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El Libro Negro de la Nueva Izquierda Ideología de género o subversión cultural Nicolás Márquez | Agustín Laje Unión Editorial | Centro de Estudios LIBRE http://www.prensarepublicana.com Índice - Introducción PARTE I: Postmarxis...
El Libro Negro de la Nueva Izquierda Ideología de género o subversión cultural Nicolás Márquez | Agustín Laje Unión Editorial | Centro de Estudios LIBRE http://www.prensarepublicana.com Índice - Introducción PARTE I: Postmarxismo y feminismo radical – Por Agustín Laje - Capítulo 1: Del marxismo al postmarxismo I- Marx y Engels II- La excepción rusa y la hegemonía III- La revolución teórica de Antonio Gramsci IV- El post-marxismo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe V- Los pensadores del “socialismo del Siglo XXI” - Capítulo 2: Feminismo e ideología de género I- La primera ola del feminismo II- La segunda ola del feminismo III- El feminismo del socialismo real IV- La tercera ola del feminismo V- La ideología “queer” VI- El Dr. Money, el niño sin pene y algunas consideraciones científicas VII- La mujer y el capitalismo VIII- De la teoría a la praxis XIX- Breve comentario final PARTE II: Homosexualismo cultural – Por Nicolás Márquez - Capítulo 1: Comunismo y sodomía La “homofobia” marxista Del exterminio a la utilización proselitista ¿Alianza nueva y eterna? - Capítulo 2: Los pensadores de la perversión La primera generación El patriarca La herencia envenenada - Capítulo 3: La batalla psico-política El diálogo como trampa de persuasión Por la razón o por la fuerza El “matrimonio” homosexual La adopción homosexual - Capítulo 4: La confederación filicida Advertencia preliminar La pregunta de cabecera La ciencia por encima de las paparruchadas ideológicas El almanaque progresista Los métodos de “salud reproductiva” favoritos del derecho-humanismo El sentimentalismo abortista - Capítulo 5: ¿Y en la Argentina cómo andamos? Un amor no correspondido Democracia y Peste Rosa El homosexualismo noventista Las causas del internismo El kirchnerismo y la estatización de la homosexualidad Los sindicalistas más presentables - Capítulo 6: La autodestrucción homosexual Naturaleza de la relación sexual SIDA y autodestrucción La autodestrucción más allá del SIDA La homosexualidad como banderín comunizante - Capítulo 7: Comentario final - Bibliografía Agradecimientos Cuando uno escribe un libro, agradecer inevitablemente se convierte en un acto de injusticia por cuanto es imposible abarcar a todas las personas que, de una u otra forma, ayudan en cualquiera de los procesos involucrados en el trabajo: investigación, redacción y/o publicación. No obstante, y asumiendo el riesgo de caer en esa injusticia, no queremos dejar de utilizar este breve espacio para agradecer especialmente a: Dr. Gerardo Palacio Hardy, Dr. Bernardino Montejano, Dr. Roberto Castellano (Presidente PRO-VIDA Argentina), Profesor Cristián Rodrigo Iturralde, Lic. en Psicología Andrés Irasuste, Lic. en Economía Iván Carrino y a Fernando Romero (Área de Filosofía del Centro de Estudios LIBE). Finalmente, gracias a los aportes en la corrección brindados por María José Montenegro en la Parte II del libro. Introducción Terminaban los años ´80, el imperio soviético tambaleaba y no sin sentida preocupación, el tirano y propietario de la Cuba comunista Fidel Castro, anticipándose a la muy posible implosión de su sponsor moscovita, el 26 de julio de 1989 en discurso público espetó lo siguiente: “Porque si mañana o cualquier día, nos despertáramos con la noticia de que se ha creado una gran contienda civil de la URSS o incluso nos despertáramos con la noticia de que la URSS se desintegró, cosa que esperamos que no ocurra jamás, aún en esas circunstancias Cuba y la revolución cubana seguirían luchando y seguirían resistiendo”. Mal olfato no tenía el locuaz tirano, pues cuatro meses después caía el Muro de Berlín y esta histórica proclama suya no fue más que una suerte de alocución pre-inaugural de lo que al año siguiente, él mismo junto con el entonces joven trotskista Ignacio Lula Da Silva (líder del Partido de los Trabajadores que se consagrara Presidente de Brasil en el 2002) fabricara como estructura paralela o supletoria ante la evidente agonía del imperialismo ruso: nos referimos al cónclave marxista conocido como Foro de Sao Paulo, creado en 1990 justamente en la ciudad de Sao Paulo. A la convocatoria del mentado Foro acudieron originalmente 68 fuerzas políticas pertenecientes a 22 países latinoamericanos. Desde entonces dicha cofradía se reuniría regularmente y apenas 6 años después de su fundación (en 1996 en la ciudad de San Salvador), esta asamblea revolucionaria ya era integrada por 52 organizaciones miembros, entre las que se encontraban estructuras criminales como el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), siendo ésta última banda el principal productor mundial de cocaína: 600 toneladas métricas anuales, motivo por el cual con tan extraordinaria recaudación la citada organización supo aportar ingentes recursos para impulsar el naciente contubernio trasnacional. Desde entonces, dicho Foro y organizaciones afines vienen reclutando, aggiornando y reciclando a toda la izquierda regional por medio de calculadas sesiones políticas e ideológicas que buscaron y buscan afanosamente darle nuevos impulsos a viejas ideas. En efecto, el comienzo de los años ´90 fue clave para la reconversión y reinvención de una ideología que ya no podía exhibir la “Hoz y el Martillo”, ni ofrecer expropiación de latifundios, ni reformas agrarias, ni divagar con la plusvalía, ni tampoco seducir a potenciales clientes con la trillada luchas de clases. Ya nada de todo este discurso resultaba atractivo a la opinión pública occidental y además, sabía a naftalina. Pero hay un año en los comienzos de esta convulsionada y enrarecida década que pareciera marcar un vertiginoso punto de inflexión: 1992. Fue entonces cuando una serie de movimientos extraños, novedosos y aparentemente inconexos empezaron a brotar en distintos lugares del mundo en general y de América Latina en particular. Al amparo de 458 Ongs creadas repentinamente para publicitar un ficcionario relato precolombino, el 12 de octubre se llevó a cabo en Bolivia la primera gran marcha “indigenista”, aprovechando la redonda fecha de los “500 años de sometimiento” (en referencia a la llegada de Cristóbal Colón a las Américas en 1492) en la cual, ya destacaba la acción dirigente del joven Evo Morales (que se consagraría Presidente de Bolivia en el 2005). Un poco más al sur, en la Argentina democrática de 1992, apareció en escena la “Primera marcha del orgullo Gay”, alentada en parte por el creciente feminismo radical de inspiración lesbo-marxista, el cual desde hacía meses venía influyendo mundialmente tras la publicación del libro El género en disputa: Feminismo y la subversión de la identidad de Judith Butler, texto abrazado desde entonces como “biblia” por todos los movimientos promotores de la “ideología de género”. Mientras tanto, también en 1992 pero en la colorida ciudad de Río de Janeiro, se llevaron adelante las sesiones del “ecologismo popular”, el cual emergió con 1.500 organizaciones de todo el mundo que se reunieron para debatir y redefinir la estrategia, incluyendo el reclamo de la llamada “deuda ecológica”. Y fue en ese mismísimo año cuando en Venezuela, un coronel hablantín de ideología desconocida llamado Hugo Chávez Frías, encabezó dos intentos de golpe de Estado, en los cuales no sólo se pretendió matar al Presidente Carlos Andrés Pérez sino que los insurgentes mataron a 20 compatriotas. La intentona golpista no fructificó, Chávez terminó preso por dos años pero ganó fama y celebridad: siete años después asumiría como Presidente/dictador en su país y el Foro se anotaría otro logro de proporciones. ¿Pero qué ocurrió en 1992 en el mundo que forjó tamaña promoción de movimientos tan novedosos como heterogéneos? Si bien popularmente se reconoce a la caída del Muro de Berlín (9 noviembre de 1989) como el hito histórico del derrumbe de un sistema y una amenaza (el socialismo), la realidad es que aquello fue antesala de lo que política y formalmente se materializaría tres años después, o sea en 1992, cuando la Unión de Repúblicas Socialistas Soviética bajo el mando del entonces Premier Borís Yeltsin dejó de existir formal y oficialmente como tal , y fue por ello que todo el imperio comunista de Europa del Este quedó descuartizado y separado en pequeños países o territorios tras una suerte de implosión geopolítica. Luego, ante la ausencia de la contención soviética y la consiguiente necesidad de solucionar ese vacío, todas las estructuras de izquierda tuvieron que fabricar Ongs y armazones de variada índole acomodando no sólo su libreto sino su militancia, sus estandartes, sus clientes y sus fuentes de financiación. Por lo tanto, al comenzar la última década del Siglo XX, un sinfín de dirigentes, escritores, pandillas juveniles y organizaciones varias quedaron desparramadas, sin soporte discursivo y sin revolución que defender o enaltecer, en torno a lo cual estas corrientes advirtieron la necesidad de maquillarse y encolumnarse detrás de nuevos argumentos y banderines que oxigenaran sus envilecidas y desacreditadas consignas. Silenciosamente, la izquierda reemplazó así las balas guerrilleras por papeletas electorales, suplantó su discurso clasista por aforismos igualitarios que coparon el extenso territorio cultural, dejó de reclutar “obreros explotados” y comenzó a capturar almas atormentadas o marginales a fin de programarlas y lanzarlas a la provocación de conflictos bajo excusas de apariencia noble, las cuales prima facie poco o nada tendrían que ver con el stalinismo ni mucho menos con el terrorismo subversivo, sino con la “inclusión” y la “igualdad” entre los hombres: indigenismo, ambientalismo, derecho-humanismo, garanto-abolicionismo e ideología de género (esta última a su vez subdividida por el feminismo, el abortismo y el homosexualismo cultural) comenzaron a ser sus modernizados cartelones de protesta y vanguardia. ¿Y mientras tanto qué hacían los sectores del anticomunismo capitalista ante la creciente fabricación y proliferación de renovadas conflagraciones que pululaban? Lejos de tomar nota de estas súbitas rebeliones, se encontraban despreocupados y festivos no sólo celebrando la caída “definitiva” del comunismo, sino leyendo con distendido triunfalismo el publicitado best seller de notable fama mundial El fin de la historia y el último hombre, de Francis Fukuyama (publicado en el insistente año 1992), el cual sentenciaba el triunfo irreversible de la democracia capitalista como hecho lineal e inalterable, suerte de agradable determinismo histórico pero ahora vaticinado por la derecha liberal, lo cual constituyó un gravísimo error de subestimación del enemigo. El comunismo no murió con la caída formal de sus Estados porque justamente lo más importantes son las organizaciones colaterales, y éstas ya existían desde mucho antes de la creación de la URSS: y siguieron existiendo después de la extinción de la misma. Lo cierto es que fuimos muy pocos los que le prestamos atención a esta metamorfosis y, 25 años después, la izquierda no sólo se apoderó políticamente de gran parte de Latinoamérica sino lo que es muchísimo más grave: hegemonizó las aulas, las cátedras, las letras, las artes, la comunicación, el periodismo y, en suma, secuestró la cultura y con ello modificó en mucho la mentalidad de la opinión pública: la revolución dejó de expropiar cuentas bancarias para expropiar la manera de pensar. Tras tomar nota de la inadvertencia social que hay en torno a este peligro y peor aún, de la vergonzosa concesión que el acobardado centrismo ideológico y el correctivismo político le viene haciendo a esta disolvente embestida del progresismo cultural, es que quienes esto escribimos, hemos decidido desarrollar y publicar este trabajo. En primera instancia, nuestra ambición pretendía elaborar un ensayo que desenmascarara todas y cada una de las caretas de esta izquierda engañosamente “amable y moderna”, pero advertimos que por la complejidad del asunto sería imposible abordarla en un solo tomo. Decidimos por lo tanto trabajar en esta primera instancia en la máscara que más influye en la Argentina y en Europa: nos referimos a la ideología de género, una de las principales pantallas del neo-marxismo hoy en boga. Es nuestra intención, no obstante, trabajar sobre las demás banderas de la nueva izquierda en próximas publicaciones. ¿Qué es?, ¿cuándo nace?, ¿en qué consiste?, ¿cómo nos afecta?, ¿quién la financia? ¿cuáles son sus vertientes y quiénes promueven la ideología de género? Son sólo algunos de los muchísimos interrogantes que intentaremos responder a lo largo de este trabajo, el cual se divide en dos partes bien diferenciadas aunque entrelazadas, que obran como ramas del mismo tronco del género: el feminismo radical y el homosexualismo ideológico. Respecto de lo primero (es decir del feminismo), este tema abarca la primera mitad del libro y decidimos que sea la pluma de Agustín Laje quien con su tono facultativo, pausado y pedagógico, explique y desarme de manera exhaustiva ésta deletérea corriente político/cultural. Luego, en cuanto a la segunda mitad del presente ensayo (referido al lobby homosexualista), es Nicolás Márquez el encargado de trazar una provocativa radiografía de todo el movimiento sodomítico con su característico modo polémico, enérgico y muchas veces sarcástico. Esta distribución de tareas a la hora de escribir el presente ensayo fue diseñado así para que cada uno de los autores exponga su trabajo con su impronta, su formación y su narrativa personal de la manera más auténtica y espontánea posible, a fin de darle al lector una obra frontal de características inéditas en Argentina y para la cual, ambos escritores no escatimaron en estudiar y consultar una apabullante diversidad de fuentes bibliográficas y así, suministrarle al lector el trabajo más serio e intelectualmente honesto que hayamos podido brindarle. En efecto, con no poco orgullo sabemos que quizás este sea el primer libro publicado en éstas playas que ataque de lleno a estas corrientes ideológicas. ¿Qué nosotros somos discriminadores?, ¿machistas?, ¿homofóbicos?, ¿pro- femicidas?, ¿macartistas? y ¿antediluvianos?. Probablemente esta sea la prejuiciosa e inexacta caracterización que tanto socialistas (con deliberada intención) como bienpensantes de centro (con funcional ignorancia) nos endilgarán de antemano y aun sin conocer todo lo mucho que tenemos para exponer a lo largo y ancho de este trabajo que, a pesar de ser mediano en su extensión, nos costó incontables horas de estudio, investigación, lectura, consultas, debates, reflexión y análisis. Finalmente, huelga decir que hemos decidido publicar este libro a sabiendas del amontonamiento de ataques que recibiremos puesto que, parafraseando a José Ingenieros, nunca pretendimos presentarnos como imparciales ante lectores que no lo son y por lo demás, “toda imparcialidad no deja de ser artificial” según sentenciaba Julius Menken, y no hemos puesto tamaña energía y esfuerzo para agradar a los usurpadores del monopolio de la corrección y la bondad sino precisamente para cuestionarlos. PARTE I: Postmarxismo y feminismo radical Por Agustín Laje Capítulo 1: Del marxismo al postmarxismo Por Agustín Laje Los cambios que la izquierda, en términos de su práctica política fue registrando a lo largo de la historia, fueron acompañados por transformaciones producidas al nivel de las teorías que ella misma barajaba para delinear sus estrategias revolucionarias. Es la eterna dialéctica entre teoría y praxis. De tal suerte que preguntarse qué fue primero, si la teoría o la praxis, es una pregunta incorrecta o, por lo menos, reduccionista, de encarar la cuestión. Lo cierto es que los hechos brindan al intelectual la materia prima para delinear sus teorías, del mismo modo que el intelectual a menudo –y con especial importancia en los grupos marxistas− le brinda al hombre de acción o al militante la base sobre la cual entender “mejor” el marco que lo rodea y, por consiguiente, conducir sus acciones de manera de lograr mejores resultados. En este capítulo es nuestra intención hacer un breve recorrido teórico que muestre el camino que tomó la teoría marxista hasta desembocar en lo que hoy se llama “post-marxismo”, y que es precisamente el marco teórico del cual se alimenta la nueva izquierda o “neomarxismo”. En dicho recorrido pondremos el acento en la cuestión de la llamada “hegemonía”, concepto que hace las veces de puente entre el marxismo y el post-marxismo, habiendo permitido el paso de una “lucha de clases” hacia una “batalla cultural”. I- Marx y Engels Hay que comenzar desde el origen de la teoría marxista. En Karl Marx y Friedrich Engels encontramos la génesis. Hombres alemanes del Siglo XIX, ambos tienen el mérito intelectual de haber sentado las bases de un pretendido “socialismo científico” frente a los diversos socialismos utópicos y anarquismos que en aquellos tiempos predominaban en la izquierda. Hasta Marx y Engels, todo lo que se había escrito para la causa socialista según la perspectiva de ellos mismos, había estado impregnado de una estrechez que terminaba siendo involuntariamente funcional a los sectores que deseaban frenar la revolución del proletariado. Todo el tercer capítulo nada menos que de El manifiesto comunista —obra clave en la divulgación marxista— está dedicado a refutar las teorías socialistas previas al marxismo: Saint-Simon, Fourier, Owen y otros escritores socialistas anteriores a los autores del Manifiesto, no habían logrado, según Marx y Engels, darle al socialismo una guía científica para la realización de su revolución. El proyecto marxista era —o pretendía ser— muy distinto que el de sus antecesores socialistas: Marx y Engels introducirían las bondades de la ciencia en el estudio de las sociedades frente a las “fantasías” utópicas de sus colegas que aquéllos pretendían dejar atrás. No haría falta mencionar que la historia, empero, terminó dando por tierra con semejantes pretensiones: las leyes de la historia marxistas —que decían poder predecir la evolución de la historia— jamás se comprobaron sino que todo lo contrario —la Revolución Rusa, como veremos, fue la gran y paradójica excepción— y la visión de un mundo comunista, sin clases y sin Estado, fue tan utópica como las mismísimas utopías de las que Marx y Engels renegaban: de forma tal que las disputas ideológicas entre los socialistas no dejaba de ser una delirante riña entre utopistas. La desmesurada pretensión “científica” del marxismo precisaba de un método no menos monumental para estudiar el “curso de la historia” e intentar, a la postre, predecir las transformaciones sociales y, más importante todavía, las condiciones de las transformaciones revolucionarias. Es en este sentido que Marx y Engels son “hegelianos”, esto es, que toman del filósofo alemán Georg Hegel su célebre método: la dialéctica. ¿Qué es la dialéctica? En términos lo más simples posible, se trata de un método que supone que en la historia surgen fuerzas opuestas que, en su contradicción, generan una nueva fase que a su vez genera otra instancia contradictoria, y así sucesivamente. En términos filosóficos, se dirá que a toda tesis corresponde una antítesis, las cuales resultan superadas por una síntesis. La historia avanza, pues, en función de las contradicciones que se generan en su seno. El método de la dialéctica había sido utilizado por Hegel para descubrir el movimiento de las ideas en el mundo; para Hegel, las ideas de los hombres resultan centrales para explicar los cambios en la historia. En el marxismo será lo opuesto: dialéctica, pero aplicada al descubrimiento del mundo de la materia, y a eso en la jerga marxista se le llama materialismo dialéctico. Pasemos esto en limpio. El motor de la historia es hallado por el marxismo en el mundo material y, más concretamente, en la dimensión de las fuerzas productivas. ¿Y qué son las fuerzas productivas? Para decirlo de forma sintética, son las distintas tecnologías y modos de producción sobre las cuales se apoya la producción propiamente dicha. Sus modificaciones entrañan y explican los cambios profundos en la historia. Así, el taller corporativo resultó superado por la manufactura con su división del trabajo; y ésta a su vez fue reemplazada al poco tiempo por la gran industria moderna, hija de la máquina a vapor. Tal es el sentido material de la revolución productiva que sepulta a la sociedad feudal y abre el paso a la sociedad moderna, industrial y, utilizando terminología marxista, a la “sociedad burguesa”. La idea central del razonamiento en cuestión es que las fuerzas productivas se hallan en permanente avance, y generan para sí “relaciones de producción” (empleador-empleado), que se traducen jurídicamente en relaciones de propiedad y que generan clases sociales específicas —definidas por su relación con los medios de producción— en pugna. Pero el problema sobreviene cuando la evolución de las fuerzas productivas —es decir, el desarrollo de las nuevas tecnologías y maneras de producir— llega a un punto en el cual las formas de propiedad privada terminan frenando la productividad; en esa instancia las sociedades se conmueven y se dan las condiciones materiales para una revolución. De ahí que se pensara que el capitalismo se conduciría a sí mismo hacia su propia crisis, pues llegaría el día en que la propiedad privada sería un estorbo para el propio sistema: la revolución comunista, en virtud de todo ello, sería inexorable suponían sus cultores. Ahora bien, y por otro lado, lo que en la jerga marxista se conoce como “materialismo histórico” ha quedado resumido por Engels en el prefacio a la edición alemana de 1883 del Manifiesto Comunista que aquél redactara tras la muerte de su socio y colega Karl Marx: “Toda la historia (…) ha sido una historia de la lucha de clases, de lucha entre clases explotadoras y explotadas, dominantes y dominadas, en las diferentes fases del desarrollo social; y que ahora esta lucha ha llegado a una fase en que la clase explotada y oprimida (el proletariado) no puede ya emanciparse de la clase que la explota y la oprime (la burguesía), sin emancipar, al mismo tiempo y para siempre, a la sociedad entera de la explotación, la opresión y la lucha de clases”. Hay que destacar que el denominado materialismo histórico ofrece una sucesión de etapas necesarias en el desarrollo de la historia que culminaría según sus autores con la revolución del proletariado, pero que pasan, antes de llegar a ella, por las revoluciones burguesas como la que el mundo había visto en la Francia de 1789, apenas veintinueve años antes del nacimiento del propio Marx. El mismísimo Manifiesto Comunista que ya hemos citado dice que “la burguesía ha desempeñado en la historia un papel altamente revolucionario”. La burguesía, en efecto, poseyó una tarea histórica concreta: la de desmantelar las formas de organización feudales. Pero además, el “capitalismo burgués” es necesario para la historia, en tanto que, al tiempo que acelera de manera impresionante las fuerzas productivas, simplifica las contradicciones existentes en la sociedad en dos grupos antagónicos fáciles de identificar: el burgués y el proletariado. La llamada “burguesía” ha sido sin lugar a dudas una clase revolucionaria para Marx y Engels, aunque hoy nos suene extraño. ¿En qué sentido revolucionaria? En el sentido de que es la clase que destruye el mundo feudal, rompiendo con los estrechos marcos nacionales de la antigua industria, generando un mercado mundial, revolucionando las comunicaciones e introduciendo el cosmopolitismo. En otras palabras, la burguesía sería funcional durante una etapa de la historia para obrar como antesala de lo que luego sería la vaticinada revolución proletaria. En efecto, según fantaseaban los marxistas, la burguesía desarrollaría impresionantes fuerzas productivas que terminarían acabando con la propia “sociedad burguesa”. ¿Por qué razón? Porque los marxistas suponen que el desarrollo de esas fuerzas productivas empieza a ser frenado por el régimen de propiedad privada y terminan generando las condiciones para romper con éste. La misma rebelión de las fuerzas productivas que acabó con la sociedad feudal debería ahora, en función de la misma “necesidad dialéctica”, acabar con la burguesía en provecho del proletariado. Y esto es lo que creían estar viendo Marx y Engels mientras escribían su profecía con pretensiones científicas: “Ante nuestros ojos se está produciendo un movimiento análogo [al de la destrucción del feudalismo]. Las relaciones burguesas de producción y de cambio, las relaciones burguesas de propiedad, toda esta sociedad burguesa moderna, que ha hecho surgir como por encanto tan potentes medios de producción y de cambio, se asemeja al mago que ya no es capaz de dominar las potencias infernales que ha desencadenado con sus conjuros. Desde hace algunas décadas, la historia de la industria y del comercio no es más que la historia de la rebelión de las fuerzas productivas modernas contra las actuales relaciones de producción, contra las relaciones de propiedad que condicionan la existencia de la burguesía y su dominación”. Todo estaba dicho para Marx y Engels, y creían haber descubierto el movimiento necesario de la historia y, por consiguiente, predecir el porvenir político y social: “Las armas de que se sirvió la burguesía para derribar el feudalismo se vuelven ahora contra la propia burguesía. Pero la burguesía no ha forjado solamente las armas que deben darle muerte, ha producido también los hombres que empuñarán esas armas: los obreros modernos, los proletarios”. Los proletarios son entonces la clase social que tiene en sus manos la más importante misión histórica: impulsar una revolución que, al destruir la propiedad privada que fundamenta la división en clases, destruirá las clases sociales como tales y su liberación será la liberación de toda la humanidad. Si toda la historia ha sido la historia de la lucha de clases, el marxismo anuncia una última revolución en la historia: la revolución del proletariado, que abrirá las puertas de un paraíso llamado “comunismo”, que se realizará tras un período indeterminado de “dictadura del proletariado”. En efecto, tras la revolución, la clase obrera deberá poner a su disposición el poder político para acabar con las relaciones de producción existentes, socializando los medios de producción (es decir, aboliendo la propiedad privada). Y aquí es cuando la dialéctica produce su último movimiento: así como la burguesía como “clase dominante” supuestamente había engendrado al proletariado como “clase dominada”, cuando esta última se transforme en clase dominante engendrará la síntesis que coronará el movimiento dialéctico y constituirá el fin de la historia, el advenimiento del paraíso comunista: la sociedad sin clases, sin política, sin Estado, sin religión. Esto es lo que, en pocas palabras, Marx decía que iba a suceder con arreglo a “leyes históricas” basadas en la “ciencia”. Extraigamos para concluir lo más importante para nuestro análisis que sigue. El marxismo analiza a la sociedad de manera topográfica o, metafóricamente hablando, con la forma de un “edificio”. En la base o “estructura” de la sociedad, el marxismo coloca las fuerzas productivas y sus relaciones de producción —es decir, las tecnologías para producir y las relaciones de propiedad existentes—. En la “superestructura” que se levanta a partir de esta base de carácter económico, los marxistas ubican al Estado, la ideología, la religión, la cultura, etcétera. Siguiendo con la metáfora edilicia, va de suyo que la manera más fácil de demoler un edificio consiste en reventar los pilares sobre los que éste se apoya, y en esto se ha basado precisamente el marxismo tradicional: las verdaderas revoluciones se pergeñan al nivel de las relaciones económicas, pues todo lo demás —ideología, Estado, cultura, etcétera— es apenas un reflejo de aquéllas. Lo que hay que hacer es transformar el sistema económico, y lo otro se va dando por añadidura. ¿Qué quiere decir esto? Que no existe revolución propiamente dicha si no se acaba con el régimen de propiedad privada existente de manera tajante. Tratar de dar una lucha al nivel de la “superestructura”, es decir, por ejemplo, a nivel ideológico o jurídico, sería lo mismo que pelearse con una sombra para el marxismo clásico. En el prefacio de su obra Una contribución a la crítica de la economía política, Marx asevera: “Siempre es necesario distinguir entre la revolución material en las condiciones económicas de producción, que caen dentro del radio de la determinación científica exacta, y la jurídica, política, religiosa, estética o filosófica, es decir, en una palabra, las formas ideológicas de la apariencia”. El análisis que Karl Popper (filósofo alemán detractor del marxismo) hace de este pasaje es interesante para entender lo que sigue, es decir, las modificaciones estratégicas y teóricas que sufrió el marxismo clásico a través del tiempo: “En opinión de Marx, es vana la esperanza de lograr algún cambio importante mediante el solo uso de recursos jurídicos o políticos; una revolución política sólo puede desembocar en la transmisión del mando de un grupo de gobernadores a otro (…). Sólo la evolución de la esencia subyacente, la realidad económica, puede producir transformaciones esenciales o reales, esto es, una revolución social”. Pero todo este castillo de arena empezó a caerse más temprano que tarde, con la mismísima revolución marxista por excelencia: la rusa. II- La excepción rusa y la hegemonía Una revolución en Rusia a principios del Siglo XX introducirá, por paradójico que parezca, un grave problema teórico para el marxismo tradicional y su filosofía de la historia. El problema puede resumirse en una simple pregunta: ¿Cómo podía darse una revolución proletaria en aquella Rusia que todavía no había tenido su revolución democrático-burguesa? Vale decir, la Rusia zarista de 1905 y 1917 —años en los que se experimentaron luchas revolucionarias—, a diferencia de la Francia de 1789 —que tenía una importante burguesía que pujaba por reemplazar el sistema monárquico-feudal vigente— contaba con una situación política en la cual había zares pero no una burguesía latente que pudiera afectarlos. Entonces, según el razonamiento marxista, faltaba una burguesía que hiciera ese trabajo para que a su vez, posteriormente, ésta fuera desplazada por otra clase social: el proletariado. Pero el problema que ponía en jaque las predicciones marxistas fue que la revolución comunista se produjo “saltando etapas”, puesto que se pasó de una situación feudal directamente al socialismo, sin pasar en el medio por una “revolución burguesa”. Se habría saltado desde la planta baja al segundo piso sin haber construido el primero, siguiendo el ritmo de las metáforas edilicias. Marx y Engels habían establecido un orden progresivo en el proceso revolucionario; tenían, en una palabra, una concepción “etapista” de la historia (un desarrollo por etapas), bajo la cual las distintas clases tenían tareas que les eran “connaturales”. Para ellos, las primeras revoluciones del proletariado tenían que suceder en los países capitalistas más avanzados en virtud de la propia dinámica de las fuerzas materiales que ya hemos visto. La revolución que se dio en la Rusia de 1905 estaba ilustrando para sus espectadores, pues, un desajuste magnánimo: el desajuste de las etapas de la historia predichas por Marx, y el desajuste de las tareas históricas que cada clase debía asumir conforme a las leyes sociológicas inventadas por el marxismo. Y frente a este problema, dentro de la socialdemocracia rusa estuvieron quienes afirmaron que el proletariado no debía participar como fuerza dirigente del proceso revolucionario (los “mencheviques”), pero también surgieron voces más radicalizadas que reivindicaron la posibilidad de constituir a la clase obrera rusa en cabeza de una revolución (los “bolcheviques”). Años después, Antonio Gramsci (célebre filósofo italiano marxista de la primera mitad del Siglo XX) haciendo tambalear la rigidez ideológica del marxismo tradicional, escribirá un texto titulado “La revolución contra «El Capital»”, en el que ironiza: “El Capital, de Marx, era en Rusia el libro de los burgueses más que el de los proletarios. Era la demostración crítica de la fatal necesidad de que en Rusia se formara una burguesía, empezara una era capitalista, se instaurase una civilización de tipo occidental, antes de que el proletariado pudiera pensar siquiera en su ofensiva, en sus reivindicaciones de clase, en su revolución. (…) Los hechos han provocado la explosión de los esquemas críticos en cuyo marco la historia de Rusia habría tenido que desarrollarse según los cánones del materialismo histórico”. Como vemos, en opinión de Gramsci, nada menos que los hechos rusos —valga la paradoja— hicieron volar en pedazos los esquemas “etapistas” del materialismo histórico del marxismo puro. Pero no debemos adelantarnos tanto; la teorización de Gramsci es un tanto posterior a la revolución —de modo que él analizaba en base a los hechos ya consumados—, y ya llegaremos a ella. La pregunta que debemos hacernos ahora es: ¿Cómo hicieron por entonces los teóricos que estaban observando estos desajustes para explicar el salto de etapas que se dio en Rusia y, aún más, justificar la praxis revolucionaria de la clase obrera en el marco de una revolución que debía ser burguesa? Del seno de la Segunda Internacional Socialista —la cual funcionó entre 1889 y 1923— se recurrirá a un concepto que vendrá a suturar la teoría marxista: ese concepto fue el de hegemonía. ¿A qué refería la hegemonía en un inicio? Como ya hemos visto, las clases sociales para la teoría marxista tienen “tareas históricas” bien precisas: la burguesía debe barrer con la sociedad feudal, y el proletariado barrer a su vez con la sociedad burguesa (capitalista). La hegemonía será el concepto utilizado por el teórico Gueorgui Plejanov —uno de los fundadores de la Segunda Internacional— para describir y justificar el hecho de que en Rusia la clase proletaria asumiera la tarea burguesa de sepultar la sociedad feudal. En efecto, el estadio del desarrollo económico ruso estaba tan poco maduro que una débil burguesía no podía hacerse cargo de sus obligaciones históricas —hacer la revolución contra el feudalismo zarista— y, a la postre, la clase obrera debía hegemonizar, es decir, asumir tareas que no eran propias a su naturaleza de clase —hacer la revolución contra el capitalismo burgués—. Este es el marco del surgimiento del concepto de hegemonía que, en su propio origen, no puede despojarse del determinismo económico del marxismo tradicional. ¿Por qué? Porque se continúan concibiendo a las clases sociales como grupos con tareas históricas bien definidas, “naturales”, y la hegemonía es apenas el nombre otorgado al hecho excepcional dado por la asunción por parte de una clase social de una tarea que en teoría no le es propia. En el caso ruso, como se dijo, esa tarea fue la de hacer una revolución proletaria contra un régimen feudal. Algunos cambios ligeros a la idea de “hegemonía” sobrevendrán con Vladímir Ilich Lenin, el teórico bolchevique por antonomasia y fundador de la Tercera Internacional Socialista. Su lucha teórica se enmarca en su controversia contra el ala de los mencheviques, los cuales siguiendo el esquema etapista argumentaban que en Rusia, “por ser un país atrasado con régimen feudal, la revolución sería realizada en dos etapas. Una primera, en que el proletariado, el campesinado, la intelectualidad se unirían con la burguesía liberal para derrotar a la monarquía e instaurar un régimen democrático burgués, en donde el proletariado ganaría espacios para luchar por el socialismo. (…) Esa lucha por el socialismo abriría la segunda etapa de la revolución”. Lenin, al contrario, subrayaba desde un inicio el carácter “reaccionario” de la burguesía rusa y estimaba que la revolución debía desde sus orígenes plantear una lucha contra ella, en una alianza de la clase obrera con el campesinado y sin esperar etapa previa alguna. En este punto surge, pues, el concepto de “hegemonía” leninista como “dirección política en el seno de una alianza de clases”. La clase proletaria rusa, a pesar de su pequeño número en relación al conjunto de la población, se erige en clase dirigente de las demás clases subalternas —fundamentalmente el campesinado— y establece con ellas una alianza política para hacer la revolución. Pero dicha alianza no modifica la identidad de las clases aliadas: “Golpear juntos, marchar separados” es una de las máximas más elocuentes de Lenin, que resume precisamente su concepto de hegemonía. III- La revolución teórica de Antonio Gramsci El gran paso cualitativo en lo que refiere al concepto de “hegemonía” lo dará no un ruso sino un italiano: Antonio Gramsci (1891-1937), a quien ya hemos citado anteriormente y a quien seguiremos mencionando en este trabajo. La primera vez que éste habló de “hegemonía” fue en el marco de su escrito “Algunos temas de la cuestión meridional”, y su deuda teórica para con Lenin es admitida en varios pasajes de sus Cuadernos de la cárcel, compilación de anotaciones que el italiano hizo mientras se encontraba encarcelado por el régimen de Benito Mussolini. En el texto antedicho, Gramsci aborda el problema de la división existente entre la Italia industrial del norte y la Italia agraria del sur, y el rol hegemónico que debe asumir la clase obrera frente al campesinado que, en términos leninistas, significa el problema de generar una alianza de clases entre el obrerismo y el campesinado en la cual el primero lleve la conducción. Gramsci describe la hegemonía en estos términos prácticos: “El proletariado puede convertirse en clase dirigente y dominante en la medida en que consigue crear un sistema de alianzas de clase que le permita movilizar contra el capitalismo y el Estado burgués a la mayoría de la población trabajadora, (…) en la medida en que consigue obtener el consenso de las amplias masas campesinas. (…) Conquistar la mayoría de las masas campesinas significa (…) comprender las exigencias de clase que representan, incorporar esas exigencias a su programa revolucionario de transición, plantear esas exigencias entre sus reivindicaciones de lucha”. Hasta aquí, la hegemonía continúa siendo una “alianza de clases” como pregonaba Lenin, aunque empieza a ponerse de relieve la necesidad de “comprender”, “incorporar” y “plantear” —tal las palabras de Gramsci— las exigencias de los grupos campesinos, que parece ir más allá de una simple alianza pasajera. Las consideraciones del pensador italiano no se asemejan en ningún sentido al “golpear juntos, marchar separados” de su camarada Lenin. Lo que Gramsci empieza a plantear es la necesidad de generar un vínculo mucho más fuerte con la clase campesina en el marco de una lucha común contra el capitalismo. Ahora bien, en el mismo texto, pero poco más adelante, Gramsci da un nuevo salto cuando advierte que la hegemonía sobre los campesinos del sur la mantiene la “clase burguesa” gracias al influyente accionar de sus intelectuales sobre ese sector. El campesinado está fuertemente dominado en términos culturales y en su “visión del mundo” por la burguesía, y eso es lo que quiere romper Gramsci. En particular, éste menciona al filósofo liberal-conservador Benedetto Croce como uno de los responsables de esta hegemonía burguesa por sobre el campesinado, para ejemplificar de qué forma el accionar intelectual resulta vital: “Benedetto Croce ha cumplido una altísima función «nacional»: ha separado los intelectuales radicales del sur de las masas campesinas, permitiéndoles participar de la cultura nacional y europea, y a través de esta cultura los ha hecho absorber por la burguesía nacional”. Como vemos, acá se produce un cambio de paradigmas: mientras que para el marxismo clásico luchar en el plano cultural, político o jurídico era más o menos como luchar “contra una sombra”, para Gramsci esta lucha era la realmente importante. Existe un vínculo muy claro entre hegemonía y cultura para el pensamiento gramsciano. La dominación cultural es el conducto a través del cual la burguesía italiana logra hegemonizar al campesinado del sur. Y es por eso que Gramsci concluye que es vital que proliferen intelectuales comunistas, pues ¿quién mejor que los intelectuales para lograr cambios culturales?: “También es importante que en la masa de los intelectuales se produzca (…) una tendencia de izquierda en el sentido moderno de la palabra, o sea, orientada hacia el proletariado revolucionario. La alianza del proletariado con las masas campesinas exige esta formación; aún más lo exige la alianza del proletariado con las masas campesinas del sur”. La idea de “hegemonía” en Gramsci ha superado, en este orden, la mayor parte del economicismo que aquélla contenía. ¿Por qué? Porque ahora la hegemonía precisará en adelante de un accionar cultural que Gramsci llamará “intelectual-moral”: la hegemonía se realiza generando cambios al nivel cultural, y no es una simple alianza económico-política como pregonaba Lenin, ni es la asunción de tareas externas a la propia clase como planteaba Plejanov. La hegemonía en Gramsci se da en un terreno de gran trascendencia: el de los valores, creencias, identidades y, en definitiva, el de la cultura: “Toda revolución —anota Gramsci— ha sido precedida por un intenso trabajo de crítica, de penetración cultural, de permeación de ideas a través de agregados humanos al principio refractarios y sólo atentos a resolver día a día, hora por hora, y para ellos mismos su problema económico y político, sin vínculos de solidaridad con los demás que se encontraban en las mismas condiciones”. Dicho de otra manera: la hegemonía ya no se da en la transacción de intereses materiales, sino en el hecho de inyectar en el otro una misma “concepción del mundo” que anude lazos de solidaridad orgánicos (hegemónicos) entre grupos que pertenecen a distintas clases sociales —obreros por un lado, campesinos por el otro—. Es el vínculo ideológico y no tanto el económico el que da sentido a la formación política hegemónica en Gramsci. El éxito del proceso hegemónico (es decir de la fusión entre grupos distintos acerca de la conciencia revolucionaria), depende de la confección de una ideología de signo contrario respecto de la dominante, que cuestione su “sentido común”, su forma de ver el mundo, su forma de organizar la sociedad, la economía, la política, la cultura. Pero en Gramsci la clase obrera continúa siendo una clase privilegiada en algún sentido. En efecto, es la clase que tiene la posibilidad de llevar adelante procesos hegemónicos que extiendan los límites de su voluntad a otros grupos sociales también subalternos. La hegemonía parece ser una iniciativa exclusiva del proletariado en su estrategia. Tanto es así, que en sus apuntes sobre El Príncipe de Maquiavelo, Gramsci designa al partido de la clase obrera como “Nuevo Príncipe”. Y en estos términos establece su misión: “Una parte importante del Príncipe moderno deberá estar dedicada a la cuestión de una reforma intelectual y moral, es decir, a la cuestión religiosa o de una concepción del mundo. (…) El Príncipe moderno debe ser, y no puede dejar de ser, el abanderado y el organizador de una reforma intelectual y moral, lo cual significa crear el terreno para un desarrollo ulterior de la voluntad colectiva nacional popular”. La importancia de la batalla cultural es a esta altura harto evidente en Gramsci, toda vez que la revolución puede y debe darse a un nivel cultural. Recordemos que para Lenin la revolución había de ser violenta y ésta implicaba tomar por fuerza el Estado, imponer la “dictadura del proletariado”, abolir la propiedad privada, destruir el Ejército y la burocracia, haciendo desaparecer a la postre el Estado mismo. ¿Y qué propone Gramsci? Pues que el Estado puede ser permeado desde la sociedad civil y que, en todo caso, su destrucción como “organismo al servicio de la clase dominante” no se agota en la destrucción del Ejército y de la burocracia al modo que Lenin proponía, sino fundamentalmente en la destrucción de la “concepción del mundo” que produce y reproduce el Estado para el mantenimiento de su hegemonía cultural, y su reemplazo por una nueva. Gramsci está proponiendo, en una palabra, dar una lucha cultural que socave la hegemonía ideológica de la “clase dominante” pertrechada en el Estado. Esta lucha, conectando con el inicio de nuestro análisis, debe ser encabezada por la clase obrera pero habiendo hegemonizado a los demás grupos subalternos, resultando de ello una “voluntad colectiva nacional-popular”. La cuestión de la revolución violenta, tan distintiva del pensamiento marxista-leninista, queda relegada e, incluso, Gramsci va a hablar de “revolución pasiva” como aquella en la cual las “clases dominantes” se ven obligadas a ir absorbiendo los puntos de vista de las voluntades colectivas nacional-populares. IV- El post-marxismo de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe Contemporáneos a nosotros, el argentino Ernesto Laclau y su mujer Chantal Mouffe han generado otro salto importantísimo en la teoría marxista. Tan importante ha sido este salto, que se les reconoce en el mundo académico un rol indiscutible como dos de los mayores referentes del llamado “post-marxismo” o “posmarxismo”, una corriente teórica muy reciente cuya característica fundamental es que se ha propuesto revisar al marxismo para adecuarlo, teórica y estratégicamente, al nuevo mundo que nació del fracaso del “socialismo real” de la Unión Soviética. Sin embargo, Ernesto Laclau no ha trascendido sólo en el mundo académico, sino que también su imagen ha llegado al mundo de la política en general en virtud de habérsele reconocido un rol filosófico relevante en el proyecto del “socialismo del Siglo XXI” en general, y en el caso del régimen kirchnerista en particular. Prácticamente no ha existido medio de comunicación nacional e internacional que, al mencionarlo, no le haya adjudicado el papel del “filósofo del kirchnerismo”. Con su muerte en abril de 2014, Cristina Kirchner brindó un discurso en el que dijo: "Laclau era un filósofo muy controversial, un pensador con tres virtudes. La primera, pensar, algo no muy habitual en los tiempos que corren. Segundo, hacerlo con inteligencia, y tercero, hacerlo en abierta contradicción con las usinas culturales de los grandes centros de poder" (como si la nueva izquierda no fuera uno de ellos). Pero concentrémonos en su aporte teórico, que es lo que pretendemos desentrañar en este capítulo. Y empecemos diciendo que el mundo en el que Laclau vive es muy distinto del de Marx e incluso que el de Gramsci. Lo que Laclau ve cuando escribe junto a Chantal Mouffe su obra Hegemonía y estrategia socialista, publicada en 1985, es un mundo donde el capitalismo se ha expandido enormemente y, lejos de agudizar los conflictos de clase, logró cada vez mejores condiciones de existencia para el proletariado frente a una inminente caída del bloque comunista; donde la democracia pluralista también se ha extendido inconmensurablemente y ha hecho aflorar nuevos puntos de conflicto político que no tienen su raíz en fundamentos económicos; y donde el Estado de bienestar se encuentra en una brutal crisis y, en su reemplazo, aquéllos ven venir con toda su fuerza el proyecto del “liberalismo neoconservador”. El citado trabajo de Laclau y Mouffe está dedicado a revisar y “deconstruir” (desarmar y reemplazar) las teorías del marxismo tradicional, buscando desmontar el economicismo —idea según la cual, tal como ya vimos, lo verdaderamente relevante es la dimensión económica— para luego proponer una nueva teoría y una nueva estrategia para la izquierda, basada en la idea de hegemonía sobre la que nos hemos referido anteriormente. En ello se resumen, precisamente, los esfuerzos de Hegemonía y estrategia socialista, una de las obras más importantes de nuestra renacida izquierda. El post-marxismo de Laclau y Mouffe tiene centro en la supresión del concepto de “clase social” como elemento teórico relevante para la izquierda. Este es el paso crucial que ambos pensadores dan respecto de Gramsci en quien, por lo demás, basan la mayor parte de su teoría. El proletariado ya no es el sujeto revolucionario privilegiado en ningún sentido posible; la clase obrera en Laclau no tiene siquiera privilegios en una estrategia hegemónica como en la teoría gramsciana. Pero además de ello, tampoco hay ningún sentido en buscar otro sujeto privilegiado, como aconteció en la década del ’60 en la cual se discutió, a partir especialmente de los teóricos de la Escuela de Frankfurt, si el privilegio de la historia pasaba por los jóvenes, las mujeres, etcétera. Contra el intento desesperado por descubrir nuevos sujetos para la revolución anticapitalista, Laclau y Mouffe ponen el acento en la construcción discursiva de los sujetos. ¿Qué significa esto? Pues que los discursos ideológicos pueden dar origen a nuevos agentes de la revolución (el discurso tiene carácter performativo, diría el filósofo del lenguaje John Austin). Simplificando un poco: hay que fabricar y difundir relatos que vayan generando conflictos funcionales a la causa de la izquierda. El problema en este punto pasa a ser el de cómo explicar la construcción de estas nuevas identidades. Y la respuesta vendrá dada, una vez más, por el concepto de “hegemonía”. ¿Pero a qué llaman “hegemonía” Laclau y Mouffe? Para ponerlo en los términos más claros posibles —algo no siempre fácil en razón del oscurantismo de estos autores—, “hegemonía” es el nombre de un proceso bajo el cual fuerzas sociales diferentes entre sí, se empiezan a articular y a la postre terminan modificando cada una su identidad particular. Se da entre ellas un intercambio recíproco que los transforma. El concepto de “articulación” es clave aquí, pues queda definido por los autores como “toda práctica que establece una relación tal entre elementos, que la identidad de éstos resulta modificada como resultado de esa práctica”. En otros términos más prácticos, hay articulación política cuando dos frentes políticos entablan una alianza que termina por modificar la identidad de ambos. Pero una articulación, para ser hegemónica, debe generarse en el marco de un antagonismo social, esto es, en un espacio dividido por el conflicto. La hegemonía es un proceso a través del cual distintas fuerzas sociales se empiezan a unir para potenciarse en el contexto de conflictos. Pongamos un ejemplo para aclarar la idea: un grupo de trabajadores mantiene demandas particulares como, por ejemplo, la necesidad de un aumento salarial; grupos de mujeres, por otra parte, construyen demandas de protección para el sexo femenino frente a los casos de violencia contra la mujer; grupos indígenas, por su lado, reclaman porciones de tierras basándose en supuestas posesiones de sus antepasados remotos. Estas demandas, separadamente, carecen de fuerza hegemónica. Pero la izquierda tiene la misión de instituir un discurso que, sobre un terreno de conflicto mayor, articule estas fuerzas en un proceso hegemónico que las haga equivalentes frente a un enemigo común: el capitalismo liberal. Es decir, la izquierda debe crear una ideología en la cual estas fuerzas puedan identificarse y unirse en una causa común; la nueva izquierda debe ser el pegamento que unifique, invente y potencie a todos los pequeños conflictos sociales, aunque estos no revistan naturaleza económica. De tal suerte que la hegemonía se logra cuando una fuerza política determina el complejo de significados y palabras —y por añadidura moldea la forma de pensar— por los cuales han de conducirse quienes se encuentran bajo su dirección. Como Zanco Panco asevera en su diálogo con Alicia en la célebre novela Alicia en el país de las maravillas, de Lewis Carroll: — Cuando yo uso una palabra —insistió Zanco Panco con un tono de voz más bien desdeñoso— quiere decir lo que yo quiero que diga… ni más ni menos. — La cuestión —insistió Alicia— es si se puede hacer que las palabras signifiquen tantas cosas diferentes. — La cuestión —zanjó Zanco Panco— es saber quién es el que manda…, eso es todo. La hegemonía, según la teoría de Laclau y Mouffe, tiene sentido a partir de un momento histórico bien concreto: el de la revolución democrática. En efecto, dicha revolución —concretamente la francesa— habría instaurado un discurso igualitario que, al suplantar la doctrina teológico-política por aquella que declara que el poder emana desde el seno del pueblo, deslegitimó una serie de subordinaciones, transformándolas en opresiones, ampliando en su constante desarrollo la sede de los antagonismos sociales. Así es que la revolución democrática es, para estos autores, el terreno de una constante e ininterrumpida emergencia de antagonismos que en tiempos precedentes estaban contenidos por otro tipo de discurso social. Naturalmente, la estrategia que estos autores le proponen al socialismo, lejos de tener por objetivo inmediato la destrucción de la “democracia burguesa” —al modo del marxismo clásico—, tiene su eje en el hecho de entender la democracia como el terreno sobre el cual el proyecto socialista puede y debe desenvolverse, aprovechando y fomentando la multiplicidad de puntos de antagonismos que bajo aquélla es posible hacer emerger. De lo que se trata es de abordar la democracia liberal y radicalizar su componente igualitario a tal punto que aquélla termine siendo diezmada desde su propio seno; que sea barrida por su propia lógica; destruir la democracia desde adentro, y no desde afuera. Ese objetivo termina de evidenciarse en el subsiguiente libro de Laclau: La razón populista. Pero sigamos con Hegemonía y estrategia socialista. Sus autores no sólo hacen explícitas las intenciones antedichas, sino que incluso las destacan con recursos tipográficos (la letra cursiva o itálica pertenece a los propios autores): “…es evidente que no se trata de romper con la ideología liberal democrática sino al contrario, de profundizar el momento democrático de la misma, al punto de hacer romper al liberalismo su articulación con el individualismo posesivo. La tarea de la izquierda no puede por tanto consistir en renegar de la ideología liberal democrática sino al contrario, en profundizarla y expandirla en la dirección de una democracia radicalizada y plural. (…) No es en el abandono del terreno democrático sino, al contrario, en la extensión del campo de las luchas democráticas al conjunto de la sociedad civil y del Estado, donde reside la posibilidad de una estrategia hegemónica de izquierda”. Digamos al respecto dos cosas. En primer lugar, surge de la propia pluma de Laclau y Mouffe que la radicalización de la democracia no es un fin en sí mismo sino un medio para alcanzar otro fin: la destrucción del “individualismo posesivo” típicamente liberal, es decir, la destrucción de la noción de los derechos individuales y de la propiedad privada. En segundo lugar, así como las dictaduras socialistas del siglo pasado alegaban estar llevando adelante una “democracia sustancial” frente a la “democracia burguesa” del mundo capitalista, en Laclau y Mouffe esta distinción se mantiene vigente aunque con un nuevo nombre: democracia radical vs. democracia liberal. Pero la supuesta “democracia radical” no es mucho más que el nombre dado a un socialismo que ha incluido en su discurso una serie de demandas que exceden al tradicional terreno de las clases. Y tan así es, que los propios autores concluyen su libro de esta forma: “Todo proyecto de democracia radicalizada incluye necesariamente, según dijimos, la dimensión socialista —es decir, la abolición de las relaciones capitalistas de producción— (…). Por consiguiente, el descentramiento y la autonomía de los distintos discursos y luchas, la multiplicación de los antagonismos y la construcción de una pluralidad de espacios dentro de los cuales puedan afirmarse y desenvolverse, son las condiciones sine qua non de posibilidad de que los distintos componentes del ideal clásico del socialismo (…) puedan ser alcanzados”. No es exagerado decir que el objeto de toda la teoría de Laclau y Mouffe es la construcción de un socialismo adaptado a las condiciones del nuevo milenio que ven venir, al cual le han puesto de manera simpática el apodo de “democracia radical” para incluir demandas que no han tenido lugar con anterioridad en las teorías socialistas. “El término poco satisfactorio de ‘nuevos movimientos sociales’ — escriben los autores— amalgama una serie de luchas muy diversas: urbanas, ecológicas, antiautoritarias, antiinstitucionales, feministas, antirracistas, de minorías étnicas, regionales o sexuales. (…) Lo que nos interesa de estos nuevos movimientos sociales no es (…) su arbitraria agrupación en una categoría que los opondría a los de clase, sino la novedad de los mismos, en tanto que a través de ellos se articula esa rápida difusión de la conflictuidad social a relaciones más y más numerosas, que es hoy día característica de las sociedades industriales avanzadas”. Aquí es donde nosotros nos concentraremos en este libro: en desmantelar los discursos de estas nuevas máscaras de la izquierda que sus teóricos hegemonizaron. La relevancia y la autonomía de la política y la ideología aparecen con toda su fuerza en el trazado la estrategia hegemónica que estamos describiendo. Y bajo este paraguas teórico, la izquierda ha terminado de traer, por fin, a primer plano, la relevancia de una lucha ideológica que ha determinado la muerte de la lucha de clases y el consiguiente nacimiento de la batalla cultural. V- Los pensadores del “socialismo del Siglo XXI” El “socialismo del Siglo XXI” es la expresión latinoamericana de la renacida izquierda. Como proyecto, con nombre y apellido, aquél nació formalmente el 27 de febrero de 2005 en Venezuela, oportunidad en la cual Hugo Chávez convocara a los intelectuales orgánicos, desde su insufrible programa televisivo “Aló Presidente”, a “inventar el socialismo del siglo XXI”. El socialismo no había muerto con la implosión soviética; debía “reinventarse” con los ajustes necesarios de acuerdo a las condiciones del nuevo siglo y a los nuevos postulados teóricos que los revisionistas del marxismo habían confeccionado. De todo ello se habló con especial énfasis en los Foros Internacionales de Filosofía de Venezuela que empezaron precisamente en ese año, y que apuntaron a desempolvar ideas que se creían condenadas al museo de antigüedades de una vez para siempre. El proyecto del socialismo del Siglo XXI, en estos momentos, mientras estas líneas se escriben, está siendo pensado y repensado por intelectuales orgánicos dedicados a cumplimentar con la orden del difunto dictador venezolano y expandirlo a toda la región. Aquí daremos apenas un vistazo a las ideas de algunos de ellos que, si bien en muchas cosas presentan un pensamiento más o menos heterogéneo, coinciden a pie juntillas en algo que no es nada menor para la tesis de nuestro trabajo: el carácter cultural de la revolución izquierdista del nuevo siglo. Y es que aquéllos son deudores, sin lugar a dudas, del pensamiento post-marxista que, tal como vimos, corrió su mirada desde la agitación de la clase obrera hacia la construcción de nuevos antagonismos sociales, culturales, étnicos, etarios, sexuales, etcétera. El uruguayo Sirio López Velasco es un caso interesante. Este ha basado su propuesta intelectual del socialismo del Siglo XXI en discusiones éticas que tienen su fundamento en el famoso postulado de Marx que reza: “De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”. Pero admite, seguidamente, que la clase obrera que supo ver Marx no es la de hoy y ello lo obliga a contemplar cambios importantes: “En momentos en que la clase obrera ha disminuido cuantitativamente y se ha modificado cualitativamente, con centrales sindicales que de hecho aceptan los límites del capitalismo, ya suena a museo la invocación de cualquier ‘partido obrero de vanguardia’; la tarea crítico-utópica ecomunitarista hoy es colocada en manos de un bloque social heterogéneo, con forma de movimiento, que agrupa a los asalariados, los excluidos de la economía capitalista formal, las llamadas ‘minorías’ (que a veces son mayorías, como las mujeres, y algunas comunidades étnicas en algunos países), las minorías activas (sobre todo en movimientos, partidos, sindicatos y organizaciones no gubernamentales, y en especial muchas de carácter ambientalista), los pueblos indígenas que sin asumir una postura identitaria a-histórica esencialista, quieren permanecer y transformarse sin aceptar el dogma de los ‘valores’ capitalistas de la ganancia y del individualismo, y los movimientos de liberación nacional que combaten el recrudecido imperialismo yanqui-europeo”. El argentino Atilio Borón sigue esta misma línea, aunque hace hincapié en la necesidad de “construir” —es decir, fogonear el conflicto— en lugar de “encontrar” al sujeto de la nueva revolución socialista, con claras reminiscencias a Laclau: “No existe un único sujeto —y mucho menos un único sujeto preconstituido— de la transformación socialista. Si en el capitalismo del siglo XIX y comienzos del XX podía postularse la centralidad excluyente del proletariado industrial, los datos del capitalismo contemporáneo (...) demuestran el creciente protagonismo adquirido por masas populares que en el pasado eran tenidas como incapaces de colaborar en —cuando no claramente opuestas a— la instauración de un proyecto socialista. Campesinos, indígenas, sectores marginales urbanos eran, en el mejor de los casos, acompañantes en un discreto segundo plano de la presencia estelar de la clase obrera”. Así pues, lo que debe hacer el nuevo socialismo es recoger, impulsar y agitar “las reivindicaciones de los vecinos de las barriadas populares, de las mujeres, de los jóvenes, de los ecologistas, de los pacifistas y de los defensores de los derechos humanos”, a través de la estrategia hegemónica, es decir mediante la unión de todos estos micro- conflictos que hemos analizado anteriormente. “En conclusión —anota Boron—, la construcción del ‘sujeto’ del socialismo del siglo XXI requiere reconocer, antes que nada, que no hay uno sino varios sujetos. Que se trata de una construcción social y política que debe crear una unidad allí donde existe una amplia diversidad y heterogeneidad”. Puesto en términos de la teoría post-marxista que ya hemos visto: de lo que se trata es de lograr una hegemonía socialista que aglutine todos los elementos de conflagración social posible. Habíamos dicho antes que la hegemonía sólo tenía sentido en un marco social donde el conflicto entre los distintos grupos fuera la regla. El marxismo tradicional encontró un único conflicto fundamental que lo abarcaba todo: el de las clases sociales —es decir, el conflicto económico—. Pero como el nuevo socialismo ha tenido que minimizar —prácticamente abandonar— la visión estrictamente clasista, necesita hacer irrumpir nuevos conflictos, de distintos tipos, que puedan encontrar su hilo conductor en la oposición al orden capitalista y a los valores occidentales en los que aquél se sostiene. Esta generación permanente del conflicto es recomendada por el sociólogo venezolano Rigoberto Lanz cuando anota que el socialismo del Siglo XXI sólo puede tener éxito “apostando duro por el impulso de prácticas subversivas que propaguen el efecto emancipatorio de las rupturas, de los conflictos, de las contradicciones”. Las coincidencias entre los autores llaman la atención y deben ser remarcadas a riesgo de caer en la redundancia, pues es lo que nos da la pauta de que estamos ya no frente a una “propuesta” sino frente a una clara estrategia en marcha. En efecto, el teórico alemán Heinz Dieterich, ex asesor de Chávez y célebre académico del “socialismo del Siglo XXI”, argumenta algo muy parecido a lo de sus colegas cuando escribe que no se trata de la búsqueda de un mítico “sujeto de liberación predeterminado, sino del reconocimiento de que los sujetos de liberación serán multiclasistas, pluriétnicos y de ambos géneros” y que “la clase obrera seguirá siendo un destacamento fundamental (...) pero probablemente no constituirá su fuerza hegemónica”. Por su parte, el pensador neomarxista ruso Alexander Buzgalin también ha declarado que una premisa objetiva “del socialismo del siglo XXI es la asociación de los trabajadores y ciudadanos en general (...) así se suman a los sindicatos los diversos movimientos sociales (mujeres, etnias discriminadas por el racismo, campesinos, ecologistas, etc.), las organizaciones no gubernamentales y las asociaciones informales no permanentes y muy flexibles que agrupan a gentes movidas puntualmente por causas comunes”. Pero López Velasco se queja de una importante omisión que el ruso hace en su trabajo: “nos llama la atención que Buzgalin omita (a no ser que lo hayamos leído mal) a los movimientos homosexuales (gays y lesbianas) en el arco iris de los movimientos asociativos que germinan como semillas del asociativismo participativo-decisorio requerido por/en el socialismo del siglo XXI”. El filósofo y ex guerrillero boliviano Álvaro García Linera, actual vice- presidente de Evo Morales, hace especialmente hincapié en la cuestión indigenista en concreto, y explica esta traslación del sujeto revolucionario dada entre el histórico “obrero explotado” al actual “indígena colonizado” a través del hilo conductor del marxismo: “Iniciamos así una relectura, o más bien una ampliación de nuestra mirada, desde lo obrero muy centrado en Marx, o al menos en las obras clásicas de Marx y Lenin, hacia la temática de lo nacional, de lo campesino, hacia la temática de lo que se llama las identidades difusas. Ahí nace una etapa —hacia el año 1986— que se mantiene hasta hoy, de preocupación en torno a la temática indígena… supe incorporar la temática indígena en un esfuerzo por volverla comprensible y entendible a partir de las categorías que yo tenía; mi autoformación era básicamente marxista. (...) Comienza una obsesión, con distintas variantes, a fin de encontrar el hilo conductor sobre esa temática indígena desde el marxismo”. Y seguidamente realza el proyecto hegemónico del nuevo socialismo en base a estos nuevos sujetos: “Toda revolución implica un tipo de alianzas, aun la guerra de clases es exitosa si se logra aislar, desmoralizar, debilitar al adversario y acoplar a potenciales aliados, esa es la idea de una hegemonía”. Extraigamos como conclusión algo que a esta altura ya es evidente: si hay algún acuerdo estratégico en el marco de la reconstrucción de una nueva izquierda para el siglo XXI, es que ésta se tiene que apoyar con fuerza en nuevos “movimientos” que son mencionados y repetidos hasta el hartazgo por todos los teóricos que hemos repasado hasta aquí, incluidos Ernesto Laclau y Chantal Mouffe que, como vimos en el subcapítulo anterior, sentaron las bases teóricas post-marxistas para superar definitivamente el economicismo que sólo permitía ver la lucha socialista como una confrontación de clases sociales. Esos nuevos movimientos que el socialismo del Siglo XXI debe hegemonizar son fundamentalmente los indigenistas, ecologistas, derechohumanistas, y a los que en este primer tomo de esta obra les dedicaremos especial atención: las feministas y los homosexualistas (de estos últimos se encargará Nicolás Márquez en la segunda parte de la presente obra), eufemísticamente representados por lo que se ha dado en conocer como la “ideología de género”. Capítulo 2: Feminismo e ideología de género Por Agustín Laje I- La primera ola del feminismo Dado que el feminismo no puede ser abordado como una ideología unívoca, sus diversas expresiones suelen ser diferenciadas a través de “olas” que se van sucediendo unas a otras a través de la historia, y que llevan consigo importantes cambios político- teóricos respecto de sus predecesoras. De tal suerte que resulta necesario repasar rápidamente las principales características de estas distintas manifestaciones de feminismo, para escapar a los discursos reduccionistas que nos llevarían a generalizaciones peligrosas. En efecto, el feminismo radical, sobre el cual aquí concentramos nuestras críticas, nada tiene que ver con otros feminismos que la historia ha registrado y que nosotros, lejos de criticarlos, creemos que representaron progresos sociales importantes y necesarios. Los orígenes de lo que podemos llamar la “primera ola” feminista han de encontrarse en los tiempos del Renacimiento (Siglos XV y XVI), como período de transición entre la Edad Media y la Edad Moderna. Mujeres de gran inteligencia comienzan a reclamar el derecho a recibir educación de manera equitativa a la recibida por los hombres, y empiezan a notar y a hacer notar el papel socialmente relegado que juega la mujer de aquel entonces. Nuevos aires intelectuales se sienten fundamentalmente en Europa; los clásicos son releídos sin los anteojos arquetípicos del mundo medieval. Y así, a este momento de la historia corresponden obras tales como La ciudad de las damas de Christine de Pizan, escrita en 1405, y La igualdad de los sexos del sacerdote Poulain de la Barre, publicada en 1671. Entre medio de ellos, Cornelius Agrippa publica la célebre obra De la nobleza y la preexcelencia del sexo femenino en 1529. El padre Du Boscq escribe a favor de la educación abierta al público femenino en La mujer honesta. Al término del Siglo XVII, el filósofo Fontenelle publica sus Conversaciones sobre la pluralidad de los mundos. A la lista se puede sumar La novia perfecta de Antoine Héroët, El discurso docto y sutil de Margarita de Valois, entre otros ejemplos de los nuevos aires intelectuales concentrados en el flamante reclamo de y por la mujer. Pero la primera ola feminista no se va a expresar con toda su fuerza sino a causa de las nuevas condiciones sociales, políticas y económicas que se derivaron de las revoluciones de inspiración liberal del Siglo XVIII. Y no debe extrañar que así haya sido, atendiendo al marco ideológico en el cual aquéllas se originaron y desarrollaron, fundado en la igualdad natural entre los hombres y la libertad individual. Y ello sin dejar de considerar, por supuesto, la importancia del factor económico: estas revoluciones que traerán consigo el capitalismo liberal al mundo, crearán nuevas condiciones de vida para la mujer, la cual ve frente de sí todo un nuevo universo lleno de posibilidades fuera del hogar. Este primer feminismo surgido de las entrañas de las revoluciones liberales luchará, en términos generales, por el acceso a la ciudadanía por parte de la mujer: el derecho a la participación política y el derecho a acceder a la educación que, hasta entonces, había estado reservada para los hombres, estructuran el discurso del naciente feminismo de carácter liberal. El contexto filosófico imperante es funcional a este discurso. Voltaire postula la igualdad de mujeres y hombres, y llama a las primeras “el bello sexo”. Diderot les dice a las mujeres “Os compadezco” y denuncia que a lo largo de la historia “han sido tratadas como imbéciles”. Montesquieu determina que la mujer tiene todo lo que se necesita para poder tomar parte en la vida política. Condorcet publica en 1790 el texto “Sobre la admisión de las mujeres al derecho de ciudadanía”, donde concluye que los principios democráticos que se han inaugurado caben a todos por igual independientemente del sexo. “¿Por qué unos seres expuestos a embarazos y a indisposiciones pasajeras no podrían ejercer derechos de los que nunca se pensó privar a la gente que tiene gota todos los inviernos o que se resfría fácilmente?”, ironiza este último. *** Es en este contexto en el que estas nuevas demandas, al compás de las nuevas ideas, nacerán con especial relieve en el epicentro de las revoluciones de inspiración liberal: Inglaterra, Francia y Estados Unidos. Suele tomarse como obra fundacional de la primera ola feminista al libro Vindicación de los derechos de la mujer , de la inglesa Mary Wollstonecraft, centrado en la igualdad de inteligencia entre hombres y mujeres y en una reivindicación de la educación femenina. Nacida en 1759 y fallecida en 1797, Wollstonecraft trasciende como una de las más importantes escritoras de su tiempo, a pesar de no haber gozado de una educación que excediera el quehacer doméstico. Su carrera como escritora nace cuando recibe el encargo de escribir Pensamientos acerca de la educación de las niñas, donde ya empieza a formar sus ideas en defensa de una enseñanza que incluyera al sexo femenino, y llega a la cima con el citado Vindicación de los derechos de la mujer, redactado en apenas seis semanas de 1792, donde abroga por la participación política de la mujer, el acceso a la ciudadanía, la independencia económica y la inclusión en el sistema educativo. Quien recogerá el legado de Wollstonecraft durante buena parte del Siglo XIX en Inglaterra no será, sin embargo, una mujer, sino un hombre: John Stuart Mill. Su libro La sujeción de la mujer, publicado en 1869, es su obra más importante en esta materia, editada no sólo en su país de origen, sino también en Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, Alemania, Austria, Suecia, Italia, Polonia, Rusia, Dinamarca, entre otros países. Allí, Mill hace concreto hincapié en la desigualdad ante la ley entre hombres y mujeres, criticando especialmente el régimen marital de su época, el cual concedía derechos legales sobre los hijos solamente al padre (ni con la muerte del marido la madre gozaba de custodia legal de los hijos), enajenaba cualquier propiedad que pudiera tener la mujer en favor de su esposo, y hacía de ella prácticamente una propiedad de aquél: “La mujer no puede hacer nada sin el permiso tácito, por lo menos, de su esposo. No puede adquirir bienes más que para él; desde el instante en que obtiene alguna propiedad, aunque sea por herencia, para él es ipso facto” escribe John Stuart Mill. No obstante —es justo subrayarlo— el suyo no fue sólo un trabajo intelectual. También llevó, como diputado de la Cámara de los Comunes, estas demandas a la arena política. Así, propuso (sin éxito) que, en el marco de una reforma electoral que se trataba en sus días, se cambiase la palabra “hombre” por “persona”, de modo que pudiera habilitar el voto femenino. En este marco, en 1869 Inglaterra ve nacer la Sociedad Nacional del Sufragio Femenino, y en 1903 la Unión Social y Política Femenina, cuyo lema “Voto para las mujeres” —nombre también de su periódico semanal— presiona al Parlamento para que incluya políticamente a las mujeres. El objetivo recién sería cumplido en 1918, tras varios años de mucha tensión política y social. En Francia, por su parte, la primera ola feminista tiene su origen en la polémica Revolución de 1789. Durante esos días se genera una manifestación de feminismo de la cual poco se conoce, cuando un grupo de mujeres entienden que han quedado excluidas de la Asamblea General conformada tras la revolución, y hacen oír sus voces en los llamados “Cuadernos de Quejas”. Con el avance de la Revolución, la exclusión de las mujeres se acentúa: en 1793 los revolucionarios disuelven los clubes femeninos y establecen una normativa según la cual, por ejemplo, no pueden reunirse en la calle más de cinco mujeres. En 1795 se prohíbe expresamente a las mujeres la asistencia a las asambleas políticas. En las llamadas “codificaciones napoleónicas” (las nuevas formas de derecho francés) se consagra, entre otras cosas, la minoría de edad perpetua para las mujeres. El naciente sistema educacional estatal excluye a la mujer del nivel medio y superior, aunque su enseñanza primaria se declara graciable. Un dato pinta de cuerpo entero el clima de la época: uno de los grupos más radicales de la Revolución Francesa, “Los Iguales”, saca a la luz un panfleto titulado “Proyecto de una ley por la que se prohíba a las mujeres aprender a leer”. El mismísimo Jean-Jacques Rousseau, cuyo pensamiento influyó de manera determinante en la Revolución Francesa, escribe contra la inclusión educativa y política de la mujer en el Emilio (es precisamente a éste a quien responde Wollstonecraft en Vindicación…). Muchas mujeres terminan siendo guillotinadas por los revolucionarios, como Olimpia de Gouges, autora de la “Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana”, texto publicado en 1791 que buscaba equiparar jurídicamente a las mujeres respecto de los hombres. De tal suerte que, como un calco de la “Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano”, de Gouges había anotado que “La mujer nace libre y permanece igual al hombre en derechos. Las distinciones sociales sólo pueden estar fundadas en la utilidad común”, y que “La ley debe ser la expresión de la voluntad general; todas las Ciudadanas y Ciudadanos deben participar en su formación personalmente o por medio de sus representantes”. Toda una reivindicación de derechos civiles y políticos para su sexo. Años más tarde quien tomará la bandera de la mujer, como en Inglaterra con Mill, será un hombre: León Richier, fundador del periódico Los derechos de la mujer en 1869, y organizador del Congreso Internacional de los Derechos de la Mujer en 1878. En 1909 se fundará la Unión Francesa para el Sufragio Feminista, pero el derecho a votar recién será conquistado en 1945. En Estados Unidos el año que se suele tomar como referencia del surgimiento de la primera ola del feminismo es 1848, año en que se redacta la “Declaración de Seneca Falls”, el texto fundacional del sufragismo estadounidense. Éste es el resultado de una reunión que Elizabeth Cady Stanton, una activista del abolicionismo de la esclavitud, convoca en una capilla metodista de Nueva York, a los fines de “estudiar las condiciones y derechos sociales, civiles y religiosos de la mujer”, tal como rezaban los anuncios que se distribuyeron. Así como Olimpia de Gouges basó su Declaración de los Derechos de la Mujer en la Declaración de los Derechos del Hombre, la Declaración de Seneca Falls se basa en la Declaración de Independencia de Estados Unidos. La filósofa Amelia Valcárcel explica que la Declaración de Seneca Falls se erigió “desde postulados iusnaturalistas y lockeanos, acompañados de la idea de que los seres humanos nacen libres e iguales”. Entre otras cosas, allí se anota que “todos los hombres y mujeres son creados iguales; que están dotados por el creador de ciertos derechos inalienables, entre los que figuran la vida, la libertad y la persecución de la felicidad”. Se hace especial hincapié en reivindicar los derechos de participación política para la mujer y contra las restricciones de carácter económico imperantes en la época, como la prohibición de tener propiedades y dedicarse a la actividad comercial. Importantes políticos y pensadores norteamericanos como Abraham Lincoln y Ralph Emerson apoyan la causa de las mujeres. En 1866, el Partido Republicano presenta la Decimocuarta Enmienda a la Constitución, en la cual se concede el voto a los esclavos, pero la mujer continúa excluida. Dos años más tarde, en 1868, Estados Unidos ve nacer la Asociación Nacional para el Sufragio Femenino, y un año más tarde la Asociación Americana para el Sufragio Femenino. Ese mismo año, 1869, el primer Estado norteamericano concede el voto a las mujeres: Wyoming. Pero recién en 1918 se aprobará la Decimonovena Enmienda por la cual el voto femenino fue posible, gracias a un Congreso Republicano, setenta años después de la Declaración de Seneca Falls. Como hemos visto de la forma más sintética que nos fue posible exponer, las revoluciones liberales trajeron igualdad y libertad pero sólo para los hombres en sus comienzos. La ley seguía siendo dispareja, y las mujeres continuaron siendo un conjunto humano pre-cívico y al margen del sistema educativo. Pero el nuevo marco filosófico y las nuevas realidades económicas que las mismas revoluciones liberales apuntalaron, empezarán a transformar la moral de la época, y la preocupación por la situación de la mujer emergerá con gran fuerza. Por ello la primera ola del feminismo, de carácter liberal, también conocida como “sufragismo”, se caracterizó fundamentalmente por el acento puesto en la igualdad ante la ley, reivindicando derechos cívicos y políticos para el sexo femenino lo cual, lejos de representar un mal social, fue un gran aporte en favor de la Justicia. El final de esta historia es bien conocido. En muchos de los países industrializados las mujeres accedieron a los derechos políticos antes de la Primera Guerra Mundial. Y al término de la Segunda Guerra Mundial, en todos los países donde regía un sistema democrático, el voto se había por fin universalizado en favor del público femenino. Sin embargo, el feminismo no había agotado de ninguna manera su razón de ser, sino que estaba llamado a reinventarse. No otro que Ludwig von Mises, uno de los máximos referentes de la Escuela Austríaca de Economía, advirtió en 1922 por dónde se había empezado a desviar el feminismo y por cuáles vías se daría su desarrollo, dejándolo plasmado en un párrafo que vale la pena reproducir y que sería interesante que muchos libertarios que culturalmente hoy resultan funcionales al neomarxismo lo tuvieran en consideración: “Mientras el movimiento feminista se limite a igualar los derechos jurídicos de la mujer con los del hombre, a darle seguridad sobre las posibilidades legales y económicas de desenvolver sus facultades y de manifestarlas mediante actos que correspondan a sus gustos, a sus deseos y a su situación financiera, sólo es una rama del gran movimiento liberal que encarna la idea de una evolución libre y tranquila. Si, al ir más allá de estas reivindicaciones, el movimiento feminista cree que debe combatir instituciones de la vida social con la esperanza de remover, por este medio, ciertas limitaciones que la naturaleza ha impuesto al destino humano, entonces ya es un hijo espiritual del socialismo. Porque es característica propia del socialismo buscar en las instituciones sociales las raíces de las condiciones dadas por la naturaleza, y por tanto sustraídas de la acción del hombre, y pretender, al reformarlas, reformar la naturaleza misma”. No se equivocaba Mises, y así fue como las subsiguientes olas del feminismo no sólo se despojaron del discurso liberal, sino que se reubicaron en la trinchera del frente. II- La segunda ola del feminismo Si la primera ola del feminismo puede comprenderse como la preocupación por el lugar que la mujer ocupa en la sociedad iluminada por el marco conceptual del liberalismo, la segunda ola feminista se puede entender como dicha preocupación vista a través de los lentes de la ideología marxista y el socialismo. Aquí debemos efectuar una aclaración importante: muchos estudios sobre feminismo suelen dar un salto desde la ola sufragista que acabamos de ver, directamente a la “ola contemporánea” (llamada por ellos “segunda ola”) que tiene su punto de arranque en 1968, año del “Mayo Francés”. Ignoramos la razón, pero el feminismo de corte marxista, siguiendo este esquema, termina marginado de la historia del feminismo. De tal suerte que nosotros hemos decidido recuperarlo bajo los términos de un lugar destacado, ubicándolo como la “segunda ola” del feminismo, en razón de que su ataque a la propiedad privada y el capitalismo serán elementos que se trasladarán, más tarde, al feminismo de nuestros tiempos como parte central de su discurso. Las raíces más hondas del feminismo marxista pueden hallarse en socialistas utópicos como Saint-Simon y Fourier. En efecto, en su proyecto utópico contrario al capitalismo aquéllos se habían detenido a pensar en la emancipación de la mujer a través de la emancipación total de la sociedad, con arreglo al “amor fraterno” y a la inclusión de aquélla en la vida económico-productiva. Las utopías socialistas además de arremeter contra la propiedad privada, plantearon también la desaparición del matrimonio como institución social. Pero el verdadero punto de arranque del feminismo marxista lo dará, descartando de raíz el método utópico, no otro que Friedrich Engels quien, una vez muerto su socio intelectual Karl Marx, ahondó desde el materialismo dialéctico marxista la cuestión de la mujer y la familia en su obra El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, publicada en 1884. Allí, Engels presenta un trabajo de base antropológica (fundamentado principalmente en los estudios del célebre antropólogo Lewis Morgan) a través del cual va siguiendo un presunto esquema de evolución del hombre y la sociedad, desde el salvajismo hasta la civilización, haciendo foco en los cambios acontecidos en la institución familiar. Su interés final estriba en mostrar que la familia monogámica es apenas un tipo de familia que nace como reflejo de la aparición y el desarrollo de la institución de la propiedad privada. Antes de ella habrían existido esquemas familiares muy diferentes a los de hoy: “el estudio de la historia primitiva nos revela un estado de cosas en que los hombres practican la poligamia y sus mujeres la poliandria y en que, por consiguiente, los hijos de unos y otros se consideran comunes”. Asumiendo Engels que esta afirmación era válida, la forma más antigua de matrimonio a la que recurre para dar sentido a su teoría es el llamado “matrimonio por grupos”, en el cual cada hombre tenía muchas mujeres, y supuestamente cada mujer muchos hombres. En estado salvaje ni siquiera el incesto supone límite moral, y Engels cita notas de Marx al respecto: “En los tiempos primitivos, la hermana era la esposa, y esto era moral”. De tal suerte que la primera exclusión sexual se refirió a las relaciones carnales entre padres e hijos; la segunda, entre hermanos. Como veremos más tarde, el feminismo de la tercera ola y el feminismo “queer” otorgarán al incesto y a la pedofilia el lugar de una de sus reivindicaciones más despreciables. Pero volviendo al texto que nos compete, subsiste un problema clave en el sistema de parentesco bajo esta estructura familiar que nos plantea Engels como presunta edad dorada: la descendencia se establece exclusivamente por línea materna, puesto que en los “matrimonios por grupo” sólo se tiene seguridad sobre el vínculo maternal respecto de la criatura. De tal suerte que Engels nos muestra una comunidad primigenia y virtualmente salvaje en la que prevalece la mujer: “la economía doméstica comunista significa predominio de la mujer en la casa lo mismo que el reconocimiento exclusivo de la madre propia, en la imposibilidad de conocer con certidumbre al verdadero padre, significa una profunda estimación de las mujeres (…). Habitualmente, las mujeres gobernaban en la casa; las provisiones eran comunes, pero ¡desdichado el pobre marido o amante que era demasiado holgazán o torpe para aportar su parte al fondo de provisiones de la comunidad!”. Este aparente sistema de comunismo primitivo mantendría, como vemos, un régimen matriarcal. A Engels no se le ocurre pensar en cuestiones tan elementales como la diferencia física existente entre hombres y mujeres, y lo que ello ha significado para la dominación de los primeros sobre las segundas en épocas pasadas donde, como es conocido, el poder estaba íntimamente ligado a la fuerza física. Es más, Engels llega a pintar el paraíso hembrista que describe arguyendo (y fantaseando) que las mujeres de entonces estaban en mejor posición respecto de las mujeres de épocas modernas: “La señora de la civilización, rodeada de aparentes homenajes, extraña a todo trabajo efectivo, tiene una posición social muy inferior a la de la mujer de la barbarie, que trabaja de firme, se ve en su pueblo conceptuada como una verdadera dama (lady, frowa, frau = señora) y lo es efectivamente por su propia posición”. Como buen materialista dialéctico, Engels encontrará que el desarrollo de las formas de la institución familiar constituye un reflejo del desarrollo de las condiciones económicas. La acumulación de riqueza dio paso, más temprano que tarde, al surgimiento de la propiedad privada. En efecto, la división del trabajo familiar puso sobre el hombre la función de procurar alimentos y herramientas, con lo cual aquél se fue apropiando de a poco de éstos. El problema subsistente era que, dado que la descendencia se establecía por línea materna, los hijos heredaban de la madre, pero no de su padre. Así, el hombre irá tomando preeminencia por sobre la mujer a medida que aumentaba la riqueza, y tal cosa le permitirá empezar a modificar también la forma en que se establecía la línea de descendencia y, por tanto, el derecho de herencia. Nace aquí en el discurso marxista un régimen cuyo nombre estructura el discurso del feminismo contemporáneo: “Resultó de ahí una espantosa confusión, la cual sólo podía remediarse y fue en parte remediado con el paso al patriarcado”, concluye el socio de Marx. ¿Qué nos dice Engels en una palabra? Pues que es la aparición de la propiedad privada la que derroca el “paraíso comunista matriarcal” y nos trae el régimen de dominación masculina. La propiedad privada, causal de la explotación de las clases, es causal también de la explotación de los sexos. “El derrocamiento del derecho materno fue la gran derrota histórica del sexo femenino en todo el mundo. El hombre empuñó también las riendas en la casa; la mujer se vio degradada, convertida en la servidora, en la esclava de la lujuria del hombre, en un simple instrumento de reproducción”, escribía Engels. Es llamativo el parangón lingüístico que se hace con el conflicto de clases. Parece, en efecto, que se estuviera hablando exactamente de lo mismo, y de hecho tendrían, según la teoría marxista, el mismo origen en la existencia de la propiedad privada. ¿Y si coinciden en el origen, no deberían coincidir por añadidura en las formas de provocar su final? Si algo faltara para terminar de sellar el mentado parangón, Engels imprime una oración determinante: “El hombre es en la familia el burgués; la mujer representa en ella al proletariado”. La operación hegemónica no puede ser más clara: lucha de sexos y lucha de clases tienen origen en lo mismo y deben en consecuencia unirse para acabar con el sistema que reproduce la dominación de las partes subalternas claramente identificadas: mujeres y obreros. Es importante hacer notar también el mito que se esconde detrás de estas ideas, que no es otro que el del “buen salvaje”, mito trillado que permitió a Tomás Moro componer su Utopía, a Montaigne idealizar al indio americano en Los ensayos, a Rousseau fantasear con su “hombre en estado de naturaleza” (por supuesto, cada uno con sus grandes diferencias), y a la izquierda de nuestros tiempos delirar con el culto al indigenismo. El mito funciona de manera más que sencilla: se construye una antropología de ficción donde las condiciones de existencia son un reflejo de nuestros deseos de un mundo perfecto, se busca a continuación un chivo expiatorio que provocó la “caída”, y se plantean los conductos a través de los cuales es factible volver hacia atrás pero yendo presuntamente para adelante (de ahí que, paradójicamente, se digan “progresistas”). Esos conductos no suelen ser otros que las revoluciones sangrientas —como se hace explícito en el planteo de Montainge, o del propio Engels— cuyo sufrimiento es subsanado por la construcción —o mejor dicho, la devolución— del paraíso a la Tierra. De manera que nos encontramos frente a un mito mesiánico, frente a una secularización del movimiento milenarista bajo el que se colocaron algunos cristianos de los primeros tiempos, cuya convicción indicaba que Cristo traería su reino a la Tierra durante mil años. Así, mediante una transformación repentina, la Tierra se hace paraíso; se regresa al estado previo a la caída, en el caso de los milenaristas, por obra y gracia de Dios; en el caso de los izquierdistas, por obra y gracia de la abolición de la propiedad privada. Es dable notar, pues, el carácter de religión política que entraña el marxismo. ¿Cuáles son entonces las consecuencias estratégicas y prácticas que se derivan de este feminismo marxista en comparación con el feminismo liberal repasado más arriba? Pues que el feminismo liberal entendía que era posible resolver los problemas que él mismo planteaba introduciendo reformas electorales y educativas (fue, de hecho, lo que John Stuart Mill intentó personalmente desde su banca), pero el marxista sólo puede resolver la cuestión con arreglo a una revolución violenta que acabe con la propiedad privada y con la familia como institución social, pues aquí se halla el germen del mal: “La liberación de la mujer exige, como condición primera, la reincorporación de todo el sexo femenino a la industria social, lo que a su vez requiere que se suprima la familia individual como unidad económica de la sociedad” concluye Engels. Esto es lo que se intentará, precisamente, en la Unión Soviética tras el triunfo revolucionario del bolcheviquismo como luego veremos con más profundidad. León Trotsky, padre del Ejército Rojo, ya declaraba en Escritos sobre la cuestión femenina, en clara sintonía con Engels, que “cambiar de raíz la situación de la mujer no será posible hasta que no cambien todas las condiciones de la vida social y doméstica”. ¿Y qué significa “cambiar de raíz…”? Pues un eufemismo para decir de otra forma lo que Marx anotó claramente en sus Tesis sobre Feuerbach (tesis IV): “Si el origen de la familia celestial no es más que la prefiguración de la misma familia terrena humana, es a ésta a la que hay que destruir”. Lo cierto es que la estrategia consistente en hegemonizar las demandas femeninas por parte de los movimientos del proletariado, establecida por el propio Engels, se puso en práctica incluso antes de la revolución. En Mis recuerdos de Lenin, la marxista alemana Clara Zetkin cuenta que: “El camarada Lenin habló conmigo repetidas veces acerca de la cuestión femenina. Efectivamente, atribuía al movimiento femenino una gran importancia, como parte esencial del movimiento de masas, del que, en determinadas condiciones, puede ser una parte decisiva”. El panfleto “A las obreras de Kiev”, lanzado dos años antes de la revolución de Octubre por los bolcheviques, vincula el problema de la mujer con el problema obrero: “En la fábrica, en el taller, ella trabaja para un empresario capitalista, en la casa lo hace para la familia. Miles de mujeres venden su fuerza de trabajo al capital; miles de esclavos alquilan su trabajo; miles y cientos de miles sufren el yugo de la familia y la opresión social. (…) ¡Camaradas trabajadoras! Los compañeros trabajan duro junto a nosotras. Su destino y el nuestro es el mismo”. ¿Puede ser más clara la estrategia hegemónica? Aleksandra Mijaylovna Kollontay fue una de las feministas soviéticas más reconocidas. Uno de sus escritos más famosos es El comunismo y la familia, publicado en 1921, donde retoma el mito engelsiano del paraíso matriarcal original, que resulta diezmado por la aparición de la propiedad privada y que, con el desarrollo del capitalismo, las mujeres pasan a ser doblemente oprimidas: como trabajadoras fuera del hogar, y como amas de casa dentro de aquél. “El capitalismo ha cargado sobre los hombros de la mujer trabajadora un peso que la aplasta; la ha convertido en obrera, sin aliviarla de sus cuidados de ama de casa y madre”. Kollontay entiende que el deber del comunismo no consiste en devolver a la mujer a su hogar, sino en despojarla de las obligaciones domésticas. En este orden de ideas, la feminista soviétic