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Universidad Popular de Gijón/Xixón

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spanish literature historical fiction king arthur medieval legends

Summary

This is a chapter from a Spanish historical fiction book about King Arthur. It details a story about celebrating a victory, meeting a princess, and the beginning of a journey. The document explores themes of love and destiny within a medieval context.

Full Transcript

8. Una reina para Arturo Habían pasado 15 años desde que Arturo fue coronado rey. Todos los territorios invadidos habían sido reconquistados. Incluso habían conquistado nuevas regiones. Un día, el rey Leodegrance, de Cameliard, pidió ayuda a Arturo, de quien era aliado. Un enemigo de Leodegrance l...

8. Una reina para Arturo Habían pasado 15 años desde que Arturo fue coronado rey. Todos los territorios invadidos habían sido reconquistados. Incluso habían conquistado nuevas regiones. Un día, el rey Leodegrance, de Cameliard, pidió ayuda a Arturo, de quien era aliado. Un enemigo de Leodegrance le había declarado la guerra y no tenía tropas suficientes para hacerle frente. La batalla no duró demasiado. El ejército de Arturo era poderoso, y junto al de Leodegrance, superaban en número al ejército enemigo. Para celebrar la victoria, la noche siguiente, el rey de Cameliard organizó una cena en honor a Arturo y sus caballeros. Esa noche, Arturo conoció a Ginebra, hija de Leodegrance. Quedó totalmente enamorado. Era una joven bellísima, de larga melena lisa y rubia y ojos color miel. Ginebra se sentaba al lado de su padre, que presidía la mesa desde uno de los extremos. En la otra punta se encontraba Arturo, con sir Kay y sir Héctor a su derecha, y Merlín a su izquierda. Durante la cena, el rey Arturo y la princesa se miraron varias veces. Y cuando uno descubría al otro observándole, apartaban la mirada, avergonzados. Al día siguiente, Arturo ordenó a su ejército que regresara a Camelot. Sin embargo, él alargó su estancia una semana más, y Merlín permaneció con él. A lo largo de esa semana, Arturo intentó acercarse a Ginebra. Al tercer día, la encontró sentada en un banco bajo un roble del jardín del castillo, junto a su doncella. —Buenos días tengáis, mi señora —saludó él. —Buenos días, mi rey —contestó ella, sonriendo. —Permitidme deciros que esta mañana estáis todavía más bella que la noche que os conocí. —Me halagáis, mi señor, pero no digáis esas palabras si no las pensáis. Podría hacerme una idea equivocada de vuestras intenciones —dijo Ginebra, coqueta. —Mi bella señora, jamás os engañaría. Si pudiera, os entregaría mis ojos para que pudierais veros como yo lo hago —replicó él. —Os creo, mi rey. Sois un buen hombre, apuesto y valiente. Me siento muy afortunada de que me veáis de este modo. Y todavía será más afortunadala mujer con la que os caséis. Arturo se quedó pensativo unos segundos. Después se despidió. —Mi señor, ¿os he ofendido? Si mis palabras os han disgustado, lo lamento. No tenéis porqué marcharos tan pronto. Me agrada vuestra presencia —dijo Ginebra, sonrojada. La princesa sentía un gran afecto por Arturo, pero le avergonzaba que él pudiera descubrirlo. Le parecía un hombre muy honorable, con un gran atractivo. Pero desconocía los sentimientos del rey bretón. Aunque era evidente que Arturo sentía lo mismo. —Mi bella señora, jamás podríais ofenderme, pero debo ausentarme unos minutos. —Se acercó a Ginebra y acarició su mejilla—. ¿Me esperaréis? —Siempre —contestó Ginebra, nerviosa. La caricia del rey le había acelerado el corazón. Arturo sonrió y se fue a buscar a Merlín. Debía consultar con él la decisión que había tomado: pedir la mano de Ginebra. Él era el rey de Britania, tenía una gran responsabilidad, y necesitaba que Merlín le dijera que era una buena idea. Lo encontró sentado en su habitación, leyendo. —¿Qué deseáis, mi rey? —preguntó el mago, cuando vio entrar a Arturo. —Mi viejo amigo Merlín...Hace ya mucho tiempo que nos conocemos, desde que fui coronado rey hace 15 años. ¿Y qué es un rey sin su reina? —Arturo se movía nervioso de un lado a otro de la habitación. —Mi honorable señor, ¿intentáis decirme que deseáis casaros? Arturo se detuvo frente al mago. —Sí, deseo casarme... Con la más bella de las damas: Ginebra, hija de Leodegrance de Cameliard —afirmó el rey—. ¿Qué opináis al respecto? —¿Estáis enamorado, mi estimado Arturo? —preguntó Merlín, con un tono paternal. —Estoy loco de amor. Ni siquiera cuando duermo dejo de pensar en ella. Es la joven más hermosa que he conocido nunca, y en sus ojos observo astucia e inteligencia. Pero si ella no siente lo mismo, mi vida ya no tendrá sentido. —Si lo que decís es cierto, solo puedo animaros a que os caséis con Ginebra. Es una dama noble, y este matrimonio reforzará la alianza entre el reino de Cameliard y el de Camelot. —Os agradezco vuestras palabras, sabio Merlín. ¡Voy a buscar a mi amada y a confesarle mis sentimientos! —exclamó el rey bretón, feliz. Arturo se apresuró a volver al jardín. Le latía el corazón con fuerza, deseaba que Ginebra le correspondiese. Encontró a la dama junto a su doncella en el mismo banco donde las había dejado. —Mi bella señora —dijo Arturo, mientras cogía las manos de Ginebra y tiraba un poco de ella para que se levantara—, desde la noche en que os vi por primera vez, no he dejado de pensar en vos. »Estimada Ginebra, sois la dama más bella, ingeniosa y noble que he conocido. Deseo pasar toda mi vida junto a vos. Y os aseguro que seré el hombre más afortunado del mundo si vos deseáis lo mismo.... —Arturo hizo una pausa, respiró hondo y preguntó—: ¿Queréis ser mi esposa? Ginebra no dudó ni un instante, se acercó más a Arturo y le besó. —Mi señor Arturo, nada me haría más feliz. Estoy enamorada de vos desde la noche en que os conocí. Esta vez, fue Arturo quien la besó. Estaba emocionado, feliz. Su amor era correspondido. —Mi querida Ginebra —dijo él, mientras le acariciaba la mejilla—, ahora debo hablar con vuestro padre, el rey Leodegrance, para que nos dé su consentimiento. Arturo fue a buscar al padre de su amada y lo encontró en su biblioteca. Leodegrance se alegró mucho al escuchar que Arturo deseaba casarse con su hija. Y empezó a llamar a sus sirvientes para que lo prepararan todo para la boda: se casarían en dos días. 9. La Mesa Redonda Durante los dos días previos a la boda, los sirvientes corrían de un lado a otro, preparándolo todo. Casi no tenían tiempo. Llegaron caballeros leales a Arturo, damas amigas de Ginebra... Todos querían celebrar el amor entre el rey y la princesa. Finalmente llegó el día, y la ceremonia fue preciosa. Ginebra llevaba un vestido largo de un color verde muy claro, con unas mangas tan largas que casi tocaban el suelo. Arturo, al igual que su padre cuando se casó con Igraine, vestía su armadura. Durante el banquete, Arturo y Ginebra recibieron diversos regalos. Aunque el más importante fue el de Leodegrance: la Mesa Redonda; una gran mesa creada por Merlín y que perteneció a Uther Pendragón. Este, antes de morir, se la dio a Leodegrance. En ella se reunían los caballeros más valientes, nobles y fuertes, sin distinción de quién era mejor o peor, pues al ser una mesa redonda todos estaban al mismo nivel. Arturo estaba encantado con el regalo, y esa misma noche creó la orden de los Caballeros de la Mesa Redonda. —Hoy voy a nombrar a los primeros miembros de esta nueva orden. —Todos los caballeros se acercaron a la mesa en la que se encontraban Arturo y su esposa—. Yo, Arturo, rey de Britania, os nombro a vos, sir Héctor, miembro de los Caballeros de la Mesa Redonda. Honraréis la orden, actuaréis con nobleza y valentía, y ayudaréis a aquellos que necesiten vuestra protección. —Yo, Héctor, Caballero de la Mesa Redonda, prometo honrar la orden, actuar con nobleza y valentía, y ayudar a todo aquel que necesite mi protección. De este modo, a medida que repetían estas mismas palabras, Arturo nombró a los nuevos miembros: sir Kay, sir Yvain, sir Lancelot, sir Erec... Y Merlín anunció que siempre debía quedar un asiento vacío, reservado para el caballero más puro y honorable, destinado a encontrar el Santo Grial. Todos los presentes en el banquete siguieron con la celebración hasta altas horas de la noche Hacía mucho tiempo que Arturo no gozaba de una fiesta así, desde el día de su coronación. Cuando ya fue hora de retirarse a su habitación, Ginebra y Arturo yacieron juntos por primera vez. A la mañana siguiente, decidieron regresar a Camelot. Y allí pasaron tres años maravillosos, llenos de paz y armonía. Cada medio año, organizaban una cena en el castillo a la que acudían caballeros de Britania y otros reinos para contar sus aventuras. Si estos eran honrados, nobles y valientes, Arturo les pedía que se unieran a los Caballeros de la Mesa Redonda. Luego, los que ya eran miembros, explicaban las hazañas con las que honraban los valores de la orden. Sin embargo, había algo que desde hacía un tiempo atormentaba al rey y a la reina. Ginebra no se quedaba embarazada. Y, finalmente, Arturo decidió recurrir a Merlín. —Viejo amigo, mi esposa y yo no logramos tener un hijo. Y eso la entristece. ¿Tenéis algún remedio para que podamos ser padres? —Lo lamento, mi rey, pero solo puedo facilitar la concepción si ambas partes pueden tener hijos, y vuestra esposa no puede. Arturo asintió, desanimado. No quería ver triste a Ginebra, y también le dolía no poder tener descendencia. Sin embargo, lo que el rey no sabía era que Ginebra era feliz, pero fingía estar triste. No le preocupaba no tener hijos, sino ser descubierta. Tenía un amante: sir Lancelot, caballero de la Mesa Redonda, y hombre de confianza del rey. Sir Lancelot se enamoró a primera vista de la reina, la noche que la conoció en una de las cenas del rey. Había intentado luchar contra sus sentimientos, porque era leal a Arturo. Pero Ginebra también se había fijado en él. Finalmente, Lancelot se rindió y cortejó a la reina con discreción. Durante la última cena, que se celebró cinco meses atrás, la reina y el caballero salieron del salón discretamente mientras los demás todavía comían y bebían. —Mi estimada señora, esto es muy arriesgado. Si nos descubren, vuestra vida correrá peligro —dijo Lancelot. —Mi querido Lancelot, si nos descubren, será la vida de los dos la que peligrará —corrigió ella, acariciando la mejilla de su amante. —No importa mi vida, pues es vuestra. Mi corazón es vuestro —dijo Lancelot, antes de besar a Ginebra con pasión. Cualquiera podía verlos, estaban en medio de un pasillo, y les daba igual. Solo querían abrazarse, besarse, estar juntos... Ginebra se separó de él y empezó a recorrer el pasillo. Se detuvo y le tendió la mano al caballero: —Seguidme. La reina le guio hasta su habitación, vigilando que nadie los viera. La cena todavía se alargaría varias horas, tendrían tiempo suficiente para estar los dos solos. En la habitación, se dejaron llevar por la pasión. Y a partir de entonces, siempre intentaban buscar un rato para estar a solas. Habían pasado cinco meses desde aquella noche. Y mientras Arturo hablaba con Merlín sobre la imposibilidad de Ginebra de concebir un hijo, un enemigo había llegado al castillo, el rey Meleagrante. No tuvo problemas para entrar. Todos pensaban que venía a reunirse con Arturo para firmar una alianza con él, pues era lo que habían acordado. Aunque ese no era el objetivo real de Meleagrante, sino una excusa para poder infiltrarse. Encontró lo que buscaba en los jardines del castillo. Allí estaba ella, la mujer más bella: la reina Ginebra. Estaba sola. Se acercó con cuidado por su espalda, y en cuanto estuvo cerca, le tapó la boca con una mano y, con la otra, le colocó una daga en el cuello. —Más os vale colaborar, mi señora. Ahora nos iremos sin ser descubiertos y, si intentáis huir, os mataré. Con sigilo, se dirigieron a la salida trasera del castillo, que casi no tenía vigilancia. Sin embargo, alguien los descubrió: sir Lancelot. —¡Deteneos! ¡¿Qué creéis que estáis haciendo?! —gritó el caballero. —¿Y vos, quién sois? —preguntó el secuestrador. —Soy sir Lancelot, caballero de la Mesa Redonda. ¿Quién sois vos y qué hacéis con la reina? —Estáis ante el rey Meleagrante. Me voy a llevar a la reina, y si intentáis detenerme, le cortaré el cuello —dijo, fingiendo coraje. En realidad, al oír que se trataba de sir Lancelot, el caballero más fuerte del rey Arturo, se asustó. —He oído a hablar de vos. Todos dicen que sois un rey caído en desgracia, vuestros súbditos os odian y vuestro reino no tiene dinero. ¡Soltad a la reina! —Dejad que me marche. Vos solo sois uno, y mis hombres están fuera esperando. ¿O preferís que vuestra reina salga herida? Sir Lancelot dudó unos segundos y se fue corriendo. Meleagrante pensó que había huido y aprovechó para escapar. Se reunió con sus hombres, y regresaron a su castillo. ¡Con el rescate que le pagaría Arturo, volvería a ser rico!

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