Estudio en Escarlata PDF (2003)
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Colegio Esperanza Quilpué
2003
Arthur Conan Doyle
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El libro 'Estudio en Escarlata' (2003) de Arthur Conan Doyle, presenta los primeros encuentros entre el Dr. John Watson y Sherlock Holmes. La historia introduce conceptos de investigación y química forense, y sienta las bases de las aventuras detectivescas de Holmes.
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Arthur Conan Doyle T Estudio en escarlata 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Arthur Conan Doyle Estudio en escarlata PRIMERA PARTE (Reimpresión de las memorias de John H. Wat...
Arthur Conan Doyle T Estudio en escarlata 2003 - Reservados todos los derechos Permitido el uso sin fines comerciales Arthur Conan Doyle Estudio en escarlata PRIMERA PARTE (Reimpresión de las memorias de John H. Watson, doctor en medicina y oficial retirado del Cuerpo de Sanidad) I. Mr. Sherlock Holmes En el año 1878 obtuve el título de doctor en medicina por la Universidad de Londres, asistiendo después en Netley a los cursos que son de rigor antes de ingresar como médico en el ejército. Concluidos allí mis estudios, fui puntualmente designado el 5.0 de Fusileros de Northumberland en calidad de médico ayudante. El regimiento se hallaba por entonces estacionado en la India, y antes de que pudiera unirme a él, estalló la segunda guerra de Afganistán. Al desembarcar en Bombay me llegó la noticia de que las tropas a las que estaba agregado habían traspuesto la línea montañosa, muy dentro ya de territorio enemigo. Seguí, sin embargo, camino con muchos otros oficiales en parecida situación a la mía, hasta Candahar, donde sano y salvo, y en compañía por fin del regimiento, me incorporé sin más dilación a mi nuevo servicio. La campaña trajo a muchos honores, pero a mí sólo desgracias y calamidades. Fui separado de mi brigada e incorporado a las tropas de Berkshire, con las que estuve en servicio durante el desastre de Maiwand. En la susodicha batalla una bala de Jezail me hirió en el hombro, haciéndose añicos el hueso y sufriendo algún daño la arteria subclavia. Hubiera caído en manos de los despiadados ghazis a no ser por el valor y lealtad de Murray, mi asistente, quien, tras ponerme de través sobre una caballería, logró alcanzar felizmente las líneas británicas. Agotado por el dolor, y en un estado de gran debilidad, junto a un nutrido convoy de maltrechos compañeros de infortunio, al hospital de la base de Peshawar. Allí me rehice, y estaba ya lo bastante sano para dar alguna que otra vuelta por las salas y orearme de tiempo en tiempo en la terraza, cuando caí víctima del tifus, el azote de nuestras posesiones indias. Durante meses no se dio un ardite por mi vida, y una vez vuelto al conocimiento de las cosas, e iniciada la convalecencia, me sentí tan extenuado, y con tan pocas fuerzas, que el consejo médico determinó sin más mi inmediato retorno a Inglaterra. Despachado en el transporte militar Orontes, al mes de travesía toqué tierra en Portsmouth, con la salud malparada para siempre y nueve meses de plazo, sufragados por un gobierno paternal, para probar a remediarla. No tenía en Inglaterra ni parientes ni amigos, y era, por tanto, libre como una alondra – es decir, todo lo libre que cabe ser con un ingreso diario de once chelines y medio -. Hallándome en semejante coyuntura, gravité naturalmente hacia Londres, sumidero enorme donde van a dar de manera fatal cuantos desocupados y haraganes contiene el imperio. Permanecí algún tiempo en un hotel del Strand, viviendo antes mal que bien, sin ningún proyecto a la vista, y gastando lo poco que tenía, con mayor liberalidad, desde luego, de la que mi posición recomendaba. Tan alarmante se hizo el estado de mis finanzas que pronto caí en la cuenta de que no me quedaban otras alternativas que decir adiós a la metrópoli y emboscarme en el campo, o imprimir un radical cambio a mi modo de vida. Elegido el segundo camino, principié por hacerme a la idea de dejar el hotel, y sentar mis reales en un lugar menos caro y pretencioso. No había pasado un día de semejante decisión, cuando, hallándome en el Criterion Bar, alguien me puso la mano en el hombro, mano que al dar media vuelta reconocí como perteneciente al joven Stamford, el antiguo practicante a mis órdenes en el Barts. La vista de una cara amiga en la jungla londinense resulta en verdad de gran consuelo al hombre solitario. En los viejos tiempos no habíamos sido Stamford y yo lo que se dice uña y carne, pero ahora lo acogí con entusiasmo, y él, por su parte, pareció contento de verme. En ese arrebato de alegría lo invité a que almorzara conmigo en el Holborn, y juntos subimos a un coche de caballos… - Pero, ¿Qué ha sido de usted, Watson? – me preguntó sin embozar su sorpresa mientras el traqueteante vehículo se abría camino por las pobladas calles de Londres. – Está delgado como un arenque y más negro que una nuez. Le hice un breve resumen de mis aventuras, y apenas si había concluido cuando llegamos a destino. – ¡Pobre de usted! – dijo en tono conmiserativo al escuchar mis penalidades. – ¿Y qué proyectos tiene? – Busco alojamiento – repuse. – Quiero ver si me las arreglo para vivir en un precio razonable. - Cosa extraña. – comentó mi compañero. – Es usted la segunda persona que ha empleado esas palabras el día de hoy. - ¿Y quién fue la primera? – pregunté. - Un tipo que está trabajando en el laboratorio de química, en el hospital. Andaba quejándose esta mañana de no tener a nadie con quien compartir ciertas habitaciones que ha encontrado, bonitas a lo que parece, si bien de precio demasiado abultado para su bolsillo. - ¡Demonio! – exclamé. – Si realmente está dispuesto a dividir el gasto y las habitaciones, soy el hombre que necesita. Prefiero tener un compañero antes que vivir solo. El joven Stamford, el vaso en mano, me miró de forma un tanto extraña. - No conoce todavía a Sherlock Holmes, - dijo – podría llegar a la conclusión de que no es exactamente el tipo de persona que a uno le gustaría tener siempre por vecino. - ¿Sí? ¿Qué habla en contra suya? - Oh, en ningún momento he sostenido que haya nada contra él. Se trata de un hombre de ideas un tanto peculiares…, un entusiasta de algunas ramas de la ciencia. Hasta donde se me alcanza, no es mala persona. - Naturalmente sigue la carrera médica – inquirí. - No… Nada sé de sus proyectos. Creo que anda versado en anatomía, y es un químico de primera clase; pero según mis informes, no ha asistido sistemáticamente a ningún curso de medicina. Persigue en el estudio rutas extremadamente dispares y excéntricas, si bien ha hecho acopio de una cantidad tal y tan desusada de conocimientos, que quedarían atónitos no pocos de sus profesores. - ¿Le ha preguntado alguna vez qué se trae entre manos? - No; no es hombre que se deje llevar fácilmente a confidencias, aunque puede resultar comunicativo cuando está en vena. - Me gustaría conocerle. – dije. – Si he de partir la vivienda con alguien, prefiero que sea una persona tranquila y consagrada al estudio. No me siento aún lo bastante fuerte para sufrir mucho alboroto o una excesiva agitación. Afganistán me ha dispensado ambas cosas en grado suficiente para lo que me resta de vida. ¿Cómo podría entrar en contacto con este amigo de usted? - Ha de hallarse seguro en el laboratorio. – repuso mi compañero. – O se ausenta de él durante semanas, o entra por la mañana para no dejarlo hasta la noche. Si usted quiere, podemos llegarnos allí después del almuerzo. - Desde luego – contesté. Y la conversación tiró por otros derroteros. Una vez fuera de Holborn y rumbo ya al laboratorio, Stamford añadió algunos detalles sobre el caballero que llevaba trazas de convertirse en mi futuro coinquilino. - Sepa exculparme si no llega a un acuerdo con él – dijo. – Nuestro trato se reduce a unos cuantos y ocasionales encuentros en el laboratorio. Ha sido usted quien ha propuesto este arreglo, de modo que quedo exento de toda responsabilidad. - Si no congeniamos bastará con que cada cual siga su camino – repuse. – Me da la sensación, Stamford – añadí mirando fijamente a mi compañero – de que tiene usted razones para querer lavarse las manos en este negocio. ¿Tan formidable es la destemplanza de nuestro hombre? Hable sin reparos. - No es cosa sencilla expresar lo inexpresable – repuso riendo – Holmes posee un carácter demasiado científico para mi gusto… un carácter que raya en la frigidez. Me lo imagino ofreciendo a un amigo un pellizco del último alcaloide vegetal, no con malicia, entiéndame, sino por la pura curiosidad de investigar a menuda sus efectos. Y si he de hacerle justicia, añadiré que en mi opinión, lo engulliría él mismo con igual tranquilidad. Se diría que habita en su persona la pasión por el conocimiento detallado y preciso. - Encomiable actitud. - Y a veces extremosa… Cuando le induce aporrear con un bastón los cadáveres, en la sala de disección, se pregunta uno si no está revistiendo acaso una forma en exceso peculiar. - ¡Aporrear los cadáveres! - Sí, a fin de ver hasta qué punto pueden producirse magulladuras en un cuerpo muerto. Lo he contemplado con mis propios ojos. - ¿Y dice usted que no estudia medicina? - No; sabe Dios cuál será el objeto de tales investigaciones… pero ya hemos llegado, y podrá usted formar una opinión sobre el personaje. Cuando esto decía enfilamos una callejuela, y a través de una pequeña puerta lateral fuimos a dar a una de las alas del gran hospital. Siéndome el terrero familiar, no precisé guía para seguir mi itinerario por la lúgubre escalera de piedra y a través luego del largo pasillo de paredes encaladas y puertas color castaño. Casi al otro extremo, un corredor abovedado y de poca altura torcía hacia uno de los lados, conduciendo al laboratorio de química. Era éste una habitación de elevado techo, llena toda de frascos que se alineaban a lo largo de las paredes o yacían desperdigados por el suelo. Aquí y allá aparecían unas mesas bajas y anchas erizadas de retortas, tubos de ensayo y pequeñas lámparas Bunsen con su azul y ondulante lengua de fuego. En la habitación hacía guardia un solitario estudiante que, absorto en su trabajo, se inclinaba sobre una mesa apartada. Al escuchar nuestros pasos volvió la cabeza, y saltando en pie dejó oír una exclamación en júbilo. - ¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo! – gritó a mi acompañante mientras corría hacia nosotros con un tubo de ensayo en la mano. – He hallado un reactivo que precipita con la hemoglobina y solamente con ella. El descubrimiento de una mina de oro no habría encendido placer más intenso en aquel rostro. - Doctor Watson, el señor Sherlock Holmes. – anunció Stamford a modo de presentación. - Encantado – dijo cordialmente mientras me estrechaba la mano con una fuerza que su aspecto casi desmentía. – Por lo que veo, ha estado usted en tierras afganas. - ¿Cómo diablos ha podido adivinarlo? – pregunté, lleno de asombro. - No tiene importancia – repuso él riendo por lo bajo. – Volvamos a la hemoglobina. ¿ Sin duda percibe usted el alcance de mi descubrimiento? - Interesante, desde un punto de vista químico – contesté. – pero, en cuanto a su aplicación práctica… - Por Dios, se trata del más útil hallazgo que en el campo de la Medicina Legal haya tenido lugar durante los últimos años. Fíjese: nos proporciona una prueba infalible para descubrir las manchas de sangre. ¡Venga usted a verlo! Era tal su agitación que me agarró de la manga de la chaqueta, arrastrándome hasta el tablero donde había estado realizando sus experimentos. - Hagámoslo con un poco de sangre fresca – dijo, clavándose en el dedo una larga aguja y vertiendo en una probeta de laboratorio la gota manada de la herida. - Ahora añado esta pequeña cantidad de sangre a un litro de agua. Puede usted observar que la mezcla resultante ofrece la apariencia del agua pura. La proporción de sangre no excederá de uno a un millón. No me cabe duda, sin embargo, de que nos las compondremos para obtener la reacción característica. Mientras tal decía, arrojó en el recipiente unos pocos cristales blancos, agregando luego unas gotas de cierto líquido transparente. En el acto la mezcla adquirió un apagado color caoba, en tanto que se posaba sobre el fondo de la vasija de vidrio un polvo parduzco. - ¡Ajá! – exclamó dando palmadas y alborozado como un niño con zapatos nuevos. - ¿Qué me dice ahora? - Fino experimento – repuse. - ¡Magnífico! ¡Magnífico! La tradicional prueba del guayaco resultaba muy tosca e insegura. Lo mismo cabe decir del examen de los corpúsculos de sangre… Este último es inútil cuando las manchas cuentan arriba de unas pocas horas. Sin embargo, acabamos de dar con un procedimiento que actúa tanto si la sangre es vieja como nueva. A ser mi hallazgo más temprano, muchas gentes que ahora pasean por la calle, hubieran pagado tiempo atrás las penas a las que sus crímenes les hacen acreedoras. - Caramba… - murmuré. - Los casos criminales giran siempre alrededor del mismo punto. A veces un hombre resulta sospechoso de un crimen meses más tarde de cometido éste; se someten a exámenes sus trajes y ropa blanca: aparecen unas manchas parduzcas. ¿Son manchas de sangre, de barro, de óxido, acaso de fruta? Semejante extremo ha sumido en la confusión a más de un experto y, ¿sabe usted por qué? Por la inexistencia de una prueba segura. Sherlock Holmes ha aportado ahora esa prueba, y queda el camino despejado en lo venidero. Había al hablar destellos en sus ojos; descansó la palma de la mano a la altura del corazón, haciendo después una reverencia, como si delante suyo se hallase congregada una imaginaria multitud. - Merece usted que se le felicite – apunté, no poco sorprendido de su entusiasmo. - ¿Recuerda el pasado año el caso de Von Bischoff? ¿ En Frankfort? De haber existido esta prueba, mi experimento le habría llevado en derechura a la horca. ¡Y qué decir de Mason, el de Bradford, o del célebre Muller, o de Lefévre de Montpellier o de Samson el de Nueva Orleans! Una veintena de casos me acuden a la mente en los que la prueba hubiera sido decisiva. - Parece usted un almanaque viviente de hechos criminales. – apuntó Stamford con una carcajada. - ¿Por qué no publica algo? Podría titularlo “Noticiario policíaco de tiempos pasados” - No sería ningún disparate – repuso Sherlock Holmes poniendo un pedacito de parche sobre el pinchazo. – He de andar con tiento. – prosiguió mientras se volvía sonriente hacia mí. – porque manejo venenos con mucha frecuencia. Al tiempo que hablaba alargó la mano, y eché de ver que la tenía moteada de parches similares y descolorida por el efecto de ácidos fuertes. - Hemos venido a tratar un negocio – dijo Stamford tomando asiento en un elevado taburete de tres patas, y empujando otro hacia mí con el pie – Este señor anda buscando donde cobijarse, y como se lamentaba usted de no encontrar a nadie que quisiera ir a medias en la misma operación, he creído buena la idea de reunirlos a los dos. A Sherlock Holmes pareció seducirle el proyecto de dividir su vivienda conmigo. - Tengo echado el ojo a unas habitaciones en Baker Street – dijo – que nos vendrían de perlas. Espero que no le repugne el olor a tabaco fuerte. - No gasto otro – repuse. - Hasta ahí vamos bastante bien. Suelo trastear con sustancias químicas y de vez en cuanto realizo algún experimento. ¿Le importa? - En absoluto. - Veamos… Cuáles son mis otros inconvenientes. De tarde en tarde me pongo melancólico y no despego los labios durante días. No lo atribuya usted nunca al malhumor o resentimiento. Déjeme sencillamente a mi aire y verá que pronto me enderezo. En fin, ¿Qué tiene usted a su vez que confesarme? Es aconsejable que dos individuos estén bien puestos sobre sus peores aspectos antes de que se decidan a vivir juntos. Me hizo reír semejante interrogatorio. – Soy dueño de un cachorrito – dije, - y desapruebo los estrépitos porque mis nervios están destrozados… y me levanto a las horas más inesperadas, y me declaro, en fin, perezoso en extremo. Guardo otra serie de vicios para los momentos de euforia, aunque los enumerados ocupan a la sazón un lugar preeminente. - ¿Entra para usted el violín en la categoría de lo estrepitoso? – me preguntó muy alarmado. - Según quien lo toque. Un violín bien tratado es un regalo de los dioses, un violín en manos poco diestras… - Magnífico – concluyó con una risa alegre. – Creo que puede considerarse trato zanjado…, siempre y cuando dé usted el visto bueno a las habitaciones. - Cuándo podemos visitarlas? - Venga usted a recogerme al mediodía; saldremos después juntos y quedará todo arreglado. - De acuerdo, a las doce en punto. – repuse estrechándole la mano. Lo dejamos enzarzado con sus productos químicos y juntos fuimos caminando hacia el hotel. - Por cierto – pregunté de pronto, deteniendo la marcha y dirigiéndome a Stamford. - ¿Cómo demonios ha caído en la cuenta de que venía yo de Afganistán? Sobre el rostro de mi compañero se insinuó una enigmática sonrisa. - He ahí una peculiaridad de nuestro hombre. – dijo – Es mucha la gente a la que intriga esa facultad suya de adivinar las cosas. - Caramba, ¿Se trata de un misterio? – exclamé frotándome las manos – Esto empieza a ponerse interesante. Realmente, le agradezco infinito su presentación… Como reza el dicho, “no hay objeto de estudio más digno del hombre que el hombre mismo”. - Aplíquese entonces a la tarea de estudiar a su amigo. – dijo Stamford a modo de despedida. – Aunque no le arriendo la ganancia. Verá como acaba sabiendo él mucho más de usted, que usted de él… Adiós. - Adiós – repuse, y proseguí sin prisas mi camino hacia el hotel, no poco intrigado por el individuo que acababa de conocer. II. La ciencia de la deducción. Nos vimos al día siguiente, según lo acordado, para inspeccionar las habitaciones del 221B de Baker Street a que se había hecho alusión durante nuestro encuentro. Consistían en dos confortables dormitorios y una única sala de estar, alegre y ventilada, con dos amplios ventanales por los que entraba la luz. Tan conveniente en todos los aspectos nos pareció el apartamento y tan moderado su precio, una vez dividido entre los dos, que el trato se cerró de inmediato y, sin más dilaciones, tomamos posesión de la vivienda. Esa misma tarde procedí a mudar mis pertenencias del hotel a la casa, y a la otra mañana Sherlock Holmes hizo lo correspondiente con las suyas, presentándose con un equipaje compuesto de maletas y múltiples cajas. Durante uno o dos días nos entregamos a la tarea de desembalar las cosas y colocarlas lo mejor posible. Salvado semejante trámite, fue ya cuestión de hacerse al paisaje circundante e ir echando raíces nuevas. No resultaba ciertamente Holmes hombre de difícil convivencia. Sus maneras eran suaves y sus hábitos regulares. Pocas veces le sorprendían las diez de la noche fuera de la cama, e indefectiblemente, al levantarme yo por la mañana, había ya tomado el desayuno y enfilado la calle. Algunos de sus días transcurrían íntegros en el laboratorio de química o en la sala de disección, destinando otros, ocasionalmente, a largos paseos que parecían llevarle hasta los barrios más bajos de la ciudad. Cuando se apoderaba de él la fiebre del trabajo era capaz de desplegar una energía sin parangón; pero a trechos y con puntualidad fatal, caía en un extraño estado de abulia, y entonces, y durante días, permanecía extendido sobre el sofá de la sala de estar, sin mover apenas un músculo o pronunciar palabra de la mañana a la noche. En tales ocasiones no dejaba de percibir en sus ojos cierta expresión perdida y como ausente que, a no ser por la templanza y la limpieza de su vida toda, me habría atrevido a imputar el efecto de algún narcótico. Conforme pasaban las semanas, mi interés por él y la curiosidad que su proyecto de vida suscitaba en mí, fueron haciéndose cada vez más patentes y profundos. Su misma apariencia y aspecto externos eran a propósito para llamar la atención del más casual observador. En altura andaba antes por encima que por debajo de los seis pies, aunque la delgadez extrema exageraba considerablemente esa estatura. Los ojos eran agudos y penetrantes, salvo en los períodos de sopor a que he aludido, y su fina nariz de ave rapaz le daba no sé qué aire de viveza y determinación. La barbilla también, prominente y maciza, delataba en su dueño un hombre de firmes resoluciones. Las manos aparecían siempre manchadas de tinta y distintos productos químicos, siendo, sin embargo, de una exquisita delicadeza, como innumerables veces eché de ver por el modo en que manejaba Holmes sus frágiles instrumentos de física. Acaso el lector me esté calificando ya de entrometido impertinente en vista de lo mucho que este hombre excitaba mi curiosidad y de la solicitud impertinente con que procuraba vencer yo la reserva en que se hallaba envuelto todo lo que a él concernía. No sería ecuánime, sin embargo, antes de dictar sentencia, echar en olvido hasta qué punto sin objeto era hasta entonces mi vida, y que pocas cosas a la sazón podían animarla. Siendo el que era mi estado de salud, sólo en días de tiempo extraordinariamente benigno me estaba permitido aventurarme al espacio exterior, faltándome, los demás, amigos con quien endulzar la monotonía de mi rutina cotidiana. En semejantes circunstancias, acogí casi con entusiasmo el pequeño misterio que rodeaba a mi compañero, así como la oportunidad de matar el tiempo probando a develarlo. No seguía la carrera médica. Él mismo, respondiendo a cierta pregunta, había confirmado el parecer de Stamford sobre semejante punto. Tampoco parecía empeñado en suerte alguna de estudio que pudiera auparle hasta un título de científico, o abrirle otra cualquiera de las reconocidas puertas por donde se accede al mundo académico. Pese a todo, el celo puesto en determinadas labores era notable, y sus conocimientos, excéntricamente circunscriptos a determinados campos, tan amplios y escrupulosos que daban lugar a observaciones sencillamente asombrosas. Imposible resultaba que un trabajo denodado y una información en tal grado exacta no persiguieran un fin concreto. El lector poco sistemático no se caracteriza por la precisión de los datos acumulados en el curso de sus lecturas. Nadie satura su inteligencia con asuntos menudos a menos que tenga alguna razón de peso para hacerlo así. Si había un número de cosas fuera de lo común, ignoraba otras tantas de todo el mundo conocidas. De literatura contemporánea, filosofía y política, estaba casi completamente en ayunas. Cierta vez que saqué yo a colación el nombre de Tomás Carlyle, me preguntó, con la mayor inocencia, quién era aquél y lo que había hecho. Mi estupefacción llegó sin embargo a su cenit cuando descubrí por casualidad que ignoraba la teoría copernicana y la composición del sistema solar. El que un hombre civilizado desconociese en nuestro siglo XIX que la tierra gira alrededor del sol, se me antojó un hecho tan extraordinario que apenas si podía darle crédito. - Parece usted sorprendido – dijo ante mi expresión de asombro. – Ahora que me ha puesto usted al corriente, haré lo posible por olvidarlo. - ¡Olvidarlo! - Entiéndame, – explicó – considero que el cerebro de cada cual es como una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con sumo cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza. Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error suponer que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto punto, cada nuevo dato añadido desplaza necesariamente a otro que ya poseíamos. Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos inútiles no arrebaten espacio a los útiles. - Sí, pero, ¡el sistema solar!.. – protesté. - ¿Y qué se me da a mí el sistema solar? – interrumpió ya impacientado. – Dice usted que giramos en torno al sol… Que lo hiciéramos alrededor de la luna no afectaría un ápice a cuanto soy o hago. Estuve entonces a punto de interrogarle sobre eso que él hacía, pero un no sé qué en su actitud me dio a entender que semejante pregunta no sería de su agrado. No dejé de reflexionar, sin embargo, acerca de nuestra conversación y las pistas que ella me insinuaba. Había mencionado su propósito de no entrometerse en conocimiento alguno que no atañera a su trabajo. Por tanto, todos los datos que atesoraba le reportaban por fuerza cierta utilidad. Enumeraré mentalmente los distintos asuntos sobre los que había demostrado estar excepcionalmente bien informado. Incluso tomé un lápiz y los fui poniendo por escrito. No pude contener una sonrisa cuando vi el documento en toda su extensión. Decía así: “Sherlock Holmes, sus límites. 1. Conocimientos de Literatura: ninguno. 2. Conocimientos de Filosofía: ninguno. 3. Conocimientos de Astronomía: ninguno. 4. Conocimientos de Política: escasos. 5. Conocimiento de Botánica: desiguales. Al día en lo atañedero a la belladona, el opio y los venenos en general. Nulos en lo referente a la jardinería. 6. Conocimientos de Geología: prácticos aunque restringidos. De una ojeada distingue un suelo geológico de otro. Después de un paseo me ha enseñado las manchas de barro de sus pantalones y ha sabido decirme, por la consistencia y el color de la tierra, a qué parte de Londres correspondía cada una. 7. Conocimientos de Química: profundos. 8. Conocimientos de anatomía: exactos, pero poco sistemáticos. 9. Conocimientos de Literatura sensacionalista: inmensos. Parece conocer todos los detalles de cada hecho macabro acaecido en nuestro siglo. 10. Toca bien el violín. 11. Experto boxeador, y esgrimista de palo y espada. 12. Familiarizado con los aspectos prácticos de la ley inglesa” Al llegar a este punto, desesperado, arrojé la lista al fuego. “Si para adivinar lo que este tipo se propone – me dije – he de buscar qué profesión corresponde al común denominador de sus talentos, puedo ya darme por vencido.” Observo haber aludido poco más arriba a su aptitud para el violín. Era ésta notable, aunque no menos peregrina que todas las restantes. Que podía ejecutar piezas musicales, y de las difíciles, lo sabía de sobra, ya que a petición mía había reproducido las notas de algunos lieder de Mendelssonn y otras composiciones de mi elección. Cuando se dejaba llevar de su gusto, rara vez arrancaba sin embargo a su instrumento música o aires reconocibles. Recostado en la butaca durante toda la tarde, cerraba los ojos y con ademán descuidado arañaba las cuerdas del violín, colocado de través sobre una de sus rodillas. Unas veces eran las notas vibrantes y melancólicas, otras, de aire fantástico y alegre. Sin duda tales acordes reflejaban al exterior los ocultos pensamientos del músico, bien dándoles su definitiva forma, bien acompañándolos no más que como una caprichosa melodía del espíritu. Sabe Dios que no hubiera sufrido pasivamente esos exasperantes solos a no tener Holmes la costumbre de rematarlos con una rápida sucesión de mis piezas favoritas, ejecutadas en descargo de lo que antes de ellas había debido oír. Llevábamos juntos alrededor de una semana sin que nadie apareciese por nuestro habitáculo, cuando empecé a sospechar en mi compañero una orfandad de amistades pareja a la mía. Pero, según pude descubrir a continuación, no solo era ello falso, sino que además los contactos de Holmes se distribuían entre las más dispersas cajas de la sociedad. Existía, por ejemplo, un hombrecillo de ratonil aspecto, pálido y ojimoreno, que me fue presentado como el señor Lestrade y que vino a casa en no menos de tres o cuatro ocasiones en menos de una semana. Otra mañana una joven elegantemente vestida fue nuestro huésped durante más de media hora. A la noche sucedió por la noche un tipo harapiento y de cabeza cana – la clásica estampa del buhonero judío – que parecía hallarse sobre ascuas y que a su vez dejó paso a una raída y provetta señora. Un día estuvo mi compañero departiendo con cierto caballero anciano y de melena blanca como la nieve; otro, recibió a un mozo de cuerda que venía con su uniforme de pana. Cuando alguno de los miembros de esta abigarrada comunidad solía Holmes suplicarme el usufructo de la sala y yo me retiraba entonces a mi dormitorio. Jamás dejó de disculparse por el trastorno que de semejante modo me causaba. – Tengo que utilizar esta habitación como oficina – decía, - y la gente que entra en ella constituye mi clientela. - ¡Qué mejor momento para interrogarle a quemarropa! Sin embargo, me vi siempre sujeto por el recato de no querer forzar la confidencia ajena. Imaginé que algo le impedía dejar al descubierto ese aspecto de su vida, cosa que pronto me desmintió él mismo, yendo derecho al asunto sin el menor requerimiento por mi parte. Se cumplía como bien recuerdo el 4 de marzo, cuando, habiéndome levantado antes que de costumbre, encontré a Holmes despachando su aún inconcluso desayuno. Tan hecha estaba la patrona a mis hábitos poco madrugadores, que no hallé ni el plato aparejado ni el café dispuesto. Con la característica y nada razonable petulancia del común de los mortales, llamé entonces al timbre y anuncié muy cortante que esperaba mi ración. Acto seguido tomé un periódico de la mesa e intenté distraer con él el tiempo mientras mi compañero terminaba en silencio su tostada. El encabezamiento de uno de los artículos estaba subrayado en rojo, y a él, naturalmente, dirigí en primer lugar mi atención. Sobre la raya encarnada aparecían estas ampulosas palabras: EL LIBRO DE LA VIDA, y a ellas seguía una demostración de las innumerables que a cualquiera le sería dado deducir no más que sometiendo a examen preciso y sistemático los acontecimientos de que el azar le hiciese testigo. El escrito se me antojó una extraña mezcolanza de agudeza y disparate. A sólidas y apretadas razones sucedían inferencias en exceso audaces o exageradas. Afirmaba el autor poder adentrarse, guiado de señales tan someras como un gesto, el estremecimiento de un músculo, o la mirada de unos ojos, en los más escondidos pensamientos de otro hombre. Según él, la simulación y el engaño resultaban impracticables delante de un individuo avezado al análisis y a la observación. Lo que éste dedujera sería tan cierto como las proposiciones de Euclides. Tan sorprendentes serían los resultados, que el no iniciado en las rutas por donde se llega de los principios a las conclusiones, habría por fuerza de creerse en presencia de un auténtico nigromante. - A partir de una gota de agua – decía el autor – cabría al lógico establecer la posible existencia de un océano Atlántico o unas cataratas del Niágara, aunque ni de lo uno ni de lo otro hubiese tenido jamás la más mínima noticia. La vida toda es una gran cadena cuya naturaleza se manifiesta a la sola vista de un eslabón aislado. A la semejanza de otros oficios, la Ciencia de la Deducción y el Análisis exige en su ejecutante un estudio prolongado y paciente, no habiendo vida humana tan larga que en el curso de ella quepa a nadie alcanzar la perfección máxima de que el arte deductivo es susceptible. Antes de poner sobre el tapete los aspectos morales y psicológicos de más bulto que esta materia suscita, descenderé a resolver algunos problemas elementales. Por ejemplo, como apenas divisada una persona cualquiera resulta hacedero inferir su historia completa, así como su oficio o profesión. Parece un ejercicio pueril, y sin embargo afina la capacidad de observación, descubriendo los puntos más importantes y el modo de encontrarles respuesta. Las uñas de un individuo, las mangas de su chaqueta, sus botas, la rodillera de sus pantalones, la callosidad de los dedos pulgar e índice, la expresión facial, los puños de su camisa, todos estos detalles, en fin, son prendas personales por donde claramente se revela la profesión del hombre observado. Que semejantes elementos, puestos en junto, no iluminen al inquisidor competente sobre el caso más difícil, resulta, sin más, inconcebible. - ¡Valiente sarta de sandeces! – grité, dejando el periódico sobre la mesa, con un golpe seco. – jamás había leído en mi vida tanto disparate. - ¿De qué se trata? – preguntó Sherlock Holmes. - De ese artículo – dije apuntando hacia él con mi cucharilla mientras me sentaba para dar cuenta de mi desayuno. – Veo que lo ha leído, ya que está subrayado por usted. No niego habilidad al escritor. Pero me subleva lo que dice. Se trata a ojos vista de uno de esos divagadores de profesión a los que entusiasma elucubrar preciosas paradojas en la soledad de sus despachos. Pura teoría. ¡Quién lo viera encerrado en el metro, en el vagón de tercera clase, frente a frente de los pasajeros, y puesto a la tarea de ir adivinando las profesiones de cada uno! Apostaría uno a mil en contra suya. - Perdería usted su dinero – repuso Holmes tranquilamente – En cuanto al artículo, es mío. - ¡Suyo! - Sí, soy aficionado tanto a la observación como a la deducción. Esas teorías expuestas en el periódico y que a usted se le antojan tan quiméricas, vienen, en realidad, a ser extremadamente prácticas hasta el punto que de ellas vivo. - ¿Cómo? – pregunté involuntariamente. - Tengo un oficio muy particular, sospecho que único en el mundo. Soy detective asesor… Verá ahora lo que ello significa. En Londres abundan los detectives comisionados por el gobierno, y no son menos los privados. Cuando uno de ellos no sabe muy bien por dónde anda, acude a mí, y yo lo coloco entonces sobre la pista. Suelen presentarme toda la evidencia de que disponen, a partir de la cual, y con la ayuda de mi conocimiento de la historia criminal, me las arreglo decentemente para enseñarles el camino. Existe un fuerte aire de familia entre los distintos hechos delictivos, y si se dominan a la menuda los mil primeros, no resulta difícil descifrar el que completa el número mil uno. Lestrade es un detective bien conocido. No hace mucho se enredó en un caso de falsificación, y hallándose un tanto desorientado, vino aquí a pedir consejo. - ¿Y los demás visitantes? - Proceden en la mayoría de agencias privadas de investigación. Son gente que está a oscuras sobre algún asunto y acude a buscar un poco de luz. Atiendo a su relato, doy mi opinión y presento la minuta. - ¿Pretende usted decirme – atajé – que sin salir de esta habitación se las compone para poner en claro lo que otros, en contacto directo con las cosas, e impuestos sobre todos sus detalles, sólo ven a medias? - Exactamente. Poseo, en ese sentido, una especie de intuición. De cuando en cuando surge un caso más complicado, y entonces es menester ponerse en movimiento y echar alguna que otra ojeada. Sabe usted que he atesorado una cantidad respetable de datos fuera de lo común; este conocimiento facilita extraordinariamente mi tarea. Las reglas deductivas por mí sentadas en el artículo que acaba de suscitar su desdén me prestan además un inestimable servicio. La capacidad de observación constituye en mi caso una segunda naturaleza. Pareció usted sorprendido cuando, nada más conocerlo, observé que había estado en Afganistán. - Alguien se lo dijo, sin duda. - En absoluto. Me constaba esa procedencia suya de Afganistán. El hábito bien afirmado imprime a los pensamientos una tan rápida y fluida continuidad, que me vi abocado a la conclusión sin que llegaran a hacérseme siquiera manifiestos los pasos intermedios. Éstos, sin embargo, tuvieron su debido lugar. Helos aquí puestos en orden: “Hay delante de mí un individuo con aspecto de médico y militar a un tiempo. Luego se trata de un médico militar. Acaba de llegar del trópico, porque la tez de su cara es oscura y ese no es el color suyo natural, como se ve por la piel de sus muñecas. Según lo pregona su macilento ha experimentado sufrimientos y enfermedades. Le han herido el brazo izquierdo. Lo mantiene erguido y de manera forzada… ¿ En qué lugar del trópico es posible que haya sufrido un médico militar semejantes contrariedades, recibiendo, además, una herida en el brazo? Evidentemente, en Afganistán”. Esta concatenación de pensamientos no duró el espacio de un segundo. Observé entonces que venía de la zona afgana, y usted se quedó con la boca abierta. - Tal como me ha relatado el lance, parece cosa de nada. – dije sonriendo – me recuerda usted al Dupin de Allan Poe. Nunca imaginé que tales individuos podían existir en realidad. Sherlock Holmes se puso en pie y encendió la pipa. - Sin duda cree usted halagarme estableciendo un paralelo con Dupin. – apuntó – Ahora bien, en mi opinión, Dupin era un tipo de poca monta. Ese expediente suyo de irrumpir en los pensamientos de un amigo con una frase oportuna, tras un cuarto de hora de silencio, tiene mucho de histriónico y superficial. No le niego, desde luego, talento analítico, pero dista infinitamente del fenómeno que Poe parece haber supuesto. - ¿Ha leído usted las obras de Gaboriau? – pregunté. ¿Responde Lecoq a su ideal detectivesco? Sherlock Holmes arrugó sarcástico la nariz. - Lecoq era un chapucero indecoroso – dijo con la voz alterada – que no tenía sino una sola cualidad a saber: la energía. Cierto libro suyo me pone ciertamente enfermo… En él se trata de identificar a un prisionero desconocido, sencillísima tarea que yo hubiera ventilado en veinticuatro horas y para la cual Lecoq precisa, poco más o menos, seis meses. Ese libro merecería ser repartido entre los profesionales del ramo como manual y ejemplo de lo que no hay que hacer. Hirió algo mi amor propio al ver tratados tan displicentemente a dos personas que admiraba. Me aproximé a la ventana, y tuve durante un rato la mirada perdida en la calle llena de gente. “No se si será este tipo muy listo”, pensé para mis adentros, “pero no cabe la menor duda de que es un engreído.” - No quedan más crímenes ni criminales – prosiguió, en tono quejumbroso - ¿De qué sirve en nuestra profesión tener la cabeza bien puesta sobre los hombros? Sé de cierto que no me faltan condiciones para hacer mi nombre famoso. Ningún individuo, ahora o antes de mí, puso jamás tanto estudio y talento natural al servicio de la causa detectivesca… ¿Y para qué? ¡No aparece el gran caso criminal! A lo sumo me cruzo con alguna que otra chapucera villanía, tan transparente, que su móvil no puede hurtarse siquiera a los ojos de un oficial de Scotland Yard. Persistía en mí el enfado ante la presuntuosa verbosidad de mi compañero, de manera que juzgué conveniente cambiar de tercio. - ¿Qué tripa se le habrá roto al tipo aquél? – pregunté señalando a cierto individuo fornido y no muy bien trajeado que a paso lento recorría la acera opuesta, sin dejar al tiempo de lanzar unas presurosas ojeadas a los números de cada puerta. Portaba en la mano un gran sobre azul, y su traza era a la vista la de un mensajero. - ¿Se refiere seguramente usted al Sargento retirado de la marina? – dijo Sherlock Holmes “Fanfarrón” pensé para mí. “Sabe que no puedo verificar su conjetura”. Apenas si este pensamiento había cruzado mi mente, cuando el hombre que espiábamos percibió el número de esta puerta y se apresuró a atravesar la calle. Oímos un golpe seco de aldaba, una profunda voz que venía de abajo y el ruido pesado de unos pasos a lo largo de la escalera. - ¡Para el señor Sherlock Holmes! – exclamó el extraño, y, entrando en la habitación, entregó la carta a mi amigo. ¡Era el momento de bajarle a éste los humos! ¿Quién le hubiera dicho, al soltar aquella andanada al vacío, que iba a verse de pronto en el brete de hacerla buena! Pregunté entonces con mi más acariciadora voz: - Buen hombre, ¿tendría usted la amabilidad de decirme cuál es su profesión? - Ordenanza, señor – dijo con un gruñido. – Me están arreglando el uniforme. -¿Qué era usted antes? – inquirí mientras miraba maliciosamente a Sherlock Holmes con el rabillo del ojo. – Sargento, señor. Sargento de la infantería ligera de la Marina Real. ¿No hay contestación? Perfectamente, señor. Y juntando los talones, saludó militarmente y desapareció de nuestra vista. III. El misterio de Lauriston Gardens. No ocultaré mi sorpresa ante la eficacia que otra vez evidenciaban las teorías de Holmes. Sentí que mi respeto hacia tamaña facultad adivinatoria aumentaba portentosamente. Aún así, no podía acallar completamente la sospecha de que fuera todo un montaje enderezado a deslumbrarme en vista de algún motivo sencillamente incomprensible. Cuando dirigí a él la mirada, había concluido ya de leer la nota y en sus ojos flotaba la expresión vacía y sin brillo por donde se manifiestan al exterior los estados de abstracción meditativa. - ¿Cómo diantres ha llevado a cabo usted su deducción? – pregunté. - ¿Qué deducción? – repuso petulantemente. - Caramba, la que era sargento retirado de la Marina. – No estoy para bagatelas – contestó de manera cortante; y añadió, con una sonrisa: – Perdone mi brusquedad, pero ha cortado usted el hilo de mis pensamientos. Es lo mismo… Así, pues, ¿no le había saltado a la vista la condición del mensajero? - Puede estar seguro. - Resulta más fácil adivinar las cosas que explicar cómo da uno con ellas. Si le pidieran una demostración de por qué dos y dos son cuatro, es posible que se viera usted en un aprieto, no cabiéndole, con todo, ninguna duda en torno a la verdad del caso. Incluso desde el lado de la calle opuesto a aquél donde se hallaba nuestro hombre, acerté a distinguir un ancla azul de considerable tamaño tatuada sobre el dorso de su mano. Primera señal marinera. El porte era militar, sin embargo, y las patillas se ajustaban a la longitud que dicta el reglamento. Henos, pues, instalados en la Armada. Añádase cierta fachenda y como ínfulas de mando… Seguramente ha notado usted lo erguido de su cabeza y el modo como hacía oscilar su bastón. Un hombre formal, respetable, por añadidura de mediana edad… Tomados los hechos en conjunto, ¿de quién podía tratarse, sino de un sargento? - ¡Admirable! – exclamé. - Trivial… - repuso Holmes, aunque adiviné por su expresión el contento que en él habían producido mi sorpresa y admiración. – Dejé dicho hace poco que no quedaban criminales. Pues bien, he de desmentirme. ¡Eche un vistazo! Me confió la nota traída por el ordenanza. - ¡Demonios! – grité tras ponerle la vista encima. - ¡es espantoso! - Parece salirse un tanto de los casos vulgares. – observó flemático. – Tendría la bondad de leérmela en voz alta? He aquí la carta a la que di lectura: “MI QUERIDO SHERLOCK HOLMES, esta noche, en el número tres de Lauriston Gardens, según se va a Brixton, se nos ha presentado un feo asunto. Como a las dos de la mañana advirtió el policía de turno que estaban las luces encendidas y, dado que se encuentra la casa deshabitada, sospechó de inmediato algo irregular. Halló la puerta abierta, y en la pieza delantera, desprovista de muebles, el cuerpo de un caballero bien trajeado. En uno de sus bolsillos había una tarjeta con estas señas grabadas: “Enoch J. Drebber, Cleveland, Ohio, U. S. A.”. No ha tenido lugar robo alguno, ni se echa de ver como ha podido sorprender la muerte a ese desdichado. Aunque existen en la habitación huellas de sangre, el cuerpo no ostenta una sola herida. Desconocemos también por qué medio o conducto vino a dar el finado a la mansión vacía; de hecho, el percance todo presenta rasgos desconcertantes. Si se le pone a tiro llegarse aquí antes de las doce, me hallará en el escenario del crimen. He dejado órdenes de que nada se toque hasta que usted dé señales de vida. Si no pudiera acudir, le explicaría el caso más circunstanciadamente, en la esperanza de que me concediese el favor de su dictamen. TOBÍAS GREGSON.” - Gregson es el más despierto de los inspectores de Scotland Yard – apuntó mi amigo – él y Lestrade constituyen la flor y nata de un pelotón de torpes. Despliegan ambos rapidez y energía, mas son convencionales en grado sorprendente. Por añadidura, se tienen puesta mutuamente la proa. En punto celos no les va a la zaga la damisela más presumida, y como uno y otro decidan tirar de la manta, la cosa va a resultar divertida. No podía contener mi sorpresa ante la calma negligente con que iba Sherlock Holmes desgranando sus observaciones. – Desde luego no hay un momento que perder. – exclamé. – ¿le parece que llame ahora mismo un coche de caballos? - No sé que decirle. Soy el hombre más perezoso que imaginarse pueda… Cuando me da por ahí, naturalmente, porque, llegado el caso, también sé andar a la carrera. - ¿No era esta la ocasión que tanto esperaba? - ¿Y qué más da, hombre de Dios? En el supuesto de que me las componga para desenredar la madeja, no le quepa duda de que serán Gregson, Lestrade y compañía quienes se lleven los laureles. ¡He ahí lo malo de ir uno por su cuenta! - Le ha suplicado su ayuda… - En efecto. Me sabe superior, y en privado lo reconoce, mas antes se dejaría cortar la lengua que admitir esa superioridad en público. Sin embargo, podemos ir a echar un vistazo. Haré las cosas a mi modo, y cuando menos podré reírme a costa de ellos. ¡En marcha! Se puso el gabán a toda prisa, dando muestras, según se movía de un lado a otro, de que a la desgana anterior había sucedido una etapa de euforia. - No olvide su sombrero – dijo. - ¿Desea usted que le acompañe? - Sí, si no se le ocurre nada mejor que hacer. Un momento después nos hallábamos instalados en un coche, en rápida carrera hacia el camino de Brixton. Se trataba de una de esas mañanas brumosas en que los cendales de niebla, suspendidos sobre los tejados y azoteas, parecen copiar el sucio barro callejero. Estaba Holmes de excelente humor, no cesando de abundar en asuntos tales como los violines de Cremona o la diferencia que media entre un Stradivarius y un Amati. En cuanto a mí, no abrí la boca, ya que el tiempo melancólico y el asunto fúnebre que nos solicitaba no eran a propósito para levantarle a uno el ánimo. - Parece usted tener el pensamiento muy lejos del caso que se trae entre manos. – dije al cabo, interrumpiendo la cháchara musical de Holmes. - Faltan datos – repuso – Es un error capital precipitarse a edificar teorías cuando no se halla aún reunida toda la evidencia, porque suele salir entonces el juicio combado según los caprichos de la suposición primera. - Los datos no van a hacerse esperar – observé, extendiendo el índice – esta calle es la de Brixton, y aquélla la casa, a lo que parece. - En efecto. ¡Pare, cochero, pare! Unas cien yardas nos separaban de nuestro destino, pese a lo cual Holmes porfió en apearse del coche y hacer andando lo que restaba del camino. El número tres de Lauriston Gardens ofreció un aspecto entre amenazador y siniestro. Formaba parte de un grupo de cuatro inmuebles sitos algo a trasmano de la carretera, dos de ellos habitados y vacíos los restantes. Las fachadas de estos últimos estaban guarnecidas de tres melancólicas hileras de ventanas, tan polvorientas y cegadas que no habría resultado fácil distinguir unas de otras a no ser porque, de trecho en trecho, podía verse, como una catarata crecida en la oquedad de un ojo, el cartel de “Se alquila”. Unos jardincillos salpicados de cierta vegetación anémica y escasa ponían tierra entre la calle y los portales, a los que se accedía por unos senderos estrechos, compuestos por una sustancia amarillenta que parecía ser mezcla de arcilla y grava. La lluvia caída durante la noche había convertido el paraje en un barrizal. El jardín se hallaba ceñido por un muro de ladrillo, de tres pies de altura y somero remate de madera; sobre este cercado o empalizada descansaba si macicez un guardia, rodeado de un pequeño grupo de curiosos, quienes, castigando inútilmente la vista y el cuello, hacían lo imposible por alcanzar el interior del recinto. Yo había imaginado que Sherlock Holmes entraría de galope en el edificio para aplicarse sin un momento de pérdida al estudio de aquel misterio. Nada más lejos, aparentemente, de su propósito. Con un aire negligente que, dadas las circunstancias, rayaba en la afectación, recorrió varias veces, despacioso, lo largo de la carretera, lanzando miradas un tanto ausentes al suelo, al cielo, las casas fronteras, y la valla de madera. Acabado que hubo semejante examen, se dio a seguir palmo a palmo el sendero, fijos los ojos en la tierra. Dos veces se detuvo y una de ellas le vi sonreírse, a la par de que de sus labios escapaba un murmullo de satisfacción. Se apreciaban sobre el suelo arcilloso varias improntas de pasos; pero como quiera que la policía había estado yendo y viniendo, no alcanzaba yo a comprender de que utilidad podían resultar tales huellas a mi amigo. Con todo esto, en vista de las extraordinarias pruebas de facultad perceptiva que poco antes me había dado, no me cabía la menor duda de que a sus ojos se hallaban presentes mucho más indicios de que a los míos. En la puerta nos tropezamos a un hombre alto y pálido, de cabellera casi blanca por lo rubia, el cual, apenas vernos – llevaba en la mano un cuaderno de notas – se precipitó hacia Sherlock Holmes, asiendo efusivamente su diestra. - ¡Le agradezco que haya venido! – dijo – Todo está como lo encontré… - Excepto eso – repuso Holmes señalando el sendero. – Una manada de búfalos no habría obrado mayor confusión. Aunque sin duda supongo, Gregson, que ya tenía usted hecha una composición de lugar cuando permitió semejante estropicio. - La tarea del interior de la casa no me ha dejado sosiego para nada – dijo evasivamente el detective -. Mi colega el señor Lestrade se encuentra aquí. A él había confiado las demás cosas. Holmes dirigió los ojos hacia mí y enarcó sardónico las cejas. - Con dos tipos como usted y Lestrade en la brecha, no sé qué va a pintar aquí una tercera persona – repuso. Halagado, Gregson frotó una mano contra la otra. - Creo que hemos hecho todo lo hacedero – dijo – ; aunque, tratándose de un caso extraño, imaginé que le interesaría echar un vistazo. - ¿Se llegó usted hasta aquí en coche? – preguntó Sherlock Holmes. - No. - ¿Tampoco Lestrade? - Tampoco. - Vamos entonces a dar una vuelta por la habitación. Tras este extemporáneo enunciado, entró en la casa seguido de Gregson, en cuyo rostro se dibujaba la más completa sorpresa. Un corto pasillo, polvoriento y con el entarimado desnudo, conducía a la cocina y demás dependencias. Dos puertas se abrían a sendos lados. Una llevaba, evidentemente, varias semanas cerrada. La otra daba al comedor, escenario del misterioso hecho ocurrido. Allí se dirigió Holmes, y yo detrás de él, presa el corazón del cauteloso sentimiento que siempre inspira la muerte. Se trataba de una gran pieza cuadrada cuyo tamaño aparecía magnificado por la absoluta ausencia de muebles. Un papel vulgar y chillón ornaba los tabiques, enmohecido a trechos y deteriorado de manera que las tiras desgarradas y colgantes dejaban de vez en cuando al desnudo el rancio yeso subyacente. Frente por frente de la puerta había una ostentosa chimenea, rematada por una repisa que quería figurar mármol blanco. A uno de los lados de la repisa se erguía el muñón rojo de una vela de cera. Sólo una ventana se abría en aquellos muros, tan sucia que la luz por ella filtrada, tenue e incierta, daba a todo un tinte grisáceo, intensificado por la espesa capa de polvo que cubría la estancia. De estos detalles que aquí pongo me percaté más tarde. Por lo pronto mi atención se vio solicitada por la triste, solitaria e inmóvil figura que yacía extendida sobre el entarimado, fijos los ojos inexpresivos y ciegos en el techo sin color. Se trataba de un hombre de cuarenta y tres o cuarenta y cuatro años, de talla mediana, ancho de hombros, rizado el hirsuto pelo negro, y barba corta y áspera. Gastaba levita y chaleco de grueso velarte, pantalones claros, y puños y cuello de camisa inmaculados. A su lado, en el suelo, se destacaba la silueta de una pulcra y bien cepillada chistera. Los puños cerrados, los brazos abiertos y la postura de las piernas, trabadas una con otra, sugerían un trance mortal de peculiar dureza. Sobre el rostro hierático había dibujado un gesto de horror y, según me pareció, de odio, un odio jamás visto en ninguna otra parte. Esta contorsión maligna y terrible, en complicidad con la estrechez de la frente, la chatedad de la nariz y el prognatismo pronunciado, daban al hombre muerto un aire simiesco, tanto mayor cuanto que aparecía el cuerpo retorcido y en insólita posición. He contemplado la muerte bajo diversas apariencias, todas, sin embargo, más tranquilizadoras que la ofrecida por esa siniestra y oscura a orillas de la cual discurría una de las grandes arterias del Londres suburbial. Lestrade, flaco y con su aire de animal de presa, estaba en pie junto al umbral, desde donde nos dio la bienvenida a mi amigo y a mí. - Este caso va a traer cola – observó – No se le compara ni uno solo de los que he visto antes, y llevo tiempo en el oficio. - ¿Alguna pista? – dijo Gregson. - En absoluto – repuso Lestrade. Sherlock Holmes se aproximó al cuerpo, e hincándose de rodillas lo examinó cuidadosamente. - ¿Están seguros de que no tiene ninguna herida? – inquirió al tiempo que señalaba una serie de manchas y salpicaduras de sangre en torno al cadáver. - ¡Desde luego! – clamaron los detectives. - Entonces, cae de por sí que esta sangre pertenece a un segundo individuo… Al asesino, en el supuesto de que se haya perpetrado un asesinato. Me vienen a la mente ciertas semejanzas de este caso con el de la muerte de Van Jansen, en Utrecht, allá por el año treinta y cuatro. ¿Recuerda usted aquél suceso, Gregson? - No. - No deje entonces de acudir a los archivos. Nada hay nuevo bajo el sol… Cada acto o cada cosa tiene un precedente en el pasado. Al tiempo sus ágiles dedos volaban de un lado para otro, palpando, presionando, desabrochando, examinando, mientras podía apreciarse en los ojos esa expresión remota a la que antes he aludido. Tan presto llegó el reconocimiento a término, que nadie hubiera podido adivinar su exactitud exquisita. La operación de aplicar la nariz a los labios del difunto, y una ojeada a las botas de charol, pusieron el punto final. - Me dicen que el cuerpo no ha sido desplazado – señaló interrogativamente. - Lo mínimo necesario para el fin de nuestras pesquisas. - Pueden llevarlo ya al depósito de cadáveres – dijo Holmes – Aquí no hay nada más que hacer. Gregson disponía de una camilla y cuatro hombres. A su llamada penetraron en la habitación, y el extraño fue aupado del suelo y conducido fuera. Cuando lo alzaban se oyó el tintineo de un anillo, que rodó sobre el pavimento. Lestrade, tras haberse hecho con la alhaja, le dirigió una mirada llena de confusión. - En la habitación ha estado una mujer – observó – Este anillo de boda pertenece a una mujer… Y mientras así decía, nos mostraba en la palma de la mano el objeto hallado. Hicimos corro en torno a él y echamos una ojeada. Saltaba a la vista que el escueto aro de oro había adornado un día la mano de una novia. - Se nos complica el asunto – dijo Gregson - ¡Y sabe Dios que no era antes sencillo! - ¿Está seguro de que no se simplifica? – repuso Holmes – Veamos, no va a progresar mucho usted con esa mirada de pasmo… ¿Encontraron algo en los bolsillos del muerto? - Está todo allí – dijo Gregson señalando unos cuantos objetos reunidos en montón sobre uno de los primeros peldaños de la escalera. – Un reloj de oro, número noventa y siete ciento setenta y tres, de la casa Barraud de Londres. Una cadena de lo mismo, muy maciza y pesada. Un anillo, también de oro, que ostenta el emblema de la masonería. Un alfiler de oro en cuyo remate figura la cabeza de un bulldog, con dos rubíes a modo de ojos. Tarjetero de piel de Rusia con unas cartulinas a nombre de Enoch J. Drebber de Cleveland, título que corresponde a las iniciales E. J. D. bordadas en la ropa blanca. No hay monedero, aunque sí dinero suelto por un montante de siete libras trece chelines. Una edición de bolsillo del Decamerón de Boccaccio con el nombre de Joseph Stangerson escrito en la guarda. Dos cartas, dirigida una a E. J. Drebber y a Joseph Stangerson en la otra. - ¿Y la dirección? - American Exchange, Strand, donde debían permanecer hasta su oportuna solicitación. Proceden ambas de la Guion Steampship Company, y tratan de la zarpa de sus buques a Liverpool. A la vista está que este desgraciado se disponía a volver a Nueva York. - ¿Ha averiguado usted algo sobre el tal Stangerson? - Inicié las diligencias de inmediato – dijo Gregson. – He puesto anuncios en todos los periódicos, y uno de mis hombres se halla destacado en el American Exchange, de donde no ha vuelto aún. - ¿Han establecido contacto con Cleveland? - Esta mañana, por telegrama. - ¿Cómo lo redactaron? - Tras hacer una relación detallada de lo sucedido, solicitamos cuanta información pudiera sernos útil. - ¿Hizo hincapié en algún punto que le pareciese de especial importancia? - Pedí informes acerca de Stangerson. - ¿Nada más? No existe para usted algún detalle capital sobre el que repose el misterio de este asunto? ¿No telegrafiará de nuevo? - He dicho cuanto tenía que decir – repuso Gregson con el tono de amor propio ofendido. Sherlock Holmes rió para sí, y parecía presto a una observación, cuando Lestrade, ocupado durante el interrogatorio en examinar la habitación delantera, hizo acto de presencia, frotándose las manos con mucha fachenda. - El señor Gregson – dijo – acaba de encontrar algo de suma importancia, algo que se nos habría escapado si no llega a darme por explorar atentamente las paredes. Brillaban como brasas los ojos del hombrecillo, a duras penas capaz de contener la euforia en él despertada por ese tanto de ventaja obtenido sobre su rival. - Síganme – dijo volviendo a la habitación, menos sombría desde el momento en que había sido retirado su lívido inquilino. – ¡Ahora, aguarden! Encendió un fósforo frotándolo contra la suela de la bota, y lo acostó a guisa de antorcha a la pared. - ¡Vean ustedes! – exclamó triunfante. He dicho antes que el papel colgaba en andrajos aquí y allá. Justo donde arrojaba ahora el fósforo su luz, una gran tira se había desprendido del soporte, descubriendo un parche cuadrado de tosco revoco. De lado a lado podía leerse, garrapateada en rojo sangriento, la palabra: RACHE - ¿Qué les parece? – clamó el detective alargando la mano con desparpajo de farandulero. – Por hallarse estos trazos en la esquina más oscura de la habitación nadie les había echado el ojo antes. El asesino o la asesina los plasmó con su propia sangre. Observen esa gota que se ha escurrido pared abajo… En fin, queda excluida la hipótesis del suicidio. ¿por qué hubo de ser escrito el mensaje precisamente en el rincón? Ya he dado con la causa. Reparen en la vela que está sobre la repisa. Se encontraba entonces encendida, resultando de ahí una claridad mayor en la esquina que en el resto de la pieza. - Muy bien, y qué conclusiones saca de este hallazgo suyo? – preguntó Gregson en tono despectivo. - Escuche: el autor del escrito, hombre o mujer, iba a completar la palabra “Rachel” cuando se vio impedido de hacerlo. No le quepa duda que una vez desentrañado el caso saldrá a relucir una dama, de nombre precisamente… ¡Sí, ría cuanto quiera, señor Holmes, mas no olvide, por listo que sea, que después de habladas y pensadas las cosas, no resta mejor método que el del viejo perro de rastreo! - Le ruego me perdone – repuso mi compañero, quien había excitado la cólera del hombrecillo con un súbito acceso de risa – Sin duda corresponde a usted el mérito de haber descubierto antes que nadie la inscripción, debida, según usted afirma, a la mano de uno de los actores de este drama. No me ha dado lugar aún a examinar la habitación, cosa a la que ahora procederé con su permiso. Esto dicho, desenterró de su bolsillo una cinta métrica y una lupa, de grueso cristal y redonda armadura. Pertrechado con semejantes herramientas, se aprestó después a una silenciosa exploración de la pieza, deteniéndose algunas veces, arrodillándose otras, llegando incluso a ponerse de bruces en el suelo en determinada ocasión. Tan absorto se hallaba por la tarea, que parecía haber olvidado nuestra presencia, estableciendo consigo mismo un diálogo compuesto de un pintoresco conjunto de exclamaciones, gruñidos, susurros y ligeros gritos de triunfo y ánimo, emitidos en ininterrumpida sucesión. Imposible era, frente a parejo espectáculo, no darse a pensar en un sabueso bien entrenado y de pura sangre en persecución de su presa, ora haciendo camino, ora deshaciendo lo andado, anhelante siempre hasta el hallazgo del rastro perdido. Más de veinte minutos duraron las pesquisas, en el curso de las cuales fueron medidas con precisión matemática distancias entre marcas para mi invisibles, o aplicada la cinta métrica, repentinamente, y de forma igualmente inalcanzable, a los muros de la habitación. En cierto sitio reunió Holmes un montoncito de polvo gris y lo guardó en un sobre. Finalmente, aplicó al ojo la lupa y sometió cada una de las palabras escritas con sangre a un circunstanciadísimo examen. Hecho lo cual, debió dar las pesquisas por terminadas, ya que fueron lupa y cinta devueltos a sus primitivos lugares. - Se ha dicho que el genio se caracteriza por su infinita sensibilidad para el detalle. – observó con una sonrisa. – La definición es muy mala, pero rige en lo tocante al oficio detectivesco. Gregson y Lestrade habían seguido las maniobras de su compañero amateur con notable curiosidad y un punto de desdén. Evidentemente ignoraban aún, como yo había ignorado hasta poco antes, que los más insignificantes ademanes de Sherlock Holmes iban enderezados siempre a un fin práctico y definido. - ¿Cuál es su dictamen? – inquirieron a coro. - ¿Me creen capaz de menoscabar su mérito, osando iluminarles sobre el caso? – repuso mi amigo. – Están ustedes llevándolo muy diestramente, y sería una pena inmiscuirse. No necesito decir la hiriente ironía de estas palabras. - Si tienen ustedes en lo sucesivo la bondad de confiarme la naturaleza de sus investigaciones – prosiguió – me placerá ayudarles en la medida de mis fuerzas. Entre tanto sería conveniente cruzar unas palabras con el policía que halló el cadáver. ¿Podría saber su nombre y dirección? Lestrade consultó un libro de notas. - John Rance – dijo – Está ahora fuera de servicio. Puede encontrarle en el cuarenta y seis de Audley Court, Kennington Park Gate. Holmes tomó nota de la dirección. - Venga, doctor – añadió – vayamos a echar un vistazo a nuestro hombre… En cuanto a ustedes – dijo volviéndose hacia los policías – les haré saber algo que acaso sea de su incumbencia. Existe un asesinato, cometido, para más señas, por un hombre. Mide más de uno ochenta, se halla en la flor de la vida, tiene pie pequeño para su altura, llevaba a la sazón unas botas bastas de punta cuadrada y estaba fumando un cigarro puro tipo Trichinopoly. Llegó aquí con su víctima en un carruaje de cuatro ruedas, tirado por un caballo con tres cascos viejos y uno nuevo, el de la pata delantera derecha; probablemente el asesino es de faz rubicunda, y ostenta en la mano diestra unas uñas de peculiar longitud. No son muchos los datos, aunque pueden resultar de alguna ayuda. Lestrade y Gregson intercambiaron una sonrisa de incredulidad. - Suponiendo que se haya producido un asesinato, ¿cómo llegó a ser ejecutado? – preguntó el primero. - Veneno – repuso cortante Sherlock Holmes, y se dirigió hacia la puerta. – Otra cosa, Lestrade – añadió antes de salir – “Rache” es palabra alemana que significa “venganza”, de modo que no pierda el tiempo buscando a una dama de ese nombre. Disipada la última andanada dejó la habitación, y con ella a los dos boquiabiertos rivales. IV. El informe de John Rance A la una de la tarde abandonamos el número tres de Lauriston Gardens. Sherlock Holmes me condujo hasta la oficina de telégrafos más próxima, donde despachó una larga nota. Después llamó un coche de alquiler, y dio al conductor la dirección que poco antes nos había facilitado Lestrade. - La mejor evidencia es la que se obtiene de primera mano – observó mi amigo – yo tengo hecha ya una composición del lugar, y aún así no desdeño ningún nuevo dato, por menudo que parezca. - Me asombra usted, Holmes. – dije – Por descontado, no está usted tan seguro como parece de los particulares que enumeró hace un rato. - No existe posibilidad de error. – contestó – Nada más llegado eché de ver dos surcos que un carruaje había dejado sobre el barro, a orillas de la acera. Como desde una semana, y hasta ayer noche, no ha caído una gota de lluvia, era fuerza que esas dos profundas rodadas se hubieran producido justo por entonces, esto es, ya anochecido. También aprecié pisadas de caballo, las correspondientes a uno de los cascos más nítidas que los otros tres restantes, prueba de que el animal había sido herrado recientemente. En fin, si el coche estuvo allí después de comenzada la lluvia, pero ya no estaba – al menos tal asegura Gregson – por la mañana, se sigue que hizo acto de presencia durante la noche, y que, por tanto, trajo a la casa a nuestros dos individuos. - De momento, sea… - repuse – pero, ¿cómo se explica que obre en su conocimiento la estatura del otro hombre? - Es claro; en nueva cada diez individuos, la altura está en consonancia con el largor de su zancada. El cálculo no presenta dificultades, aunque tampoco es cuestión de que le aburra ahora a usted dándole pormenores. Las huellas visibles en la arcilla del exterior y el polvo del interior me permitieron estimar el espacio existente entre paso y paso. Otra oportunidad se me presentó para poner a prueba esta primera conjetura… Cuando un hombre escribe sobre una pared, alarga la mano, por instinto, a la altura de sus ojos. Las palabras que hemos encontrado se hallaban a más de seis pies del suelo. Como ve, se trata de un juego de niños. - ¿Y la edad? - Un tipo que de una zancada se planta a cuatro pies y medio de donde estaba, anda todavía bastante terne. En el sendero del jardín vi un charco de semejante anchura con dos clases de huellas: las de las botas de charol, que lo habían bordeado, y las de las botas de puntera cuadrada, que habían pasado por encima. Aquí no hay misterios, me limito a aplicar a la vida ordinaria los preceptos sobre observación y deducción que usted pudo leer en aquel artículo. ¿Tiene alguna otra curiosidad? - La longitud de las uñas y la marca del tabaco – dije. - La inscripción de la pared fue efectuada con la uña del dedo índice, untada en sangre. A través de la lupa acerté a observar que el estuco se hallaba algo rayado, prueba de que la uña no había sido recortada. Recogí una muestra de la ceniza esparcida por el suelo. Era oscura, y como formando escamas: este residuo solo lo produce un cigarro tipo Trichinopoly. He leído estudios sobre la ceniza del tabaco, llegando a escribir incluso un trabajo científico. Me precio de poder distinguir todas las marcas de puro o cigarrillo no más que echando un vistazo a sus restos quemados. En detalles como éste se diferencia el detective hábil de los practicantes al estilo de Lestrade o Gregson. - ¿Y la faz rubicunda? – pregunté. - Esa ha sido una conjetura un tanto aventurada, aunque no dudo de su verdad. De momento, permítame callar semejante punto. Me pasé la mano por la frente. - Siento como si fuera a estallarme la cabeza… - observé – Cuanto más cavilo sobre el asunto, más enigmático se me antoja. ¿Cómo diablos entraron los dos hombres – supuesto que fuesen dos – en la casa vacía? ¿Qué ha sido del cochero que los llevó hasta ella? ¿De qué expediente usó uno de los individuos para que engullera el otro el veneno? ¿De dónde procede la sangre? ¿Cuál pudo ser el objeto del asesinato, si descartamos el robo? ¿Por qué conducto llegó el anillo de la mujer hasta la casa? Ante todo, ¿a santo de qué se puso a escribir el segundo nombre la palabra alemana “RACHE” antes de levantar el vuelo? Me reconozco incapaz de poner en armonía tantos hechos contradictorios. Mi compañero sonrió con gesto aprobatorio. - Ha resumido usted los aspectos problemáticos de forma sucinta e inteligente – dijo – Resta mucho por ser elucidado, aunque tengo ya pronto un veredicto sobre los puntos clave. En lo referente al descubrimiento de ese infeliz de Lestrade, se trata no más que de una añagaza para situar a la policía sobre una pista falsa, insinuándoles historias de socialismo y sociedades secretas. Mas no hay alemanes por medio. La “A”, fíjese bien, estaba escrita con caligrafía un poco gótica. Ahora bien, los alemanes de veras emplean siempre los carateres latinos, de donde cabe afirmar que nos hallamos ante un burdo imitador empeñado en exagerar un tato su papel. Existía el propósito de conducir la investigación fuera de su curso adecuado. De momento, no más aclaraciones, doctor; como usted sabe, los adivinadores malogran su magia al develar el artificio que hay detrás de ella, y si continúo explicándole mi método va a llegar a la conclusión de que soy un tipo vulgar, después de todo. - Puede usted tener la seguridad de lo contrario; – repuse – ha traído la investigación detectivesca a un grado de exactitud científica que jamás volverá a ser visto en el mundo Un puro rubor de satisfacción encendió el rostro de mi compañero ante semejantes palabras y el tono de verdad con que estaban dichas. Había ya observado que era tan sensible al halago en lo atañero a su arte como pueda serlo cualquier muchachita respecto de su belleza física. - Otra cosa voy a confiarle – dijo – El que gastaba bota acharolada, y su acompañante, el de las botas con puntera cuadrada, llegaron en el mismo coche de alquiler e hicieron el sendero juntos y en buena amistad, probablemente cogidos del brazo. Una vez dentro, recorrieron varias veces la habitación – mejor dicho, las botas de charol permanecieron fijas en un punto mientras las otras medían sucesivamente la estancia. – Estos hechos se hallaban escritos en el polvo; pude apreciar que el individuo en movimiento fue dejándose ganar por el nerviosismo. La longitud creciente de sus pasos lo demuestra. En ningún instante dejó de hablar, al tiempo que su furia, sin duda, iba en aumento. Entonces ocurrió la tragedia. Dispone usted ya de todos los datos ciertos, puesto que los restantes entran en el campo de la conjetura. Nuestra base de partida, sin embargo, no es mala. ¡Ahora, apresurémonos! ¡No quiero dejar de asistir esta tarde al concierto que en el Hall da Norman Neruda! Esta conversación tuvo lugar mientras el carruaje hilaba su camino por una infinita sucesión de sucias calles y tristes pasadizos. Llegados éramos al más sucio y triste de todos, cuando el cochero detuvo de pronto su vehículo. - Ahí esta Audley Court – explicó, señalando una grieta o corredor en el frontero muro de ladrillos – De vuelta, me hallarán en el mismo lugar. Audley Court no era un paraje placentero. Calle adelante desembocamos en un patio cuadrangular, tendido de losas y con sórdidas construcciones a los lados. Allí, entre grupos de chiquillos mugrientos, y sorteando las cuerdas empavesadas de ropa puestas a secar, llegamos a nuestro paradero, la puerta del número 45, guarnecida de una pequeña placa de bronce que ostentaba el nombre de “Rance”. Fuimos enterados de que el policía estaba en la cama, y hubimos de aguardarlo en una breve pieza que a la entrada hacía las veces de sala de recibir. Al fin apareció el hombre, un tanto enfadado, según se echaba de ver, por la súbita interrupción de su sueño. - Ya he presentado mi informe en la comisaría – dijo. Holmes enterró la mano en el bolsillo, sacó medio soberano, y se puso a jugar con él despaciosamente. – Resulta que nos gustaría oírlo repetido de sus propios labios – afirmó. - Estoy a su entera disposición – repuso entonces el policía, súbitamente fascinado por el pequeño disco de oro. – Diga no más, como le venga a las mientes, lo que usted presenció. Rance tomó asiento en el sofá de crin y contrajo las cejas, en la actitud de quien se concentra para poner toda su alma en una empresa. - Ahí va la historia entera – dijo – Mi ronda dura desde las diez de la noche a las seis de la madrugada. A las once hubo trifulca en “El Ciervo Blanco” pero, fuerza de eso, no se produjo otra novedad durante el tiempo de servicio. A la una, cuando comenzaban a caer las primeras gotas, me tropecé en la esquina de Henrietta Street a Harry Murcher – el que tiene a su cargo la vigilancia de Holland Grove – y allí estuvimos de palique un buen rato. Hacia las dos – o quizá un poco más tarde – me puse otra vez en movimiento para ver si todo seguía en orden en Brixton Road. Ni un susurro se oía en la calle enfangada… Tampoco se me echó a la cara persona viviente, aunque me rebasaron uno o dos coches. Seguí mi marcha, pensando, dicho sea entre nosotros, en lo bien que me vendría un vaso de ginebra calentita, de los de a cuatro, cuando súbitamente percibí un rayo de luz filtrándose por una de las ventanas de la casa en cuestión. Ahora bien, yo sabía que esas dos casas de Lauriston Gardens estaban deshabitadas con motivo de unos desagües que el dueño se negaba a reponer, siendo así que el último inquilino había muerto de unas tifoideas. Me dejó un tanto patitieso aquella luz, y sospeché de inmediato alguna irregularidad. Alcanzada la puerta… - Se detuvo usted, y retrocedió después hasta la cancela del jardín – interrumpió mi compañero - ¿Por qué? Rance se sobrecogió todo, fijos los maravillados ojos en Sherlock Holmes. - ¡Cierto, señor! – dijo – aunque el diablo me confunda si llego a saber alguna vez como lo ha adivinado usted. En fin, ganada la puerta, me pareció aquello tan silencioso y solitario que consideré oportuno agenciarme antes de la ayuda de otra persona. No hay bicho de carne y hueso que me asuste, pero me dio por imaginar que a lo mejor el difunto de la fiebre tifoidea andaba revolviendo en los desagües para ver qué se lo había llevado al otro mundo. Esta idea me produjo como un cosquilleo, y viré hasta la puerta del jardín, donde no se oteaba rastro de la linterna de Murcher ni de persona alguna. - ¿No había nadie en la calle? - Nadie, señor, ni siquiera un perro se echaba de ver… Hice entonces de tripas corazón, volví sobre mis pasos y empujé la puerta. Adentro no encontré novedad, sólo una luz brillando en la habitación. Se trataba de una vela colocada encima de la repisa de la chimenea, una vela roja, por cuyo resplandor yo… - Sí, sé ya todo lo que usted vio. Dio varias vueltas por la pieza, y después se hincó de rodillas junto al cadáver, y después caminó en derechura a la puerta de la cocina, y después… John Rance se puso en pie de un salto, pintando el susto en la cara y con una expresión de desconfianza en los ojos. - ¿Desde dónde estuvo espiándome? – exclamó. – Me da en la nariz que sabe usted mucho más de lo que debiera. Soltando una carcajada, arrojó Holmes su tarjeta sobre la mesa. - ¡No se le ocurra arrestarme por asesinato! - dijo – Soy de la jauría, no la presa perseguida. El señor Gregson o el señor Lestrade pueden atestiguarlo. Ahora adelante, ¿Qué ocurrió a continuación? Rance volvió a sentarse, sin que desapareciera empero de su rostro la expresión de desconfianza. - Volví a la cancela e hice sonar mi silbato. A la llamada acudieron Murcher y otros dos compañeros. - ¿Seguía la calle despejada de gente? - De gente útil, sí. - ¿Qué quiere usted decir? La boca del policía se distendió en una amplia sonrisa. - Llevo vistos muchos hombres en mi vida – adujo – aunque todos se me antojan sobrios al lado de aquel tipo. Estaba junto a la cancela cuando salí de la casa, apoyado en la verja y gritando a los cuatro vientos una canción que se titula Colombine’s New- fangled Banner, o cosa por el estilo. No se aguantaba en pie. Bonita ayuda iba a prestarme. - Descríbanos al hombre. – dijo Sherlock Holmes. Esta reiterada digresión pareció irritar un tanto a Rance. - ¡Un borracho muy peculiar! – prosiguió – A no ser el momento que era, habría acabado en la comisaría. - Su rostro, sus ropas… ¿reparó en ellas? – atajó Holmes impaciente. - ¿Cómo no, si hubimos de sentarlo, para que no se cayera, entre Murcher y yo? Era un tipo largo, de mejillas rojas, con la parte inferior de la cara embozada… - ¡Basta con eso! – exclamó Holmes - ¿Qué fue del hombre? - ¡Pues no teníamos poco que hacer, para cuidar encima de él! – repuso el policía en tono ofendido. – Estése tranquilo: habrá sabido volver solito a su casa. - ¿Cómo iba vestido? - Con un abrigo marrón. - Sostenía un látigo en la mano? - ¿Un látigo? No… - No lo llevaba consigo esta segunda vez… - murmuró mi compañero - ¿Oyó usted, o pudo ver al cabo de un rato, un coche de caballos? - No. - Ea, es dueño usted de medio soberano – dijo mi compañero poniéndose en pie y recogiendo su sombrero. – Temo, Rance, que no le aguarda un futuro brillante en el Cuerpo. La cabeza de usted no debiera ser sólo de adorno. Pudo haber ganado ayer noche los galones de Sargento. El hombre que sostuvo en sus brazos encierra la solución de este misterio, y constituye el principal objeto de nuestras pesquisas. No es momento de que demos más vueltas al asunto… Confórmese con mi palabra. Andando, doctor… Enfilamos el camino de vuelta al coche, dejando a nuestro informador indeciso entre la incredulidad y la pena. - ¡Valiente idiota! ¡Pensar que ha desperdiciado una de esas oportunidades que sólo se presentan una vez en un millón! - Yo estoy aún a oscuras. La descripción del hombre coincide con sus presunciones acerca del segundo actor de este drama, pero… ¿por qué hubo de volver a la casa? No suelen conducirse así los criminales. - El anillo, amigo mío, el anillo; he ahí la causa de su retorno. Si no se nos presenta otro medio de echar el lazo al criminal, podemos aún probar suerte con el anillo. Voy a atraparlo, doctor; le apuesto a usted dos a uno que no se me va de las manos. Por cierto, gracias. A no ser por su insistencia, me habría perdido el caso más bonito de todos cuantos se me han presentado. Podríamos llamarlo estudio en escarlata… ¿Por qué no emplear una vez una jerga pintoresca? Existe una roja hebra criminal en la madeja incolora de la vida, y nuestra misión consiste en desenredarla, aislarla, y poner al descubierto sus más insignificantes sinuosidades. Ahora, a comer, y después a oír a Norman Neruda. Maneja el dedo y pulsa la cuerda de modo admirable… ¿Cuál es esa melodía de Chopin que interpreta tan maravillosamente? Tra –Lala-Lara-Lira-lei. Y el sabueso amateur, sentado en su asiento, siguió lanzando trinos, en tanto meditaba yo sobre los arcanos del alma humana. V. Nuestro anuncio atrae un visitante Con el excesivo ajetreo de la jornada se resintió mi no fuerte salud, y por la tarde estaba agotado. Después que Holmes hubo partido al concierto, busqué el sofá para descabezar allí dos horas de sueño. Vano intento. Tras todo lo ocurrido, no cesaban de cruzar por mi agitada imaginación las más insólitas conjeturas y fantasías. Apenas cerrados los ojos veía delante de mí el descompuesto semblante, la traza simiesca del hombre asesinado. Tan sobrecogedora era la impresión suscitada por ese rostro que, aun sin quererlo, sentía un impulso de gratitud hacia la mano anónima que había obrado su extrañamiento de este mundo. Nunca se ha plasmado el vicio con elocuencia tan repugnante como la manifestada por las facciones de Enoch J. Drebber, avecindado en Cleveland. Naturalmente, no desconocía que la ley tiene también sus imperativos y que la depravación de la víctima no constituye motivo de disculpa para el criminal. Cuanto más cavilaba sobre lo acontecido, tanto más extraordinaria se me volvía la hipótesis de mi compañero acerca de una muerte por envenenamiento. Recordaba ahora su gesto de aplicar la nariz a los labios del interfecto, y no dudaba en atribuirlo a alguna razón de peso. Pero descartando el veneno, ¿a qué causa remitirse, si no se apreciaban heridas ni huellas de estrangulamiento? Y además, ¿A quién demonios pertenecía la sangre, profusamente esparcida por el suelo? No existían señales de lucha, ni se había encontrado junto al cuerpo ningún arma de que pudiera servirse el agredido para atacar a su ofensor. ¡Duro trabajo el de conciliar el sueño, para Holmes no menos que para mí, en medio de tanto interrogante sin respuesta! Sólo de una secreta y satisfactoria explicación de los hechos, una explicación que aún no se me alcanzaba, podía dimanar, según me lo parecía a mí entonces, la segura y serena actitud de Holmes. Éste volvió tarde, mucho más de lo que el concierto exigía. La cena estaba ya servida. - ¡Soberbio recital! – comentó mientras tomaba asiento. - ¿Recuerda usted lo que Darwin ha dicho acerca de la música? En su opinión, la facultad de producir y apreciar una armonía data en la raza humana de mayor antigüedad que el uso del lenguaje. Acaso sea esta la causa de que influya en nosotros de forma tan sutil. Perviven en nuestras almas recuerdos borrosos de aquellos siglos en los que el mundo se hallaba aún en su niñez… - No me parece la idea muy estricta. – apunté. - Las ideas sobre la naturaleza han de ser tan holgadas como la naturaleza misma. ¿Cómo podría de otra manera ser ésta interpretada? A propósito – siguió – su aspecto no es el de siempre. Se conoce que el asunto de Brixton Road le tiene a usted trastornado. - No voy a decirle que no – repuse – y el caso es que con la experiencia de Afganistán debiera haberme curtido un poco. He visto camaradas hechos picadillo en Maiwand sin conmoverme de este modo. - Me hago cargo. Este asunto está envuelto en un misterio que estimula la imaginación; sin la imaginación no existe el miedo. ¿Ha leído usted el periódico de esta tarde? - No. - Rinde cumplida cuenta de lo sucedido, quitando que, al ser aupado el cuerpo, rodó un anillo de compromiso por el suelo. No es inoportuno el olvido. - Explíqueme eso. - Eche un vistazo a ese anuncio. – repuso – He enviado por la mañana uno idéntico a cada periódico, inmediatamente después de ocurrida la cosa. Me hizo llegar el periódico desde el otro lado de la mesa, y yo busqué con los ojos el lugar señalado. Ocupaba el mensaje la cabeza de la columna destinada a “Hallazgos”. “Esta mañana”, decía, “ha sido encontrado un anillo de compromiso, en oro de ley, en el tramo de Brixton Road comprendido entre la taberna “El Ciervo Blanco” y Holand Grove. Dirigirse al Doctor Watson, 221 B, Baker Street, de ocho a nueve de la noche”. - Disculpe que haya utilizado su nombre – prosiguió – pero el mío habría sido visto por alguno de estos badulaques, siempre prontos a meter las narices donde no les llaman. - Eso no importa – repuse. – Importa más que no tengo el anillo. - ¡Claro que lo tiene! – exclamó, entregándome uno. – Para el caso es lo mismo, casi un facsímil. - ¿Y quién cree usted que contestará el anuncio? - Naturalmente el tipo de abrigo marrón, nuestro amigo de rostro congestionado y botas con puntera cuadrada. Si no se presenta él personalmente, enviará a un cómplice. - ¿No se le antoja la maniobra demasiado peligrosa? - En absoluto. Si estoy en lo cierto, y todo indica que tal es el caso, el hombre que nos preocupa sacrificaría cualquier cosa por no perder el anillo. Sospecho que se le cayó al suelo cuando se inclinaba sobre el cadáver, y que al pronto no lo echó en falta. Después de abandonar la casa y descubrir su pérdida, dio presurosa marcha atrás, pero la Policía había sido atraída ya a causa de la vela, que tontamente había dejado encendida. Se fingió borracho para despejar las sospechas acaso despertadas por su presencia en la cancela. Ahora, póngase en el pellejo de nuestro personaje. Revisando el caso, le habrá dado por pensar que el extravío pudo haberse producido en la calle, fuera ya de la casa. ¿Qué hacer entonces? Sin duda ha consultado afanosamente los periódicos de la tarde, en la esperanza de hallar razón del objeto perdido. Mi anuncio no ha podido escapar a su atención. Estará ahora felicitándose de su suerte. ¿Por qué recelar una trampa? Desde su punto de vista, ninguna relación puede establecerse entre el hallazgo del anillo y el asesinato. Es probable que venga… mejor aún, es inevitable. Aquí le tendremos antes de una hora. - ¿Y después? – dije. - Déjelo en mi cuenta… ¿Dispone usted de algún arma? - Mi viejo revólver de soldado y unos cuantos cartuchos. - Pues ya está usted limpiando ese revólver y poniendo los cartuchos en la recámara. Nuestro visitante es un hombre desesperado, sin nada que perder; acaso no baste el cogerlo desprevenido. Fui a mi alcoba e hice lo que se me había aconsejado. Cuando volví con la pistola estaba ya la mesa despejada y Holmes, como otras veces, mataba el tiempo arañando las cuerdas de su violín. - Cada vez es más espesa la maraña – observó al verme entrar. – Acabo de recibir desde América contestación a mi telegrama, y resulta que me hallaba en lo cierto. - Explíquese – pedí entonces, impaciente. - Este violín requiere cuerdas nuevas – dijo evasivamente Holmes – En fin, métase la pistola en el bolsillo, y cuando se nos presente aquí ese pájaro, háblele sosegadamente. Yo me ocupo del resto. Evite las miradas insistentes, no vaya a despertar en él sospechas. - Son en este instante precisamente las ocho – comenté, mirando el reloj. - Estará probablemente aquí pasados unos minutos. Deje la puerta entreabierta. Así… ahora introduzca la llave por la parte de dentro. ¡Gracias! Encontré ayer esta rareza en un puesto de libros de lance… se trata de De Jure Inter Gentes impreso en latín por una casa de Lieja, en los Países Bajos, allá por el año 1642. La cabeza del rey Carlos no había rodado aún por el cadalso cuando este pequeño volumen de tejuelos marrones vio la luz. - ¿Quién es el impresor? - Phillipe de Croy, o quien quiera que sea. En la guarda, con tinta casi borrada por los años, está escrita la leyenda “Ex libris Gulielmi Whyte”. Me pregunto quién será el tal William Whyte. Probablemente un pragmático del XVII, como se echa de ver por el estilo abogadesco de su prosa. ¡Pero he aquí a nuestro hombre, según creo! En ese instante se oyó en la entrada un fuerte campanillazo. Sherlock Holmes se incorporó suavemente y puso su silla frontera a la puerta. Oímos los pasos de la criada a través del vestíbulo, y después el ruido seco del picaporte al ser accionado. - ¿Vive aquí el doctor Watson? – preguntó una voz clara aunque más bien áspera. No pudimos escuchar la respuesta de la sirviente, pero la puerta se cerró, siguiendo a ese ruido el de unos pasos escaleras arriba. Se apoyaban los pies sobre el suelo indecisamente, como arrastrándose. A medida que estas señales llegaban a mi compañero, una expresión de sorpresa iba pintándose en su rostro. Vino a continuación la penosa travesía del pasillo, y por fin unos débiles golpes de nudillos sobre la puerta. - ¡Adelante! – exclamé. A mi convocatoria, en lugar de la fiera humana que esperábamos, acudió rengueando una anciana y decrépita mujer. Pareció deslumbrada por el súbito destello de luz, y tras esbozar una reverencia, permaneció inmóvil, parpadeando en dirección nuestra mientras sus dedos se agitaban nerviosos e inseguros en la faltriquera. Miró a mi amigo, cuyo semblante había adquirido tal expresión de desconsuelo que a poco más pierdo la compostura y rompo a reír. El vejestorio desenterró de sus ropas un periódico de la tarde y señaló nuestro anuncio. - Aquí me tienen en busca de lo mío, caballeros. – dijo improvisando otra reverencia – un anillo de compromiso perdido en Brixton Road. Pertenece a mi Sally, casada hace doce meses con un hombre que trabaja como camarero en un barco de la Unión. ¡No quiero ni decirles lo que pasaría si a la vuelta ve a su mujer sin el anillo! ¡Es de natural irascible, y de malísimas pulgas cuando le da a la botella! Sin ir más lejos ayer fue mi niña al circo… - ¿Es este el anillo? – pregunté. - ¡El Señor sea alabado! – exclamó la mujer. ¡Feliz noche le aguarda hoy a Sally!… Éste es el anillo. - ¿Tendría la bondad de darme su dirección? – inquirí, tomando un lápiz. - Duncan Street 13, Houndisditch. Muy a desmano de aquí. - La calle Brixton no queda entre Houndisditch y circo alguno – terció entonces Sherlock Holmes, cortante. La anciana dio media vuelta, mirándole vivamente con sus ojillos enrojecidos. - El caballero pedía razón de mis señas – dijo – Sally vive en el 3 de Mayfield Place, Peckham. - ¿Su apellido es…? - Mi apellido es Sawyer, y el de ella es Dennis. Dennis por Tom Dennis, su marido, un chico apañadito cuando está navegando – los jefes, por cierto, lo traen en palmitas – pero no tanto en tierra, a causa de las mujeres y los bares… - Aquí tiene usted el anillo, señora Sawyer – interrumpí de acuerdo con una seña de mi compañero – no dudo que pertenece a su hija, y me complace devolverlo a su legítimo dueño. Con mucho sahumerio de bendiciones, y haciendo protestas de gratitud, aquella ruina se embolsó el anillo, deslizándose después escaleras abajo. En ese mismo instante Sherlock Holmes saltó literalmente de su asiento y acudió veloz a su cuarto. Transcurridos apenas unos segundos apareció envuelto en un abrigo largo y amplio, de los llamados Ulster, y vestido el cuello con una bufanda. - ¡Voy a seguirla! – me espetó a bocajarro – se trata sin duda de un cómplice que nos conducirá hasta nuestro hombre. ¡Aguarde aquí mi vuelta! Apenas si la puerta principal se había cerrado tras el paso de nuestra visitante, cuando Holmes se precipitó escaleras abajo. A través de la ventana pude observar a la vieja caminando penosamente a lo largo de la acera opuesta, mientras mi amigo la perseguía a una prudencial distancia. - O es todo un disparate – pensé – o esta mujer le llevará a la entraña del misterio. No necesitaba Holmes haberme dicho que le aguardara en pie, puesto que jamás habría podido conciliar el sueño hasta conocer el desenlace de la aventura. Holmes había partido al filo de las nueve. No teniendo noción de cuando volvería, decidí matar el tiempo aspirando estúpidamente el humo de mi pipa mientras fingía leer la Vie de Boheme de Henri Murger. Dieron las diez y oí los pasos de la sirviente camino de su dormitorio. Sonaron las once, y el más cadencioso taconeo del ama de llaves cruzó delante de mi puerta, también en dirección a la cama. Serían casi las doce cuando llegó a mis oídos el ruido seco del picaporte de la entrada. Ver a mi amigo y adivinar que no le había asistido el éxito fue todo uno. La pena y el buen humor parecían disputarse en él la preeminencia, hasta que de pronto llevó el segundo la mejor parte y Holmes dejó escapar una franca carcajada. - ¡Por nada del mundo permitiría que la Scotland Yard llegase a saber lo ocurrido! – exclamó, derrumbándose en su butaca. – He hecho tanta burla de ellos que no cesarían de recordármelo hasta el fin de mis días. Sí, me río porque adivino que a la larga me saldré con la mía. - ¿Qué hay? – pregunté. - Le contaré un descalabro. Escuche: la vieja había caminado un trecho cuando comenzó a cojear, dando muestras de tener los pies baldados. Al fin se detuvo e hizo señas a un coche de punto. Acorté la distancia con el propósito de oír la dirección señalada al cochero, aunque por las voces de la vieja, bastantes a derribar una muralla, bien pudiera haber excusado tanta cautela. “¡Lléveme al 13 de Duncan Street, Houndsditch”, chilló. “¿Habrá dicho antes la verdad?”, pensé entonces para mí, y viéndola ya dentro del vehículo, me enganché a la trasera de éste. Se trata el último, por cierto, de un arte que todo detective debiera dominar. En fin, nos pusimos en movimiento, sin que una sola vez aminoraran los caballos su marcha hasta la calle en cuestión. Antes de alcanzada la decimotercera puerta desmonté e hice lo que quedaba de camino a pie, más bien despacio, como un paseante cualquiera. Vi detenerse el coche. Su conductor saltó del pescante y fue a abrir una de sus portezuelas, donde permaneció un rato a la espera. Nadie asomó la cabeza. Cuando llegué ahí estaba el hombre palpando el interior de la cabina con aire de pasmo, al tiempo que adornaba su cólera con el más florido rosario de improperios que jamás haya escuchado. No había trazas del pasajero, quien según creo va a demorar no poco rato el importe de la carrera. Al preguntar en el número 13, supe que se hallaba ocupado por un respetable industrial de papeles pintados, de nombre Keswick, y que ninguna persona apellidada Sawyer o Dennis había sido vista en el referido inmueble. - ¿Pretende usted decirme – repuse asombrado – que esa vieja y vacilante anciana ha sido capaz de saltar del coche en marcha sin que usted o el piloto se apercibieran de ello? - ¡Dios confunda a la vieja! – dijo con mucho énfasis Sherlock Holmes - ¡Viejas nosotros, y viejas burladas! Ha debido tratarse de un hombre joven y vigoroso, amén de excelente actor! Su caracterización ha sido inmejorable. Observó sin duda que estaba siendo perseguido, y se las compuso para darme esquinazo. Ello demuestra que el sujeto tras el cual nos afanamos no se halla tan desasistido como yo pensaba, y que cuenta con amigos dispuestos a jugarse algo por él. Bueno, doctor, parece usted agotado… siga mi consejo y acuéstese. Me encontraba en verdad al límite de mis fuerzas, de modo que di por buena aquella invitación. Dejé a Holmes sentado frente el fuego en brasas, y, muy entrada ya la noche, pude oír los suaves y melancólicos gemidos de su violín, señal de que se hallaba el músico meditando sobre el extraño problema pendiente todavía de explicación. VI. Tobías Gregson en acción Al día siguiente solo tenía la prensa palabras para “El Misterio de Brixton”, según fue bautizado aquel suceso. Tras hacer una detallada relación de lo ocurrido, algún periódico le dedicaba además el artículo de fondo. Vine así al conocimiento de puntos para mí inéditos. Conservo todavía en mi libro de recortes numerosos extractos y fragmentos relativos al caso. He aquí una muestra de ellos: El Daily Telegraph señalaba que en la historia del crimen difícilmente podría hallarse un episodio rodeado de circunstancias más desconcertantes. El nombre alemán de la víctima, la ausencia de móviles, y la siniestra inscripción sobre el muro, apuntaban conjuntamente hacia un ajuste de cuentas entre refugiados políticos o elementos revolucionarios. Los socialistas tenían varias ramificaciones en América, y el interfecto había violado sin duda las reglas tácitas del juego, siendo por ese motivo rastreado hasta Londres. Tras traer un tanto extemporáneamente a colación a la Vehmgericht, el agua tofana, los Carbonari, a la marquesa de Brinvilliers, la teoría darwiniana, los principios de Malthus, y el asesinato de la carretera de Ratcliff, el autor del artículo remataba su perorata con una admonición al gobierno y la recomendación de que los extranjeros residentes en Inglaterra fuesen vigilados más de cerca. Al Standard todo se le volvía decir que esta clase de crímenes tendían a cundir bajo los gobiernos liberales. Estaba su causa en el soliviantamiento de las masas y la consiguiente debilitación de la autoridad. El finado era de hecho un caballero americano que llevaba residiendo algunas semanas en la metrópoli. Se había alojado en la pensión de madame Charpentier, en Torquay Terrace, Camberwell. El señor Joseph Stangerson, su secretario particular, le acompañaba en sus viajes. El martes 4 habían partido los dos hacia Euston Station con el manifiesto propósito de coger el expreso de Liverpool. No existían dudas sobre su presencia conjunta en uno de los andenes de la estación. Aquí se extraviaba el rastro de ambos caballeros hasta el ya referido hallazgo del cadáver del señor Drebber en la casa vacía de Brixton Road, a muchas millas de distancia de Euston. Cómo pudo la víctima alcanzar el escenario del crimen y hallar la muerte, eran interrogantes aun abiertos. Acerca del paradero del señor Stangerson no se sabía absolutamente nada. Por fortuna incumbía al señor Lestrade y al señor Gregson, de Scotland Yard, la investigación del caso, cuyo esclarecimiento, dada la conocida pericia de ambos inspectores, cabría esperar pronto noticias. Según el Daily News, el crimen no podía ser sino político. El ejercicio despótico del poder y el odio al liberalismo, propios de los gobiernos continentales, arrojaban hacia nuestras costas a muchos hombres que acaso fueran excelentes ciudadanos a no hallarse su espíritu estragado por el recuerdo de los padecimientos sufridos. Entre estas gentes regía un puntilloso código de honor cuyo incumplimiento se castigaba con la muerte. No debía excusarse ningún esfuerzo en la búsqueda del secretario, Stangerson, ni en la investigación de al