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UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 1 de 11 FISCHLER, Claude, 1995. “el (h) omnívoro…”. Barcelona. Anagrama. Cap. “Gastro-nomía y gastro-anomia. Sabiduría del cuerpo y crisis bicultural de la alimentación contemporánea” (pp 357-...
UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 1 de 11 FISCHLER, Claude, 1995. “el (h) omnívoro…”. Barcelona. Anagrama. Cap. “Gastro-nomía y gastro-anomia. Sabiduría del cuerpo y crisis bicultural de la alimentación contemporánea” (pp 357-378). EI Homo Sapiens en la era industrial De hecho, para comprender por qué y cómo los dispositivos biológicos se muestran cada vez más incapaces para impedir al hombre de las civilizaciones “ahítas” comer demasiado y más quizás sea necesario admitir simplemente que estos dispositivos son más eficaces y más precisos para corregir una deficiencia, encarar una falta, que para refrenar un exceso; que las posibilidades de learning; de aprendizaje, son mayores en materia de autoestimulación que en materia de “auto-inhibición”. Quizás el hombre está biológicamente mejor preparado para afrontar activamente la inseguridad alimentaria que pasivamente la abundancia uniforme, mejor armado para hacer frente a fluctuaciones constantes de los recursos que a una plétora sin intermitencias. El pasado filogenético así parece atestiguarlo. Durante más del 99% del tiempo transcurrido desde su aparición, el homo sapiens ha vivido de la caza y de la recolección (Lee y De Vore, 1968). No es desatinado entonces pensar que un buen número de características filogenéticas fundamentales han podido ser seleccionadas en el curso de este período de la evolución humana, en función de ciertos tipos de ecosistemas, de ciertos modos de interacción con el medio. Es sin duda el caso, particularmente, de una parte de lo que, en la biología humana, está en relación con la función alimentaria. Existiría pues correspondencia, ajustamiento, congruencia, entre estos caracteres filogenéticos y un cierto tipo de ecosistema: ese en el que se ha operado la selección de las características consideradas, y que Bowlby (1969) llama environment of adaptedness. Si somos todavía hoy en muy gran medida tributarios de este pasado filogenético vivimos sin embargo en un ecosistema que no tienen más que una vaga relación con ese, environment of adaptedness. El Homo Sapiens, del neolítico a la revolución industrial, ha cambiado poco biológicamente; pero, en el plano cultural, y sobre todo en el de las relaciones del hombre con el ecosistema constatamos un cambio profundo. Podemos consecuentemente preguntarnos con toda legitimidad si el mundo creado por el hombre moderno continúa siendo compatible con la “naturaleza humana” (Tiger, 1978), Sin efecto de manera repentina (en la escala del tiempo evolutivo evidentemente), los fundamentos mismos de la adaptedness entre el hombre biológico y la esfera eco-cultural son puestos en cuestión, reemplazados por otro tipo de relación podemos preguntamos si este cambio no puede exceder las capacidades de adaptación del organismo, En otros términos: ¿ la plasticidad del genoma metabólico no es cada vez más y más sobresolicitada? Cambiando el medio muy rápidamente, cambia también considerablemente el grado de adaptedness. Ciertas características, seleccionadas bajo el efecto de presiones determinadas, podrían de algún modo “cambiar de Signo” bajo otro tipo de condicionantes. Así, para ciertos nutricionistas la propensión a la obesidad, esta plaga de las sociedades industriales-urbanas de la abundancia, podría ser fruto de la transformación de una ventaja selectiva en handicap. Una parte de los obesos pueden en efecto ser considerados como individuos cuyo metabolismo presenta la particularidad de ser especialmente ahorrador de energía, y de ser capaz de acumular calorías en forma de grasa de modo más eficaz que el de otras personas. Inversamente, ciertos “delgados” longilíneos serían “despilfarradores de energía”, en la medida en la que queman sus calorías en lugar de almacenarlas (Payne, comun. pers.; cf. también Apfelbaum y Lepoutre, 1978). Los primeros, en situación “salvaje” habrían gozado de una ventaja considerable: poder disponer de sus reservas de grasa para afrontar más cómodamente los períodos de “vacas flacas”. En situación de abundancia permanente, al contrario, la ventaja se convertiría en handicap: las reservas se acumularían, sin nunca ser completamente utilizadas, conduciendo de este modo a la obesidad efectiva. Un segundo ejemplo de este “cambio de signo” nos es ofrecido por el consumo de azúcar y de substancias dulces (he tratado de esta cuestión más completamente en otro lugar: 1978). El apetito específico por el sabor dulce parece ser una característica con un fuerte componente innato. En cualquier caso se encuentra presente en numerosas especies además de en el homo sapiens y podemos imaginar que ha podido ser seleccionado en un ambiente en el que, siendo relativamente escasos los azúcares de rápida absorción, los alimentos de sabor dulce constituían una fuente ventajosa de calorías rápidamente movilizables. El sabor dulce es una “señal innata de calorías” (Le Magnen) y el umbral de saciedad para los alimentos dulces es más elevado que UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 2 de 11 para los otros, probablemente porque forma parte de un subsistema especializado de regulación puramente calórica (cuantitativa) (Rozin, 1976). Esto sin duda viene ilustrado por el hecho de que, en numerosas culturas, se consumen los alimentos dulces al final de las comidas: incluso harto, se experimenta aún, efectivamente, un apetito por el azúcar (Le Magnen, comun, pers.). La atracción del azúcar es tal que está estrechamente ligado a procesos históricos mayores: desde el siglo XVl, fecha en la que se constituye la pareja casi indisociable de caña de azúcar/esclavitud, a la extensión de los territorios colonizados corresponde una extensión de las culturas azucareras y de la esclavitud (Deer, 1950; Aykroyd, 1967; Tannahill, 1974). En las sociedades agrícolas, en las que la alimentación se estructura alrededor de un staple food, un alimento de base en general rico en hidratos de carbono (cereales, tubérculos, leguminosas), las sustancias dulces han sido relativamente escasas, altamente valorizadas y su consumo ha sido sometido a controles culturales estrictos y precisos. Pero, desde hace menos de doscientos años, y con una fuerte aceleración en el período más reciente, el azúcar se ha convertido en sobreabundante. Desde 1900, el consumo mundial se ha multiplicado por diez. La conjunción de “la llamada” del azúcar y de sobre determinaciones económico-socio-culturales (Fischler, 1978) lleva a un desajuste, a una ruptura de la congruencia entre, de un lado, la apetencia por el azúcar y, de otro, las capacidades metabólicas, cada vez más sobresolicitadas1. Este fenómeno concurre sin duda de manera no despreciable al conjunto o a una parte de las patologías llamadas “de civilización” ligadas a la nutrición: el exceso de azúcar, significando un aporte calórico importante y de rápida absorción en relación con el bajo consumo energético del ciudadano sedentario, contribuye a la toma de peso excesivo y a la obesidad, ella misma factor de riesgo o de agravación en la etiología de las enfermedades cardio-vasculares, de la diabetes, de la hipertensión. Por otra parte, el exceso de azúcar es directamente responsable de la considerable extensión de la caries dental. Estamos pues en presencia de una especie de paradoja critica de la evolución biocultural: una “demanda” biológica seleccionada en un estadio antiguo de la filogénesis ha jugado un rol motor, según toda apariencia, en ciertos desarrollos económico-socia-históricos que tienden a satisfacerla. Pero estos desarrollos han tornado tales dimensiones que el mecanismo biológico amenaza ahora aquello que protegía. El apetito biológico de azúcar y la disponibilidad ilimitada de este producto constituyen de algún modo una masa crítica: de manera que todos los controles socioculturales que podían contribuir a regular el consumo, ya muy debilitados por la civilización moderna (volveremos en detalle sobre este punto), se desintegran, acelerando así la reacción en cadena. El omnívoro cazador El azúcar juega un papel importante en el “desorden” alimentario contemporáneo. Pero, ¿se pueden extrapolar los fenómenos que hemos internado analizar al conjunto de la alimentación o a otros de sus aspectos? Según Sdrobici (1972), “el drama biológico del hombre”, consiste en que la información genética “limita sus capacidades metabólicas pero deja libre su opción alimentaria” Siguiendo la misma línea de razonamiento, debemos considerar que, antes de convertirse en “drama biológico”, esta característica bien ha podido constituir una bendición durante largo tiempo. Esta libertad (relativa) de opción es en efecto la del omnívoro en el que se ha convenido el primate ancestral 2, convertido en predador y cazador, después de abandonado el vegetarianismo, abriendo así la vía a formas de organización social más perfeccionadas y más cooperativas (Tiger y Fox, 1979). Desde ese momento, este ancestro del hombre ha podido hacer frente a una gama casi ilimitada de situaciones 1 El psicólogo Donald Campell (1977) ofrece una interpretación idéntica del fenómeno “el gusto humano por los dulces ha cesado de ser adaptativo para convertirse hoy en inadaptado”, de modo que, en materia de dulces, somos sometidos a “una tentación innata del pecado”. 2 De hecho, probablemente el primate prehomínido comía carne antes de cazar, como el chimpancé de la actualidad que sin ser cazador, está muy lejos de ser exclusivamente vegetariano: por ejemplo, es muy normal ver dos machos disputarse una pequeña presa (roedores, pájaros, animales pequeños, etc) (Wrangham, como pers. ef. también Van Lawick·Goodall, 1971). UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 3 de 11 ecológicas. El hecho de ser omnívoro ofrecía en efecto un margen considerable a cambio de una limitación mínima. La limitación es la de la variedad: el hombre omnívoro no puede obtener todos los nutrientes que absolutamente necesita para sobrevivir (vitaminas, aminoácidos esenciales, etc.) más que a partir de una gama de comidas bastante amplia, (Gaulin 1979) El margen es precisamente el de la opción que, en su extensa gama, permite una capacidad de adaptación considerable a las fluctuaciones de los recursos alimentarios. Ligado a esta pareja limitación/margen encontramos la “paradoja del omnívoro” (ef. Rozin, 1976). El omnívoro se halla constantemente atraído por dos tendencias contradictorias: de un lado debe innovar, experimentar substancias alimentarias nuevas (neofilia), precisamente para satisfacer sus necesidades metabólicas variadas y ajustarse a los cambios ecológicos. Pero, por parte, esto mismo le expone a riesgos (la posible toxicidad de alimentos desconocidos): al mismo tiempo, tiene que ser capaz de sobreponerse o de evitar esos riesgos, desconfiar así de los alimentos desconocidos (neofobia), aprender a evitar o a rechazar los tóxicos. De esta tensión continua entre deseo de innovación y miedo a la novedad deriva una ansiedad sin duda consubstancial al estado omnívoro. Veremos más adelante que, paradójicamente esta ansiedad fundamental es paroxísticamente reactivada por la modernidad alimentaria. Como cazador-recolector, el hombre parece poder satisfacer generalmente básicamente bien la imposición de la variedad. De una parte, la recolección parece ofrecerle un abanico de alimentos probablemente más variado y abundante de lo que se ha creído durante mucho tiempo (Guulin, 1979; Lee y De Vore, 1968; Sahlins, 1972): frutos y bayas, pero también larvas y pequeños animales, además de legumbres, tubérculos, eventualmente grarníneas salvajes, etc. Por otro lado, la caza le aporta más o menos irregularmente fuentes suplementarias de proteínas. Pero el consumo de la gran pieza implica el vital problema de la corrupción de los alimentos: salvo que se disponga de técnicas de conservación perfeccionada (secado, ahumado, salazón, etc.), es necesario escoger entre comer lo máximo posible sobre el terreno o dejar pudrir los restos. De ahí, según Lorenz (1969), las "orgías" carnívoras en las que se almacena la mayor cantidad posible de proteínas: existiría en suma una ventaja selectiva en la glotonería. Sin poder establecer stocks, el comensal arcaico podría constituir reservas internas, al menos simbólicas. La revolución-regresión neolítica La aparición de la agricultura, hace diez mil años, aumenta sin duda la cantidad global de las reservas alimentarias: igualmente, incrementa las posibilidades de almacenamiento (grano y ganado). Pero tiende probablemente también, como nos lo recuerda Gaulin (1979), a restringir la gama cualitativa de los alimentos consumidos y a introducir en la alimentación humana una monotonía creciente. Por otra parte, el sistema alimentario que reposa sobre la producción agrícola presenta una acrecentada fragilidad, al menos en los territorios más pobres, debido al proceso de la creciente especialización. Esta "lenta marcha especializadora del progreso agrícola de la que (...) los inicios se sitúan en el Neolítico en el saltus del creciente fértil (Barrau, 1974) provoca, en efecto, que la alimentación descanse cada vez más en un producto base (staple), generalmente rico en hidratos de carbono: cereales en forma de gachas, de torta, de galleta, de pan; patata o tubérculos diversos; arvejas, etc. Este staple, que es además el cultivo de base, se enriquece más o menos frecuentemente, más o menos abundantemente, según las circunstancias, por una carne dominante proveída por las crías de ganado. La oposición entre staple y alimentos de complementos o de enriquecimiento (carne en particular) aparece en la distinción tradicional china entre fan (el grano, es decir el arroz, considerado como “lo que nutre” y el ts’ai (legumbres y carne acompañando el fan, en definitiva lo concerniente al placer) (Chang, 1977). Desde ese momento, toda crisis de producción concerniendo el staple comporta consecuencias catastróficas: la desnutrición pura y simple de poblaciones enteras, el hambre. Con mayor frecuencia son los complementos del staple, los que faltan: entonces es la mala nutrición cualitativa la que se expande, no siendo respetada la necesidad de variación (déficits vitamínicos, proteicos o de aminoácidos esenciales, con la corte de enfermedades, que ellos comportan). Así las sociedades agrícolas, reduciendo parcialmente la fluctuación de los recursos, o al menos, la irregularidad de los ciclos alimentarios, han introducido el riesgo de crisis de consecuencias catastróficas. En este sentido –el de una disminución en la variedad de la gama alimentaria de una relativa pérdida de complejidad debida a la progresiva especialización y por ende de una acrecentada fragilidad del sistema agro-alimentario– podemos tal vez decir que la revolución neolítica representa en algunas de sus características una regresión. En cualquier caso, como lo hemos visto, el proceso de especialización es lento. En las sociedades agrícolas que aún subsisten en Occidente, la alimentación se inscribe en el marco de los ecosistemas domésticos diversificados UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 4 de 11 (Barrau1974; Harris. 1969). Al menos en la mayoría de los casos: policultivo, parcelas de pequeña dimensión, diversidad de las especies y de las variedades cultivadas, producción de lo esencial o de gran parte de los víveres consumidos; excepción hecha, tal vez, de ciertos productos que tienen ya un valor de cambio cuyo sistema de producción y de distribución funciona a escala interregional o incluso internacional desde hace bastante tiempo: es el caso claramente de las especies, pero también del azúcar (cuyo estatuto, hasta la “revolución dulce” del siglo XIX, se distingue poco del de las especies), en cierta medida, de la sal. Son pues estos elementos procedentes del exterior lo que literalmente, vienen a especiar un poco la monotonía de la comida, a echarle un poco de sal. Como las prácticas alimentarias así ligadas a la producción local aparecen estrechamente restringidas, se caracterizan por una gran rigidez, una gran repetitividad, que son apenas atemperadas por otros dos elementos. En primer lugar, en el ecosistema doméstico diversificado, están disponibles múltiples subvariedades de las especies consumidas, lo que conlleva una variación bastante sutil de los sabores (Barrau, 1978 y com pers.). Pero sobre todo, lo que rompe la monotonía es el régimen de alternancia, el carácter cíclico muy marcado de la alimentación. Los ciclos responden a la vez a constreñimientos ecológicos y culturales: estaciones de producción, fases de penuria y de abundancia, períodos de trabajo intenso y de reposo relativo; celebración de los rituales ligados a las grandes tareas agrícolas, fiestas y ayunos religiosos, festividades diversas, etc. Lo cotidiano se halla pues jalonado de rupturas, restrictivas (ayunos, “abstinencia”) o festivas, en las que uno se emborracha literalmente de manjares ricos y raros, en particular, como entre los cazadores al retorno de una campaña fructuosa, de carne grasa, y también de alcohol. Las imposiciones socio-culturales son poderosas y complejas: las gramáticas culinarias, los principios de asociación y de exclusión entre tal y tal otro alimento, las prescripciones y las prohibiciones tradicionales y/o religiosas, los ritos que la mesa y de la cocina estructuran la alimentación cotidiana. El uso de los alimentos, el orden, la composición y la hora de las comidas son codificadas con precisión. Un cierto número de “marcadores” gustativos afirman la identidad alimentaria, serían muy vigorosamente la pertenencia culinaria al territorio local, particularmente el uso exclusivo de una grasa de cocción específica: los historiadores han mostrado una gran estabilidad y la rigidez de lo que han llamado los “fondos de cocina”: aceite de oliva en el sur mediterránea, manteca o mantequilla en el Oeste, etc. (Febvre, 1938). La imposición de la variedad y la libertad de opción, la ansiosa paradoja (pero protectora y sin duda creadora neofilia/neofobia, todo esto no se remite a una constante: la historia alimentaria de la filia humana está marcada, no por la penuria permanente, sino por la fluctuación cualitativa y cuantitativa de los recursos, por la alternancia de los períodos “grasos” y “magros” y también de las especies consumidas por el carácter cíclico, más o menos irregular, de la alimentación (estaciones y precipitaciones, cambios climáticos, azares e incertidumbres de la casa, irregularidades del agricultura, catástrofes naturales o bélicas, etcétera). Es esta periodicidad fluctuante, esta inseguridad radical lo que constituye environment of adaptedness de la alimentación humana. Pero, en algunos decenios, la revolución industrial, la especialización y los rendimientos crecientes de la producción agrícola, el desarrollo hipertrofiado de las ciudades, van a criar una modernidad alimentaria que iba alterado profundamente o incluso invertir la relación del hombre con su comida. Anteriormente reinaban la inseguridad del aprovisionamiento y la estabilidad de las costumbres. La modernidad alimentaria aporta la plétora, el aflujo continuo y casi inagotable de comida; pero también el cambio acelerado y la crisis de las costumbres culinarias y de mesa. Con la modernidad alimentaria surge la crisis moderna del régimen. La modernidad alimentada En la era industrial, la modernización de la agricultura (que pasa por una especialización creciente), y después la industrialización agro-alimentaria han eliminado, en los países ricos, el “espectro del hambre”. El hombre occidental ha podido cada vez más y cada vez más libremente satisfacer sus deseos alimentarios: en todas partes, en el mundo desarrollado, el consumo de los alimento de “excepción” ha aumentado considerablemente, mientras bajaba el de los “de necesidad” (Claudian y Serville): el consumo de carne, azúcar, cuerpos grasos, lácteos, frutos frescos ha estado en particular después de la Segunda Guerra Mundial, en alza en la mayoría de los países occidentales, contrariamente al que cereales (pan), legumbres secas, etc. Como menudo lo han señalado diversos autores, no es ya el pan el que se gana con el sudor de la frente, sino el bistec. El tiempo y el trabajo antes indispensables para la preparación de la comida se han reducido considerablemente: las UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 5 de 11 nuevas técnicas de conservación, la extensión y el perfeccionamiento de la industria agro-alimentaria han conseguido conjugar definitivamente el peligro inmemorial de la corrupción biológica de los alimentos (conservas, congelación, pasteurización, lipofilisación, nuevos condicionamientos de todo tipo) y tienden a desplazar hacia la fábrica las tareas que anteriormente se efectuaban en la cocina. La distribución moderna, utilizando plenamente los transportes más rápidos, de los alimentos más diversos sin ninguna restricción de origen, de estación, de clima: todo el año, o casi, se pueden comer fresas (que Israel o de California), judías verdes (de África del Sur o del Senegal) el aguacate o las frutas exóticas figuran cada vez más corrientemente en las mesas europeas. Si, en el espacio de algunos decenios, una parte de la humanidad se ha visto colmada de todas las delicias alimentarias que su ancestro paleolítico hubiera podido soñar: y de hecho, es un verdadero sueño de cazador- recolector el que realizamos cotidianamente sin tan siquiera darnos cuenta: carne en todas las comidas, frutas y legumbres sin restricción durante todo el año, gasas y dulces variados, etc. Hemos abolido la alternancia graso-magro: lo graso se ha convertido en nuestro pan cotidiano. En la sociedad urbana, hemos incluido abolido la alternancia misma: según una fórmula utilizada por Edgar Morin en otro contexto, hemos reemplazado la alternancia por la alternativa, y por primera vez hemos olvidado nuestro sentimiento de inseguridad alimentaria. Pero en esta libertad y en esta seguridad nueva, se dan también los gérmenes de una angustia de una inseguridad nueva. Los viejos ecosistemas domésticos diversificados han cedido su lugar a otros, hiperespecializados o “hiperhomogeneizados” (Barrau). Se podría incluso defender que los ecosistemas domésticos en tanto que tales han prácticamente desaparecido: los paisajes agrícolas modernos son vastos campos monovarietales que representan, de alguna manera, la última etapa del proceso de especialización iniciado en el neolítico. Los territorios agrícolas se inscriben así en el marco de los bastos sistemas de producción agro-alimentaria, de escala internacional y ya no en el de los subsistemas locales o regionales. Esto implica que la situación anterior, en el plano alimentario, se halla en suma invertida: lo esencial en la alimentación proviene ahora, como antes las especies, del exterior, en el marco de un sistema de producción y de distribución mucho más amplio. Esta situación tiene por efecto aumentar (al menos potencialmente) el repertorio alimentario, de disminuir considerablemente la repetitividad alimentaria. Pero ello provoca igualmente una homogeneización de los alimentos: los productos que encontramos en los supermercados son cada vez con mayor frecuencia, los mismos en las diversas regiones, incluso en distintos continentes. La variedad intraespecífica de los alimentos vegetales disminuye: el etnobotanista Jacques Barrau nos informa de que en Francia, donde en el siglo XIX estaban inventariadas 88 variedades de melón, no encontramos ahora más que cinco, de que en 1853, los hermanos Haudibert, silvicultores provenzales, ofrecían a la venta 28 variedades de higos, mientras que ahora apenas encontramos 2 ó 3 (Barrau, 1978 y com. Pers.). Con la evolución de la producción y de la distribución agro-alimentaria alimentarias, perdemos progresivamente todo contacto con el ciclo productivo de nuestros alimentos. Una parte cada vez mayor de la cadena de operaciones que conducen los productos de la tierra a nuestra mesa se nos escapa. Perdemos a menudo, en realidad, toda noción incluso de su origen real, que los procedimientos y de las técnicas utilizadas en su producción, su expedición, su tratamiento: la sociedad agro-industrial y la ciudad han hecho de nosotros consumidores puros. Empezamos entonces a entrever cómo y por qué, mientras en la situación tradicional el alimento venido de fuera era buscado y apreciado, hoy cada vez con mayor frecuencia es el que viene del campo local el alimento que es considerablemente valorizado. El festín envenenado Toma de conciencia, crisis de confianza: así, descubrimos cómo los progresos tecnológicos e industriales van acompañados, sea de una baja (real o imaginaria, de las cualidades gustativas de los alimentos, sea de una estandarización-homogeneización de los productos, sea aún de la desaparición, la rarificación, la substitución por productos industriales de los productos artesanales (quesos, charcuterías, pan etc.). La preocupación por la higiene y por la pureza ha tomado durante mucho tiempo formas obsesivas como nos lo muestra claramente el consumo masivo, en particular a partir de los años sesenta, de los signos de la pureza: el color blanco (pan blanco, azúcar blanca, ternera blanca, decoración blanca de los almacenes de alimentación modernos, de las cocinas-laboratorio, blusas blancas del personal de los supermercados. etc.): el uso extensivo del celofán, de UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 6 de 11 los acondicionamientos de plástico. La generalización de los procesos de conservación y de higiene, la obsesión bacteriológica, esterilizando el alimento han esterilizado sus sabores; los envases de plástico y el celofán lo han situado en un no man's hand aseptizado, que lo separe aún más a la va de sus orígenes y de su consumidor. Shock de vuelta: he aquí que a la obsesión de pureza biológica, la sucede otra por la pureza química. Descubrimos efectivamente con angustia que el progreso alimentario, al mismo tiempo que nos protegía de los peligros inmemoriales -la escasez y la corrupción de los alimentos- originaba obscuramente nuevos peligros. Los alimentos bajo celofán, encajonados en los frigoríficos de los supermercados o alineados en estanterías infinitas, son cada vez más para nosotros objetos desconocidos cargados con toda probabilidad de venenos misteriosos. Objetos reducidos a su apariencia, o incluso peor: anzuelos. Así, descubrimos como lo bonito y lo bueno no coinciden, ya no se confunden: la fruta suntuosa que mordemos está impregnada de pesticidas revestida de silicona, y además es insípida. Así los alimentos más familiares, los más cotidianos se presentan engañosos: descubrimos que la carne picada no contiene carne o apenas; que los vinos están "cortados", azucarados, azufrados: por la fruta está "tratada". Descubrimos la existencia de "aditivos" misteriosos: conservantes, colorantes, "agentes de textura", de "sapidez". etc. De hecho, la tecnología alimentaria llega hoya manipular y a controlar a su antojo las características sobre las que se fundaba nuestro reconocimiento de los alimentos: forma y apariencia, textura, color, olor, gusto. Apoyándose en este poder, ella lo usa y abusa para estimular el consumo. El uso hecho del azúcar en la industria alimentaria moderna es especialmente clarificador a este respecto. Los trabajos de los psicofisiólogos han demostrado, lo hemos visto que la atracción del sabor dulce es innata en gran parte: si se le presentan a un recién nacido dos soluciones, una dulce y la otra no, tomará de más buena gana de la primera, consumiendo mayores cantidades en función de su concentración. Es más: aceptará soluciones amargas o ácidas (con concentraciones incluso muy fuertes, inaceptables para un adulto) si se les añade azúcar. Así, el sabor dulce aparece como una especie de señal de aceptabilidad, y una señal que tiende a acrecentar la cantidad ingerida (Desor, Maller y Andrews, 1975; Maller y Desor, 1974; Desor, Maller y Turner. 1973). El incremento masivo del consumo de azúcar en los países occidentales en los tiempos recientes se ha llevado a cabo, casi exclusivamente, sobre el azúcar llamada "invisible", es decir aquel que se introduce en los alimentos preparados por la industria. Así ciertos productos que, según nuestras categorías culturales, serían salados y no dulces, contienen sin embargo cantidades importantes de azúcar. En la composición del ketchup de la marca Heinz, representa el 27% (Quoi choisir? diciembre de 1978). También se encuentra en las mayonesas o en los salchichones industriales. Claramente, este azúcar está destinado a hacer comer más: introducida en alimentos clasificados como "salados", la señal dulce no es percibida más que subliminalmente, de manera que el mecanismo biológico se dispara sin que las censuras sociales sean alertadas, sin que los códigos y las normas culturales sean aparentemente afectados, mientras son transgredidos profundamente, a través de, en este caso, la oposición-incompatibilidad radical entre lo dulce y lo salado. El comensal moderno, literalmente, no sabe lo que come. Sus puntos de referencia y sus criterios más fundamentales se hallan confundidos, engañados, deformados. Su creciente consciencia sobre las manipulaciones que sufren los alimentos ha demolido su confianza: así, degusta los alimentos más usuales con la ansiedad; la reticencia que manifestaría frente a una cocina desconocida. Es como si fuera víctima del viejo fantasma de "la incorporación del objeto peligroso", se halla como atrapado por una "neofobia que se ejerciera incluso hacia la comida más familiar. Entre el comensal-consumidor y sus alimentos, no existe ningún vínculo de pertenencia común, ni tan sólo el que liga comedor y comido a un mismo nicho ecológico o a un mismo territorio. El alimento se ha convertido en un objeto sin historia conocida, en un artefacto flotante en un vacío casi sideral, entre pasado y futuro, a la vez amenazante y fascinante. Así, la tecnología alimentaria, apoyada por las fuerzas conjugadas del marketing y de la publicidad, llega a cortocircuitar los marcos culturales de la comida, las gramáticas culinarias, royendo aquello que hay de más fundamental en el comensal, en la biología de la opción alimentaria. Pero si los códigos, las reglas, las normas que encuadran culturalmente el comer son tan fácilmente subvertidas o engañadas, es sin duda porque se hallan ya fragilizadas, con fisuras, confundidas. Tradicionalmente, a las distancias sociales correspondían distancias alimentarias, claves simbólicas de las comidas. Por ejemplo, al niño (y a la mujer, ese "eterno niño"): leche, miel, dulces; al hombre: carnes rojas viriles, alcoholes fuertes. Así, entre otros ritos de pasaje sancionando el acceso al mundo adulto, figuraba particularmente la renuncia UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 7 de 11 a las golosinas, es decir a lo dulce de la infancia y del cuidado maternal. Era necesario pasar de la dependencia a la independencia, pasar un segundo destete. Pero he ahí que todas las diferencias son fuertemente sacudidas. Los roles sociales son puestos en tela de juicio; las imágenes tradicionales de la virilidad, de la feminidad, y también de la infancia y de la adolescencia se confunden. Desde ese momento, en la lograda articulación entre "claves sociales" y categorías alimentarias, algunos chasquidos se hacen audibles: todo el código de los alimentos se halla sometido a desgastes. Así, tomando como buenas las referencias tradicionales, tendríamos que decir que la alimentación masculina se "desviriliza", que la alimentación adulta se "infantiliza" y/o se "feminiza". Existe una fluctuación general, una crisis de los códigos y de las representaciones alimentarias, que traduce una crisis más general de la cultura y de la civilización, y que abre el espacio para una crisis biocultural de la alimentación. La crisis de los ritmos alimentarios: el imperio del snack El otro tiempo, la jornada laboral estaba ritmado por los ritos alimentarios colectivos; tentempiés, comida, cena familiar, etc. Hoy, cada vez es más la alimentación la que se somete a los ritmos del trabajo: con la jornada continua, las pautas cronometradas, una especie de taylorismo alimentario se generaliza, de la fábrica a la oficina. La alimentación familiar sufre directamente las consecuencias de este dominio creciente del universo laboral. Los rituales de comensalidad se desmoronan, la alimentación se individualiza. El comensal moderno es un comedor solitario. Tendencia esta agudizada por la doble componente de las imposiciones de la modernidad alimentaria: éstas autorizan al mismo tiempo una libertad nueva, individualista, transgresiva, en un sentido regresiva, una libertad de la que ellas aparecen a la vez como causa real y coartada principal. Los contenidos colectivos y de comensalidad de la alimentación se empobrecen y se desagregan efectivamente en la restauración y el consumo funcionales, industrializados, masificados: cantinas fast-food, self-service, etc. Pero, al mismo tiempo, este universo de la comida moderna encarna la libertad de comer al margen de los constreñimientos y las reglas de la sociabilidad alimentaria, fuera de las imposiciones temporales, de los horarios familiares, fuera de las reglamentaciones rituales. Encarna la satisfacción de una glotonería 'de la infancia (si no infantil) en la que la golosina triunfa sobre la comida en la mesa (hamburguesas, bocadillos de pisos, helados monumentales), en la que el elemento fetichista domina sobre el todo organizado. Fenómeno capital: la comida en la mesa (le repas), es decir la forma altamente socializada del acto alimentario, tiende cada vez a la regresión o a entrar en competencia en los modelos alimentarios con un tipo de alimentación fundada sobre lo que en inglés se llama snack (el francés, quizás por repugnancia no tiene, según mis conocimientos, equivalente), es decir, un modo de alimentación fraccionado, fundado sobre tomas múltiples, un picoteo constante, que escapa, por consecuente de las imposiciones y los controles socioculturales tradicionales. De este modo, trabajos americanos nos muestran que la comida compuesta y comensal está prácticamente en vías de desaparición en los Estados Unidos. En las familias de la clase media urbana, las reuniones en torno a la mesa de la cena familiar pueden no darse más que dos o tres veces por semana, y la comida no dura entonces más de veinte minutos. Los mismos trabajos nos dicen que la media diaria de tomas alimentarias (food contacts) es de una veintena, y que el supuesto ritmo de tres comidas cotidianas no es más que una pervivencia (Fine, citado por Hess, 1977).Fenómenos del mismo orden, aunque a menor escala, son ya observables en Europa: investigaciones en curso en los Países Bajos mostrarían una media cotidiana de food contacts inferiores en la mitad a la de los Estados Unidos (Jorritsma, com, pers). A nivel más general, no hay más que observar la expansión del mercado de las golosinas (dulces y saladas), es decir de los alimentos destinados al "picoteo" (chips, crackers, golosinas, bombones, "candy- bars", chicles, bizcochos y pastelerías industriales, etc.) para constatar las dimensiones del fenómeno: la comida comensal retrocede delante de una alimentación del de aquí y de allí, un picar más o menos compulsivo, los platos únicos que constituyen por sí mismo un digest de la comida (sandwich, bocadillos, pizza, crep. ensaladas variadas, hamburguesas y hot-dogs)3. Así, la comida moderna se sitúa por sí misma fuera de un marco de referencia. Se evade de los condicionantes sintácticos de la comida compuesta, escapa a los controles sociales evolucionando (o involucionando) de lo sitagmático a lo paradigmático. A lo largo de este proceso, simultáneamente, recae en la esfera casi exclusiva del 3 Este batiburrilo alimenticio lleva, en Estados Unidos, el nombre de junk food. UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 8 de 11 individuo y se masifica: la comunicación y la comunión alimentarias dejan lugar al placer solitario de masas. Comensalidad y alimentación vagabunda La oposición entre comida estructurada y snack corresponde a categorías del comportamiento alimentario conocidas en etología. Bilz (1971) y distingue dos grandes tipos de comportamiento, respectivamente llamado commensalism y vagabond feeding. Entre los primates, los predadores sociales comen en grupo. Siguiendo un orden bien establecido, obedeciendo a una jerarquía (los individuos dominantes cogen los mejores trozos o se sirven primero); las cantidades ingeridas son importantes, y un largo intervalo separa estas verdaderas comidas (repas): es el comensalismo. Los babuinos, cuando se hallan en cautividad en un lugar cerrado, adoptan este tipo de comportamiento. En libertad, por contra, se inclinan más bien hacia la alimentación vagabunda: se nutren entonces de manera solitaria, a intervalos irregulares, menos espaciados, con cantidades pequeñas, según el caso de su errar. Especies filogenéticamente más viejas (tupaia), que son hoy los ancestros sobrevivientes comunes al conjunto de los primates superiores comprendido el hombre, no manifiestan más que el comportamiento vagabundo, incluso en cautividad. Según Bilz, ambos tipos de comportamiento son reconocibles en el hombre. Podemos pues dar ahora un nombre al fenómeno que hemos intentado caracterizar en las sociedades humanas más desarrolladas: en éstas, existe una tendencia preponderante al vagabond feeding es decir un tipo de comportamiento alimentario filogenéticamente más arcaico que el comensalismo, un comportamiento de recolector vegetariano más que de cazador. Si esto es cierto, es necesario constatar que el desarrollo de la civilización moderna urbano-industrial suscita un retorno a lo arcaico, una especie de "regresión filogenética". Y de hecho, como hemos visto, una tendencia dominante de la modernidad alimentaria tiende a despertar el comportamiento del errar vagabundo: de este modo, el supermercado es sin duda un lugar destinado a un recolector vagabundo que, a medida que pasa, "recolecta" mil hallazgos sobre las estanterías. Así la estrategia comercial moderna no descansa únicamente en la seducción o la intimidación operadas por el vendedor, ni solamente en el “martilleo publicitario”, sino sobre un silencio cuidadosamente orquestado, sobre la discreción enguantada de la que se rodea la relación directa entre el consumidor con los objetos, es decir consigo mismo. Pero hay más Bilz estima además que el comportamiento vagabundo "individualista", tiene un “valor de supervivencia” en condiciones de penuria alimentaría. Asocia este comportamiento con el de los enfermos de anorexia mental (son casi exclusivamente las chicas jóvenes las que sufren anorexia nervosa): el anoréxico evita siempre las comidas de comensalidad, sobre todo en presencia de los padres, come a escondidas, pica al mismo tiempo que se libra a otras actividades. Bilz ve pues ahí una regresión al comportamiento vagabundo de adaptación a la hambruna. Si le seguimos, corno Demaret 1977) quien, prolongando las hipótesis de Bilz intenta plicar bajo una misma óptica la predominante femenina de la anorexia mental, quizás sea necesario admitir que la civilización de la plétora es también, en este sentido, una civilización anoréxica. Si los efectos del desarrollo y de la crisis de la civilización moderna sobre la alimentación comportan una desagregación de la comensalidad, favorecen una subida o una recuperación paradójica del vagabond feeding; si este modo de alimentación corresponde a un pattern (patrón) etológico "eficaz" en condiciones de hambre (lo que, claro está, se debe demostrar), es decir tendente a maximizar el rendimiento calórico; entonces podemos imaginar que este tipo de comportamiento, traspasado de una situación de penuria o de inseguridad a una situación de abundancia uniforme, conlleva perturbaciones nutricionales profundas. En cualquier caso, sea el que sea el fundamento de tales especulaciones, está claro que la crisis de la comensalidad en la situación moderna, tanto si lo analizamos en términos etológicos (patterns de comportamiento inscritos en el filuum (línea) evolutivo, en términos socio-antropológicos (crisis de los controles socio-culturales), o en términos de interacción entre estas dimensiones, juega un rol en la perturbación de la alimentación y en la etiología de cierto número de "enfermedades de civilización" ligadas a la nutrición. Así, por ejemplo, los efectos cariógenos del azúcar se ven seriamente agravados, según los dentistas, cuando los dulces se consumen en forma de snack, fuera de las comidas (FTC, 1978). La crisis de la comensalidad tiene pues al menos un efecto probado: bajo ciertas circunstancias, agrava las patologías que (probablemente) ha contribuido a determinar. Gastro-nomía y gastro-anomia Así, como hemos dicho, la abundancia moderna implica a la vez una libertad y una inseguridad nuevas: he aquí efectivamente que el régimen alimentario se convierte en objeto de una decisión individual. Hasta este momento, la opción se imponía como por sí misma, dictada por los recursos, por el grupo, la tradición, los rituales y las UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 9 de 11 representaciones; he aquí que vuelve como un boomerang para pesar como una carga sobre el individuo que, literalmente, siente ahora el embarazo de la opción. Pero, este individuo, atomizado por la civilización moderna, reducido al estado de una partícula de la sociedad de masa, cortado cada vez más de los vínculos familiares, sociales, culturales tradicionales, ya apenas dispone de puntos de referencia para tomar su decisión. El nuevo comedor-consumidor, como hemos visto, no sabe ya cómo distinguir lo comestible de lo no comestible, de manera que termina por apenas reconocerse él mismo. Los alimentos que incorporamos nos incorporan a su vez al mundo, nos sitúan en el universo: identificando mal los alimentos que absorbe, el comensal tiene cada vez más dudas sobre su propia identidad. La crisis4 de los criterios de opción, de los códigos y de los valores, de la simbología alimentarios, la desagregación de la comensalidad, todo esto nos lleva a esa noción cardinal de la sociología durkheiminiana: la anomia. Con el sistema nomológico y las "taxonomías" alimentarías que gobernaban la elección así desmigajados y relajados, el individuo-comedor se encuentra abandonado a sí mismo. En este sentido es en el que podemos decir que, en el centro de la crisis del régimen, pasamos de la gastro-nomía a la gastro-anomia. Es en la brecha de la anomia donde proliferan las presiones múltiples y contradictorias que se ejercen sobre el comedor moderno: publicidad, mass media, sugestiones y prescripciones diversas, y sobre todo, cada vez más, advertencias médicas. La “libertad" anémica es también un retortijón ansioso, y esta ansiedad viene a determinar, a su vez, conductas alimentarías aberrantes. ¿Hacia nuevas gastro-nomías? Estando en crisis las gastro-nomías tradicionales, se hace necesario inventar otras nuevas. En la brecha abierta por la crisis del régimen alimentario, empiezan a bullir en un verdadero movimiento browniano contra-corrientes dietéticas y estético-culinarias, capillas y sectarismos alimentarios, creencias o vagabundeos individuales o colectivos, escapadas contradictorias hacia el porvenir y el pasado, prescripciones y advertencias médicas, etc. Lo más chocante es sin duda que, en los mass media y en la edición, florecen simultáneamente las recetas de cocina y los regímenes adelgazantes. Sectores enteros de la sociedad siguen un régimen, o se vuelven a los hornos, o las dos cosas a la vez: arte culinario y dietética buscan una conciliación. En los estratos "piloto" de la sociedad urbana, frente a la huella desecan te de la modernidad alimentaria dominante, asistimos al retorno de la cocina como elemento central, a la vez del arte de vivir y del saber vivir. La gran cocina, la de los chefs, se eleva de nuevo al nivel de las bellas artes. Los cocineros son estrellas sagradas y sus creaciones, como las de los grandes modistos, se estampan en papel glaseado, se exportan de uno a otro extremo del planeta, se copian, imitan o caricaturizan por las industrias o los artesanos del nuevo prét-á-porter culinario, vulgarizadas en forma de recetas-patrón por los almacenes y los libros de cocina. Una nueva estética culinaria se expande. Su credo; restablecer la "verdad de los productos": el cocinero, desde ahora, será un mayéutico de la comida que, socráticamente, alumbrará la verdad natural de los manjares; romperá así con el “chef” a la antigua usanza, gran sacerdote del acomodamiento, brujo del artefacto, que aseguraba el triunfo de la Cultura sobre la Naturaleza (Fischler, 1979). La misma contra-cultura (o su posterioridad), los envejecientes herederos del Mayo del 68, los pioneros y las pioneras del neo-regionalismo, del ecologismo y del neofeminismo, mucho tiempo anoréxicos o indiferentes, redescubren la comida ("la bouffe") como fundamento de la identidad corporal, cultural, corno refugio de "la fiesta", de la comunión comensal. Los sectarismos alimentarios se desarrollan o se despiertan, sincretizándose a veces: vegetarianismo, vegetalismo, macrobiótica, ayuno, etc. Pero la sociedad moderna ha laicizado la dieta ascética y he aquí que, en la era de la crisis del régimen proliferan los regímenes. Las dietas múltiples propuestas por los mass media y la edición tienen sin duda, en gran medida, vocación encantadora y fantasmática, como, por otra parte, las sutiles recetas de cocina que 4Puede consultarse provechosamente el número de Communications sobre La Crise, (nº 25, 1976), en particular el artículo de André Béjin: "Crise des valeurs, crise des mesures". pp. 39-72. UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 10 de 11 coleccionamos sin jamás utilizar. Pero también se pasa a la acción: la alternancia graso/magro se restablece entonces por ella misma, pues lo característico dé los regímenes mudemos es la previsión. El régimen constituye sin duda el intento más claro para restablecer un orden y una gramática en la alimentación imponiendo una norma consentida dando un sentido transgresor a la desviación. Pero sobre todo, la proliferación contemporánea de las dietas adelgazantes, lo mismo que, de otra parte, el cambio de signo de los valores de la estética culinaria (ligereza, renuncia natural, etc.) nos remiten a la cuestión de los reequilibrios de las regulaciones, de los ajustes culturales. En primer lugar, vemos actuando estrategias deliberadas, voluntaristas como en otros campos, el Estado y la Ciencia, encarnados aquí como casi siempre por la medicina, tienden cada vez más a reafirmar su competencia y su influencia sobre las conductas alimentarias. No es que para los médicos sea una novedad el indicar cuáles son las necesidades y los peligros, el promulgar prohibiciones y prescripciones: el régimen, precisamente, es una terapéutica fundamental y desde antiguo, estrechas relaciones se han establecido entre estética culinaria y dietética, entre alimento y medicamento. Pero las prescripciones alimentarias de la medicina moderna son de tipo profiláctico y no ya sólo terapéutico; son de uso colectivo y no ya únicamente individual; se transmiten por los medios y no ya sólo en la consulta privada, por las políticas estatales de prevención y no ya solamente por la clínica. Es cada vez más el Estado, efectivamente, quien tiende a imponer la aplicación de las reglas alimentarias ordenadas por los médicos, inaugurando de este modo la era de la prescripción alimentaria de masas, dictando en suma nuestros menús por recetas y bajo disposición ministerial. Una vulgata médica alimentaria se forma y se expande, formada por el producto difuso de la medicina nutricionista especializada y filtrada por la medicina de cabecera, la consciencia dietética común y los mass media. Pero no se puede sostener que este fenómeno sea lo suficientemente fuerte como para inducir por si solo los cambios que se constatan en la sensibilidad alimentaria contemporánea, con todos sus aspectos imaginarios, mitológicos y fantasmáticos. ¿No es curioso constatar el hecho de que el efecto neto de lo que podríamos llamar la contra-corriente estética y dietética es más bien reequilibrador? Este es el caso, por ejemplo, de ese misterioso fenómeno que constituye, en la época contemporánea, la prevalecencia creciente, entre las imágenes corporales ideales, de la delgadez, prevalecencia tanto más acentuada cuanto más ascendemos en la jerarquía social (cf. Apfelbaum y Lepoutre. 1978). Está claro que, objetivamente, el dominio del modelo de delgadez en una sociedad de plétora es más favorable de lo que lo sería el modelo inverso - sin embargo común en otras culturas. ¿Podemos hablar por lo tanto de procesos de ajuste? Un análisis antropo-socio-histórico de los modelos corporales mostraría sin duda que siempre ha existido una profunda ambivalencia en las representaciones del cuerpo grueso y que, en este sentido, la reprobación de la obesidad no es tan reciente como a primera vista pudiera parecer (cf. Nahourn, 1979). Ciertamente, en una época tan cercana como el siglo XIX, las referencias a la corpulencia son positivas: significa salud, prosperidad, honorabilidad. Pero también existe, incluso en las sociedades arcaicas, una imagen maligna del grueso: el obeso, es también el que come más de lo que equitativamente le corresponde. Existe un obeso caníbal, comedor de carne fresca, señor (¿sangrador?) carnívoro, que encarna completamente el mito del ogro a la Gilles de Rais y que reencarna en parte, en las mitologías modernas, la caricatura del patrón capitalista, este obeso en buena forma, engordado con la sangre y el sudor de las cla.ses trabajadoras. El obeso, probablemente en todas las sociedades, se halla condenado a redistribuir el exceso acumulado, a restituir la grasa capitalizada, en forma de fuerza física puesta al servicio de la comunidad, de alegre actividad, o en cualquier otro modo (Paillard, como pers.). Simétricamente, la delgadez, o la flaqueza, fue en otros tiempos signo de miseria o de debilitamiento, pero también de pureza ascética, e incluso de santidad. Si, antropológicamente, existe una ambivalencia fundamental y siempre latente de las imágenes corporales, podemos imaginar que, bajo el efecto de tal o tal otra presión o condicionante eco-cultural, una u otra cara de la representación se encontrará más o menos acentuada, moldeada, remodelada. Pero tal tipo de proposición, una vez más, abre más preguntas de las que resuelve. Lo propio de una situación de crisis, es que los procesos de desestructuración puedan ir acompañados de, y determinar a su vez reestructuraciones, contracorrientes, emergencias. La crisis del régimen alimentario dará tal vez lugar a emergencias que condicionarán de manera duradera las representaciones y las prácticas, que permitirán UNaF – Facultad de Ciencias de la Salud – Lic. en Nutrición – Antropología – FISCHLER, C. – Página 11 de 11 rehabilitar, definir o redefinir marcos y normas gastro-nómicas. Quizás estas dinámicas se hallen ya en acción. Pero, ¿cómo saber si la nueva tendencia que entonces se derivará podrá llegar a reconciliar lo "bueno" y lo "sano", el arte culinario y la nutrición, el placer y la necesidad? Fin del documento