Páginas desde La Hija del Espantapajaros - Maria Gripe - PDF
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Maria Gripe
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This novel tells the story of Loella, a girl who moves into a boarding home in a city. She experiences conflict with another girl, Mona, and struggles to adapt to her new environment. Themes of social isolation and personal growth are explored.
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lo mismo. Son muy haraganes. La gente de la ciudad es la más perezosa que conozco. Ni siquiera sacan la basura fuera de la casa. La echan en un lugar que llaman vertedero, así que figúrate cómo olerá dentro de poco. Supongo que por esta razón hacen las casas cada vez más altas. Pronto toda la ciudad...
lo mismo. Son muy haraganes. La gente de la ciudad es la más perezosa que conozco. Ni siquiera sacan la basura fuera de la casa. La echan en un lugar que llaman vertedero, así que figúrate cómo olerá dentro de poco. Supongo que por esta razón hacen las casas cada vez más altas. Pronto toda la ciudad estará sobre un montón de basura que llegará hasta el cielo. Y después de todo, es una manera de llegar allí. No creo que haya otro camino si vives como vive aquí la gente. Una vida que no me gusta nada». Capítulo 9 LOELLA ya no estaba sola en su cuarto. Pusieron en él otra cama. Y llegó una nueva niña. Se encontró inesperadamente con esta novedad un día, al regresar de la escuela. Nadie le había dicho nada. La chica estaba sentada en la cama cuando Loella abrió la puerta. No se levantó ni dijo hola. Se limitó a dirigir a Loella una mirada indiferente. Habían sacado los cajones del armario y una de las empleadas del Hogar tenía en las manos la chaqueta verde de Loella y la miraba como si no supiera qué hacer con ella. —Estoy cambiando tus cosas a los cajones de arriba, Loella —dijo—. Así tendréis dos cada una. Loella le arrebató la chaqueta y dijo que ella misma lo haría. —Bueno, pero no te pongas nerviosa —dijo la muchacha—. ¿No os vais a saludar? Esta es Mona Flink. También viene del campo. Estoy segura de que os llevaréis muy bien. Loella no contestó y Mona dijo algo entre dientes. La muchacha, con la mejor intención insistió para que se dieran la mano, pero ellas no se dieron por aludidas. Loella con expresión sombría, arreglaba sus cajones y Mona buscaba algo en su bolso. —Me marcho —dijo alegremente la muchacha—. Así os será más fácil haceros amigas. Acordaos de que la parte derecha del armario es para que Mona cuelgue su ropa y tú, Loella, a la izquierda. Procurad no mezclar vuestras cosas y las encontraréis fácilmente. ¡Buena suerte! Se marchó, pero en seguida abrió la puerta otra vez para decir a Mona que deshiciera su maleta y lo guardara todo en el armario en cuanto Loella terminara. Debía hacerlo antes de cenar. Entonces se fue definitivamente. Silencio absoluto. Un tranquilo y vacío silencio en Mona. En Loella, un silencio compacto y muy elocuente. Estaba furiosa. Abría y cerraba los cajones a golpes. Cuando acabó, miró alrededor con expresión beligerante. Mona, que seguía sentada, bostezaba. Un par de zapatos extravagantes, en mitad del cuarto, también parecían abrir la boca. Sobre la mesa, una maleta abierta y un paquete de cigarrillos vacío. Todo bostezaba. La sangre le ardía. Dio una patada a los zapatos y los mandó volando bajo la cama de Mona. —¡Eh! ¿Qué haces, niña? —preguntó Mona. Se puso de pie lentamente y comenzó a colocar sus cosas en los cajones. Loella no estaba acostumbrada a disponer de mucho espacio; no, en ese aspecto no había sido muy afortunada; pero es distinto cuando se vive con la propia familia. Si el Hogar le había parecido aceptable era, precisamente, porque tenía un cuarto para ella sola. Y ahora… Ya no tendría donde aislarse de los demás. ¿Adónde podría ir? Abrió el cajón de la mesa que estaba junto a la ventana y sacó su cuaderno, las cartas de tía Adina, la llave de la cabaña y algunas cosas más. Ya no quería tenerlas allí. Debajo del armario guardaba una vieja lata de galletas que le sirvió de maleta cuando vino a la ciudad. La sacó y metió en ella sus cosas. Luego la ató con una cuerda y la puso debajo de su cama. —¿Qué haces? ¿Estás de mudanza? —preguntó Mona sin obtener respuesta. Mona iba de un lado a otro con las medias puestas, sin zapatos. Empezaba a sentirse en su casa, a instalarse en la habitación como si fuese suya. Tenía un montón de cosas esparcidas por todas partes. Frascos, tubos, botellas, cachivaches absurdos. Y fotografías de mucha gente. En lo alto del armario puso un revoltijo de collares, pulseras y pendientes, junto con horquillas y bigudíes. Había un estante para poner los libros. Mona puso en él tal cantidad de revistas que el estante se desplomó. Entonces metió los libros debajo de su cama, junto con sus zapatos. Tenía tantos pares que era imposible que cupieran en el armario. Y, de todos modos, estaba lleno hasta los topes. Menos mal que Loella tenía poca ropa, si no, Mona no hubiera podido guardar la suya. La chica parecía más contenta a cada minuto que pasaba. Empezó cantando unas versiones muy particulares de los éxitos del momento. Sabía muchos, según parecía, pero sólo a trozos. Cantaba una tonada hasta donde sabía, pasaba a otra y acababa con una diferente. Y siempre fuera de tono. Sin embargo, se mostraba muy satisfecha de su actuación. «Así es la vida… Me rompes el corazón… Los enamorados deben separarse siempre… Oh, noche lluviosa… Lloro por ti… Oh, querida, dime la verdad…» Loella se puso a mirar por la ventana. ¿Qué se creía esa tonta? ¿Que el cuarto era suyo? No, si hasta tendría que pedirle permiso para compartirlo con ella… ¿No se daba cuenta de que aquella casa era de todo el mundo? No era su casa ni la de Mona ni la de Olle ni la de Göran. No era de nadie. Tenían de todo, pero nada les pertenecía. En su casa del bosque Loella no tenía nada, pero todo le pertenecía. Esa era la gran diferencia. En la ciudad se podía llevar una vida cómoda, pasar el tiempo sin hacer casi nada. Y era una tentación cuando se estaba desilusionado y sin ganas de pensar. En el bosque no había comodidades, pero la gente se mantenía despierta. Había que vencer dificultad tras dificultad, pero no se molestaban unos a otros. Aquí había que hacer lo que se les antojaba a los demás. «Sé que me quieres, que por fin, por fin, me quieres…» canturreaba Mona. Loella se volvió y la miró furibunda. —¡Cállate! ¡Basta de idioteces! Mona contestó con auténtico asombro: —¡Oye…! ¿Con quién crees que estás hablando, niña? Se quedaron frente a frente, haciéndose un rápido y mutuo examen. Mona vio una criatura morena e insignificante, venida de quién sabe qué miserable rincón del mundo. Mona también era del campo, pero de un lugar cercano a Estocolmo y ponía mucho empeño en que se notara en su aspecto y en su manera de hablar. No le cabía la menor duda de que aquella chica malhumorada con quien tenía la mala suerte de compartir la habitación, venía de un lugar salvaje. Y Loella vio a una gansa presuntuosa con un paquete de cigarrillos en la mano. A través de las finas medias llamaban la atención las uñas de sus pies, pintadas de un rojo rabioso. Una carrera subía por su pierna hasta desaparecer bajo la falda corta y estrecha que se completaría con un jersey más chico de lo que hubiera necesitado. Su pelo era como una brazada de paja entre la que aparecía una cara pálida y delgada. Aunque no era fácil decir cómo sería de verdad esa cara. La pintura color naranja de sus labios era capaz de cegar a cualquiera. Y como había más color en los párpados que en los ojos, era imposible descubrir la menor expresión en su mirada. De su boca surgió otra canción: «Dime cuándo te veré, dime cuándo, cuándo, cuándo…» Así fue cómo Mona Flink, de 14 años de edad, apareció en la vida de Loella y consiguió hacerla huir, desesperada, de la habitación. ¡Fuera! ¡A cualquier sitio, con tal de no estar allí! No llegó muy lejos. En aquel preciso instante sonó la campana llamando a cenar. Se sentaron a una larga mesa y tía Svea comió con ellos. Mona estaba en el lado opuesto al de Loella y un poco más a su izquierda. Los demás chicos la miraban con curiosidad y los mayores con cierto grado de admiración. Ella lo notaba y aumentó su seguridad en sí misma. Abrió la conversación con unas cuantas observaciones generales sobre la vida en el campo. Así pudieron saber que lo consideraba «lo último» y «triste como la muerte». —No, morirme de aburrimiento no es para mí —dijo—. Me gustan los lugares donde haya movimiento, vida… Muchos estuvieron de acuerdo con ella, pero tía Svea dijo que tal vez se llevaría una desilusión porque en aquella ciudad no pasaba casi nada. —Sí, ya lo sé… —dijo Mona, comprensiva—. Se parece bastante a un cementerio, pero ya me encargaré yo de que pase algo. Miró alrededor y apreció satisfecha las miradas de admiración de los chicos. —Hay que vivir la vida —dijo mecánicamente, bajando los ojos de modo que se pudo ver el violento azul de sus párpados. Un expresivo chasquido de lenguas indicaba que sus vecinos apreciaban sus sabias palabras, pero que ahora dedicaban su atención al guiso de repollo. Tía Svea miraba a cada uno de los chicos. Sus ojos se detuvieron un momento en la cara morena de Loella, que aún tenía una expresión agresiva. Tía Svea no dijo nada, pero estaba preocupada. El Hogar estaba lleno hasta los topes. Por eso no le había quedado más remedio que poner a Mona con Loella, que era la única que tenía una habitación para ella sola. ¿No se habría equivocado? ¿No hubiera sido mejor buscar otra solución? Decidió esperar hasta ver cómo marchaban las cosas entre las dos. Había pensado que Mona y Loella podían tener mucho en común ya que las dos eran del campo y su diferencia de edad muy pequeña. Pero no se hacía muchas ilusiones al respecto; casi ninguna. Por lo visto, vivir en el campo podía significar algo muy distinto para unas u otras personas. Por la noche Loella estaba sola en su cuarto. Mona habría salido o estaría con los chicos. No lo sabía. A veces los mayores se reunían para poner discos después de cenar. Les permitían usar el tocadiscos. A los niños no les dejaban unirse a ellos, pero Mona, seguramente, sería bien recibida. No volvió hasta bastante tarde. Loella se había acostado temprano para poder usar el baño a sus anchas. Pero no dormía aún. La puerta se abrió bruscamente y Mona irrumpió en la habitación silbando. Encendió la luz del techo. —¿Duermes, niña? Loella fingía dormir con la cara vuelta a la pared. Mona se quitó los zapatos ruidosamente y empezó a desnudarse. Entre canto y silbido, bostezaba. Desapareció en el baño, estuvo chapoteando allí un buen rato y luego apagó la luz y se metió en la cama. Pero dejó encendida la lamparita de su cabecera y empezó a hacer algo. Fuese lo que fuese, debía de ser bastante fastidioso, porque refunfuñaba y a veces hasta parecía quejarse. Loella hizo como que se daba vuelta, dormida, y espió a Mona cautelosamente, abriendo apenas los ojos. —Si estás despierta, podrías echarme una mano… Mona estaba sentada en la cama, con las piernas dobladas y un espejito haciendo equilibrios sobre sus rodillas. Tenía la cabeza llena de rulos de todos colores. Le costaba mucho trabajo enrollar las mechas de la parte de atrás del cuello y eso la ponía de mal humor. Tenía un aspecto tan cómico que Loella tuvo que contenerse para fingir que seguía durmiendo y no soltar la carcajada. Cuando Mona terminó la delicada operación, empezó a untarse la cara con una crema verde, haciendo ridículas muecas. Finalmente, cogió un frasco y un cepillito y aplicó un líquido a sus pestañas. Su cara aceitosa era todo un espectáculo a la luz de la lamparita que en seguida apagó. Bostezaba, suspiraba, tosía y resoplaba como un perrito cuando busca la postura más confortable antes de dormir. Se hizo el silencio. Poco después, Loella oyó que Mona decía con voz grave y monótona: «Padre nuestro, que estás en los cielos, santificado sea tu nombre…» Otro silencio… otro suspiro y la voz que decía, con profundo sentimiento: —Y por favor, cuida a Mona, Rolland, Frille, Pip, Johnny y Maggie… y a todo el mundo. Amén. A todos menos al viejo. Amén. Un minuto después, Mona estaba completamente dormida. Capítulo 10 LUCES rojas, colgadas en guirnaldas hechas con ramas de pino, dibujaban las palabras Feliz Navidad sobre la calle comercial más importante de la ciudad. Las luces lo inundaban todo con su brillo y había enanitos, árboles de Navidad y velas en los escaparates. Y música en todos los almacenes, invadidos por una fantástica multitud. ¡Qué barullo! Y eso que todavía faltaba un mes para el día de Navidad. Loella se sentía perdida y atemorizada por todas esas cosas maravillosas que, al mismo tiempo, la atraían poderosamente. En la ciudad sabían cómo ahuyentar la oscuridad, desde luego; pero también, y por desgracia, la nieve. No quedaba de ella más que una pasta color marrón sucio porque eran demasiados los pies que la pisaban. Pies por todas partes, revolviéndola, machacándola. En medio de la plaza había un enorme árbol de Navidad cubierto de luces y con una estrella resplandeciente en la punta. De los altavoces salía la melodía de Noche feliz, noche de paz… Por un momento Loella se sintió muy triste. Miró al cielo y no pudo ver una sola estrella de verdad entre tantas luces. Claro, en la ciudad todo era distinto. No parecían celebrar la Navidad, sino cualquier otra cosa que llamaban Navidad para evitarse complicaciones. Siguiendo al gentío se metió en unos grandes almacenes. Dentro, el caos era impresionante. Del techo colgaban adornos brillantes. Un papá Nöel gigantesco sobre una plataforma movía la cabeza de un lado a otro como una oveja. El tonto del pueblo resultaba inteligente comparado con él. Los altavoces llenaban el aire con canciones de Navidad y el ruido era ensordecedor. La gente se amontonaba empujándose junto a los mostradores. Todos llevaban paquetes de colores. ¿Qué habrían comprado? Cosas inútiles, seguro. Iban de mostrador a mostrador. Había montones de adornos para el árbol de Navidad: ropa, regalos… Tía Adina solía poner un árbol de Navidad con adornos de papel hechos por ella misma. En la cabaña no había sitio, por eso se conformaban con unas ramas de abeto colocadas en una jarra. También ponía velas en la ventana. Loella no pensaba comprar ningún adorno de Navidad. Guardaba el dinero de tía Adina para comprar lápices y sobres. Se acercó a un mostrador, pero había tanta gente que esperó mucho tiempo sin que nadie le hiciera el menor caso. Cada uno cogía lo que le parecía; pero ella pensaba que eso no debía estar permitido. Le habían dicho que se pagaba a la salida y no sabía cómo hacerlo. ¡En la tienda del pueblo era tan diferente…! Y mucho más sencillo. Si uno tenia dinero, lo ponía sobre el mostrador y listo. Suponiendo que tuviera dinero. No era corriente tener nada menos que un billete de diez coronas y no saber en qué gastarlo. La única solución era esperar hasta que le dieran los lápices. Y luego ponerse en cola para pagar en la caja. La gente parecía divertirse comprando; algo completamente nuevo para ella. Loella se aseguró de que el billete seguía estando bien doblado en su bolso. Sí, ahí estaba, gracias a Dios. Sería horrible perderlo. En ese momento vio a Eva y Birgitta, dos niñas de su clase. Llevaban paquetes y bolsas de papel y parecían muy felices. —¿También tú has venido a hacer tus compras de Navidad? — preguntaron a Loella arrastrándola con ellas mientras no dejaban de hablar sobre todo lo que habían comprado. —A mí sólo me falta el regalo de papá —dijo Birgitta— y no sé qué comprarle. —Es difícil —suspiró Eva—. El mío sólo quiere un millón de coronas y unos niños obedientes. ¿Y de dónde voy a sacar yo un millón de coronas? Pensando en eso rieron las dos; luego preguntaron a Loella qué quería su padre y ella contestó sinceramente que no lo sabía porque no estaba en casa. Estaba siempre en el mar. —¡Ah! ¿Es marino? Pero puede decírtelo en una carta, ¿no? —Sí, claro, pero… —Loella estaba incómoda. Le hacían muchas preguntas a la vez y ella contestaba sobre cosas que en realidad no sabía—. Sí, papá ha estado en todos los países. —¿En todos? —Sí, naturalmente. —¿Y te escribe desde tantos sitios? —Quizás venga por Navidad, es muy fácil que venga. —Entonces te traerá muchos regalos. Y tú tienes que comprarle alguno a él. —Sí, claro. —¿Tienes cartas con sellos de todas partes del mundo? —Sí… —¡Qué suerte! ¿Tú los coleccionas? No, no coleccionaba sellos. —¡Oh! ¿Me podrías dar los que vienen en las cartas de tu padre? Yo colecciono sellos y no tengo casi ninguno extranjero. Loella decía que sí a todo. Más le hubiera valido morderse la lengua, pero ya era demasiado tarde. Eva daba saltos de alegría. Si al menos mamá escribiera pronto desde América, tendría aunque fuese un solo sello, pensó desolada Loella. —¿Dónde está ahora tu padre? —No… no estoy segura. En América, quizás. —¡Qué bien! No tengo ni un sello americano. Ojalá te escriba pronto. Estaban en la sección de perfumería y Birgitta dijo que tenía que encontrar algo para su padre. —Y yo —dijo Eva, nerviosa. Miraron las cremas de afeitar y las colonias con poco entusiasmo, pero sin embargo decidieron comprar un tubo de dentífrico y uno de crema de afeitar. Entonces descubrieron un frasquito que contenía un líquido para parar la sangre cuando uno se corta al afeitarse. —Y papá se corta siempre —dijo Eva. —El mío también —dijo Birgitta, y cambiaron el dentífrico y la crema de afeitar por una de aquellas botellitas. —¿Por qué no compras también una para tu padre, Loella? —preguntó Birgitta—. Todos los hombres se cortan. ¿O quizás el tuyo lleva barba? —Sí. Loella aceptó en seguida la idea de la barba para no verse obligada a comprar el producto. —Entonces… ¡tengo una idea mucho mejor! —dijo Eva con entusiasmo —. ¡Mira! ¡Crema especial para barbas! También sirve para el cabello. Aquí dice que lo pone brillante y sedoso. —Le vendrá muy bien —dijo Birgitta— porque tu papá tiene muchísimo pelo. Loella las miró, sorprendida. ¿Cómo se habían enterado? Ellas se echaron a reír. ¡El dibujo, naturalmente! El que había hecho para el Día del Padre. ¿Ya no se acordaba? Sí, se acordaba muy bien. Tomó el tubo que sus compañeras le enseñaban y lo observó, vacilante. Se llamaba Pop-Viril. —Es lo mejor que se fabrica. Lo decían en un anuncio que vi la última vez que fui al cine. ¡Le gustará muchísimo! El corazón de Loella palpitaba ansiosamente. Sí, era un regalo precioso, estaba de acuerdo. La caja era muy bonita. Y el nombre: Pop-Viril Y también ponía que olía de maravilla. A ella le encantaban los buenos olores. Recordó lo bien que olía siempre la señorita Skog. Ella y papá se parecían; quizás también a papá le gustaran los buenos olores… Pero… ¿y si no llevaba barba? Bueno, en cualquier caso, tenía pelo. Aunque no podía estar segura. Muchos padres se quedan calvos. No, pero papá no… No podía creerlo. Sin embargo, era una tontería comprar la crema. Volvió a ponerla donde estaba. En los ojos de Eva vio una expresión de desencanto, como si una luz se hubiera apagado en ellos. Sin pensarlo más, dijo que se la llevaba. Al tomar esta valiente decisión, sintió un sobresalto en su interior, pero Eva se puso contenta de nuevo. —Haces muy bien. Te aseguro que es un producto buenísimo —dijo muy convencida—. Lo decían en el cine. Les hicieron los paquetes con papeles preciosos y pagaron en la caja. No fue difícil. Una chica cogía el dinero y daba las vueltas. El Pop-Viril costó cuatro coronas. Una increíble suma de dinero. Mientras Loilla contaba su cambio, se acordó de algo que le había dicho tía Adina: «Cuando des algo, no des sólo lo que te sobra, sino lo bastante para sentir que estás dando algo». Entonces, Loella se preguntaba cuándo le sobraría a ella algo. Ahora lo comprendía. Y supo lo que significaba sentir la alegría de dar. Cuanto más pensaba en que su padre podía llegar en cualquier momento, más lo creía. Y era necesario tener un regalo preparado para él. Estaba un poco aturdida y tenía las mejillas rojas. El Pop-Viril fue para ella una fuente de emociones mezcladas: ansiedad, confusión, culpabilidad, pero, sobre todo, esperanza y una secreta satisfacción. ¡Un regalo para papá! —Pareces contenta. Es divertido comprar regalos de Navidad, ¿no es cierto? —dijo Birgitta. —Sí. Ahora ya no tienes que pensar en él —dijo Eva, y las tres continuaron su animado recorrido entre los mostradores. Pero Loella pensaba en papá mucho más que antes. —¡Oh, qué sed tengo! Me voy a tomar un helado. Era Eva otra vez. Siempre se le estaban ocurriendo cosas. Y Birgitta declaró que ella también quería un helado. En seguida llegaron al mostrador donde los vendían. —¿Cuánto valen? —preguntó Loella. —Según el tamaño. Yo quiero uno grande. —Y yo —dijo Birgitta. Les brillaron los ojos. Había cucuruchos pequeños, medianos y grandes. Loella estaba completamente decidida a tomar uno pequeño. No tenía nada de hambre, aseguró a sus compañeras. Pero cuando vio los dos maravillosos cucuruchos gigantes que les dieron a sus amigas, se dio cuenta de que ella también quería uno así. ¿Sería que se estaba volviendo loca? Los remordimientos cesaron al tener su helado entre las manos. No conocía bien a Eva y Birgitta; no mucho, todavía. Pero estar junto a ellas, con el Pop-Viril en una mano y el cucurucho en la otra, en medio del gentío bullicioso, de la alegre música y las voces, lamiendo el helado lentamente para que durase más y mirándose por encima del borde del cucurucho, era una nueva experiencia; algo que valía la pena. —El helado de nata está riquísimo, ¿verdad? —dijo Birgitta. —¡Oh, sí! —Es el que más me gusta. —Y a mí —dijo Eva. —¿Cuánto te queda todavía? Vamos a medirlos. —Todavía te queda mucho, Birgitta. —Y a ti también, Loella. Sí, valía la pena. En la ciudad no había sólo tristeza, como había pensado. Existían también momentos magníficos como aquél. Era necesario conocer a los demás para descubrir cuánto tenían en común. Como ahora. De pronto supo que aunque olvidara muchas cosas de su vida allí, aquel momento quedaría siempre en su memoria. Y por primera vez pensó que vivir en la ciudad no era tan absurdo y miserable como había creído hasta entonces. Capítulo 11 EN cuanto Loella estuvo en su cuarto, sola, sacó el regalo para papá. Quitó cuidadosamente el papel que lo envolvía, con estrellas doradas y duendecillos que bailaban, y lo alisó con la mano. Algo de la luz y la magia de los grandes almacenes parecía emanar de él. Se quedó mirándolo un momento. El Pop-Viril estaba en una elegante cajita de cartón, la abrió con muchas precauciones y sacó el tubo. En él estaba enrollado un papel con algo escrito. Lo desenrolló y leyó detenidamente. Para hombres del gran mundo, decía arriba. Eso le iba a papá perfectamente. En el papel estaba dibujado un piloto en su avión; pero andar por el aire o por el mar era casi lo mismo, para el caso. Continuó leyendo. Había minuciosas instrucciones sobre cómo aplicar la crema, cepillar, etcétera, etcétera. Y al pie de la hoja decía algo que no comprendió muy bien: Acentúa el atractivo masculino. ¿Qué querría decir? Dio vuelta a la hoja y se quedó asombrada. Había otro dibujo que representaba a un hombre y una mujer, la mujer acariciaba el cabello del hombre. Parecían tontos. Y debajo: «Ella no puede resistir la tentación de acariciar su cabello; pero usted no se preocupe. Pop-Viril no es pegajoso. Está fabricado con sustancias tan puras como el rocío en la hierba. Pop-Viril da a su cabello la encantadora suavidad de una mano femenina…» Una profunda arruga se marcó en el entrecejo de Loella. ¿Qué significaba aquello, exactamente? Se sentó con el papel en la mano, invadida súbitamente por una terrible inquietud. No podía ordenar sus pensamientos. Todos se juntaron en uno solo. Un pensamiento obsesionante y terrible: Papá podía haberse casado de nuevo. Podía tener otros hijos. Quizás por eso no había sabido nada de él en tanto tiempo. ¿Qué pasaría entonces? Que no volvería más, naturalmente. La habría olvidado… No pudo continuar sentada. Se levantó y anduvo por el cuarto, arrugó el odioso papel hasta convertirlo en una bola, lo estiró después y acabó por romperlo en pedacitos y tirarlo a la papelera. Estuvo a punto de tirar también el Pop-Viril, pero se contuvo. Antes se lo preguntaría a Agda Lundkvist. Ella estaba enterada de todo y, si papá se había casado otra vez, seguro que lo sabía. No sería fácil tocar el tema, teniendo en cuenta la poca simpatía que Agda Lundkvist sentía por su padre. Loella nunca le había preguntado nada acerca de él. Pero ahora era imprescindible. Nadie más que ella podía decírselo. Puso el tubo de Pop-Viril en su caja y lo escondió en el cajón, debajo de su ropa. Luego fue a vaciar la papelera. No quería que quedase el menor rastro del asqueroso papel en su cuarto. Después de cenar corrió a casa de Agda Lundkvist. Rudolph y Conrad ya estaban acostados y Tommy chapoteaba en la bañera. —¡Qué tarde vienes! —se sorprendió Agda Lundkvist—. Pero pasa… No sé si los mellizos estarán durmiendo. Ve a verlos mientras termino de bañar a Tommy. En efecto, dormían. Compartían una cama grande colocada en el comedor. Tommy dormía en el cuarto de sus padres. Estuvo un rato mirándolos. Eran encantadores. Sonreían en sus sueños, como siempre. Acarició suavemente sus cabecitas oscuras. Entonces se acordó del Pop-Viril y suspiró con desaliento. Si papá se había casado de nuevo, lo guardaría para que Conrad y Rudolph lo usaran. Cuatro coronas no se pueden tirar así como así. Sería un pecado. Tommy había salido del baño y daba brincos en la cama llamando a su padre. El marido de Agda Lundkvist se levantó lentamente, desde las profundidades de su cómodo sillón. Dejó el periódico que estaba leyendo y entró en el dormitorio. Loella salía en ese momento del comedor y se encontró con él en el vestíbulo. La saludó con una sonrisa de embarazo. No se habían vuelto a ver desde el día en que ella se subió a la chimenea y le tiró la tarta de crema a la cara, pero ambos se comportaron como si nada semejante hubiera sucedido. Era evidente que su jornada de trabajo había terminado. Se había quitado la camisa y los zapatos y andaba en calcetines. A cada momento bostezaba y se rascaba los sobacos, como si estuviera solo, y Loella decidió no quedarse allí ni un minuto más de lo imprescindible. Agda Lundkvist salió del dormitorio mientras se oía la voz de su marido regañando a Tommy. Ese era el momento. —¿Los niños duermen? —preguntó Agda Lundkvist. —Sí. —Ya me parecía. Anoche se acostaron tarde porque tuvimos visitas. ¿Quieres café? No, no quería molestar. Dijo que había venido para preguntar qué podía regalar a Rudolph y Conrad por Navidad. Que no había sido capaz de encontrar nada a pesar de que había dado una vuelta por los almacenes. —¿De dónde sacaste el dinero? —Me lo mandó tía Adina —contestó Loella amablemente, aunque la pregunta la molestó, y hubiera preferido decir a Agda Lundkvist que se metiera en sus asuntos. —¿Te refieres a esa vieja que os malcriaba tanto con sus mimos? Los mellizos están todo el tiempo nombrándola. Loella sintió una oleada de indignación, pero pudo contenerse y no contestó. —¿Cuánto te ha dado? Loella se lo dijo. —Bah, con diez coronas no se puede hacer mucho. Pero algún juguetito habrá por ese precio. Un coche, un barco… hay algunos baratos, de madera. No sé cuánto dinero mandará Iris desde América. Ahora tiene mucho. Seguramente recibiremos unos cuantos dólares por Navidad. ¿Has tenido noticias suyas? —No. —Yo tampoco. Iris nunca ha sido muy aficionada a escribir, pero sería interesante saber qué dice. Aunque no es para fiarse. Siempre pinta las cosas mejores de lo que son. Tiene mucha imaginación. En eso te pareces a ella. En todo lo demás eres como tu padre. Loella dio un respingo y de pronto se hizo toda oídos. Llegaba la ocasión de preguntar lo que le interesaba. —¿En qué me parezco a papá? —dijo, con el tono más indiferente que pudo. Agda Lundkvist la miró, pero no contestó en seguida. Su habitual expresión del mal genio dejó lugar a otra de superioridad. Con una forzada sonrisa dijo: —Más valdría que preguntaras qué diferencias hay entre tú y él. Sería más fácil contestarte, porque no veo ninguna. Eres clavada a él, la misma cara, el mismo carácter. Y esos ojos tan oscuros… ¡Qué le vamos a hacer! Supongo que tiene que haber gente como vosotros, aunque sólo sea para que la vida resulte un poco más insoportable a la gente normal. Esto pretendía ser una broma y se rió de buena gana. Loella, como si no se hubiera enterado, esperaba hasta poder hacer la siguiente pregunta. —¿Dónde está ahora papá? ¿Se ha vuelto a casar? —dijo displicentemente. Agda Lundkvist la miró fingiendo una enorme sorpresa y otra vez soltó la carcajada, como si de repente todo le resultara enormemente cómico. —¿Casado? ¿Si se ha casado? —rió—. ¿Quién se va a querer casar con él? No… eso no tiene ni pies ni cabeza. Tu padre es demasiado orgulloso, te lo digo yo. El muy tonto podría haber continuado con Iris, pero no… no era bastante para él. No… ¿cómo has podido pensar semejante cosa? Aunque las palabras de Agda Lundkvist y su tono eran bastante desagradables, devolvieron la tranquilidad a Loella. Ya no necesitaba saber nada más y se marchó de prisa. El cariño que sentía por su padre iba en aumento. Nadie le quería. ¡Pero no importaba! Ella, sí. Capítulo 12 EL tiempo pasaba. La Navidad llegó y se fue. Y lo mismo el Año Nuevo. Loella siempre recordaría aquellas fiestas, tan distintas de las que había vivido antes. Nunca olvidaría el ambiente de febril expectación que podía palparse en todos los sitios: los preparativos, las charlas, las idas y venidas, los regalos de Navidad. Era muy divertido. Se había dejado llevar por el general entusiasmo, en contra de su voluntad, aunque seguía diciéndose que era absurdo esperar nada bueno de la vida en la ciudad. Pero debía confesarlo: también ella había entrado en el torbellino de aquellos días. Y no tenía por qué lamentarlo. Recibió paquetes de mamá y de tía Adina. Mamá le mandó desde América una blusa color azul cielo, adornada con puntillas y lazos. Parecía cosa de otro mundo. El Hogar resplandecía con velas encendidas por todas partes y les dieron una comida exquisita que nunca había probado. Todo fue mejor de lo que esperaba. Pero la víspera de Navidad, por la noche, cuando fue a acostarse, en el silencio y la soledad —Mona se había marchado a pasar las fiestas con su familia— no pudo evitar acordarse de su hogar. Se había divertido y sentía como si hubiera traicionado al mundo de los bosques que había dejado atrás. Como mamá en América. Tenía mala conciencia. Decidió pasar por alto esta Navidad. O quizás sí podía recordarla, pero como un día de fiesta cualquiera. Sí, la Navidad llegó y se fue. Y pasó el tiempo. Empezaron otra vez las clases después de las vacaciones y Mona regresó. No sería cierto decir que Loella la echó de menos cuando se fue, pero tampoco se sintió tan molesta como suponía al verla de nuevo. Pensar en Mona le ayudaba a ahuyentar muchos pensamientos tristes. Donde ella estaba, siempre pasaba algo. Y aunque pocas veces se quedaba en la habitación, tenía una rara habilidad para que igualmente se sintiera su presencia. Las paredes, junto a su cama, estaban cubiertas de fotos de artistas, cantantes, bailarines, que recortaba de las revistas. Y sus cosas estaban desparramadas por todas partes. La mesa se había convertido en un tocador. Siempre le estaban diciendo que la ordenara y ella lo hacía, pero en seguida volvía a estar revuelta. Loella empezó a acostumbrarse al desorden y hasta llegó a encontrarlo especialmente cómodo. Mona fumaba. Soltaba varias bocanadas apresuradas y luego corría a abrir la ventana. —No se lo contarás a nadie, ¿verdad, niña? —decía siempre. No, ¿por qué lo iba a decir? No le gustaba ir con cuentos. Por lo demás, no se hacían mucho caso la una a la otra. Se hablaban poco, aunque el silencio, entre ellas, podía ser bastante significativo. Preferían no intimar. Cada una se encerraba en sí misma. Sin embargo, sus relaciones iban mejorando. Habían decidido abandonar las armas y se respetaban mutuamente. Mona era irresponsable, indiferente y obstinada. Se engañaba a sí misma mucho mejor que a los demás, con su lenguaje de gran ciudad, su recargado maquillaje y sus canciones de moda. Trataba a Loella como si fuera una niña pequeña. Loella simulaba no darse cuenta y eso fastidiaba a Mona. Cuando se peleaban, Loella le lanzaba terribles invectivas: —Eres una hereje, Mona… ¡No eres una persona: eres un monstruo! Palabras extrañas, de misterioso sentido para alguien acostumbrado al lenguaje de la ciudad. Un estremecimiento helado corría por la columna vertebral de Mona y respondía a ellas con unos cuantos insultos; pero incluso los más duros perdían su fuerza cuando Loella, gesticulando fieramente, pronunciaba su fórmula mágica: «Luna negra, flor venenosa, nido de culebras…» A Mona le sonaba como algo macabro, como la peor de las blasfemias. Su única reacción de defensa era cantar a voz en cuello. Y todo terminaba en una disputa. A veces Lisbeth, la empleada, tenía que entrar en el cuarto a separarlas. No se sabía cómo, pero siempre pasaba por allí cuando se estaban peleando. Poner fin a tales encuentros era para ella como una vocación. Era una mujer bajita, fornida, nerviosa, constantemente espantada por el mal que hay en el mundo, pero convencida, con una invencible fe, de la definitiva victoria del bien. —Creo en lo bueno que hay en vosotras, niñas —solía decir—. Lo bueno… Y saboreaba la palabra como si fuera un gran caramelo. Otra de las vocaciones de Lisbeth era procurar y conseguir que los chicos se sintieran como hermanos. Y argumentaba que todos los que vivían en el Hogar debían formar una gran familia. Un hermoso pensamiento, sin duda, pero imposible de lograr aunque Lisbeth fuera incapaz de comprenderlo. Tía Svea, en cambio, lo comprendía; a ella nunca le habían oído nada por el estilo. Sólo a Lisbeth. Cuando ejercía de mediadora, acababa diciendo: —Debemos tratar de ser como hermanas… Ellas, como si no la oyeran. Pero un día Mona estalló: —Márchese, ¿quiere? ¿Cree que podemos cambiar de hermanos como de camisa? Los padres sí se pueden cambiar, de acuerdo… pero los hermanos, jamás. No siga dándonos la lata con esa historia. Lisbeth se quedó mirándola asombrada y jadeante, como un pez fuera del agua, y luego se marchó a todo escape. Mona se rió y preguntó a Loella: —¿No tengo razón? ¿Tú qué opinas? Loella asentía de mala gana. Sí, Mona tenía razón. Lo que decía era la pura verdad. Y después de oírla hablar así le resultó un poco más fácil soportarla. Esto no significó que se hicieran amigas íntimas, más bien al contrario; pero Loella sentía que conocía mejor a Mona, aunque hubiera declarado que prefería la ciudad al campo. Un error, pero allá ella. Lo importante es que no estuviera dispuesta a cambiar fácilmente de hermanos. Así que Mona tenía hermanos en alguna parte y se había visto obligada a separarse de ellos. ¿Por qué? ¿Dónde estarían? Loella se lo preguntaba a veces, especialmente por las noches, cuando oía rezar a Mona y pedir a Dios que cuidara «de Mona, Rolland, Frille, Pip, Johnny, Maggie y de todos, amén… Menos del viejo… amén». La misma oración cada noche, sin cambiar ni una palabra. ¿Dónde estaban sus hermanos? ¿Y quién sería el viejo? Miraba a Mona mientras ésta se cepillaba el cabello incansablemente, cantando: Regálame un globo, regálame un globo, con ojos y nariz. Y, por favor, que sea azul… Pensaba, pensaba… Pero nunca se atrevía a preguntar. Capítulo 13 UN día brilló una nueva luz sobre la ciudad. El sol iluminó los tejados hasta la hora de cenar. Era un martes. Loella se acordaba perfectamente porque les dieron pasteles de nata para postre y durante un momento el sol se detuvo sobre los pasteles haciendo que la nata pareciera dorada. Ya no había necesidad de encender la luz para vestirse por la mañana. Un día Loella se puso la preciosa blusa azul de América y el collar rojo para ir al colegio. Las chicas se arremolinaron para admirarlos. Todas soñaban con una blusa así. ¿De dónde la había sacado? Se la regalaron por Navidad. ¿En qué tienda la habían comprado? Venía de América. ¡Ah, claro…! ¿Y el collar también? Sí. Entonces Eva recordó algo. —Te los mandó tu papá, ¿no? Un montón de ideas se agolparon en la mente de Loella. Acariciando suavemente la delicada tela, contestó: —Sí, me los mandó papá. Y al decirlo sintió que a su corazón le crecían alas, como las de un alegre pajarito. Y lo más extraño es que no le parecía estar diciendo una mentira. La conciencia no le remordía aunque supiera que aquello no era verdad. ¿Y cómo puede parecer verdad una mentira? Lo ignoraba, pero de pronto la blusa se volvió más bonita y el collar brilló más que nunca. Eva dijo: —Prometiste darme los sellos de las cartas de tu padre. ¿Lo has olvidado? Estas palabras volvieron a la realidad a Loella. No, no lo había olvidado, pero esperaba que Eva sí. Mamá no había escrito. Los paquetes con la blusa y los juguetes para los niños se los había mandado a Agda Lundkvist y no sabía siquiera si traían sellos. No supo qué decir. Eva la miró, desconfiada. —Lo mismo se los has dado a otra persona —dijo Eva—. Y eso que me los habías prometido. Tu padre te debe haber mandado un montón de cartas desde entonces. Loella contestó con evasivas. No se los había dado a nadie, pero no sabía dónde los había metido. Prometió a Eva darle los sellos en cuanto su padre volviera a escribir. ¿Cómo pudo ser tan rematadamente tonta? No llegaría a sus manos ningún sello, a menos que mamá escribiera pronto, lo que era bastante improbable. Especialmente porque ella tampoco le había escrito. Ni siquiera para agradecerle la blusa y los regalos de Navidad para Rudolph y Conrad. Por lo general no era perezosa para escribir. Tía Adina recibió muchas cartas y muy largas. Pero escribir a mamá ya no le era fácil; no, no podía escribirle ni una sola línea. Menos ahora, después de haber dicho en la escuela que la blusa se la había mandado papá. No podía agradecer a su madre algo que deseaba fervientemente que viniera de su padre y que casi sentía como si fuese así. Se había metido en un terrible embrollo. Pero no se preocupó. Después de todo, no se iba a quedar allí para siempre. Aún quedaba un poco de nieve sucia en algunos sitios, pero pronto habría desaparecido. Empezaba el deshielo y la navegación se reanudaría normalmente. Entonces vendría papá. Todo sería distinto. Y a medida que los días se hacían más largos y la primavera se acercaba, Loella se dejaba llevar por sus sueños. Mona ya no era la única en permanecer largo tiempo ante el espejo. Loella también lo hacía a menudo. Aprendió a peinarse recogiendo su cabello en una trenza apretada y negra. Cuando estaba a solas en su habitación se peinaba así, se ponía la blusa y se miraba un buen rato al espejo. Ya no era Loella Nilsson ni vivía en un Hogar, sino una extraña y misteriosa criatura con la que le hubiera gustado hacer amistad. Esa niña era feliz porque tenía un padre y nunca lo perdería. Podía hallarse en cualquier extremo del ancho mundo; pero estaba a punto de llegar y lo encontraría… La que estaba allí era la hija de Papá Pelerín. No la hija del viejo espantapájaros del bosque, sino la del verdadero Papá Pelerín, el que tenía que venir… Cuando llevaba un buen rato mirando a la admirable criatura que era la hija de Papá Pelerín, todo cambiaba a su alrededor. El cuarto desaparecía. El tiempo se evaporaba. Y su vida cotidiana también. En su lugar aparecía una escena mucho más hermosa. Como ésta: Sola, por una calle de algún lugar, camina la hija de Papá Pelerín. Pasa junto a los grandes almacenes. Hace calor, el sol brilla, pronto llegará el verano. Llega al río y cruza muy despacio el puente. Abajo, una corriente furiosa azota el agua formando remolinos de espuma. Hay mucha gente en el puente. De pronto, lanzan un grito de espanto. Alguien ha caído a las embravecidas aguas. Se asoman por la barandilla para mirar, horrorizados, la mesa negra donde sobresalen los blancos penachos de la espuma. Dicen que nada se puede hacer. El que se atreva a tirarse, moriría. Una pequeña cabeza se ve luchando patéticamente en los remolinos. La hija de Papá Pelerín no lo duda un momento. Trepa, ágil, a la barandilla y se lanza al agua. El remolino negro y helado la arrastra hasta el fondo del río, pero ella lucha denodadamente por mantenerse a flote. Tras enormes esfuerzos consigue llegar a donde un hombre a punto de ahogarse lucha por salvar su vida. Llega junto a él y, con un esfuerzo sobrehumano, logra sacarlo del remolino, de otro, y otro y otro más y lo lleva hasta la orilla. El hombre por el cual ha arriesgado la vida es dos veces más alto que la niña. Ella está agotada, a punto de morir. Pero no se muere porque entonces no seguiría estando en la historia y quiere estar, es lo más importante. Entonces el hombre dice: «Me has salvado la vida. ¿Cómo te llamas?» Ella contesta con un hilo de voz y él exclama: «¡Loella! ¡Entonces tú debes ser mi hija!» En el puente están todos los del Hogar: Lisbeth, Tía Svea, el director del colegio, la maestra, todos los chicos y Agda Lundkvist y su marido. Todos han oído esas palabras: «Entonces tú debes ser mi hija…» El sueño terminaba así. Pero tenía otros más. Otro día la hija de Papá Pelerín va por la calle, pasa los grandes almacenes, cruza el río; pero esta vez nadie se cae al agua. Al llegar a la plaza oye sirenas. Son coches de bomberos. Muchos. Debe de haber un terrible incendio. Sí, ahora lo ve. La casa más alta de la ciudad, la que tiene arriba unas torretas, como un castillo, está ardiendo. Las llamas la envuelven con sus lenguas gigantescas, se agitan como velas rojas en una tormenta sobre el cielo negro. ¡Qué horrible espectáculo! La gente, abajo, grita horrorizada. Alguien dice que un hombre está atrapado por el fuego y que es imposible salvarlo. Cualquiera que se atreva a entrar en la casa está condenado a morir entre las llamas. Los bomberos intentan apagarlas con las mangas, pero no lo consiguen. El fuego no disminuye; al contrario, sigue subiendo cada vez más alto. La hija de Papá Pelerín no vacila un momento. Se precipita al interior de la casa. La gente grita y trata de impedírselo, pero ella logra su propósito. Sube corriendo las escaleras, atraviesa corredores interminables, vestíbulos vacíos, habitaciones que arden. Inmensas llamas devoran las paredes y los techos, y asoman por las ventanas como flores horribles. Por fin, agotada, llega a la torre más alta. Allí está el hombre, solo, golpeando débilmente la puerta cerrada. Y no hay llave. El fuego ya llega hasta allí, ataca con saña la puerta y la consume en escasos segundos hasta convertirla en un montón de cenizas. La hija de Papá Pelerín trepa a la torre y levanta al hombre casi inconsciente. Lo arrastra a través de los desnudos y ardientes corredores, los vestíbulos, las habitaciones; baja las escaleras, que se desploman tras ellos, y finalmente llegan a la calle. Sus ropas y sus cabellos arden, pero un bombero apaga las llamas con la manga. Están empapados hasta los huesos y negros de hollín. Las gentes del Hogar los rodean —Lisbeth y tía Svea, el director, la maestra, todos los chicos de la escuela y Agda Lundkvist y su marido— y todos oyen cómo el hombre dice: «Me has salvado la vida. ¿Cómo te llamas?» Y cuando ella, con voz muy débil, dice su nombre, él exclama: «¿Loella? ¡Entonces eres mi hija!» Así, día tras día, Loella salvaba a Papá Pelerín de choques, descarrilamientos, avalanchas y naufragios; de accidentes aéreos y catástrofes de todas clases. Y así llegó la primavera, inundando el mundo con su luz. Perdida en sus ensueños, no se mostraba muy sociable; pero iba con paso más ligero en sus paseos solitarios. Las calles le parecían más atractivas y llenas de desconocidas y maravillosas posibilidades. Algo tenía que pasar en seguida. «El oculto significado de todo lo que sucede», del que tía Adina hablaba tantas veces, no había que seguir buscándolo. Estaba clarísimo, cuando papá le decía: Entonces tú debes ser mí hija… Aquellas palabras ahogaban el sonido de las canciones de moda y todos los demás. Una y otra vez resonaban en su interior y, como haciéndoles eco, sus labios articulaban: Entonces tú debes ser mi hija… Entonces tú debes ser mi hija… Capítulo 14 AL salir del colegio Loella solía dar un paseo por el centro. Y un día descubrió una tienda de sellos. Se detuvo como si la hubieran sujetado. Eva preguntaba todos los días si su padre había escrito. Y, después de todo, se lo había prometido… El escaparate estaba lleno de mapas cubiertos con sellos extranjeros. Uno o dos no costarían mucho… No llevaba dinero, pero podía entrar, preguntar y volver más tarde. Entró en la tienda y vio detrás del mostrador a un anciano con unas pinzas en una mano y una lupa en la otra. Con las pinzas sujetaba un sello pequeñísimo y estaba inclinado sobre un gran libro. No vio a Loella. Ella esperó callada un momento. Luego tosió ligeramente y el hombre levantó la vista. —¿Quieres mirar este sello? Es muy interesante… Ella se acercó y él le dio la lupa para que examinara el sello mientras lo mantenía debajo con las pinzas. —Dime… ¿de qué color es exactamente este sello? —Azul —contestó ella sin vacilar. —Lo que yo pensaba —dijo el anciano rascándose la barbilla. Volvió a sumergirse en su libro sin hacer caso de Loella. Ella volvió a toser y él la miró. —No dirías que es verde, ¿verdad? —No, azul —contestó Loella muy segura. —Sí… yo opino lo mismo. Murmuraba cosas incomprensibles y no se sabía si hablaba con Loella o consigo mismo. Finalmente cerró el libro y se puso de pie. Rió y su cara se llenó de mil arrugas. —¿Sabes? Tú y yo hemos hecho un importante descubrimiento —dijo dándose muchos aires—. Sí, realmente importante… Iba y venía tras el mostrador, frotándose las manos y repitiendo satisfecho: —Sí, realmente importante… Luego se detuvo y preguntó: —¿Querías algo, por casualidad? Loella se lo dijo. Quería saber el precio de los sellos extranjeros. —¿Usados o nuevos? —preguntó él. Ella pensó que debían ser usados para que se viera que venían en las cartas de su padre. Y así los pidió. —Aja… ¿Y los quieres de algún país en especial? —No… me da lo mismo de cualquier sitio. De América, quizás… pero es igual. Con tal de que no sean muy caros. El hombre abrió un cajón, sacó bolsitas, cajas y un gran sobre marrón. Lo puso todo sobre el mostrador y de ellos extrajo un montón de sellos de muchos colores. —Aquí tienes muchos diferentes —dijo—. De América también; de todo el mundo. Algunos son muy parecidos, pero eso no importa. Loella los miró, vacilante. —¿Cuánto cuestan? Sólo necesito unos pocos. ¿Los de América son más caros? —Llévate el sobre. Me has sido de gran ayuda. Te los regalo. De éstos tengo muchos; llévatelos. Y sonreía amistosamente mientras ofrecía el sobre a Loella, que no sabía si tomarlo o no. Acabó por aceptarlo, algo confusa. —Gracias —dijo y fue hacia la puerta. El volvió a sumergirse en el grueso volumen. Loella dio media vuelta para darle las gracias otra vez, pero él ya ni la oía ni la veía. Al día siguiente Eva recibió un sello de América. Y, a partir de entonces, otro casi todos los días y de los más apartados rincones del globo. Estaba muy impresionada. —Tu padre te escribe muchísimo ahora —dijo a Loella. —Sí. Se ve que tiene más tiempo. Afortunadamente a nadie se le ocurrió pensar que el padre de Loella parecía moverse con una increíble rapidez. Hasta por el aire hubiera sido imposible recorrer la distancia que hay, por ejemplo, entre China y Brasil, de un día para otro. Y mucho más difícil todavía en barco, como había dicho Loella que viajaba su padre. Pero a Eva no le preocupaba esta cuestión. Estaba encantada con los preciosos sellos que recibía. El valor de Loella aumentó. Estimulada por la admiración de Eva, su imaginación se puso en marcha y construyó castillos en el aire cada vez mayores. Consiguió unos sobres y un tubo de pegamento. Escribió nombre y señas en los sobres: Loella Pelerín —no Nilsson-Skogsstigen— sus señas en el bosque, no en el Hogar de los Niños. Puso un poco de goma en la parte posterior de los sellos, ya que habían perdido la suya propia porque eran usados. En lugar de llevar al colegio sólo los sellos, empezó a llevar la carta completa diciendo que todavía no había tenido tiempo de leerla. Abría el sobre y se iba a leer a un rincón. Luego despegaba el sello y se lo daba a Eva. Y escondía la carta. Esta escena se repetía casi a diario. Nunca se cansaba de ella. Y llegó a representarla con tanta autenticidad que hasta llegó a creérsela. Y no por darse importancia. No sospechaba que podía despertar curiosidad o envidia en los demás. No, no lo hacía por esa razón, sino por otras muy distintas. Cuando uno necesita convencerse de algo y no tiene pruebas suficientes para estar seguro, suele actuar de un modo insensato, como Loella; porque es más fácil creer en algo que también los demás creen. Y como ahora todos creían que las cartas se las mandaba su padre, a ella le parecía más lógico pensar que existía. Sin embargo, no lo era. Toda la historia era falsa. Ella misma no la hubiera aceptado si se hubiera detenido a pensarlo; pero actuaba sólo por instinto, siguiendo su ilusión y dejándola crecer a su antojo. Se limitaba a dejar en libertad su esperanza, con el secreto deseo de que todo terminara bien. Pero una mañana Max, un chico de su clase, le arrebató la carta cuando fingía leerla. Sintió tal pánico que se lanzó a perseguirlo por el patio del colegio como si en ello le fuera la vida. Pero era demasiado tarde. En realidad a él no le interesaba leerla. Sólo quería jugar, fastidiarla un poco. Si hubiera sabido lo que iba a descubrir, no lo hubiera hecho. Cuando sacó la carta del sobre vio, más apurado que nadie, la hoja completamente en blanco. No había nada escrito en ella. Los chicos, que se habían agolpado a su alrededor, la miraron con el mismo estupor. Loella se lanzó sobre el chico como una fiera salvaje y le dio una bofetada. —¡Asqueroso ladrón! ¿Cómo te atreves a quitarme la carta? ¡Dámela! A pesar de la bofetada, Max no quiso darse por vencido tan pronto. —¿Qué carta? —dijo en tono quejumbroso—. Esto no es una carta. Es sólo una hoja de papel en blanco. Los demás apoyaban su declaración. —Sí, es cierto. —Es una hoja de papel. —Pero no es una carta… Loella les hizo frente. Aunque sus ojos brillaban de indignación, fue capaz de decir con bastante calma: —¡Idiotas! ¿Creéis que papá me escribe cartas corrientes? ¿Para que todo el mundo pueda leerlas? ¡Usa tinta invisible, para que lo sepáis! Las dudas de sus compañeros se convirtieron en sorpresa y dejaron de murmurar. Max miraba estúpidamente el papel. De repente apareció el director. Lo había oído todo. Loella sintió un ligero temblor. No lo había visto desde el día en que había llegado al colegio y hubiera preferido no encontrárselo por segunda vez en semejante ocasión. Le pareció que sus ojos, de un gris azulado, la miraban de un modo extraño; sin embargo, desafiante, mantuvo su mirada. —¿Qué pasa? —preguntó él, muy serio. Max continuaba con el papel en una mano y el sobre en la otra, atemorizado. —Dame eso. Pero Loella se interpuso. —¡Es mío! —dijo con tono amenazador. —No pienso quedármelo —aseguró el director—. ¿Pero por qué tiene Max la carta de Loella? —Es que yo… yo sólo quería… Mire… es una carta muy rara. No tiene nada escrito. Loella dice que su padre le escribe con tinta invisible. ¿Existe de verdad una tinta así? Max enseñó la hoja blanca y el director se limitó a echarle un vistazo. Luego miró a Loella. Los ojos de los dos, al encontrarse, produjeron un chispazo, como dos espadas que chocan. El director se volvió hacia Max. —Dale su carta a Loella —dijo, y Max obedeció, avergonzado—. Menos mal que hay maneras invisibles para que dos personas se comuniquen —continuó—. De otro modo, toda la escuela sabría ahora lo que pone la carta de Loella. Y se marchó. Todos pensaron que Loella había obtenido una gran victoria. Sus cartas se convirtieron en algo mucho más importante aún a sus ojos; pero habían perdido su encanto para ella. Y quizás no fuera Max el único que sintió vergüenza aquel día… Capítulo 15 TÍA Adina escribió preguntando si no le gustaría volver a casa y traerse con ella a los mellizos, ahora que había llegado la primavera. No existía ya ningún inconveniente. Decía que Loella no podía imaginarse lo bien que se habían arreglado las cosas, tal como se debía haber hecho mucho tiempo antes. Pero ahora estaba realmente contenta, decía; por fin tenía la conciencia tranquila. Durante largo rato Loella estuvo tratando de descifrar el sentido de sus palabras, pero no siempre era posible penetrar los pensamientos de tía Adina, especialmente cuando tenían algo que ver con su conciencia. Dedujo que debía tratarse de un conflicto entre tía Adina y su conciencia; algo en lo que Loella ni entraba ni salía. De todos modos, todavía no podía volver a casa. Loella le contestó diciendo que debía quedarse hasta que terminara el curso. No era cierto; los estudios le interesaban más bien poco. Si ésa hubiera sido la única razón, no hubiera vacilado en volver en seguida a su casa. La echaba mucho de menos. Pero no podía marcharse hasta haberse encontrado con su padre. Llegaría pronto y ella debía esperarlo. Estaba convencida de que el destino la había llevado a la ciudad con ese único objeto… Tía Adina escribió insistiendo, pero Loilla no cambió de opinión. Loella cayó enferma de gripe uno de los últimos días de marzo. Tosía y tuvo que meterse en cama. Llegó a tener fiebre muy alta y una noche creyó que deliraba porque ocurrió algo muy extraño. A eso de las doce vio que Mona se levantaba y se vestía. Luego abrió la ventana y se sentó, inmóvil, como esperando algo. Fuera estaba oscuro. Sólo entraba en la habitación el reflejo de una farola lejana, iluminando a Mona que miraba hacia afuera. Loella no supo cuánto tiempo duró esto, pero de pronto oyó un débil silbido. Mona se puso rápidamente de pie y, en silencio, hizo un gesto a alguien que estaba en la calle. Sus ojos y los ojos de Loella se encontraron. Inclinándose sobre ella, Mona murmuró nerviosamente: —No se lo contarás a nadie ¿verdad, niña? Entonces saltó por la ventana casi sin hacer ruido y desapareció. Luego cerraron la ventana desde fuera, y aunque lo hicieron con mucho cuidado, se oyó un ligero golpe. Todo quedó en silencio. Poco después el ruido de un motor se desvanecía en la distancia. Loella permaneció despierta un momento tratando de imaginar qué había ocurrido realmente. ¿Mona se había escapado? La fiebre no le permitía pensar con claridad; se sentía mareada y luego debió quedarse amodorrada, porque no recordaba nada más. A la mañana siguiente Mona estaba en su cama, como de costumbre. La ventana estaba cerrada y la persiana baja. Loella lo hubiera atribuido a un delirio de fiebre si no hubiera pasado lo mismo la noche siguiente. Entonces hizo como que dormía, pero vio a Mona marcharse y volver. Estuvo fuera varias horas y por la mañana, al levantarse, tenía mucho sueño. Pero eso le pasaba siempre. Una noche asomó la cabeza por la puerta diciendo: —Oye, niña… Mi amiga Maggie ha venido a verme. ¿No te importa que nos quedemos a charlar un rato aquí? Naturalmente, Loella no puso ninguna objeción. Debía ser la Maggie que aparecía en las oraciones nocturnas de Mona. Maggie entró. Era una chica regordeta, pelirroja y tan pintada como Mona. Llevaba el pelo peinado igual que ella y rociado con la misma gran cantidad de laca. Ofrecieron a Loella caramelos de una bolsa que tenían. Luego Mona encendió un cigarrillo y lo fumó a medias con Maggie, pasándoselo de una a otra y chupando con breves y nerviosas bocanadas. Después abrieron la ventana y reían mientras echaban fuera el humo con la mano. —¿Y qué hacemos ahora? ¡Ah, ya sé! Espera un momento —dijo Mona. Salió de la habitación, pero volvió en seguida con un gran pliego de papel blanco de envolver y un vasito. Desocupó rápidamente la mesa y extendió sobre ella la hoja de papel. Luego puso el vaso boca abajo y dibujó su borde con un lápiz para hacer un círculo. Corrió un poco el vaso y dibujó otro círculo. Y siguió hasta que todo el papel estuvo cubierto de círculos. Luego escribió una letra en cada uno, hasta completar el alfabeto. Al terminar quedaban tres círculos vacíos a la izquierda. En uno escribió SI; en otro, NO. El tercero quedó en blanco y puso dentro el vasito. La cara de Maggie estaba roja de excitación. Se notaba que las dos eran del mismo pueblo, aunque Mona imitaba bastante bien el estilo de la ciudad en sus gestos y manera de hablar y Maggie, a pesar de intentarlo, no lo conseguía. Mona dijo a Maggie: —Que la niña juegue con nosotras. Con tres se mueve mucho mejor, ya sabes. Maggie no tenía ningún inconveniente. Dedicó a Loella una sonrisa amistosa. —Entonces, levántate, niña. Maggie era del tipo maternal; envolvió a Loella en una manta y le puso un par de calcetines. —Como estás malucha… —Sí, eso, que no coja frío —dijo Mona. Loella preguntó qué clase de juego tan raro era aquél. Ellas se echaron a reír. —Es difícil de explicar… Ya lo verás. Tú preguntas algo al vaso mágico. Cualquier cosa que quieras saber… y los espíritus te contestan. Vamos a empezar. —¿Tú o yo? —preguntó Maggie. —Tú. Pregunta primero. Maggie cogió el vasito y se lo llevó a la boca. Susurró algo dentro de él, ruborizándose, hasta que el cristal quedó completamente empañado. —No hay que decirlo en voz alta porque entonces no sale —explicó Mona. Maggie dejó el vaso boca abajo en el círculo vacío y colocó dos dedos en su base. Mona también apoyó dos dedos y dijo a Loella que hiciera lo mismo. —Sin empujar. Sólo debes tocar el cristal. Al principio no pasó nada; pero después el vaso empezó a moverse ligeramente y luego más de prisa aunque nadie lo empujaba. Se deslizaba sobre el papel sin vacilaciones, como con un objetivo definido. Fue hasta la A y se detuvo allí; luego, se movió de nuevo. Algo más rápido fue hasta la L. Se paró otra vez y siguió yendo hacia otras letras. —A-L-B… —susurró Maggie casi sin aliento. —E-R —susurró Mona a continuación. —T —balbuceó Loella—. ¿Pero quién es Albert? La cara de Maggie se puso roja como un tomate y Mona se rió, burlona. A-M-A, deletreaba el vaso. A-O-T-R… Luego pareció vacilar. No se decidía entre la A y la B. Se echó hacia atrás y se detuvo entre las dos. Maggie se puso pálida. El vaso fue hacia la A. A partir de ahí se movió muy de prisa. Albert ama a otra persona. El vaso regresó bruscamente al círculo vacío y allí se paró. Las tres retiraron los dedos y se miraron. Los ojos azules de Maggie estaban muy tristes. —¿Quién me habrá robado a Albert? —dijo—. Una persona indecente; eso es lo que es. Mona sacudió la cabeza. —No tengo ni idea… ¡Pero ya nos enteraremos! Ahora me toca a mí. Mona susurró algo dentro del vaso. Luego lo frotó. Según dijo, para aumentar su poder. Y realmente el truco dio resultado. Empezó a moverse a un ritmo frenético. John ama a Mona. Se echó a reír, muy satisfecha. —¡Quién lo hubiera pensado! ¡Johnny! ¿Qué te parece, Maggie? Es un chico estupendo, ¿no? Sí, Maggie opinaba igual y Mona se quedó contentísima. —Los espíritus están muy animados esta noche —dijo—. Ahora te toca a ti, niña. Loella contestó que no tenía preparada ninguna pregunta y Maggie cogió el vaso, musitó unas palabras dentro de él y también lo frotó antes de dejarlo sobre la mesa. Parecía muy decidida. Pero no debía estar en tan buenas relaciones con los espíritus como Mona, porque el vaso se mostró muy indeciso. —Tienes que concentrarte, Maggie. Haz la pregunta otra vez. Maggie tomó el vaso de nuevo y se concentró con tal fuerza que parecía a punto de reventar. Cuando terminó, su cara estaba encendida; pero el vaso empezó a funcionar de verdad. Dio un par de traspiés, vaciló un poco y al fin dio una respuesta que debía contener una importante información. Anita. —¡Oh, la muy sinvergüenza…! —chilló Maggie furiosa, levantándose y sentándose en la silla varias veces seguidas—. ¡Pero ya veremos quién ríe la última! —Sí, yo también creo que debe ser Anita —dijo Mona—. Los he visto juntos el sábado en el café. Estaban tomando un batido. —¿Y por qué no me lo dijiste? —preguntó Maggie, sorprendida y disgustada. —Porque sabía que te fastidiaría. De todos modos, ya te has enterado. Y es mucho mejor que te lo hayan dicho los espíritus, ¿no te parece? —Sí —dijo Maggie—. Anita ni se imagina la que le espera… —Eso: dale su merecido —dijo Mona—. Ahora me toca a mí otra vez. La respuesta no se hizo esperar. Chaqueta de cuero - sapatos altos. Se quedaron asombradas ante una respuesta tan extraña y Mona se echó a reír. —¿Has preguntado a los espíritus lo que te debes poner el sábado? — quiso saber Maggie. —No te lo diré. Ya sabes que las preguntas no se dicen. —Por si acaso, yo también me pondré mi chaqueta de cuero —dijo Maggie. Loella, que observaba callada, no pudo contenerse. —Estos espíritus no saben ortografía. Y no dicen más que estupideces. Lo dijo sin ánimo de molestar, porque estaba sorprendida; pero Mona contestó irritada: —¿Tú crees? A mí no me lo parece. ¿Y a ti, Maggie? Maggie estaba algo confusa. —No sé… Creo que se han equivocado al escribir «sapatos». Es con zeta; no con ese. Pero Mona salió en defensa de los espíritus. —Considerando el tiempo que llevan muertos, no se les puede pedir que estén en esos detalles. Además, en sus tiempos se escribía de otra forma. ¿No os dais cuenta? —Eso es cierto —dijo Maggie—. Sabemos tan poco sobre ellos… Loella estaba atónita. —¿Están muertos? —Naturalmente. —Entonces son fantasmas, ¿no? —Según se mire… —Más o menos… Mona y Maggie contestaban muy serias. Mona dijo a Maggie: —¿No crees que deberíamos explicárselo todo a la niña? Maggie asintió solemnemente y Mona contó a Loella que una tía suya era miembro de una especie de club espiritista. No todo el mundo podía pertenecer a él; sólo los que tenían un sexto sentido. Y la tía de Mona lo tenía. En otras palabras: era capaz de ver a los espíritus y de hablar con ellos por medio de trompetas. Era… era… no recordaba la palabra. Preguntó a Maggie: —¿Cómo les llaman? —Medium —dijo Maggie. —Ah, sí, eso es. Luego Mona dijo que cada persona tiene un espíritu guardián que la ayuda. El espíritu guardián de Mona era un rey negro que vivió en el siglo diecisiete, por eso se le debía perdonar que tuviera mala ortografía. Se llamaba Huapalayka o algo parecido. Su tía lo había averiguado. Y también logró descubrir al guardián de Maggie. Era un príncipe japonés, más viejo todavía. Había vivido por lo menos mil años antes. —¿Cómo se llama, Maggie? —dijo Mona, interrumpiendo su discurso. Maggie no recordaba cómo era el nombre en japonés. Era muy complicado; pero traducido significaba Árbol de los Suspiros. —¡Bárbaro!, ¿verdad? —exclamó Mona. Loella estaba totalmente de acuerdo. No salía de su asombro al oír tales cosas. Y ahora comprendía muy bien el por qué de las faltas de ortografía. Pero lo más que le extrañaba era que los espíritus pudieran hablar en sueco. —Claro que pueden —dijo Mona—. Conocen todos los idiomas. En cuanto mueren, tienen que aprenderlos. Imagínate qué lata… ¡Con lo que a nosotras nos cuesta aprender sólo el inglés…! Mona, al recordarlo, lanzó un suspiro; pero Maggie la animó. —Ten en cuenta que ellos tienen cientos de años para estudiar. Y seguro que no les mandan hacer en casa más deberes que a nosotras. —Es que si les mandaran tantos, se habrían muerto hace mucho. —¡Pero si ya están muertos! —comentó sensatamente Loella. Maggie y Mona rieron con aire de superioridad. —Ahora pregunta tú —dijo Mona—. Si hay algo que quieras saber, aprovecha la ocasión. Loella cogió el vaso, murmuró algo dentro de él rápidamente, lo frotó con energía y lo dejó luego en el círculo vacío. Las tres apoyaron los dedos. Silencio absoluto. Y como Loella sabía ahora que el vaso lo guiaban reyes y príncipes muertos hacía mucho tiempo, el silencio le pareció siniestro y fantasmal. El vaso tardó bastante en empezar a moverse. —Tu espíritu no está acostumbrado a esto todavía, ¿sabes? Tiene que entrenarse un poquito antes —susurró Mona. Ahora el vaso comenzaba a deslizarse despacio, muy despacio. Se movía vacilando de un borde a otro del papel. —Quiere echar un vistazo primero —explicó Mona en voz baja—. Debe ser alguien muy observador… ¡Ah! ¡Ahora se mueve más de prisa! En efecto, el vaso cogió impulso. Cada vez más. Pero no se expresaba claramente. Describía círculos, se paraba de repente, daba una vuelta, otra, corría en línea recta, adelante, atrás… —¡Qué prisa lleva! —exclamó Mona, encantada—. Creo que tu espíritu debe de haber sido alguien aficionado a las carreras. Un campeón automovilista, o algo así… —¿En aquellos tiempos? No… Habrá sido un vikingo —dijo Maggie—. ¡Mira! ¡Ahora se para! El vaso se detuvo bruscamente sobre la A. Luego echó a andar otra vez. Del mismo modo brusco se paró en la B. —A-B… —susurró Loella, pálida de emoción. Después de echar varias carreras alrededor del papel, se quedó en la R. Otra escapada hasta la I. Y otra a la L. —Abril… —murmuró Loella. El vaso giraba con la rapidez del rayo. Mona y Maggie dijeron que se les estaba cansando el brazo. Mona insistió en que sólo un campeón de carreras podía conducirse así; pero Loella dijo que únicamente estaba claro que era un espíritu con mucho ímpetu. —A lo mejor no está muerto del todo —comentó Maggie, divertida. Loella le dirigió una mirada severa. Ella se lo tomaba muy en serio. Por fin el vaso cesó de dar vueltas. Y deletreó abril una vez más. —Abril, abril… —dijo Maggie mirando a Mona—. ¿Qué querrá decir? —¿Y yo qué sé? —contestó Mona—. Este automovilista, o vikingo o lo que sea, nos está tomando el pelo. ¿Tú lo entiendes, niña? Loella asintió con la cabeza. Sí, lo comprendía muy bien. —Bueno, entonces… —dijo Mona, guiñando un ojo a Maggie— eso es lo que importa. Pero yo sigo pensando que está loco. Maggie, preocupada, le tocó la frente a Loella. —Tiene fiebre —dijo—. Más vale que se vuelva a la cama. Todavía no está bien. —Sí —dijo Mona—. Acuéstate, niña. Debes estar agotada con las carreras que ha pegado tu espíritu. A mí también me dejó sin resuello. Loella hizo lo que le decían y se acostó mientras las otras encendían un cigarrillo. Es cierto que estaba débil y afiebrada; pero feliz. Sólo ella podía comprender la respuesta. Y era estupenda. Quería decir que sus esperanzas se convertirían en realidad. Había preguntado cuándo vendría papá a buscarla. Y se lo dijeron por dos veces. No cabía ninguna duda. Era verdad. Y no tendría que esperar mucho tiempo. Abril estaba a punto de empezar. Capítulo 16 LOS días del mes de abril pasaban deprisa. Estaban en plena primavera. El sol llegaba con su luz fulgurante a todos los rincones. Sin embargo, de pronto el cielo se ponía oscuro y nevaba; pero al día siguiente volvía a estar claro y azul. Agudas voces de mujeres se oían de una casa a otra mientras aireaban y sacudían las alfombras y las mantas. Las tardes eran largas. Los pájaros gorjeaban en el cielo. Los árboles se llenaban de brotes nuevos. Todo se agitaba en una especie de gozosa espera. Loella también esperaba, inquieta, pero no a causa de la primavera. Cada día se levantaba con renovada fe. «Quizás hoy…». Y cada noche pensaba ilusionada: «Mañana.» Nadie contó los días de Abril con tal ansia. Papá estaba a punto de llegar. Pero la constante espera acababa por agotarla. Se sentía impaciente, irritada y, en lo más profundo de su ser, algo asustada. A veces un enorme cansancio se apoderaba de ella y entonces se mostraba desatenta, indiferente a cuanto la rodeaba. No se reconocía a sí misma. A menudo pensaba que si en el bosque hubiera encontrado a una chica igual a como ella era ahora, no la hubiera podido aguantar. Y estaba convencida de que era el mundo de la ciudad el responsable de su cambio. En el campo uno siempre está haciendo algo. Todo está regido por el trabajo, por la necesidad de «las cosas terrenas», como decía tía Adina. Los pensamientos, según ella, pertenecían a «las cosas del alma». También se les debía prestar atención, en los rezos de la noche y los domingos en la iglesia; pero la mayor parte del tiempo se dedicaba a las cosas terrenas. Aquí, ese aspecto se descuidaba mucho. Uno iba a la escuela y basta. Y a eso no se le podía llamar trabajo. Los demás jugaban, pero ella no entendía sus juegos. Y jugaban en lugar de trabajar. El juego era un pobre sustituto del verdadero trabajo. Un pasatiempo de niños. Loella pensaba así porque había empezado a trabajar desde muy pequeña. Añoraba las «cosas terrenas» que eran las únicas capaces de darle seguridad en sí misma. En la ciudad nada era claro y simple. Se andaba como sobre una cuerda floja, entre la risa y las lágrimas, sintiéndose feliz o desgraciado sin motivo. En el campo la gente siempre sabía por qué reía o lloraba. Aquí nadie entendía nada. ¿Existían realmente? Se lo preguntaba cuando andaba por las calles sin que le dirigieran ni un saludo ni una sonrisa. Pasaban unos junto a otros sin mirarse siquiera. Nunca podría acostumbrarse a eso. Era el aspecto más desagradable de la vida en la ciudad. Hubiera preferido mil veces que le gritaran Malos Pelos, a que no le hicieran el menor caso. Si por lo menos hubiera sido capaz de coger una de aquellas fantásticas rabietas, como cuando estaba en su casa… Pero hasta la rabia la había abandonado. No le faltaban motivos para enfadarse más de una vez; pero ya no tenía ese empuje, esa capacidad de furiosa reacción que en tantas ocasiones le había servido de desahogo. Lo mismo debía sentir el fuego, al ser sustituido por la electricidad. Tía Adina había estado pensando en poner electricidad en su casa; pero Loella se lo quitó de la cabeza. La idea no le gustaba nada. Las «cosas del alma» parecían marchar guiadas por la electricidad. Pensamientos, ensoñaciones y otras tonterías se habían introducido en ella con tanta facilidad como en el cine. Algo que la fastidiaba, que la hacía sentirse como una idiota; pero no podía frenarlos. Seguían dando vueltas en su cabeza, automáticamente, como una película. A veces les daban permiso para ir al cine y ella iba siempre que podía. En cambio, no quería leer libros. La maestra, la señorita Skog, y tía Svea, le habían prestado algunos. Creían que le gustaría leerlos. Cuando estuvo enferma le dieron un montón, pero ella sólo les echó una ojeada displicente. ¡Qué montaña de palabras! La ponían nerviosa y le daban sueño. En la ciudad se hablaba demasiado. ¿Qué tenían que ver con ella las aventuras y los personajes de los libros? Tenía sus propios problemas y, comparado con ellos, lo demás no era interesante. El cine ya era otra cosa. Uno podía seguir pensando en sus propios asuntos y también, a veces, ponerse en lugar de las figuras de la pantalla. 0, simplemente, dejar que pasaran las imágenes. Siempre es divertido ver algo que se mueve. Pero para leer libros es necesario concentrarse y hasta olvidarse de uno mismo. Y ella, en esos momentos, estaba demasiado preocupada como para conseguirlo. Con los libros de texto ya tenía bastante. Así se sentía Loella mientras iba contando ansiosamente los días de abril. Un día sucedió algo extraño. Atravesaba el vestíbulo. Era mediodía y rayos de sol temblaban en el aire. Una ventana estaba abierta, la cortina se movía suavemente, un mirlo cantaba. Aunque la radio estaba encendida, no había nadie allí. De pronto, oyó la voz de un hombre. Alguien leía algo en la radio con una voz curiosa y cantarina. Se paró en seco, como atrapada por las palabras. Sonaban misteriosas y a la vez sencillas. Nunca pensó que los adultos las usaran. Creía que sólo ella les encontraba algún sentido. … una lluvia tranquila de rayos de sol es todo lo que recuerdo de aquel día… Escuchaba, absorbiendo cada palabra. Sus mejillas enrojecieron y le daba vueltas la cabeza. El hombre calló, pero en seguida continuó diciendo: Flor que nace en las estrellas, ardilla que carita a la luz de la luna… Iré por el camino que atraviesa el bosque, me lleve donde me lleve… Casi no necesitaba escuchar. Reconocía aquellas palabras que estaban dentro de ella, adormecidas, y que la voz despertó. Era un juego que comprendía muy bien. Tía Svea apareció en la puerta y se quedó mirándola. —¿Qué era eso? —preguntó Loella. —Un poeta leyendo sus versos. ¿Te gustan? Sí. Aquellas palabras sí le gustaban y no las que hablaban de cosas que no significaban nada para ella. Palabras libres, jugando unas con otras, volando como pájaros en el cielo. Ahora comprendía que las palabras podían ser algo maravilloso. Bien usadas, eran capaces de romper las barreras entre las cosas de la tierra y del alma, y de crear algo más que una simple charla. Capítulo 17 EL último día de abril se celebraba la Noche de Walpurgis. Una noche de hogueras, canciones y bailes, para celebrar la tardía primavera sueca. Los días que Loella había contado ansiosamente pasaron, uno tras otro, como brillantes moneditas de plata. Y cada día que terminaba era mucho más difícil de recuperar que una moneda perdida. ¿Por qué no venía papá? El último día de Abril estaba a punto de terminar. Luego sería el primero de Mayo. Loella estaba más inquieta que nunca. Había creído en lo que le había dicho el vaso. Mona y Maggie le aseguraron que con ellas había acertado. ¿Por qué no era verdad también para ella? ¿Por qué no? Pero aún no era demasiado tarde. Faltaban muchas horas para el primero de Mayo. Lo que tuviera que pasar, pasaría antes. En el espacio de esas horas. Luego, ya no habría esperanzas. Una terrible posibilidad en la que se negaba a pensar. Contaba cada minuto, cada segundo, diciéndose: «Ahora… ahora…». Andaba por las calles febrilmente, mientras el reloj avanzaba implacable hacia la hora en que toda esperanza debería ser abandonada. Habían preparado una gran fogata en el jardín del Hogar. La encendieron temprano, antes de que fuera completamente de noche, para que los pequeños pudieran verla. Cantaron canciones que hablaban de la primavera y luego entraron para tomar chocolate caliente porque de noche aún hacía frío. Eran las nueve en punto. Sólo quedaban tres horas. Loella fue a su cuarto. Allí estaba Mona, con la cabeza llena de rulos y maquillándose. Llevaba puesto el camisón, pero debajo estaba completamente vestida. Eso significaba que Mona iba a salir más tarde, cuando todos se hubieran acostado. Ultima-mente lo hacía a menudo. Estaba cantando, pero al ver a Loella se calló. —Ah, menos mal que eres tú, niña… Siguió pintándose tan tranquila. La persiana estaba echada. Hacía calor en la habitación. Loella se sentó en su cama y permaneció en silencio. Mona la miró. —¡Qué cara…! Parece que estás en las nubes. ¿Qué te pasa? ¿No te gustó la fiesta? Loella siguió callada. —Oye, niña… no te va a entrar la murria precisamente hoy. Es una noche para divertirse… Y mañana habrá música y mucho jaleo en toda la ciudad. Será formidable, ya lo verás… Siempre hacemos baile cuando llega el verano. ¡No te estés ahí enfurruñada como un crío…! Loella apreciaba los intentos de Mona por animarla. Reuniendo todo su coraje, preguntó: —Mona… ¿puedo ir contigo esta noche? —¿Qué dices, niña? ¿Crees que soy una niñera o algo por el estilo? Alguien pasó junto a la puerta y Mona se metió de un salto en la cama. Pero no entró nadie. Se sentó, apoyando la espalda en la almohada y continuó maquillándose. Después de unos minutos, dijo: —Bueno… a lo mejor… Sólo vamos yo, Maggie, Johnny y Bert. Podrías venir con nosotros si a ellos no les molesta. —¿Y les molesta? Mona rió y dijo en tono confidencial: —A ver si te aclaras, niña. Si yo quiero, ellos también. Así como te lo digo. Anda, métete en la cama y ponte el camisón encima de la ropa. Así estarás lista para salir cuando den la señal. Loella, satisfecha, se quitó solamente los zapatos antes de acostarse. Mona apagó las luces. —¿Cuándo vendrán, Mona? —A las diez y media. A esa hora la casa siempre está a oscuras. —Entonces faltará poco para la medianoche… —¿Qué te anda por la cabeza, niña? —Nada. —Entonces, cierra los ojos de una vez. No te preocupes, que yo te despertaré. Pero ahora, a dormir. No hay nada mejor que el sueño para mantenerse bella. Loella no dijo ni una palabra más. Si se ponía pesada, Mona no querría llevarla con ellos. Y era muy importante tener oportunidad de salir. Entonces tenía que ocurrir. Entonces tenía que encontrar a papá. Y puede que no sucediera hasta el último minuto. Las cosas más importantes suelen suceder cuando ya parece que no queda ninguna esperanza. No tenía que darse por vencida. Siempre había sido su norma y ahora, precisamente, hubiera cometido una tontería haciéndolo. Todo marchaba bien. ¿Quién le hubiera dicho que iba a salir con Mona esa noche? Y sin embargo, así era. Se estiró, buscó una postura cómoda, tumbada de espaldas con los brazos bajo la cabeza y los ojos abiertos en la oscuridad. Ya no estaba preocupada. Confiaba por completo en esa última hora. Pero no pudo dormir. Tampoco quería, por otra parte. No fuera que Mona no oyese la señal… Hubiera sido horrible. Esperó con relativa tranquilidad. Mona dormía. El despertador dejaba oír su tic, tac… De pronto, alguien silbó en el jardín. Mona saltó de la cama. —¡Vamos! ¡Muévete! —Sí. Loella ya estaba de pie. Se quitó el camisón y se puso los zapatos y la vieja chaqueta de punto verde. Su abrigo estaba colgado en el vestíbulo y era peligroso salir a buscarlo. Mona llevaba su chaqueta de cuero. Se quitó los rulos y se cepilló el pelo rápidamente. Levantaron la persiana sin hacer ruido y las iluminó la luz de una farola. Mona abrió la ventana. —¿Estás lista? —Sí. El suelo estaba a metro y medio de distancia, más o menos. Abajo había hierba y unos cuantos arbustos. Entre ellos, Loella divisó la silueta de un muchacho, como una sombra. —Salta tú primero —dijo Mona—. ¡Pero no hagas ruido! Loella se las arregló para bajar en silencio y Mona la siguió. El muchacho, que era más alto que ellas, se deslizó hasta la ventana, la cerró y luego salió corriendo, lo más agachado que pudo. Salieron, por la puerta trasera del jardín, a la calle vacía donde esperaba un coche. Nadie dijo nada hasta que llegaron junto a él. Entonces Johnny preguntó si Loella iba con ellos. —¡Claro que viene! Y no hagas más preguntas. ¡Al coche, andando! — dijo Mona en un tono que no admitía réplica. Maggie y Bert fumaban en el asiento de atrás. Maggie saludó a Loella con un ¡hola! cordial y no demostró la menor sorpresa al verla; pero Bert parecía algo desconcertado. —¿El jardín de infancia sale esta noche de excursión? —dijo. —A ti no te importa. ¡Y no te hagas el listo! —dijo Mona. Abrió la puerta delantera, hizo pasar a Loella y luego entró ella. Johnny iba al volante. Cuando el coche arrancó, Mona pensó que era conveniente una explicación. —La niña está preocupada por algo. Se lo vengo notando hace tiempo. La he traído para que se anime un poco. No os importa, ¿verdad? No, no les importaba. Se alegraban de que fuera con ellos. Johnny sacó un paquete de cigarrillos. Ofreció a Mona, que tomó uno y luego a Loella, que tomó otro casi sin pensar. Pero Mona estaba vigilante. —¿Qué haces, niña? No debes fumar hasta que seas mayor. Le quitó el cigarrillo y le dio una pastilla de chicle que sacó de su bolso. —Esto sí es para ti. ¿Y a que te gusta más? —¿Adónde vamos, Johnny? —preguntó Maggie. El coche ya estaba lejos del Hogar. Iba a gran velocidad a través de una zona poco poblada. Las ruedas sonaban como quejándose de que las obligaran a ir tan de prisa.