Creían Que Eran Libres PDF
Document Details
Uploaded by ComfyEuropium
2022
Milton Mayer
Tags
Summary
This book, Creían Que Eran Libres, by Milton Mayer, examines the German people from 1933-1945. It explores the events preceding World War II, shedding light on how citizens succumbed to the Nazi regime. This book delves into history and political events.
Full Transcript
CREÍAN QUE ERAN LIBRES LOS ALEMANES 1933-1945 MILTON MAYER Traducción de María Antonia de Miquel Título original: They Thought They Were Free Licensed by The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, U.S.A., by arrangement with Interna...
CREÍAN QUE ERAN LIBRES LOS ALEMANES 1933-1945 MILTON MAYER Traducción de María Antonia de Miquel Título original: They Thought They Were Free Licensed by The University of Chicago Press, Chicago, Illinois, U.S.A., by arrangement with International Editors’ Co. © 1955, 2017 by The University of Chicago. All rights reserved. © de la traducción: María Antonia de Miquel, 2021 © de esta edición: Gatopardo ediciones S.L.U., 2022 Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª 08008 Barcelona (España) [email protected] www.gatopardoediciones.es Primera edición: febrero de 2022 Diseño de la colección y de la cubierta: Rosa Lladó Imagen de la cubierta: Celebración multitudinaria de la anexión de Austria, 1938 © Süddeutsche Zeitung Photo / Alamy Stock Photo Imagen de la solapa: © Richard Scully eISBN: 978-84-124869-0-2 Impreso en España Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO 15. LAS FURIAS: HEINRICH HILDEBRANDT ¿Cómo podía saber yo, o cómo podría averiguar, cuánto habían sufrido mis amigos (si es que habían sufrido) o si habían sufrido lo suficiente? Si, como quiere la doctrina, el hombre alcanza la perfección a través del sufrimiento, ninguno de mis amigos había sufrido lo bastante, puesto que incluso yo, que los conocía de manera imperfecta, podía ver que ninguno de ellos era perfecto. Siete de ellos esquivaron mi pregunta. Mi pregunta, que había preparado con sumo cuidado y que les había formulado de muy diversas formas durante las últimas semanas de nuestras conversaciones, era: «De acuerdo con sus conceptos del bien y del mal, ¿qué hizo usted que estuviese mal, y qué es lo bueno que usted no hizo?». De inmediato, ese instinto que erige defensas instantáneas alrededor de nuestra autoestima se activó: mis amigos, al responder, hablaron de lo que era legal o ilegal, de lo que era popular o impopular, o de lo que otros hicieron o dejaron de hacer, o de lo que fue o no fruto de una provocación. Pero, en aquellos momentos, no me interesaba ninguna de estas cosas. «¿Quién conoce el corazón secreto?» Yo intentaba conocer el corazón secreto; ya lo sabía todo acerca del Tratado de Versalles y del Corredor polaco, y de la inflación, el desempleo, los comunistas, los judíos y el Talmud. El octavo de mis amigos, el joven Rupprecht, el líder de las Juventudes Hitlerianas, que había asumido (o fingía haber asumido) la responsabilidad soberana de todas las injusticias, de la primera a la última, de todo el régimen de Hitler, no fue más capaz de iluminarme que Herr Schwenke, el viejo Fanatiker, quien, cuando por fin, insistiendo en mi última pregunta, conseguí sacarlo de Versalles, el Corredor polaco, etc., dijo: —Nunca le he hecho ningún mal a nadie. —¿Nunca? —dije, solo por oírme decirlo. —Nunca —respondió él, solo por oírse decirlo. Pero dos de mis amigos, Herr Hildebrandt, el profesor, y Herr Kessler, el empleado de banca, me lo aclararon, a su tiempo y a su manera, sin necesidad de que les plantease la pregunta. Según dijo Hildebrandt, el miedo y la ventaja fueron sus motivos para hacerse nacionalsocialista en 1937, una «violeta de marzo» realmente tardía. —¿Hubo —le pregunté en otra ocasión— algún otro motivo para que se uniese a ellos? De entrada, no respondió y luego comenzó a ruborizarse. —Yo… —empezó, ruborizándose del todo, y luego dijo—: No, no hubo ningún otro. Pasó mucho tiempo antes de que conociese todos los motivos que llevaron a Herr Hildebrandt a ser nazi. —Podría haber pasado sin afiliarme —dijo más de una vez—. No sé, podría haberme arriesgado. Otros lo hicieron, quiero decir otros profesores del instituto. —¿Cuántos? —A ver. Éramos treinta y cinco profesores. Solo cuatro, bueno, cinco, eran nazis plenamente convencidos. Pero, de estos cinco, con uno se podía discutir abiertamente, en la sala de profesores; y solo uno era un verdadero fanático, capaz de denunciar a un colega a las autoridades. —¿Lo hizo? —Nunca tuvimos pruebas de ello, pero había que andar con cuidado con él. —¿Cuántos de los treinta y cinco no se afiliaron al Partido? —Cinco, pero no todos por los mismos motivos. De los cinco, tres eran muy religiosos. Por supuesto, todos los profesores eran protestantes, pero solo media docena, como mucho, eran realmente religiosos; todos eran antinazis, los seis, pero únicamente tres de ellos resistieron. Uno de los tres fue el profesor de historia (ahora director del instituto), muy nacionalista, muy prusiano, pero un auténtico hombre de Iglesia. Estaba muy próximo a la Iglesia Confesional antinazi, pero evidentemente no podía unirse a ella, o habría perdido el empleo. Luego estaba el profesor de teología, que también impartía lenguas modernas; era el mejor profesor del colegio; aparte de su oposición religiosa, su conocimiento de las culturas extranjeras había hecho de él un antinazi. El tercero fue el profesor de matemáticas, del todo ingenuo, pero profundamente piadoso, miembro de la secta morava. —¿Y qué hay de los dos que no eran religiosos y no se afiliaron? —Uno era un historiador. No era ateo, entiéndame, tan solo un historiador. De esos que no se afilian a nada. Era apolítico, muy crítico con el nazismo, pero siempre sobre una base distanciada, teórica. Nadie se metía con él; nadie le prestaba atención. Y viceversa. El otro no creyente era en realidad el más creyente de todos. Era un biólogo que se rebelaba contra cualquier trasfondo religioso. No le importaba pervertir la «supervivencia del más apto» de Darwin para convertirla en racismo nazi, era el único profesor del colegio que se lo creía. —¿Por qué no se unió al Partido, pues? —Odiaba al Kreisleiter local, el jefe del Partido en el distrito, un hombre cuyo padre había sido teólogo y que nunca abandonó la Iglesia. El odio era recíproco. Por eso el biólogo no se afilió. Y ahora resulta que es «antinazi». —¿Y usted? —Sí —dijo, volviendo a ruborizarse un poco—. Me afilié. Por supuesto, estaba lo de mi pasado, en Prusia. Me había ocupado de enterrarlo bien, pero… quién sabe. En 1930 colaboré con el viejo Staatspartei, el sucesor del Partido Demócrata. Después de 1930 impartí clases regularmente en la escuela popular local, el programa de educación para adultos, cuyos promotores y asistentes eran en su mayoría socialdemócratas y comunistas. En mi programa de radio sobre libros, había elogiado las obras de escritores «traidores» después de que los nazis llegasen al poder. »Durante ocho años había ocupado el cargo de Studienassessor, que no es fijo. Después de 1933 ni siquiera incluyeron mi nombre en la lista de candidatos a Studienrat, la categoría que suelen asignarte después de cinco años de ser profesor en el instituto. La primavera en que los nazis tomaron el poder, fui despedido de mi programa de radio y del profesorado de la escuela para adultos. Luego me trasladaron de la ciudad a una pequeña escuela tras otra. De modo que dimití, sin armar alboroto, y me vine aquí, a Hesse. Mi padre me consiguió el empleo en Kronenberg, a través de un viejo amigo del ejército que tenía aquí. Pero seguían sin ascenderme, y temí que sospecharan algo. Esperé dos años, y me afilié al Partido. Entonces me nombraron Studienrat y me casé. —¿Y Frau Hildebrandt? —dije. Esperaba que se ruborizase, pero no lo hizo; si algo pasaba (fuera lo que fuese ese algo), no se trataba de Frau Hildebrandt. —La evolución de Eva fue al revés que la mía. En 1933 estaba a favor de Hitler. Desde luego, era mucho más joven que yo y su familia pertenecía a la pequeña nobleza, que estaba toda ella con el viejo Partido Nacionalista, que, al final, se uniría a los nazis. Pero adoraba al judío profesor Neumann en Kiel (¿y quién no?), y el día que hubo la quema de libros allí, este dio instrucciones al secretario de su seminario de filosofía para que les entregase sus libros a sus alumnos. Eva recibió tres de los libros del propio Neumann, su posesión más preciada, pero seguía creyendo en el nazismo. Estaba lo que nosotros llamamos begeistert, hechizada. »Nos conocimos en 1938, en Kassel, en el casino para oficiales y sus familias. Los jóvenes —aunque ya no éramos tan jóvenes— solían frecuentarlo con sus padres. Yo estaba con mis padres, ella con los suyos; nuestros dos padres eran oficiales retirados y viejos conocidos. Resulta que era el 30 de enero, el aniversario de la ascensión al poder de Hitler, aunque eso fue solo un accidente, la sociedad del casino no era en absoluto nazi. Bailamos, algo que no se me da muy bien —se ruborizó, pero solo un poco —, pero un mes más tarde di una charla allí y ella asistió y “se prendó de mí”. »Yo ya era miembro del Partido. En el fondo, ella era apolítica. Es curioso: yo, con mi conocimiento de la política, me hice más y más nazi, y a ella le ocurrió lo contrario. Después de la quema de la sinagoga, a finales de 1938, era vehementemente antinazi. Sacó los libros de Neumann y lloró. Le dije que no comprendía estos asuntos. Y era cierto, pero ella los conocía, los sentía mejor que yo, o mejor de lo que yo estaba dispuesto a hacer. Desde entonces, hasta que me incorporé al ejército en 1939, nos peleábamos todo el tiempo. Pero ahora todo va bien. (Y así era. Me había reunido con la familia Hildebrandt con frecuencia.) »Por supuesto, nunca se dio de baja del Partido. Se había afiliado a él en 1937, también, no antes; era profesora y lo hizo para conservar su empleo. Pero las mujeres son más valientes que los hombres, ¿no le parece? —Sí —dije (seguía preguntándome qué sería, aparte de «miedo y ventaja», lo que había hecho de Herr Hildebrandt un nazi). —Es porque, bueno, no afrontan las cosas del mismo modo que los hombres. Suponen que el hombre encontrará la manera de mantener a su familia. Podían ser nazis más vehementes o antinazis más vehementes que los hombres sin darle muchas vueltas. La mayoría de ellas. Cuando dijo esto, me pareció verle un leve rubor, pero era a finales de una tarde de invierno. Encendí las luces. Hildebrandt no se cree culpable de haber enseñado literatura «nazi». —Uno podía hablar de cosas que no aparecían en los libros de texto, y había alguna literatura «antialemana» que se les había pasado por alto, como Nathan el sabio, de Lessing, que leíamos abiertamente en clase. También Los Budden-brook, que no estaba específicamente prohibido, aunque todo el mundo supiese que los nazis odiaban a Thomas Mann. »En privado, algunos estudiantes leían a autores judíos, que por supuesto no debían leerse, como Wassermann, Werfel, Zweig, escribían ensayos sobre ellos, me los traían y yo los aceptaba para su nota final, aunque no hubiésemos hablado de ellos en clase. Y les explicaba literatura francesa e inglesa, incluso más que antes, aunque hacerlo supusiese una difusa traición al “nuevo espíritu”. Sin embargo, no lo habían prohibido de forma explícita. Por supuesto, siempre les advertía, para protegerme (pero lo decía de un modo que esperaba que resultase transparente para los estudiantes), que las obras extranjeras que leíamos eran únicamente un reflejo de la literatura alemana. Así que, ya ve, Herr Professor, uno podía mostrar algo de…, algo de independencia, aunque fuese, por así decirlo, en secreto. —Entiendo —dije. —Muchos de los estudiantes, los mejores entre ellos, entendían lo que estaba haciendo. Era una especie de pantomima en la que todos participábamos, también yo. Su peor consecuencia, creo, fue que a los mejores los volvió cínicos. Pero, claro, también los profesores se volvieron cínicos. Creo que el ambiente en las aulas durante aquellos años es una de las causas del cinismo que se puede encontrar entre los mejores hombres y mujeres de Alemania. —¿Entre los mejores? —Sí. Los otros, la gran mayoría, ahora se sienten desilusionados, pero eso es otro asunto. Mire, los jóvenes y, sí, también los viejos, se vieron arrastrados a extremos opuestos durante aquellos años. La gente de fuera de Alemania parece creer que «los alemanes» se tragaron todo lo que les contaban, todas esas terribles tonterías que pasaban por la verdad. Creerlo es un grave error, un error muy peligroso. El hecho, pienso yo, es que muchos alemanes acabaron por creerse todo, absolutamente todo; pero el resto, los que no se tragaron todas esas tonterías, acabaron por no creer en nada, absolutamente en nada. Estos últimos, los mejores, son los cínicos de ahora, tanto jóvenes como viejos. —¿Y los demás, los creyentes? —Bueno, los viejos de entre ellos son ahora, como supongo que usted diría, los casos perdidos. Los más jóvenes, los que eran adolescentes por entonces…, no sé qué decir de ellos, excepto que han perdido sus antiguas ilusiones y no ven nada nuevo a lo que agarrarse. Esto es peligroso, tanto para ellos como para el mundo de dentro de diez o veinte años. Necesitarían, en fin, nacer de nuevo, de algún modo. Le pregunté a Herr Hildebrandt si podía recordar ocasiones específicas en que hubiese interpretado esa «pantomima», y en nuestra siguiente reunión me habló de ellas. —De Shakespeare, por ejemplo, solo se recomendaba Macbeth y El mercader de Venecia, por supuesto, que yo nunca ponía como lectura. Pero, aquí también, no había nada prohibido, aunque se criticaba a Hamlet por encarnar la «debilidad del alma» que los nazis condenaban en escritores rusos como Dostoievski y Tolstói, esa «débil alma eslava» que en Tolstói llegaba al pacifismo. De modo que de Shakespeare les enseñaba El sueño de una noche de verano, que en tiempos normales no hubiese considerado que valiese la pena, solo para poder decirles a los alumnos: «Mendelssohn le puso música a esta obra. Todos vuestros padres conocen esta música. Mendelssohn era judío. Ya no interpretamos su música». Quizá no era mucho, pero decirlo era algo, al menos, ¿no le parece? —Sí —dije—, por supuesto… Dígame, Herr Hildebrandt, ¿y qué hay de Julio César? Sonrió con mucha ironía. —¿Julio César? No…, no —¿Estaba prohibida? —No que yo recuerde. Pero las cosas no iban así. Nada estuvo nunca regulado específicamente. La selección se dejaba al criterio de los profesores, dentro del «espíritu germano». No se requería más, el profesor tenía que hacer uso de su discreción. Cuando no estaba seguro de si alguien pondría objeciones a un libro determinado, le convenía no utilizarlo. Entienda, esta era una forma de intimidación mucho más poderosa que cualquier lista concreta de escritos aceptables o inaceptables. Desde el punto de vista del régimen, era una forma de proceder notablemente inteligente y eficaz. El profesor debía hacer la elección y arriesgarse a sus consecuencias; eso hacía que fuese aún más prudente. En otra ocasión, le dije: —Habló usted de que les asignaba a algunos estudiantes libros de autores judíos. ¿Cómo sabía qué alumnos no le denunciarían? —Oh, uno juzgaba a cada persona. En general, podría decirse que era seguro darles esos libros a Mischlinge [mestizos, medio judíos] y a los que provenían de conocidas familias liberales. Unas personas que ya se encontraban bajo sospecha nunca te denunciarían, porque no les hubiesen creído. Es decir, gente que nunca buscaría congraciarse con las autoridades. Era como hablarles mal del régimen a los judíos, era seguro. —Puedo imaginar —dije— que a algunos judíos les molestaría convertirse en una especie de muro de las lamentaciones clandestino para la gente que albergaba ideas que no se atrevía a manifestar abiertamente. Sospechaba que se ruborizaría un poco, y así fue. —Sí. Creo que a muchos judíos les molestaba, mucho. Por eso algunas personas no lo hacían. —Claro —dije. —Por aquel entonces —prosiguió—, algún estudiante podría haberme denunciado, pero le habría sido difícil aportar pruebas contra mí porque fui, bueno, astuto, al hacer este tipo de cosas. Pero, incluso si me hubiesen denunciado, casi seguro que hubiese salido bien librado, siempre y cuando no sacasen a relucir mi pasado, porque era miembro del Partido. Dirá que es una racionalización (yo mismo sé que lo es), pero a un miembro del Partido se le permitían ciertas cosas, no muchas, pero sí algunas. Un no nazi no habría osado infringir las reglas. Al menos en nuestro colegio nadie se atrevió a hacerlo. —¿Había espías en las clases? —pregunté. —No, a no ser que algunos alumnos se ofreciesen voluntariamente como informantes. El régimen consideraba patriotas a los informantes, desde luego, pero ya sabe lo que pensarían los estudiantes: los jóvenes desprecian este tipo de cosas. Seguro que en mi colegio no había espías, ni informantes regulares, al menos que yo supiera. En cualquier caso, no los había antes de la guerra (aunque yo estaba en el ejército, excepto durante mi permiso en 1940, tras la caída de Francia). Durante la guerra ni siquiera los profesores antinazis criticaban al régimen. Una vez que estalló la guerra, todo eso se acabó. Éramos «un solo pueblo». Entonces ya no era posible separar régimen y país. —Los conspiradores del 20 de julio sí lo hicieron. —Sí…, sí. Lo hicieron. Suponía que se habría ruborizado, puesto que le sucedía con facilidad, pero no le miré. Estaba esperando —aunque quizá solo lo imagine ahora, mucho después de aquello— a que algo convirtiese su rubor en un estallido. Tuve que esperar mucho. Me mostró el manual del gobierno para los profesores de secundaria, publicado en 1938. En el apartado de Literatura decía lo siguiente: «Por supuesto, solo deben elegirse selecciones que apunten hacia la Nueva Alemania, ayuden a preparar la nueva concepción del mundo [Weltanschauung], o den ejemplo de su auténtica voluntad. Dado que únicamente consideramos lo vigoroso como pedagógicamente válido, debe evitarse todo aquello que debilite o desaliente la virilidad. El concepto de la raza se resaltará con mayor fuerza si existe un conocimiento vital de lo teutónico». Y más adelante detalla, aparentemente como temas de estudio: «La nación como unidad de destino y lucha. La lucha por el espacio vital. Soldados (Ejército, Armada, Fuerzas aéreas). Heroísmo. Poesía bélica. El soldado de la Guerra Mundial como figura legendaria y como fuerza moral. La mujer en la Guerra Mundial. La lucha de la comunidad Nacionalsocialista. Liderazgo, camaradería. Los combates de la nación alemana en nuestras fronteras y fuera de ellas. Las colonias». —Esto era todo —dijo Herr Hildebrandt—, aunque, por supuesto, todas estas cosas se explicaban, sin entrar en detalle, en las publicaciones y reuniones del Lehrerbund, la organización nazi de profesores. Pero era todo descuidado e impreciso. Bajo estas rúbricas uno podía enseñar casi cualquier cosa, excepto quizá Sin novedad en el frente. —¿Por qué era tan descuidado? —pregunté. —En parte porque eran conscientes de que la nazificación de las escuelas de secundaria era difícil. Eran más sólidas y estaban mejor organizadas profesionalmente que las escuelas de primaria. En estas últimas, los maestros eran mucho más inseguros, y también más impresionables, porque, como debían enseñar de todo, no les habían formado a fondo en nada. Esta condición de educados a medias los convertía en excelente material para los nazis: se les podía «enseñar» cualquier cosa rápidamente. En aquellos tiempos circulaba un chiste: «¿Qué es la velocidad? La velocidad es un instante tan corto que a un maestro de primaria no le da tiempo de cambiar de ideas políticas». »Además, las escuelas primarias eran más importantes para el régimen. A través de ellas podían llegar a todos los niños del país, mientras que nosotros, en la secundaria, solo teníamos a un cuarto de ellos. De modo que había que ganarse ante todo a la primaria y luego a la secundaria. Una tarea que no llegaron a culminar, pero en otros diez años, quizá incluso en cinco, lo habrían logrado. —¿Tan pronto? —Tan pronto. De la noche a la mañana, casi. En una dictadura hay poca resistencia. Y la nuestra era, o podría haber sido, una dictadura eficiente, incluso en el terreno cultural. En un principio su punto más débil fue la enseñanza, porque los nazis más antiguos y de mayor confianza eran hombres sin cultura, salvo algunos bichos raros como Rosenberg. Y siempre que un miembro del Partido había «hecho méritos» y no encontraban otro puesto para él, lo mandaban a educación. Los «educadores» nazis eran unos analfabetos, desde Rust, el ministro de Educación, para abajo. No sabían lo que querían ni dónde encontrarlo. Colocar a ignorantes «de fiar», ya fuese en política o en negocios, por encima de los educadores era asimismo parte del método nazi para humillar a la educación y lograr que fuese despreciada por el pueblo. »Y otra cosa más, ni siquiera los responsables de educación del Partido sabían cuándo iba a cambiar la línea del Partido, y temían que les pillasen en el lado erróneo cuando sucediese. Cualquier autor podía, de repente, ser tachado de “decadente”; aunque, por cierto, ahora que tanto se oye hablar de Goethe como símbolo antinazi, hay que recordar que todo Goethe (o casi todo, en cualquier caso) estaba recomendado. Su universalismo no era tan potente ni directo como para avergonzar al nacionalsocialismo. No quisiera menospreciar al mayor genio de todos, pero si hubiese vivido un siglo más, quizá habría querido reescribir todas sus palabras para que los nazis no pudiesen utilizarlo. —Eso tal vez habría arruinado su poesía, Herr Studienrat. Mi forma de dirigirme a él le hizo sonreír, y subrayó: —Sí, Herr Professor, pero no estamos en el aula. Estaba hablando de…, oh, sí, de los súbitos cambios en la línea oficial del Partido. No fueron tantos, excepto los mayores, que usted ya conoce, como el pacto con Rusia de 1939, y esos no nos afectaron de forma directa. El problema era que los cambios no podían anticiparse. No había forma de recomendar autores vivos, a menos que se tratase de plumas a sueldo del Partido, porque podían volverse de repente antinazis o podía descubrirse que habían sido antinazis o comunistas. »Para los nazis, lo que importaba no era lo que un hombre escribía, sino cuáles eran sus ideas políticas (o cuáles le acusaban de tener). Hans Grimm, por ejemplo, era un gran favorito del Partido gracias a su relato Volk ohne Raum, “Un pueblo sin espacio vital”; luego se puso a criticar a los nazis y tuvo que ser excomulgado y sus libros, prohibidos, sin importar cuál fuese su contenido. Por cierto, incluso Guillermo Tell se prohibió de repente durante la guerra, en unos momentos en que se creía posible atacar Suiza. »En historia, en biología y en economía, el programa educativo era mucho más elaborado y más estricto que en literatura. Estas materias realmente se reescribieron. Era preciso. Pero no era tan fácil reescribir la literatura a su gusto. Las materias reescritas eran las peores tonterías y, como es natural, el cinismo de los profesores y de los mejores estudiantes era mayor en ellas. Todos los estudiantes tenían que examinarse de biología para poder graduarse, y el curso de biología era una distorsión completa del mendelismo para probar que la herencia lo era todo; estas materias técnicas eran, desde luego, las más efectivas, porque el alumno no las había visto nunca antes. »Pero el caso más interesante era el de las matemáticas. Podría parecer que no es posible hacer nada con una asignatura tan "pura", pero precisamente esta asignatura la manejaron con mucha inteligencia, y a menudo me he preguntado quién sería tan inteligente en el Partido. Lo recuerdo bien porque Eva, mi mujer, enseñaba matemáticas. Los problemas que debían plantearse estaban todos prefijados, y casi todos ellos procedían de campos como la balística o el despliegue militar, o de la arquitectura, con memoriales o monumentos nazis como ejemplos, o se referían a tipos de interés —“Un judío presta 500 RM a una tasa de interés del 12 por ciento…”— o a los porcentajes de población. A los alumnos se les asignaba la tarea de proyectar las curvas de población de los pueblos “teutónicos”, “romanos” y “eslavos” de Europa, con la pregunta de “¿Cuáles serían sus tamaños relativos en 1960? ¿Qué peligros puedes ver en esto para los pueblos teutónicos?”. »De hecho, todo dependía del director del colegio, es decir, todo lo que no estaba en los libros de texto. Nuestro director era nazi, por supuesto, pero no un nazi verdadero, no un Fanatiker. Cuando el superintendente del distrito hacía su visita de inspección le decía que todo iba bien, y el superintendente estaba demasiado ocupado, y demasiado inseguro de sí mismo académicamente, para investigar más a fondo. Y en realidad todo iba bien, si con ello queremos decir que no se hablaba o se enseñaba nada en contra del gobierno. Lo mismo ocurre en los Estados Unidos, diría, y en todas partes. Yo creía que la experiencia más dura de Herr Hildebrandt había tenido lugar fuera de su trabajo en la escuela. Me dijo, bastante libremente, lo difícil que le resultaba estar sentado con otros compañeros del Partido en un café y escuchar cómo vituperaban a los judíos con apasionamiento ignorante. —Me quedaba allí sentado —dijo—, sin decir nada. No era heroico y, sin embargo, era algo, una pequeña cosa. A algún Fanatiker, como su amigo Schwenke, viendo que nunca manifestaba estar de acuerdo, se le habría podido ocurrir denunciarme, lo que habría podido ser fatal, porque mi pasado habría podido salir a la luz. Una vez, en 1938, en un café de Baden-Baden, vio a una familia de judíos de Kronenberg. —Yo llevaba mi insignia del Partido y estaba sentado con algunos compañeros del Partido. Compréndalo, me sentía orgulloso de llevar la insignia. Demostraba que era «uno de ellos», y el placer de «ser uno más» después de haberte sentido excluido, aislado, es muy grande. Tal vez ustedes en América no se sientan así; en ese caso, tienen mucha suerte, pero también, en ese caso, le resultará difícil entender la situación de los hombres como yo aquí. »De todos modos, no quería que aquellos judíos de nuestra ciudad me viesen con mi insignia. En casa nunca la llevaba, excepto en ocasiones especiales, donde no había judíos. El uniforme y la insignia eran una especie de antisemitismo en sí mismos, y yo no era antisemita. Me dolía que los judíos me viesen con ellos. De modo que, cuando vi a aquellos judíos en el café, intenté sentarme de modo que no me viesen. Al recordarlo ahora, aún me ruborizo. —¿Le vieron ellos? —No lo creo —dijo, ruborizándose. Espoleado esta vez por su rubor, creí que podría dar con el secreto de Herr Hildebrandt, si es que lo tenía. Pero esta pista no condujo a nada. En una conversación posterior, le pregunté: —¿Cuándo se desengañó usted realmente del nacionalsocialismo? De nuevo el rubor; más intenso esta vez. —En verdad… solo después de la guerra. —Esto me desanima —dije—, porque es usted mucho más sensible que la mayoría, y así entiendo lo difícil que debe de ser, en tales situaciones, para la gente, incluso para la gente sensible, ver lo que está pasando a su alrededor. Seguía ruborizado, pero mi detector de rubores me decía que no era por ahí. —Estaba todo tan bien disfrazado —dijo—…, lo malo mezclado siempre con lo bueno y lo inofensivo, y uno se decía a sí mismo que estaba compensando lo malo al hacer algunas pequeñas cosas como hablar de Mendelssohn en clase. —Y así era —dije. —No, no —dijo, negando con la cabeza—, pero es usted muy amable al decirlo. No, no sería honesto con usted si le dijese que fui siempre antinazi, que siempre pensé y sentí como un antinazi. Hoy en día es muy fácil decir «antinazi» e incluso creérselo. Antes de 1933 sin duda lo fui, pero luego…, solo lo volví a ser después de la guerra. »Me engañaba a mí mismo. Tenía que hacerlo. Todo el mundo tiene que hacerlo. Incluso si lo bueno hubiese sido el doble de bueno y lo malo solo la mitad de malo, tendría que haberme dado cuenta, que haberlo desenmascarado como hice al principio, porque soy, como dice usted, sensible. Pero no quería verlo, porque en ese caso habría tenido que pensar en las consecuencias, en lo que implicaba darse cuenta de ello, en lo que tenía que hacer para ser honesto. Quería mi hogar y mi familia, mi trabajo, mi carrera, un lugar en la comunidad, quería poder dormir por las noches… —¿Y no podía? —pregunté. —En la época en que estaba sopesando si afiliarme, no; pero una vez que hube tomado la decisión fue mejor, cada vez mejor. Me gustaba hacer aquellas pequeñas cosas en el colegio, «desafiar» al Partido. No porque lo que hacía estuviese bien (también por eso, claro), sino porque demostraba que era listo y, sobre todo, porque era «uno más». Pertenecía a la «nueva nobleza», y la nobleza puede permitirse ciertas cosas simplemente por serlo. El simple hecho de que se salgan con la suya prueba que pertenecen a la nobleza, incluso ante ellos mismos. De modo que sí, dormía. Hacia el final de nuestras muchas, muchas conversaciones, fue cuando dije: —Aquellos judíos que vio usted en el café, aquella vez en Baden- Baden, cuando intentó que no le viesen a usted, ¿quiénes eran, Herr Hildebrandt? ¿Lo recuerda? El marcador de mi detector de rubores dio un salto. —Sí. Sí, por supuesto que lo recuerdo. Eran amigos de la familia Wolff, mis…, mis parientes. —¿Wolff? —Sí. —¿Aquí, en Kronenberg? —Sí. En la Universidad. —¿El profesor Wolff? ¿Eberhard Wolff? —Sí. —Pero era judío. —Sí. —¿Y qué parentesco tenían con usted, Herr Hildebrandt? —Oh, no eran parientes consanguíneos. El profesor Wolff era judío, su mujer tenía tres cuartas partes de judía. Su hijo Erich se casó con mi prima Sibylle. —Sibylle —dije—. Un bonito… Mis dos hijos pequeños irrumpieron en la habitación, en busca de su pastel para merendar. Al ser niños estadounidenses, no dijeron: «Guten Tag, Herr Studienrat», sino simplemente, «’Tag»; pero, siendo niños que estaban en Alemania, tuvieron la amabilidad de estrecharle la mano antes de abalanzarse sobre el pastel. Unas cuantas visitas más tarde, saqué de nuevo a relucir a la familia Wolff, y otra vez el medidor se disparó. Los Wolff estaban estrechamente relacionados con el apellido judío más ilustre de Alemania, y en aquella gran familia los matrimonios entre judíos y no judíos eran habituales. La casa de los Wolff en Kronenberg era un caserón grande y antiguo en el Schlossweg, la bonita y arbolada zona de viejas mansiones en la colina, más allá del castillo. Sabía que la anciana Frau Professor Wolff (de hecho, Frau Geheimrat Wolff, puesto que su eminente esposo había ostentado la distinción adicional de «Geheimrat», o profesor distinguido) aún habitaba la casa familiar, sola con una criada. Lo que averigüé, sin gran dificultad (en realidad, lo contó con un comprensible orgullo, aunque sin perder su rubor), fue que Herr Hildebrandt había salvado la casa de los Wolff durante el Tercer Reich, organizando la transferencia de la propiedad a otro pariente «ario» mediante una venta ficticia. Antes de unirse al Partido, Hildebrandt había frecuentado el hogar de los Wolff; luego, sus visitas disminuyeron y, finalmente, cuando la transferencia de la casa se hubo completado, aunque la familia seguía viviendo allí, cesaron por completo. ¿Por qué? —Me sentía incómodo —dijo el profesor—. Créame. Yo quería hablar de la situación del momento e intentar explicar mi postura, pero el profesor Wolff, que era bastante mayor, nunca me permitía hablar de estos asuntos. No toleraba que se hablase del nacionalsocialismo, ya fuese en contra o a favor. »Allí siempre me había sentido como en casa. Lo mismo les sucedía a todos los que la frecuentaban. Era como en los viejos tiempos, cuando se hablaba de libros, música, poesía, arte; otra época. Y nunca cambió. Pero una vez que me hube afiliado al Partido, me sentía fuera de lugar. Cuando había otras visitas (era una casa grande, que recibía muchos visitantes), siempre era consciente de ser el único nazi. No es que los demás fuesen abiertamente antinazis, pero el mero hecho de que estuviesen allí lo decía todo. Y en la conversación siempre se evitaba hablar de política. Lo mismo pasaba en todas partes, por aquel entonces. Era que…, bueno, en el peor de los casos era simplemente que, si no estabas presente cuando alguien hablaba contra el régimen, no corrías el peligro de que te lo sonsacasen más adelante. De modo que nadie hablaba de política, no entre no nazis. »Cuando me encontraba solo allí, después de unirme al Partido, era aún peor. Jugaba al ajedrez con el profesor, o escuchábamos música, y él nunca hablaba, excepto por educación. Y yo sabía que no podía hablar para decir (o para al menos intentar expresar) cómo me sentía. De manera que las visitas se convirtieron en formalidades, y luego cesaron. —Pero usted había salvado su casa. —Sí. —¿Eso no le hacía sentirse mejor? —No. —¿Por qué no? —Porque deseaba decirle cómo me sentía, y él no me lo permitía. Durante una de nuestras últimas visitas —Herr Hildebrandt estaba en mi casa—, me dijo: —Herr Mayer —con mi ayuda, había superado lo de dirigirse a mí como «Herr Professor»—, hay algo más que me gustaría contarle. —Por favor —dije. Se estaba ruborizando de nuevo. —Sucedió a finales de 1940, cuando regresé de permiso. Mi esposa estaba embarazada de casi ocho meses, y vivíamos en dos habitaciones amuebladas. Había una gran carestía de vivienda. Nos dijeron que había un piso disponible, pero de camino hacia allí supimos que era el piso del abogado, Doctor Stern. ¿Ha oído hablar de él? —Sí —dije—. Herr Damm, el Kreisamtsleiter, me contó que una vez salvó el piso de los Stern, cuando el jefe de las SA intentó quedárselo. Y el policía Hofmeister también los mencionó. El rubor se incrementó notablemente. —¿Le contó Hofmeister algo sobre la…, la deportación de los Stern? —No, solo me dijo que los habían deportado y lo mal que se sentía por ello. El rubor remitió un poco, según me pareció. —Bueno —dijo Hildebrandt—, era un piso precioso. Hablamos muy amigablemente con los Stern (su mujer e hija estaban también presentes), y ellos con nosotros. Les dijimos que no habíamos venido como nazis, y les explicamos cuál era nuestra situación. Claramente, nos creyeron, y el Doctor Stern dijo que quería mudarse de todos modos para estar más cerca de sus amigos y parientes. (La mayoría de los judíos de Kronenberg se habían trasladado a la antigua Bertholdstrasse; no recuerdo qué nuevo nombre le habían puesto los nazis, pero no era un gueto formal, obligatorio.) »Nos imaginamos que, ahora que el Doctor Stern solo podía tener clientes judíos, como los judíos se habían empobrecido tanto, ya no podía permitirse aquel piso. Me sentí mal, muy mal, y Eva se sentía peor aún; ella ya era una vehemente antinazi, y le parecía que su actual estado era el culpable de expulsar a estas personas de su hogar, dado que nosotros teníamos tanta necesidad de un piso. Fue muy embarazoso. “De todos modos —me dije—, si no nos lo quedamos nosotros, algún otro lo hará”, y justo entonces el Doctor Stern dijo: “Si usted no se lo queda, Herr Studienrat, lo hará algún otro”. Así que nos lo quedamos. El rubor persistía. Estaba atardeciendo de nuevo, y la habitación se estaba quedando en penumbra. Yo rebuscaba a tientas, tanto en mi memoria como en mi imaginación. Había algo relacionado con los judíos, con los Wolff y posiblemente con los Stern, que Herr Hildebrandt quería (o no quería) contarme. —Los Wolff —dije, tanteando—. ¿Cómo dijo usted que estaba emparentado con ellos? —Erich Wolff, el hijo de Eberhard —dijo el profesor—. Era abogado. Pero habría querido ser músico. Tocaba el piano, y yo el violín, y durante mis dos primeros años en Kronenberg, antes de unirme al Partido, tocábamos duetos juntos, a veces. Estaba casado con mi prima. —Ah, sí —dije—, Sibylle, ese nombre tan bonito. No necesité encender la luz para percibir su sofoco. —¿Qué fue de Erich? —pregunté. —Se marchó a Italia en 1939, y allí murió. De un ataque al corazón. O se suicidó. No sabemos cuál de las dos cosas. —¿Y su mujer, Sibylle? Había dado en el clavo. —Se quedó aquí. —¿Se veía usted con ella, después de dejar de frecuentar a los Wolff? —Sí. —¿Qué opinaba de que usted estuviese en el Partido? —Ella… me aconsejó que me afiliase. No me lo aconsejó exactamente, pero aceptó mis motivos. Veía que era necesario. Estuvo de acuerdo conmigo en que así podría ayudar a los Wolff. Me encargaría de mantenerlos informados, a través de ella, de todas las novedades y de cualquier peligro, y haría todo lo que pudiese. Ella creía que eso podría ser útil. Y, hasta cierto punto, lo fue. —¿Hasta cierto punto? —Sí. —¿O sea que ella siguió viendo a sus suegros? —Oh, sí. A veces estábamos hablando y me decía: «Discúlpame, me voy al Schlossweg, a casa de los Wolff, a gaukeln». Gaukeln es hacer malabares, pero también quiere decir «hablar sin decir nada, andarse con rodeos». Quería decir que se iba a casa de los Wolff a fingir, como uno siempre hacía allí entonces, que todo estaba igual que siempre. —¿Sabe si les hablaba a los Wolff de usted? —Ella… lo intentaba. —Pero, después de unirse al Partido y de organizar la «venta» de su casa, ¿usted no los volvió a ver? —No. Bueno, una vez. Eran ellos a quienes vi en el café, en Baden- Baden, en aquella ocasión, cuando le dije que había visto a unos amigos suyos. Eran ellos a quienes quería evitar que me viesen. —¿Cuándo fue eso? —En 1939, justo antes de la guerra. Sabía que estaban allí, porque mi mujer, Sibylle y yo habíamos ido juntos en coche y, una vez que hubimos cogido habitaciones y salimos de nuevo en el coche de Sibylle, esta se detuvo frente a otro hotel y me dijo: «Mejor que te bajes ahora». Quería decir que los Wolff estaban allí, y no quería que se encontrasen conmigo. —O, tal vez, que usted se los encontrase a ellos. —Sí. —¿Y no cree que Sibylle hubiese preferido que usted no se hubiese afiliado al Partido, ni siquiera para proteger a la familia? —Es posible, sí… Sí. —¿Le parece que ella tenía razón, Herr Hildebrandt? —Yo… no lo sé, Herr Professor. —Observé que había retomado el «Herr Professor». —Me gustaría conocerla. —Está muerta —dijo Herr Hildebrandt. Ahora la habitación estaba a oscuras, pero aun así intenté tomar notas, unas pocas palabras (como hace un reportero) como recordatorio, que completaría más adelante. En la penumbra, mi escritura cubrió toda la página. —¿Muerta? —Sí. Trabajaba como «clandestina», Herr Mayer, para ayudar a gente a escapar de Alemania. Por eso se quedó. Su marido era más que medio judío, no podía ayudarla. En 1942, antes de que los Stern fuesen deportados, enviados al campo de concentración de Theresienstadt y luego al Este, estaba intentando conseguir que escapasen a Italia. Debía de estar en algún lugar de la frontera suizo-italiana. La Gestapo la cogió. —¿Y…? —A su familia le dijeron que la habían detenido y que se ahorcó en la cárcel de Constanza. —¿Y fue así? —No —su réplica sonó como un disparo—. No. Ella no se habría ahorcado. A no ser…, a no ser que las cosas hubiesen llegado a un punto en que sabía que podía hablar sin darse cuenta y poner en peligro a otros. Ahora ya no podía distinguir a Herr Hildebrandt. —¿Tenían hijos, ellos? —Un hijo. —¿Qué fue de él? —Yo… —Se detuvo y luego prosiguió—: Me las arreglé para que me nombrasen su tutor. Ahora está en la universidad. Mi esposa llamó a la puerta para decirnos que era hora de cenar y para preguntarle a Herr Hildebrandt si quería quedarse. Dijo que no y le acompañé hasta la puerta sin encender las luces.