La Noche en que Frankenstein Leyó el Quijote (2012) PDF
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2012
Santiago Posteguillo
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This book explores the history of literature, delving into the lives of authors and the creation and organization of books, from ancient times to the present. It discusses the genesis and impacts of literature.
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¿Quién escribió las obras de Shakespeare? ¿Qué libro perseguía el KGB? ¿Qué novela ocultó Hitler? ¿Quién pensó en el orden alfabético para organizar los libros? ¿Qué autor burló al índice de libros prohibidos de la Inquisición? Estos y otros enigmas literarios encuentran respuesta en las páginas de...
¿Quién escribió las obras de Shakespeare? ¿Qué libro perseguía el KGB? ¿Qué novela ocultó Hitler? ¿Quién pensó en el orden alfabético para organizar los libros? ¿Qué autor burló al índice de libros prohibidos de la Inquisición? Estos y otros enigmas literarios encuentran respuesta en las páginas de La noche en que Frankenstein leyó el Quijote, un viaje en el tiempo por la historia de la literatura universal de la mano de Santiago Posteguillo, uno de los novelistas históricos más reconocidos por la crítica y el público de los últimos años. Y un profesor de literatura… poco convencional. www.lectulandia.com - Página 2 Santiago Posteguillo La noche en que Frankenstein leyó el Quijote La vida secreta de los libros ePUB v1.1 AlexAinhoa 27.11.12 www.lectulandia.com - Página 3 Título original: La noche en que Frankenstein leyó el Quijote © Santiago Posteguillo, 2012 © del diseño de la portada, Sandra Dios © de la imagen de la portada, Alejandro Colucci sobre una fotografía de Screen Prod / Photononstop / Contacto. Frankenstein is a trademark and copyright of Universal Studios. Licensed by Universal Studios Licensing LLC. All Rights Reserved Ilustraciones del interior: © alademosca Editor original: AlexAinhoa (v1.0 - v1.1) Corrección de erratas: Mística ePub base v2.1 www.lectulandia.com - Página 4 A las primeras lecturas de Elsa bajo la atenta mirada de Lisa. www.lectulandia.com - Página 5 Prólogo El anverso, la cara que todos ven de la literatura, son las novelas, los poemas o las obras de teatro representadas sobre un escenario. Eso es lo que se ve, lo que iluminan las luces de las librerías, lo que se anuncia en las páginas web de sus equivalentes virtuales en la red, lo que resplandece a las puertas de los grandes teatros, pero ¿qué hay detrás? La noche en que Frankenstein leyó el Quijote busca conducir al lector audaz más allá de la frontera que nos marcan las páginas de un libro, las palabras de un poema o las luces de una función. Éste es un pequeño gran viaje que pretende mostrar al lector aquello que se esconde detrás de los libros: los autores, sus vidas, sus caprichos, sus genialidades y, a veces, sus miserias, y también aquello que hay detrás de los libros mismos como objeto: ¿por qué hay libros anónimos?, ¿qué libro ponía nervioso al servicio secreto soviético?, ¿cuál era el escritor que inquietaba a la Gestapo?, ¿qué novela, que luego sería un gran éxito de ventas, fue rechazada por diferentes editores? Y es que un libro, desde que nace en la mente de un autor, de una autora, hasta que llega a las manos del público, pasa por decenas de pequeños momentos cargados de casualidad o inspiración, de felicidad y, con frecuencia, también de sufrimiento. Este volumen recrea algunos de esos instantes, destellos fugaces de grandes momentos de la historia de la literatura universal. Pero empecemos por el principio: por favor, hay muchísimos libros, decenas de miles, centenares de miles, millones de ellos, y se acumulan en las estanterías y se amontonan en todas las esquinas del despacho… ¿Cómo ordenarlos? Que venga alguien y, por favor, que ponga orden. Luego seguiremos. www.lectulandia.com - Página 6 ¿Quién inventó el orden alfabético? www.lectulandia.com - Página 7 Una persona entra en una librería. Va con prisa. Olvidó comprar un regalo para su pareja, pero sabe qué autor le gusta y qué novela de ese autor le falta. Sábado por la tarde. Ni un solo dependiente libre a quien consultar. Va a la sección de novela histórica. A, B, C, D, E… M. Ahí está. Ha sido rápido. Mientras nuestro amigo se dirige a la caja, bendice a quien fuera que inventara el orden alfabético. Va a llegar a su cita, va a tener el regalo perfecto, todo a tiempo. Y siempre gracias a esa magnífica ordenada sucesión de letras, aunque ya no piensa en ello. Una vez en la calle se cruza con montones de personas: todas van de un lado a otro, unos miran sus móviles, buscando en sus agendas electrónicas nombres de amigos, parientes, conocidos que el chip de su teléfono organiza por orden alfabético; el semáforo se pone en verde. Decenas de coches inmóviles, con sus matrículas de números y letras ordenadas por orden alfabético, le miran con sus faros mientras cruza la avenida; anhelan su propia luz verde para seguir sus infinitos trayectos. En una clínica un médico consulta en su ordenador una base de datos organizada por orden alfabético; en su casa, una señora, a quien el mundo digital pilló a contrapié, busca en las páginas amarillas la F para encontrar un fontanero. Hay invenciones geniales que por su uso común parece que estuvieron con nosotros desde siempre, pero no fue así. Nada ha surgido de la nada. Es sólo que en la ineludible vorágine del presente olvidamos nuestro pasado. Así, no sabemos quién inventó el fuego o quién diseñó un día la primera rueda. De igual forma podemos preguntarnos: ¿sabemos acaso quién inventó el orden alfabético, ese mismo orden sin el que no sabríamos identificar nuestros coches, organizar nuestras agendas electrónicas o encontrar una buena novela en una librería? Viajemos atrás en el tiempo, pues esta historia empezó hace muchos años. A mediados del siglo III a. C., el gran imperio de Alejandro Magno acaba de descomponerse en diferentes estados y a la cabeza de cada uno de esos nuevos reinos ha quedado uno de sus veteranos generales. Seleuco se quedó con Babilonia, Mesopotamia, Persia y Bactria; Antígono obtuvo el control de Frigia, Lidia, Caria, el Helesponto y parte de Siria; Lisímaco se quedó con Tracia, y Casandro con Macedonia; pero es el general Tolomeo quien nos interesa, pues él será quien gobierne a partir de entonces el legendario Egipto, desde el sur de Siria hasta los confines más recónditos del valle del Nilo. Las guerras de frontera, precisamente contra los otros generales del fallecido Alejandro, ahora convertidos en ambiciosos reyes, consumen las energías de Egipto, pero, aun así, Tolomeo I funda un nuevo edificio en Alejandría más allá de los intereses militares: una biblioteca. No tuvo tiempo de más. Teniendo en cuenta a sus belicosos vecinos, ya hizo mucho. Su hijo Tolomeo II le sucede en el trono, pero Tolomeo II no es el gran militar que fue su padre y pronto es derrotado en las fronteras del reino; Tolomeo II, rey faraón de Egipto, se concentra entonces en las grandes obras públicas en Alejandría: continúa www.lectulandia.com - Página 8 con la consolidación de la biblioteca y construye, en la isla de Faros, una gran torre con fuego en lo alto que servirá de guía a los barcos que llegan al gigantesco puerto de aquella emergente urbe del mundo antiguo. Eran barcos cargados con todo tipo de mercancías venidas desde todas las esquinas del Mediterráneo: aceite de la lejana Hispania, vino de la Galia, lana de Tarento… y entre todo lo que traían había cestos enormes repletos de rollos y más rollos de papiro con volúmenes de todo tipo: obras de teatro, poemas épicos, tratados de filosofía, medicina, matemáticas, retórica y cualquier rama del saber de la época. Se trataba de recopilar todo el conocimiento para constituir la mayor y mejor biblioteca del mundo, pero llegó un momento en que todos los funcionarios del nuevo edificio se vieron desbordados por la enorme cantidad de rollos que tenían y así se lo comunicaron a su rey. Fue entonces cuando Tolomeo II llamó a Zenodoto. —Necesito que te ocupes de la biblioteca —le dijo Tolomeo II. Zenodoto se sentía incómodo. Llevaba meses centrado en la recopilación de los viejos poemas de un tal Homero, un autor antiguo difícil de entender que empleaba palabras viejas olvidadas por todos, hasta el punto de que había ocupado las últimas semanas en escribir un detallado glosario que recopilara todos aquellos términos. —El rey faraón de Egipto tiene muchos servidores que pueden ocuparse de la biblioteca —respondió Zenodoto para intentar zafarse de un encargo que retrasaría en meses, quizá en años, el trabajo que llevaba entre manos y que le interesaba mucho más que ponerse a ordenar papiros. El rey faraón dador de Salud, Vida y Prosperidad, pues según la milenaria tradición ésos eran sus títulos en Egipto desde el tiempo de las pirámides, sonrió. Tolomeo II siempre fue paciente con Zenodoto. —Sólo te pido que vayas a ver la biblioteca. Entonces entenderás. Zenodoto no podía negarse. A fin de cuentas era el faraón quien financiaba sus trabajos. Así, a regañadientes, se encaminó hacia la vieja biblioteca. Nada más llegar empezó a entender: Tolomeo II había ampliado notablemente los edificios que su padre había dedicado a aquel centro del saber. Las dimensiones eran descomunales. Era evidente que nunca antes se había construido una biblioteca de esa envergadura, pero aquello carecía de importancia en comparación con lo que Zenodoto encontró en su interior: centenares de trabajadores llevaban miles de cestos repletos de rollos de papiro de un lugar a otro, distribuyéndolos según podían por las inmensas salas de aquella gigantesca obra. Había centenares de miles de rollos de papiro, quizá más de un millón. Incontables, inabarcables. Zenodoto comprendió al rey faraón. No había encontrado a nadie que ni tan siquiera pudiera haber intuido cómo ordenar todo aquello. Y ordenarlo era clave, pues una biblioteca no valía nada por el mero hecho de acumular centenares de miles de rollos si nadie era capaz de encontrar uno cuando alguien quisiera consultarlo. En las pequeñas bibliotecas griegas, donde se www.lectulandia.com - Página 9 acumulaban unos centenares de rollos, el veterano bibliotecario de cada lugar recordaba el sitio donde encontrar cualquier texto, pero allí aquello era absurdo. Nadie podía recordar tanto. Había que clasificar, como fuera; pero clasificar aquellas montañas de cestos llevaría años, siglos. Ni siquiera bastaría una vida. Zenodoto, no obstante, no era hombre de amilanarse con facilidad y puso los brazos en jarras. ¿Cómo ordenar aquel universo de palabras? Tenía que haber alguna forma. Zenodoto no durmió aquella noche. Se movió inquieto en la cama. Sólo soñaba con miles y miles de rollos en grandes colinas dispersas como túmulos fantasmagóricos. Se incorporó sobresaltado. Estaba sudando profusamente. Se levantó y echó agua fresca en un vaso de cerámica. De pronto tuvo un momento de iluminación. A la mañana siguiente fue a hablar con el rey. —Yo me haré cargo de la biblioteca —dijo, y Tolomeo II asintió satisfecho. Zenodoto regresó entonces a aquel imponente edificio y se situó en medio de todos aquellos rollos. En su mente recordaba su glosario de palabras antiguas de Homero: eran tantos los términos arcaicos que usaba aquel poeta que los había ordenado por grupos, los que empezaban por A todos juntos, luego los que empezaban por B y así sucesivamente. Al principio le pareció algo demasiado simple, pero pronto se dio cuenta de que aquello funcionaba muy bien para localizar una palabra sobre la que hubiera trabajado. Zenodoto, subido a una mesa que utilizó como improvisado estrado, habló alto y claro a los trabajadores de la gran Biblioteca de Alejandría. —Ordenaremos los rollos por orden alfabético según su autor. Todos le miraron asombrados. Y, al mismo tiempo, infinitamente aliviados. La tarea llevó meses, años, pero Zenodoto tuvo tiempo de ver en vida aquella inmensa biblioteca con todos los centenares de miles de rollos archivados y localizables y, además, tuvo tiempo de volver a trabajar sobre los poemas de Homero. Y así seguimos. Así que cuando busque un libro en una librería o el número de teléfono de un amigo en su agenda electrónica en el móvil, recuerde al bueno de Zenodoto. Se merece, cuando menos, un segundo de nuestra memoria. www.lectulandia.com - Página 10 Los vikingos y la literatura www.lectulandia.com - Página 11 Era el año 841 después de Cristo, aunque aquellos hombres rubios, altos y feroces nada sabían de Cristo. Sus más de sesenta barcos vikingos ascendían a buen ritmo por el río Liffey. Llegaron a la laguna negra, un remanso del río donde podrían atracar sus temidos drakkars. Aún no habían desembarcado y ya se oían los gritos de los pobladores de aquella tierra huyendo en busca de refugio en las torres que habían construido para resguardarse de aquellos ataques o para esconderse en el viejo monasterio. Nadie sabe a ciencia cierta el nombre del guerrero que comandaba aquella nueva expedición vikinga. Unos dicen que se llamaba Turgesius, otros que Gudfred y hay quien lo ha identificado como Thorgils, el hijo del rey noruego Haraldr Harfagri, es decir, Haraldr el del pelo rubio. Pero nadie sabe exactamente quién era el que comandaba a aquellos vikingos que descendían ya de sus barcos y que, para sorpresa de todos los que corrían en busca de refugio, no iban tras ellos. Eso les pareció extraño, pues les daba la oportunidad de esconderse. Lo que no sabían era que aquellos vikingos venidos de la remota Escandinavia no tenían prisa esta vez y por eso no los perseguían como en otras ocasiones. No, aquellos vikingos no habían venido a saquear y a secuestrar hombres, mujeres y niños. No. Aquella mañana habían venido para quedarse en la bahía y fundar una auténtica ciudad vikinga que el mundo luego conocería como Dubh Linn, es decir, «laguna negra» en gaélico, el Dublín del siglo XXI. Cuando uno piensa en la relación entre los vikingos y la literatura, lo primero que le viene a la mente son esas largas e intensas sagas nórdicas que, en el caso de la literatura inglesa, a través del poema Beowulf (el equivalente al Mio Cid en español), marcan el arranque de la literatura anglosajona. Luego Tolkien recurriría a estas sagas como base para recrear su magnífico mundo de la Tierra Media. Todo esto es cierto, pero los vikingos, aun sin saberlo, y sin pretenderlo, contribuyeron a la historia de la literatura no ya sólo inglesa sino universal con una acción que nadie pensó que podría ser tan importante: la conquista de Dublín. Y es que, con la llegada de los vikingos, la ciudad creció y se consolidó como un importante eje de comunicaciones marítimas y comerciales en el norte de Europa. Fue un renacer construido sobre mucha sangre inocente, sangre celta que, no obstante, se mezclaría finalmente con sangre vikinga y luego normanda. No sé si será esta mezcla de la imaginación celta con la pasión por las largas sagas de los vikingos lo que produjo el milagro, o si fue el clima eternamente lluvioso y melancólico, pero Dublín, aunque no se sepa demasiado, es una de las ciudades que más han aportado a la literatura. De hecho es Ciudad de la Literatura por la Unesco. ¿Y eso por qué? Porque pocas ciudades han dado a la literatura tantos maestros. Y si no, juzguen por ustedes mismos: Congreve o Sheridan, importantísimos dramaturgos del XVIII y el XIX eran de Dublín, como lo era también el autor, mucho más conocido, de Los viajes de Gulliver, Jonathan Swift, un ejemplo de sátira social demoledora. Y también nació en www.lectulandia.com - Página 12 Dublín el eterno e inigualable Oscar Wilde, cuyos rompedores epigramas, como «Puedo resistirlo todo menos la tentación» o «En los exámenes los estúpidos preguntan cosas que los sabios no pueden responder», nos resumen bien la filosofía del pueblo irlandés. Como se imaginarán, este segundo epigrama es muy popular entre los estudiantes universitarios, incluidos los míos. Pero hay mucho más en Dublín: ¿recuerdan el musical My Fair Lady, con Audrey Hepburn y Rex Harrison? Está basado en la obra Pigmalión de Bernard Shaw, otro dublinés que obtuvo el Premio Nobel en 1925, y el Oscar por el mejor guión adaptado en 1938 (cuando reescribió Pigmalión para una primera versión cinematográfica británica, preludio del musical My Fair Lady). Yo creo que con Swift, Wilde y Shaw, además de los mencionados anteriormente, cualquier ciudad merecería ya un lugar privilegiado en la historia de la literatura, pero a estos autores podemos añadir un siempre controvertido Samuel Beckett, que con su apuesta por el teatro del absurdo, con obras como Esperando a Godot, fue merecedor del Premio Nobel en 1969. Esto hace ya dos dublineses con el Premio Nobel de Literatura. Pero además, si uno pasea por la ciudad, no sólo puede ver dónde nació o vivió Wilde o visitar el más que interesante Writers’ Museum [Museo de los Escritores], sino que puede descubrir placas y estatuas repartidas por las calles que hacen referencia a la épica novela de James Joyce: Ulises. ¿Que dónde nació Joyce? En Dublín, por supuesto, donde se educó como escritor y hasta donde dio clases como profesor de lengua. Con Joyce tenemos otro autor internacional que añadir a la gran lista de la ciudad y que, aunque luego viviría fuera de Dublín, quedó literariamente atrapado en la capital irlandesa que le vio nacer, y siempre escribía sobre sus calles, sus esquinas, sus pubs, sus gentes. Y si no me creen relean otra de sus obras, Dublineses, cuyo título no deja lugar a dudas. John Huston hizo una magnífica adaptación al cine del último de los relatos de este libro, «Los muertos». Película memorable. Es cierto que Joyce es un autor difícil de leer y que es mucho mejor adentrarse en la literatura de escritores dublineses con las obras de Swift o Shaw o, por qué no, ya que hay tanta moda con las sagas vampíricas, releyendo el libro que lo inició todo: Drácula, de Bram Stoker. Un clásico que recreando leyendas centroeuropeas estableció, sin saberlo, todo un género con tantos hijos e hijas necesitados de sangre. Ya se imaginarán dónde nació Bram Stoker: sí, en efecto, en Dublín. De hecho, una novia de Wilde fue luego novia de Bram Stoker. Pero por si el listado aún no les parece suficientemente sorprendente tenemos otro premio Nobel, William Butler Yeats, el gran poeta de las leyendas irlandesas, quien, nacido también en Dublín, recibiría el máximo galardón de la Academia Sueca en 1923. Muy recientemente, en 2012, el grupo The Waterboys ha sacado un disco poniendo música a varios de sus poemas más populares. Personalmente me encanta el final de «La balada de Aengus, el errante», personaje de la mitología gaélica que busca sin descanso a su amada: www.lectulandia.com - Página 13 Y aunque he envejecido caminando por profundos valles y tierras montañosas encontraré donde ha ido ella y besaré sus labios y tocaré sus manos y caminaré por la hierba moteada y cogeré, hasta que el tiempo y los tiempos terminen, las plateadas manzanas de la luna, las doradas manzanas del sol. Pero la lista de escritores dublineses populares no es algo del pasado: Maeve Binchy, autora de bestsellers emotivos sobre el día a día de la gente corriente, lleva más de cuarenta millones de ejemplares vendidos. Y es que los libros forman parte integral de la vida irlandesa, ya sea porque el clima invita a recogerse temprano en casa y, al lado de un amigable fuego o un buen sistema de calefacción, pasar horas infinitas leyendo, o porque el interés por las buenas historias va en los genes descendientes de aquellos vikingos que gustaban de sagas interminables. En Dublín puedes encontrar librerías modernas, librerías antiguas, mercadillos de libros usados o bibliotecas absolutamente espectaculares. De hecho, cuando Hollywood buscaba en qué inspirarse para recrear la impactante biblioteca del mítico castillo de Hogwarts de la serie Harry Potter, encontraron la iluminación en la fastuosa biblioteca del Trinity College de Dublín. Nada más entrar en ella, el visitante tiene la sensación de estar en la catedral de las bibliotecas y de que en cualquier momento el adolescente Harry o el malvado Voldemort pueden sorprenderle emergiendo de cualquier pasillo. Visiten Dublín si pueden y, si no, viajen literariamente a ella por cualquiera de sus muchos caminos. Disfrutarán. Como no podía ser de otra forma, otra escritora dublinesa, Anne Enright, nos explica muy bien este matrimonio indisoluble (estamos en Irlanda) entre literatura y Dublín: «En otras ciudades, la gente inteligente sale y hace dinero. En Dublín, la gente inteligente se queda en casa y escribe libros.» www.lectulandia.com - Página 14 El autor secreto www.lectulandia.com - Página 15 Alguna ciudad de España. Año del Señor de 1553 Don Diego volvió a leer aquella misiva del rey. No, no había duda. No importaba que apenas hubiera regresado de su puesto de embajador en Roma: el emperador le conminaba a aceptar un nuevo cargo de forma inminente. Don Diego dejó la carta encima del escritorio y meditó en silencio. Al fin, tomó una decisión. Abrió un cajón, extrajo un montón de hojas escritas y las envolvió con cuidado en una piel de cuero para proteger aquellas páginas de la lluvia… y de las miradas indiscretas. Se levantó y llamó a uno de los sirvientes de la casa. —Mi capa —dijo y, en cuanto se la trajeron, don Diego Hurtado de Mendoza se embozó en ella y salió a la calle. Hacía frío y una lluvia fina descargaba con persistencia, aunque lo peor era el viento. Iba armado y era hombre resuelto, así que no le preocupaba que la noche se hubiera apoderado de la ciudad. Caminó así, oculto su rostro en el embozo de su capa. De esa forma se protegía de las inclemencias del tiempo y, a la vez, pasaba desapercibido ante algún otro caballero que debía de ir en busca de dama o que quizá acudía a algún duelo que no entendía ni de rayos ni de truenos. Llegado a las afueras de la población, se detuvo frente a una vieja casa que, por sus grietas en las paredes y lo desvencijado de su puerta, no parecía ser morada de nadie de renombre. Don Diego dio varios golpes en la madera con la palma de su mano fría y endurecida a fuerza de luchar en nombre del emperador Carlos V. Pasó el tiempo sin obtener respuesta. A fuerza de insistir en su llamada, se oyó una voz quebrada, de alguien viejo, que hablaba desde el interior. —¡Voto a Dios que no son horas! —decía la voz—. ¿Quién va? —¡Abrid en nombre del rey! —exclamó don Diego con el poderoso tono de quien está acostumbrado a mandar. La puerta se abrió y una nariz aguileña tras la que asomaban unos ojos inquietos apareció por el umbral. Como fuera que el viejo vio en aquel inoportuno visitante el porte de un caballero y que éste estaba solo, decidió hacerse a un lado y dejarle pasar, aunque, eso sí, siguió maldiciendo e imprecando a Nuestro Señor. —Voto a Dios que no es hora de visitas. —No es hora, en efecto —dijo don Diego sacudiéndose el agua de los hombros con su sombrero, pero, como hombre decidido que era y para quien el tiempo también apremiaba, sin dudarlo un ápice, sacó una bolsa de debajo de la capa y la arrojó al suelo. El peso del metal resonó en aquella estancia mal iluminada por la única vela que sostenía el viejo. Se terminaron las imprecaciones. La puerta se cerró, el viejo se agachó, cogió la bolsa y la llevó a una mesa donde había letras en moldes esparcidas por doquier. El viejo volcó el contenido de la bolsa y el oro resplandeció incluso en www.lectulandia.com - Página 16 aquella tenue luz temblorosa de la vela. —Esto es mucho dinero —dijo el viejo, veterano en encargos extraños pero, como siempre, desconfiado—. Nada bueno queréis. Don Diego sacó entonces el cuero que envolvía las páginas escritas y lo dejó también sobre la mesa. —Ese dinero es en pago por imprimir este libro. Veréis que soy hombre asaz generoso. El viejo ladeó la cabeza. —Eso depende del riesgo que entrañe imprimir aquello que me habéis traído. Sois caballero, pero tanto secreto y lo avanzado de la noche me hace presentir que de nada bueno se trata. —La hora en parte se debe a que he de marchar para Siena al amanecer. A ello me conmina nuestro rey y emperador. El dinero es porque quiero un buen trabajo y… bien, sí, para qué negarlo: algo de peligro hay en el encargo. —Pero entonces don Diego puso sobre la mesa una segunda bolsa de oro. El viejo miró la nueva bolsa y miró el cuero con el libro. —Aunque sean poemas del mismo diablo, mañana me pondré al trabajo —dijo el anciano acercando la luz a la segunda bolsa. —Poemas no son, pero espero que cumpláis vuestra palabra o por Dios que a mi regreso de Siena os he de encontrar y cobraros a palos la traición de no servirme bien en este encargo. Imprimid este libro y luego marchad de la ciudad. Si el trabajo se hace bien sabré de ello, pues sin duda las noticias llegarán hasta Siena. —Y don Diego dejó un tercer saco de monedas sobre la mesa—. Me consta que el negocio no os va bien, pero este extra es por las molestias de vuestro mudar de ciudad. El viejo tenía aquella imprenta heredada de su padre. Años atrás, recién nacida aquella invención de juntar palabras, todo fue bien, pero luego fueron tantas las imprentas que apenas había ya negocio para sobrevivir. Aquel encargo parecía como llegado del cielo; o del infierno, que a él tanto le daba. El viejo asintió y empezó a hojear las primeras páginas del libro. Don Diego no esperaba que hubiera ni ocasión ni necesidad de intercambiar más palabras, así que se encaminó hacia la puerta. —Hay un problema, caballero —añadió el viejo mientras don Diego atenazaba el tirador de la puerta. El caballero se detuvo y se volvió despacio. —¿Qué problema? —Aquí, en el libro, no figura autor alguno. Don Diego sonrió de forma siniestra. —No lo hay. Es un libro sin escritor ni noticia donde encontrarlo; y vos, amigo mío, vos no me habéis visto. —Y dio media vuelta, abrió la pesada puerta y se desvaneció en la noche de aquella ciudad mojada y oscura. www.lectulandia.com - Página 17 Roma. Año del Señor de 1555 El papa miraba por la ventana. El gran inquisidor insistía en aquel punto una y otra vez ante el silencio del pontífice. —Es imperativo que nos pongamos manos a la obra en este asunto de los libros, santísimo padre. —¿Qué asunto? —preguntó el papa Julio III con aire distraído. El gran inquisidor sonrió para ocultar en aquella mueca falsa su rabia. Aquel maldito papa sólo pensaba en Inocencio, el niño que había adoptado de la calle y que se había atrevido a nombrar cardenal pese a ser medio analfabeto para sonroja de todos. El inquisidor sabía que necesitaban otro papa, pero, de momento, el asunto de los libros apremiaba y algo debía hacerse a la espera de encontrar el sustituto adecuado para aquel inútil. —Se trata del índice de libros, el Index librorum prohibitorum, santísimo padre. Los herejes cada vez publican más libros con esa máquina infernal de la imprenta y no sólo ellos, sino que hasta desde reinos bien fieles como España se imprimen libros libidinosos o con críticas manifiestas contra el clero. —¿Desde España? —preguntó el papa algo sorprendido. La verdad es que no había escuchado demasiado nada de lo que había dicho su interlocutor aquella mañana. —Sí, santidad —continuó el inquisidor, convencido de que se estaba ganando el cielo a base de ejercitar una paciencia infinita—. En España mismo se ha publicado, por ejemplo, ese insultante Lazarillo de Tormes, donde se hace mofa de todo y de todos —y el inquisidor iba tornándose rojo a cada palabra, a cada sílaba—, y en particular hace burla de clérigos y arciprestes y hasta de las mismísimas bulas papales con un escarnio tan impertinente como sacrílego que no podemos, que no debemos tolerar. —El Lazarillo de Tormes —repitió su santidad—. ¿Tan popular se ha hecho ese libro? —Hasta cuatro impresiones diferentes hemos detectado el año pasado entre Amberes, Burgos, Medina del Campo y Alcalá. Hay que detener libros como éste, santidad; hay que prohibirlos y quemarlos y alejar a los pecadores de ellos. —Supongo que tenéis razón —respondió el papa al tiempo que bajaba la cabeza pensativo; hasta que, de pronto, parpadeó y, con curiosidad, preguntó—: ¿Y quién ha escrito ese libro? El gran inquisidor, que había empezado a dibujar un semblante de satisfacción al obtener el permiso de su santidad para iniciar el proceso de creación del Índice de libros prohibidos, dejó de sonreír. —No lo sabemos. —Y el inquisidor hizo una breve pausa—. No lo sabemos aún, www.lectulandia.com - Página 18 santidad, pero lo averiguaremos. Apenas cuatro años después, en 1559, el Index librorum prohibitorum fue oficial. En él ingresó el Lazarillo de Tormes; sin embargo, pese a todos los intentos de la Sagrada Inquisición, cuatrocientos cincuenta y tres años más tarde, seguimos sin saber quién fue su autor. Tras los inquisidores, con un espíritu opuesto, cargados de nobleza y ansia investigadora, llegaron los grandes estudios sobre literatura de los siglos XIX, XX y XXI y sus conclusiones: la atribución de la autoría del Lazarillo de Tormes a don Diego Hurtado de Mendoza parece ser una de las que mayores seguidores y pruebas tiene, y, en consecuencia, así lo he recreado en los párrafos iniciales de este capítulo. No obstante, además de don Diego Hurtado de Mendoza, se ha considerado que el Lazarillo quizá pudo ser obra de un secretario erasmista del emperador Carlos V, o del mismísimo Fernando de Rojas, autor de La Celestina; o quizá del jerónimo fray Juan de Ortega o de Sebastián de Horozco o del dramaturgo Lope de Rueda o de Juan Maldonado, Gonzalo Pérez, Bartolomé Torres Naharro o hasta del humanista Luis Vives. La lista de posibles autores es casi interminable. Siempre pensé que el que no se conociera quién es el autor de esta novela era una derrota de la literatura, pero cuando pienso en el gran inquisidor comprendo que el anonimato eterno de aquel escritor es, en realidad, una de las grandes victorias de la literatura universal. www.lectulandia.com - Página 19 ¿Escribió Shakespeare las obras de Shakespeare? www.lectulandia.com - Página 20 30 de mayo de 1593. Una posada en Deptford, junto al Támesis, a dieciséis millas de Londres. Cuatro hombres comparten una cena. La cerveza ha sido abundante. Sin embargo hay pocas risas. Los hombres hablan en voz baja. De pronto uno se levanta alterado. —Prometiste que pagaríais vosotros. —Siéntate, Marlowe, por Dios —le responde Ingram, uno de sus compañeros, cogiéndole del brazo, pero Marlowe está fuera de sí. Ya entró nervioso en la taberna y a cada cerveza se había puesto más irascible aún. —¡Malditos miserables! ¡Malditos mentirosos! —les espeta Marlowe con agresividad. Robert y Nicholas cogen entonces a Marlowe por los brazos, mientras que Eleanor Bull, la viuda dueña del alojamiento, desciende a toda prisa desde el piso superior. Marlowe se zafa del abrazo de sus compañeros y esgrime una daga ante el perplejo rostro de su amigo Ingram. —¡Sois todos unos traidores y pagaréis por ello como pagaréis esta maldita cuenta! —insiste un Marlowe fuera de sí. Ninguno parece entender por qué Marlowe reacciona con esa violencia. —¡Señores, ésta es una casa honrada! —exclama Eleanor Bull aterrorizada, pero ya es tarde para todo. Marlowe, borracho, embiste a Ingram con su daga. Ingram, no obstante, ha estado en mil reyertas de taberna: coge la muñeca de Marlowe, la retuerce y el puñal desaparece de la vista de todos. Lo siguiente que se oye es el grito de agonía de Marlowe a la vez que un gran charco de sangre empieza a salpicarlo todo. En ese momento se abre la puerta. Danby, el juez de la reina, de paso por Deptford, ha oído los gritos de la lucha y entra en el comedor. —En nombre de la reina, ¿qué ocurre aquí? Y todo se detiene. A los pocos minutos, el cuerpo sin vida de Christopher Marlowe, poeta y autor de teatro isabelino, es puesto en una carreta acompañando al cadáver de un recién ahorcado. Eleanor Bull y otros testigos están declarando. Ingram es detenido por posible asesinato. Danby parte hacia Londres custodiando a Ingram y se adelanta al grupo de sus hombres que conducen la carreta con los cuerpos sin vida de aquellos miserables. El carromato, más despacio, con Robert y Nicholas velando al fallecido Marlowe, cruza Deptford con los dos cadáveres, el de Marlowe y el del ahorcado. Justo a la salida del pueblo, el cuerpo sin vida de Christopher Marlowe abre los ojos y se sienta. —¿Qué mierda roja es ésta? —pregunta. Ni Robert ni Nicholas ni el conductor del carro se sorprenden. —Sangre de vaca —responde Robert en un susurro—, hemos usado sangre de www.lectulandia.com - Página 21 vaca; y sigue tumbado, que todavía no hemos dejado el pueblo. Aún conseguirás que nos maten a todos, pero esta vez de verdad. Marlowe obedece y, aunque a regañadientes, maldiciendo el mal olor de aquella sangre, se recuesta de nuevo en el carro. El cadáver del ahorcado tampoco hace muy grato el viaje. En pocos minutos llegan a un muelle. Marlowe se cambia de ropa, sube a una barca que lo conduce a un mercante anclado en medio del río y desaparece de Inglaterra con destino al continente. A todos los efectos, Christopher Marlowe, autor de grandes obras del teatro isabelino como El doctor Fausto, El judío de Malta o La masacre en París, ha muerto. El cuerpo del ahorcado sirve a sus compañeros para entregarlo en lugar del suyo. El supuestamente malogrado escritor ha dejado de existir, al menos en Inglaterra. Sin embargo, la vida de Marlowe sigue en Francia, Italia y otros países como agente secreto al servicio de la corona inglesa, la misma institución que está detrás de su ficticio asesinato para evitar que fuera detenido e interrogado bajo tortura y que sus posibles confesiones comprometieran a altos funcionarios de la corona para los que había estado trabajando durante años. Marlowe, desde Europa, envía informes con regularidad a Londres, pero también envía algo más. Y es que su vieja pasión, un extraño vicio que le reconcome las entrañas, no le ha abandonado. De noche, cuando no puede dormir por el calor de algunos de los países mediterráneos en los que deambula, o quizá en medio de un perenne insomnio motivado por las preocupaciones, sigue escribiendo. Así nacen Hamlet, Otelo, Julio César, El mercader de Venecia, Romeo y Julieta, Mucho ruido y pocas nueces, El sueño de una noche de verano, Antonio y Cleopatra, Macbeth y tantas otras. Marlowe envía los manuscritos a Inglaterra, a su buen amigo Thomas Walsingham, primo de sir Francis Walsingham, secretario de la reina Isabel. Thomas, admirado por la calidad de las obras, busca un hombre, un joven actor, y le ofrece un pacto: que sea él el rostro conocido que firma esos nuevos escritos de un Marlowe supuestamente muerto en una reyerta de taberna. Este joven actor, de nombre William Shakespeare, acepta. No tiene nada que perder. ¿Es todo esto cierto o estamos ante un dislate? La corriente dominante en la historia de la literatura inglesa sigue siendo la de considerar a Shakespeare como el autor de todas las grandes obras isabelinas que habitualmente se le atribuyen, pero hay quien ha dudado de que Shakespeare, hombre sin formación académica conocida, pudiera escribir semejantes obras maestras. Así Zeigler en 1895 y Webster en 1923 plantean sus dudas de forma rigurosa en diferentes publicaciones académicas. A esto se une que en 1925 se descubre el documento sobre la investigación oficial sobre la muerte de Marlowe: Ingram recibió un indulto de la reina cuatro semanas después de la supuesta muerte de Marlowe, alegándose defensa propia; los testigos presentaban www.lectulandia.com - Página 22 contradicciones extrañas en sus declaraciones y es curioso que el juez de la reina, Danby, estuviera justo en el sitio del asesinato en el momento exacto en que supuestamente se produjo aquella reyerta. En 1955 Calvin Hoffman y en 1994 A. D. Wright continuaron defendiendo con todo tipo de argumentaciones literarias y policiales que Marlowe no murió en esa pelea y que era él y nadie más el auténtico autor de las obras que firmaba el actor Shakespeare. Su argumentación cobra fuerza con el hecho de que un tal Marlowe se paseara por Europa entre 1593, año de su supuesta muerte, y 1627, apareciendo intermitentemente en diferentes ciudades como Padua, Rutland y hasta la hispana Valladolid. ¿Tenía Hoffman razón en su teoría y es Marlowe el autor de obras tan memorables de la literatura universal como Hamlet o Romeo y Julieta? Es un hecho que prevalece que hay dudas sobre si Shakespeare fue o no el autor en cuestión de tales obras maestras. Muy recientemente, en octubre de 2011, asistimos al estreno de la película Anonymous, en donde se formula nuevamente la teoría de que Shakespeare no fue el autor de esas obras que normalmente se le reconocen. La película no se postula a favor de Marlowe como el auténtico autor, sino que formula otra hipótesis diferente que no desvelo por si desean ver el largometraje. En todo caso, el asunto de la muerte de Christopher Marlowe sigue siendo enigmático. De quien sí sabemos cuándo murió con exactitud es de Calvin Hoffman, en 1987, pero tal era la pasión de este investigador del pasado por confirmar que fue Marlowe, en efecto, quien escribió las obras que firmaba Shakespeare que el propio Hoffman decidió que el tema no quedaría zanjado con su propia muerte. Para ello dejó un testamento con un premio de varios centenares de miles de libras esterlinas que deben ser entregadas como recompensa al investigador o investigadora que sea capaz de demostrar sin ningún margen de duda que fue Marlowe y no Shakespeare el que escribió las obras más famosas de la literatura inglesa. Observarán que he dicho «deben ser entregadas» en presente. Y es que la fundación del King’s College de Canterbury custodia los deseos y el dinero de Hoffman, que sigue esperando. El concurso sigue abierto. Si tienen alguna idea, por favor, no lo duden y preséntenla a la fundación del King’s College. Por cierto, el cadáver de Marlowe fue incinerado en menos de veinticuatro horas después de su supuesta muerte. ¿Casualidad o alguien tuvo mucha prisa en que no fuera identificado? Ah, se me olvidaba: curiosamente Shakespeare no publicó nunca nada antes de 1593, año de la muerte de Marlowe. Hay quien cree en las casualidades. Hay quien no. www.lectulandia.com - Página 23 La prisión www.lectulandia.com - Página 24 El nuevo preso entró custodiado por dos de los porteros de la cárcel pública de Sevilla. Corría el año del Señor de 1597 y en aquella ciudad del sur del reino hacía un calor asfixiante. Pero ésa no era, ni de lejos, la mayor preocupación de aquel preso, entrado en años, marcado por el tiempo y la guerra. Miraba atento a su alrededor. No era tampoco aquél su primer cautiverio y sabía que nunca se andaba con suficiente tiento en una cárcel. Tanto andar sirviendo al rey y así se lo pagaban. —¡Entrad de una vez! —le espetó uno de los porteros con desdén. El preso cruzó la puerta que llamaban del Oro y luego la segunda puerta, esta de reja, que llamaban puerta de Hierro. Sin embargo, resopló de alivio cuando comprobó que no le obligaron a cruzar la tercera y última de las puertas de aquella terrible prisión, la de la Galera Vieja. Mal asunto que te metieran allí, con los prisioneros de la peor calaña: desertores, salteadores y ladrones de la peor estofa con mucha sangre derramada sin orden ni concierto. Llegados al patio de la fuente, le indicaron que subiera por la escalera. El reo recién llegado obedeció disciplinado. No era momento de rebeldías absurdas. Tampoco es que estuviera resignado a ese destino, pero pensaba luchar contra aquel cautiverio de otra forma. Al poco, porteros y preso se encontraron en una galería de la planta primera con pequeñas celdas de ventanas aún más pequeñas. Todo allí era agobiante. El calor sevillano parecía que se te metía en las entrañas y allí se quedaba. Sudaba por todas partes. —Ahí. —Y le empujaron con tal fuerza que trastabilló y dio con sus huesos en el duro suelo de aquella prisión. —¡Voto a Dios! —dijo al caer, pero se controló y no añadió más. El portero de la cárcel le miraba como quien espera una provocación para tener una buena excusa con la que descalabrarle. —Uno nuevo —oyó el recién llegado entonces que decía alguien a su espalda. Se volvió y vio que un preso anciano le miraba sonriendo con una boca desdentada y sucia—. Tranquilo. Aquí no se está tan mal. Allí fuera —y señaló a la minúscula ventana de la celda— hay gente mucho peor que la que hay aquí dentro. El preso nuevo no respondió, aunque pensó que mucho había de cierto en aquella reflexión. Se levantó y se volvió raudo a la puerta para gritar una petición a los porteros que le habían traído y que ya se alejaban. No era queja sobre el trato recibido. Era asunto de más enjundia. —¡Recado de escribir! —Y como fuera que se volvieron con asco, el preso, que de argucias y cautiverios entendía bien, mostró en su mano varias monedas a la par que insistía en su ruego—. ¡Recado de escribir! ¡Háganme esa merced! El reo sabía que tenía derecho a ello, que cualquier preso tenía que disponer de la posibilidad de escribir al menos una carta a algún familiar, a algún allegado o a quien se terciara según su juicio, para informar de su penosa circunstancia, pero como www.lectulandia.com - Página 25 también era hombre experimentado y conocedor de la miseria humana, ofreció las monedas para que se ablandara la mala voluntad de aquellos carceleros. —¡Háganme esa merced! —insistió cuando les daba el dinero. Los porteros no respondieron, pero se la hicieron, porque el dinero canta y abre caminos en todas partes, pero más que en ningún sitio en las cárceles, en las de antes y en las de ahora. Llegó entonces papel, una pluma y algo de tinta para escribir. El preso anciano que había hablado de la maldad de los de fuera vio cómo el nuevo reo tomaba el material que le habían traído para escribir y cómo se afanaba en redactar lo que parecía una carta, de muchas palabras juntas para lo que él tenía acostumbrado ver en otros presos. El reo nuevo, al fin, entregó su carta a uno de aquellos porteros siempre mal encarados. —Muchos son los que escriben rogando perdón a los jueces y pocos los que lo reciben —dijo el preso anciano. —Lo sé —respondió el preso nuevo—. Pero yo he escrito al rey. —¡Al rey! ¡Ja, ja, ja! —se desternilló el anciano ante lo absurdo del destinatario, pero pronto calló. En el fondo, aquel preso nuevo le había impresionado: o estaba loco o se consideraba alguien cuyo destino podía ser de interés para el mismísimo rey. Seguramente sería un loco. No le gustaba compartir prisión con un loco. Llegó la noche y un vigilante les cerró la puerta de la celda de un golpe. Se oyeron entonces voces desde el patio. —¡Acá los de la Galera Nueva! —¡Acá los de la Cámara de Hierro! —¡Acá los de la Galera Vieja! El nuevo miró instintivamente al anciano de su celda y éste le aclaró las cosas. —Son los bastoneros, los vigilantes de la cárcel. Mil veces peores que los porteros. Con los bastoneros no hay que tratar. Son las diez y cierran todas las puertas. Siempre gritan así, para que el alcaide sepa que las cosas están bien y para que todos sepamos que ellos están ahí. Mala gente los bastoneros. Mala gente. El preso nuevo asintió y se acurrucó en su jergón e intentó conciliar el sueño. Al principio, un poco por el cansancio, un poco por lo avanzado de la hora, pudo dormir algo, pero, de pronto, en medio de las sombras, un aullido de dolor rasgó la noche de la prisión. —¡Aagggh! El recién llegado miró hacia el anciano. El otro no podía verle, pero seguramente había intuido que el nuevo también se había despertado y que debía de estar confuso. —De las celdas de abajo. Alguien bajo tormento —aclaró el viejo susurrando sus palabras en la oscuridad de la celda. El nuevo no dijo nada. www.lectulandia.com - Página 26 Al cabo de otro rato le pareció al preso nuevo que se oían voces de mujeres, pero pensó que estaba soñando y se abandonó, al fin, a los brazos de Morfeo. Pasaban los días y seguía sin recibir respuesta a su carta. La rutina carcelaria empezó a tomar acomodo en su persona, junto con la suciedad y el tedio y el calor: los martes venía el asistente con sus tenientes para ver a los presos que habían entrado nuevos desde el sábado; los jueves volvía el asistente para examinar las causas de los presos que llevaban más tiempo a cargo de la justicia; y, por fin, los sábados venían los oidores que escuchaban quejas y reclamaciones de los presos, esto es, si se les untaba convenientemente con monedas que hubieran conseguido los reos por los más diferentes y siempre peligrosos medios. A estos últimos, los oidores, recurrió en varias ocasiones nuestro preso, pero sin grandes logros. Los días pasaban. Una tarde descubrió que no había soñado la primera noche que llegó allí y que las voces de mujeres que se oían ocasionalmente en algunas horas nocturnas eran reales. Hasta cien mujerzuelas entraban alguna noche para solaz de los presos que pagaban bien a los bastoneros de forma que éstos miraran para otro lado por unas horas. Pero nada de todo aquello le sacaría de allí. El rey era hombre ocupado y tardaría primero en leer su carta y luego en reaccionar. Nuestro preso se armó de la paciencia infinita del soldado en las largas campañas de guerra y, al fin, una mañana, pidió de nuevo recado de escribir. —¿Más cartas al rey? —le preguntó con sorna el preso viejo. —No. El rey responderá. Hay que darle tiempo. Entretanto escribiré. Poca cosa más se puede hacer aquí. El preso viejo se acercó y miró a aquel veterano de guerra que se afanaba en sostener bien el papel que le habían traído con un muñón que tenía por toda mano en el brazo izquierdo. —Es herida de guerra, ¿cierto? —indagó el preso viejo con curiosidad infinita. —De guerra es. Sí —dijo el preso nuevo sin levantar la mirada. El otro intentó discernir la escritura, pero apenas sabía leer y se volvió a su jergón. El preso nuevo llevaba días con una idea en la cabeza, con una historia de esas de… novela. Tenía que distraerse o se volvería loco. «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme…», empezó con decisión, y con decisión siguió un par de horas. Hasta que se le acabó la tinta y el sol dejó de iluminar bien. Ahora esa misma cárcel sevillana tiene una placa, justo en la esquina de la calle Sierpes con Francisco Bruna, que reza: «En el recinto de esta casa, antes cárcel real, estuvo preso (1597-1602) Miguel de Cervantes Saavedra, y aquí se engendró para asombro y delicia del mundo El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha. La Real Academia Sevillana de las Buenas Letras acordó perpetuar este glorioso recuerdo, año de MCMLXV.» No me queda claro qué de «glorioso» tuvo aquel www.lectulandia.com - Página 27 encierro para el bueno de Cervantes. He contado hoy día hasta más de veinte placas en honor a Cervantes por toda Sevilla. Y si contáramos todas las de España, no quiero ni pensarlo. Hasta tenemos un premio de las letras con su nombre y un instituto de promoción del español también. Sí, ahora sí, pero aquel 1597 lo metimos en la cárcel. Así somos. www.lectulandia.com - Página 28 El Ave María de Schubert y la novela histórica www.lectulandia.com - Página 29 El niño se quedó cojo. La polio le había dejado aquella secuela. Y aun así estaban contentos porque había sobrevivido a una enfermedad que con frecuencia era mortal; pero, pese a ello, ser cojo a finales del siglo XVIII no era pasaporte hacia el éxito en ningún ámbito profesional. Por eso sus padres lo intentaron todo. Primero le enviaron de Edimburgo al norte, al campo en Sandyknowe. Tenían la esperanza de que el aire más puro de las montañas, alejado de las grandes factorías de la ciudad, le ayudara. Sin embargo, el niño no mejoró. Lo único bueno de todo aquello fue que conoció a su tía Jenny, una mujer dotada para la narración oral que empezó a contarle centenares de historias de la Escocia medieval; y, ésta es la clave, aquellos relatos se quedaron en la cabeza de aquel niño para siempre. Sus padres, no obstante, que seguían preocupados por la falta de mejoría en la salud del joven muchacho, no se daban por vencidos. Le enviaron entonces al sur, a Bath, con la esperanza de que allí, con los tratamientos de aguas de la ciudad, quizá su salud se fortaleciera y la cojera, por fin, empezara a remitir. Lo esencial, de nuevo, fue que la tía Jenny volvió a hacer de enfermera y, una vez más, de eterna narradora de historias. Además, en este nuevo viaje, le hizo un regalo muy especial: le enseñó a leer. La cojera, sin embargo, nunca desapareció. El niño se hizo grande y empezó a estudiar Derecho en la Universidad de Edimburgo, y luego, al poco tiempo de terminar su licenciatura, entró como aprendiz en el despacho de abogados de su padre. La cojera nunca le supuso cortapisas más allá de las que todos habían querido ver en aquel defecto. Aunque no todo era fácil. Un primer romance no fructificó y la mujer de sus sueños se casó con otro hombre. Pero nuestro joven protagonista no se hundió. Tenía determinación y un ansia enorme por mejorar. Empujado por esa decisión que le caracterizó siempre, aprendió a montar a caballo. Aquello le permitió moverse y viajar de una forma que nunca antes había podido disfrutar con su torpe modo de caminar. Además, aquel muchacho ya hombre manejaba bien las palabras y supo con ellas y con su arrojo persuadir a una hermosa joven de origen francés, Charlotte Genevieve Charpentier, para que se casara con él. Con ella tendría cinco hijos. Comprendió entonces que su camino estaba en las palabras: primero fueron poemas, luego relatos y por fin novelas. Su nombre pronto se hizo conocido por el mundillo literario del Edimburgo de finales del siglo XVIII y principios del XIX. Sus colecciones de poemas, en particular La dama del lago, le granjearon fama nacional e internacional, hasta el punto de que el famoso Ave María de Schubert no lo compuso Schubert originariamente para poner música a la oración dedicada a la Virgen María, sino que el compositor hizo esa genial pieza para poner música a un poema de este escritor cojo. Posteriormente, como el poema de La dama del lago al que Schubert había puesto música empezaba con las palabras «Ave María», el compositor pensó en adaptar la obra musical a la oración a la Virgen. www.lectulandia.com - Página 30 Pero divago; volvamos a nuestro protagonista: con el correr de los años se le nombró Poeta Laureado, un reconocimiento sólo propio de los grandes maestros, pero él lo rechazó. Nunca quedó muy claro el motivo. O bien no se consideraba merecedor de éste o bien no quería las ataduras que su aceptación implicaba, pues, a cambio del título y la remuneración que conllevaba, el poseedor de semejante mención también contraía una serie de obligaciones literarias que podían coartar sus escritos futuros. Y es que, pensaran lo que pensasen de él y sus poemas, no parecía estar satisfecho aún consigo mismo; al menos, desde el punto de vista de la literatura. Había algo que le reconcomía por dentro. Y es que, allí donde otros veían el cénit de una gran carrera literaria, él aún no la daba por empezada. Pero ¿por qué? ¿Qué reconcomía las entrañas de nuestro escritor? Algo a lo que, por fin, decidió enfrentarse. Así, después de tantos años, empezó a dar forma narrativa a las viejas historias de su tía Jenny, a aquellas antiguas leyendas de la legendaria Escocia medieval que todo el mundo menos él parecía haber olvidado. Eso era lo que bullía en su mente, lo que no le dejaba dormir por las noches y lo que, por otro lado, se le aparecía como un magnífico desafío. Y se dedicó a la tarea con ahínco, sin descanso, con energía y las destrezas adquiridas en la poesía, pero puestas ahora al servicio de crear una novela. Y la terminó y consiguió que se publicara, pero tuvo miedo y recurrió a un seudónimo para evitar identificarse como su autor. Y es que, a principios del siglo XIX, escribir novelas no era precisamente la actividad literaria mejor considerada, más bien al contrario. Sí, temía que aquella novela que recreaba el pasado pudiera dañar su reputación como gran poeta. Pero la novela gustó y los editores pidieron más; y él, siempre con seudónimo, entregó, una tras otra, cinco novelas más. Todas fueron recompensadas con un grandísimo éxito popular, pero él seguía sin identificarse. Se trataba de novelas históricas sobre aquella antigua Escocia que le contaba en su niñez la tía Jenny. El público disfrutaba tanto con estas obras que empezaron a llamarle el Mago del Norte, pues se intuía que el escritor debía de ser de Escocia o de algún otro lugar del norte de las islas Británicas. Pero llegó un día en que hasta el mismísimo rey Jorge III de Inglaterra confesó que le gustaban aquellas novelas medievales e incluso manifestó que quería conocer a ese enigmático escritor. Y él, el escritor en cuestión, al fin, reconoció que era el autor de aquellas novelas. Fue un impacto tremendo en todo el Reino Unido, donde su popularidad ya era incontenible. Ya había habido rumores, pero muchos se negaban a creerlo, pues a aquel gran poeta se le consideraba un escritor serio. Y fue entonces, cuando todos sabían ya quién era, cuando publicó su obra maestra, Ivanhoe, para muchos la primera gran novela histórica de la historia de la literatura moderna, una vez más centrada en aquella Escocia de las historias de su vieja tía Jenny. El éxito fue arrollador. Sir Walter Scott, que así se llamaba aquel niño cojo que nunca dejó de serlo, pasó a ser leído por toda Europa y Estados Unidos. www.lectulandia.com - Página 31 Todo iba a la perfección, incluido su negocio de impresión de libros, hasta que llegó una brutal crisis económica y financiera (imagino que esto de una crisis brutal, lamentablemente, les suena). Aquella crisis de principios del siglo XIX se llevó por delante los sueños y las inversiones de centenares de miles, de millones de personas en todo el Reino Unido; y el negocio de Scott, como el de tantos otros, quebró por completo. Sin financiación ni crédito, rodeado por decenas de acreedores, sus propios lectores y hasta el mismísimo rey ofrecieron ayuda económica a sir Walter Scott, pero él, como cuando era niño, no se arredró por las inclemencias de la vida. Y era hombre orgulloso. En lugar de aceptar esas ayudas, reunió a sus acreedores y les propuso crear una fundación a nombre de todos aquellos a quienes debía dinero (la deuda ascendía a más de cien mil libras esterlinas de 1820). La idea era que todo el dinero de las ventas de sus libros, excepto una mínima cantidad para subsistir él y su familia, revertiría en esa fundación para así, poco a poco, ir satisfaciendo a sus acreedores. Les aseguró a todos ellos, además, que escribiría tantos libros como fuera necesario para pagar todas sus deudas. Nadie le creyó capaz de ello, pero aceptaron. Y no, no fue capaz de conseguirlo. Cien mil libras del XIX era una cantidad astronómica. No, sir Walter Scott no consiguió pagar su deuda. Esto es, en vida. Pero la fundación continuó generando ingresos tras su muerte porque sus libros seguían vendiéndose sin parar, y sir Walter Scott podría ver desde su tumba cómo su palabra se cumplió. La fundación devolvió a cada acreedor hasta el último penique. Sin ayuda bancaria, sin créditos, sólo por la fuerza de su pasión por la literatura y por la novela histórica. La crítica literaria se empeñó en hundir a Scott como novelista. Aún hoy muchos críticos siguen en ello (sin conseguirlo), pero para todos los que amamos la novela histórica, el Mago del Norte es nuestra estrella y en él nos miramos con humildad deseando simplemente aprender y disfrutar. www.lectulandia.com - Página 32 Alejandro Dumas y la larga sombra de Auguste Maquet www.lectulandia.com - Página 33 Auguste Maquet llegó a la casa de Dumas un plomizo día de lluvia de 1844. Nada más entrar en la casa del más afamado escritor de Francia, Maquet frunció el ceño: todo era lujo sin control, prueba de un gasto desmedido en telas, cortinajes, alfombras…, y se oían las risas de varias mujeres. Dumas, como siempre, no reparaba en malgastar el dinero en toda suerte de caprichos y productos suntuosos. El mayordomo que le había abierto la puerta hizo un gesto con el que le invitó a seguirle: del amplio vestíbulo pasaron a un largo pasillo y de ahí a un muy espacioso salón. —Le ruego que espere aquí, por favor —dijo el mayordomo al salir y dejarle solo en aquella enorme habitación. Auguste Maquet se quedó de pie. Se sentía incómodo en aquella casa y más incómodo con aquella relación secreta que mantenía con el escritor más famoso de Francia. No estaba seguro de que debiera seguir con todo aquello. Él quería empezar su propia carrera como escritor y sentía que con lo que estaba haciendo nunca llegaría a ningún lado. Alejandro Dumas apareció pronto. —¿Lo tienes? —preguntó el escritor francés sin tomarse siquiera un segundo para saludar. Maquet no dijo nada, acostumbrado como estaba a aquella forma de conducirse de Dumas, que no parecía reparar nunca ni en las formas ni en los preámbulos de la etiqueta social. El recién llegado extrajo de debajo de su gabán mojado por la lluvia un grueso manuscrito. —¿Y bien? —continuó preguntando Dumas mientras cogía el texto y empezaba a hojearlo—. Veamos qué me traes hoy. Espero que sea mejor que el material del mes pasado. Apenas podía hacerse nada con aquello. —Esto gustará —dijo Maquet conteniéndose. —Los tres mosqueteros —leyó Dumas en voz alta a la vez que se sentaba en un confortable sillón junto a una enorme chimenea encendida que proyectaba sombras en aquella gran estancia. Las risas de las mujeres aún se oían: descendían por las paredes de la casa como una lluvia de frivolidad que asfixiaba a Maquet. »Esta noche doy una fiesta. Podrías quedarte y hablamos de esto. Tengo un invitado de España. José es dramaturgo. Alguien interesante —dijo Dumas mirando a su interlocutor, pero Maquet negaba con la cabeza al tiempo que para sí mismo se preguntaba: «¿Y cuándo no da una fiesta Alejandro Dumas?» —No, léelo tú y ya hablamos dentro de unos días —respondió Auguste Maquet, quien no quiso decir más ni escuchar más, sino que dio media vuelta y, sin esperar respuesta a su comentario, abrió la puerta, salió del salón, cruzó a paso rápido el pasillo, llegó de regreso a la entrada de la casa, abrió él mismo la puerta de salida sin esperar al mayordomo y echó a andar. www.lectulandia.com - Página 34 Hubo un instante de duda. Maquet se volvió hacia la casa y vio la silueta de Alejandro Dumas recortada en uno de los grandes ventanales de la casa que acababa de abandonar, pero se reafirmó en su decisión y reemprendió la marcha hasta que su figura encogida se fundió con la fina lluvia que descargaba sobre la hierba que rodeaba aquella mansión. Dumas, desde la ventana del gran salón, al abrigo del agradable calor que desprendía la gigantesca chimenea, le vio andar hasta perderse en la tormenta. Alejandro Dumas volvió entonces, caminando lentamente, hacia el calor del fuego. Sabía que Maquet estaba molesto con el asunto de que su nombre no figurara en ninguna de las novelas en las que colaboraba con él, pero los editores insistían en que era el nombre de Dumas, su nombre, el que realmente atraía a los lectores. Alejandro Dumas, una vez situado de nuevo junto a la chimenea, se sentó en una cómoda butaca y tomó el manuscrito que le había traído Maquet. —Los tres mosqueteros —leyó en voz alta, pronunciando por segunda vez aquella jornada aquel curioso título. Le llevó un rato empezar a familiarizarse con el relato, pero pronto comprendió que, tal y como había dicho Maquet, podía gustar al gran público. Era el esbozo de una buena historia, pero, como siempre, le faltaba acción y más alma a los personajes, aunque el argumento era bueno, eso tenía que admitirlo… Dumas cogió entonces una pluma de un tintero que tenía en una mesilla junto a la chimenea y se puso a hacer correcciones allí mismo. En ese momento se abrió la puerta del salón y entró el mayordomo. —Ejem, señor, disculpe la molestia, pero las señoritas preguntan…, y su invitado español, monsieur Zorrilla, querría saber si el señor va a subir de nuevo —dijo el sirviente con la máxima solemnidad que pudo. Dumas no levantó la mirada de las páginas que estaba corrigiendo. —No. Estoy ocupado y lo estaré por un buen rato, pero seguro que monsieur Zorrilla estará bien acompañado y no me echará de menos —respondió el escritor; el mayordomo se inclinó y cerró la puerta despacio. Dumas continuó concentrado, corrigiendo, anotando, pensando. La novela saldría publicada sólo con su nombre, Alejandro Dumas, igual que otras de su larguísima lista de famosas obras como El conde de Montecristo, El vizconde de Bragelonne, Veinte años después o La reina Margot. Todas ellas clásicos de la literatura francesa y algunas auténticas obras maestras de la novela de aventuras en francés o en cualquier otra lengua; pero lo que no suele saberse tanto es que en todas y cada una de ellas participó un siempre olvidado Auguste Maquet. Alejandro Dumas, escritor genial por otro lado, recurrió a colaboradores para muchas de sus obras. Éste era un hecho que él mismo reconocía abiertamente, en particular la ayuda de Maquet para algunas de sus más famosas novelas, como las www.lectulandia.com - Página 35 mencionadas anteriormente. Las editoriales presionaban a Dumas día tras día reclamándole nuevas historias, nuevos relatos con los que seguir atrayendo a más y más lectores; y Dumas, ambicioso y alguien que disfrutaba del lujo, las mujeres y los viajes, sucumbió a la tentación. Así, con el correr de los años, la catalogación de las obras atribuidas a Dumas es confusa y, siempre, abrumadora: un día, movido por la simple curiosidad, me puse a contar el número de novelas firmadas por Alejandro Dumas y, considerando las de viajes, las novelas históricas, las biográficas y las de terror, me salieron ciento ocho, pero está claro que muchas se me escapaban. Hay catálogos que cifran entre unas doscientas y trescientas las obras de Dumas. Corre por ahí incluso una anécdota que, sea o no cierta, es ilustrativa de la forma en que Dumas trabajaba: un día Alejandro Dumas se encontró por la calle con su hijo y le preguntó: —¿Has leído mi última novela? —Sí, la he leído, ¿y tú? —respondió su hijo. No sé si será verídica la cita, pero resume bien la situación. La estrategia de usar «negros» (es decir, recurrir a otros escritores que escriban parte o la totalidad de libros que luego firma otro autor) siempre ha existido en la literatura. Para no levantar suspicacias nacionales, pondré ejemplos anglosajones: en 1622 se publicó una versión de Medida por medida de Thomas Middleton, pero con la firma de Shakespeare para atraer a más público; en 1832 se publicó Count Robert of Paris con la firma de sir Walter Scott, pero realmente la escribió su yerno (ya hemos comentado aquí la popularidad del nombre de Scott); pero hay más: El ángel que nos mira, atribuida a Thomas Wolfe, fue «retocada» por Maxwell Perkins a petición de la editorial; y cuando la popular novelista V. C. Andrews falleció en 1986, la familia contrató a un «negro» ( ghost writer, es decir, «escritor fantasma», lo llaman en inglés, por aquello de ser políticamente correctos y no implicar a otra raza en este asunto) para que siguiera escribiendo más novelas: Andrew Neiderman, el elegido para proseguir con la saga que inició V. C. Andrews, terminó primero dos novelas inacabadas de la autora y luego, como había cogido carrerilla, se inventó ocho más. Pero créanme que el que se sale aquí es Ronald Reagan, quien a una pregunta relacionada con su supuesta autobiografía respondió con aplomo: —Dicen que es un libro increíble. Un día de éstos lo leeré. Hay que reconocerle la sinceridad al ex presidente norteamericano. Volviendo a Dumas y Maquet, cabe decir que Arturo Pérez-Reverte recoge en la fascinante trama de El club Dumas la relación entre estos dos escritores. Pero, al final de todo esto, ¿qué debemos pensar entonces de Dumas? Mi conclusión es que Dumas tenía un toque genial, un saber hacer, un saber transformar en aventura y ritmo trepidante relatos que otros no llegaban a presentar de la forma más impactante y emotiva posible. Dumas, por su parte, fue, cuando menos, parcialmente «honesto» al www.lectulandia.com - Página 36 reconocer que tenía colaboradores; sin embargo, creo que habría sido más justo que en sus novelas, especialmente en aquellas en las que colaboró tan estrechamente con Maquet, los editores hubieran puesto como autores a Alejandro Dumas y a Auguste Maquet. Es cierto que cuando Maquet se separó de Dumas e intentó una carrera en solitario sus novelas no llegaron muy lejos, pero también es cierto que la mejor época de Dumas se corresponde con aquellos años en los que colaboraba con Maquet, así que algo especial tendría también Maquet, o la chispa que atraía a tantos surgía quizá precisamente de esa colaboración Dumas-Maquet. En cualquier caso, si leen o releen Los tres mosqueteros o El conde de Montecristo, disfrútenlos y, ya puestos, no se olviden del bueno de Auguste Maquet, que algo tuvo que ver en todo el asunto. Lo que nunca sabremos es cuánto. www.lectulandia.com - Página 37 El discurso www.lectulandia.com - Página 38 Primeros de mayo de 1885. Un amplio salón de una gran casa en Valladolid. Tres hombres, dos de pie, Gaspar y Pedro, y uno en un sillón, José, mantienen un debate airado. —¡Esta vez tiene que aceptar! ¡Por Dios, han pasado más de treinta años desde aquello! —exclamó Gaspar con vehemencia. Su interlocutor permanecía sentado en aquel sillón mirando al vacío, sumido en los recuerdos del pasado, pero aun así respondió y su voz sonó como si viniera desde muy lejos. —Treinta y siete años, Gaspar. Han pasado treinta y siete años. —Más a mi favor —insistió el interpelado, pero, al contemplar la efigie casi sin expresión de José y ver que no le estaba persuadiendo, miró al otro compañero escritor que había ido para intentar hacer entrar en razón a su amigo común—. Pedro, di algo tú también. Es más testarudo que un mulo. Pedro Antonio de Alarcón, autor de grandes obras como El sombrero de tres picos, había acudido hasta allí junto con su amigo, el también escritor Gaspar Núñez de Arce, para persuadir a José, don José, para ellos, para todos, para que aceptara un reconocimiento que se le quería otorgar, pero parecía que habían pinchado en hueso; o, mejor dicho, habían pinchado en el viejo rencor que da el haberse sentido menospreciado. —Gaspar tiene razón, don José: eso que tanto recuerda pasó hace ya mucho tiempo. Treinta y siete años son toda una vida. —Exacto —insistió don José—. Toda una vida es lo que han tardado en rectificar. —Y más que habrían tardado si llegan a imaginar que iba a reaccionar así; seguramente porque imaginaban su rencor no se han atrevido antes a intentar enmendar aquel error —comentó entonces Gaspar Núñez de Arce. Tanto él como Pedro Alarcón habían aceptado ser los padrinos del evento: una recepción oficial en la que su amigo don José ingresaría, por fin, en la Real Academia Española. —Hace treinta y siete años prefirieron a José Joaquín de Mora —insistió don José, que no daba su brazo a torcer—; pues ahora el que no quiere ingresar en la Academia soy yo. Gaspar Núñez y Pedro Alarcón se miraron y suspiraron al tiempo. Todo venía de 1847, cuando, al fallecer Jaime Balmes, se presentaron dos candidaturas para sustituirle en el banco vacío que éste dejaba en la Real Academia. Los candidatos eran, por un lado, Joaquín de Mora y, por otro, don José, y finalmente fue Joaquín de Mora, de mucha mayor edad, el elegido. Al año siguiente, al fallecer Alberto Lista, se propuso que don José remplazara a éste en el sillón vacío de la letra H. Esto se confirmó el 17 de diciembre de 1848, pero don José, que había vivido como un menosprecio hacia su persona su no elección del año anterior, no se pasaba por la www.lectulandia.com - Página 39 Real Academia para aceptar su ingreso oficial en la veterana institución. Ni siquiera preparó el discurso oportuno. Su silencio fue tan mudo como la letra que le había correspondido ocupar. Pero orgullo frente a orgullo. Los académicos también se sintieron ofendidos por el desaire que les hacía don José al no acudir a aceptar el ingreso. Fue entonces, en la reunión del 15 de noviembre de 1849, cuando la Real Academia incluyó en sus estatutos una norma por la que se decidía que, si un académico elegido no aceptaba formalmente ingresar en la Academia, su sillón quedaría vacante. Y como fuera que don José nunca hizo nada por aceptar, una vez más, quedó excluido de la Real Academia. Y así durante decenios. —Joaquín de Mora era mucho más mayor —argumentó Gaspar en un intento por suavizar el rencor de su admirado amigo—. Y, por favor, entonces usted sólo tenía… ¿cuántos? ¿Treinta años? —Treinta, sí —confirmó don José—, pero mis obras se representaban ya por todos los teatros de España. Gaspar no sabía ya qué decir. Eso era cierto: el éxito de las obras de su amigo había sido precoz e incontestable, le gustara o no a la crítica o a los académicos más vetustos. Quizá hubo envidias en la elección de Joaquín de Mora, pero a fin de cuentas sólo habían retrasado su elección un año. Cierto era que resultaba difícil posponerlo más tiempo con los carteles de las obras de don José por todas las ciudades de España. —Sólo fue un año de retraso —arguyó también Pedro Alarcón, pero don José no parecía escucharlos. Gaspar dio media vuelta y fue junto a la ventana. Varios carruajes pasaban en medio de un fuerte viento de primavera. Su amigo siempre había sido testarudo desde la juventud. Ya se enfrentó con su propio padre cuando éste quería hacer de él un hombre de provecho, de bien, alejado de poetas y teatros, pero don José prefería el arte, la literatura, el teatro y los versos. Se decía que don José robó un mulo y que con el dinero que sacó de la venta escapó de su familia para empezar su carrera artística. No estaba claro que la anécdota fuera cierta, pero el protagonista tampoco se preocupó de desmentirla. Luego llegaron sus primeras obras y, con rapidez, el éxito: la poesía, los versos que declamaban los actores en sus deslumbrantes piezas teatrales llegaban al alma de todos, desde sus majestades reales hasta el pueblo llano, y a nadie dejaban indiferente. Siguieron entonces los viajes por todo el mundo, un matrimonio infeliz con una irlandesa y muchas amantes, eso también, y la amistad de don José con el emperador Maximiliano en México o con los grandes escritores franceses, como Alejandro Dumas o Victor Hugo, que parecían reconocer en él lo que los académicos no parecieron haber querido ver en 1847. Don José no parecía inclinado a olvidar y mucho menos a perdonar. Y, sin embargo, para Gaspar, aquella tozudez en no aceptar entrar en la Academia, propia de un arrebato de juventud rebelde, www.lectulandia.com - Página 40 resultaba más incomprensible en alguien que ya tenía sesenta y ocho años; una edad en la que a todos nos gusta ya recibir premios y reconocimientos, vengan de donde vengan. —¿Hay algo más? —preguntó Gaspar Núñez separándose de la ventana y regresando junto a su amigo, mirando directamente a don José y con la certidumbre de que había dado con la clave—; quiero decir, hay algo más además de la rabia que tiene por lo que pasó. A usted le incomoda algo más. Nos conocemos bien. Háganos el favor al menos de no mentirnos a Pedro y a mí. Don José se encogió de hombros. Ladeó la cabeza. —Está también lo del discurso —dijo al fin. Pedro y Gaspar se miraron confusos. —¿Qué discurso? —preguntó Pedro. —¡El discurso de ingreso! —respondió don José algo airado y levantando el tono de voz, molesto por que sus amigos no le entendieran. —Pero si ha ido por todos los pueblos de España declamando versos de sus obras en teatros abarrotados de público —dijo Gaspar—. ¿Cómo puede incomodarle ahora hablar ante unos cuantos académicos? —¿No iba a ir el rey y toda la familia real y el presidente del Consejo de Ministros, Antonio Cánovas? Eso no es hablar ante cualquiera —contraargumentó don José. —Pero es escritor, las palabras son como… como arcilla para alguien capaz de escribir las obras de teatro que ha creado. No puede ser que… —argüía entonces Gaspar. —¡Yo soy poeta! —exclamó don José interrumpiéndole—. ¡Mis obras están en verso! —¡Pues hable en verso! —intervino entonces Pedro—. ¡Pero acepte de una vez y no la liemos más! —Y para no dar opción a más debate, o a nuevas negativas por parte de don José, añadió—: Y nos vamos. Gaspar y yo vendremos a recogerle unos días antes para el viaje. Todo está preparado para el 31 de este mes. Gaspar le siguió el juego a su compañero y, rápidamente, salió de allí. Antes de que don José pudiera decir esta boca es mía sus amigos le habían dejado a solas. Sus amigos nunca pensaron que fuera a hacerles caso. En todo. Eran las dos de la tarde del último día del mes de mayo de 1885. La sede de la Real Academia de la Lengua en el número 26 de la calle Valverde era demasiado pequeña para el revuelo que se había organizado. Además, la presencia confirmada de su majestad el rey Alfonso XII y del resto de la familia real contribuyó a que todo el mundo quisiera estar allí. Con treinta y siete años de retraso la Academia iba a resolver, al fin, un error mayúsculo. Se trasladó todo el evento a los edificios de los que la Universidad Central de Madrid disponía en la calle San Bernardo, mucho más www.lectulandia.com - Página 41 amplios para dar cabida a tantas personalidades como deseaban ser testigos del gran acto de incorporación a la Academia de don José. El testarudo don José, que, por fin, a sus sesenta y ocho años, parecía haber aceptado formar parte de la veterana institución. A las dos de la tarde exactas entró el rey Alfonso XII, engalanado con el correspondiente uniforme de capitán general, en la gran sala que acogía el acontecimiento. Ocupada por el rey la silla presidencial, su majestad la reina doña María Cristina se sentó a su derecha y la reina madre Isabel a su izquierda. Todo el mundo estaba en pie, empezando por el presidente don Antonio Cánovas del Castillo. Se acomodaron también la infanta doña Eulalia, muchos ministros del gobierno, autoridades diversas y el rector de la Universidad Central, el señor don Galdo. El rey abrió la sesión y, al momento, don José, flanqueado por sus padrinos, los escritores Gaspar Núñez de Arce y Pedro de Alarcón, entró en la gran sala. Don José lucía un frac adquirido ex profeso para la ocasión. Si aceptaba, aceptaría a lo grande. Pero también a su manera. Y paseó, exhibiendo una enigmática sonrisa, entre todos los que antes le despreciaron y ahora le rendían admiración o, al menos, eso aparentaban. Su majestad Alfonso XII le concedió la palabra. Don José asintió. Se situó en el estrado desde el que le correspondía dar el discurso de recepción en la Academia. Tosió. Se aclaró la garganta con un sorbo del vaso de agua que a tal efecto habían dispuesto en un extremo del estrado. Saludó a sus majestades, al resto de miembros de la familia real, al presidente del gobierno, a los ministros, al señor rector y al resto de autoridades. Hasta ahí todo bien. Volvió a toser y a aclararse la garganta. Sacó unos papeles del bolsillo y los puso sobre el estrado. Se sabía el texto de memoria, pero siempre era tranquilizador tenerlo delante por si se quedaba en blanco. Y empezó. Mi recepción, señores, como todo lo que me sintetiza o me revela, como todas mis obras y mis hechos, para ser natural, va a ser excéntrica; Y calló un instante. Una breve pausa en la que miró al público. Pedro y Gaspar negaban con la cabeza, pero don José los ignoró. Ellos también ignoraron sus negativas. Ahora le tocaba a él. ¿No habíais dicho que en verso? Pues en verso será. El resto de asistentes le observaba entre admirados y atentos. Don José prosiguió: pero excéntrica y lógica: su forma una tan sólo puede ser, y es ésta. ¿Qué es lo que me ha valido la honra doble de aceptarme dos veces la Academia? www.lectulandia.com - Página 42 El bagaje de versos que me sigue y mi exclusivo nombre de poeta […] La poesía fue mi único vicio, mas son mis versos mi única defensa, e imponerme la prosa y el discurso, rigor fuera en vosotros, y en mí mengua. ¿Qué discurso ha de hacer quien no lo tiene? ¿Sobre qué discurrir podrá aunque quiera ni sobre qué podrá formar un juicio quien por vivir sin él hasta aquí llega? Yo, conculcando vuestras reglas todas, me hice famoso: de osadía a fuerza, atropellé y amordacé la crítica; sofoqué la razón y formé escuela; inconsciente, es verdad, justicia hacedme, jamás cátedra abrí ni fundé secta. El 31 de mayo de 1885, don José Zorrilla, autor de decenas de magníficas obras, entre ellas el inolvidable Don Juan Tenorio, aceptó, al fin, después de dos intentos infructuosos anteriores, ingresar en la Real Academia Española de la Lengua. Su discurso de recepción fue íntegramente en verso. Un caso prácticamente único, ciertamente memorable y un discurso impecable que recomiendo a cualquiera que le guste la literatura, la poesía y la fina ironía. No hay uno solo de esos endecasílabos rimados que pronunció don José Zorrilla aquella tarde que tenga desperdicio. Su discurso es una de esas espléndidas piezas oratorias más llamativas aún por lo olvidada y desconocida que es. Queda por aclarar que he dicho que su discurso en verso era caso «prácticamente único», y digo eso en lugar de único a secas porque los puristas podrían recordarme que el 10 de marzo de 1744 el padre maestro fray Juan de la Concepción, carmelita descalzo, también usó el verso en su ingreso en la Academia, aunque, dicho sea con todo el respeto, su discurso no estuvo nunca a la altura de la calidad del de Zorrilla ni levantó tampoco la misma expectación. También parece ser que usó el verso Javier de Quinto en 1850, según Camilo José Cela, aunque el experto en historia de la Real Academia y miembro de ésta don Pedro Álvarez de Miranda destaca que discursos de ingreso en verso, desde que en 1847 se regularizó el uso de este tipo de recepciones, sólo hay dos: el de don José Zorrilla en 1885 y el del poeta José García Nieto en 1983. No es fácil hacer un discurso. Y más difícil aún es hacerlo en verso. Pero Zorrilla no era hombre al uso, sino que, en el sentido literal de la palabra, era hombre extraordinario. Y, pese a orgullos heridos, hombre humilde, tal como da fe el cierre de www.lectulandia.com - Página 43 su mítica intervención de 1885: Pero aunque viva siglos, ya mi gloria no podrás revivir, ¡noble Academia! Ni en el cielo del Arte hacer de nuevo brillar la luz de mi apagada estrella. No arrancarán del alma las espinas las coronas que nimben mi cabeza, ni me hará creer el pueblo que soy grande, siendo, cual son, mis obras tan pequeñas. www.lectulandia.com - Página 44 La noche en que Frankenstein leyó el Quijote www.lectulandia.com - Página 45 ¿Leyó Frankenstein alguna vez el Quijote? Vayamos paso a paso. Era el verano de 1816. Mary Shelley y su esposo, el también escritor Percy Bysshe Shelley, acudieron a Suiza, a una hermosa casa en las montañas que su amigo lord Byron tenía en aquel lugar. Allí disfrutaban todos los invitados de un maravilloso verano alpino henchido de bosques, valles y senderos por los que a menudo caminaban para ejercitarse, al tiempo que así admiraban los espectaculares paisajes de aquel territorio. Pero un día, en uno de esos frecuentes cambios meteorológicos propios de las zonas montañosas, las nubes taparon el sol y las lluvias interrumpieron sus excursiones. Y no sólo por una jornada o dos, sino que la lluvia pareció encontrarse cómoda entre aquellas laderas verdes y decidió instalarse por un largo período. Byron, el matrimonio Shelley y el resto de los invitados optaron entonces por reunirse a la luz de una hoguera que ardía en una gran chimenea de la casa en la que se habían instalado y allí, entre copa y copa de vino, deleitarse en la lectura en voz alta que Percy Shelley realizaba de diferentes clásicos de la literatura universal. Percy Shelley era un reconocido poeta que, como Byron, había tenido que escapar de Inglaterra por el revolucionario tono de muchos de sus poemas contra el gobierno conservador británico que se oponía, entre otras cosas, a cambios en una vetusta ley electoral que impedía que los barrios obreros tuvieran los mismos representantes parlamentarios que las zonas rurales más conservadoras. El caso es que Percy sabía leer en público o declamar de modo que agitaba los corazones o despertaba la imaginación de quien le escuchara. Lo sabemos con detalle porque todo esto nos lo cuenta la propia Mary Shelley, su esposa: por un lado, en el prólogo a su obra Frankenstein y, por otro, en su propio diario personal, en donde, día a día, la intrépida autora se tomaba la molestia de dejar constancia de todo aquello que había hecho cada jornada: unos escritos que ahora constituyen una pequeña gran joya para críticos literarios y curiosos de toda condición (entre los que me incluyo). Así, Mary nos describe cómo lord Byron, uno de esos interminables días de tormenta veraniega, sin posibilidad de poder salir a la montaña o realizar cualquier otra actividad en el exterior de la casa, se levantó y lanzó un gran reto. Como no podía ser de otra forma, teniendo en cuenta a muchos de los allí presentes, se trataba de un reto literario. —Os propongo un concurso. —¿Qué tipo de concurso? —preguntó Percy intrigado y poniendo palabras a la curiosidad de todos los presentes. —Propongo —empezó entonces lord Byron— que cada uno de nosotros escriba un relato, una historia de terror —dijo bajando la voz, envuelto en las sombras que proyectaba el fuego de la chimenea—. Y el que consideremos como el relato más terrorífico, ése ganará el concurso. Era, sin duda, un desafío apasionante, y más aún teniendo en cuenta el saber hacer www.lectulandia.com - Página 46 literario de muchos de los allí reunidos, pero la brillante idea, no obstante, cayó en el olvido con rapidez en cuanto salió el sol y regresó el buen tiempo. Byron y Percy Shelley eran grandes escritores, pero inconstantes (los hombres… ya se sabe), y pronto dejaron las plumas y la tinta y las palabras escritas y se adentraron de nuevo en los hermosos bosques de los Alpes. Por el contrario, Mary Shelley, mucho más disciplinada que cualquiera de sus amigos masculinos, no se dejó distraer o tentar por las maravillas de la naturaleza, sino que prefirió permanecer en aquella casa y día a día, noche a noche, engendró la maravillosa novela titulada Frankenstein o el moderno Prometeo. Por cierto, Frankenstein no es el monstruo, o la «criatura», como cariñosamente la define la propia Mary Shelley, sino Victor Frankenstein, el doctor que la crea, aunque todos pensemos siempre en esta criatura cuando oímos el apellido del doctor alemán. Pero lo más interesante de esta historia es que la escritora no creó esta novela desde la nada absoluta, sino imbuida por esos espacios montañosos que la rodeaban (y muchas montañas y frío y nieve hay, sin duda, en el libro que escribió, que abre con un viaje a una región polar); y también influida, de una forma u otra, por las maravillosas lecturas que su esposo Percy seguía haciendo por las noches junto a la chimenea de grandes clásicos de la literatura. Mary escribía sobre todo durante el día, pero seguía compartiendo con todos las veladas de lectura colectiva donde su marido proseguía deleitándolos con su mágica dicción, que, estoy seguro de ello, debía de dar vida a cada uno de aquellos personajes que aparecían en las novelas seleccionadas. Y una noche especial, tras largas caminatas para unos en la montaña y una intensa sesión de escritura para Mary, Percy eligió una obra maestra de la literatura española traducida al inglés: Don Quijote. Así lo recoge Mary Shelley en su diario en la entrada del 7 de octubre de 1816: «Percy lee Curtius y Clarendon; escribir; Percy lee Don Quijote por la noche.» Y así siguió su marido leyendo cada noche durante todo un mes, un mes eterno e inolvidable para la historia de la literatura universal en el que Mary escribía su gran novela. Hasta que el 7 de noviembre Mary anota en su diario: «Escribir. Percy lee Montaigne por la mañana y termina la lectura de Don Quijote por la noche.» Mary Shelley se enamoró de la literatura mediterránea y en particular de Cervantes, ya fuera por la pasión con la que Percy leyó aquella traducción del Quijote, o por sus largas estancias en países del sur de Europa. El hecho es que Mary Shelley, años después, entre 1835 y 1837, escribiría la más que bien documentada y aún más que interesante Vidas de los más eminentes hombres de la ciencia y la literatura de Italia, España y Portugal, donde, entre otros muchos autores italianos y portugueses, biografiaba también las vidas de poetas, dramaturgos y novelistas españoles como Boscán, Garcilaso de la Vega, Cervantes, Lope de Vega, Góngora, Quevedo o Calderón de la Barca. Y es que Mary Shelley hablaba no sólo inglés, sino www.lectulandia.com - Página 47 francés, italiano, portugués y hasta español. ¿Y cómo aprendió español? Muy «sencillo» (obsérvese que escribo sencillo entre comillas): tanto le gustaron el Quijote y su lectura por parte de su esposo en 1816 que, cuatro años después, en 1820, volvió a leerlo, después de haber iniciado el estudio del español, pero esta vez lo leyó directamente en castellano. Y tal es la pasión que Mary Shelley sintió por esa gran obra que el lector curioso encontrará una referencia a Sancho Panza en el prólogo a Frankenstein, igual que podrá observar que la novela de Mary Shelley presenta su relato a través de múltiples narradores (el aventurero Walton, el doctor Frankenstein y hasta el propio monstruo); es decir, la misma técnica narrativa que Cervantes usó para el desarrollo del Quijote (narrado por alguien que encontró un supuesto original en árabe que debe traducir una tercera persona y donde cada uno quita y pone según le place). Y, por si quedan dudas, Mary Shelley decidió recrear la famosa «Historia del cautivo» (capítulos XXXIX-XLI del Quijote, primera parte) en el capítulo 14 de la versión corregida de 1831 de Frankenstein. Para que se hagan una idea de las similitudes: en la «Historia del cautivo» del Quijote, un cristiano secuestrado en un país musulmán es rescatado por una musulmana que está dispuesta a abrazar la fe cristiana desposándose con el cautivo cristiano al que va a ayudar a escapar; mientras que en la novela de Mary Shelley la monstruosa criatura creada por el doctor Frankenstein conocerá a Safie, una musulmana cuyo padre está preso en la cárcel de París y será ayudado por un cristiano que ama a Safie. Las conexiones entre ambos relatos son evidentes, pero no lo digo yo, sino que sesudos artículos académicos como el titulado «Recycling Zoraida: The Muslim Heroine in Mary Shelley’s Frankenstein» [«Reciclando a Zoraida: la heroína musulmana de Frankenstein de Mary Shelley»], publicado en una revista tan prestigiosa como el Bulletin of the Cervantes Society of America [Boletín de la Sociedad Cervantina de América], certifican esta relación entre un texto y otro. Hoy día, no obstante, no corren tiempos tan buenos para el bueno de don Quijote. Recuerdo, aún abrumado, una anécdota que me contaron no hace mucho: en una cadena de librerías decidieron que a partir de ahora sería un programa informático el que decidiría qué libros debían permanecer en las estanterías y cuáles, por el contrario, debían ser retirados, ya que nadie había adquirido ningún ejemplar en varios meses. A la hora de realizar el trabajo de retirada de los ejemplares que no eran vendidos, se externalizaba el trabajo contratando a alguien para esa tarea concreta, pues ver qué libros marcaba en rojo el programa, buscarlos en los anaqueles y retirarlos en cajas sólo requería saber leer (conocer el orden alfabético que inventó el bueno de Zenodoto ayudaba a localizar los libros que debían ser retirados con mayor rapidez, pero no era absolutamente necesario). El caso es que el programa informático no atendía ni siquiera al hecho de que ciertas obras maestras de nuestra literatura han quedado reducidas a lecturas obligatorias de diferentes estudios y que, www.lectulandia.com - Página 48 por lo tanto, sólo se venden al principio del curso académico. El empleado contratado en una de estas librerías realizaba con eficacia su trabajo cuando una de las libreras, algo veterana en estas lides, le detuvo un instante y le dijo: —Disculpa, pero este libro no lo retires, por favor. El muchacho, que estaba siendo concienzudo en su tarea, tuvo miedo de que se detectara que no había sido escrupuloso en la realización del trabajo para el que había sido contratado y, con el libro en cuestión aún en la mano, argumentó: —Es que el título de este libro viene marcado en rojo en el programa. La veterana librera suspiró. —Ya, bueno. No importa. Yo asumo la responsabilidad. —Y con cuidado tomó el volumen que el muchacho sólo cedió con el ceño fruncido y claras muestras de enojo en el rostro. Como imaginarán, el libro en disputa no era otro que un ejemplar del Quijote. Conclusión: si Mary Shelley aprendió español para poder no ya leer sino degustar el Quijote, ¿no deberíamos todos los que ya tenemos la fortuna de saber español encontrar algún momento de nuestra vida para zambullirnos, aunque sólo sea un rato, en alguno de los maravillosos relatos que pueblan la irrepetible historia del maravilloso Don Quijote? Y pronto, antes de que los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo; o, para ser más justo, antes de que quienes programan los programas informáticos decidan que ya no debemos leerlo. www.lectulandia.com - Página 49 Primeras impresiones www.lectulandia.com - Página 50 Thomas Cadell Jr. caminaba algo encogido por la humedad que llegaba desde el Támesis. Su oficina editorial en el 141 de la calle Strand en Londres estaba demasiado cercana al río para su gusto. Pasó por delante del espacio donde decían que iban a construir un nuevo teatro (hoy día el Adelphi Theatre, abierto en 1806 con el nombre francés Sans Pareil [Sin Comparación]). Thomas Cadell Jr., no obstante, aquella plomiza mañana de 1797, no tenía claro que aquel proyecto del nuevo teatro fuera a llegar nunca a buen puerto. Llegó a su edificio y entró en las oficinas. En la mesa de su despacho se acumulaban varios manuscritos que debía evaluar aquella mañana de un octubre desapacible. De hecho, tenía una novela en particular, remitida durante el verano, que había pospuesto leer en varias ocasiones. Llevaba el título de Primeras impresiones y era una novela romántica más de esas que parecían empezar a hacerse algo populares escrita por una mujer. La remitía el padre de la joven autora con una pomposa carta de presentación en un intento de darle prestancia al envío, pero Thomas Cadell Jr. estaba bastante resabiado sobre el asunto de las novelas de mujeres. Su padre, Thomas Cadell Sr., que se había retirado hacía tres años y les había dejado a él y a su socio Davies el negocio editorial, decía que era mejor publicar obras serias que esos relatos inverosímiles. Thomas Cadell Jr. se acomodó en su silla frente al escritorio y miró al techo mientras recordaba la frase que su padre repetía una y otra vez en casa durante las cenas. —Prefiero arriesgar mi fortuna con unos pocos autores como mister Gibbon o David Hume que ser el editor de un centenar de publicaciones insípidas. Sí, eso decía siempre su padre. Y quizá tuviera razón. Así había editado al filósofo Hume o el impresionante manual sobre la Historia de la decadencia y caída del Imperio romano de Edward Gibbon (que hoy día sigue siendo un referente sobre la historia de Roma). También había publicado obras del economista Adam Smith o del escritor Tobias Smollett. Gente seria. Thomas Cadell Jr. sabía, además, que su padre había quedado muy decepcionado con el experimento que hizo al aceptar publicar novelas de una mujer, Charlotte Turner Smith; ésta se volvió, al poco tiempo, demasiado radical y prorrevolucionaria, apoyando la locura de todo lo que estaba ocurriendo en la Francia que acababa de guillotinar a miles de aristócratas. Un año antes de retirarse, su padre se negó a seguir publicando novelas de Charlotte Turner y ésta tuvo que recurrir a otros editores. Thomas Cadell Jr. dejó de mirar al techo y tomó de nuevo en sus manos, como había hecho en verano, el volumen manuscrito de Primeras impresiones. Leyó un buen rato. Llamaron a la puerta. —Adelante —dijo sin dejar de leer. www.lectulandia.com - Página 51 Davies, el socio de su padre, entró. Traía más manuscritos. —Esto es lo que ha llegado esta semana —dijo dejando cuatro gruesos volúmenes sobre el escritorio—. Hay algo de Hannah More que seguro que interesará a tu padre. Thomas Cadell Jr. levantó la mirada y la fijó en los nuevos volúmenes. El trabajo empezaba a desbordarle. Había que ir tomando decisiones. Davies tenía razón en lo de Hannah More. Aquélla era una mujer, pero una evangelista de firmes convicciones religiosas. More era la única mujer de quien su padre estaba dispuesto a leer o a publicar algo. Se limitó a leer el título. —Sí, sin duda esto interesará a mi padre. Ya puedes ir escribiendo una carta de aceptación. —De acuerdo —respondió Davies sin sorprenderse, aunque sin ilusión; More tenía sus seguidores, eran ventas seguras y, a fin de cuentas, aquello era un negocio. Thomas Cadell Jr. suspiró un momento, antes de volver a hablar. —Y también puedes escribir al padre de esta autora y decir que no estamos interesados en su libro. —¿El de Primeras impresiones? —preguntó Davies, cogiendo el manuscrito en sus manos. —Sí, ¿has tenido tiempo de leerlo? —Algo leí, sí —contestó Davies—. No me pareció que estuviera tan mal. Quizá requiera más maduración por parte de la escritora. ¿Qué edad tiene? —Veintiún años; eso dice el padre en la carta. —Muy joven, sí, eso me pareció —comentó Davies—, pero tiene algo. No sé. La forma de contar los sucesos y esa manera de meterse en la mente de los personajes. Es novela, pero es… —Davies tardó un instante en encontrar la palabra adecuada—, es… creíble. Sí, eso es: uno cree lo que cuenta ese libro. —Le consultaré esta noche a mi padre —dijo Thomas Cadell Jr. —En ese caso voy preparando la carta de rechazo. Después de lo de Charlotte Turner, tu padre no quiere oír hablar de mujeres escritoras, a no ser que sean Hannah More. Thomas Cadell Jr. sonrió. Pocos días después, lejos de allí, en una pequeña población de la campiña inglesa, llegó una carta de la editorial a nombre de George Austen. El interesado la abrió durante el desayuno. Su hija estaba presente y le miraba con emoción, pero el rostro de su padre no dejaba mucho espacio para la celebración. —Lo siento, Jane, de veras. No les gusta. A George Austen le dolió tener que decir aquello. Su joven hija había sufrido un grave desengaño amoroso hacía poco tiempo. Un apuesto Tom Lefroy había entablado amistad con ella durante las navidades anteriores, pero, como siempre, en cuanto la familia del joven se enteró de los pocos recursos económicos de la familia www.lectulandia.com - Página 52 Austen, rápidamente hicieron que Tom Lefroy dejara de visitar a Jane. Su padre vio entonces cómo la muchacha se concentraba en escribir para ahuyentar el dolor del amor perdido; él sabía que la joven Jane se había enamorado profundamente. Jane había sobrellevado aquella separación de sus sueño