Obras Completas de Sigmund Freud - Tomo XXI (1927-1931) PDF
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Sigmund Freud, James Strachey, Anna Freud, Alix Strachey, Alan Tyson, José L. Etcheverry, Leandro Wolíson, Santiago Dubcovsky, Jorge Colapinto, Rolando Trozzi, Mario Leff
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Este tomo de las Obras Completas de Sigmund Freud incluye textos como "El porvenir de una ilusión" y "El malestar en la cultura", escritos entre 1927 y 1931. Contiene análisis psicoanalíticos sobre la religión, la cultura y la sociedad. La edición ofrece una colección de ensayos.
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Sigmund Freud Obras completas El porvenir de una ilusión El malestar en la cultura y otras obras (1927-1931) XXI Worrortu editores Sigmund Freud Obras completas Presentación: Sobre la versión castellana 1. Publicaciones prepsicoanalíticas y manuscr...
Sigmund Freud Obras completas El porvenir de una ilusión El malestar en la cultura y otras obras (1927-1931) XXI Worrortu editores Sigmund Freud Obras completas Presentación: Sobre la versión castellana 1. Publicaciones prepsicoanalíticas y manuscritos inéditos en vida de Freud (1886-1899) 2. Estudios sobre la histeria (1893-1895) 3 Primeras publicaciones psicoanalíticas (1893-1899) 4. la interpretación de los sueños (I) (1900) 5. La interpretación de los sueños (II) y Sobre el sueño (1900-1901) 6. Psicopatologta de la vida cotidiana (1901). «Fragmento de análisis de un caso de histeria» (caso «Dora»:), ¡res ensayos de teoría sexual, y otras obras (1901-1905) ' ! 8. El chiste y su relación con lo inconciente (1905) f) Hl delirio y los sueños en la «dradiva» de W. Jensen. \ otras obras (1906-1908) I 10, «Análisis de la fobia de un niño de cinco años» (caso del pequeño Hans) y «A propósito de un caso de neurosis obsesiva» (caso del «Hombre de las Ratas») (1909) 11. (Anco conferencias sobre psicoanálisis, l'n recuerdo infantil de Leonardo da Vinel, y otras obras obras completas Sigmund Freud Volumen 21 Obras completas Sigmund Freud Ordenamiento, comentarios y notas de James Strachey con la colaboración de Anna Freud, asistidos por Alix Strachey y Alan Tyson Traducción directa del alemán de José L. Etcheverry Volumen 21 (1927-31) El porvenir de una ilusión El malestar en la cultura y otras obras Amorrortu editores Los derechos que a continuación se consignan corresponden a todas las obras de Sigmund Freud incluidas en el presente volumen, cuyo título en su idioma original figura al comienzo de la obra respectiva. © Copyright del ordenamiento, comentarios y notas de la edi- ción inglesa. James Strachey, 1961 Copyright de las obras de Sigmund Freud, Sigmund Freud Copyrights Ltd. © Copyright de la edición castellana, Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7" piso, Buenos Aires, 1976 Primera edición en castellano, 1979; segunda edición, 1986; primera reimpresión, 1988;.segunda reimpresión, 1990; ter- cera reimpresión, 1992 Traducción directa del alemán: José Luis Etcheverry Traducción de los comentarios y notas de James Strachey: Leandro Wolíson Asesoramiento: Santiago Dubcovsky y Jorge Colapinto Corrección de pruebas: Rolando Trozzi y Mario Leff Publicada con autorización de Sigmund Freud Copyrights Ltd., The Hogarth Press Ltd., The Institute of Psychoanaly- sis (Londres) y Angela Richards. Primera edición en The Stand- ard Edition of the Complete Psychological Works of Sigmund Freud, 1961; quinta reimpresión, 1975. Copyright de acuerdo con la Convención de Berna. La repro- ducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modi- ficada por cualquier medio mecánico o electrónico, incluyen- do fotocopia, grabación o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, no autorizada por los edito- res, viola derechos reservados. Cualquier utilización debe ser previamente solicitada. Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723. Industria argentina. Made in Argentina. ISBN 950-518-575-8 (Obras completas) ISBN 950-518-597-9 (Volumen 21) Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avella- neda, provincia de Buenos Aires, en agosto de 1992. Tirada de esta edición: 4.000 ejemplares. índice general Volumen 21 xi Advertencia sobre la edición en castellano xiv Lista de abreviaturas 1 El porvenir de una ilusión (1927) 3 Nota introductoria, James Strachey 5 El porvenir de una ilusión 57 El malestar en la cultura (1930 [ 1 9 2 9 ] ) 59 Introducción, James Strachey 65 El malestar en la cultura 141 Fetichismo (1927) 143 Nota introductoria, James Strachey 147 Fetichismo 153 El humor (1927) 155 Nota introductoria, James Strachey 157 El humor 163 Una vivencia religiosa (1928 ) 165 Nota introductoria. James Strachey 167 Una vivencia religiosa VI] 171 Dostoievski y el parricidio (1928 ) 173 Nota introductoria, James Strachey 175 Dostoievski y el parricidio 192 Apéndice: Carta de Freud a Theodor Reik (1930 ) 195 C a r t a a M. Leroy sobre u n sueño de Des- cartes (1929) 197 Nota introductoria, James Strachey 201 Carta a M^ Leroy sohrc un sueño de Desearles 203 Premio Goethe (1930) 205 Nota introductoria, James Strachey 207 Premio Goethe 207 Carta al doctor Alfons Paquet 208 Alocución en la casa de Goethe, en Francfort 213 Apéndice. Escritos de Freud que versan predominan temente o en gran parte sobre arte, literatura o estética 215 Tipos libidinales (1931) 217 Nota introductoria. James Strachey 219 Tipos libidinales 223 Sobre la sexualidad femenina (1931) 225 Nota introductoria, James Strachey 227 Sobre la sexualidad femenina 245 Escritos breves (1929-31) 247 A Ernest Jones, en su 50? cumpleaños (1929) 249 El dictamen de la Facultad en el proceso Halsmann (1931 ) vui 252 Nota introductoria al número especial sobre pnicO" patología de The Medical Review of Reviews (I')ill) 254 Palabras preliminares a Edoardo Weiss, Elcmeuti di psicoamlisi (1931 ) 255 Prólogo a Zehn Jahre Berliner Psychoanalytischcs Instituí (1930) 256 Prólogo a Hermann Nunberg, Allgemeine Neuro- senlehre auf psychoanalytischer Grundlage (1932 )I 257 Carta al burgomaestre de la ciudad de Príbor (1931) 259 Carta a Georg Fuchs (1931) 261 Bibliografía e índice de autores 275 índice alfabético IS Advertencia sobre la edición en castellano El presente libro forma parte de las Obras completas de Sig- mund Freud, edición en 24 volúmenes que ha sido publicada entre los años 1978 y 1985. En un opiísculo que acompaña a esta colección (titulado Sobre la versión castellana) se exponen los criterios generales con que fue abordada esta nueva ver- sión y se fundamenta la terminología adoptada. Aquí sólo ha- remos un breve resumen de las fuentes utilizadas, del conte- nido de la edición y de ciertos datos relativos a su aparato crítico. La primera recopilación de los escritos de Freud fueron los Gesammelte Schriften,^ publicados aún en vida del autor; luego de su muerte, ocurrida en 1939, y durante un lapso de doce años, aparecieron las Gesammelte Werke,^ edición ordenada, no con un criterio temático, como la anterior, sino cronológico. En 1948, el Instituto de Psicoanálisis de Londres encargó a James B. Strachey la preparación de lo que se denominaría The Standard Edition of the Complete Psychological Works oj Sigmund Freud, cuyos primeros 23 volúmenes vieron la luz entre 1953 y 1966, y el 24° (índices y bibliografía general, amén de una fe de erratas), en 1974.' La Standard Edition, ordenada también, en líneas generales, cronológicamente, incluyó además de los textos de Freud el siguiente material: I) Comentarios de Strachey previos a ca- da escrito (titulados a veces «Note», otras «Introducción»). ' Viena: Intemationaler Psychoanalytischer Verlag, 12 vols., 1924-34. La edición castellana traducida por Luis López-Ballesteros (Madrid; Biblioteca Nueva, 17 vols., 1922-34) fue, como puede verse, con- temporánea de aquella, y fue también la primera recopilación en un idioma extranjero; se anticipó así a la primera colección inglesa, que terminó de publicarse en 1950 {Collected Papers, Londres; The Ho- garth Press, 5 vols., 1924-50). ^ Londres: Imago Publishing Co., 17 vols., 1940-52; el vol. 18 (ín- dices y bibliografía general) se publicó en Francfort del Meno: S. Fischer Verlag, 1968. ^ Londres: The Hogarth Press, 24 vols., 1953-74. Para otros de- talles sobre el plan de la Standard Edition, los manuscritos utilizados por Strachey y los criterios aplicados en su traducción, véase su «Ge- neral Preface», vol. 1, págs. xiii-xxii (traducido, en lo que no se re- fiere específicamente a la lengua inglesa, en la presente edición como «Prólogo general», vol. 1, págs. xv-xxv). 2) Notas numeradas de' jiic de página que figuran entre cor- chetes para diferenciarlas dt.- las de Freud; en ellas se indican variantes en las diversas ediciones alemanas de un mismo tex- to; se explican ciertas referencias geográficas, históricas, lite- rarias, etc.; se consignan problemas de la traducción al in- glés, y se incluyen gran número de remisiones internas a otras obras de Freud. 3) Intercalaciones entre corch(-tes en el cuer- po principal del texto, qw corresponden también a inmisio- nes internas o a breves apostillas que Strachey estimó indis- pensables para su correcta comprensión. 4) Bibliografía gene- ral, al final de cada volumen, de lodos los libros, artículos, etc., en él mencionados. 5) Índice allabético de autores y le- mas, a los que se le suman en ciertos casos algunos írulices especiales (p.ej., ), AE, 6, pág, 249.) 44 IX «Usted se permite contradicciones muy difícilmente con- ciliables entre sí. Primero afirma que un escrito como el suyo es por entero inocuo. Nadie se dejará arrebatar sus creencias religiosas por unas elucidaciones de esa índole. Pero sin duda el propósito de usted es perturbar esas creencias, como se vio después. Puede preguntarse, entonces: ¿Por qué las pu- blica realmente? En otro lugar usted admite que puede vol- verse peligroso, y aun en alto grado, que alguien se entere de que ya no se cree en Dios. Ese alguien fue hasta ese momento obediente, y ahora se niega por completo a obede- cer los preceptos culturales. Toda la argumentación de usted según la cual la motivación religiosa de los mandamientos de la cultura significa un peligro para ella se basa en el su- puesto de que el creyente pueda ser convertido en un incré- dulo, y ello por cierto constituye una total contradicción. »Otra contradicción se presenta cuando usted por una parte admite que el ser humano no puede ser guiado por la inte- ligencia, puesto que es gobernado por sus pasiones y exigen- cias pulsionales, pero por la otra propone sustituir las bases afectivas de su obediencia a la cultura por unas bases acordes a la ratio. Que lo entienda quien pueda. A mí me parece que debe sostenerse o una cosa o la otra. »Y además: ¿No ha aprendido usted nada de la historia? Un intento parecido de relevar a la religión por la razón ya se hizo una vez, oficialmente y en gran estilo. ¿No recuerda usted a la Revolución Francesa y a Robespierre? Pero acuér- dese también de lo efímero del experimento y su lamentable fracaso. Ahora se lo repite en Rusia, ni falta hace saber cómo terminará. ¿No cree usted que tenemos derecho a suponer que el hombre no puede prescindir de la religión? »Usted mismo ha dicho que la religión es algo más que una neurosis obsesiva. Pero de este, su otro aspecto, no se ocupó. Le ha bastado desarrollar la analogía con la neurosis. De una neurosis, es preciso liberar a los seres humanos. Y a usted no le preocupa todo lo demás que se pierda con ello». Es probable que la apariencia de que incurro en contradic- ciones se haya generado por tratar demasiado rápidamente 45 cosas complicadas. Algo podemos reparar. Sigo aseverando que mi escrito es por completo inocuo en un sentido. Ningún creyente se dejará extraviar en su fe por estos o parecidos argumentos. Un creyente siempre tiene determinadas ligazo- nes tiernas con los contenidos de la religión. Hay, es cierto, muchísimos otros que no son piadosos en el mismo sentido. Obedecen a los preceptos culturales porque los amedrentan las amenazas de la religión, y temen a esta mientras se ven precisados a considerarla un fragmento de la realidad que los limita. Son estos los que se desenfrenan tan pronto como pueden resignar la creencia en su valor de realidad, pero tam- poco en este caso los argumentos ejercerán influencia alguna. Dejan de temer a la religión cuando notan que otros no la temen; y es acerca de ellos que afirmé que se enterarían de la ruina del influjo religioso aunque no publicara yo mi escrito. [Cf. pág. 39.] Ahora bien, creo que usted mismo atribuye más valor a la otra contradicción que me reprocha. Los seres humanos son muy poco accesibles a los argumentos racionales, están totalmente gobernados por sus deseos pulsionales. ¿Por qué se les quitaría entonces una satisfacción pulsional, preten- diendo sustituirla por unos argumentos racionales? Es cierto que los seres humanos son así, pero, ¿se ha preguntado usted si tienen que ser así, si su naturaleza más íntima los fuerza a ello? ¿Podría el antropólogo indicar el índice craneano de un pueblo que tiene la costumbre de deformar desde tem- prano la cabeza de sus niños mediante bandeletas? Repare usted en el turbador contraste entre la radiante inteligencia de un niño sano y la endeblez de pensamiento del adulto promedio. ¿Acaso sería imposible que la educación religiosa tuviera buena parte de la culpa por esta mutilación relativa? Opino que pasaría mucho tiempo antes que un niño no influi- do empezara a forjarse ideas sobre Dios y cosas situadas más allá de este mundo. Quizá después esas ideas siguieran los mismos caminos que recorrieron en sus antepasados primor- diales; pero no se aguarda a que se cumpla ese desarrollo, se le aportan las doctrinas religiosas en una é-poca en que ni le interesan ni tiene todavía la capacidad para aprehender conceptualmente su alcance. Dilación del desarrollo sexual y apresuramiento del influjo religioso: he ahí los dos puntos capitales en el programa de la pedagogía actual, ¿no es ver- dad? Así, cuando el pensamiento del niño despierta luego, ya las doctrinas religiosas se han vuelto inatacables. ¿Cree usted muy conducente para consolidar la función del pensa- miento cerrarle un ámbito tan sustantivo mediante la ame- naza de los castigos del infierno? No necesitamos asombrar- 46 nos mucho por la endeblez intelectual de alguien que fue llevado a admitir sin crítica todos los absurdos que las doc- trinas religiosas le instilaron, y hasta a pasar por alto las contradicciones que ellas ofrecían. Y bien; no tenemos otro medio para gobernar nuestra pulsionalidad que nuestra inte- ligencia. ¿De qué manera confiamos en que alcanzarán el ideal psicológico, el primado de la inteligencia, personas que están bajo el imperio de la prohibición de pensar? Como usted sabe, se dice y se repite que las mujeres en general sufren la llamada «imbecilidad fisiológica»,^ es decir, tienen menor inteligencia que el varón. El hecho mismo es discu- tible, su explicación es incierta, pero he aquí un argumento que indicaría la naturaleza secundaria de esta mutilación inte- lectual: las mujeres están sujetas a la temprana prohibición de dirigir su pensamiento a lo que más les habría interesado, a saber, los problemas de la vida sexual. Puesto que desde muy temprana edad pesan sobre el ser humano, además de la inhibición de pensar el tema sexual, la inhibición reli- giosa y, derivada de esta, la de la lealtad política,- de hecho nos resulla imposible decir cómo es él realmente. Pero mitigaré mi ardor y admitiré la posibilidad de que también yo persiga una ilusión. Acaso el efecto de la prohi- bición religiosa de pensar no sea tan grave como yo lo su- pongo, acaso se demuestre que la naturaleza humana per- manece idéntica aunque no se abuse de la educación para el sometimiento religioso. Yo no lo sé, y tampoco usted puede saberlo. No sólo los grandes problemas de esta vida parecen insolubles por ahora; también muchas cuestiones menores son de difícil decisión. Pero concédame que en este punto se justifica una esperanza para el futuro, que quizás haya ahí por desentrañar un tesoro susceptible de enriquecer a la cultura, que merece la pena emprender el intento de una educación irreligiosa. Si resulta insatisfactorio, estoy dispues- to a abandonar la reforma y volver al juicio primero, pura- mente descriptivo: el hombre es un ser de inteligencia débil, gobernado por sus deseos pulsionales. En otro punto coincido con usted, sin reservas. Es sin duda un disparatado comienzo pretender suprimir la religión violentamente y de un golpe. Sobre todo porque no ofrece perspectivas de éxito. El creyente no dejará que lo arranquen de su fe ni por medio de argumentos, ni de prohibiciones. Y si se lo lograra en el caso de algunos, sería una crueldad. 1 [La frase pertenece a Moebius (1903). En su trabajo anterior «La moral sexual "cultural" y la nerviosidad moderna» (1908J), AE. 9, págs. 177-8, Freud anticipa la presente argumentación,] - [Vale decir, la lealtad al rey.] 47 Quien durante decenios ha tomado somníferos, no podrá dor- mir, desde luego, si le son quitados. En cuanto a la licitud de igualar el efecto de los consuelos religiosos a los de un narcótico, cierto proceso que se desarrolla en Estados Unidos lo ilustra bellamente. En ese país se pretende ahora quitar a los hombres —sin duda bajo el influjo del gobierno de las mujeres— todos los medios de estímulo, de embriaguez y de goce, saturándolos, como resarcimiento, del temor de Dios. Tampoco en el caso de este experimento hace falta saber cuál será el desenlace.'' Por eso lo contradigo a usted cuando prosigue diciendo que el hombre no puede en absoluto prescindir del consuelo de la ilusión religiosa, pues sin ella no soportaría las penas de la vida, la realidad cruel. Por cierto que no podría el hom- bre a quien usted ha instilado desde la infancia el dulce —o agridulce— veneno. Pero, ¿y el otro, el criado en la sobriedad? Quizá quien no padece de neurosis tampoco necesita de intoxicación alguna para aturdirse. Evidente- mente, el hombre se encontrará así en una difícil situación: tendrá que confesarse su total desvalimiento, su nimiedad dentro de la fábrica del universo; dejará de ser el centro de la creación, el objeto de los tiernos cuidados de una Provi- dencia bondadosa. Se hallará en la misma situación que el niño que ha abandonado la casa paterna, en la que reinaba tanta calidez y bienestar. Pero, ¿no es verdad que el infan- tilismo está destinado a ser superado? El hombre no puede permanecer enteramente niño; a la postre tiene que lanzarse fuera, a la «vida hostil». Puede llamarse a esto «educación para la realidad»; ¿necesito revelarle, todavía, que el único propósito de mi escrito es llamar la atención sobre la nece- sidad de este progreso? Usted teme, probablemente, que no soporte la dura prue- ba. Bien; al menos déjenos la esperanza. Ya es algo saber que uno tiene que contar con sus propias fuerzas; entonces se aprende a usarlas correctamente. Y además, el hombre no está desprovisto de todo socorro; su ciencia le ha ense- ñado mucho desde los tiempos del Diluvio, y seguirá aumen- tando su poder. En cuanto a las grandes fatalidades del destino, contra las cuales nada se puede hacer, aprenderá a soportarlas con resignación. ¿De qué le valdría el espe- jismo de ser dueño de una gran propiedad agraria en la^ Luna, de cuyos frutos nadie ha visto nada aún? Como cam- 3 [Esto fue escrito durante el período en que rigió en Estados Unidos la ley que prohibía el expendio de bebidas alcohólicas (1920-1933).] 48 pesino honrado, sabrá trabajar su parcela en esta tierra para nutrirse. Perdiendo sus esperanzas en el más allá, y concen- trando en la vida terrenal todas las fuerzas así liberadas, lo- grará, probablemente, que la vida se vuelva soportable para todos y la cultura no sofoque a nadie más. Entonces, sin lamentarse, podrá decir junto con uno de nuestros compa- ñeros de incredulidad: «Dejemos los cielos a ángeles y gorriones».* * [Tomado del poema de Heine, Deutschland (sección 1). La expresión «Unglaubensgenosse»» {«compañeros de incredulidad»} fue aplicada por el propio Heine a Spinoza en lo que Freud, en su libro sobre el chiste (1905c), AE, 8, pág. 74, citó como ejemplo de un tipo especial de procedimiento humorístico,] 49 X «Eso suena grandioso. ¡Una humanidad que ha renun- ciado a todas las ilusiones y así se ha vuelto capaz de pro- curarse una vida soportable sobre la Tierra! Pero yo no puedo compartir sus expectativas. Mas no por ser un obsti- nado reaccionario, como acaso usted me juzga. No; por prudencia reflexiva. Creo que ahora hemos trocado los pa- peles; usted se muestra como el visionario que se deja arre- batar por ilusiones, y yo defiendo la causa de la razón, el derecho al escepticismo. Lo que usted ha presentado paré- ceme edificado sobre errores que, siguiendo su mismo pro- ceder, me es lícito llamar ilusiones, porque dejan traslucir sobradamente el influjo de sus deseos. Usted pone su espe- ranza en que generaciones que no hayan experimentado en su primera infancia el influjo de las doctrinas religiosas habrán de alcanzar con facilidad el anhelado primado de la inteligencia sobre la vida pulsional. Es sin duda una ilusión; la naturaleza humana difícilmente cambiará en este punto decisivo. Si no yerro —sabemos tan poco sobre otras cul- turas—, hoy mismo existen pueblos que no se crían bajo la presión de un sistema religioso, a pesar de lo cual no se acercan más que otros al ideal de usted. Si pretende elimi- nar la religión de nuestra cultura europea, sólo podrá conse- guirlo mediante otro sistema de doctrinas, que, desde el comienzo mismo, cobraría todos los caracteres psicológicos de la religión, su misma sacralidad, rigidez, intolerancia, y que para preservarse dictaría la misma prohibición de pen- sar. Usted no puede prescindir de algo así para cumplir con los requisitos de la educación. Ahora bien, a esta no puede usted renunciar. El camino que va del lactante al hombre de cultura es ancho; demasiadas criaturas se extraviarían en él y no madurarían para cumplir con las tareas que les depara la vida si se las abandonara, sin guía, a su propio desarrollo. Y las doctrinas que se emplearan en su educación seguirían poniendo barreras al pensar de sus años más maduros, exactamente lo que usted reprocha hoy a la religión. ¿No se percata de que es un imborrable defecto congénito de nuestra cultura, de toda cultura, imponer al niño apasio- 50 nado y de corto entendimiento unas decisiones que sólo puede justificar la inteligencia ya madura del adulto? Sin embargo, es imposible evitarlo, puesto que el desarrollo secular de la humanidad tiene que comprimirse en un par de años de la niñez, y sólo unos poderes afectivos pueden mover al niño a dominar las tareas que se le plantean. He ahí, por tanto, las perspectivas de su "primado del inte- lecto". »No se asombre usted si me pronuncio en favor de man- tener el sistema doctrinal de la religión como base de la educación y de la convivencia humana. Es un problema prác- tico, no una cuestión relativa al valor de realidad. Puesto que en el interés de conservar nuestra cultura no podemos aguardar para influir sobre el individuo hasta que esté ma- duro para ella —muchos no lo estarían nunca—, nos vemos precisados a imponer a la criatura en crecimiento algún sistema de doctrinas destinado a obrar sobre esta como una premisa sustraída a la crítica; y el sistema religioso me parece con mucho el más apto para ello, desde luego, justa- mente por su virtud consoladora y cumplidora de deseo, en que usted ha discernido la "ilusión". Teniendo en cuenta lo dificultoso que es discernir algo real, y aun la duda acerca de si nos es posible hacerlo, no olvidemos que también las necesidades humanas son una parcela de la realidad, y por cierto una parcela importante, que nos toca particularmente. »Hallo otra ventaja de la doctrina religiosa en una de las peculiaridades de esta que parece repugnarle especial- mente a usted. Permite una purificación y sublimación nota- bles, en que puede eliminarse la mayor parte de lo que lleva en sí la huella del pensar primitivo e infantil. Lo que resta es un puñado de ideas que la ciencia ya no contradice y tampoco puede refutar. Estas trasformaciones de la doctri- na religiosa, que usted ha condenado como medias tintas y compromisos, hacen posible salvar el abismo entre las masas incultas y el pensador filosófico, conservan la comunidad entre ellos, comunidad' tan importante para la seguridad de la cultura. Y así no es de temer que el hombre de pueblo se entere de que los estratos superiores de la sociedad "ya no creen en Dios". Considero haber demostrado, entonces, que el empeño de usted se reduce al intento de sustituir una ilusión probada y rebosante de valor afectivo por otra no probada e indiferente». No me hallará usted inaccesible a su crítica. Sé cuan difí- cil es evitar ilusiones; acaso también las esperanzas que yo profeso sean de naturaleza ilusoria. Pero insisto en una diferencia. Mis ilusiones —prescindiendo de que el hecho 51 de discrepar con ellas no importa castigo alguno— no son incorregibles, como las religiosas, no poseen el carácter deli- rante. Si la experiencia llegara a enseñar —no a mí, sino a otros que vengan después y piensen como yo— que nos hemos equivocado, renunciaremos a nuestras expectativas. Es que usted debe tomar mi intento como lo que es. Al formular juicios sobre el desarrollo de la humanidad, un psicólogo que Q5 se llama a engaño sobre lo difícil que resulta arreglárselas en este mundo tratará de hacerlo de acuerdo con la partícula de intelección que ha obtenido mediante el estudio de los procesos anímicos que se operan en el individua en el curso de su desarrollo de niño a adulto. Así se le impone la concepción de que la religión es com- parable a una neurosis de la infancia, y es lo bastante opti- mista para suponer que la humanidad superará esa fase neurótica como tantos niños dejan atrás, con el crecimiento, su parecida neurosis. Es posible que estas intelecciones to- madas de la psicología individual sean insuficientes, injus- tificado trasferirlas al género humano, infundado el opti- mismo; le concedo a usted todas esas incertidumbres. Pero es cosa corriente que uno no pueda abstenerse de decir lo que piensa, de lo cual se disculpa no atribuyéndole más valor que el que posee. Aún quiero demorarme en otros dos puntos. En primer lugar, la debilidad de mi posición no significa un refuerzo para la suya. Opino que defiende usted una causa perdida. No importa cuan a menudo insistamos, y con derecho, en que el intelecto humano es impotente en comparación con la vida pulsional. Hay algo notable en esa endeblez; la voz del intelecto es leve, mas no descansa hasta ser escuchada. Y al final lo consigue, tras incontables, repetidos rechazos. Este es uno de los pocos puntos en que es lícito ser opti- mista respecto del futuro de la humanidad, pero en sí no vale poco. Y aun pueden sumársele otras esperanzas. El primado del intelecto se sitúa por cierto en épocas futuras muy, pero muy distantes, aunque quizá no infinitamente remotas. Y como es posible que se proponga las mismas metas cuya realización espera usted de su Dios —a la medida humana, desde luego, hasta donde lo permita la realidad exterior, la 'Avdy/i)—: el amor entre los seres humanos y la limitación del padecimiento, tenemos derecho a decir que nuestro egi- frentamiento es sólo provisional, no es inconciliable. Noso- tros esperamos lo mismo, pero usted es más impaciente, más exigente y —¿por qué no decirlo?— más egoísta que yo y que los míos. Usted pretende que la bienaventuranza empiece en seguida tras la muerte, le pide lo imposible y no quiere 52 resignar la demanda de la persona individual. Nuestro Dios Aóyo; ' realizará de esos deseos lo que la naturaleza fuera de nosotros nos consienta, pero muy paso a paso, sólo en un futuro impredecible y para nuevas criaturas humanas. No nos promete una recompensa para nosotros, que penamos duramente en la vida. En el camino hacia, ese lejano futuro tenemos que dejar de lado las doctrinas religiosas de usted, no importa si fracasan los primeros intentos, no importa si resultan insostenibles las primeras formaciones sustitutivas. Usted sabe por qué: a la larga nada puede oponerse a la razón y a la experiencia, y la contradicción en que la religión se encuentra con ambas es demasiado palpable. Tampoco las ideas religiosas purificadas podrán sustraerse de ese destino mientras pretendan salvar algo del contenido consolador de la religión. Es cierto que si se limitan a afkriiar la existencia de un ser espiritual supremo, cuyas propiedades son indefi- nibles y cuyos propósitos son indiscernibles, estarán a salvo del veto de la ciencia, pero sin duda las abandonará el inte- rés de los hombres. Y en segundo lugar; Advierta usted la diferencia entre su conducta y la mía frente a la ilusión. Usted se ve obligado a defender con todas sus fuerzas la ilusión religiosa; si ella pierde valor —y está, en verdad, bastante amenazada—, el mundo de^ usted se arruina, no le resta más que desesperar de todo, de la cultura y del futuro de la humanidad. Libre estoy, libres estamos nosotros de esa fragilidad. Como esta- mos dispuestos a renunciar a buena parte de nuestros deseos infantiles, podemos soportar que algunas de nuestras expec- tativas demuestren ser ilusiones. La educación emancipada de la presión de las doctrinas religiosas acaso no cambie mucho la esencia psicológica del ser humano; nuestro Dios Aóyog quizá no sea muy omni- potente y cumpla sólo una pequeña parte de lo que sus predecesores habían prometido. Si hubiéramos de llegar a inteligir esto último, lo aceptaremos con resignación. Mas no por ello perderemos el interés por el mundo y por la vida, pues en un lugar tenemos un firme punto de apoyo que a usted le falta. Creemos que el trabajo científico puede averiguar algo acerca de la realidad del mundo, a partir de lo cual podemos aumentar nuestro poder y organizar nuestra vida. Si esta creencia es una ilusión, estamos en la misma 1 Los dioses gemelos Aóyo? {Logos, la Razón} y 'A.váy>ni\ {Anan- ké, la Necesidad Objetiva} del autor holandés Multatuli {seudónimo de E. D. Dekker}. [(Véase Multatuli, 1906.) Con respecto a estos tér- minos, véase mi nota al pie en «El problema económico del masoquis- mo» (Freud, 1924c), AE, 19, pág. 174.] 53 situación que usted, pero la ciencia, por medio de éxitos nu- merosos y sustantivos, nos ha probado que no es una ilusión. Ella tiene muchos enemigos francos, y en mayor número todavía solapados, entre quienes no le pueden perdonar que despotenciara a la fe religiosa y amenazara derrocarla. Se le reprocha que nos ha enseñado muy poco y que es incom- parablemente más lo que ha dejado en la oscuridad. Pero se olvida lo joven que es, lo trabajosos que fueron sus comien- zos, y la pequenez casi evanescente del lapso trascurrido desde que el intelecto humano se irguió a la altura de sus tareas. ¿No erraremos todos por fundamentar nuestros jui- cios en lapsos demasiado breves? Podríamos tomar el ejem- plo de los geólogos. La gente se queja de la incerteza de la ciencia porque hoy proclama una ley que la próxima generación discernirá como error y remplazará por otra, de validez igualmente efímera. Pero eso es injusto y en parte falso. Las mudanzas de las opiniones científicas son desa- rrollo, progreso, no ruina. Una ley que primero se juzgó incondicionalmente válida demuestra ser un caso especial de una legalidad más comprensiva, o es restringida por otra ley de la que sólo se tomó conocimiento luego; una aproxi- mación grosera a la verdad es sustituida por una que se le adecúa mejor, la cual a su vez aguarda un ulterior perfec- cionamiento. En diversos ámbitos no se ha superado todavía una fase de la investigación en que se ensayan hipótesis que pronto deberán desestimarse por insuficientes; en otros, empero, hay ya un núcleo de conocimiento cierto y casi in- modificable. Por último, se ha intentado desvalorizar radi- calmente el empeño científico mediante la consideración de que, atado a las condiciones de nuestra propia organiza- ción, no puede ofrecer nada más que resultados subjetivos, en tanto le es inasequible la naturaleza efectivamente real de las cosas exteriores a nosotros. Así se omiten algunos factores que son decisivos' para la concepción del trabajo científico: que nuestra organización, vale decir, nuestro apa- rato anímico, se ha desarrollado justamente en el empeño por escudriñar el mundo exterior, y por tanto tiene que haber realizado en su estructura alguna adecuación al fin; que él mismo es un componente de ese m.undo que debemos explorar, y sin duda alguna consiente tal exploración; q^ue la tarea de la ciencia queda bien circunscrita si la limitamos a mostrar cómo el mundo tiene que aparecérsenos a conse- cuencia de la especificidad de nuestra organización; que los resultados finales de la ciencia, justamente a causa del mo- do de su adquisición, no están condicionados sólo por nues- tra organización, sino por aquello que ha producido efectos 54 sobre esta; ,y, por último, que el problema de la constitu- ción que el mundo tendría prescindiendo de nuestro apara- to anímico percipiente es una abstracción vacía, carente de interés práctico. No; nuestra ciencia no es una ilusión. Sí lo sería creer que podríamos obtener de otra parte lo que ella no puede darnos. 55 El malestar en la cultura (1930 [19291) Introducción Das Unbehagen in der Kuliur Ediciones en alemán 1930 Leipzig, Viena y Zurich: Internationaler Psycho- analytischer Verlag, 136 págs. 1931 T- ed. La misma editorial, 136 págs. (Reimpreso de la 1" ed., con algunos agregados.) 1934 GS, 12, págs. 29-114. 1948 GW, 14, págs. 421-506. 1974 SA, 9, págs. 191-270. Traducciones en castellano * 1944 «El malestar en la cultura». EÁ, 19, págs. 9-113. Traducción de Ludovico Rosenthal. 1955 Igual título. SR, 19, págs. 11-90. El mismo tra- ductor. 1968 Igual título. BN (3 vols.), 3, págs. 1-66. 1974 Igual título. BN (9 vols.), 8, págs. 3017-67. El primer capítulo del manuscrito original en alemán fue pn'oVicado poco antis, v{a^: ú. ÍCÍ.Í.'C. dtl libto ea Psychoanaly- tische Bewegung, 1, n° 4, noviembre-diciembre de 1929. El quinto capítulo apareció por separado en la siguiente entre- ga de la misma revista, 2, n° 1, enero-febrero de 1930. En la edición de 1931 se añadieron dos o tres notas de pie de página y la oración final. Freud concluyó El porvenir de una ilusión (1927c) en el otoño de 1927. Durante los dos años que siguieron produ- jo muy poco —principalmente, sin duda, a causa de su enfermedad—. Pero en el verano de 1929 comenzó a es- cribir una nueva obra, también de tem^ sociológico. El pri- mer borradoi estuvo terminado a fines de iulio; el libro * {Cf. la «Advertencia sobre la edición en castellano», supra, pág. xiii y n. 6.} 59 fue enviado a los impresores a comienzos de noviembre y publicado en realidad antes de fin de año, aunque en su portada figuraba como fecha «1930» (Jones, 1957, págs. 157-8). El título que inicialmentc eligió Freud fue «Das Unglück in der Kulttir» {La infelicidad en la cultura}, pero más tarde remplazó «Unglück» por «Unbehagen» {malestar). Como no era fácil encontrar en inglés un buen equivalente para esta palabra, en una carta a la señora Joan Riviere, traductora de la obra a esa lengua, Freud le sugirió como título «Man's Discomfort in Civilization»; pero fue la pro- pia señora Riviere la que propuso para la versión inglesa el título finalmente adoptado.* El tema principal del libro —el irremediable antagonis- mo entre las exigencias pulsionales y las restricciones im- puestas por la cultura— puede rastrearse en los primeros escritos psicológicos de Freud. Así, por ejemplo, él 31 de mayo de 1897 le escribía a Fliess que «el incesto es antiso- cial; la cultura consiste en la progresiva renuncia a él» (Freud, 1950a, Manuscrito N ) , AE, 1, pág. 299; y un año más tarde, en su trabajo «La sexualidad en la etiología de las neurosis» (1898a), sostendría que se torna lícito «res- ponsabilizar a nuestra civilización por la propagación de la neurastenia» {AE, 3, pág. 270). Sin embargo, en esos pri- meros escritos Freud no parece haber considerado que la represión era enteramente causada por influencias sociales externas. Aunque en los Tres ensayos de teoría sexual (1905í/) se refirió al «vínculo de oposición existente entre la cultura y el libre desarrollo de la sexualidad» (AE, 7, pág. 221), en otro lugar de la misma obra hacía el siguiente comentario acerca de los diques que se levantan contra la pulsión sexual durante el período de latencia: «En el niño civilizado se tiene la impresión de que el establecimiento de esos diques es obra de la educación, y sin duda alguna ella contribuye en mucho. Pero en realidad este desarrollo es de condicionamiento orgánico, fijado hereditariamente, y llegado el caso puede producirse sin ninguna ayuda de la educación» {ibid., pág. 161). La idea de que pudiera existir una «represión orgánica» que allanara el camino a la cultura (idea desarrollada en * {El título definitivo de la obra en inglés fue Civilization and its Discontents. Sobre la equiparación de los términos «civilización» y «cultura» por parte de Freud, véase El porvenir de una ilusión (1927c), supra, pág. 6.} 60 dos largas notas al pie al comienzo y al final del capítulo IV, infra, págs. 97-8 y 103-4, respectivamente) se remonta tam- bién a ese período inicial. En una carta a Fliess del 14 de noviembre de 1897, Freud escribía que a menudo había vislumbrado «que en la represión coopera algo orgánico» (Freud, 1950ü, Carta 75), AE, 1, pág. 310; y a conti- nuación sugería, tal como lo haría luego en dichas notas al pie, que la adopción de la postura erecta y el rem- plazo del olfato por la vista como sentido predominante fueron factores de importancia en la represión. Una alusión aún más temprana a lo mismo aparece en una carta del 11 de enero de 1897 (ibid.. Carta 55), AE, 1, pág. 282. Entre las obras publicadas, las únicas menciones a estos temas anteriores a la actual parecen ser un breve pasaje del aná- lisis del «Hombre de las Ratas» (1909¿), AE, 10, pág. 193, y otro más breve todavía en «Sobre la más genera- lizada degradación de la vida amorosa» (1912¿), AE, 11, pág. 182. En particular, no se halla ningún análisis de las fuentes interiores más profundas de la cultura en «La mo- ral sexual "cultural" y la nerviosidad moderna» (1908J) —con mucho, el examen más extenso de este tema que pue- de encontrarse en los escritos de Freud—, donde se recoge la impresión de que las restricciones propias de la cultura son impuestas desde afuera.^ Pero, en verdad, no le fue posible a Freud evaluar cla- ramente el papel cumplido en estas restricciones por las influencias interiores y exteriores, así como sus efectos re- cíprocos, hasta que sus investigaciones sobre la psicología del yo lo llevaron a establecer la hipótesis del superyó y su origen en las primeras relaciones objétales del individuo. Es por ello que un tramo tan extenso de la presente obra (en especial, en los capítulos VII y VIII) está dedicado a indagar y elucidar la naturaleza del sentimiento de culpa; y por ello también Freud declara su «propósito de situar al sentimiento de culpa como el problema más importante del desarrollo cultural» (pág. 130). A su vez, sobre esto se edifica la segunda de las principales cuestiones colaterales tratadas en este trabajo (si bien ninguna de ellas es, en rigor de verdad, una cuestión colateral): la de la pulsión de destrucción. 1 Se toca el tema en muchas otras obras, entre las cuales cabe men- cionar «Las resistencias contra el psicoanálisis» (1925^), AE, 19, págs. 232 y sigs., El porvenir de una ilusión (1927c), supra, págs. 7 y sigs., y ¿Por qué la guerra? (IS'i'ih), AE, 22, págs. 197-8. Véase, asimis- mo, la idea conexa de un «progreso en la espiritualidad» en Moisés y la nligií'm monotcísla ( 1 9 3 9 Í ; ) , AE, 23, págs, 108 y sigs, 61 La historia de los puntos de vista de Freud sobre la pul- sión agresiva o de destrucción es complicada, y aquí sólo se la puede reseñar de manera sumaria. En sus escritos inicia- les, la examinó predominantemente en el contexto del sa- dismo. Sus primeros análisis extensos del sadismo se hallan en Tres ensayos de teoría sexual (1905¿), donde aparece como una de las «pulsiones parciales» que componen la pulsión sexual. En el primero de los ensayos dice: «El sa- dismo respondería, entonces, a un componente agresivo de la pulsión sexual, componente que se ha vuelto autónomo, exagerado, elevado por desplazamiento al papel principal» (AE, 7, pág. 143). Sin embargo, en el segundo ensayo reconocía la primitiva independencia de las mociones agre- sivas: «Tenemos derecho a suponer que las mociones crue- les fluyen de fuentes en realidad independientes de la se- xualidad, pero que ambas pueden entrar en conexión tem- pranamente... » (ibid., pág. \Tjn.). Las fuentes indepen- dientes señaladas debían reconducirse a las pulsiones de autoconservación. En la edición de 1915 de los Tres ensayos se modificó este pasaje, consignando en su lugar que «la moción cruel proviene de la pulsión de apoderamiento» y eliminando la frase sobre su independencia respecto de la sexualidad. Pero ya en 1909, mientras libraba combate contra las teorías de Adler, Freud se había pronunciado de un modo mucho más terminante. En el caso del pequeño Hans (1909¿) se lee: «No puedo decidirme a admitir una pulsión particular de agresión junto a las pulsiones sexua- les y de autoconservación con que estamos familiarizados, y en un mismo plano con ellas» (AE, 10, pág. 112).' La hipótesis del narcisismo abonaba la renuencia a aceptar una pulsión agresiva independiente de la libido. Desde el co- mienzo se pensó que las mociones de agresividad, y tam- bién de odio, pertenecían a la pulsión de autoconserva- ción, y como esta era ahora subsumida en la libido, no hacía falta suponer ninguna pulsión agresiva independiente. Y ello pese a la bipolaridad de las relaciones objétales, las frecuentes mezclas de amor y odio y el complicado origen del odio mismo. (Cf. «Pulsiones y destinos.de pulsión» (1915c), AE, 14, págs. 132-3.) Hasta que Freud no esta- - En una nota al pie agregada en 1923, Freud introdujo las in evitables salvedades a este juicio. Desde la época en que lo formu- lara «me he visto obligado —escribe— a sostener la existencia de una "pulsión agresiva", pero es diferente de la de Adler. Prefiero denominarla "pulsión de destrucción" o "de muerte"». En verdad, lo postulado por Adler había tenido más bien la índole de una pulsión ár- autoafirmación. 62 bleció la hipótesis de una «pulsión de muerte» no salió a luz una pulsión agresiva realmente independiente; esto ocurrió en Más allá del principio de placer (1920g), en par- ticular en el capítulo VI {AE, 18, págs. 51-3), si bien cabe destacar que incluso en ese escrito y en otros posteriores —p. ej., en el capítulo IV de El yo y el ello (\923b)— la pulsión agresiva era aún algo secundario, que derivaba de la primaria pulsión de muerte, autodestructiva. Y lo mismo es válido para el presente trabajo —aunque aquí el énfasis recae mucho más en las manifestaciones exteriores de la pulsión de muerte— y para los subsiguientes exáme- nes del problema en la 32? de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a) y en diversos lugares de su Esquema del psicoanálisis (1940á). Resulta tentador, empero, citar un fragmento de una carta que dirigió Freud el 27 de mayo de 1937 a la princesa Marie Bonaparte,' en el que parece sugerir que, en sus orígenes, la agresivi- dad volcada hacia el mundo exterior poseía mayor indepen- dencia: «El vuelco de la pulsión agresiva hacia adentro es, desde luego, la contrapartida del vuelco de la libido hacia afuera, cuando esta pasa del yo a los objetos. Se podría imaginar un esquema según el cual originalmente, en los co- mienzos de la vida, toda la libido estaba dirigida hacia adentro y toda la agresividad hacia afuera, y que esto fue cambiando gradualmente en el curso de la vida. Pero quizás esto no sea cierto». Para ser justos debemos agregar que, en su siguiente carta a Marie Bonaparte, Freud le escribió: «Le ruego no adjudique demasiado valor a mis observacio- nes sobre la pulsión de destrucción. Fueron hechas en forma espontánea y tendrían que ser cuidadosamente sopesadas si se pensara en publicarlas. Además, contienen muy poco de nuevo». Por todo lo dicho, se apreciará enseguida que El malestar en la cultura es una obra cuyo interés rebasa considerable- mente a la sociología. James Strachey 3 Quien muy gentilmente nos ha permitido reproducirlo aquí. El fragmento aparece también en el «Apéndice A» de la biografía de Ernest Jones (1957, pág. 494, cita n° 33). Freud había considerado el tema en la sección VI de un trabajo escrito poco antes que esta carta, «Análisis terminable e interminable» (1937c), AE, 23, págs. 246-8. 63 Uno no puede apartar de sí la impresión de que los seres humanos suelen aplicar falsos raseros; poder, éxito y rique- za es lo que pretenden para sí y lo que admiran en otros, menospreciando los verdaderos valores de la vida. Mas en un juicio universal de esa índole, uno corre el peligro de olvidar la variedad del mundo humano y de su vida aní- mica. En efecto, hay hombres a quienes no les es dene- gada la veneración de sus contemporáneos, a pesar de que su grandeza descansa en cualidades y logros totalmente aje- nos a las metas e ideales de la multitud. Se tendería en- seguida a suponer que sólo una minoría reconoce a esos grandes hombres, en tanto la gran mayoría no quiere saber nada de ellos. Pero no se puede salir del paso tan fácil- mente; es que están de por medio los desacuerdos entre el pensar y el obrar de los seres humanos, así como el acuerdo múltiple de sus mociones de deseo. Uno de estos hombres eminentes me otorga el título de amigo en sus cartas. Yo le envié mi opúsculo que trata a la religión como una ilusión,^ y él respondió que compartía en un todo mi juicio acerca de la religión, pero lamentaba que yo no hubiera apreciado la fuente genuina de la reli- giosidad. Es —me decía— un sentimiento particular, que a él mismo no suele abandonarlo nunca, que le ha sido confirmado por muchos otros y se cree autorizado a supo- nerlo en millones de seres humanos. Un sentimiento que preferiría llamar sensación de «eternidad»; un sentimiento como de algo sin límites, sin barreras, por así decir «oceá- nico». Este sentimiento —proseguía— es un hecho pura- mente subjetivo, no un artículo de fe; de él no emana ninguna promesa de pervivencia personal, pero es la fuente de la energía religiosa que las diversas iglesias y sistemas de religión captan, orientan por determinados canales y, sin duda, también agotan. Sólo sobre la base de ese senti- miento oceánico es lícito llamarse religioso, aun cuando uno desautorice toda fe y toda ilusión. 1 ¡El porvenir de una ilusión (1927c), supra, págs. 1 y sigs.] 65 Esta manifestación de mi venerado amigo, que además ha hecho una ofrenda poética al ensalmo de esa ilusión,^ me deparó no pocas dificultades. Yo no puedo descubrir en mí mismo ese sentimiento «oceánico». No es cómodo ela- borar sentimientos en el crisol de la ciencia. Puede inten- tarse describir sus indicios fisiológicos. Donde esto no da resultado —me temo que el sentimiento oceánico habrá de hurtarse de semejante caracterización—, no queda otro re- curso que atenerse al contenido de representación que mejor se aparee asociativamente con tal sentimiento. Si he enten- dido bien a mi amigo, él quiere decir lo mismo que un original y muy excéntrico literato brinda como consuelo a su héroe frente a la muerte libremente elegida: «De este mundo no podemos caernos».' O sea, un sentimiento de la atadura indisoluble, de la copertenencia con el todo del mundo exterior. Me inclinaría a afirmar que para mí ese sentimiento tiene más bien el carácter de una visión inte- lectual, no despojada por cierto de un tono afectivo, pero de la índole que tampoco falta en otros actos de pensamien- to de parecido alcance. En mi persona no he podido con- vencerme de la naturaleza primaria de un sentimiento se- mejante; mas no por ello tengo derecho a impugnar su efectiva presencia en otros. Sólo cabe preguntar si se lo ha interpretado rectamente y si se lo debe admitir como «fons et origot> de todos los afanes religiosos. Nada que pudiera influir concluyentcmente en la solu- ción de este problema tengo para alegar. La idea de que el ser humano recibiría una noción de su nexo con el mundo circundante a través de un sentimiento inmediato dirigido ahí desde el comienzo mismo suena tan extraña, se entra- ma tan mal en el tejido de nuestra psicología, que parece justificada una derivación psicoanalítica, o sea genética, de un sentimiento como ese. Entonces, acude a nosotros la si- guiente ilación de pensamiento: Normalmente no tenemos más certeza que el sentimiento de nuestro sí-mismo, de nuestro yo propio.* Este yo nos aparece autónomo, unita- - [NJÍ