Contra la Igualdad de Oportunidades PDF

Summary

César Rendueles analiza la ideología educativa y su papel en la desigualdad social. El libro menciona la importancia de la educación para alcanzar la igualdad social, pero también critica el enfoque actual del sistema educativo. Aborda la crisis social y económica, con un enfoque centrado en la política y la filosofía.

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# Contra la igualdad de oportunidades Un panfleto igualitarista ## César Rendueles ## 10 ## LA IDEOLOGÍA EDUCATIVA Y LA DERROTA DE LA IGUALDAD Hay una ley universal de las discusiones políticas que predice que, a medida que se alarga cualquier debate directa o indirectamente relacionado con la ig...

# Contra la igualdad de oportunidades Un panfleto igualitarista ## César Rendueles ## 10 ## LA IDEOLOGÍA EDUCATIVA Y LA DERROTA DE LA IGUALDAD Hay una ley universal de las discusiones políticas que predice que, a medida que se alarga cualquier debate directa o indirectamente relacionado con la igualdad, la probabilidad de que alguien pronuncie la frase «eso sólo se arregla con educación» tiende a uno. En el medioambiente meritocrático contemporáneo el sistema educativo ha asumido una carga desmesurada. La escuela ha dejado de ser un lugar al que uno acude a tratar de aprender algo, para convertirse en el único mecanismo de justicia social aceptado. Se trata de un extraño y eficaz juego de manos del elitismo que ha tenido consecuencias catastróficas para los proyectos igualitarios. La razón es que la izquierda siempre ha pensado que en la lucha por la educación universal jugaba en casa, que la centralidad de la educación como parte de su proyecto emancipador era un patrimonio inexpropiable. Pero la derecha contemporánea ha conseguido arrebatársela atribuyendo al sistema educativo una misión imposible y, al mismo tiempo, desarrollando un eficaz sistema de estratificación pedagógica larvada. Las instituciones educativas -no el sistema fiscal o la negociación sindical o las políticas de vivienda- son hoy el único espacio social en el que aspiramos a que se disuelvan los privilegios heredados y se generen otros nuevos basados en el mérito En el mejor de los casos, es una pretensión desproporcionada que excede la capacidad de intervención social de la educación; en el peor, una farsa que encubre el papel que desempeña el sistema escolar en la transmisión de la posición de clase. De hecho, la educación ha llegado a convertirse en la única solución que somos capaces de imaginar para una asombrosa cantidad de desafíos y problemas colectivos. Se ha generalizado la tesis de que la educación es el único remedio para la crisis económica, el cambio climático, el sexismo, la delincuencia, la exclusión y casi todo lo demás. Una parte significativa del igualitarismo contemporáneo se ha zambullido con entusiasmo en esta especie de idealismo formativo. El consenso progresista parece ser que el Ministerio de Educación debe hacerse cargo de un ambicioso programa de avance moral que abarca desde el respeto de la diversidad cultural hasta las preocupaciones medioambientales pasando por la educación emocional. Tal vez sea razonable, pero es llamativo que seamos mucho menos exigentes con el Ministerio de Fomento, Hacienda o Trabajo. A veces da la impresión de que la solución a casi cualquiera de los males del capitalismo pasa por la creación de una nueva asignatura en algún tramo de la enseñanza obligatoria. En 2014 la Unión Europea publicó un extenso informe acerca del empleo y el desarrollo social en el que se indicaba que el factor esencial para superar la Gran Recesión era la cualificación y solicitaba más inversión en educación y formación. En efecto, la derecha mercantilizadora suele atribuir a la cualificación de la fuerza de trabajo propiedades económicas taumatúrgicas capaces de remediar los fallos del mercado laboral. Sin embargo, la realidad de las economías contemporáneas es compleja y no está nada claro que se esté produciendo un aumento de la oferta de empleos de alta cualificación que compense la desaparición de empleos de cualificaciones medias. Lo cierto es que no dejan de aumentar los empleos de alta cualificación mal remunerados y se mantiene una gran masa de empleos descualificados. La educación permanente es, por encima de todo, una estrategia de defensa individual para paliar las derrotas colectivas. Y no es muy eficaz: según algunos estudios, hasta un 37% de los graduados universitarios españoles acaban en puestos de trabajo no cualificados. La gente se aferra a la educación como una forma de guarecerse de las catástrofes del mercado contemporáneo, como último recurso tras el desmoronamiento de los mecanismos de protección social. Hace algunos años unos estudiantes de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid me invitaron a dar una conferencia. Al terminar me explicaron que el siguiente invitado sería el filósofo Toni Negri y que estaban teniendo algunas dificultades logísticas para organizar su viaje desde Italia. A mí me sorprendió mucho que dispusieran de fondos de la universidad para aquello porque desde el inicio de la crisis conseguir financiación para cualquier clase de actividad científica se había convertido en una auténtica pesadilla para los profesores, no digamos ya para los estudiantes. «No, la universidad no nos da nada -me respondieron-. Pero hacemos fiestas en el jardín de la facultad y pagamos los gastos de los seminarios y congresos que organizamos con lo que sacamos vendiendo cerveza y calimocho.» Ese día tuve la certeza de que aquel era, en efecto, el trabajo al que quería dedicarme: un empleo emocionante que me permitía conocer a chicos y chicas que no habían cumplido veinte años y estarían dispuestos a atracar un banco para aprender más sobre el posobre-rismo y el general intellect. He pasado la mayor parte de mi vida adulta leyendo, estudiando y enseñando. Es difícil exagerar la importancia que atribuyo al conocimiento, en sentido amplio, como elemento central de un proyecto de emancipación colectiva y de construcción individual de una vida digna. Se me ocurren muy pocos logros que tengan un impacto tan profundo en las posibilidades de vivir una vida plena como la generalización del acceso a la educación. Y una democracia igualitaria es simplemente inconcebible sin esas posibilidades de ilustración. Cuando una estudiante de primero me pidió disculpas por anticipado a principio de curso por si alguna vez se dormía en clase -trabajaba por las noches y venía directamente a clase a las 8.30- me tuve que contener para no ponerle sobresaliente directamente. Hay pocas cosas tan dignas de respeto, en el más profundo sentido moral de la expresión, como los esfuerzos que con un enorme coste personal realizan algunos de mis estudiantes por aprender, muchos de ellos sin hacerse la menor ilusión de que tal cosa contribuya a mejorar su futuro profesional. Si tengo que pensar en una materialización concreta del tipo de sociedad en la que me gustaría vivir, sería una en la que la gente dedicara mucho más tiempo a discutir sobre la interpretación de los poemas de Pindaro, entender los principios de la estadística inferencial o estudiar la geología del Cámbrico y mucho menos a producir y comprar bienes y servicios que hacen nuestra vida manifiestamente peor. ## Lo que ocurre es que la ideología formativa contemporánea es básicamente lo contrario: un placebo discursivo fruto de la impotencia política que nos lleva a proyectar en la educación nuestras esperanzas fallidas de igualdad social. La bulimia formativa nos impide hacernos cargo del amplio abanico de fuentes de desigualdad y la complejidad política, social y cultural de un proyecto igualitarista pero, además, nos incapacita para abordar los auténticos dilemas de la institución educativa, algunos dolorosos para las posiciones progresistas y que conllevan tensiones profundas. En las páginas que siguen trataré de analizar algunos de estos problemas planteando el modo en que un igualitarismo educativo puede contribuir a solucionar-los. El objetivo es invertir la perspectiva habitual: en lugar de pensar la educación como la única institución capaz de fomentar la igualdad, utilizar la igualdad como un instrumento para construir la mejor educación posible para todos. ## La anomalía educativa española Todos los sistemas educativos modernos prometen y, en cierta medida, producen igualdad y, al mismo tiempo, son mecanismos centrales en la reproducción de las desigualdades heredadas. Esa ambigüedad hace que sean uno de los espacios preferidos por los sociólogos para estudiar los procesos de estratificación social en nuestras sociedades. En general, en la mayor parte de los países del mundo los problemas educativos afectan desproporcionadamente a los pobres: gran parte de las diferencias en el rendimiento escolar tienen que ver con la clase social. Pero el sistema educativo español, al menos en su tramo obligatorio, parece el experimento de un discípulo loco de Pierre Bourdieu para observar la reproducción social a gran escala. Una de las razones es que nuestro país se caracteriza por una peculiaridad institucional insólita: el sistema de conciertos educativos. El 32% de los estudiantes españoles de primaria y secundaria estudian en colegios e institutos de gestión privada, en su mayor parte centros concertados subvencionados en su práctica totalidad con fondos públicos. En el caso de la Comunidad de Madrid, la cifra se eleva a un alucinante 46%. Esta peculiaridad es muy interesante desde el punto de vista de la equidad educativa porque ofrece una especie de contraimagen, una visión en negativo, de las tareas que debe afrontar un proyecto igualitario. Por resumirlo groseramente, las familias usuarias de esa red privada y concertada proceden mayoritariamente - aunque hay excepciones significativas- de la clase media-media y media alta y de la población con mayor estatus social y capital cultural. La escuela concertada es un pilar de los privilegios de los que disfrutan las familias que ocupan aproximadamente ese tercio superior de la distribución de rentas cuyos intereses están sobrerrepresentados en las políticas públicas, los medios de comunicación y los programas de los partidos políticos. La historia española de la financiación con fondos públicos de la enseñanza de titularidad privada es muy peculiar. En los años ochenta, el gobierno del PSOE estableció el sistema de conciertos educativos como una vía para asegurar una universalización rápida de la educación en un contexto en el que no existía suficiente oferta de educación pública. Esa medida, supuestamente transitoria, se encabalgó sobre una larga tradición franquista de subvención a fondo perdido a los colegios religiosos. Aunque, de hecho, la Iglesia católica se resistió a las condiciones legales que imponía el sistema de conciertos, lo cierto es que ha sido su principal beneficiaria y la más interesada en que perdiera su carácter provisional. Por eso los debates en torno a la escuela concertada se han desarrollado casi siempre en torno a la cuestión ideológica del poder que el sistema de conciertos otorga a la Iglesia. En realidad, ni los gobiernos del PSOE ni los del PP se han planteado jamás un proceso de incorporación de los centros concertados a la red pública pero, en contra de lo que podría parecer, no ha sido por razones religiosas sino políticas. La red de enseñanza concertada constituye un elemento central en el sistema de lealtades sociales que durante décadas ha vertebrado el régimen político español. Aún más, aunque la Iglesia controla una parte significativa de la red concertada, los estudios sociológicos muestran que la confesionalidad es una cuestión importante sólo para un porcentaje relativamente pequeño de las familias que acuden a esos centros. El sistema de conciertos educativos ha sido la forma en que el Estado ha asegurado a la clase media la transmisión de su patrimonio social y cultural, del mismo modo que la burbuja especulativa fue la forma en que le ofreció una vía individual de movilidad social intergeneracional a través de la transmisión del patrimonio inmobiliario. A menudo se señala que, una vez igualadas las condiciones socioeconómicas, la enseñanza concertada española no ofrece mejores resultados académicos. Es cierto, ofrece algo mucho más importante: la reproducción de las condiciones socioeconómicas. El resultado es que en España es posible disfrutar de los privilegios sociales de la educación privada a un coste relativamente reducido. Eso ha permitido a un amplio grupo social esquivar una parte significativa de los problemas asociados a la escolarización de las clases populares y acumular un valioso capital social. Por ejemplo, en España la red pública escolariza al 85% de los inmigrantes, mientras los colegios concertados y privados sólo escolarizan al 15% restante. El 33% de los centros públicos españoles se encuentran en entornos socioeconómicos poco favorables (en regiones como Andalucía alcanzan el 55%), en cambio el 65% de los privados reciben poblaciones acomodadas (más del 70% en Madrid o Cataluña) y sólo el 7% atienden a entornos desfavorecidos. El anecdotario sobre las vías de segregación que ponen en marcha los colegios concertados -que en teoría deberían garantizar las mismas condiciones de acceso que los colegios públicos- es inagotable. Abarcan desde los filtros económicos -como las famosas cuotas «voluntarias» o las actividades «complementarias» (añádanse cuantas comillas se considere necesario) - hasta la selección explícita y sin tapujos: en numerosos colegios concertados un criterio de admisión importante es ser hijo de un antiguo alumno (lógicamente, la probabilidad de que el hijo de un migrante cumpla ese criterio es cercana a cero). De hecho, la maquinaria segregadora de la concertada está contaminando cada vez más la red pública. Empieza a ser frecuente que los centros públicos recurran a triquiñuelas en los procesos de admisión para promover la bunkerización social y librarse de las familias que consideran problemáticas. También cada vez más centros públicos «prestigiosos» dan puntos en los procesos selectivos a los hijos de antiguos alumnos. Otros renuncian voluntariamente a tener comedor escolar para ahuyentar a los alumnos de bajos ingresos que optan a becas de comedor. ## Es difícil sobrestimar el impacto que algo así tiene en un proyecto igualitarista. La educación obligatoria es el único instrumento de socialización universal forzosa que queda en nuestras sociedades. Es el único espacio en el que consideramos legítimo intervenir colectivamente sobre la personalidad de la totalidad de la población de un país. Las discusiones habituales en torno a esta cuestión se centran en el currículum académico: debería haber más o menos matemáticas, más o menos deberes, horario continuo o partido, más o menos asignaturas transversales o de formación moral... Los defensores de la meritocracia creen que la potencia igualitaria de la educación reside en su capacidad para proporcionar a los pobres armas con las que competir con los ricos en los campos de batalla del darwinismo social. Se equivocan completamente. Si la educación es importante para un proyecto igualitarista es porque la educación pública universal desempeña un papel irremplazable como instrumento de socialización democrática. En nuestras sociedades el único espacio en el que los niños, los jóvenes y sus madres y padres tienen la oportunidad de mezclarse cotidiana, prolongada y masivamente con personas procedentes de otros grupos son los centros educativos obligatorios. Hay otras posibilidades, por supuesto. Como veíamos, en algunos países la vivienda pública trató de promover ese igualitarismo sociológico. A veces se ha defendido el servicio militar obligatorio con ese mismo argumento. Pero a día de hoy, al menos en España, la única institución con la capacidad para acometer esa tarea es la educación obligatoria. Y lo cierto es que desde el primer momento de la educación universitaria, posobligatoria, los sesgos de clase se manifiestan con una violencia asombrosa. Afecta mucho, por ejemplo, a la vocación: los hijos de los padres sin estudios tienen quince veces menos probabilidades de titularse en ingenierías que los hijos con padres universitarios. El sistema educativo español está diseñado cuidadosamente para evitar las potencialidades igualitarias de la enseñanza obligatoria. Un alumno de la enseñanza concertada, religiosa o no, de una ciudad como Madrid puede perfectamente llegar a la universidad sin haber compartido aula ni una sola vez en los quince años de educación infantil, primaria, secundaria y bachillerato con el hijo de unos trabajadores migrantes. ## La parálisis igualitarista La derecha política ha identificado con acierto la ideología formativa como un espacio privilegiado desde el que dulcificar la desigualdad social dentro de un proyecto capaz de interpelar a una mayoría social. Básicamente ha ofrecido un mecanismo de emulación de las clases altas. La escuela concertada y la segregación larvada de la pública ofrecen una especie un sucedáneo low cost de los mecanismos de distinción de las élites maquillados con la retórica de la excelencia y el esfuerzo. La educación se ha ido imponiendo, así, como un mecanismo de mejora social individual y aconflictivo. No exige ni solidaridad entre los perdedores ni enfrentamientos con los ganadores: podemos remar todos juntos en el mismo barco de la excelencia, la innovación pedagógica y la enseñanza en inglés. Ha ayudado a las élites a que se acepte su liderazgo convenciendo a la gente común de que comparten intereses educativos con ellas. No hay conflicto entre los centros de élite, como el Colegio del Pilar de Madrid o el Aula Escola Europea de Barcelona, y los colegios públicos de barrios obreros como Villaverde o Nou Barris, todos estamos en el mismo barco de la innovación y la igualdad de oportunidades. El efecto ha sido catastrófico no sólo porque ha hecho aumentar mucho la desigualdad educativa, sino porque ha inducido un estado de parálisis en los proyectos igualitaristas. Recuerdo la sesión de recepción de mi hijo mayor en un colegio público de educación primaria. El equipo directivo del centro reunió a las familias antes del inicio de las clases para informarnos sobre el colegio. Nadie dijo ni una palabra sobre el proyecto educativo del centro, la atención a la diversidad o las normas de convivencia. En cambio, se nos informó con extremo detalle de todos los exámenes que iban a tener que hacer nuestros hijos (algunos de los cuales, en ese momento, aún no habían cumplido los seis años) hasta llegar a bachillerato. Se hizo especial hincapié en la importancia de una serie de exámenes de idiomas ajenos al currículum oficial. Incluso se dio a entender que sin esas pruebas no entrarían en la universidad (¡al cabo de más de diez años!). El discurso tuvo particular buena acogida entre las familias de clase trabajadora sin estudios superiores, especialmente los migrantes. Yo, en cambio, me quedé horrorizado pero, al mismo tiempo, me di cuenta de que no tenía gran cosa que proponer como alternativa a esas familias. ¿Qué podía decirles? ¿Que todo aquel sistema meritocrático estaba pensado precisamente para que sus hijos no llegaran a la universidad y los míos sí? ¿Que la sobrepresencia del inglés en las aulas -España es uno de los países de Europa que antes introduce el inglés en la educación obligatoria, que más horas de clase le dedica a la semana y, al mismo tiempo, que peores resultados obtiene- iba a convertir su vida en un infierno, como muy pronto ocurrió? Porque la verdad es que yo no tenía nada que ofrecerles a cambio. Sólo mi indignación moral de alma bella. La verdad es que el sistema educativo está diseñado para favorecer a gente como yo, para que familias como la mía se las apañen para surfear las ocurrencias educativas más o menos delirantes de la administración. ¿Y qué alternativa educativa podemos ofrecer? ¿Relatos de realismo social a lo Tavernier sobre lo que pasa de verdad en las aulas? ¿Elogios nostálgicos de las maestras de la República? La respuesta a estas preguntas es muy desagradable. En realidad, en las últimas décadas han surgido una miríada de proyectos educativos superficialmente igualitaristas. Pero se caracterizan por concentrarse casi exclusivamente en los contenidos pedagógicos y desprecian la idea, central en los proyectos emancipadores ilustrados clásicos, de una socialización universal entre iguales. Son pedagogías para una aristocracia progresista que ofrecen un imposible igualitarismo elitista. De hecho, la enseñanza concertada -sobre todo, por medio de las cooperativas de profesores o padres— se ha ido convirtiendo cada vez más en un refugio para familias laicas y progresistas con suficientes recursos económicos que buscan modelos educativos alternativos a los que ofrece la educación pública y una mayor capacidad de intervención en su comunidad educativa. No hay ningún motivo para dudar de la sinceridad de esas motivaciones y creo que hay aprendizajes pedagógicos muy valiosos en esas experiencias, pero lo cierto es que la realidad de las cooperativas educativas laicas es también la de una profundísima segregación social. El desembarco del progresismo en la educación concertada con su discurso acerca de la innovación educativa, las pedagogías blandas o la transversalidad ha proporcionado a esta red una cierta imagen de marca de la que carecía. Hasta entonces, su principal valor era negativo: consistía sencillamente en que no era la pública. Es una noticia inempeorable para el igualitarismo educativo. Y debería ser motivo de reflexión para quienes aún aspiramos a que la educación pública universal sea un elemento central de la socialización democrática. Una de las consecuencias más nocivas de los ataques elitistas a la educación pública es que ha generado entre una parte del profesorado una dinámica reactiva de atrincheramiento corporativo. De modo que cualquier diagnóstico de los dilemas de la enseñanza pública es interpretado en términos de complicidad con la privatización. Así que finalmente se acaban confundiendo la defensa de la enseñanza pública con la defensa de los -a menudo, legítimos- intereses sectoriales de un grupo profesional. Una tarde de finales de los años noventa visité en su casa a una amiga, profesora de matemáticas en un instituto público del centro de Madrid. Me encontré allí a cuatro adolescentes chinos a los que estaba dando clase de español: se había dado cuenta de que no entendían ni una palabra de lo que decía y no había nadie que los ayudara. Años después conocí un colegio concertado progresista en el que se impartían clases de chino como actividad extraescolar: habían sido promovidas por parejas que habían adoptado a niños de origen chino y querían que conservaran sus raíces. No veo nada de malo en esto último, todo lo contrario. Pero creo que da una buena imagen de las brutales cargas que asumen los profesores de la pública y de los sesgos sociales de la concertada. En España el porcentaje del PIB destinado a educación ha pasado de más del 5% en 2009 al 4,2% en 2016 (o sea, el mismo porcentaje que en 1993, veinte años antes). Tenemos pocos profesores que, además, están en situaciones laborales precarias -más del 25% son interinos-, con gran cantidad de tareas que atender, abrumados por la irracionalidad burocrática y obligados a atender a familias y alumnos que atraviesan situaciones económicas y sociales muy difíciles. Dicho esto, los desafíos de la educación pública no se limitan, ni por lo más remoto, a la falta de financiación. Existen problemas relacionados con la docencia que los profesores no estamos siendo capaces de abordar. En todos los tramos de la educación se da una manifiesta desmotivación de una parte del profesorado y fallos garrafales en los sistemas de reclutamiento y evaluación, en el aprendizaje y el uso de las herramientas pedagógicas óptimas o en las estrategias para implicar a las familias en la creación de una comunidad educativa digna de tal nombre. Obviamente esta es una generalización injusta. En primer lugar, porque se va acentuando a lo largo del trayecto educativo: las cosas funcionan muchísimo mejor en las escuelas infantiles y en primaria que en secundaria o en la universidad. En segundo lugar, porque existen en nuestro país experiencias realmente asombrosas de innovación pedagógica en la educación pública, muchas de ellas con el mérito añadido de desarrollarse en entornos sociales muy difíciles. El problema es que son experiencias heroicas basadas en la entrega de profesores extraordinarios que, por eso mismo, no tienen ninguna posibilidad de generalizarse, normalizarse e implantarse institucionalmente. Lo característico de la docencia en la educación pública española no es tanto que los profesores lo hagamos mal como que da igual que lo hagamos bien o mal. Como profesor universitario no dejará de sorprenderme que ningún miembro de la administración universitaria -ni en el momento de mi contratación ni posteriormente - me haya observado impartir clase, o sea, realizar el trabajo por el que me pagan. En todos los tramos de la enseñanza los profesores realmente malos e irrecuperables son una pequeña minoría, pero tienen la seguridad de que su puesto de trabajo no peligra. Son mucho más graves los efectos de esta indiferencia sobre los buenos profesores, que sienten que no hay el menor reconocimiento institucional a su esfuerzo; al contrario, a menudo perciben más bien hostilidad. Dicho de otra manera: el igualitarismo educativo ha regalado a la derecha el debate sobre la calidad de la docencia, sobre los procesos de selección de los profesores y la evaluación durante la carrera docente, y la derecha lo ha devuelto convertido en un infierno mercantilizador o, en el mejor de los casos, en un purgatorio meritocrático. Nos hemos atrincherado en la idea de que todo está bien y sólo necesitamos más dinero. O bien de que todo está mal pero que sólo se podrá empezar a solucionar cuando haya más dinero. Es una estrategia políticamente suicida. Es muy importante que los proyectos igualitarios se hagan cargo de su propia complejidad: no queremos sólo la misma educación para todos, queremos la misma mejor educación para todos. En realidad, existe una larguísima y muy interesante tradición de pedagogía crítica igualitarista que, de hecho, está siendo explotada por los defensores de la meritocracia. En la última década hemos asistido en todos los tramos educativos a una eclosión de la llamada «innovación educativa»: una serie de técnicas espectaculares y sobrediseñadas -habitualmente con aparatosos nombres en inglés, como flipped classroom- y con un poderoso parecido de familia con la jerga de la autoayuda. En no pocas ocasiones se trata de una mera apropiación de las propuestas de los viejos movimientos de renovación pedagógica, que en su momento fueron el buque insignia del igualitarismo educativo, reducidas ahora a una serie de procedimientos codificados y descontextualizados con un nombre atractivo y un uso intensivo de la tecnología digital. Se puede criticar esta usurpación espuria, pero lo cierto es que si los discursos de la «innovación educativa» han prosperado es, en parte, porque los movimientos igualitaristas carecen de un proyecto de construcción institucional a la altura de los problemas a los que nos enfrentamos. Es una pauta que se repite en el ámbito de las políticas familiares, la seguridad ciudadana o las políticas culturales. Los igualitaristas jugamos al contragolpe. No tenemos ninguna propuesta consensuada o al menos ampliamente compartida de procedimientos de selección, formación y evaluación del profesorado eficaces distintos de los que proponen los conservadores, como si la figura del funcionariado napoleónico fuera nuestro único horizonte. No hemos sido capaces de diseñar un modelo eficaz de carrera docente regido por principios igualitaristas y cooperativos antes que meritocráticos y autoritarios. No tenemos un modelo de gestión y supervisión que permita a directores e inspectores hacer su trabajo rindiendo cuentas de forma periódica y transparente ante una comunidad educativa que avale, o no, su autoridad. No disponemos de una propuesta para interpelar a familias y estudiantes en términos cooperativos, superando tanto el paternalismo burocrático como las relaciones basadas en la sospecha permanente. ## Nada de ello es ciencia ficción. Existen experiencias exitosas de grupos de estudio autoorganizados por parte de los estudiantes y familias como alternativa a las clases particulares privadas y la avalancha de deberes. Hay métodos razonables de evaluación no jerárquica: por ejemplo, los profesores podemos visitar regularmente las clases de nuestros colegas y dedicar algún tiempo a discutir y poner en común lo que hemos observado. Los estudiantes y las familias podrían participar -al menos como observadores- en los procesos de selección y evaluación... Y, sí, necesitamos también algún mecanismo justo y prudente para despedir a un puñado de profesores catastróficos que carecen de cualquier tipo de habilidad docente o incluso de interés en la enseñanza. Son pocos, pero su influencia es terriblemente tóxica. Los profesores comprometidos con la igualdad deberíamos querer más evaluación, no menos; más renovación pedagógica, no menos. La derecha meritocrática jamás ha creído que la educación podía cambiar la sociedad. Lo que ha hecho es integrar la educación en un proyecto elitista mucho más amplio. Y entonces la educación ha empezado a tener resultados brutales desde el punto de vista de la consolidación de la desigualdad. Es una lección valiosa. Deberíamos dejar de pensar en la educación como motor privilegiado de la equidad y plantearnos lo contrario, que sin igualdad social, sin un ethos igualitarista generalizado, cualquier proyecto de democratización y mejora pedagógica universalista es imposible. Los profesores, los estudiantes, las familias podemos ayudar a cambiar la sociedad formando parte de un proceso emancipatorio más amplio, de un proyecto general de democratización de las relaciones sociales que implica, por nuestra parte, no sólo más derechos, sino también más responsabilidades y algunos sacrificios. Es un proyecto ambicioso en el que tendremos que asumir nuestra porción de esfuerzo y compromiso transformador. La educación igualitaria sólo tiene sentido si va de la mano de la igualdad en los centros de trabajo y en los hogares y en las instituciones culturales. Lo que la comunidad educativa puede aportar a un proyecto como ese es nada más (pero tampoco nada menos) que la mejor educación posible entre iguales. No es precisamente poco. Durante los últimos años el modelo educativo finlandés ha sido tomado en innumerables ocasiones como ejemplo de las virtudes de la innovación educativa. Los finlandeses habrían conseguido combinar los altos resultados educativos, medidos según los estándares internacionales al uso, con un profundo proceso de renovación pedagógica centrado en el estudiante y en el que la estructura curricular tradicional se flexibiliza mucho: trabajo por proyectos, nada de exámenes ni deberes... Lo que esos retratos -profundamente idealizados, por otro lado- suelen olvidar es que esas reformas educativas forman parte de un ambiente social ampliamente igualitarista (Finlandia es uno de los diez países más igualitarios del mundo) que se aceleró precisamente en las décadas en las que el resto del mundo apostaba por la mercantilización: todavía en los años setenta del siglo pasado el gasto de Finlandia en bienestar social era bastante modesto y no alcanzó la media europea hasta 1990. Como ocurre con casi cualquier otra organización burocrática, las intervenciones igualitarias en la educación pública no sólo sirven para evitar los excesos oligárquicos o la segregación sino que pueden ayudar a hacer que esas instituciones funcionen mejor. El igualitarismo no es suficiente para mejorar las instituciones educativas, pero es un ingrediente importante de su reforma realista. Queremos políticas participativas y deliberativas porque así somos más iguales pero también porque así las instituciones democráticas son más eficaces, imaginativas y menos corruptas. Queremos educación pública igual porque esa es la forma de ser menos subalternos, pero también porque es un camino hacia la mejor educación universal posible.

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