El Diosero PDF - Novela Mexicana (1952)
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1960
Francisco Rojas González
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Summary
El Diosero, by Francisco Rojas González, is a novel set in Mexico. Originally published in 1952, this story is about Crisanta, a young indigenous woman, who goes through childbirth. The novel presents vivid descriptions of the Zoque culture and the challenges faced by women in traditional Mexican society. The novel showcases realism of the period.
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## El Diosero **Francisco Rojas González** **Primera edición (Letras Mexicanas), 1952** **Segunda edición,** **1955** **Tercera edición,** **1960** **Cuarta edición (Colección Popular), 1960** **Trigesimacuarta reimpresión,** **2008** **Rojas González, Francisco** **El diosero / Francisco Rojas...
## El Diosero **Francisco Rojas González** **Primera edición (Letras Mexicanas), 1952** **Segunda edición,** **1955** **Tercera edición,** **1960** **Cuarta edición (Colección Popular), 1960** **Trigesimacuarta reimpresión,** **2008** **Rojas González, Francisco** **El diosero / Francisco Rojas González.** **México: FCE, 1960** **134 р.; 17 x 11 cm - (Colec. Popular; 16)** **ISBN 978-968-16-0610-7** **4a ed.** **1. Cuentos Mexicanos 2. Literatura Mexicana - Siglo XX I. Ser. II. t.** **LC PQ7297. R713** **Dewey M863 R413d** **Distribución mundial** **Comentarios y sugerencias:** **[email protected]** **www.fondodeculturaeconomica.com** **Tel. (55)5227-4672 Fax (55)5227-4694** **Empresa certificada ISO 9001:2000** **D. R. 1952, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA** **Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D.F.** Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra -incluido el diseño tipográfico y de portada-, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito del editor. **ISBN 978-968-16-0610-7** **Impreso en México Printed in Mexico** ### LA TONA CRISANTA descendía por la vereda que culebreaba entre los peñascos de la loma clavada entre la aldea y el río, de aquel río bronco al que tributaban los torrentes que, abriéndose paso entre jarales y yerbajos, se precipitaban arrastrando tras sí costras de roble hurtadas al monte. Tendido en la hondo-nada, Tapijulapa, el pueblo de indios pastores. Las torrecitas de la capilla, patinadas de fervores y la-mosas de años, perforaban la nube aprisionada en-tre los brazos de la cruz de hierro. Crisanta, india joven, casi niña, bajaba por el sendero; el aire de la media tarde calosfriaba su cuerpo encorvado al peso de un tercio de leña; la cabeza gacha y sobre la frente un manojo de cabe-llos empapados de sudor. Sus pies -garras a ra-tos, pezuñas por momentos- resbalaban sobre las lajas, se hundían en los líquenes o se asentaban como extremidades de plantígrado en las planadas del senderillo... Los muslos de la hembra, negros y macizos, asomaban por entre los harapos de la enagua de algodón, que alzaba por delante hasta arriba de las rodillas, porque el vientre estaba ur-gido de preñez... la marcha se hacía más penosa a cada paso; la muchacha deteníase por instantes a to-mar alientos; mas luego, sin levantar la cara, reanu-daba el camino con ímpetus de bestia que embis-tiera al fantasma del aire. Pero hubo un momento en que las piernas se ne-garon al impulso, vacilaron. Crisanta alzó por pri-mera vez la cabeza e hizo vagar sus ojos en la ex- tensión. En el rostro de la mujercita zoque cayó un velo de angustia; sus labios temblaron y las ale-tas de su nariz latieron, tal si olfatearan. Con pasos inseguros la india buscó las riberas; diríase llevada entonces por un instinto, mejor que impulsada por un pensamiento. El río estaba cerca, a no más de veinte pasos de la vereda. Cuando estuvo en las márgenes, desató el "mecapal" anudado a su frente y con apremios depositó en el suelo el fardo de leña; luego, como lo hacen todas las zoques, todas: la abuela, la madre, la hermana, la amiga, la enemiga, remangó hasta arriba de la cintura su faldita an-drajosa, para sentarse en cuclillas, con las piernas abiertas y las manos crispadas sobre las rodillas amoratadas y ásperas. Entonces se esforzó al lan-cetazo del dolor. Respiró profunda, irregularmen-te, tal si todas las dolencias hubiéransele anidado en la garganta. Después hizo de sus manos, de aque-Ilas manos duras, agrietadas y rugosas de fatigas, utensilios de consuelo, cuando las pasó por el ex-cesivo vientre ahora convulso y acalambrado. Los ojos escurrían lágrimas que brotaban de las escle-róticas congestionadas. Pero todo esfuerzo fue vano. Llevó después sus dedos, únicos instrumentos de alivio, hasta la entrepierna ardorosa, tumefacta y de ahí los separó por inútiles... Luego los encajó en la tierra con fiereza y así los mantuvo, pujando rabia y desesperación... De pronto la sed se hizo otra tortura... y allá fue, arrastrándose como co-yota, hasta llegar al río: tendióse sobre la arena, intentó beber, pero la náusea se opuso cuantas ve-ces quiso pasar um trago; entonces mugió su deses-peración y rodó en la arena entre convulsiones. Así la halló Simón su marido. Cuando el mozo llego hasta su Crisanta, ella lo recibió con palabras duras en lengua zoque; pero Simón se había hecho sordo. Con delicadeza la le-vantó en brazos para conducirla su choza, aquel jacal pajizo, incrustado en la falda de la loma. El hombrecito depositó en el petate la carga trémula de dos vidas y fue en busca de Altagracia, la coma-drona vieja que moría de hambre en aquel pueblo en donde las mujeres se las arreglaban solas, a ori-llas del río, sin más ayuda que sus manos, su es-fuerzo y sus gemidos. Altagracia vino al jacal seguida de Simón. La vieja encendió un manojo de ocote que dejó arder sobre una olla, en seguida, con ademanes complica-dos y posturas misteriosas, se arrodilló sobre la tierra apisonada, rezó un credo al revés, empezando por el "amén" para concluir en el "...padre, Dios en creo"; fórmula, según ella, "linda" para sacar de apuros a la más comprometida. Después siguió prac-ticando algunos tocamientos sobre la barriga de-forme. -No te apures, Simón, lueg la arreglamos. Esto pasa siempre con las primerizas... ¡Hum, las veces que me ha tocado batallar con ellas...! -dijo. -Obre Dios -contestó el muchacho mientras echaba la fogata una raja resinosa. -¿Hace mucho que te empezaron los dolores, hija? Y Crisanta tuvo por respuesta sólo un rezongo. -Vamos a ver, muchacha -siguió Altagracia-: dobla tus piernas... Así, flojas. Resuella hondo, puja, puja fuerte cada vez que te venga el dolor... Más fuerte, más... ¡Grita, hija...! Crisanta hizo cuanto se le dijo y más; sus piernas fueron hilachos, rugió hasta enronquecer y sangró sus puños a mordidas. -Vamos, ayúdame muchachita -suplicó la vieja en los momentos en que pasaba rudamente sus manos sobre la barriga relajada, pero terca en con-servar la carga... Y los dedazos de uñas corvas y negras echaban toda su habilidad, toda su experiencia, todas sus mañas en los frotamientos que empezaban en las mamas rotundas, para acabar en la pelvis abultada y lampiña. Simón, entre tanto, habíase acurrucado en un rin-cón de la choza; entre sus piernas un trozo de ma-dera destinado a ser cabo de azadón. El chirrido de la lima que aguzaba un extremo del mango dis-traía el enervamiento, robaba un poco la ansiedad del muchacho. -Anda, madrecita, grita por vida tuya... Puja, encorajínate... Díme chiches de perra; pero date prisa... Pare, haragana. Pare hembra o macho, pero pronto... ¡Cristo de Esquipulas! La joven no hacía esfuerzo ya; el dolor se había apuntado un triunfo. Simón trataba ahora de insertar a golpes el man-go dentro del arillo del azadón; de su boca entre abierta salían sonidos roncos. Altagracia sudorosa y desgreñada, con las manos tiesas abiertas en abanico, se volvió hacia el mu-chacho quien había logrado, por fin, introducir el astil en la argolla de la azada; el trabajo había ale-jado un poco a su pensamiento del sitio en que se escenificaba el drama. -Todo es de balde, Simón, viene de nalgas -dijo la vieja a gritos, mientras se limpiaba la frente con el dorso de su diestra. Y Simón, como si volviese del sueño, como si hubiese sido sustraído por las destempladas pala-bras de una región luminosa y apacible: -¿De nalgas? Bueno... ¿y'hora qué? La vieja no contestó; su vista vagaba por el te-cho del jacal. -De ahí -dijo de pronto-, de ahí, de la viga madre cuelga la coyunda para hacer con ella el co-lumpio... Pero pronto, muévete -ordenó Alta-gracia. -No, eso no -gimió él. -Anda, vamos a hacer la última lucha... Cuelga la coyunda y ayúdame a amarrar a la muchacha por los sobacos. Simón trepó sin chistar por los amarres de los muros pajizos e hizo pasar la cinta de jarcia sobre el morillo horizontal que sostenía la techumbre. -Jala fuerte... fuerte, con ganas. ¡Hum, no pa-reces hombre...! Jala, demonio. A poco Crisanta era un títere que pateaba y se retorcía pendiente de la coyunda. Altagracia empujó al cuerpo de la muchacha... Ahora más que pelele, era una péndola de tragedia, un pezón de delirio... Pero Crisanta ya no hacía nada por ella, había caído en un desmayo convulsivo. --Corre, Simón -dijo Altagracia con acento alar-mado, ve a la tienda y compra un peso de chile seco; hay que ponerlo en las brasas para que el humo la haga toser. Ella ya no puede, se está pa-sando... Mientras tú vas y vienes, yo sigo mi lucha con la ayuda de Dios y de María Santísima... Le voy a trincar la cintura con mi rebozo, a ver si ast sale... ¡Corre por vida tuya! Simón ya no escuchó las últimas palabras de la vieja; había salido en carrera para cumplir el en-cargo. En el camino tropezó con Trinidad Pérez, su ami-go el peón de la carretera inconclusa que pasaba a corta distancia de Tapijulapa. -Aguárdate, hombre, saluda siquiera -gritó Tri-nidad Pérez. -Aquélla está pariendo desde antes de que el sol se metiera y es hora que todavía no puede -infor-mó el otro sin detenerse. Trinidad Pérez se emparejó con Simón, los dos corrían. -Le está ayudando doña Altagracia... Por luchas no ha quedado. -¿Quieres un consejo, Simón? -Viene... -Vete al campamento de los ingenieros de la ca-rretera. Allí está un doctor que es muy buena gen-te, llámalo. -¿Y con qué le pago? -Si le dices lo pobres que somos, él entenderá... Anda, déjate de Altagracia. Simón ya no reflexionó más y en lugar de torcer hacia la tienda, tomó por el atajo que más pronto lo llevaría al campamento. La luna, muy alta, decía que la media noche estaba cercana. Frente al médico, un viejo amable y bromista, Simón el indio zoque no tuvo necesidad de hablar mucho y, por ello, tampoco poner en evidencia su mal español. -¿Por qué se les ocurrirá las mujeres hacer sus gracias precisamente a estas horas? -se pregun- tó el doctor a sí mismo, mientras un bostezo ahoga-ba sus últimas palabras... Mas luego de despere-zarse, añadió de buen talante: ¿Por qué se nos ocurre a algunos hombres ser médicos? Iré, mucha-cho, iré luego, no faltaba más... ¿Está bueno el camino hasta tu pueblo? -Bueno, parejito, como la palma de la mano... El médico guardó en su maletín algunos instru-mentos niquelados, una jeringa hipodérmica y un gran paquete de algodón; se caló su viejo "pana-má", echó "a pico de botella" un buen trago de mez-cal, aseguró sus ligas de ciclista sobre las "valen-cianas" del pantalón de dril y montó en su bicicleta, mientras escuchaba a Simón que decía: -Entrando por la zurda, es la casita más repe-gada a la loma. Cuando Simón llegó a su choza, lo recibió un vagido largo y agudo, que se confundió entre el ca-careo de las gallinas y los gruñidos de "Mit-Chueg", el perro amarillo y fiel. Simón sacó de la copa de su sombrero un gran pañuelo de yerbas; con él se enjugó el sudor que le corría por las sienes; luego respiró profundo, mientras empujaba tímidamente la puertecilla de la choza. Crisanta, cubierta con un sarape desteñido, yacía sosegada. Altagracia retiraba ahora de la lumbre una gran tinaja con agua caliente, y el médico, con la camisa remangada, desmontaba la aguja de la je-ringa hipodérmica. -Hicimos un machito-dijo con voz débil y en la aglutinante lengua zoque Crisanta cuando miró a su marido. Entonces la boca de ella se iluminó con el brillo de dos hileras de dientes como grani-tos de elote. -¿Macho? -preguntó Simón orgulloso-. Ya lo decía yo... Tras de pescar el mentón de Crisanta entre sus dedos toscos e inhábiles para la caricia, fue a mirar a su hijo, a quien se disponían a bañar el doctor y Altagracia. El nuevo padre, rudo como un peñas-co, vio por unos instantes aquel trozo de canela que se debatía y chillaba. -Es bonito -dijo: se parece a aquélla en lo trompudo -y señaló con la barbilla a Crisanta. Luego, con un dedo tieso y torpe, ensayó una ca-ricia en el carrillo del recién nacido. -Gracias, doctorcito... Me ha hecho usté el hombre más contento de Tapijulapa. Y sin agregar más, el indio fue hasta el fogón de tres piedras que se alzaba en medio del jacal. Ahí se había amontonado gran cantidad de ceniza. En un bolso y a puñados, recogió Simón los resi-duos. El médico lo seguía con la vista, intrigado. El muchacho, sin dar importancia a la curiosidad que despertaba, echose sobre los hombros el costalillo y así salió del jacal. -¿Qué hace ése? -inquirió el doctor. Entonces Altagracia habló dificultosamente en español: -Regará Simón la ceniza alrededor de la casa... Cuando amanezca saldrá de nuevo. El animal que haya dejado pintadas sus huellas en la ceniza será la tona del niño. El llevará el nombre del pájaro o la bestia que primero haya venido saludarlo; coyote o tejón, chuparrosa, liebre o mirlo, asegún... -¿Tona has dicho? -Sí, tona, ella lo cuidará y será su amiga siem-pre, hasta que muera. -Ahá -dijo el médico sonriente-, se trata de buscar al muchacho un espíritu tutelar... -Sí, aseguró la vieja -ése es el costumbre de po'acá... -Bien, bien, mientras tanto, bañémoslo, para que el que ha de ser su tona lo encuentre limpieci-to y buen mozo. Cuando regresó Simón con el bolso vacío de cenizas, halló a su hijo arropadito y fresco, pegado al hombro de la madre. Crisanta dormía dulce y profundamente... El médico se disponía a mar-charse. -Bueno, Simón -dijo el doctor-, estás servido. -Yo quisiera darle a su mercé mas que juera un puñito de sal... -Deja, hombre, todo está bien... Ya te traeré unas medicinas para que el niño crezca saludable y bonito... -Señor doctor -agregó Simón con acento agra-decido-, hágame su mercé otra gracia, si es tan bueno. -Dime, hombre. -Yo quisiera que su persona juera mi compa-dre... Lleve usté a cristianar a la criaturita. ¿Quere? -Sí, con mucho gusto, Simón, tú me dirás. -El miércoles, por favor, es el día en que viene el padre cura. -El miércoles vendré... Buenas noches, Simón... Adiós, Altagracia, cuida a la muchacha y al niño... Simón acompañó al médico hasta la puerta del jacal. Desde ahí lo siguió con la vista. La bicicleta tomó los altibajos del camino gallardamente; su ojo ciclópeo se abría paso entre las sombras. Un conejo encandilado cruzó la vereda. Puntual estuvo el médico el miércoles por la ma-ñana. La esquila llamó a misa, los zoques vestidos de limpio aguardaban en el atrio. La chirimía tocaba aires alegres. Tronaban los cohetes. Todos los ahí reunidos, hombres y mujeres, esperaban ansiosos la llegada de Simón y su comitiva bautismal. Por allá, hacia la loma, se miró al grupo que se dirigía a la iglesia. Crisanta, fresca y rozagante, car-gaba a su hijo seguida de Altagracia, la madrina. Atrás de ellas, Simón y el médico charlaban ami-gablemente... -¿Y qué nombre le vas a poner a mi ahijado, compadre Simón? -Pos verá usté, compadrito doctor... Damián, porque así dice el calendario de la iglesia... Y Be-cicleta, porque ésa es su tona, así me lo dijo la ceniza... -Conque ¿Damián Bicicleta? Es un bonito nom-bre, compadre... -Axcale- afirmó muy categóricamente el zoque. ### LOS NOVIOS ÉL ERA de Bachajón, venía de una familia de alfare-ros; sus manos desde niñas habían aprendido a re-dondear la forma, a manejar el barro con tal deli-cadeza, que cuando moldeaba, más parecía que hiciera caricias. Era hijo único, mas cierta inquie-tud nacida del alma lo iba separando día a día de sus padres, llevado por un dulce vértigo... Hacía tiempo que el murmullo del riachuelo lo extasiaba y su corazón tenía palpitaciones desusadas; también el aroma a miel de abejas de la flor de pascua ha-bía dado por embelesarlo, y los suspiros acurruca-dos en su pecho brotaban en silencio, a ocultas, como aflora el desasosiego cuando se ha cometido una falta grave... A veces se posaba en sus labios una tonadita tristona, que él tarareaba quedo, tal si saboreara egoístamente un manjar acre, pero gra-tísimo. "Ese pájaro quiere tuna" -comentó su pa-dre cierto día, cuando sorprendió el canturreo. El muchacho lleno de vergüenza no volvió a can-tar; pero el padre -Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón- se había adueñado del secreto de su hijo. Ella también era de Bachajón; pequeña, redon-dita y suave. Día con día, cuando iba por el agua al riachuelo, pasaba frente al portalillo de Juan Lu-cas... Ahí un joven sentado ante una vasija de barro crudo, un cántaro redondo y botijón, al que nunca daban fin aquellas manos diestras e incan-sables... Sabe Dios como, una mañanita chocaron dos mi-radas. No hubo ni chispa, ni llama, ni incendio después de aquel tope, que apenas si pudo hacer palpitar las alas del petirrojo anidado entre las ra-mas del granjeno que crecía en el solar. Sin embargo, desde entonces, ella acortaba sus pasos frente a la casa del alfarero y de ganchete arriesgaba una mirada de urgidas timideces. Él, por su parte, suspendía un momento su la-bor, alzaba los ojos y abrazaba con ellos la silueta que se iba en pos del sendero, hasta perderse en el follaje que bordea el río. Fue una tarde refulgente, cuando el padre -Juan Lucas, indio tzeltal de Bachajón- hizo a un lado el torno en que moldeaba una pieza... Siguió con la suya la mirada de su muchacho, hasta llegar al sitio en que éste la había clavado... Ella, el fin, el de-signio, al sentir sobre sí los ojos penetrantes del viejo, quedó petrificada en medio de la vereda. La cabeza cayó sobre el pecho, ocultando el rubor que ardía en sus mejillas. -¿Esa es? -preguntó en seco el anciano a su hijo. -Sí-respondió el muchacho, y escondió su des-concierto en la reanudación de la tarea. El "Prencipal", un indio viejo, venerable de años e imponente de prestigios, escuchó solícito la de-manda de Juan Lucas: -El hombre joven, como el viejo, necesitan la compañera, que para el uno es flor perfumada y, para el otro, bordón... Mi hijo ya ha puesto sus ojos en una. -Cumplamos la ley de Dios y démosle goce al muchach como tú y yo, Juan Lucas, lo tuvimos un día... ¡Tú dirás lo que se hace! -Quiero que pidas a la niña para mi hijo. -Ése es mi deber como "Prencipal"... Vamos, ya te sigo, Juan Lucas. Frente a la casa de la elegida, Juan Lucas, carga-do con una libra de chocolate, varios manojos de cigarrillos de hoja, un tercio de leña y otro de "oco-te", aguarda, en compañía del "Prencipal" de Ba-chajón, que los moradores del jacal ocurran a la llamada que han hecho sobre la puerta. A poco, la etiqueta indígena todo lo satura: -Ave María Purísima del Refugio -dice una voz que sale por entre las rendijas del jacal. -Sin pecado original concebida -responde el "Prencipal". La puertecilla se abre. Gruñe un perro. Una nube de humo atosigante recibe a los recién llega-dos que pasan al interior; llevan sus sombreros en la mano y caravanean a diestro y siniestro. Al fondo de la choza, la niña motivo del cere-monial acontecimiento echa tortillas. Su cara, enro-jecida por el calor del fuego, disimula su turbación a medias, porque está inquieta como tórtola recién enjaulada; pero acaba por tranquilizarse frente al destino que de tan buena voluntad le están apare-jando los viejos. Cerca de la puerta el padre de ella, Mateo Bau-tista, mira impenetrable a los recién llegados. Bibia-na Petra, su mujer, gorda y saludable, no esconde el gozo y señala a los visitantes dos piedras para que se sienten. -¿Sabes a lo que venimos? -pregunta por fórmu-la el "Prencipal". -No-contesta mintiendo descaradamente Ma-teo Bautista-. Pero de todas maneras mi pobre casa se mira alegre con la visita de ustedes. -Pues bien, Mateo Bautista, aquí nuestro vecino y prójimo Juan Lucas pide a tu niña para que le caliente el tapexco a su hijo. -No es mala la respuesta... pero yo quiero que mi buen prójimo Juan Lucas no se arrepienta al-gún día: mi muchachita es haragana, es terca y es tonta de su cabeza... Prietilla y chata, pues, no le debe nada la hermosura... No sé, la verdad, qué le han visto... -Yo tampoco -tercia Juan Lucas- he tenido inteligencia para hacer a mi hijo digno de suerte buena... Es necio al querer cortar para él una flo-recita tan fresca y olorosa. Pero la verdad es que al pobre se le ha calentado la mollera y mi deber de padre es, pues... En un rincón de la casucha Bibiana Petra sonríe ante el buen cariz que toman las cosas: habrá boda, así se lo indica con toda claridad la vehemencia de los padres para desprestigiar a sus mutuos retoños. -Es que la decencia no deja a ustedes ver nada bueno en sus hijos... La juventud es noble cuando se le ha guiado con prudencia - dice el "Prencipal" recitando algo que ha repetido muchas veces en actos semejantes. La niña, echada sobre el metate, escucha; ella es la ficha gorda que se juega en aquel torneo de pala-bras y, sin embargo, no tiene derecho ni siquiera a mirar frente a frente a ninguno de los que en él intervienen. -Mira, vecino y buen prójimo -agrega Juan Lu-cas, acepta estos presentes que en prueba de buena fe yo te oferto. Y Mateo Bautista, con gran dignidad, remuelo las frases de rigor en casos tan particulares. -No es de buena crianza, prójimo, recibir rega-los en casa cuando por primera vez nos son ofreci-dos, tú lo sabes... Vayan con Dios. Los visitantes se ponen en pie. El dueño de la casa ha besado la mano del "Prencipal" y abrazado tiernamente a su vecino Juan Lucas. Los dos úl-timos salen cargados con los presentes que la exi-gente etiqueta tzeltal impidió aceptar al buen Mateo Bautista. La vieja Bibiana Petra está rebosante de gusto: el primer acto ha salido a maravillas. La muchacha levanta con el dorso de su mano el mechón de pelo que ha caído sobre su frente y se da prisa para acabar de tortear el almud de masa que se amontona a un lado del comal. Mateo Bautista, silencioso, se ha sentado en cu-clillas a la puerta de su choza. -Bibiana -ordena-, traeme un trago de guaro. La rojiza mujer obedece y pone en manos de su marido un jarro de aguardiente. El empieza a beber despacio, saboreando los sorbos. A la semana siguiente la entrevista se repite. En aquella ocasión, visitantes y visitado deben beber mucho guaro y así lo hacen... Mas la petición reite-rada no se acepta y vuélvense a rechazar los presen-tes, enriquecidos ahora con jabones de olor, mar-quetas de panela y un saco de sal. Los hombres hablan poco esta vez; es que las palabras pierden su elocuencia frente al protocolo indoblegable. La niña ha dejado de ir por agua al río -así lo establece el ritual consuetudinario-, pero el mu-chacho no descansa sus manos sabias en palpitacio-nes sobre la redondez sugerente de las vasijas. Durante la tercera visita, Mateo Bautista ha de su-cumbir con elegancia... Y así sucede: entonces acepta los regalos con un gesto displicente, a pesar de que ellos han aumentado con un "enredo" de lana, un "huipil" bordado con flores y mariposas de seda, aretes, gargantilla de alambre y una argolla nupcial, presentes todos del novio a la novia. Se habla de fechas y de padrinos. Todo lo arre-glan los viejos con el mejor tacto. La niña sigue martajando maíz en el metate, su cara encendida ante el impío rescoldo está inmu-table; escucha en silencio los planes, sin darse por ello descanso: muele y tortea, tortea y muele de la mañana a la noche. El día está cercano. Bibiana Petra y su hija han pasado la noche en vela. A la "molienda de boda" han concurrido las vecinas, que rodean a la prome-tida, obligada por su condición a moler y tortear la media arroba de maíz y los cientos de tortillas que se consumirán en el comelitón nupcial. En grandes cazuelas hierve el "mole negro". Mateo Bautista ha llegado con dos garrafones de guaro, y la casa, ba-rrida y regada, espera el arribo de la comitiva del novio. Ya están aquí. Él y ella se miran por primera vez a corta distancia. La muchacha sonríe modosa y pusilánime; él se pone grave y baja la cabeza, mientras rasca el piso con su guarache chirriante de puro nuevo. El "Prencipal" se ha plantado en medio del jacal. Bibiana Petra riega pétalos de rosa sobre el piso. La chirimía atruena, mientras los invitados invaden el recinto. Ahora la pareja se ha arrodillado humildemente a los pies del "Prencipal". La concurrencia los ro-dea. El "Prencipal" habla de derechos para el hom-bre y de sumisiones para la mujer... de órdenes de él y de acatamientos por parte de ella. Hace que los novios se tomen de manos y reza con ellos el padrenuestro... La desposada se pone en pie y va hacia su suegro -Juan Lucas, indio tzeltal de Ba-chajón-y besa sus plantas. Él la alza con comedi-miento y dignidad y la entrega su hijo. Y, por fin, entra en acción Bibiana Petra... Su papel es corto, pero interesante. -Es tu mujer - dice con solemnidad al yer-no-... cuando quieras, puedes llevarla a tu casa para que te caliente el tapехсо. Entonces el joven responde con la frase consa-grada: -Bueno, madre, tú lo quieres... La pareja sale lenta y humilde. Ella va tras él como una corderilla. Bibiana Petra, ya fuera del protocolo, llora enter-necida, a la vez que dice: -Va contenta la muchacha... Muy contenta va mi hija, porque es el día más feliz de su vida. Nues-tros hombres nunca sabrán lo sabroso que nos sabe a las mujeres cambiar de metate... Al torcer el vallado espinudo, él toma entre sus dedos el regordete meñique de ella, mientras escu-chan, bobos, el trino de un jilguero. Puntual estuvo el médico el miércoles por la ma-ñana. La esquila llamó a misa, los zoques vestidos de limpio aguardaban en el atrio. La chirimía tocaba aires alegres. Tronaban los cohetes. Todos los ahí reunidos, hombres y mujeres, esperaban ansiosos la llegada de Simón y su comitiva bautismal. Por allá, hacia la loma, se miró al grupo que se dirigía a la iglesia. Crisanta, fresca y rozagante, car-gaba a su hijo seguida de Altagracia, la madrina. Atrás de ellas, Simón y el médico charlaban ami-gablemente... -¿Y qué nombre le vas a poner a mi ahijado, compadre Simón? -Pos verá usté, compadrito doctor... Damián, porque así dice el calendario de la iglesia... Y Be-cicleta, porque ésa es su tona, así me lo dijo la ceniza... -Conque ¿Damián Bicicleta? Es un bonito nom-bre, compadre... -Axcale- afirmó muy categóricamente el zoque. ### LAS VACAS DE QUIVIQUINTA LOS PERROS de Quiviquinta tenían hambre; con el lomo corvo y la nariz hincada en los baches de las callejas, el ojo alerta y el diente agresivo, iban los pe-rros de Quiviquinta; iban en manadas, gruñendo a la luna, ladrando al sol, porque los perros de Qui-viquinta tenían hambre... Y también tenían hambre los hombres, las muje-res y los niños de Quiviquinta, porque en las trojes se había agotado el grano, en los zarzos se había consumido el queso y de los garabatos ya no col-gaba ni un pingajo de cecina... Sí, había hambre en Quiviquinta; las milpas ama-rillearon antes del jiloteo y el agua hizo charcas en la raíz de las matas; el agua de las nubes y el agua Ilovida de los ojos en lágrimas. En los jacales de los coras se había acallado el perpetuo palmoteo de las mujeres; no había ya ob-jeto, supuesto que al faltar el maíz, faltaba el nixta-mal y al faltar el nixtamal, no había masa y sin ésta, pues tampoco tortillas y al no haber tortillas, era que el perpetuo palmoteo de las mujeres se ha-bía acallado en los jacales de los coras. Ahora, sobre los comales, se cocían negros dis-cos de cebada; negros discos que la gente comía, a sabiendas de que el torzón precursor de la diarrea, de los "cursos", los acechaba. -Come, m'hijo, pero no bebas agua -aconseja-ban las madres. -Las gordas de cebada no son comida de cris-tianos, porque la cebada es "fría" -prevenían los viejos, mientras llevaban con repugnancia a sus la-bios el ingrato bocado. -Lo malo es que para el año que'ntra ni semilla tendremos -dijo Esteban Luna, mozo lozano y bien puesto, quien ahora, sentado frente al fogón, miraba a su mujer, Martina, joven también, un poco ro-Iliza pero sana y frescachona, que sonreía a la cari-cia filial de una pequeñuela, pendiente de labios y manecitas de un pecho carnudo, abundante y mo-reno como cantarito de barro. -Dichosa ella -comentó Esteban- que tiene mucho de donde y de qué comer. Martina rió con ganas y pasó su mano sobre la cabecita monda de la lactante. -Es cierto, pero me da miedo de que s'empache. La cebada es mala para la cría... Esteban vio con ojos tristones a su mujer y a su hija. -Hace un año -reflexionó-, yo no tenía de nada y de nadie por que apurarme... Ahoy dialtiro semos tres... Y con l'hambre que siha hecho an-dancia. Martina hizo no escuchar las palabras de su hom-bre; se puso de pie para llevar a su hija a la cuna que colgaba del techo del jacal; ahí la arropó con cuidados y ternuras. Esteban seguía taciturno, veía vagamente cómo se escapaban las chispas del fogón vacío, del hogar inútil. -Mañana me voy p'Acaponeta en busca de tra-bajo.... -No, Esteban -protestó ella. ¿Qué haríamos sin ti yo y ella? -Fuerza es comer, Martina... Sí, mañana me largo a Acaponeta o a Tuxpan a trabajar de peón, de mozo, de lo que caiga. Las palabras de Esteban las había escuchado des-de las puertas del jacal Evaristo Rocha, amigo de la casa. -Ni esa lucha nos queda, hermano -informó el recién llegado-. Acaban de regresar del norte Je-sús Trejo y Madaleno Rivera; vienen más muertos d'hambre que nosotros... Dicen que no hay trabajo por ningún lado; las tierra están anegadas hasta adelante de Escuinapa... ¡Arregúlale nomás! -Entonces... ¿Qué nos queda? -preguntó alar-mado Esteban Luna. -¡Pos vé tú a saber...! Pu'ay dicen quesque viene máiz de Jalisco. Yo casi no lo creo... ¿Cómo van a hambriar a los de po'allá nomás pa darnos de tragar a nosotros? -Que venga o que no venga máiz, me tiene sin cuidado