Historia de la Economía PDF

Summary

En este libro, John Kenneth Galbraith, explora la historia de la economía, destacando las ideas más importantes y sus conexiones con el contexto histórico. Analiza las ideas económicas de diferentes épocas y autores, como Adam Smith, David Ricardo y Karl Marx. El autor se enfoca en la evolución del pensamiento económico a lo largo de la historia, incluyendo la influencia de factores como la industrialización, las guerras y las transformaciones sociales.

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## Historia de la Economía ### I. UNA VISIÓN PANORÁMICA Es cosa admitida en el mundo académico que no se puede entender la economía sin conocimiento de su historia. Y sin embargo, por razones nada difíciles de averiguar, la historia de las ideas económicas nunca ha sido un campo popular de estudio...

## Historia de la Economía ### I. UNA VISIÓN PANORÁMICA Es cosa admitida en el mundo académico que no se puede entender la economía sin conocimiento de su historia. Y sin embargo, por razones nada difíciles de averiguar, la historia de las ideas económicas nunca ha sido un campo popular de estudio ni en todo caso ventajoso. Existen al respecto muchos libros de no poco mérito académico y todos los economistas tienen contraída una considerable deuda con sus autores. Pero hasta los mejores, en su esfuerzo por alcanzar la excelencia académica o a fin de protegerse de la crítica profesional, han prodigado su atención no sólo a los temas importantes, sino también a los secundarios. No han querido correr el riesgo de que se les imputara haber pasado por alto tal o cual observación formulada por Adam Smith, David Ricardo o Karl Marx, y a raíz de ello, las ideas realmente decisivas, acertadas o erróneas, con frecuencia se han perdido en el montón; de ese modo, ha llegado a quedar oscurecido lo que hoy continúa siendo de interés o de importancia. Y hay todavía otro problema aún más serio: gran parte de estas obras, quizá la mayoría, han supuesto que las ideas económicas están dotadas de una vida y de un desarrollo propios. Los progresos en la disciplina se dan en un ámbito abstracto: mientras un estudioso revela un talento indiscutible para la innovación, otros se dedican a corregir y prolongar sus trabajos, sin que ninguno haga referencia directa al marco general y concreto de la economía. De hecho, las ideas económicas siempre son producto de su época y lugar; no se las puede ver al margen del mundo que interpretan. Y ese mundo evoluciona, hallándose por cierto en continuo proceso de transformación, lo cual exige que dichas ideas, para conservar su pertinencia, se modifiquen consiguientemente. En los últimos cien años, la vida económica se ha visto radicalmente alterada, y hasta revolucionada, por todo un gran conjunto de factores, a saber, el surgimiento de las grandes sociedades anónimas, el sindicalismo, la depresión y la guerra, el incremento y difusión de la prosperidad, la naturaleza cambiante del dinero, el papel nuevo y poderoso del banco central, la pérdida de protagonismo de la agricultura paralela a la urbanización y el incremento de la pobreza en las ciudades, la aparición del estado de bienestar, las nuevas responsabilidades de los gobiernos en lo referente al funcionamiento general de la economía, y finalmente, la implantación de los estados socialistas. Así como ha ido transformándose el mundo económico, debe también ir cambiando necesariamente la economía en tanto que materia de estudio. Pero en el mejor de los casos las transformaciones de la economía han sido de difícil gestación y sólo se han aceptado con renuencia. Quienes se benefician del status quo se oponen al cambio, y también aquellos economistas que tienen intereses creados en algo que siempre han enseñado y creído. A estas cuestiones me referiré luego nuevamente. Debe reconocerse además que mucho de cuanto se ha escrito sobre historia de las ideas económicas es soberanamente aburrido. Un número considerable de estudiosos, sin distinción de sexos, opinan que cualquier esfuerzo afortunado por hacer las ideas animadas, inteligibles e interesantes es síntoma de deficiente preparación. Y éste es un baluarte en el que normalmente se refugian quienes sólo mantienen un mínimo de coherencia. De los párrafos precedentes se desprende mi propósito al emprender esta historia. Procuro concebir la economía como un reflejo del mundo en el que se han desarrollado ideas económicas específicas: las de Adam Smith en el contexto del primer trauma de la Revolución industrial, las de David Ricardo en las etapas posteriores y más maduras de la misma, las de Karl Marx en la era del poderío capitalista desenfrenado, las de John Maynard Keynes como respuesta al implacable desastre de la Gran Depresión. Con respecto a aquellas épocas o sectores en los cuales hay poco de interés a la vista y menos aún susceptible de ser descubierto en la vida económica, como en los tiempos anteriores al surgimiento del capitalismo o en las economías de subsistencia actuales, me he resignado a esa circunstancia. En efecto, las ideas económicas no son muy importantes allí donde no hay economía. No soy contrario, ocasionalmente, a abordar detalles periféricos en el desarrollo del pensamiento económico si éstos añaden algo de interés a la historia. Pero mi principal preocupación es aislar y destacar la idea o ideas centrales de cada autor, escuela o época, y fijar la atención, sobre todo, en aquellas que tienen consecuencias duraderas y vigencia actual. En cambio, trato escrupulosamente de ignorar todo lo transitorio, al igual que cualquier cuerpo de conocimientos integrante de la corriente principal que no altere ni desvíe significativamente el curso de la misma. Dado que ésta es una historia de la economía, y no meramente de los economistas y de su pensamiento, voy más allá de los eruditos y de su erudición para referirme a los acontecimientos que conformaron la materia. Y en caso necesario, aludo a sucesos que plasmaron la historia de la economía cuando no había economistas. El siglo pasado, como veremos, fue en Estados Unidos una época de intenso debate económico sobre la banca, la política bancaria, el dinero y la política monetaria, el comercio internacional y la política arancelaria. Pero sólo de manera muy tardía, en las últimas décadas, apareció un número apreciable de economistas capaces de dirigir el debate o por lo menos de participar en él. Si en esta historia me limitara a la expresión formal del pensamiento económico, ignoraría con ello una corriente rauda y caudalosa en el flujo de las ideas económicas. Ya he dicho que las obras, o muchas de ellas, han sido aburridas y a veces ostensiblemente oscuras. No creo que esto sea necesario. Tanto las ideas centrales como su marco de referencia rebosan de interés; han retenido el mío durante más de medio siglo, desde mi primer contacto en la Universidad de California en Berkeley, allá en 1931, bajo la orientación de dos persuasivos profesores, Leo Rogin y el imponente Carl C. Plenh. Me inclino a pensar que pueden resultar del mismo grado de interés para otras personas. Y no se trata de asuntos que pongan a prueba la comprensión del lector. Como ya he sostenido en ocasiones anteriores, no hay en materia de economía proposiciones útiles que no puedan formularse con exactitud en el lenguaje corriente, sin florituras y sin necesidad de artificios. Debo ahora referirme brevemente a la utilidad práctica de la historia, y concretamente, de una historia como ésta. Mi tesis al respecto debe formularse con cuidado. Todos estarán de acuerdo en que la economía, tal como hoy se la teoriza, alienta una obsesiva preocupación por el futuro. En Estados Unidos, cada mes, supuestas autoridades en teoría económica se desplazan por la nación para exponer sus opiniones acerca de la perspectiva económica, y también sobre las previsiones sociales y políticas. Miles de personas los escuchan. Los ejecutivos o sus empresas pagan elevadas sumas por el placer de oírlos, lo cual no impide que, si la prudencia los asiste, interpreten los conocimientos así adquiridos con un inteligente escepticismo. En efecto, la característica más común del futurólogo económico no es la de saber, sino la de no saber que no sabe. Su máxima ventaja es que todas las predicciones, acertadas o inexactas, se olvidan con rapidez. Hay demasiadas, y si pasa un lapso de tiempo razonable no sólo se habrá perdido la memoria de lo dicho, sino que habrá desaparecido también un apreciable número de quienes las formularon o escucharon. Como dijo Keynes, «a largo plazo todos estaremos muertos». Si el conocimiento económico fuera impecable, el sistema económico vigente en el mundo no socialista no podría sobrevivir. Si alguien pudiera saber con precisión y certeza qué había de suceder con los salarios, los tipos de interés, los precios de los bienes, el desempeño de diferentes empresas e industrias y los precios de valores y títulos, se trataría de una persona privilegiada que no tendría ningún interés en transmitir o vender su información al prójimo, sino que la utilizaría en su propio beneficio. En un mundo de incertidumbre, su monopolio de la certeza sería supremamente rentable. Pronto estaría en posesión de todos los bienes intercambiables, mientras que cuantos se vieran enfrentados a semejante conocimiento tendrían que sucumbir. Dios nos aguarde que alguien tan bien dotado fuera socialista. En realidad, el sistema económico moderno sobrevive, no a causa de la excelencia de la labor de quienes pronostican su futuro, sino gracias a su inquebrantable tendencia al error. Sin embargo, hay una posibilidad de redención: vale la pena tratar de entender el presente, pues el futuro inevitablemente conservará elementos importantes de lo que hoy existe. Y el presente, a su vez, es un producto directo del pasado. Como se verá en las páginas siguientes, lo que actualmente creemos en materia económica tiene raíces profundas en la historia. Sólo en la medida en que dichas raíces son objeto de la comprensión, sólo si se dirige la vista al pasado en materia de precios y producción, empleo y desempleo, distribución de la renta y de la riqueza, ahorro, banca e inversión, y la naturaleza y promesas del capitalismo y el socialismo, sólo entonces podrá entenderse el presente, y por tanto, con muchas limitaciones, se atisbará con algún tino el futuro. Tal es la comprensión a la que se dedican estas páginas. Pero no de forma exclusiva. No todo ha de medirse con una vara rígida y utilitarista. Hay en estas cuestiones, o por lo menos debería haber, margen para un deleite puramente desinteresado. La historia a la cual me refiero aquí es, según quisiera creer, interesante por sí misma. Ofrece múltiples aspectos, tanto en los hechos intrínsecos como en el carácter absurdo que éstos a veces presentan, aptos para incitar y deleitar a una mente curiosa. Mucho sentiría, por cierto, que estas páginas no llegaran a provocar reacciones de esa índole. Ahora, ha llegado el momento de abordar brevemente la naturaleza y el contenido de la economía propiamente dicha. «La economía política -dijo Alfred Marshall, el gran maestro de la Universidad de Cambridge cuyo libro de texto fue el faro orienta-dor y a veces la desesperación de muchas generaciones de estudiantes universitarios a principios de este siglo- estudia la humanidad en las actividades ordinarias de la vida.» Éste es un ámbito de estudio sumamente amplio, pues no hay mucho en el comportamiento humano que pueda excluirse como irrelevante. Pero a los fines prácticos, la investigación y el interés debe limitarse sólo a aquellos interrogantes más comunes. Y debemos tener en cuenta que estos interrogantes adquieren mayor o menor urgencia según varían las circunstancias predominantes y a medida que van pasando los años. En todo análisis económico y en toda enseñanza de la disciplina es crucial preguntarse qué es lo que determina los precios de los bienes y servicios. Y cómo se distribuyen los beneficios de esta actividad económica. Y qué es lo que determina la participación de los salarios, los intereses, los beneficios, y asimismo, aunque de manera menos precisa, la renta de la tierra y de otros medios fijos e inmutables utilizados en la producción. A lo largo de la vida moderna de la economía, estos dos temas, la teoría del valor y la teoría de la distribución, han polarizado el máximo interés. Todavía hoy se considera que la economía llegó a su madurez cuando estas dos cuestiones fueron tratadas sistemáticamente a fines del siglo XVIII, principalmente por Adam Smith. Pero aquí, en el meollo mismo del asunto, se han producido cambios formidables en un contexto también cambiante. En tiempos remotos, como veremos después, ni los factores determinantes de los precios ni los que fijaban los niveles salariales, los tipos de interés u otros factores distributivos tenían mayor importancia. Dado que la producción y el consumo tenían por centro la unidad familiar, no había necesidad de una teoría de los precios, y con esclavos, no era indispensable una teoría de los salarios. En épocas muy recientes, aunque el cambio de cuestión no ha sido reconocido por los economistas más escrupulosamente convencionales, ha vuelto a declinar la importancia de la determinación de los precios y de los factores que condicionan la distribución del producto. Los precios, en una sociedad pobre o de escasos recursos, corresponden a los artículos de primera necesidad, y el precio del pan determina en gran medida el nivel de alimentación popular. En cambio, tratándose de un mundo generalmente próspero, si el precio del pan es elevado, se renuncia a algún otro bien de poca importancia para poder comprarlo, o bien se consume otro alimento en su sustitución. En la actualidad, muchas compras, y el consumo correspondiente, son de escasa significación en comparación con el pasado. Lo mismo ocurre con los precios. Una vez más puede advertirse la necesidad de colocar cada cuestión en su marco de referencia. Junto con lo que determina los precios y la distribución están los demás temas capitales. El primero de ellos es cómo se difunde o concentra el ingreso nacional distribuido bajo la forma de salarios, intereses, beneficios y rentas, o sea, en qué medida es o no equitativa la distribución de la renta. Las explicaciones y racionalizaciones acerca de la desigualdad resultante han sido durante siglos la tarea de algunos de los talentos económicos más grandes e ingeniosos. En casi toda la historia de la economía, la mayoría de la gente ha sido pobre, mientras que unos pocos han sido muy ricos. En consencuencia, se ha planteado la imperiosa necesidad de explicar por qué sucede esto, y, frecuentemente, por qué debe ser así. En tiempos modernos, con el incremento y la generalización de la prosperidad, los términos de la cuestión se han modificado considerablemente. Y sin embargo, la distribución de la renta sigue siendo la cuestión más delicada que tratan los economistas. En segundo término, la economía se ocupa de los factores que conducen a un mejor o peor funcionamiento económico del conjunto social. En un principio se trataba de investigar qué factores perjudicaban o mejoraban el estado de los negocios, como entonces se decía. Ahora, en cambio, se hace referencia a los elementos que restringen o estimulan el crecimiento económico. Y a los que causan fluctuaciones, ya sean rítmicas o de otra índole, en la producción de bienes y servicios. También aparece hoy el problema urgente, aunque relativamente nuevo, de por qué es imposible en la economía moderna encontrar empleo útil para mucha gente dispuesta a trabajar. En el siglo XIX, apenas se hablaba de paro; sólo en nuestro siglo la dificultad de asegurar un suministro adecuado de bienes se ha visto desplazada por la dificultad mucho mayor, y mucho más discutida, de hallar empleo apropiado para el mayor número posible de personas en la producción de bienes. Paralelamente a todas estas cuestiones, hay que considerar las instituciones implicadas en la actividad económica, o sea, en la producción y fijación de precios de bienes y servicios, y en la distribución de los resultados de las transacciones. Se trata del papel de la empresa comercial, grande y pequeña, y de la banca, el Banco Central, el dinero en sus diversas formas y funciones, y los problemas especiales del comercio internacional. Sin olvidar a los gobiernos y a las políticas que éstos aplican, pues las mismas influyen, en mayor o menor medida, sobre todos los procesos e instituciones mencionadas. Finalmente, y de manera menos específica, debe considerarse el marco de referencia político y social más amplio en el cual se desenvuelve toda la vida económica. Aquí cabe aludir a la naturaleza y eficacia respectivas del capitalismo, de la libre empresa, del estado de bienestar, del socialismo y del comunismo. Con respecto a estas cuestiones, según puede observarse, la economía experimenta una modificación radical. Deja de constituir un tema desapasionado, supuestamente científico, para convertirse en el teatro de agrias polémicas. El investigador más imparcial, el directivo más rabiosamente pragmático, o el político menos propenso a cualquier proceso intelectual elitista, todos reaccionan con una pasión visible e incluso violenta. Este tipo de reacción es el que procurará evitar esta obra. Todos estos problemas, las soluciones propuestas y los cursos de atención pública o privada que se preconizan, constituyen el tema de la historia del pensamiento económico. Obvio es decir que el punto de partida obligado para cualquier estudio de dicha historia se encuentra en el mundo clásico. ### II. DESPUÉS DE ADÁN Puede ocurrir en cualquier período determinado una ausencia de respuestas a los interrogantes del capítulo anterior porque el pensamiento económico no ha alcanzado el grado de sutileza requerido. También puede suceder que la ausencia de respuestas obedezca a que los interrogantes aún no se han formulado. Con ilustres excepciones, la mayoría de los historiadores de la teoría económica han atribuido la falta de respuestas a la primera de esas deficiencias. Corresponde atribuirle un papel más importante a la segunda. En tiempos de las polis griegas y del imperio ateniense y luego en la época romana, muchos, si no la inmensa mayoría de los problemas mencionados, no existían siquiera. La actividad económica básica era tanto en Grecia como en Roma la agricultura, la unidad de producción era el hogar, y la fuerza de trabajo era los esclavos. La vida intelectual, política y cultural, y en buena medida la vida residencial, se concentraban en las ciudades, y por eso la historia de aquel período es la historia de los centros urbanos: Esparta, Corinto, Atenas y, sobre todo, Roma. Pero las ciudades de la antigüedad, grandes o, como solían serlo, bastantes pequeñas, con excepción de Roma y de unas pocas urbes italianas, no eran centros económicos en su significado actual. Había mercados y artesanos, en su mayoría esclavos, pero poca actividad industrial en el sentido que hoy se atribuye al término. El uso o consumo de bienes - viviendas elementales, alimentos básicos, tal vez ciertas bebidas elaboradas, algunos tejidos y poco más- era infinitesimal, salvo para una reducida minoría gobernante. Y para esta minoría, el principal consumo consistía en servicios - una vez más, provistos por los esclavos-. Las economías de Grecia y de Roma en la antigüedad, indiscutiblemente, no eran en modo alguno economías de bienes de consumo. No se tiene noción exacta de la forma en que los habitantes de las ciudades griegas e italianas, incluida Roma, pagaban las provisiones alimenticias y el vino que obtenían del mundo rural. La gran mayoría de los bienes materiales se compraban probablemente con las rentas o las exacciones de las cuales se beneficiaban los terratenientes absentistas que vivían en las ciudades, cuyo producto se utilizaba a su vez para pagar los productos agrícolas. Puede suponerse también que en algunos casos los pagos a los residentes de las ciudades se efectuaban simplemente en especie. O quizá, que percibían sus ingresos en forma de impuestos, susceptibles de ser utilizados a su vez para pagar los productos. Y las minas de plata proporcionaban ingresos a Atenas, así como el tributo militar se los facilitaba a Roma. Es cierto que los cereales y otros productos llegaban en grandes cantidades a los puertos de El Pireo y de Ostia, pero se desconoce qué productos se exportaban a cambio. El examen de las cuestiones económicas de esta época figura principalmente en los escritos de Aristóteles (384-322 a.C.) y por cierto que no proporciona muchos elementos de juicio. Nadie puede leer sus obras sin sospechar secretamente algún grado de elocuente incoherencia en materia económica. «Secretamente», porque siendo Aristóteles el autor, nadie se arriesgaría a sugerir algo semejante. También es verdad que muy pocas de las cuestiones que luego se constituyeron en materia económica podían haber sido aplicables a la sociedad de la que hablaba Aristóteles. Los problemas que ocuparon su atención -para él, inexplicables- tenían un notable acento ético. Como dijo Alexander Gray, distinguido estudioso de la historia de las ideas económicas, «la economía [en la Grecia antigua] no fue simplemente colaboradora y criada de la ética [como quizá debería serlo siempre], sino que fue aplastada y demolida por su hermana más próspera y mimada, y los excavadores posteriores, en busca de los orígenes de la teoría económica, sólo han podido recuperar fragmentos inconexos y restos mutilados». Dejando de lado el carácter elemental de la vida económica, la razón más importante de que en el mundo antiguo se atendiera a las cuestiones éticas, desechando las económicas, es la existencia de la esclavitud. «En todas las épocas, y en todos los lugares, el mundo griego se basó en alguna forma [o formas ] de trabajo dependiente para satisfacer sus necesidades, tanto públicas como privadas... Por trabajo dependiente entiendo la labor ejecutada bajo compulsiones distintas de las vinculadas con el parentesco o con las obligaciones comunales. » Como el trabajo no era remunerado, es obvio que no había necesidad alguna de un criterio para determinar el monto de los salarios. Esto ocurría no sólo en Atenas, sino en todas las ciudades helénicas. Dado que el trabajo era hecho por esclavos, se le asignaba una categoría subalterna que contribuía a excluirlo del campo de los estudios. En cambio, llegó a resultar de interés la justificación ética de la esclavitud, al igual que las características del tratamiento que se daba a los esclavos, como puede observarse en la defensa aristotélica de la institución: «Los de más baja índole son esclavos por naturaleza, y ello redunda en su beneficio, pues como a todos los inferiores, les conviene estar bajo el dominio de un amo... En verdad, no hay gran diferencia entre la utilización de los esclavos y la de los animales domésticos. » El problema era similar con respecto al interés en ausencia de capital. La gente toma dinero prestado y paga intereses por dos razones, o bien desea poseer bienes de capital o capital circulante con el cual obtener un rendimiento, es decir, contar con máquinas y equipos que contribuyan a la afluencia de ingresos o con mercancías en proceso de fabricación y venta que han de proporcionarles beneficios O, en otro caso, esa gente paga intereses porque alguien que tiene menos dinero lo toma prestado de alguien que tiene más, para satisfacer distintas necesidades personales urgentes, para permitirse lujos o para pagar las deudas contraídas por ese motivo. Si los bienes de capital y el circulante son de poca importancia visible en la economía, como sucedió en el sistema de economía doméstica de la Grecia aristotélica, ocurre que la mayor parte de los préstamos se otorgan y se contraen para satisfacer fines de la segunda categoría, o sea, para necesidades personales. En tales circunstancias, el interés no se considera como un coste de la producción, sino más bien como un gavamen que los más favorecidos imponen a los menos afortunados o menos prudentes. De modo que una vez más, como en el caso de la esclavitud, se plantea un problema de ética, a saber, qué es lo correcto, justo y decente en materia de relaciones entre los que poseen amplios recursos financieros y los débiles o necesitados. No es de extrañar que Aristóteles condene enérgicamente el cobro de interés: «La forma más odiada [de lucro] y con toda razón, es la usura... Pues la moneda se ha hecho para el inter-cambio, pero no para la acumulación mediante el interés.» Por esa misma razón - es decir, porque el interés representaba una indigna extorsión de los menos afortunados basada en la posesión de dinero por los más pudientes- siguió siendo condenado de manera inequívoca durante la Edad Media. Hay aquí un matiz que luego adquiriría una mayor importancia: el interés sólo llega a adquirir respetabilidad cuando se lo define en otros términos, o sea, como pago por un capital productivo; cuando resulta del todo evidente que quien toma el préstamo lo utiliza para ganar dinero, y que por ello es muy justo que dé alguna participación de sus beneficios al prestamista original. A partir de ese momento ya no resultó excepcional que el precepto religioso y la ética dominante se ajustaran a esta circunstancia. En cambio, el cobro de intereses por préstamos destinados a satisfacer necesidades personales, o al uso individual, continuó siendo objeto de una reputación ligeramente malsana, y hasta sospechosa. En esto, el pasado remoto tiene todavía un eco en la actualidad, pues el interés cobrado por préstamos personales no está exento de cierto oprobio, considerándose que debe ser reglamentado. El usurero es repudiado, y se supone, por lo general no sin motivo, que alimenta una reprensible tendencia a la asociación delictiva. Dado que en el mundo antiguo no existían salarios ni intereses, tampoco podía haber una teoría de los precios tal como hoy se la concibe. Los precios derivan, de una u otra forma, de los costes de producción, y éstos carecían de función visible para los propietarios de esclavos. En consecuencia, lo único que pudo preguntarse Aristóteles fue si los precios eran justos o equitativos, preocupación que sería el meollo del pensamiento económico en los dos siguientes milenios y que representa el nudo gordiano del interrogante aún vigente en nuestros días: ¿es ése realmente un precio justo? Nada ha ocupado tanto la atención de la doctrina económica durante siglos como la necesidad de persuadir a la gente de que el precio de mercado tiene una justificación superior a cualquier preocupación ética. A esta cuestión volveré a referirme más adelante. Aristóteles también prestó atención a otro problema de proyección ética que continuaría luego preocupando a los economistas: ¿Por qué algunas de las cosas más útiles son las que tienen los precios más bajos en el mercado, mientras que algunas de las menos útiles se cotizan a precios muy elevados? Ya muy entrado el siglo XIX, los autores económicos habrían de continuar todavía lidiando con el motivo de la diferencia entre el valor de uso y el valor de cambio: por ejemplo, con el hecho de que el pan y el agua potable sean útiles y relativamente baratos, mientras que las sedas y los diamantes son mucho menos útiles y desde luego mucho más caros. Con seguridad que en este aspecto hay, o había, algo éticamente perverso. Se consideraría un gran progreso de la teoría económica el momento en que finalmente encontrara solución este problema. En lo que se refiere al desarrollo comercial, Aristóteles, pre-cursor distante de la preocupación por el crecimiento económico, se limitó, como los romanos que le sucedieron, a formular sugerencias sobre mejoras en materia de organización y prácticas agrícolas. Y al igual que los romanos, atribuyó gran superioridad moral a la economía agraría, opinión que hallaría fuerte eco en los economistas Franceses del siglo XVIII y que sigue vigente aún hoy entre los agricultores. En cuanto a la moneda en sus formas y usos más elementales, no es mucho lo que puede decirse. Se trata de una mercancía que por su divisibilidad, durabilidad, disponibilidad adecuada pero no ilimitada, y, en consecuencia, por su aceptabilidad, ocupa un papel intermediario en el intercambio. Este papel ha sido desempeñado por el oro, la plata, el cobre, el hierro, algunas conchas marinas, el tabaco, el ganado y el whisky, así como el papel moneda y los depósitos bancarios. Cuando una mercancía se utiliza como dinero adquiere cierta personalidad, carácter místico y escasez, y su precio- es decir, las cantidades o volúmenes de otras mercancías que deben cederse para obtenerla- se convierte en un problema especial. Cuando la mercancía es sustituida por elementos puramente representativos, como el papel moneda o los depósitos bancarios, adquiere cierto aire de misteriosa gravedad aquello que determina el valor del dinero, o sea, en lenguaje ordinario, el nivel general de precios determinado por el valor del dinero. En la época de Aristóteles, cuando corría el siglo IV a.C., ya hacía mucho tiempo que se acuñaba moneda en Grecia, y ya un siglo antes Herodoto (c. 484-425 a.C.) había pronunciado su soberbio non sequitur sobre esta cuestión: «Los lidios se gobiernan por unas leyes muy parecidas a las de los griegos, a excepción de la costumbre que hemos referido hablando de sus hijas [la prostitución consuetudinaria]. Ellos fueron, al menos que sepamos, los primeros que acuñaron para el uso público la moneda de oro y plata.» Aristóteles describe los orígenes del dinero con admirable claridad y concisión, observando que: Habiendo identificado la naturaleza de la moneda y de la acuñación, Aristóteles pasa a considerar el lucro, que en su forma pura le parece aborrecible: «Hay hombres que convierten cualquier cualidad o cualquier arte en un medio de hacer dinero; lo toman por un fin en sí, y creen que todo debe contribuir a alcanzarlo.» Lo mismo que en el caso de la definición de la usura, esta observación de Aristóteles ha conservado su exactitud a lo largo de los siglos. Un gran ejemplo moderno de su tesis lo constituye, indudablemente, el joven operador financiero que dedica todos sus esfuerzos personales y toda su conciencia al lucro pecuniario y que mide por los resultados su logro personal. Quizá convendría que en Wall Street aún se leyera a Aristóteles. Empero, cuando prosigue con perceptible esfuerzo su análisis del asunto y se propone distinguir entre las formas legítimas e ilegítimas de lucro, no es mucho lo que puede enseñarnos. Al llegar a este punto debemos arriesgarnos a encarar la imperdonable verdad de que su contribución no tiene mucho sentido. Los estudiosos que no han quedado satisfechos con la aportación de Aristóteles al tema de la economía ateniense han optado por Jenofonte (c. 440-355 a.C.), discípulo de Sócrates y hombre de inclinaciones prácticas, quien, largo tiempo después de su carnpaña al servicio de Ciro el Joven y tras haberla relatado de manera inmortal en la Anabasis, se dedicó durante un breve período a la economía. En su Ciropedia, anticipándose a Adam Smith, expone la ventaja que poseen las ciudades grandes sobre las pequeñas en cuanto a las oportunidades para especializarse en las actividades mercantiles mediante la división del trabajo. Y en otra de sus obras, el Tratado sobre las rentas: Orientaciones para la organización de la hacienda pública en Atenas?, considera las fuentes de la relativa prosperidad de la ciudad y las formas de aumentarla. Atribuye dicha prosperidad a la excelencia del entorno agrícola (algo que le costaría creer al visitante actual) y sostiene que la misma podría incrementarse otorgando hospitalidad y privilegios a los mercaderes y marinos extranjeros, sin excluir a los espartanos (su mujer lo era); prestando la debida atención a las obras públicas; enviando el mayor número posible de trabajadores a las minas de plata, que a su criterio eran uno de los principales componentes de lo que hoy llamaríamos la balanza de pagos de Atenas, y, por encima de todo, conservando la paz. Para Jenofonte, en los términos más paladinos, la guerra representa toda la diferencia entre la prosperidad y la catástrofe: «Pues sin duda los más prósperos son aquellos estados que permanecen en paz desde hace más tiempo, y de todos, Atenas es el mejor dotado por la naturaleza para florecer durante la paz.» Es, por cierto, motivo de preocupación que sólo rara vez, en los dos mil quinientos años siguientes, se hayan ocupado los economistas de los costes económicos de la guerra y de los beneficios de la paz ni adoptado al respecto una actitud enérgica en tanto que profesionales. Aún no es demasiado tarde. Una cuestión final, suscitada por los griegos, de impresionante pertinencia para nuestro tiempo, es la relativa a la principal fuerza organizadora y motivadora de la economía; a saber, en términos quizá demasiado bruscos, si se trata del interés propio o bien del comunismo. El origen de este dilema reside en la presumida o sospechada adhesión al comunismo del gran filósofo griego Platón (c. 428-348 a.C.). Éste concibió un Estado que surgía esencialmente bajo la forma de una entidad económica, a saber, un conjunto de las diversas ocupaciones y profesiones necesarias para una vida civilizada. Pero al frente del gobierno, como guías y protectores del Estado, figuran los custodios, quienes llevan una vida de renuncia ascética

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