a cabo sin él». Asà lo habÃa reconocido también la autoridad, a pesar de que lo «habÃan despojado» de los documentos que daban fe de ello y de todas sus demás pertenencias. Asà me fui enterando de todo poco a poco, según él iba respondiendo a nuestras preguntas deshilvanadas. ParecÃa profundamente indignado, aunque nos aseguró que no tenÃa intención de entrar en detalles. Por la misma razón habÃa pedido hablar con aquel oficial alemán que se disponÃa a marcharse y que, casualmente, se encontraba cerca de él en aquel momento. «Me planté delante de él», nos dijo. Varias personas que habÃan sido testigos nos describieron su atrevimiento. Él se limitó a encogerse de hombros, añadiendo que sin atrevimiento no se llega a ningún lado y que él sólo pretendÃa hablar con alguien competente. «Soy ingeniero y hablo perfectamente alemán», continuó. Asà se lo habÃa dicho al oficial alemán, a quien le informó cómo le «habÃan impedido, de hecho y derecho, trabajar» y todo, según sus palabras, «sin ninguna razón ni fundamento jurÃdico, aun considerando las disposiciones vigentes». «¿Quién se beneficia de esto?», le habÃa preguntado al oficial alemán.