Esquema del Psicoanálisis (1938) - Freud PDF

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Universidad Austral Buenos Aires

1940

Sigmund Freud

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psicoanálisis psicología Sigmund Freud desarrollo psicológico

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Este documento resume el esquema del psicoanálisis de Sigmund Freud de 1940. Analiza el aparato psíquico, las pulsiones, el yo, el superyó y sus interrelaciones. Es un texto para estudiantes avanzados de psicología.

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Esquema del psicoanálisis (1940 ) Nota introductoria Abriss der Psychoanalyse Ediciones en alemán 1940 Int. Z. Psychoanal.-Imago, 25, n° 1, págs. 7-67. 1941 GW, 17, págs. 63-138. 1975 SA, «Erganzungsband» {Volumen complementario}, págs. 407-21. (Sólo el cap. VI: «Die psyc...

Esquema del psicoanálisis (1940 ) Nota introductoria Abriss der Psychoanalyse Ediciones en alemán 1940 Int. Z. Psychoanal.-Imago, 25, n° 1, págs. 7-67. 1941 GW, 17, págs. 63-138. 1975 SA, «Erganzungsband» {Volumen complementario}, págs. 407-21. (Sólo el cap. VI: «Die psychoanaly- tische Technik».) Traducciones en castellano * 1951 Esquema del psicoanálisis. RP, 8, n" 1, págs. 5-54. Traducción de Ludovico Rosenthal. 1955 Compendio del psicoanálisis. SR, 21, págs. 67-126. El mismo traductor. 1968 Igual título. BN (3 vols.), 3, págs. 392-440. 1968 Esquema del psicoanálisis. BN (3 vols.), 3, págs. 1009-62. Traducción de Ramón Rey-Ardid. !975 Compendio del psicoanálisis. BN (9 vols.), 9, págs. 3379-418. Cuando se publicó esta obra por primera vez, tanto la edición alemana como la versión inglesa """ incluyeron dos largos pasajes tomados de un trabajo fragmentario de Freud de la misma época, «Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis» (1940¿» ). En la edición alemana, es- tos pasajes aparecieron como nota al pie en el capítulo IV (cf. infra, pág. 156, «. 3), y en la inglesa, como un apén- dice. Poco después se publicó completo el fragmento del cual habían sido extraídos (cf. págs. 279 y sigs.), y conse- cuentemente la nota y el apéndice ya no se incluyeron en reimpresiones posteriores. * {Cf. la «Advertencia sobre la edición en castellano», supra, pág. xiii y «. 6.} ** {Publicada el mismo año (1940) en International ]ournal of Psychoanalysia, 31, n° 1, págs. 27-82.j 135 Por un infortunado descuido, el «Prólogo» del autor (pág. 139) fue omitido en la edición de las Gesammelte Werke, y por ende sólo se lo encontrará, en alemán, en Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse. Debe destacar- se que el volumen XVII de aquella colección, el prime- ro que vio la luz (en 1941), fue impreso simultáneamente con distinta portada y encuademación llevando como título Schriften aus dem Nachlass {Escritos postumos]. El manuscrito de este trabajo está redactado en forma inusualmente abreviada, en particular el capítulo III («El desarrollo de la función sexual», págs. 150 y sigs.), donde se omiten, por ejemplo, los artículos definidos e indefini- dos y gran cá'ntidad de verbos —podría decirse que su estilo es «telegráfico»—. Los directores de la edición alerqana in- forman que completaron estas abreviaturas; el sentido ge- neral no ofrece dudas, y aunque en algunos puntos ese com- pletamiento fue realizado con excesiva libertad, nos pareció que lo más simple era aceptarlo y traducir de la versión suministrada en las Gesammelte Werke. El autor no puso título a la parte I; los editores alemanes adoptaron para ella «Die Natur des Psychischen» {«La na- turaleza de lo psíquico»}, que es a su vez un subtítulo del ya citado trabajo «Algunas lecciones elementales sobre psi- coanálisis» (cf. infra, pág. 284). Para la presente edición se ha propuesto un título algo más general. Respecto de la fecha en que Freud comenzó a escribir el Esquema existen algunas opiniones antagónicas. Según Er- nest Jones (1957, pág. 255), lo hizo «durante el tiempo de espera en Viena», o sea, en abril o mayo de 1938. No obs- tante, en su página inicial el manuscrito está fechado el «22 de julio», lo cual da la razón a los editores alemanes cuando sostienen que la obra fue comenzada en julio de 1938 —va- le decir, poco después del arribo de Freud a Londres, en los primeros días de junio—. A principios de setiembre había escrito ya 63 páginas, cuando debió interrumpir su trabajo para someterse a una gravísima operación; y no volvió a retomarlo, aunque al poco tiempo dio comienzo a otra obra de divulgación («Algunas lecciones elementales sobre psicoanálisis») que también muy pronto debió dejar. Así pues, cabe considerar que el Esquema quedó incon- cluso, si bien no puede afirmarse sin más que sea incom- pleto. Cierto es que el último capítulo es más breve que los restantes, y bien podría habérselo continuado con el examen de temas tales como el sentimiento de culpa —ya tocado, 136 empero, en el capítulo VI—; no obstante, constituye un enigma saber hasta dónde y en qué dirección habría prose- guido Freud, ya que el programa trazado por él en el «Pró- logo» parece haberse cumplido en grado razonable. Dentro de la larga serie de obras de divulgación que es- cribió Freud, el Esquema presenta características singula- res. Las demás están destinadas, sin excepción, a exponer el psicoanálisis ante un público ajeno a este, un público con muy variados grados y tipos de aproximación general a la materia de la que trata Freud, pero siempre relativamente ignorante en ella. No es este el caso del Esquema. Resulta claro que no es una obra para novatos, sino más bien un «curso de repaso» para estudiantes avanzados. En todas sus partes supone que el lector está familiarizado no sólo con la concepción psicológica general de Freud sino con sus des- cubrimientos y teorías acerca de aspectos muy precisos. Por ejemplo, un par de brevísimas alusiones al papel que cum- plen las huellas mnémicas de las impresiones sensoriales de las palabras (págs. 160 y 201) serán apenas inteligibles pa- ra quien ignore ciertos difíciles razonamientos del capítulo final de La interpretación de los sueños [l9QQa) y de la última sección de «Lo inconciente» (1915e); y las exiguas consideraciones que se hacen en dos o tres lugares sobre la ideiitificación y su nexo con los objetos de amor abando- nados (págs. 193 y 207) implican conocer siquiera el ca- pítulo III de El yo y el ello {1923b). Pero para quienes ya se mueven a sus anchas entre los escritos de Freud, este trabajo constituirá un epílogo sumamente fascinante. Arroja nueva luz sobre todo aquello de que se ocupa —las teorías fundamentales o las más detalladas observaciones clínicas—, y todo lo examina empleando la terminología más reciente. Hay incluso indicios ocasionales de desarrollos completa- mente nuevos, en particular al final del capítulo VIII (págs. 203-6), donde recibe amplio tratamiento el problema de la escisión del yo y la desmentida de partes del mundo ex- terior, tal como lo ejemplifica el fetichismo. Esto nos muestra que a los 82 años Freud poseía todavía un don sorprendente para enfocar de manera renovada lo que podrían parecer temas trillados. Tal vez en ningún otro sitio alcanza su estilo un nivel más alto de compendiosidad y claridad. Por su tono expositivo, la obra nos trasmite una -sensación de libertad, que es quizá lo que cabía esperar de un maestro como él al presentar por última vez las ideas de las que fue creador. James Strachey 137 {Prólogo El propósito de este breve trabajo es reunir los princi- pios del psicoanálisis y exponerlos, por así decir, dogmáti- camente —de la manera más concisa y en los términos más inequívocos—, Su designio no es, desde luego, el de compeler a la creencia o el de provocar convicción. Las enseñanzas del psicoanálisis se basan en un número incalculable de observaciones y experiencias, y sólo quien haya repetido esas observaciones en sí mismo y en otros individuos está en condiciones de formarse un juicio propio sobre aquel. " {La presente versión de este prólogo ha sido tomada de la tra- ducción inglesa de la Standard Edition.} 139 Parte I. [La psique y sus operaciones] I. El aparato psíquico El psicoanálisis establece una premisa iundamental cuyo examen queda reservado al pensar filosófico y cuya justifi- cación reside en sus resultados. De lo que llamamos nuestra psique (vida anímica), nos son consabidos dos términos: en primer lugar, el órgano corporal y escenario de ella, el encéfalo (sistema nervioso) y, por otra parte, nuestros actos de conciencia, que son dados inmediatamente y que ninguna descripción nos podría trasmitir. No nos es consabido, en cambio, lo que haya en medio; no nos es dada una referencia directa entre ambos puntos terminales de nuestro saber. Si ella existiera, a lo sumo brindaría una localización precisa de los procesos de conciencia, sin contribuir en nada a su inteligencia. Nuestros dos supuestos se articulan con estos dos cabos o comienzos de nuestro saber. El primer supuesto atañe a la localización.^ Suponemos que la vida anímica es la función de un aparato al que atribuimos ser extenso en el espacio y estar compuesto por varias piezas; nos lo representamos, pues, semejante a un telescopio, un microscopio, o algo así. Si dejamos de lado cierta aproximación ya ensayada, el des- pliegue consecuente de esa representación es una novedad científica. Hemos llegado a tomar noticia de este aparato psíquico por el estudio del desarrollo individual del ser humano. Lla- mamos ello a la más antigua de estas provincias o instancias psíquicas: su contenido es todo lo heredado, lo que se trae con el nacimiento, lo establecido constitucionalmente; en es- pecial, entonces, las pulsiones que provienen de la organiza- ción corporal, que aquí [en el ello] encuentran una primera expresión psíquica, cuyas formas son desconocidas {no con- sabidas} para nosotros." Bajo el influjo del mundo exterior real-objetivo que nos circunda, una parte del ello ha experimentado un desarrollo 1 [El segundo se enuncia en pág. 156.] 2 Esta parte inás antigua del aparato psíquico sigue siendo la más importante durante toda la vida. En ella se inició también el trabajo de investigación del psicoanálisis. 143 particular; originariamente un estrato cortical dotado de los órganos para la recepción de estímulos y de los dispo- sitivos para la protección frente a estos, se ha establecido una organización particular que en lo sucesivo media entre el ello y el mundo exterior. A este distrito de nuestra vida anímica le damos el nombre de yo. Los caracteres principales del yo. A consecuencia del vínculo preformado entre percepción sensorial y acción muscular, el yo dispone respecto de los movimientos volunta- rios. Tiene la tarea de la autoconservación, y la cumple to- mando hacia afuera noticia de los estímulos, almacenando experiencias sobre ellos (en la memoria), evitando estímu- los hiperintensos (mediante la huida), enfrentando estí- mulos moderados (mediante la adaptación) y, por fin, aprendiendo a alterar el mundo exterior de una maneta acorde a fines para su ventaja (actividad); y hacia adentro, hacia el ello, ganando imperio sobre las exigencias pulsio- nales, decidiendo si debe consentírseles la satisfacción, des- plazando esta última a los tiempos y circunstancias favora- bles en el mundo exterior, o sofocando totalmente sus excitaciones. En su actividad es guiado por las noticias de las tensiones de estímulo presentes o registradas dentro de él: su elevación es sentida en general como un displacer, y su rebajamiento, como placer. No obstante, es probable que lo sentido como placer y displacer no sean las alturas abso- lutas de esta tensión de estímulo, sino algo en el ritmo de su alteración. El yo aspira al placer, quiere evitar el displacer. Un acrecentamiento esperado, previsto, de displacer es res- pondido con la señal de angustia; y su ocasión, amenace ella desde afuera o desde adentro, se llama peligro. De tiem- po en tiempo, el yo desata su conexión con el mundo ex- terior y se retira al estado del dormir, en el cual altera considerablemente su organización. Y del estado del dormir cabe inferir que esa organización consiste en una particular distribución de la energía anímica. Como precipitado del largo período de infancia durante el cual el ser humano en crecimiento vive en dependencia de sus padres, se forma dentro del yo una particular instancia en la que se prolonga el influjo de estos. Ha recibido el nombre de superyó. En la medida en que este superyó se separa del yo o se contrapone a él, es un tercer poder que el yo se ve precisado a tomar en cuenta. Así las cosas, una acción del yo es correcta cuando cumple al mismo tiempo los requerimientos del ello, del superyó y de la realidad objetiva, vale decir, cuando sabe reconciliar entre sí sus exigencias. Los detalles del vínculo entre yo y 144 superyó se vuelven por completo inteligibles reconduciéndo- los a la relación del niño con sus progenitores. Naturalmen- te, en el influjo de los progenitores no sólo es eficiente la índole personal de estos, sino también el influjo, por ellos propagado, de la tradición de la familia, la raza y el pueblo, así como los requerimientos del medio social respectivo, que ellos subrogan. De igual modo, en el curso del desarro- llo individual el superyó recoge aportes de posteriores con- tinuadores y personas sustitutivas de los progenitores, como pedagogos, arquetipos públicos, ideales venerados en la so- ciedad. Se ve que ello y superyó, a pesar de su diversidad fundamental, muestran una coincidencia en cuanto represen- tan {reprasentiercn} los influjos del pasado: el ello, los del pasado heredado; el superyó, en lo esencial, los del pasado asumido por otros. En tanto, el yo está comandado princi- palmente por lo que uno mismo ha vivenciado, vale decir, lo accidental y actual. Este esquema general del aparato psíquico habrá de con- siderarse válido también para los animales superiores, se- mejantes al hombre en lo anímico. Cabe suponer un superyó siempre que exista un período prolongado de dependencia infantil, como en el ser humano. Y es inevitable suponer una separación de yo y ello. La psicología animal no ha abordado todavía la interesante tarea que esto le plantea. 145 II. Doctrina de las pulsiones El poder del ello expresa el genuino propósito vital del individuo. Consiste en satisfacer sus necesidades congénitas. Un propósito de mantenerse con vida y protegerse de pe- ligros mediante la angustia no se puede atribuir al ello. Esa es la tarea del yo, quien también tiene que hallar la manera más favorable y menos peligrosa de satisfacción con mira- miento por el mundo exterior. Auncjue el superyó pueda im- poner necesidades nuevas, su principal operación sigue sien- do limitar las satisfacciones. Llamamos pulsiones a las fuerzas C]ue suponemos tras las tensiones de necesidad del ello. Representan [reprcisentie- ren) los requerimientos que hace el cuerpo a la vida aními- ca. Aunque causa tíltima de toda actividad, son de naturale- za conservadora; de todo estado alcanzado por un ser brota un afán por reproducir ese estado tan pronto se lo abando- nó. Se puede, pues, distinguir un número indeterminado de pulsiones, y así se acostumbra hacer. Para nosotros es sus- tantiva la posibilidad de que todas esas múltiples pulsiones se puedan reconducir a unas pocas pulsiones básicas. Hemos averiguado que las pulsiones pueden alterar su meta (por desplazamiento); también, que pueden sustituirse unas a otras al traspasar la energía de una pulsión sobre otra. Tras larga vacilación y oscilación, nos hemos resuelto a aceptar sólo dos pulsiones básicas: Bros y pulsión de destrucción. (La oposición entre pulsión de conservación de sí mismo y de conservación de la especie, así como la otra entre amor yoico y amor de objeto, se sitúan en el interior del Eros.) La meta de la primera es producir unidades cada vez más gran- des y, así, conservarlas, o sea, una ligazón {Bindung}; la meta de la otra es, al contrario, disolver nexos y, así, des- truir las cosas del mundo. Respecto de k pulsión de des- trucción, podemos pensar que aparece como su meta última trasportar lo vivo al estado inorgánico; por eso también la llamamos pulsión de muerte. Si suponemos que lo vivo ad- \'ino más tarde que Jo inerte y se generó desde esto, la pulsión de muerte responde a la fórmula consignada, a sa- ber, que una pulsión asDÍra al regreso a ufl estado anterior. 146 En cambio, no podemos aplicar a Eres (o pulsión de amor) esa fórmula. Ello presupondría que la sustancia viva fue otrora una unidad luego desgarrada y que ahora aspira a su íeunificación/ En las funciones biológicas, las dos pulsiones básicas producen efectos una contra la otra o se combinan entre sí. Así, el acto de comer es una destrucción del objeto con la meta última de la incorporación; el acto sexual, una agre- sión con el propósito de la unión más íntima, Esta acción conjugada y contraria de las dos pulsiones básicas produce toda la variedad de las manifestaciones de la vida. Y más allá del reino de lo vivo. Ja analogía de nuestras dos pulsio- nes básicas lleva a la pareja de contrarios atracción y re- pulsión, que gobierna en lo inorgánico.- Alteraciones en la proporción de mezcla de las pulsiones tienen las más palpables consecuencias. Un fuerte suple- mento de agresión sexual hace del amante un asesino con estupro; un intenso rebajamiento del factor agresivo lo vuelve timorato o impotente. Ni hablar de que se pueda circunscribir una u otra de las pulsiones básicas a una de las provincias anímicas. Se las tiene que topar poB doquier. Nos representamos un estado inicial de la siguiente manera: la íntegra energía disponible de Eros, que desde ahora llamaremos libido, está presente en el yo-ello todavía indiferenciado [cf. pág. ]48«.] y sirve para neutralizar las inclinaciones de destrucción simultánea- mente presentes. (Carecemos de un término análogo a «li- bido» para la energía de la pulsión de destrucción.) En pos- teriores estados nos resulta relativamente fácil perseguir los destinos de la libido; ello es más difícil respecto de la pulsión de destrucción. Mientras esta última produce efectos en lo interior como 1 Los poetas han fantaseado algo semejante; nada correspondiente nos es consabido desde la historia de la sustancia viva. [Indudable- mente, al decir esto Freud tenía presente, entre otros escritos, el Banquete de Platón, que ya había citado con un propósito análogo en Más allá del principio de placer (1920¿), AE, 18, págs. 56-7, y al que había aludido antes aún, en el primero de los Tres ensayos de teoría sexual (1905^), AE, 1, pág. 124.] " La figuración de las fuerzas fundamentales o pulsionales, contra la cual los analistas suelen revolverse todavía, era ya familiar al filó- sofo Empédocles de Acragas. [Freud examinó las teorías de Empé- docles con alguna extensión en «Análisis terminable e interminable» (1937Í:), infra, págs. 246 y sigs. Una referencia a las dos fuerzas que operan en la física aparece en su carta abierta a Einstein, ¿Por qué la guerra? (1933¿), AE, 22, pág. 193, así como también en la 32" de sus 'Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis {1933a), AE, 32, pág. 96,] 147 pulsión de muerte, permanece muda; sólo comparece ante nosotros cuando es vuelta hacia afuera como pulsión de des- trucción. Que esto acontezca parece una necesidad objetiva para la conservación del individuo. El sistema muscular sir- ve a esta derivación. Con la instalación del superyó, montos considerables de la pulsión de agresión son fijados en el interior del yo y allí ejercen efectos autodestructivos. Es uno de los peligros para su salud que el ser humano toma sobre sí en su camino de desarrollo cultural. Retener la agre- sión es en general insano, produce un efecto patógeno (mor- tificación) {Kránkung}:'' El tránsito de una agresión impe- dida hacia una destrucción de sí mismo por vuelta de la agresión hacia la persona propia suele ilustrarlo una persona en el ataque de furia, cuando se mesa los cabellos y se golpea el rostro con los puños, en todo lo cual es evidente que ella habría preferido infligir a otro ese tratamiento. Una parte de destrucción de sí permanece en lo interior, sean cuales fueren las circunstancias, hasta que al fin consigue matar al individuo, quizá sólo cuando la libido de este.se ha consumido o fijado de una manera desventajosa. Así, se puede conjeturar, en general, que el individuo muere a raíz de sus conflictos internos; la especie, en cambio, se extingue por su infructuosa lucha contra el mundo exterior, cuando este último ha cambiado de una manera tal que no son suficientes las adaptaciones adquiridas por aquella. Es difícil enunciar algo sobre el comportamiento de la li- bido dentro del ello y dentro del superyó. Todo cuanto sa- bemos acerca de esto se refiere al yo, en el cual se almacena inicialmente todo el monto disponible de libido. Llamamos narcisismo primario absoluto a ese estado. Dura hasta cjue el yo empieza a investir con libido las representaciones de objetos, a trasponer libido narcisista en libido de objeto. Durante toda la vida, el yo sigue siendo el gran reservorio desde el cual investiduras iibidinales son enviadas a los obje- tos y al interior del cual se las vuelve a retirar, tal como un cuerpo protoplasmático procede con sus sendópodos."* Sólo en el estado de un enamoramiento total se trasfiere sobre el objeto el monto principal de la libido, el objeto se pone {setzen sich) en cierta medida en el lugar del yo. Un carác- X 3 [Literalmente podría traducirse «lo enferma». Esto mismo, in- cluido el juego de palabras con «Kránkung», fue dicho por Frcud cuarenta y cinco afíos antes en su conferencia sobre la histeria (18936), AE, 3, pa'g. 38,] * [Se hallarán ciertas consideraciones mías sobre este pasaje y una parte de uno anterior (pág. 147) en el «Apéndice B» a El yo y el ello (19236), AE, 19, págs. 64-5.] 148 ter de importancia vital es h'.movilidad de la libido, la pres- teza con que ella traspasa de un objeto a otro objeto. En oposición a esto se sitúa la fijación de la libido en determi- nados objetos, que a menudo dura la vida entera. Es innegable que la libido tiene fuentes somáticas, y afluye al yo desde diversos órganos y partes del cuerpo. Esto se ve de la manera más nítida en aquel sector de la libido que, de acuerdo con su meta pulsional, se designa «excita- ción sexual». Entre los lugares del cuerpo de los que parte esa libido, los más destacados se señalan con el nombre de zonas eró genes, pero en verdad el cuerpo íntegro es una zona erógena tal. Lo mejor que sabemos sobre Eros, o sea sobre su exponente, la libido, se adquirió por el estudio de la fundón sexual, la cual en la concepción corriente —aunque no en nuestra teoría— se superpone con Eros. Pudimos formarnos una imagen del modo en que la aspira- ción sexual, que está destinada a influir de manera decisiva sobre nuestra vida, se desarrolla poco a poco desde las al- ternantes contribuciones de varias pulsiones parciales, sub- rogantes de determinadas zonas erógenas. 149 III. El desarrollo de la función sexual' Según la concepción corriente, la vida sexual humana con- sistiría, en lo esencial, en el afán de poner en contacto los genitales propios con ¿os de una persona del otro sexo. Besar, mirar y tocar ese cuerpo ajeno aparecen ahí como unos fenómenos concomitantes y unas acciones introducto- rias. Ese afán emergería con la pubertad —vale decir, a la edad de la madurez genésica— al servicio de la reproduc- ción. No obstante, siempre fueron notorios ciertos hechos que no calzaban en el marco estrecho de esta concepción: 1) Curiosamente, hay personas para quienes sólo indivi- duos del propio sexo y sus genitales poseen atracción. 2) Es también curioso cjue ciertas personas, cuyas apetencias se comportan en un todo como si fueran sexuales, prescinden por'completo de las partes genésicas o de su empleo nor- mal; a tales seres humanos se los llama «perversos». 3) Es llamativo, para concluir, que muchos niños, considerados por esta razón degenerados, muestren muy tempranamente un interés por sus genitales y por los signos de excitación de estos. Bien se comprende c]ue el psicoanálisis provocara escán- dalo y contradicción cuando, retomando en parte estos tres menospreciados hechos, contradijo todas las opiniones po- pulares sobre la sexualidad. Sus principales resultados son los siguientes: a. La vida sexual no comienza sólo con la pubertad, sino cjue se inicia enseguida después del nacimiento con nítidas exteriorizaciones. b. Es necesario distinguir de manera tajante entre los conceptos de «sexual» y de «genital». El primero es el más extenso, e incluye muchas actividades que nada tienen que ver con los genitales. c. La vida sexual incluye la función de la ganancia de placer a partir de zonas del cuerpo, función que es puesta ^ [En esta versión se han completado !as abreviaciones del original, Cf. mi «Nota introductoria», supra, pág. 136.] 150 con posterioridad {nachtraglich) al servicio de la reproduc- ción. Es frecuente que ambas funciones no lleguen a super- ponerse por completo. El principal interés se dirige, desde luego, a la primera tesis, de todas la más inesperada. Se ha demostrado que, a temprana edad, el niño da señales de una actividad corporal a la que sólo un antiguo prejuicio pudo rehusar el nombre de sexual, y a la que se conectan fenómenos psíquicos que hallamos más tarde en la vida amorosa adulta; por ejemplo, la fijación a deterininados objetos, los celos, etc. Pero se comprueba, además, que estos fenómenos, que emergen en la primera infancia responden a un desarrollo acorde a ley, tienen un acrecentamiento regular, alcanzando un punto culininante hacia el final del quinto año de vida, a lo que sigue un período de reposo. En el curso de este se detiene el progreso, mucho es desaprendido e involuciona. Trascu- rrido este período, llamado «de latencia», la vida sexual prosigue con la pubertad; podríamos decir: vuelve a aflo- rar. Aquí tropezamos con el hecho de una acometida en dos tiempos de la vida sexual, desconocida fuera del ser humano y que, evidentemente, es muy importante para la hominiza- ción.'"^ No es indiferente que los eventos de esta época tem- prana de la sexualidad sean víctima, salvo unos restos, de la amnesia infantil. Nuestras intuiciones sobre la etiología de las neurosis y nuestra técnica de terapia analítica se anudan a estas concepciones. El estudio de los procesos de desarro- llo de esa época temprana también ha brindado pruebas para otras tesis. El primer órgano que aparece como zona erógena y pro- pone al alma una exigencia libidinosa es, a partir del na- cimiento, la boca. Al comienzo, toda actividad anímica se - Véase la conjetura de que el hombre desciende de un mamífero que alcanzaba madurez sexual a los cinco años. Algún gran influjo exterior ejercido sobre la especie perturbó luego el desarrollo recti- líneo de la sexualidad. Acaso con ello se entramaron otras trasmu- daciones de la vida sexual del hombre, comparada con la del ani- mal; por ejemplo, la cancelación de la periodicidad de la libido y el recurso al papel de la menstruación en el vínculo entre los sexos. [Cf. Moisés y la religión monoteísta (1939¡Í), supra, pág. 72. — Fe- renczi (1913c) había sido el primero en sugerir años atrás un nexo entre el período de latencia y la época glacial. Freud se refirió a esto con gran cautela en El yo y el ello (1923^), AE, 19, pág. 37, y volvió a hacerlo, esta vez con mayor acuerdo, en Inhibición, síntoma y an- gustia (1926í¿), AE, 20, pág. 146. El problema del cese de la perio- dicidad de la función sexual fue analizado con detenimiento por Fíeud en dos notas a pie de página de El malestar en la cultura (1930«), AE, 21, págs. 97-8, y 102-4.] 151 acomoda de manera de procurar satisfacción a la necesidad de esta zona. Desde luego, ella sirve en primer término a la autoconservación por vía del alimento, pero no es lícito con- fundir fisiología con psicología. Muy temprano, en el chu- peteo en que el niño persevera obstinadamente se evidencia una necesidad de satisfacción que —si bien tiene por punto de partida la recepción de alimento y es incitada por esta— aspira a una ganancia de placer independiente de la nutri- ción, y que por eso puede y debe ser llamada sexual. Ya durante esta fase «oral» entran en escena, con la apari- ción de los dientes, unos impulsos sádicos aislados. Ello ocu- rre en medida mucho más vasta en la segunda fase, que llamamos «sádico-anal» porque aquí la satisfacción es bus- cada en la agresión y en la función excretoria. Fundamos nuestro derecho a anotar bajo el rótulo de la libido las as- piraciones agresivas en la concepción de que el sadismo es una mezcla pulsional de aspiraciones puramente libidino- sas con otras destructivas puras, una mezcla cjue desde entonces no se cancela más.^ La tercera fase es la llamada «fálica», que, por así decir como precursora, se asemeja ya en un todo a la plasmación última de la vida sexual. Es digno de señalarse que no de- sempeñan un papel aquí los genitales de ambos sexos, sino sólo el masculino (falo). Los genitales femeninos permane- cen por largo tiempo ignorados; el niño, en su intento de comprender-los procesos sexuales, rinde tributo a la vene- rable teoría de la cloaca, que tiene su justificación genética 4 Con la fase fálica, y en el trascurso de ella, la sexualidad dé la primera infancia alcanza su apogeo y se aproxima al sepultamiento. Desde entonces, varoncito y niña tendrán destinos separados. Ambos empezaron por poner su activi- dad intelectual al servicio de la investigación sexual, y ambos parten de la premisa de la presencia universal del pene. Pero ahora los caminos de los sexos se divorcian. El varoncito entra en la fase edípica, inicia el quehacer manual con el pene, junto a unas fantasías simultáneas sobre algún quehacer sexual de este pene en relación con la madre, has- '* Se plantea la cuestión de si la satisfacción de mociones pulsiona- les puramente destructivas puede ser sentida como placer, si ocurre una destrucción pura sin suplemento libidinoso. Ona satisfacción de la pulsión de muerte que ha permanecido en el interior del yo no parece arrojar sensaciones de placer, aunque el masoquismo consti- tuye una mezcla enteramente análoga al sadismo. '' Se suele afirmar la existencia de excitaciones vaginales tempra- nas, pero muy probablemente se trate de excitaciones en el clitoris, o sea, en un órgano análogo al pene, lo cual no suprime el derecho a llamar fálica a esta fase. 152 la que el efecto conjugado de una amenaza de castración y la visión de la falta de pene en la mujer le hacen experi- mentar el máximo trauma de su vida, iniciador del período de ktencia con todas sus consecuencias. La niña, tras el infructuoso intento de emparejarse al varón, vivencia el dis- cernimiento de su falta de pene o, mejor, de su inferioridad clitorídea, con duraderas consecuencias para el desarrollo del carácter; y a menudo, a raíz de este primer desengaño en la rivalidad, reacciona lisa y llanamente con un primer ex- trañamiento de la vida sexual. Se caería en un malentendido si se creyera que estas tres fases se relevan unas a otras de manera neta; una viene a agregarse a la otra, se superponen entre sí, coexisten juntas. En las fases tempranas, las diversas pulsiones parciales par- ten con recíproca independencia a la consecución de placer; en la fase fálica se tienen los comienzos de una organización que subordina las otras aspiraciones al primado de los geni- tales y significa el principio del ordenamiento de la aspira- ción general de placer dentro de la función sexual. La or- ganización plena sólo se alcanza en la pubertad, en una cuarta fase, «genital». Así queda establecido un estado en que: 1) se conservan muchas investiduras libidinales tem- pranas; 2) otras sen acogidas dentro de la función sexual como unos actos preparatorios, de apoyo, cuya satisfacción da por resultado el llamado «placer previo», y 3) otras as- piraciones son excluidas de la organización y son por com- pleto sofocadas (reprimidas) o bien experimentan una apli- cación diversa dentro del yo, forman rasgos de carácter, padecen sublimaciones con desplazamiento de meta. Este proceso no siempre se consuma de manera impeca- ble. Las inhibiciones en su desarrollo se presentan como las múltiples perturbaciones de la vida sexual. En tales ca- sos han preexistido fijaciones de la libido a estados de fases más tempranas, cuya aspiración, independiente de la meta sexual normal, es designada perversión. Una inhibición así del desarrollo es, por ejemplo, la homosexualidad cuan- do es manifiesta. El análisis demuestra que una ligazón de objeto homosexual preexistía en todos los casos y, en la mayoría, se conservó latente. Las constelaciones se com- plican por el hecho de que, en general, no es que los pro- cesos requeridos para producir el desenlace normal se con- sumen o estén ausentes a secas, sino que se consuman de manera parcial, de suerte que la plasmación final depende de estas relaciones cuantitativas. En tal caso, se alcanza, sí, la organización genital, pero debilitada en los sectores de libido que no acompañaron ese desarrollo y permanecieron 153 fijados a objetos y metas pregenitales. Ese debilitamiento se muestra en la inclinación de la libido a retroceder hasta las investiduras pregenitales anteriores [regresión) en caso de no satisfacción genital o de dificultades objetivas. Durante el estudio de las funciones sexuales pudimos ob- tener una primera y provisional convicción o, mejor dicho, una vislumbre de dos intelecciones que más tarde se reve- larán importantes por todo este ámbito. La primera, que los fenómenos normales y anormales que observamos (es decir, la fenomenología) demandan ser descritos desde el punto de vista de la dinámica y la economía (en nuestro caso, la distribución cuantitativa de la libido); y la segun- da, que la etiología de las perturbaciones por nosotros es- tudiadas se halla en la historia de desarrollo, o sea, en la primera infancia del individuo. 154 IV. Cualidades psíquicas Hemos descrito el edificio del aparato psíquico, las ener- gías o fuerzas activas en su interior, y con relación a un destacado ejemplo estudiamos el modo en que estas ener- gías, principalmente la libido, se organizan en una función fisiológica al servicio de la conservación de la especie. Pero nada de ello subrogaba el carácter enteramente peculiar de lo psíquico, prescindiendo, desde luego, del hecho empí- rico de que ese aparato y esas energías están en la base de las funciones que llamamos nuestra vida anímica. Ahora pa- samos a lo que es característico y único de eso psíquico, y aun, de acuerdo con una muy difundida opinión, coincide con lo psíquico por exclusión de lo otro. El punto de partida para esta indagación lo da el hecho de la conciencia, hecho sin parangón, que desafía todo in- tento de explicarlo y describirlo. Y, sin embargo, si uno habla de conciencia, sabe de manera inmediata y por su ex- periencia personal más genuina lo que se mienta con el'o.^ Muchos, situados tanto dentro de la ciencia como fuera de ella, se conforman con adoptar el supuesto de que la con- ciencia es, sólo ella, lo psíquico, y entonces en la psicología no resta por hacer más que distinguir en el interior de la fenomenología psíquica entre percepciones, sentimientos, procesos cognitivos y actos de voluntad. Ahora bien, hay general acuerdo en que estos procesos concientes no for- man unas series sin lagunas, cerradas en sí mismas, de suer- te que no habría otro expediente que adoptar el supuesto de unos procesos físicos o somáticos concomitantes de lo psíquico, a los que parece preciso atribuir una perfección mayor que a las series psíquicas, pues algunos de ellos tie- nen procesos concientes paralelos y otros no. Esto sugiere de una manera natural poner el acento, en psicología, sobre estos procesos somáticos, reconocer en ellos lo psíquico ge- nuino y buscar una apreciación diversa para los procesos concientes. Ahora bien, la mayoría de los filósofos, y mu- 1 ¡Una orientación extrema, como el conductismo nacido en Es- tados Unidos, cree poder edificar una psicología prescindiendo de este hecho básico! 155 chos otros aún, se revuelven contra esto y declaran que algo psíquico inconciente sería un contrasentido. Sin embargo, tal es la argumentación que el psicoanálisis se ve obligado a adoptar, y este es su segundo supuesto fundamental [cf. pág. 143]. Declara que esos procesos con- comitantes presuntamente somáticos son lo psíquico genui- no, y para hacerlo prescinde al comienzo de la cualidad de la conciencia. Y no está solo en esto. Muchos pensado- res, por ejemplo Theodor Lipps," han formulado lo mismo con iguales palabras, y el universal descontento con la con- cepción usual de lo psíquico ha traído por consecuencia que algún concepto de lo inconciente demandara, con urgencia cada vez mayor, ser acogido en el pensar psicológico, si bien lo consiguió de un modo tan impreciso e inasible que no pudo cobrar influjo alguno sobre la ciencia.^ No obstante que en esta diferencia entre el psicoanálisis y la filosofía pareciera tratarse sólo de un desdeñable pro- blema de definición sobre si el nombre de «psíquico» ha de darse a esto o a estotro, en realidad ese paso ha cobrado una significatividad enorme. Mientras que la psicología de la conciencia nunca salió de aquellas series lagunosas, que evidentemente dependen de otra cosa, la concepción se- gún la cual lo psíquico es en sí inconciente permite confi- gurar la psicología como una ciencia natural entre las otras. Los procesos de que se ocupa son en sí tan indiscernibles como los de otras ciencias, químicas o físicas, pero es po- sible establecer las leyes a que obedecen, perseguir sus víncu- los recíprocos y sus relaciones de dependencia sin dejar la- gunas por largos trechos —o sea, lo que se designa como entendimiento del ámbito de fenómenos naturales en cues- tión—. Para ello, no puede prescindir de nuevos supues- tos ni de la creación de conceptos nuevos, pero a estos no se los ha de menospreciar como testimonios de nuestra per- plejidad, sino que ha de estimárselos como enriquecimien- tos de la ciencia; poseen títulos para que se les otorgue, en calidad de aproximaciones, el mismo valor que a las corres- pondientes construcciones intelectuales auxiliares de otras ciencias naturales, y esperan ser modificados, rectificados y recibir una definición más fina mediante una experiencia acumulada y tamizada. Por tanto, concuerda en un todo 2 [Algunos comentarios sobre Lipps (1851-1914) y la relación que Freud mantuvo con él se brindan en mi «Introducción» al libro de este último sobre el chiste (1905Í:), AE, 8, págs. 4-5.] ^ [En la primera publicación alemana de esta obra (1940), se incorporó en este sitio una larga nota al pie. Cf. mi «Nota introduc- toria», supra, pág. 135.] 156 con nuestra expectativa que los conceptos fundamentales de la nueva ciencia, sus principios (pulsión, energía nerviosa, entre otros), permanezcan durante largo tiempo tan im- precisos como los de las ciencias más antiguas (fuerza, ma- sa, atracción). Todas las ciencias descansan en observaciones y expe- riencias mediadas por nuestro aparato psíquico; pero como nuestra ciencia tiene por objeto a ese aparato mismo, cesa la analogía. Hacemos nuestras observaciones por medio de ese mismo aparato de percepción, justamente con ayuda de las lagunas en el interior de lo psíquico, en la medida en que completamos lo fallante a través de unas inferencias evidentes y lo traducimos a material conciente. De tal suer- te, establecemos, por así decir, una serie complementaria conciente de lo psíquico inconciente. Sobre el carácter for- zoso de estas inferencias reposa la certeza 'Relativa de nues- tra ciencia psíquica. Quien profundice en este trabajo ha- llará que nuestra técnica resiste cualquier cjtítica. En el curso de ese trabajo se nos imponen los distingos que designamos como cualidades psíquicas. En cuanto a lo que llamamos «conciente», no hace falta que lo caracterice- mos; es lo mismo que la conciencia de los filósofos y de la opinión popular. Todo lo otro psíquico es para nosotros lo «inconciente». Enseguida nos vemos llevados a suponer dentro de eso inconciente una importante separación. Mu- chos procesos nos devienen con facilidad concientes, y si luego no lo son más, pueden devenirlo de nuevo sin difi- cultad; como se suele decir, pueden ser reproducidos o re- cordados. Esto nos avisa que la conciencia en general no es sino un estado en extremo pasajero. Lo que es conciente, lo es sólo por un momento. Si nuestras percepciones no corroboran esto, no es más que una contradicción aparente; se debe a que los estímulos de la percepción pueden durar un tiempo más largo, siendo así posible repetir la percep- ción de ellos. Todo este estado de cosas se vuelve más ní- tido en torno de la percepción conciente de nuestros pro- cesos cognitivos, que por cierto también perduran, pero de igual modo pueden discurrir en un instante. Entonces, pre- ferimos llamar «susceptible de conciencia» o preconciente a todo lo inconciente que se comporta de esa manera —o sea, que puede trocar con facilidad el estado inconciente por el estado conciente—. La experiencia nos ha enseñado que difícilmente exista un proceso psíquico, por compleja que sea su naturaleza, que no pueda permanecer en oca- siones preconciente aunque por regla general se adelante hasta la conciencia, como lo decimos en nuestra terminólo- 157 gía. Otros procesos psíquicos, otros contenidos, no tienen un acceso tan fácil al devenir-conciente, sino que es pre- ciso inferirlos de la manera descrita, colegirlos y traducirlos a expresión conciente. Para estos reservamos el nombre de «lo inconciente genuino». Así pues, hemos atribuido a los procesos psíquicos tres cualidades: ellos son concientes, preconcientes o inconcien- tes. La separación entre las tres clases de contenidos cjue llevan esas cualidades no es absoluta ni permanente. Lo que es preconciente deviene conciente, según vemos/sin nuestra colaboración; lo inconciente puede ser hecho con- ciente en virtud de nuestro empeño, a raíz de lo cual es posible que tengamos a menudo la sensación de haber ven- cido unas resistencias intensísimas. Cuando emprendemos este intento en otro individuo, no debemos olvidar que el llenado conciente de sus lagunas perceptivas, la construc- ción que le proporcionamos, no significa todavía que ha- yamos hecho conciente en él mismo el contenido inconcien- te en cuestión. Es que este contenido al comienzo está pre- sente en él en una fijación "* doble: una vez, dentro de la reconstrucción conciente que ha escuchado, y, además, en su estado inconciente originario. Luego, nuestro continua- do empeño consigue las más de las veces que eso incon- ciente le devenga conciente a él mismo, por obra de lo cual las dos fijaciones pasan a coincidir. La medida de nuestro empeño, según la cual estimamos nosotros la resistencia al devenir-conciente, es de magnitud variable en cada caso. Por ejemplo, lo que en el tratamiento analítico es el resultado de nuestro empeño puede acontecer también de una ma- nera espontánea, un contenido de ordinario inconciente pue- de mudarse en uno preconciente y luego devenir conciente, como en vasta escala sucede en estados psicóticós. De esto inferimos que el mantenimiento de ciertas resistencias in- ternas es una condición de la normalidad. Un relajamiento así de las resistencias, con el consecuente avance de un con- tenido inconciente, se produce de manera regular en el es- tado del dormir, con lo cual queda establecida la condición para que se formen sueños. A la inversa, un contenido pre- '' [«Fixierung»; la palabra es utilizada con el mismo sentido en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 532. Otras ve- ces, Freud emplea «Niederschrift» {«trascripción»}; por ejemplo, en «Lo inconciente» (1915?), AE, 14, pág. 170, y en una carta a Fliess del 6 de diciembre de 1896 (Freud, 1950a, Carta 52), AE, 1, pág. 274. Cabe destacar que en Moisés y la religión monoteísta {1939a), obra que acababa de terminar, usó varias veces «Fixierung» para denotar el registro de una tradición. Véase, verbigracia, supra, pág, 59.] 158 conciente puede ser temporariamente inaccesible, estar blo- queado por resistencias, como ocurre en el olvido pasajero (escaparse algo de la memoria), o aun cierto pensamiento preconciente puede ser trasladado temporariamente al esta- do inconciente, lo que parece ser la condición del chiste. Ve- remos que una mudanza hacia atrás como esta, de conte- nidos (o procesos) preconcientes al estado inconciente, de- sempeña un gran papel en la causación de perturbaciones neuróticas. Expuesta así, con esa generalidad y simplificación, la doc- trina de las tres cualidades de lo psíquico más parece una fuente de interminables confusiones que un aporte al escla- recimiento. Pero no se olvide que en verdad no es una teo- ría, sino una primera rendición de cuentas sobre los hechos de nuestras observaciones; ella se atiene con la mayor cer- canía posible a esos hechos, y no intenta explicarlos. Y aca- so las complicaciones que pone en descubierto permitan aprehender las particulares dificultades con que tiene que luchar nuestra investigación. Pero cabe conjeturar que esta doctrina se nos hará más familiar cuando estudiemos los vínculos que se averiguan entre las cualidades psíquicas y las provincias o instancias del aparato psíquico, por nos- otros supuestas. Es cierto que tampoco estos vínculos tie- nen nada de simples. El devenir-conciente se anuda, sobre todo, a las percep- ciones que nuestros órganos sensoriales obtienen del mun- do exterior. Para el abordaje tópico, por tanto, es un fenó- meno que sucede en el estrato cortical más exterior del yo. Es cierto que también recibimos noticias concientes del in- terior del cuerpo, los sentimientos, y aun ejercen estos un influjo más imperioso sobre nuestra vida anímica que las percepciones externas; además, bajo ciertas circunstancias, también los órganos de los sentidos brindan sentimientos, sensaciones de dolor, diversas de sus percepciones especí- ficas. Pero dado que estas sensaciones, como se las llama para distinguirlas de las percepciones concientes, parten también de los órganos terminales, y a todos estos los con- cebimos como prolongación, como unos emisarios del es- trato cortical, podemos mantener la afirmación anterior. La única diferencia sería que para los órganos terminales, en el caso de las sensaciones y sentimientos, el cuerpo mismo sustituiría al mundo exterior. Unos procesos concientes en la periferia del yo, e incon- ciente todo lo otro en el interior del yo: ese sería el más simple estado de cosas que deberíamos adoptar como su- puesto. Acaso sea la relación que efectivamente exista entre 159 los animales; en el hombre se agrega una complicación en virtud de la cual también procesos interiores del yo pueden adquirir la cualidad de la conciencia. Esto es obra de la función del lenguaje, que conecta con firmeza los conteni- dos del yo con restos mnémicos de las percepciones visua- les, pero, en particular, de las acústicas. A partir de ahí, la periferia percipíente del estrato cortical puede ser excitada desde adentro en un radio mucho mayor, pueden devenir concientes procesos internos, así como decursos de repre- sentación y procesos cognitivos, y es menester un disposi- tivo particular que diferencie entre ambas posibilidades, el llamado examen de realidad: La equiparación percepción = ^ realidad objetiva (mundo exterior) se ha vuelto cuestio- nable. Errores que ahora se producen con facilidad, y de ma- nera regular en el sueño, reciben el nombre de alucinaciones. El interior del yo, que abarca sobre todo los procesos cognitivos, tiene la cualidad de lo preconciente. Esta cua- lidad es característica del yo, le corresponde sólo a él. Sin embargo, no sería correcto hacer de la conexión con los restos mnémicos del lenguaje la condición del estado pre- conciente; antes bien, este es independiente de aquella, aun- que la presencia de esa conexión permite inferir con cer- teza la naturaleza preconciente del proceso. No obstante, el estado preconciente, singularizado por una parte en vir- tud de su acceso a la conciencia y, por la otra, merced a su enlace con los restos de lenguaje, es algo particular, cuya naturaleza estos dos caracteres no agotan. La prueba de ello es que grandes sectores del yo, sobre todo del superyó —al cual no se le puede cuestionar el carácter de lo preconcien- te—, las más de las veces permanecen inconcientes en el sentido fenomenológico. No sabemos por qué es preciso que sea así. Más adelante intentaremos abordar el problema de averiguar la efectiva naturaleza de lo preconciente. Lo inconciente es la cualidad que gobierna de manera exclusiva en el interior del ello. Ello e inconciente se co- pertenecen de manera tan íntima como yo y preconciente, y aun la relación es en el primer caso más excluyente aún. Una visión retrospectiva sobre la historia de desarrollo de la persona y su aparato psíquico nos permite comprobar un sustantivo distingo en el interior del ello. Sin duda que en el origen todo era ello; el yo Se ha desarrollado por el continuado influjo del mundo exterior sobre el ello. Du- rante ese largo desarrollo, ciertos contenidos del ello se mudaron al estado preconciente y así fueron recogidos en el yo. Otros permanecieron inmutados dentro del ello co- mo su núcleo, de difícil acceso. Pero en el curso de ese 160 desarrollo, el yo joven y endeble devuelve hacia airas, ha- cia el estado inconciente, ciertos contenidos cjuc ya había acogido, los abandona, y frente a muchas impresiones nue- vas que habría podido recoger se comporta de igual modo, de suerte que estas, rechazadas, sólo podrían dejar como secuela una huella en el ello. A este último sector del ello lo llamamos, por miramiento a su génesis, lo reprimido {esforzado al desalojo}. Importa poco que no siempre po- damos distinguir de manera tajante entre estas dos cate- gorías en el interior del ello. Coinciden, aproximadamente, con la separación entre lo congénito originario y lo adqui- rido en el curso del desarrollo yoico. Ahora bien, si nos hemos decidido a la descomposición tópica del aparato psíquico en yo y ello, con la cual corre paralelo el distingo de la cualidad de preconciente e incon- ciente, y hemos considerado esta cualidad sólo como un indicio del distingo, no como su esencia, ¿en qué consiste la naturaleza genuina del estado que se denuncia en el inte- rior del ello por la cualidad de lo inconciente, y en el inte- rior del yo por la de lo preconciente, y en qué consiste el distingo entre ambos? Pues bien; sobre eso nada sabemos, y desde el trasfon- do de esta ignorancia, envuelto en profundas tinieblas, nues- tras escasas intelecciones se recortan harto mezquinas. Nos hemos aproximado aquí al secreto de lo psíquico, en ver- dad todavía no revelado. Suponemos, según estamos habi- tuados a hacerlo por otras ciencias naturales, que en la vida anímica actúa una clase de energía, pero nos falta cualquier asidero para acercarnos a su conocimiento por analogía con otras formas de energía. Creemos discernir que la energía nerviosa o psíquica se presenta en dos formas, una liviana- mente móvil y una más bien ligada; hablamos de investi- duras y sobreinvestiduras de los contenidos, y aun aven- turamos la conjetura de que una «sobreinvestidura» esta- blece una suerte de síntesis de diversos procesos, en virtud de la cual la energía libre es traspuesta en energía ligada. Si bien no hemos avanzado más allá de ese punto, sostene- mos la opinión de que el distingo entre estado inconcien- te y preconciente se sitúa en constelaciones dinámicas de esa índole, lo cual permitiría entender que uno de ellos pueda ser trasportado al otro de manera espontánea o me- diante nuestra colaboración. Tras todas estas incertidumbres se asienta, empero, un hecho nuevo cuyo descubrimiento debemos a la investiga- ción psicoanalítica. Hemos averiguado que los procesos de lo inconciente o der'ello obedecen a leyes diversas que los 161 producidos en el interior del yo preconciente. A esas le- yes, en su totalidad, las llamamos proceso primario, por oposición al proceso secundario que regula los decursos en lo preconciente, en el yo. De este modo, pues, el estudio de las cualidades psíquicas no se habría revelado infecundo a la postre. 162 V. Un ejemolo: La interpretación de ios sueños La indagación de estados normales, estables, en los que las fronteras del yo respecto del ello están aseguradas me- diante resistencias (contrainvestiduras), en los que esas fronteras no se han movido y el superyó no se distingue del yo pues ambos trabajan de consuno, una indagación así, decimos, nos aportaría escaso esclarecimiento. Sólo podrán hacernos adelantar los estados de conflicto y de subleva- ción, cuando el contenido del ello inconciente tiene pers- pectivas de penetrar en la conciencia y el yo ha vuelto a ponerse en guardia contra su intrusión. Sólo bajo estas condiciones podemos hacer las observaciones que confir- men o rectifiquen nuestras noticias sobre ambos copartí- cipes. Ahora bien, un estado así es el dormir nocturno, y por eso mismo la actividad psíquica en el dormir, que per- cibimos como sueño, es nuestro objeto de estudio más pro- picio. Además, de ese modo evitamos el reproche, oído con tanta frecuencia, de que nosotros construiríamos la vida anímica normal siguiendo los hallazgos de la patolo- gía; en efecto, el sueño es un suceso regular en la vida de los seres humanos normales, aun cuando sus caracteres se puedan distinguir de las producciones de nuestra vida de vigilia. El sueño, como es de todos consabido, puede ser confuso, ininteligible, sin sentido alguno; llegado el caso, sus indicaciones contradicen todo nuestro saber de la rea- lidad, y nos comportamos como unos enfermos mentales, pues, mientras soñamos, atribuimos a los contenidos del sueño una realidad objetiva. Echamos a andar por el camino hacia el entendimiento («interpretación») del sueño si suponemos que aquello por nosotros recordado como sueño tras el despertar no es el proceso onírico efectivo y real, sino sólo una fachada tras la cual el sueño se oculta. Es nuestro distingo entre un contenido manifiesto del sueño y los pensamientos oní- ricos latentes. Y llamamos trabajo del sueño al proceso que de los segundos hace surgir el primero. El estudio del tra- bajo del sueño nos enseña, mediante un destacado ejemplo, cómo un material inconciente, un material originario y re- \63 primido, se impone al yo, deviene preconciente y en virtud de la revuelta del yo experimenta las alteraciones que co- nocemos como desfiguración onírica. Ninguno de los ca- racteres del sueño deja de hallar esclarecimiento de esta manera. Lo mejor es empezar comprobando que hay dos clases de ocasiones para Ja formación del sueño. O bien una moción pulsional de ordinario sofocada (un deseo incon- ciente) ha hallado mientras uno duerme la intensidad que le permite hacerse valer en el interior del yo, o bien una aspiración que quedó pendiente de la vida de vigilia, una ilación de pensamiento preconciente con todas las mocio- nes conflictivas que de ella dependen, ha hallado en el dormir un refuerzo por un elemento inconciente. Vale de- cir, sueños desde el ello o desde el yo. El mecanismo de la formación del sueño es para ambos casos el mismo, y también la condición dinámica es idéntica. El yo prueba su tardía génesis a partir del ello suspendiendo temporaria- mente sus funciones y permitiendo el regreso a un estado anterior. Esto acontece de la manera correcta cuando in- terrumpe sus vínculos con el mundo exterior y retira sus investiduras de los órganos de los sentidos. Uno puede de- cir, con derecho, que al nacer se ha engendrado una pul- sión a regresar a la vida intrauterina abandonada, una pulsión de dormir. El dormir es un regreso tal al seno materno. Como el yo de la vigilia gobierna la motilidad, esta función está paralizada en el estado del dormir y, por eso, se vuelven superfluas buena parte de las inhibi- ciones que pesaban sobre el ello inconciente. De esta ma- nera, el recogimiento o rebajamiento de esas «contrainves- tiduras» permite al ello una medida de libertad que ahora es inocua. Las pruebas de la participación del ello inconciente en la formación del sueño son abundantes y de fuerza de- mostrativa, a) La memoria del sueño es mucho más am- plia que la del estado de vigilia. El sueño trae recuerdos que el soñante ha olvidado y le eran-inasequibles en la vigiUa. b) El sueño usa sin restricción alguna unos sím- bolos lingüísticos cuyo significado el soñante la mayoría de las veces desconoce. Empero, mediante nuestra expe- riencia podemos corroborar su sentido. Es probable que provengan de fases anteriores del desarrollo del lenguaje. c) La memoria del sueño reproduce muy a menudo im- presiones de la primera infancia del soñante, de las cua- les podemos aseverar de manera precisa que no sólo han 164 sido olvidadas, sino que devinieron inconcientes por obra de la represión. Sobre esto se basa la ayuda, indispensable las más de las veces, que el sueño presta para reconstruir la primera infancia del soñante, cosa que nosotros inten- tamos en el tratamiento analítico de las neurosis, d) Ade- más, el sueño saca a la luz contenidos que no pueden pro- venir de la vida madura ni de la infancia olvidada del so- ñante. Nos vemos obligados a considerarlos parte de la herencia arcaica que el niño trae congenita al mundo, an- tes de cualquier experiencia propia, influido por el viven- ciar de los antepasados. Y luego hallamos el pendant de ese material filogenético en las sagas más antiguas de la humanidad y en las supervivencias de la costumbre. El sueño se erige así, respecto de la prehistoria humana, en una fuente no despreciable. Ahora bien, lo que vuelve al sueño tan inestimable para nuestra intelección es la circunstancia de que el material inconciente trae consigo, cuando penetra en el yo, sus mo- dalidades de trabajo. Esto quiere decir que los pensamien- tos preconcientes en los cuales halló su expresión son tra- tados, en el curso del trabajo del sueño, como si fueran sectores inconcientes del ello; y, en el otro caso de for- mación del sueño, los pensamientos preconcientes que con- siguieron un refuerzo de la moción pulsional inconciente son degradados al estado inconciente. Sólo por este ca- mino averiguamos las leyes del decurso en el interior de lo inconciente, y aquello que las distingue de las reglas, por nosotros consabidas, del pensar de vigilia. El trabajo del sueño es, pues, en lo esencial, un caso de elaboración inconciente de procesos de pensamiento preconcientes. Pa- ra tomar un símil de la historia: Los conquistadores que penetran con violencia en un país no lo tratan según el derecho que ahí encuentran, sino de acuerdo con el suyo propio. Sin embargo, el resultado del trabajo del sueño es inequívocamente un compromiso. En la desfiguración im- puesta al material inconciente y en los intentos, harto a menudo insuficientes, por dar al todo una forma todavía aceptable para el yo {elaboración secundaria), se discierne el influjo de la organización yoica aún no paralizada. Es, en nuestro símil, la expresión de la resistencia que signen ofreciendo los sometidos. Las layes del decurso en lo inconciente que de este mo- do salen a la luz son asaz raras y bastan para explicar la mayor parte de lo que en el sueño nos parece ajeno. Hay, sobre todo, una llamativa tendencia a la condensación, una inclinación a formar nuevas unidades con elementos que 165 en el pensar de vigilia habríamos mantenido sin duda se- parados. A consecuencia de ello, un único elemento del sueño manifiesto suele subrogar a todo un conjunto de pensamientos oníricos latentes como si fuera una alusión común a estos, y, en general, la extensión del sueño ma- nifiesto está extraordinariamente abreviada por compara- ción ai rico material del cual surgió. Otra propiedad del trabajo del sueño, no del todo independiente de la pri- mera, es la presteza para el desplazamiento de intensida- des psíquicas* (investiduras) de un elemento sobre otro, de suerte que a menudo en el sueño manifiesto un ele- mento aparece como el más nítido y, por ello, como el más importante, pese a que en los pensamientos oníricos era accesorio; y a la inversa, elementos esenciales de los pen- samientos oníricos son subrogados en el sueño manifiesto sólo por unos indicios mínimos. Además, al trabajo del sueño le bastan, las más de las veces, unas relaciones de comunidad harto ínfimas para sustituir un elemento por otro en todas las operaciones ulteriores. Bien se advierte cuánto habrán de difictiltar estos mecanismos de la con- densación y el desplazamiento la interpretación del sueño y el descubrimiento de los vínculos entre sueño manifies- to y pensamientos oníricos latentes. De la prueba de estas dos tendencias a la condensación y el desplazamiento, nues- tra teoría deduce que en el ello inconciente la energía se encuentra en un estado de movilidad más libre, y que al ello le importa, más que nada, la posibilidad de la des- carga para canúáaáes de excitación;'-' así, nuestra teoría emplea ambas propiedades para caracterizar el proceso pri- mario atribuido al ello. Por el estudio del trabajo del sueño hemos tomado no- ticia de muchas otras particularidades, tan asombrosas co- mo importantes, de los procesos que ocurren en el inte- rior de lo inconciente. Aquí hemos de mencionar sólo al- ' [Expresión utilizada a menudo por Freud desde las más tem- pranas épocas como equivalente de «energía psíquica». Véase mi «Apéndice» al primer trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1894a), AE, 3, págs. 66-7, y una nota mía a pie de página en «Sobre la sexualidad femenina» (1931¿), AE, 21, págs. 243-4.] ~ La analogía sería: Un suboficial ha recibido mudo una repri- menda de su jefe, tras lo cual se procura una salida a su ira en el primer soldado inocente que le sale al paso. [En esta persistencia del ello en descargar cantidades de excitación vemos una réplica exacta de lo que Freud, en su «Proyecto de psicología» de 1895 (1950a), AE, 1, pág. 340, había enunciado en términos cuasi-neuro- lógicos como el principio primordial de la actividad de las neuronas: «las neuronas procuran aliviarse de la cantidad».] 166 gunas. Las reglas decisorias de la lógica no tienen validez alguna en lo inconciente; se puede decir que es el reino de la alógica. Aspiraciones de metas contrapuestas coexisten lado a lado en lo inconciente sin mover a necesidad alguna de compensarlas. O bien no se influyen para nada entre sí, o, si ello ocurre, no se produce ninguna decisión, sino un compromiso que se vuelve disparatado por incluir juntos unos elementos inconciliables. Con esto se relaciona que los opuestos no se separen, sino que sean tratados como idén- ticos, de suerte que en el sueño manifiesto cada elemento puede significar también su contrario. Algunos lingüistas han discernido que en las lenguas más antiguas sucedía lo mismo, y opuestos como fuerte-débil, claro-oscuro, alto-pro- fundo se expresaban originariamente por medio de una mis- ma raíz, hasta que dos diversas modificaciones de la palabra primordial separaron entre sí ambos significados. Restos del doble sentido originario se conservarían en una lengua tan evolucionada como el latín, en el uso de «altus» («alto» y «profundo»), «sacer» («sagrado» e «impío»), etc.*^ En vista de la complicación y la multivocidad {Vieldeu- tigkeit; «indicación múltiple»} de los vínculos entre el sue- ño manifiesto y el contenido latente, que tras aquel yace, es desde luego legítimo preguntar por el camino siguiendo el cual se consigue derivar lo uno de lo otro, y si para esto sólo dependemos de la suerte que tengamos en colegirlo, apoyándonos acaso en la traducción de los símbolos que apa- recen en el sueño manifiesto. Se está autorizado a informar lo siguiente: En la gran mayoría de los casos esa tarea ad- mite solución satisfactoria, pero ello sólo con ayuda de las asociaciones que el soñante mismo brinde para los elemen- tos del contenido manifiesto. Cualquier otro procedimiento será arbitrario y no proporcionará seguridad alguna. Pues bien, las asociaciones del soñante traen a la luz los eslabo- nes intermedios que insertamos en las lagunas entre ambos [el contenido manifiesto y el latente] y con cuyo auxilio restablecemos el contenido latente del sueño, podemos «in- terpretar» el sueño. No es asombroso que en ocasiones este trabajo de interpretación, contrapuesto al trabajo del sueño, no alcance la certeza plena. Nos queda todavía por dar el esclarecimiento dinámico de la razón por la cual el yo durmiente asume la tarea del trabajo del sueño. Por suerte, es fácil descubrirlo. Todo sueño en tren de formación eleva al yo, con el auxilio de lo inconciente, una demanda de satisfacer una pulsión, si 2 [Cf, Moisés y la religión monoteísta (1939«), supra, pág. 117.] 167 proviene del ello; de solucionar un conflicto, cancelar una duda, establecer un designio, si proviene de un resto de actividad preconciente en la vida de vigilia. Ahora bien, el yo durmiente está acomodado para retener con firmeza el deseo de dormir, siente esa demanda como una perturba- ción y procura eliminarla. Y el yo lo consigue mediante un acto de aparente condescendencia, contraponiendo a la de- manda, para cancelarla, un cumplimiento de deseo que es inofensivo bajo esas circunstancias. Esta sustitución de la demanda por un cumplimiento de deseo constituye la ope- ración esencial del trabajo del sueño. Quizá no huelgue ilustrar esto con tres ejemplos simples: un sueño de hambre, uno de comodidad y uno de necesidad sexual. En el soñan- te, dormido, se anuncia una necesidad de comer, sueña con un soberbio banquete y sigue durmiendo. Desde luego, te- nía la opción entre despertarse para comer o continuar su dormir. Se decidió por esto último y satisfizo su hambre mediante el sueño. Al menos por un rato; si el hambre per- siste, no tendrá más remedio que despertar. El otro caso: el soñante {es médico y} debe despertar a fin de encon- trarfie en la clínica a cierta hora. Pero sigue durmiendo y sueña que ya está ahí, es verdad que como paciente, y en- tonces no necesita abandonar su lecho. O bien por la no- che se mueve en él la añoranza de gozar de un objeto sexual prohibido, la esposa de un amigo. Sueña que mantiene co- mercio sexual, no con esa persona, ciertamente, pero sí con otra que lleva igual nombre, por más que esta le resulta indiferente. O su revuelta se exterioriza en permanecer la amada en total anonimato. Desde luego que no todos los casos se presentan tan sim- ples; en particular, en los sueños que parten de restos diur- nos no tramitados y no han hecho sino procurarse en el es- tado del dormir un refuerzo inconciente, suele no ser fácil poner en descubierto la fuerza pulsional inconciente y su cumplimiento de deseo, pero es lícito suponer su presencia en todos los casos. La tesis de que el sueño es un cumpli- miento de deseo será recibida con incredulidad si se recuer- da cuántos sueños poseen un contenido directamente pe- noso o aun hacen que el soñante despierte presa de an- gustia, para no hablar de los tantísimos sueños que carecen de un tono de sentimiento definido. Pero la objeción del sueño de angustia no resiste al análisis. No se debe olvidar que el sueño es en todos los casos el resultado de un con- flicto, una suerte de formación de compromiso. Lo que para el ello inconciente es una satisfacción puede ser para el yo, y por eso mismo, ocasión de angustia. 168 Según ande el trabajo del sueño, unas veces lo incon- ciente se habrá abierto paso mejor, y otras el yo se habrá defendido con más energía. Los sueños de angustia son casi siempre aquellos cuyo contenido ha experimentado la des- figuración mínima. Si la demanda de lo inconciente se vuel- ve demasiado grande, a punto tal que el yo durmiente ya no sea capa2 de defenderse de ella con los medios de que dispone, este resignará el deseo de dormir y regresará a la vida despierta. Se dará razón de todas las experiencias di- ciendo que el sueño es siempre un intento de eliminar la perturbación del dormir por medio de un cumplimiento de deseo; que es, por tanto, el guardián del dormir. Ese in- tento puede lograrse de manera más o menos perfecta; tam- bién puede fracasar, y entonces el durmiente despierta, en apariencia por obra de ese mismo sueño. De igual modo, el valiente guardián nocturno cuya misión es velar por el reposo de la pequeña ciudad no tiene más remedio, en ciertas circunstancias, que armar alboroto y despertar a los ciudadanos que duermen. Para concluir estas elucidaciones, asentemos la comuni- cación que justificará el habernos demorado tanto en el pro- blema de la interpretación de los sueños. Ha resultado que los mecanismos inconcientes que hemos discernido merced al estudio del trabajo del sueño, y que nos explicaron la formación de este, permiten también inteligir las enigmáti- cas formaciones de síntoma en virtud de las cuales las neu- rosis y psicosis reclaman nuestro interés. Una coincidencia como esta no puede menos que despertar en nosotros gran- des esperanzas. 169 Parte II. La tarea práctica VI. La técnica psicoanalítica El sueño es, pues, una psicosis, con todos los despropó- sitos, formaciones delirantes y espejismos sensoriales que ella supone. Por cierto que una psicosis de duración breve, in- ofensiva, hasta encargada de una función útil; es introdu- cida con la aquiescencia de la persona, y un acto de su voluntad le pone término. Pero es, con todo, una psicosis, y de ella aprendemos que incluso una alteración tan pro- funda de la vida anímica puede ser deshecha, puede dejar sitio a la función normal. Así las cosas, ¿es osado esperar que haya de ser posible someter a nuestro influjo, y apor- tar curación, a las enfermedades espontáneas de la vida aní- mica, incluso las más temidas? Sabemos ya mucho para preparar esta empresa. Según nuestra premisa, el yo tiene la tarea de obedecer a sus tres vasallajes —de la realidad objetiva, del ello y del superyó— y mantener pese a todo su organización, afirmar su auto- nomía. La condición de los estados patológicos menciona- dos sólo puede consistir en un debilitamiento relativo o absoluto del yo, que le imposibilita cumplir sus tareas. El más duro reclamo para el yo es probablemente sofrenar las exigencias pulsionales del ello, para lo cual tiene que solventar grandes gastos de contrainvestiduras. Ahora bien, también la exigencia del superyó puede volverse tan intensa e implacable que el yo se quede como paralizado frente a sus otras tareas. En los conflictos económicos que de ahí resultan vislumbramos que a menudo ello y superyó hacen causa común contra el oprimido yo, quien para conservar su norma quiere aferrarse a la realidad objetiva. Si los dos primeros devienen demasiado fuertes, consiguen menguar y alterar la organización del yo hasta el punto de perturbar, o aun cancelar, su vínculo correcto con la realidad objetiva. Lo hemos visto en el caso del sueño; cuando el yo se desase de la realidad del mundo exterior, cae en la psicosis bajo el influjo del mundo interior. Sobre estas intelecciones fundamos nuestro plan terapéu- tico. El yo está debilitado por el conflicto interior, y nos- otros tenemos que acudir en su ayuda. Es como una guerra 173 civil destinada a ser resuelta mediante el auxilio de un alia- do de afuera. El médico analista y el yo debilitado del en- fermo, apuntalados en el mundo exterior objetivo {red}, deben.formar un bando contra los enemigos, las exigencias pulsionales del ello y las exigencias de conciencia moral del superyó. Celebramos un pacto {Vertrag; «contrato»). El yo enfermo nos promete la más cabal sinceridad, o sea, la disposición sobre todo el material que su percepción de sí mismo le brinde, y nosotros le aseguramos la más estricta discreción y ponemos a su servicio nuestra experiencia en la interpretación del material influido por lo inconciente. Nuestro saber debe remediar su no saber, debe devolver al yo del paciente el imperio sobre jurisdicciones perdidas de la vida anímica. En este pacto consiste la situación ana- lítica. Enseguida de dar este paso nos espera ya la primera desilusión, el primer llamado a la modestia. Para que el yo del enfermo sea un aliado valioso en nuestro trabajo común tiene que conservar, desafiando toda la apretura a que lo someten los poderes enemigos de él, cierto grado de coherencia, alguna intelección para las demandas de la realidad efectiva. Pero no se puede esperar eso del yo del psicótico, incapaz de cumplir un pacto así, y apenas de con- certarlo. Pronto habrá arrojado a nuestra persona y el auxi- lio que le ofrecemos a los sectores del mundo exterior que ya no significan nada para él. Discernimos, pues, que se nos impone la renuncia a ensayar nuestro plan curativo en el caso del psicótico. Y esa renuncia puede ser definitiva o sólo temporaria, hasta que hallemos otro plan más idóneo para él. Existe, sin embargo, otra clase de enfermos psíquicos, evidentemente muy próximos a los psicóticos: el enorme número de los neuróticos de padecimiento grave. Las con- diciones de la enfermedad, así como los mecanismos pató- genos, por fuerza serán en ellos los mismos o, al menos, muy semejantes. Pero su yo ha mostrado ser capaz de ma- yor resistencia, se ha desorganizado menos. Muchos de ellos pudieron afianzarse en la vida real a despecho de todos sus achacjues y de las insuficiencias por estos causadas. Acaso estos neuróticos se muestren prestos a aceptar nuestro au- xilio. A ellos limitaremos nuestro interés, y probaremos has- ta dónde, y por cuáles caminos, podemos «curarlos». Con los neuróticos, entonces, concertamos ac¡uel pacto: sinceridad cabal a cambio de una estricta discreción. Esto impresiona como si buscáramos la posición de un confesor profano. Pero la diferencia es grande, ya que no sólo que- 174 remos oír de él lo que sabe y esconde a los demás, sino que debe referirnos también lo que no sabe. Con este pro- pósito, le damos una definición más precisa de lo que en- tendemos por sinceridad. Lo comprometemos a observar la regla fundamental del psicoanálisis, que en el futuro debe {sallen} gobernar su conducta hacia nosotros. No sólo debe comunicarnos lo que él diga adrede y de buen grado, lo que le traiga alivio, como en una confesión, sino también todo lo otro que se ofrezca a su observación de sí, todo cuanto le acuda a la mente, aunque sea desagradable decirlo, aun- que le parezca sin importancia y hasta sin sentido. Si tras esta consigna consigue desarraigar su autocrítica, nos ofre- cerá una multitud de material, pensamientos, ocurrencias, recuerdos, que están ya bajo el influjo de lo inconciente, a menudo son sus directos retoños, y así nos permiten co- legir lo inconciente reprimido en él y, por medio de núes tra comunicación, ensanchar la noticia que su yo tiene so- bre su inconciente. Pero el papel de su yo no se limita a brindarnos, en obediencia pasiva, el materia] pedido y a dar crédito a nues- tra traducción de este. Nada de eso. Muchas otras cosas suceden; de ellas, algunas que podíamos prever y otras que por fuerza nos sorprenden. Lo más asombroso es que el paciente no se reduce a considerar al analista, a la luz de la realidad objetiva, como el auxiliador y consejero a quien además se retribuye por su tarea, y que de buena gana se conformaría con el papel, por ejemplo, de guía para una difícil excursión por la montaña; no, sino que ve en él un retorno —reencarnación— de una persona impor- tante de su infancia, de su pasado, y por eso trasfiere sobre él sentimientos y reacciones que sin duda se referían a ese arquetipo. Este hecho de la trasferencia pronto demues- tra ser un factor de insospechada significatividad: por un lado, un recurso auxiliar de valor insustituible; por el otro, una fuente de serios peligros. Esta trasferencia es ambi- valente, incluye actitudes positivas, tiernas; así como nega- tivas, hostiles, hacia el analista, quien por lo general es puesto en el lugar de un miembro de la pareja parental, el padre o la madre. Mientras es positiva nos presenta los mejores servicios. Altera la situación analítica entera, relega el propósito, acorde a la ratio, de sanar y librarse del pade- cimiento. En su lugar, entra en escena el propósito de agra- dar al analista, ganar su aprobación,. su anjor. Se convierte en el genuino resorte que pulsiona la colaboración del pa- ciente; el yo endeble deviene fuerte, bajo el influjo de ese propósito obtiene logros que de otro modo le habrían sido ly? imposibles, suspende sus síntomas, se pone sano en apa- riencia; sólo por amor al analista. Y este habrá de confe- sarse, abochornado, que inició una difícil empresa sin vis- lumbrar siquiera los extraordinarios y potentes recursos de que dispondría. La relación trasferencial conlleva, además, otras dos ven- tajas. Si el paciente pone al analista en el lugar de su padre (o de su madre), le otorga también el poder que su su- peryó ejerce sobre su yo, puesto que estos progenitores han sido el origen del superyó. Y entonces el nuevo superyó tiene oportunidad para una suerte de poseducación del neu- rótico, puede corregir desaciertos en que incurrieran los padres en su educación. Es verdad que cabe aquí la ad- vertencia de no abusar del nuevo influjo. Por tentador que pueda resultarle al analista convertirse en maestro, arque- tipo e ideal de otros, crear seres humanos a su imagen y semejanza, no tiene permitido olvidar que no es esta su ta- rea en la relación analítica, e incluso sería infiel a ella si se dejara arrastrar por su inclinación. No haría entonces sino repetir un error de los padres, que con su influjo aho- garon la independencia del niño, y sustituir aquel tempra- no vasallaje por uno nuevo.'Es que el analista debe, no obstante sus empeños por mejorar y educar, respetar la pe- culiaridad del paciente. La medida de influencia que haya de considerar legítima estará determinada por el grado de inhibición del desarrollo que halle en el paciente. Algunos neuróticos han permanecido tan infantiles que aun en el análisis sólo pueden ser tratados como unos niños. Otra ventaja de la trasferencia es que en ella el paciente escenifica ante nosotros, con plástica nitidez, un fragmento importante de su biografía, sobre el cual es probable que en otro caso nos hubiera dado insuficiente noticia. Por así de- cir, actúa [agieren] ante nosotros, en lugar de informarnos. Pasemos ahora al otro lado de la relación. Puesto que la trasferencia reproduce el vínculo con los padres, asume tam- bién su ambivalencia. Difícilmente se pueda evitar que la actitud positiva hacia el analista se trueque de golpe un día en la negativa, hostil. También esta es de ordinario una repetición del pasado. La obediencia al padre (si de este se trataba), el cortejamiento de su favor, arraigaba en un deseo erótico dirigido a su persona. En algún momento esa demanda esfuerza también para salir a la luz dentro de la trasferencia y reclama satisfacción. En la situación analítica sólo puede tropezar con una denegación. Víncu- los sexuales reales entre paciente y analista están excluidos, y aun las modalidades más finas de la satisfacción, como 176 la preferencia, la intimidad, etc., son consentidas por el analista sólo mezquinamente. Tal desaire es tomado como ocasión para aquella trasmudación; probablemente así ocu- rriera en la infancia del enfermo. Los resultados curativos producidos bajo el imperio de la trasferencia positiva están bajo sospecha de ser de na- turaleza sugestiva. Si la trasferencia negativa llega a preva- lecer, serán removidos como briznas por el viento. Uno re- para, espantado, en que fueron vanos todo el empeño y el trabajo anteriores. Y aun lo que se tenía derecho a con- siderar una ganancia duradera para el paciente, su inteli- gencia del psicoanálisis, su fe en la eficacia de este, han desaparecido de pronto. Se comporta como el niño que no posee juicio propio y cree a ciegas a quien cuenta con su amor, nunca al extraño. Es evidente que el peligro de este estado trasferencial consiste en que el paciente desconozca su naturaleza y lo considere como unas nuevas vivencias objetivas, en vez de espejamientos del pasado. Si él (o ella) registra la fuerte necesidad erótica que se esconde tras la trasferencia positiva, creerá haberse enamorado con pasión; si la trasferencia sufre un súbito vuelco, se considerará afrentado y desdeñado, odiará al analista como a su ene- migo y estará pronto a resignar el análisis. En ambos ca- sos extremos habrá olvidado el pacto que aceptó al comien- zo del tratamiento, se habrá vuelto inepto para proseguir el trabajo en común. El analista tiene la tarea de arrancar al paciente en cada caso de esa peligrosa ilusión, de mostrarle una y otra vez que es un espejismo del pasado lo que él considera una nueva vida real-objetiva. Y a fin de que no caiga en un estado que lo vuelva inaccesible a todo medio de prueba, uno procura que ni el enamoramiento ni la hos- tilidad alcancen una altura extrema. Se lo consigue si desde temprano se lo prepara para tales posibilidades y no se dejan pasar sus primeros indicios. Este cuidado en el ma- nejo de la trasferencia suele ser ricamente recompensado. Y si se logra, como las más de las veces ocurre, adoctrinar al paciente sobre la real y efectiva naturaleza de los fenó- menos trasferenciales, se habrá despojado a su resistencia de un arma poderosa y mudado peligros en ganancias, pues el paciente no olvida más lo que ha vivenciado dentro de las formas de la trasferencia, y tiene para él una fuerza de convencimiento mayor que todo lo adquirido de otra manera. Es muy indeseable para nosotros que el paciente, fuera de la trasferencia, actúe en lugar de recordar; la conducta ideal para nuestros fines sería que fuera del tratamiento él se comportara de la manera más normal posible y exte- 177 ricrizara sus reacciones anormales sólo dentro de la tras- ferencia. Nuestro camino para fortalecer al yo debilitado parte de la ampliación de su conocimiento de sí mismo. Sabemos que esto no es todo, pero es el primer paso. La pérdida de ese saber importa para el yo menoscabos de poder y de influjo, es el más palpable indicio de que está constreñido y estorbado por los reclamos del ello y del superyó. De tal suerte, la primera pieza de nuestro auxilio terapéutico es un trabajo intelectual y una exhortación al paciente pa- ra que colabore en él. Sabemos cjue esta primera actividad debe facilitarnos el camino hacia otra tarea, más difícil. Ni siquiera duíante la introducción debemos perder de vista la parte dinámica de esta última. En cuanto al material para nuestro trabajo, lo obtenemos de fuentes diversas: lo que sus comunicaciones y asociaciones libres nos significan, lo que nos muestra en sus trasferencias, lo que extraemos de la interpretación de sus sueños, lo que él deja traslucir por sus operaciones fallidas- Todo ello nos ayuda a esta- blecer unas construcciones sobre lo c¡ue le ha sucedido en el pasado y olvidó, así como sobre lo que ahora sucede en su interior y él no comprende. Y en esto, nunca omitimos mantener una diferenciación estricta entre nuestro saber y su saber. Evitamos comunicarle enseguida lo que hemos colegido a menudo desde muy temprano, o comunicarle to- do cuanto creemos haber colegido. Meditamos con cui- dado la elección del momento en que hemos de hacerlo consabedor de una de nuestras construcciones; aguardamos hasta que nos parezca oportuno hacerlo, lo cual no siem- pre es fácil decidirlo. Como regla, posponemos el comuni- car una construcción, dar el esclarecimiento, hasta que él mismo se haya aproximado tanto a este cjue sólo le reste un paso, aunque este paso es en verdad la síntesis decisiva. Si procediéramos de otro modo, si lo asaltáramos con nues- tras interpretaciones antes que él estuviera preparado, la comunicación sería infecunda o bien provocaría un violento estallido de resistencia, que estorbaría la continuación del trabajo o aun la haría peligrar. En cambio, si lo hemos preparado todo de manera correcta, a menudo conseguimos que el paciente corrobore inmediatamente nuestra cons- trucción y él mismo recuerde el hecho íntimo o externo ol- vidado. Y mientras más coincida la construcción con los detalles de lo olvidado, tanto más fácil será la aquiescencia del paciente. En tal caso, nuestro saber sobre esta pieza ha devenido también su saber. Con la mención de la resistencia hemos llegado a la se- 178 gunda parte, la más importante, de nuestra labor. Tenemos ya sabido que el yo se protege mediante unas contrainves- tiduras de la intrusión de elementos indeseados oriundos del ello inconciente y reprimido; que estas contrainvestiduras permanezcan intactas es una condición para la función nor- mal del yo. Ahora bien, mientras más constreñido se sienta el yo, más convulsivamente se aferrará, por así decir inti- midado, a esas contrainvestiduras a fin de proteger lo que le resta frente a ulteriores asaltos. Sucede que esa tendencia defensiva en modo alguno armoniza con los propósitos de nuestro tratamiento. Nosotros, al contrario, queremos que el yo, tras cobrar osadía por la seguridad de nuestra ayuda, arriesgue el ataque para reconquistar lo perdido. Y en este empeño registramos la intensidad de esas contrainvestidu- ras como unas resistencias a nuestro trabajo. El yo se ami- lana ante tales empresas, que parecen peligrosas y amena- zan con un displacer, y es preciso alentarlo y calmarlo de continuo para que no se nos rehuse. A esta resistencia, que persiste durante todo el tratamiento y se renueva a cada nuevo tramo del trabajo, la llamamos, no del todo correc- tamente, resistencia de represión. Como luego averiguare- mos, no es la única que nos aguarda. Es interesante que, en esta situación, la formación de los bandos en cierta me- dida se invierta: el yo se revuelve contra nuestra incitación, mientras que lo inconciente, de ordinario nuestro enemigo, nos presta auxilio, pues tiene una natural «pulsión emer- gente» {«Auftrieb»}, nada le es más caro que adelantarse al interior del yo y hasta la conciencia cruzando las fronteras que le son puestas. La lucha que se traba si alcanzamos nuestro propósito y podemos mover al yo para que venza sus resistencias se consuma bajo nuestra guía y con nues- tro auxilio. Su desenlace es indiferente: ya sea que el yo acepte tras nuevo examen una exigencia pulsional hasta en- tonces rechazada, o que vuelva a desestimarla {verwerfen}, esta vez de manera definitiva, en cualquiera de ambos ca- sos queda eliminado un peligro duradero, ampliada la ex- tensión del yo, y en lo sucesivo se torna innecesario un costoso gasto. Vencer las resistencias es la parte de nuestro trabajo que demanda el mayor tiempo y la máxima pena. Pero tam- bién es recompensada, pues produce una ventajosa altera- ción del yo, que se conserva independientemente del resul- tado de la trasferencia y se afirma en la vida. Y simultá- neamente hemos trabajado para eliminar aquella alteración del yo que se había producido bajo el influjo de lo incon- ciente, pues toda vez que pudimos pesquisar dentro del yo 179 los retoños de aquello, señalamos su origen ilegítimo e in- citamos al yo a desestimarlos. Recordemos que una precon- dición para nuestra operación terapéutica contractual era que esa alteración del yo debida a la intrusión de ele- mentos inconcientes no hubiera superado cierta medida. Mientras más progrese nuestro trabajo y a mayor pro- fundidad se plasme nuestra intelección de la vida anímica del neurótico, con nitidez tanto mayor se impondrán a nues- tro saber otros dos factores que reclaman la máxima aten- ción como fuentes de la resistencia. El enfermo los desco- noce por completo a ambos, y no pudieron ser tomados en cuenta cuando concertamos nuestro pacto; además, tampo- co tienen por punto de partida el yo del paciente. Se los puede reunir bajo el nombre común de «necesidad de estar enfermo o de padecer», pero son de origen diverso, si bien de naturaleza afín en lo demás. El primero de estos dos factores es el sentimiento de culpa o conciencia de culpa, como se lo llama, pese a que el enfermo no lo registra ni lo discierne. Es, evidentemente, la contribución que presta a la resistencia un superyó que ha devenido muy duro y cruel. El individuo no debe sanar, sino permanecer enfer- mo, pues no merece nada mejor. Es cierto que esta resis- tencia no perturba nuestro trabajo intelectual, pero sí lo vuelve ineficaz, y aun suele consentir que nosotros cancele- mos una forma del padecer neurótico pero está pronta a sustituirla enseguida por otra; llegado el caso, por una en- fermedad somática. Por otra parte, esta conciencia de culpa explica también la curación o mejoría de neurosis graves en virtud de infortunios reales, que en ocasiones se ha ob- servado; en efecto, sólo importa que uno se sienta mise- rable, no interesa de qué modo. Es muy asombrosa, pero también delatora, la resignación sin quejas con que tales personas suelen sobrellevar su duro destino. Para defen- dernos de esta resistencia, estamos limitados a hacerla con- ciente y al intento de desmontar poco a poco ese superyó hostil. Menos fácil es demostrar la existencia de la otra, para combatir la cual nos vemos con una particular deficiencia. Entre los neuróticos hay personas en quienes, a juzgar por todas sus reacciones, la pulsión de autoconservación ha ex- perimentado ni más ni menos que un tras-torno {Verkeh- rung). Parecen no perseguir otra cosa que dañarse y des- truirse a sí mismos. Quizá pertenezcan también a este grupo las personas que al fin perpetran realmente el suicidio. Su- ponemos que en ellas han sobrevenido vastas desmezclas de pulsión a consecuencia de las cuales se han liberado 180 cantidades hipertróficas de la pulsión de destrucción vuelta hacia adentro. Tales pacientes no pueden tolerar ser res- tablecidos por nuestro tratamiento, lo contrarían por todos los medios. Pero, lo confesamos, este es un caso que todavía no se ha conseguido esclarecer del todo. Volvamos a echar ahora una ojeada panorámica sobre la situación en que hemos entrado con nuestro intento de aportar auxilio al yo neurótico. Este yo no puede ya cum- plir las tareas que el mundo exterior, incluida la sociedad humana, le impone. No es dueño de todas sus experiencias, buena parte de su tesoro mnémico le es escamoteado. Su actividad está inhibida por unas rigurosas prohibiciones del superyó, su energía se consume en vanos intentos por de- fenderse de las exigencias del ello. Además, por las conti- nuas invasiones del ello, está dañado en su organización, escindido en el interior de sí; no produce ya ninguna sín- tesis en regla, está desgarrado por aspiraciones que se contrarían unas a otras, por confhctos no tramitados, dudas no resueltas. Al comienzo hacemos participar a este yo de- bilitado del paciente en un trabajo de interpretación pura- mente intelectual, que aspira a un llenado provisional de las lagunas dentro de sus dominios anímicos; hacemos que se nos trasfiera la autoridad de su superyó, lo alentamos a aceptar la lucha en torno de cada exigencia del ello y a vencer las resistencias que así se producen. Y al mismo tiem- po restablecemos el orden dentro de su yo pesquisando con- tenidos y aspiraciones que penetran desde lo inconciente, y despejando el terreno para la crítica por reconducción a su origen. En diversas funciones servimos al paciente como autoridad y sustituto de los progenitores, como maestro y educador, y habremos hecho lo mejor para él si, como analistas, elevamos los procesos psíquicos dentro de su yo al nivel normal, mudamos en preconciente lo devenido in- conciente y lo reprimido, y, de ese modo, reintegramos al yo lo que le es propio. Por el lado del paciente, actúan con eficacia en favor nuestro algunos factores ajustados a la ratio, como la necesidad de curarse motivada en su pade- cer y el interés intelectual que hemos podido despertarle hacia las doctrinas y revelaciones del psicoanálisis, pero, con fuerzas mucho más potentes, la trasferencia positiva con que nos solicita. Por otra parte, pugnan contra nosotros la trasferencia negativa, la resistencia de represión del yo (vale decir, su displacer de exponerse al difícil trabajo que se le propone), el sentimiento de culpa oriundo de la relación con el superyó y la necesidad de estar enfermo anclada en unas profundas alteraciones de su economía pulsional. De la par- ticipación de estos dos últimos factores depende que tilde- mos de leve o grave a nuestro caso. Independientes de estos, se pueden discernir algunos otros factores que intervienen en sentido favorable o desfavorable. Una cierta inercia psí- quica, una cierta pesantez en el movimiento de la libido, que no quiere abandonar sus fijaciones, no puede resultar- nos bienvenida; la aptitud de la persona para la sublimación pulsional desempeña un gran papel, lo mismo que su capa- cidad para elevarse sobre la vida pulsional grosera, y el poder relativo de sus funciones intelectuales. ' No nos desilusiona, sino que lo hallamos de todo punto concebible, arribar a la conclusión de que el desenlace final de la lucha que hemos emprendido depende de relaciones cuantitativas, del monto de energía que en el paciente po- damos movilizar en favor nuestro, comparado con la suma de energías de los poderes que ejercen su acción eficaz en contra. También aquí Dios está de parte de los batallones más fuertes; es verdad que no siempre triunfamos, pero al menos podemos discernir, la mayoría de las veces, por qué se nos negó la victoria. Quien haya seguido nuestras puntua- lizaciones sólo por interés terapéutico acaso nos dé la es- palda con menosprecio tras esta confesión nuestra. Pero la terapia nos ocupa aquí únicamente en la medida en que ella trabaja con medios psicológicos; por el momento no tenemos otros. Quizás el futuro nos enseñe a influir en forma directa, por medio de sustancias químicas específi- cas, sobre los volúmenes de energía y sus distribuciones dentro del aparato anímico. Puede que se abran para la te- rapia otras insospechadas posibilidades; por ahora no po- seemos nada mejor que la técnica, psicoanalítica, razón por la cual no se debería despreciarla a I pesar de sus limitaciones. 182 VIL Una muestra de trabajo psicoanalítico Nos hemos procurado una noticia general sobre el apara- to psíquico, sobre las partes, órganos^ instancias de que está compuesto, sobre las fuerzas eficaces en su interior, las funciones de que sus partes están encargadas. Las neurosis y psicosis son los estados en que se procuran expresión las perturbaciones funcionales del aparato. Escogimos las neu- rosis como nuestro objeto de estudio porque sólo ellas pa- recen asequibles a los métodos psicológicos de nuestra in- tervención. Mientras nos empeñamos en influir sobre ellas, recogemos las observaciones que nos proporcionan una ima- gen de su proceso y de las modalidades de su génesis. Encabecemos la exposición con uno de nuestros princi- pales resultados. Las neurosis no tienen (a diferencia, por ejemplo, de las enfermedades infecciosas) causas patógenas específicas. Sería ocioso buscar en ellas unos excitadores de la enfermedad. Mediante transiciones fluidas se conectan con la llamada «norma», y, por otra parte, es difícil que exista un estado reconocido como normal en que no se pu- dieran rastrear indicios de rasgos neuróticos. Los neuróticos conllevan más o menos las mismas disposiciones {constitu- cionales} que los otros seres humanos, vivencian lo mismo, las tareas que deben tramitar no son diversas. ¿Por qué, entonces, su vida es tanto peor y más difícil, y en ella sufren más sensaciones displacenteras, angustia y dolores? No necesitamos quedar debiendo la respuesta a estas preguntas. A unas disarmonías cuantitativas hay que impu- tar la insuficiencia y el padecer de los neuróticos. En efec- to, la causación de todas las plasmaciones de la vida humana ha de buscarse en la acción recíproca entre predisposiciones congénitas " y vivencias accidentales. Y bien; cierta pulsión puede ser constitucionalmente demasiado fuerte o dema- siado débil, cierta aptitud estar atrofiada o no haberse plas- mado en la vida de manera suficiente; y, por otra parte, las impresiones y vivencias externas pueden plantear a los se- " ' {«mitgebrachten Dispositionen»; véase nuestra nota al pie de la página 94,} 183 res humanos individuales demandas de diversa intensidad, y lo que la constitución de uno es capaz de dominar puede ser todavía para otro una tarea demasiado pesada. Estas diferencias cuantitativas condicionarán la diversidad del desenlace. Enseguida hemos de decirnos, sin embargo, que esta ex- plicación no es satisfactoria. Es excesivamente general, ex- plica demasiado. La indicada etiología vale para todos los casos de pena, miseria y parálisis anímicas, pero no todos esos estados pueden llamarse neuróticos. Las neurosis tie- nen caracteres específicos, son una miseria de índole par- ticular. Así, por fuerza esperaremos hallar para ellas utias causas específicas, o bien podemos formarnos la representa- ción de que entre las tareas que la vida anímica debe do- minar hay algunas en las que es fácil fracasar, de suerte que de esto derivaría la particularidad de los a menudo muy asombrosos fenómenos neuróticos, sin que nos viéramos precisados a retractarnos de nuestras aseveraciones anterio- res. Si es correcto que las neurosis no se distancian de la norma en nada esencial, su estudio promete brindarnos unos valiosos aportes para el conocimiento de esa norma. De tal modo, quizá descubramos los «puntos débiles» de toda orga- nización normal. La conjetura que acabamos de formular se confirma. Las experiencias analíticas nos enseñan que real y efectivamente existe una exigencia pulsional cuyo dominio en principio fracasa o se logra sólo de manera incompleta, y una época de la vida que cuenta de manera exclusiva o prevaleciente para la génesis de una neurosis. Estos dos factores, natura- leza pulsional

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