La salud global, la salud planetaria y los historiadores PDF
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UNAM
Marcos Cueto
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Este documento explora la emergencia del concepto de salud global y las discusiones históricas en torno a él. Analiza la relación entre la salud global y la globalización económica neoliberal, y presenta una visión de las posibilidades para los historiadores de la salud de utilizar el nuevo paradigma de la salud planetaria. Las palabras clave son salud global, salud planetaria, historia de la salud y historia de la ciencia.
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Dossier La salud global, la salud planetaria y los historiadores Global Health, Planetary Health and historians A saúde global, a...
Dossier La salud global, la salud planetaria y los historiadores Global Health, Planetary Health and historians A saúde global, a saúde planetária e os historiadores Marcos Cueto [email protected] Fundación Oswaldo, Brasil La salud global, la salud planetaria y los historiadores Quinto Sol, vol. 24, núm. 3, 1-21, 2020 Universidad Nacional de La Pampa Esta obra está bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional. Recepción: 10 Noviembre 2019 Aprobación: 03 Febrero 2020 Resumen: Los objetivos de este artículo son describir la emergencia del término “salud global” y sintetizar las discusiones históricas sobre este concepto que, según algunos expertos, fue adoptado con sumo interés por las agencias internacionales de salud desde fines del siglo XX. No obstante, determinados historiadores dudaron de la utilidad de ese concepto, debido a su relación con el discurso glorificador de la globalización económica neoliberal. En el trabajo se analizan las posibilidades para los historiadores de la salud de utilizar un nuevo paradigma surgido recientemente entre los sanitaristas y los ambientalistas, conocido como “salud planetaria”. Palabras clave: Salud global, Salud planetaria, Historia de la Salud, Historia de la Ciencia. Abstract: The goals of this article are to describe the emergence of the term “Global Health” and to summarize the historical debates around this notion. According to some experts, “Global Health” acquired a prominent role in international health agencies since the late twentieth century. However, some historians doubted of the usefulness of the notion highlighting its relationship with discourses that glorified the neoliberal economic globalization. At the same time, this work analyzes the possibilities for historians of health to use a new paradigm that has recently emerged among health workers and environmentalists known as “Planetary Health”. Keywords: Global health, Planetary health, Health history, History of science. Resumo: Os objetivos deste artigo são descrever a emergência do termo “saúde global” e sintetizar as discussões histórica sobre este conceito que, segundo alguns expertos, foi adotado com muito interesse pelas agências internacionais de saúde desde finai do século XX, embora determinados historiadores duvidaram da utilidade do conceito por causa da sua relação com o discurso glorificador da globalização econômica neoliberal. No trabalho, analisam-se as possibilidades para os historiadores da saúde de usar um novo paradigma surgido recentemente entre os sanitaristas e os ambientalistas, conhecido como “saúde planetária”. Palavras-chave: Saúde global, Saúde planetária, História da saúde, História da ciência. La salud global, la salud planetaria y los historiadores La salud global y su historia Desde los años finales de la Guerra Fría, es decir, durante la década de los ochenta del siglo XX, el término “globalización” se generalizó en discursos y prácticas no solo económicas y políticas sino también en otras esferas esenciales de la actividad humana, como la salud pública. El término llegó incluso a ser entendido como la culminación de un proceso irreversible que marcaba el fin de la historia porque se habría llegado, con la hegemonía del capitalismo y la democracia, al ideal definitivo de toda sociedad humana (Fukuyama, 1992). Se lo interpretó como un parteaguas de la historia y una frontera con la Guerra Fría, el período anterior de la historia universal que se había inaugurado aproximadamente en 1948 y llegó hasta fines de los ochenta. Se suponía que esta última etapa, iniciada poco después de la Segunda Guerra Mundial, llegó a su final alrededor de 1989, cuando cayó el Muro de Berlín; acontecimiento sucedido por la disolución de la Unión Soviética y el fin del Pacto de Varsovia, que, desde 1955, reunía a casi todos los países comunistas de Europa del Este. El nuevo concepto tenía una connotación que iba más allá de la política. La globalización comprendía cambios mundiales integradores, interdependientes y únicos, como la rapidez en los intercambios comerciales, la ubicuidad de las empresas transnacionales, la intensificación de las migraciones masivas de personas, el grave deterioro climático que afectaba a varios continentes, la revolución imparable de la informática y la velocidad con que circulaba la información alrededor del planeta. La globalización estuvo también emparentada a las políticas neoliberales que surgieron con fuerza en Inglaterra y en Estados Unidos desde fines de los años setenta, y que asumían que los Estados nacionales no tenían ni la capacidad ni los recursos para participar activamente en los nuevos complejos procesos mundiales. En gran medida, los Estados nacionales eran malos administradores porque cultivaban burocracias frondosas, lentas, innecesarias e irresponsables, ya que no gerenciaban de manera transparente sus finanzas, además de ser ineficientes en función de los objetivos y recursos empleados. El origen de estos males se encontraba presumiblemente en el modelo del Estado de bienestar, consolidado hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, de acuerdo con el cual los ciudadanos tenían derechos inalienables (como el empleo, la educación y la salud), y los gobiernos, la obligación de garantizarlos. Al mismo tiempo, el modelo estatal soviético de planificación fue condenado por generar pobreza y autoritarismo (Harvey, 2005). Estas mismas críticas se extendieron a los países en desarrollo a pesar de que en la gran mayoría de ellos el Estado de bienestar era una aspiración más que una realidad. Se pensaba, además –igual a como fue pensado en muchos programas bilaterales de la Guerra Fría– que estos países no tenían un estímulo interno para el cambio y que este tenía que ser promovido desde afuera por países más desarrollados. Eran necesarios acuerdos supranacionales más allá de la autoridad de sus gobiernos, como el que se tomó en el “Consenso de Washington” entre los líderes del Banco Mundial (BM), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Departamento del Tesoro de Estados Unidos y algunas agencias bilaterales y multilaterales. Según el Consenso, la solución a altas tasas de inflación, deudas externas exorbitantes y exceso de burocracia y servicios públicos mal manejados eran estrictas políticas neoliberales. Así, se disminuiría la intervención del Estado en el mercado, se facilitaría la inversión extranjera, se promovería la privatización de las empresas públicas y se acabaría con la mayoría de los subsidios. Además, se crearían tarifas en los servicios sociales, disminuiría la carga impositiva de los más ricos (bajo el supuesto de que esto les permitiría invertir), se ampliaría la base tributaria de los pobres (con el objetivo de incluirlos en los mercados formales de trabajo, inversión y consumo) y se introducirían criterios propios de la gestión de la empresa privada en el manejo del Estado (Hernández, 2002). Para algunos expertos, tanto de países desarrollados como en desarrollo, la salud global estaba articulada a la globalización. Era una respuesta racional tanto a los problemas heredados como a los nuevos desafíos irresolubles en el marco de un único país. Por lo tanto, se la justificó como una nueva área de estudios, con políticas y programas diferentes a los creados en respuesta al patrón epidemiológico del período previo (Lee, 2003). A mediados de la década de los sesenta, los expertos de los países ricos pensaban que habían controlado las principales enfermedades infecciosas y transmisibles, y que sus problemas más importantes de salud eran las enfermedades crónicas y degenerativas. Al mismo tiempo, establecían que los países pobres tendrían que lidiar por un tiempo con enfermedades infecciosas y transmisibles ya superadas en el norte global. Una de las afecciones que vino a romper este supuesto fue el sida (Síndrome de Inmunodeficiencia Adquirida). Los primeros casos registrados, a comienzos de la década del ochenta, mostraron que afectaba casi por igual a países pobres y ricos e incluso, inicialmente, con más intensidad a los países desarrollados. Al sida se sumaron brotes de otras dolencias “emergentes” y “reemergentes” como el cólera, la malaria, el dengue, la encefalitis equina venezolana y la gripe aviar. Otra enfermedad que contribuyó a afianzar el concepto de salud global fue la reaparición de la tuberculosis en los países industrializados desde los años ochenta. A pesar de que se consideraba que estaba controlada en Estados Unidos –aunque, mejor dicho, casi no ocurrían casos de transmisión nativa en ese país–, la tuberculosis regresó subrepticiamente con viajeros y migrantes, casi siempre asintomáticos. Fue así como esta enfermedad emergió en las comunidades más pobres afroamericanas y de hispanos, y contribuyó con miles de nuevos casos de personas enfermas en el país del norte. Asimismo, el tratamiento de esta enfermedad se complicó por la resistencia del bacilo de la tuberculosis a los medicamentos tradicionalmente prescritos. El concepto de salud global superaba al de salud internacional, utilizado hasta entonces para referirse a enfermedades, programas y organizaciones mundiales vinculadas a la sanidad y que tuvo hegemonía con la creación de agencias multilaterales como las Naciones Unidas y la Organización Mundial de la Salud (OMS) en la segunda mitad de los años cuarenta del siglo XX. Para muchos de los defensores del neoliberalismo, estas agencias eran una expresión magnificada del sector público, en parte porque en las asambleas de estos organismos solo tenían voto los representantes de los gobiernos, sin tomar en cuenta las empresas privadas y las organizaciones no gubernamentales. También fueron condenadas por no seguir las prácticas modernas de la empresa privada. En las décadas de los años ochenta y noventa del siglo pasado se lanzaron críticas a estos organismos, que parecían un eco de las realizadas contra el Estado: eran malos administradores, exageradamente burocráticos e ineficientes. En el caso de la OMS, las críticas arreciaron durante la desafortunada dirección del japonés Hiroshi Nakajima durante los dos períodos de su gestión (1988-1998), y solo cesaron cuando fue sucedido por Gro Harlem Brundtland, quien previamente, como primera ministra de Noruega, había sido partidaria de las políticas neoliberales (Cueto, Brown y Fee, 2019). Entonces, gracias a ella, se ensalzaron las alianzas público-privadas para el control de las principales enfermedades transmisibles, se consiguió un acercamiento con la industria farmacéutica –que tradicionalmente había sido percibida como enemiga de los sanitaristas– y se intentó, al mejor estilo neoliberal, elaborar un ranking de desempeño entre los sistemas de salud de los diferentes países del mundo. De manera paralela, se crearon o renovaron agencias multilaterales como el Programa conjunto de las Naciones Unidas sobre el sida (ONUSIDA) y el BM, se revitalizaron las agencias bilaterales, como la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (USAID), aparecieron nuevos donantes privados, como la Fundación Bill y Melinda Gates, y se consolidaron organizaciones no gubernamentales (ONG) internacionales tales como Socios en Salud, Médicos sin Fronteras, OXFAM, CARE y Save the Children. La mayoría de las organizaciones antes citadas –con excepción de las ONG– adhirieron sin críticas al concepto de salud global. El BM se convirtió en un actor fundamental en la nueva configuración sanitaria internacional. El gobierno de Estados Unidos controlaba su dirección y tomó cuidado de que estuviera en sintonía con los nuevos paradigmas económicos. Desde fines de los años setenta del siglo XX empezó a incursionar en la salud pública y la reducción de la pobreza; una década más tarde ya era considerado uno de los líderes, tanto de la globalización, como de la salud global. Hacia 1990, los préstamos del BM destinados a salud pública superaban el presupuesto de la OMS (Cueto et al, 2019). En 1993 decidió que su influyente informe anual tratase por primera vez del tema de salud (World Bank, 1993). Invertir en Salud cuantificaba las pérdidas económicas producidas por las principales enfermedades, calculaba el gasto realizado por las familias en los países pobres (considerado como algo inevitable y hasta positivo, porque serviría para financiar en parte los servicios), pronosticaba los beneficios de más donaciones voluntarias privadas a programas sanitarios y celebraba la incursión de organismos privados en la salud pública. Todo ello implicaba priorizar intervenciones específicas, lo cual inducía al abandono de sistemas integrales de salud. Al mismo tiempo, el BM dio legitimidad al concepto de los gastos en la salud como un desembolso “costo-efectivo”; de esta manera creó una racionalidad que minaba la idea de la salud como un derecho ciudadano y una obligación del Estado. El informe fue elogiado por algunos y criticado por otros. Las alabanzas, por su parte, estuvieron relacionadas con el llamado a aumentar las donaciones para la salud global, la justificación de la salud como herramienta del crecimiento económico y la introducción de los criterios de costo-efectividad en los programas sanitarios. Por otra parte, algunas de las principales críticas estuvieron relacionadas con el hecho de confiar exageradamente en la benevolencia de los ricos. Asimismo, al proponer nuevos mercados a las inversiones privadas en salud pública y seguros, se abrían nuevas oportunidades en sectores mayoritariamente ocupados por el Estado. Finalmente, la política de cobrar a los más desfavorecidos por los servicios de salud se censuró como generadora de pobreza y de desigualdad, además de carecer de efecto significativo en el financiamiento de los servicios públicos (Robert y Ridde, 2013). De cualquier modo, por la prominencia política y económica del BM, la OMS, institución multilateral tradicional de la salud internacional, tuvo dificultades para mantenerse como el único líder de la salud mundial como lo había sido durante buena parte de la Guerra Fría. Entre 1994 y 1998, la Unidad de Población, Salud y Nutrición del BM diseñó reformas de los sistemas sanitarios en diferentes partes del mundo que implicaban su privatización y que en el futuro coexistieran con sistemas privados. Además, se buscaba que los sistemas públicos se limitasen a intervenciones sustentables a nivel financiero y estuvieran focalizados en grupos poblacionales, manejados gerencialmente. Las primeras críticas al concepto de salud global consideraban que era una herramienta de los gobiernos neoliberales para recrear su hegemonía sobre el resto del mundo (Navarro, 1988; Kickbusch, 2002). Incluso llegaron a hacer analogías históricas al señalar que el imperialismo europeo tuvo como instrumento de dominación a la medicina tropical y que la salud internacional fue instrumentalizada por las políticas norteamericanas de la Guerra Fría. De una manera parecida, con la salud global, la globalización neoliberal estaría creando un modelo de control tecnocrático que en última instancia buscaba dejar en manos de expertos e inversionistas privados las respuestas a los temas de salud. Una crítica antiglobalización, especialmente a sus políticas neoliberales, fue enarbolada por movimientos sanitarios y de activistas surgidos en las últimas décadas del siglo XX, como la Asociación Latinoamericana de Medicina Social (ALAMES), la Asociación Brasilera de Salud Colectiva (ABRASCO) y la Asamblea de Salud por los Pueblos. Estos movimientos denunciaron que la globalización no solo rompía fronteras, sino que destruía Estados y sus programas sociales, debido a que la ciudadanía estaba ligada a ciertos bienes y derechos. En un editorial de la Revista Panamericana de la Salud Pública, Anne-Emanuelle Birn (2011) presentó sus críticas en forma de una pregunta que ella misma respondía: ¿Es la salud global (o la globalización de la salud) sencillamente un reflejo del ‘capitalismo sin fronteras’? o introduce una dialéctica de poder que incorpora la imposición desde arriba, la resistencia desde abajo, y un juego oportunista en ambos sentidos por parte de los actores del nivel intermedio? (p. 101). En los primeros años del siglo XXI, algunos críticos de la globalización pensaron que no había que dejar la noción de salud global en manos de los neoliberales, y que este concepto podía servir para denunciar las inequidades e injusticias sociales y sanitarias, incluso las emanadas durante la etapa neoliberal. Un hecho académico importante en esta dirección fue la creación, en 2006, de la revista Global Public Health, que tuvo como editor a Richard Parker, antropólogo y profesor de la Universidad de Columbia, además de militante antineoliberal de una importante ONG que trabaja sobre sida en Río de Janeiro. Algo parecido ocurrió en la Escuela de Medicina de la Universidad de Harvard, que contaba con un Departamento de Medicina Social y Políticas de Salud donde trabaja el médico y antropólogo Paul Farmer, quien ganó gran reputación por la defensa de los derechos humanos y la visibilización de la vulnerabilidad de los más pobres frente a la globalización. En 2008, este departamento fue rebautizado como el Departamento de Salud Global y Medicina Social. Los historiadores y la salud global Todo lo expuesto en el apartado anterior tuvo influencia entre los historiadores. Tres tradiciones históricas, que se remontan al período anterior a la globalización y no son necesariamente sucesivas, sino que aparecieron progresivamente y que terminaron por coexistir, explican el origen y desarrollo de la salud internacional. La primera comenzó durante la primera mitad del siglo XX y continuó en las décadas siguientes con la publicación de trabajos que describían las ideas y actividades de un programa o agencia. Un supuesto de estos estudios fue que la salud internacional era el resultado de esfuerzos nacionales –a pesar de que muchas de estas investigaciones se centraban en Europa occidental y en Estados Unidos– por uniformizar medidas de cuarentena, reglamentos sanitarios y diplomacia sanitaria. En ocasiones, estos trabajos fueron publicaciones celebratorias ornamentales y parroquiales porque se dirigían a los funcionarios de las organizaciones estudiadas. Fueron también frecuentemente anacrónicas, porque asumían que los desafíos contemporáneos de las agencias multilaterales no eran distintos de los que habían enfrentado en el pasado los organismos y acuerdos intergubernamentales. Un autor destacado de esta primera tradición fue Norman Howard-Jones, un funcionario de la OMS durante los primeros años de esta organización (encargado por mucho tiempo de su División Editorial), quien describió cómo, a partir del año 1851, los gobiernos europeos, y después el gobierno de Estados Unidos y de algunos países no industrializados habían organizado conferencias sanitarias internacionales (un total de once hasta 1913) para justificar, sistematizar y modernizar el control médico de la sanidad marítima. Asimismo, analizó las vicisitudes de las primeras reuniones y agencias de salud internacional, como la Oficina Sanitaria Panamericana organizada en 1902; la Office International d'Hygiène Publique (OIHP) creada en 1907; y la Organización de Salud de la Liga de las Naciones fundada en 1920. El objetivo inicial de las conferencias y de estas organizaciones fue proteger a la Europa y la Norteamérica industrializadas del cólera que llegaba desde los países asiáticos, y posteriormente, de la peste bubónica y la fiebre amarilla que venían del Asia y del Caribe, respectivamente (Howard-Jones, 1975). Howard-Jones enfatizó la fuerza inherente de la modernización médica mundial y la evolución de reglas coherentes en los brotes epidémicos. Ambas tareas habían sido llevadas a cabo por profesionales que lograron cargos importantes en las burocracias gubernamentales de sus países. Otra característica de estas historias es que se concentraban en el lado “emisor” de las políticas y programas de la salud internacional, y asumían –sin mayores detalles– que habían tenido impacto tanto en países desarrollados como en países coloniales o poscoloniales. Esta perspectiva institucionalista que enfatiza la descripción y no cuestiona los objetivos humanitarios de la salud internacional aún existe, y en ocasiones produce trabajos valiosos como los libros de Maggie Black sobre el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y los libros de la OMS encargados a Sócrates Litsios –un exfuncionario de esa agencia– sobre las últimas décadas de la organización (Black, 1986; World Health Organization, 2008). Los trabajos sobre la historia de la salud internacional se enriquecieron con una segunda tradición, influenciada por la historia social durante los años ochenta y noventa del siglo XX, que resaltó la necesidad de un estudio crítico de la medicina tropical y de la misma salud internacional como herramientas de dominación del imperialismo europeo en territorios coloniales y poscoloniales (Arnold, 1993; Amrith, 2006). El énfasis de muchos de ellos estuvo puesto en problemas como el imperialismo, el colonialismo y las resistencias de las poblaciones a los esfuerzos de utilizar la medicina para ser sometidos. Asimismo, esta tradición prestó atención a la influencia internacional de la medicina social europea de los años veinte; una corriente que no solo se concentraba en el control y la vigilancia de las enfermedades sino en la reforma de los sistemas de salud y en la mejora de las condiciones de vida de los más pobres. Aunque la mayoría de las investigaciones históricas analizaron los problemas antes mencionados y no se concentraron en instituciones; algunos historiadores sí prestaron atención a organizaciones importantes de la salud internacional, así como al contexto médico y político donde se habían desarrollado. Ello fue relevante en el trabajo de la destacada historiadora alemana Iris Borowy, porque el líder de la Organización de Salud de la Liga de las Naciones, la institución que estudió, el polaco Ludwik Rajchman, era un reconocido defensor y promotor de la medicina social y la justicia social en las relaciones internacionales (Borowy, 2009). El período cronológico preferido de varios estudios se ubicaba entre finales del siglo XIX y las primeras décadas del XX (Weindling, 1995). Además, algunos historiadores examinaron la resistencia a los sutiles mecanismos de imperialismo cultural en los programas de reorganización médica y sanitaria de la Fundación Rockefeller (creada en 1913), que por mucho tiempo fue la principal organización filantrópica dedicada a la salud en Estados Unidos y buena parte del mundo. Estos trabajos demostraron que dicha organización estuvo formada por unidades con relativa autonomía, la más importante de las cuales fue la División de Salud Internacional con la que negociaron los receptores de los programas autoritarios (Farley, 2004). Otros analizaron la resistencia a las políticas de la Fundación Rockefeller en América Latina (Birn, 2006). Es importante destacar que la existencia de un archivo bien organizado de la Rockefeller en Nueva York, así como la disponibilidad de becas para investigar en él, alentaron los estudios sobre la Fundación. En los últimos quince años, se viene conformando una tercera tradición historiográfica, concentrada no solo en eventos de la segunda mitad del siglo XX, y preocupada por la recepción, negociación y reelaboración local de influencias europeas y norteamericanas, sino también por la circulación de ideas, instituciones y personas (Bhattacharya, 2006). Parte de esta tradición es también el estudio contextualizado de personajes clave en las agencias internacionales que interactuaron con la Guerra Fría, como el canadiense George Brock Chisholm, primer director de la OMS (Farley, 2008). Es importante enfatizar el regreso del género biográfico a la historia de la salud –algo que nunca dejó de ser importante en la historia de la ciencia y en la historia de la medicina–, que fue duramente criticado en los años setenta del siglo XX. Entonces, se produjo un giro social en la historia de la medicina, y la biografía fue considerada un estilo de una historia tradicional obsesionada por las contribuciones de los “grandes doctores” (generalmente, hombres blancos europeos o norteamericanos) y que ignoraba los factores contextuales como raza, género e intereses económicos, así como las opiniones y las prácticas de pacientes, enfermeras y curanderos (Reverby y Rosner, 1979). Es claro que la reemergencia de la biografía en la historia de la salud –entendida muchas veces como un estudio crítico que puede ser de personajes poco conocidos y que complementan la historia social– es el resultado de la influencia de otras corrientes como la microhistoria, la historia del trabajo, la historia de género y la historia poscolonial (Söderqvist, 2004; Montiel, 2005; Borowy y Hardy, 2008). En todo caso, los practicantes de esta tercera tradición están cada vez más influenciados por un giro global en la historiografía mundial, más conocido como historia global (Gruzinski, 2004; Vengoa, 2009; Olstein, 2015; Conrad, 2016), que no tiene una definición clara y a veces se confunde con nociones alternativas, como historia transnacional, historia conectada, historia comparada e historia cruzada. La historia global se interpreta como una metodología centrada en los intercambios, entrelazamientos, articulaciones, encuentros y desencuentros entre actores de culturas distintas y espacios geográficos diferentes (Barros, 2014; Santos Júnior y Sochaczewski, 2017; Hausberger y Pani, 2018). La historia global se dedicó a examinar la circulación transnacional de personas, documentos, libros, mapas, imágenes e ideas. En el caso de la historia de la medicina, se les dio importancia a las ideas y las prácticas de sanación alternativas a la medicina occidental entremezcladas con los programas oficiales de la salud internacional. El objetivo era trascender las rígidas fronteras nacionales y no limitarse a lo que hacía o dejaba de hacer el Estado nación. Complementariamente, esta perspectiva se concentró en los personajes intermediarios, como divulgadores, charlatanes, curanderos, funcionarios de campo, médicos provinciales y viajeros, que rediseñaron o hicieron inteligibles políticas, programas, publicaciones, tecnologías y medicamentos elaborados en los escritorios de las sedes de organizaciones internacionales o en las oficinas gubernamentales ubicadas en las ciudades más importantes de algunos países, en diferentes culturas separadas geográfica o hasta temporalmente (Borowy y Hardy, 2008). Esto no siempre significó el reemplazo de dinámicas nacionales por la hegemonía de actores internacionales. Un trabajo reciente de una red de intermediarios en salud internacional en Asia muestra que estos pudieron tener motivaciones nacionalistas, búsqueda de redes de cooperación sur-sur y, al mismo tiempo, negociar de forma exitosa con organizaciones internacionales como la Liga de Naciones durante los años treinta (Akami, 2017). Un supuesto de este tipo de historia es que el contenido del conocimiento se transforma en su circulación y en procesos de interpenetración recíprocos, asimétricos, que pueden ser continuos o efímeros (Raj, 2010). Los investigadores adscriptos a la historia global deseaban escapar a las dualidades pertinentes en el pasado como “centro” y “periferia” (que tuvo marcada influencia en la historia de la salud latinoamericana, incluyendo al autor de este artículo), y a la primacía del viejo continente o de Estados Unidos como modelos inevitables. De esta manera, cumplían con los llamados realizados por otros investigadores de “provincializar” Europa (Chakrabarty, 2000). La nueva perspectiva criticó un viejo vicio historiográfico: el eurocentrismo. Los historiadores latinoamericanos Gabriela Soto Laveaga y Pablo Gómez (2018) –radicados en Estados Unidos– realizaron recientemente una propuesta estimulante, al vincular los estudios micro y macro de la región latinoamericana, así como las historias locales y globales para otros continentes. Otras investigaciones influenciadas por esta tradición presentaron una visión de conjunto del desarrollo de la salud internacional en la región latinoamericana, o de la globalidad de algunas enfermedades infecciosas cuya trascendencia e impacto no pueden comprenderse en los marcos nacionales (Webb, 2008; Birn, 2009; Cueto y Palmer 2015; McMillen, 2015). Un libro publicado recientemente por Mauricio Nieto Olarte (2019) sobre la historia del conocimiento puede influenciar esta crítica al eurocentrismo. Este historiador colombiano analiza la emergencia del eurocentrismo político, cultural y científico entre el siglo XVI y el siglo XVIII. Es interesante anotar que para encontrar una obra de envergadura parecida en América Latina es necesario remontarse a un pionero de la historia de la ciencia en la región: Aldo Mieli, el inmigrante italiano que publicó en varios volúmenes una historia de la ciencia europea en Argentina de los años cincuenta (Mieli, 1952). El trabajo de Nieto Olarte puede ser visto como parte de un esfuerzo por reescribir desde una mirada poscolonial instituciones y problemas de las metrópolis, y examinar el proceso por el cual se volvieron hegemónicas en el resto del mundo (Cueto,et al, 2019; Velmet, 2020). Según el trabajo de Nieto Olarte (2019), la aceptación de fronteras entre lo “local” y lo “global”, entre disciplinas y entre los saberes oficiales y populares restringen el enfoque de los historiadores. Su libro demuestra que durante buena parte del pasado no existieron límites fijos e inquebrantables entre quienes cultivaban la teología, el arte, la tecnología, la medicina, la magia y lo que hemos venido a llamar conocimiento científico. Los historiadores que utilizaron el término “salud global” en el título de algunos de sus trabajos –y que estaban de acuerdo formalmente con este giro– elaboraron una narrativa consonante con las nuevas corrientes historiográficas (Palmer, 2010; Harrison, 2015; Packard, 2019). Algunos de ellos no se hicieron mayores preguntas sobre el significado de este concepto o de la historia de la salud global como una metodología de investigación nueva. Es importante mencionar que algunos de ellos resaltaron eventos mundiales sin limitarse a lo ocurrido en un solo país, y pocos estudiaron las diferencias y continuidades entre la salud internacional y la salud global (Cueto, 2015). Entre las novedades de la salud global no está el esfuerzo de responder coordinadamente a nuevas amenazas a la salud, ya que la fragmentación –en lo que vino a denominarse la falta de gobernanza en salud– se convirtió en una constante, así como lo había sido en la salud internacional. Tampoco significó un cambio el estigma o la culpabilización de las víctimas de epidemias, que generalmente eran los más pobres o marginados de la sociedad. Las rupturas eran otras. Antes de los años ochenta, no eran nítidas algunas características en la salud mundial, como el papel activo y transnacional de activistas y pacientes, al igual que el protagonismo de nuevos donantes privados y de agencias bilaterales, y la significativa suma de inversiones financieras en la salud (por motivaciones que variaban desde el humanitarismo hasta la seguridad geopolítica de frenar el reingreso de las enfermedades infecciosas a los países desarrollados). Tal esfuerzo llevó a la creación, en 2002, de un fondo intergubernamental para combatir la tuberculosis, la malaria y el sida, con sede en Ginebra, que contaba con un abultado presupuesto de unos billones de dólares (una cifra hasta entonces impensable para otras agencias de salud). Con la salud global, algunas características del trabajo médico se hicieron más visibles: el encadenamiento de la prevención, la rehabilitación y la curación (como los virólogos expertos en sida haciendo trabajo de prevención en medios de comunicación masiva), así como la compleja relación entre los trabajadores sanitarios, los organismos privados y las instituciones de la sociedad civil. Solamente entonces, muchas organizaciones internacionales comenzaron a incorporar activistas en sus directorios y se empezó a aceptar a las personas que vivían con una enfermedad como interlocutores válidos en el diseño de políticas oficiales. En la salud global se incorporaron nuevas preocupaciones que no eran tan intensas en la salud internacional, como los derechos humanos de los pacientes, las cuestiones ambientales, la combinación de enfermedades transmisibles y crónicas en todos los países y el significativo aumento de la violencia y los accidentes de tráfico. Además, la nueva perspectiva global empezó a ser aplicada a diferentes períodos cronológicos y no se vio restringida a los años finales del siglo XX. Por ejemplo, para el importante historiador español Josep Lluís Baraona Villar (2019), una perspectiva transnacional era fundamental para comprender las políticas de salud europeas a comienzos del siglo XX. Sin embargo, este giro global en la historia de la ciencia y de la salud tuvo problemas para que fuese plenamente adoptado. Dos obstáculos en relación con ello fueron el eclecticismo y la falta de consistencia. Esto último significó que la glorificación de la historia global fuese muchas veces retórica. Ello ocurrió porque el concepto no aparecía siempre claramente definido, ya que algunos trabajos anuncian en su introducción que van a hacer una historia global, pero después repiten conceptos algo antagónicos, como la recepción de paradigmas internacionales, procesos paralelos con poco contacto entre sí o transiciones entre un estadio tradicional a uno moderno (con lo cual regresaban a una dicotomía convencional), no muy diferentes a los utilizados desde hacía años por la historia social. Este comentario no quiere, sin embargo, negar el valor de las investigaciones comparativas ni la indagación reciente sobre temas visitados anteriormente por historiadores de la salud, como el imperialismo, el colonialismo, la Fundación Rockefeller y el estudio de la dimensión internacional de enfermedades epidémicas (Reinhardt, 2015; Baraona Villar, 2016; Pearson, 2018). Por otro lado, no están claras las ventajas para los latinoamericanos de deshacerse de una dimensión nacional o regional. Es cierto que América Latina fue un concepto creado por Francia en el siglo XIX, pero también es verdad que, durante el siglo XX, el populismo, el autoritarismo, las inequidades sociales y el mismo neoliberalismo hicieron sufrir problemáticas similares a los países latinoamericanos y, en consecuencia, hacerlos más parecidos entre sí. Desde la década del ochenta, los frecuentes contactos entre historiadores de la región crearon una densidad de conocimiento que no debería ser desperdiciada. Otro problema para instaurar la historia global es la persistencia de una fuerte tradición para trabajar en archivos nacionales y dialogar con sus historiadores especializados. Una dificultad complementaria es que a los historiadores latinoamericanos les es difícil obtener recursos financieros para visitar archivos metropolitanos de países desarrollados; esenciales para una visión transnacional. Otro obstáculo es la escasa visibilidad que tienen en las descripciones de los fondos documentales –tanto internacionales como nacionales– los contactos entre países en desarrollo. Asimismo, a muchos investigadores les es difícil obtener una visa por las exigentes demandas de los consulados. Otra razón es el idioma, dado que buena parte de los historiadores latinoamericanos no tienen la fluidez necesaria como para investigar documentos en un idioma diferente al suyo ( Paz, 2016). A ello se le suma que no existe suficiente conocimiento de las fuentes digitalizadas –sin dudas insuficientes y que no reemplazan el trabajo en repositorios– que tienen muchos archivos en Estados Unidos y Europa. Finalmente, otro impedimento por el cual no se consolida el giro global en las humanidades y en las ciencias sociales es el difícil contexto político actual. En la secuela de la crisis económica de 2008, el populismo autoritario de derecha ha criticado la globalización, minado los recursos para las universidades y alentado los ataques irracionales a la ciencia; incluyendo a la investigación histórica. A todo lo anterior se ha sumado la paralización de los viajes internacionales por la reciente pandemia de COVID-19. Algunos historiadores advirtieron acerca de los peligros para los investigadores de asumir como un paradigma la historia de la salud global sin cuestionamientos. Según la historiadora del Reino Unido, Sarah Hodges, el giro global en la historia de la medicina puede llevar a los historiadores a ser funcionales a discursos oficiales de universalidad y de globalización, y a reducir su análisis crítico del poder, así como el cuestionamiento tanto a la injerencia de nuevos actores en salud mundial como a las fundaciones filantro- capitalistas (Hodges, 2012). Un eminente historiador australiano, Warwick Anderson, reflexiona que la historia global puede hacer perder de vista la diversidad y la heterogeneidad del pasado y los contactos sur-sur, esenciales para el quehacer histórico (Anderson, 2014). Por otro lado, en los últimos años, algunos historiadores se han cuestionado si el paradigma de la historia global se está agotando al ritmo de las políticas populistas antiglobalización de gobiernos como el del norteamericano Donald Trump. Por ende, varios de ellos se preguntan sobre el futuro y la viabilidad del novísimo paradigma historiográfico (Altman, 2017; Morelli, 2017), mientras otros defienden la validez del paradigma a pesar de las adversidades políticas y de las críticas académicas (Drayton y Motadel, 2018). ¿De la salud global a la salud planetaria? En los últimos años han surgido nuevos paradigmas sanitarios para reemplazar a la perspectiva de salud global, que pueden influenciar la metodología, las prioridades de temas de investigación y las interpretaciones de los historiadores de la salud. La salud global ha sido considerada como un modelo que no consiguió articular a las organizaciones de la salud mundial en una sola visión y en un programa de acciones coherente y coordinado. Además, muestra agotamiento y fragmentación, en parte porque es defendida por actores muy distintos que la entienden de diferente manera. Una de las nuevas propuestas que más se han popularizado es la “salud planetaria”, apoyada con entusiasmo por la revista Lancet y la Fundación Rockefeller desde 2014 (Horton et al, 2014). Apareció como una superación de nociones y movimientos previos como One Health (también conocido como One World, One Health). Un antecedente importante de One Health fue una conferencia realizada en Nueva York en 2004 que había entusiasmado a un buen número de ambientalistas, veterinarios, científicos e incluso a agencias como la OMS. El origen de One Health fue la preocupación por enfermedades como la influenza H5N1, mejor conocida como la gripe aviar, que emergió en China en los primeros años del siglo XXI, que pasaba de los animales a los seres humanos, y que revelaba la insalubridad de los sistemas de crianza de animales domésticos y de mercados públicos donde se vendían vivos. Al mismo tiempo, destacados investigadores de la relación entre la ciencia, la tecnología y la sociedad habían orientado sus miradas hacia los determinantes ecológicos del conocimiento y la sobrevivencia humana (Latour, 2017). Quienes dieron resonancia a la salud planetaria fueron los activistas y los estudiosos del medio ambiente, que desde los años ochenta promovían la idea de la permanencia actual en una nueva era geológica, denominada Antropoceno (Steffen, Broadgate, Deutsch, Gaffney y Ludwig, 2015; Bonneuil y Fressoz, 2016). La diferencia de esta respecto de las anteriores es que los seres humanos constituyen la mayor fuerza en la definición de las características del planeta o, mejor dicho, en el deterioro de los sistemas naturales que rodean a los seres humanos, como el agua, el aire, la tierra, el clima y la biodiversidad. Uno de los representantes más distinguidos de la historia medioambiental, de gran influencia entre los historiadores latinoamericanos, propuso hace algunos años que los historiadores abrazasen este concepto: Recomiendo agregar a nuestra jerga historiográfica una versión del término acuñado por el químico Premio Nobel, Paul Crutzen, para designar el periodo moderno, llamándolo el Antropoceno: i.e., la época cuando el Homo sapiens constituye la especie clave. Durante los primeros milenios del Antropoceno, nosotros los humanos hemos ocupado, o al menos visitado, toda la superficie terrestre del planeta, amplias extensiones de los océanos, y hasta la atmósfera; hemos arrasado con las junglas, derretido los glaciares y eliminado y enterrado, junto a nuestros templos y basureros, multitudinarias formas de vida. Nuestra especie ha sido una de las causantes más poderosas de las extinciones de otras especies, ha presidido la dispersión de varias y, en algunos casos, el desarrollo de nuevas especies, especialmente formas microscópicas de vida. La sociedad emplea a poetas y dramaturgos para celebrar y vituperar los hechos de la guerra: ¿por qué, entonces, no debería la sociedad utilizarnos para hacer lo mismo para todo aquello que la humanidad ha estado perpetrando contra el ambiente físico durante el Antropoceno? (Crosby, 2013, p. 37). Según los partidarios de la salud planetaria, los mejores indicadores de salud alcanzados en muchos países a fines del siglo XX –como el aumento en la esperanza de vida y el control de antiguas dolencias infecciosas– son reversibles e inciertos, porque fueron conseguidos dilapidando recursos naturales no renovables y creando un modelo urbano de existencia que acarrea serios problemas. Algunas investigaciones científicas sustentaron el concepto y explicaron que la contaminación atmosférica urbana –producida mayoritariamente por vehículos que utilizan carburantes derivados del petróleo e industrias que se alimentan del carbón– constituye la causa ambiental más importante de enfermedad y de muerte prematura en varias ciudades del mundo (Frumkin y Haines, 2019). La salud planetaria fue definida como una refundación de la salud pública tradicional, interesada solamente en el bienestar físico y mental de los seres humanos y con poca preocupación de los factores medioambientales que alimentaban varias enfermedades. Según las propuestas más audaces, las políticas sanitarias restringidas a la salud humana serían insustentables y hasta contraproducentes si no se combinaban con mejoras drásticas en el medio ambiente y los estilos de vida de las personas. El modelo de consumo excesivo y desperdicios que las sociedades europeas y estadounidense empezaron a desarrollar a partir de la Segunda Guerra Mundial es insostenible; y el ideal de crecimiento descontrolado de los centros urbanos, un grave peligro. Peor aún, todo ello es una amenaza a la supervivencia de las sociedades humanas, que deberían reformular sus ideales de bienestar, progreso y prosperidad. A pesar de sus demandas de originalidad, el nuevo término tiene cierta continuidad con el de salud global. Por ejemplo, tiene una connotación holística y de parteaguas que tuvo este en sus comienzos; y además, en lo relativo a la atención a eventos transnacionales y a decisiones supranacionales. Ambos son un llamado a estudios interdisciplinarios, políticas intersectoriales y a una nueva gobernanza mundial. También, en términos de continuidad, es necesario recordar que muchas de las recomendaciones de la salud planetaria sobre la cuidadosa separación y manejo de los residuos –conseguidas no solo con el cambio de los estilos de vida individual sino con políticas municipales y gubernamentales– se remontan a los postulados de la promoción de la salud de mediados de los años ochenta, que crearon un movimiento ecologista y sanitario en varias ciudades del mundo. Y finalmente, la salud planetaria pareciera ser defendida por distintos grupos y es un reciclaje de antiguas figuras de la salud global. Por ejemplo, en el Consejo Económico de Salud Planetaria de la Fundación Rockefeller se distinguen el expresidente de México Ernesto Zedillo, de orientación neoliberal, y la exdirectora de la OMS Gro Harlem Brundtland, quien también estuvo cerca del neoliberalismo. No todo ha sido color de rosa para los defensores de la salud planetaria, en parte porque gobiernos de países poderosos como Estados Unidos o China no están interesados en el tema. A diferencia del modelo de la salud internacional, que tuvo un compromiso de las superpotencias en el sostén de las agencias multilaterales, y al de la salud global, cuando importantes actores transnacionales creían en la globalización económica, surgen las siguientes dudas: ¿quiénes son los actores y las fuerzas políticas que enarbolan como su meta principal la salud planetaria? Por ahora, sobre todo científicos, ingenieros, sanitaristas, activistas, funcionarios iluminados de algunas agencias, editores de influyentes publicaciones periódicas internacionales –algunas de acceso abierto– como The Anthropocene Review (creada en 2014), y algunos gobiernos que defienden medidas mínimas como el Acuerdo del Cambio Climático. Es claro que una nueva propuesta necesita de ingentes recursos (y poderosas organizaciones filantrópicas, como la Fundación Gates, han mostrado cierta indiferencia a la salud planetaria). Asimismo, la pandemia de COVID-19 exige una sólida respuesta de los defensores de esta propuesta, que seguramente irá por la línea del contacto cercano entre las especies silvestres y los humanos que permitió que el virus se cruzara entre las especies. También es evidente que las irrefutables pruebas científicas no van a ser suficientes para un cambio político, como lo demostró la declaración ecologista conocida como Río 1992, que enfrentó serias resistencias de los intereses económicos. ¿Podrán los defensores de la salud planetaria reclutar nuevos actores y estimular la financiación pública y privada para asuntos sanitarios medioambientales? Ojalá. Según sus más radicales defensores, se trata no solo de estudiar el impacto de los cambios del medio ambiente en la salud humana, sino de analizar los factores sociales, políticos y económicos que gobiernan esos cambios. La nueva propuesta de salud planetaria ha reclutado a algunos historiadores, lo cual va a ser importante para su legitimación (Dunk, Jones, Capon y Anderson, 2019). Y también es relevante mencionar que algunos investigadores reflexionan activamente sobre los desafíos, las dificultades y las posibilidades de crear una historia del Antropoceno (Simon, 2017). Historiadores medioambientales se han entusiasmado con la intersección de las dimensiones ecológicas y políticas del nuevo paradigma (Hou, 2018); otros practicantes de la historia de la salud se sienten atraídos a concretar investigaciones para dialogar con la historia medioambiental (Berridge y Gorsky, 2012; Lopes y Silva, 2019; Silva, 2019). Sin embargo, existen desafíos por resolver en la salud planetaria y en las investigaciones históricas relacionadas con este paradigma. En primer lugar, las instituciones geológicas reconocidas todavía no aceptan el Antropoceno como una categoría científica, e incluso existe entre sus defensores una discusión sobre su inicio, aunque la mayoría de los expertos lo remontan a la Revolución Industrial del siglo XIX. Un segundo problema es que las ambiciones de refundación de la salud pública han sido, aparentemente, domadas. Por ejemplo, aunque se han creado centros, revistas y programas académicos que usan el término de “salud planetaria”, y desde el 2017 se teje un rosario de eventos organizados por una alianza de organizaciones comprometidas con ella, se trata de un movimiento centrado en los países desarrollados. Por ahora no se ha convertido en un paradigma de cambio revolucionario de cómo se organizan y se les otorga un mal uso a los recursos naturales en las sociedades humanas de países de ingresos medios y pobres. Lo que en realidad ocurre es la organización de cursos o centros específicos de salud planetaria en escuelas de salud sin modificar lo que tradicionalmente se venía estudiando e investigando. Es decir, no se han generado todavía sólidos programas de posgrado ligados a esta nueva perspectiva ni un movimiento para transformar radicalmente la educación médica. Una mayor expresión de la cooptación del término es que ha sido considerado como una herramienta para llegar en 2030 a los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible defendidos por Naciones Unidas, entre los que se encuentran la erradicación de la pobreza del mundo y el fin del sida; algo que tiene sin duda incrédulos y críticos (Stokstad, 2015). Asimismo, en cuanto a los defensores de la salud planetaria sus explicaciones sobre la pandemia actual de coronavirus no solo son las mejores, sino que son necesarias para propiciar cambios políticos. Otro problema es que no parece totalmente claro el diálogo entre los historiadores y los defensores de la salud global, muchos de los cuales son ingenieros, ecologistas y biólogos con interés marginal o instrumental en el pasado. Aparentemente, los historiadores pueden contribuir a la salud planetaria con investigaciones orientadas hacia la genealogía de los médicos que tuvieron un pensamiento ecológico o que priorizaron la geografía médica. Con certeza, existen ejemplos más recientes que Hipócrates de pensadores y practicantes médicos dedicados a reconocer la relación entre medio ambiente y salud, como aquellos vinculados a la medicina tropical preocupados en examinar la aclimatación de los migrantes europeos a zonas tropicales, o de doctores que denunciaron el grave daño causado por los pesticidas utilizados con la intensificación de la agricultura comercial de la Guerra Fría. Los historiadores también podrían analizar el uso, desperdicio y contaminación del agua y su relación con las enfermedades diarreicas, las vicisitudes políticas de los indicadores climáticos, la insalubridad de los mercados, y el vínculo entre la urbanización y el limitado crecimiento de la infraestructura sanitaria urbana. O enfocarse en el calentamiento global provocado por la contaminación y la desforestación, con brotes epidémicos rurales de enfermedades transmitidas por mosquitos. Un campo virgen que aguarda también la visita de historiadores es la veterinaria especialmente dedicada a animales de consumo humano. Es decir, está surgiendo una agenda de investigación potencialmente fascinante pero pendiente de ser elaborada. Un importante tema pendiente para los próximos años es si la salud planetaria implica una nueva metodología de investigación relevante para los historiadores. En el caso de la historia global de la salud, los ejes metodológicos innovadores eran y son la circulación, los intermediarios y la transnacionalidad de eventos, ideas y objetos. La historia de la salud planetaria aún debe definir sus objetos, temas y metodologías. Es difícil predecir qué tipo de investigaciones históricas se harán en el futuro. Sobre todo, después de la pandemia actual, una de cuyas consecuencias será, seguramente, el auge de la investigación de documentos digitalizados. En todo caso, como sugieren las discusiones relacionadas con la salud global y la salud planetaria, los historiadores de la salud estaremos influenciados por los debates especializados y los acontecimientos académicos y políticos ocurridos fuera de nuestras comunidades. El gran desafío que tendremos los historiadores de América Latina –como lo ha sido en otras oportunidades– es el de apropiarnos críticamente de las corrientes historiográficas y de estudios ambientales realizados fuera y dentro de nuestras fronteras y de nuestra disciplina, y, al mismo tiempo, participar creativamente en debates internacionales que las trasciendan. Referencias bibliográficas 1. Adelman, J. (2017). What is global history now? Aeon. Recuperado de https://aeon.co/essays/is-global- history-still-possible-or-has-it-had-its-moment. 2. Akami, T. (2017). 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