Adiós, Cordera! (1893) - Leopoldo Alas «Clarín» - PDF
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Universidad Popular de Gijón/Xixón
2024
Leopoldo Alas "Clarín"
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This is a Spanish short story "Adiós, Cordera!" by Leopoldo Alas (Clarín) from 1893. It's accessible edition from 2024, detailing the story of a cow enduring life and love within the community.
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Biblioteca de Cuentos Clásicos Accesibles Leopoldo Alas, «Clarín» ¡Adiós, Cordera! ¡Adiós, Cordera! Leopoldo Alas (Clarín), «¡Adiós, Cordera!», 1893. Edición del Laboratorio de Lenguaje Accesible (LLAC), Caldelas de Tui (Pontevedra), 2024. Adaptación colaborativa. Lectores: Lucía Casad...
Biblioteca de Cuentos Clásicos Accesibles Leopoldo Alas, «Clarín» ¡Adiós, Cordera! ¡Adiós, Cordera! Leopoldo Alas (Clarín), «¡Adiós, Cordera!», 1893. Edición del Laboratorio de Lenguaje Accesible (LLAC), Caldelas de Tui (Pontevedra), 2024. Adaptación colaborativa. Lectores: Lucía Casado, Rosa González, Xandra Gómez, Ana Belén Luis, Carlos Mosquera y Alexander Rodríguez. Mediadora: Lucía Casado. Coordinadora: Cristina Sola. Imágenes de la portada: Vaca asturiana. Locomotora de vapor 130 «Aurrera». Puedes usar esta adaptación sin fines comerciales y citando al autor. Leopoldo Alas, «Clarín» ¡Adiós, Cordera! Biblioteca de Cuentos Clásicos Accesibles Caldelas de Tui, 2024 E ran tres, siempre juntos los tres: Rosa, Pinín y la Cordera. Todos los días subían a un prado que parecía una manta de terciopelo verde sobre la ladera: era el prao Somonte. Desde allí se veía la vía del tren y el poste del telégrafo. El tren y el telégrafo eran para Pinín y Rosa el mundo desconocido, misterioso y temible. Pinín estuvo mirando el poste muchos días, hasta que le pareció inofensivo: estaba allí, tranquilamente, tan parecido a un árbol seco… 5 Y se atrevió a abrazarlo y a trepar por él, hasta llegar cerca de los alambres, pero nunca arriba del todo. Luego, con miedo, se dejaba resbalar deprisa y aterrizaba con los pies en la hierba. Rosa no era tan atrevida: acercaba el oído al poste del telégrafo y pasaba rato escuchando los ruidos metálicos que hacía el viento sobre los alambres… Le gustaba aquel ruido y su misterio. La Cordera era mucho más formal (claro que también tenía más años) y miraba de lejos el poste del telégrafo; para ella, era una cosa sin vida, inútil, que no le servía ni para rascarse. 6 La Cordera era una vaca que había vivido mucho. Era experta en pastos y se sentaba horas y horas, aprovechando el tiempo y gozando del placer de vivir en paz bajo el cielo gris y tranquilo de su tierra, alimentando su alma… Porque los animales también tienen alma. Y si no fuera exagerar, diría que la Cordera tenía alma de poeta. La Cordera contemplaba los juegos de los pastorcitos igual que haría una abuela. Pastaba de vez en cuando y después se sentaba a rumiar la vida, disfrutando de la suerte de no sufrir. Lo demás le parecían aventuras peligrosas. 7 Ya no se acordaba de los saltos por las praderas… Hacía tiempo que no estaba con el xatu, que así llaman al toro en aquellos lugares. La paz en que vivía la Cordera solo se rompió cuando inauguraron el ferrocarril: la primera vez que vio pasar el tren, se volvió loca. Saltó el cercado y corrió por los prados vecinos. Y, durante muchos días, se llenaba de terror cada vez que oía la locomotora. Poco a poco se fue acostumbrando a aquel ruido y llegó a convencerse de que era un peligro que pasaba cerca, pero sin hacerle daño. Dejó de levantarse al oír el tren, aunque lo miraba con antipatía y desconfianza. Y acabó por no mirar el tren siquiera. 8 Pero el tren les dejó a Pinín y a Rosa sensaciones más agradables. Cuando veían pasar el tren, se ponían a gritar y hacían gestos y bromas. Aquella emoción les duró mucho tiempo, al ver pasar a la gran serpiente de hierro que llevaba dentro gentes desconocidas, extrañas. Pero el telégrafo, el tren, eran lo de menos, solo una pequeña distracción en el mar de soledad que rodeaba el prado. Allí no había casas, ni llegaban otros ruidos que los que hacía el tren al pasar. 9 Las mañanas en el prado no tenían final. Y las tardes eran eternas, hasta que caían las sombras, los pájaros se acostaban y empezaban a brillar algunas estrellas. En aquellas largas horas, Rosa y Pinín, los niños gemelos, hijos de Antón de Chinta, jugaban y luego se sentaban junto a la Cordera, que acompañaba el silencio con el sonido lento de su cencerro. En ese silencio, en esa calma, había amores. Los hermanos se amaban como dos mitades de un fruto verde, unidos por la misma vida, sin conciencia de lo que los separaba. 10 Y los dos amaban a la Cordera, la vaca abuela, grande, amarillenta, con su cabeza que parecía una cuna. Y la vaca, serena, noble, contenta con su vida y satisfecha, también quería, a su manera, a los niños encargados de cuidarla. Era poco expresiva, pero se le notaba el afecto en la paciencia con que aguantaba los juegos de los gemelos: les servía de almohada, o de escondite, y los niños se subían sobre ella. En los tiempos difíciles, Rosa y Pinín habían hecho de todo para cuidar a la Cordera. 11 Antes de tener el prao Somonte, la Cordera tenía que salir «a la gramática», es decir, a comer por los caminos de la aldea. En aquella época, Pinín y Rosa guiaban a la Cordera a lugares tranquilos donde había buena hierba y libraban a la vaca de las desgracias que sufren los animales cuando tienen que buscar su alimento por los caminos. En los días de hambre, cuando no había paja para la cama de la vaca, Rosa y Pinín ideaban de todo para que la Cordera estuviese lo mejor posible, dentro de la miseria. 12 Y en los tiempos del parto y la cría, los padres de los gemelos le quitaban la leche a la vaca y le dejaban solo la justa para amamantar al ternero. Pero Rosa y Pinín se ponían de parte de la Cordera y, en cuanto podían, a escondidas, soltaban al ternero, que corría como loco a buscar a su madre. Y la vaca, agradecida, parecía decir: «Dejad que los niños y los terneros se acerquen a mí». Esos recuerdos y esas emociones no se olvidan. 13 Además de todo eso, la Cordera era una vaca que hacía los trabajos más pesados e incómodos. Antón de Chinta siempre fue pobre. Con enorme esfuerzo, privándose de casi todo, reunió el dinero suficiente para comprar una vaca, la Cordera. Pero ahora tenía que pagar los atrasos al dueño de la granja, y no tenía más remedio que llevar a la Cordera al mercado para venderla. Antón estaba muy triste por eso, porque la vaca era el amor de sus hijos y lo único que tenían. 14 La mujer de Antón había muerto dos años después de llegar la Cordera. Murió de hambre y de tanto trabajar. Entre el establo y la habitación del matrimonio solo había una cortina, hecha con ramas de castaño y cañas de maíz. Cuando la madre se estaba muriendo, miraba a la Cordera desde la cama. Y con los ojos decía que la cuidaran, porque era lo único que tenían. Al morir la madre, los niños buscaron el cariño que les faltaba en el calor de la Cordera. 15 Antón, el padre, entendía todo esto, a su manera. Pero no tenía más remedio que vender la vaca para pagar al dueño de la granja. Y un sábado por la mañana temprano, sin decir nada a los niños, que aún dormían, Antón se llevó a la Cordera al mercado. Cuando los niños despertaron creyeron que el padre había llevado a la vaca al prao con el xatu. Aunque pensaban que la Cordera no quería más terneros…, porque todos desaparecían rápido, sin saber cómo ni cuándo. 16 Antón y la Cordera volvieron al anochecer, cansados y cubiertos de polvo. Antón no dijo nada, pero los niños adivinaron lo que pasaba. Antón no había vendido la vaca porque pedía mucho dinero por ella, algo exagerado; y cuando veía que alguien parecía dispuesto a llegar a un acuerdo, Antón lo miraba de mala manera. Al acabar el mercado, Antón volvía a casa aliviado por no haber vendido a la Cordera. En el camino se juntaban los aldeanos, que conducían a sus animales como podían, cerdos, vacas, bueyes… 17 En medio de aquella confusión de animales, un vecino le ofreció a Antón casi lo que él pedía y Antón estuvo a punto de venderle la vaca. Pero ninguno quiso ceder en el precio y no cerraron el trato. Poco después vino el encargado del dueño de la granja para reclamarle a Antón el dinero que debía. Este encargado también era un aldeano, pero tenía malos modales y era cruel con los que se retrasaban en el pago. Amenazó a Antón con echarlos de la casa si no pagaba. 18 Y Antón, que no permitía que nadie lo riñese, se puso pálido. El dueño no esperaba más, dijo el encargado. Así que Antón solo podía vender la vaca o quedarse con sus hijos en la calle. Al día siguiente, Pinín fue con su padre y con la Cordera al mercado. El niño miraba con horror a los comerciantes de carne. Antón vendió la vaca a un precio justo a un comerciante de carne de Castilla. Hicieron una señal en la piel de la Cordera y Antón y su hijo volvieron con ella a casa, hasta que el nuevo dueño fuera a recogerla. 19 Iban en silencio, tristes, caminando detrás de la vaca que ya no era de ellos. Durante el camino solo se oía el triste sonido del cencerro. Cuando Rosa supo que habían vendido a la Cordera, se abrazó a la vaca. La vaca inclinaba la cabeza ante las caricias, igual que la inclinaba bajo el yugo, tirando del arado. Y aunque Antón era un hombre duro, en ese momento tenía el alma destrozada, y pensaba: «¡Se va la Cordera! Será un animal, pero los niños no tienen otra madre ni otra abuela». 20 En esos días, mientras esperaban que el nuevo dueño viniera a recoger a la Cordera, había un silencio de muerte en el prao Somonte. Solo la vaca parecía igual que siempre, sin saber lo que le esperaba. Comería y descansaría como cada día, hasta que le dieran el golpe mortal. Rosa y Pinín estaban tumbados en la hierba, muy tristes, mirando con rencor los trenes, porque ese mundo desconocido se llevaba a su Cordera. El viernes al anochecer fue la despedida. Vino el encargado del comerciante a por la vaca, pagó a Antón y bebió con él un vaso de vino. 21 Sacaron a la Cordera del establo. Antón, que había bebido de más, empezó a hablar maravillas de la vaca, de la leche que daba y de lo fuerte que era. Pero el otro hombre no lo escuchaba, porque aquello no significaba nada para él. Al día siguiente sacrificarían a la vaca para convertirla en chuletas: ese era el trato que habían hecho. Antón no quería pensar en eso, quería imaginar a la Cordera viva, trabajando para otro campesino, sin acordarse de él ni de sus hijos, pero viva y feliz. 22 Pinín y Rosa se sentaron encima del montón de abono, recuerdo de la Cordera. Cogidos de la mano, miraban al comerciante, su enemigo, con ojos de espanto. En el último momento se echaron sobre la Cordera con besos y abrazos. No podían separarse de ella. A Antón se le pasó de pronto la excitación del vino, se hundió en la tristeza y entró en el corral oscuro. El comerciante se llevó a la Cordera, que iba de mala gana con el desconocido por el camino oscuro de la aldea. Y los gemelos se fueron detrás de ellos hasta que el padre los llamó de mal humor, con voz de lágrimas: 23 —¡Venga, neños! ¡Basta de tonterías! Caía la noche. En la oscuridad, ya casi no se distinguía la silueta de la vaca, que a lo lejos parecía negra. Al fin se perdió de vista y solo quedó de ella el lejano ruido del cencerro, que también se fue apagando entre los chirridos tristes de las cigarras. —¡Adiós, Cordera! —gritaba Rosa llorando—. ¡Adiós, Cordera de mi alma! —¡Adiós, Cordera! —decía Pinín, llorando también. 24 «Adiós» contestó al final el cencerro, a su manera, antes de perderse entre los sonidos de aquella noche de julio… Al día siguiente, muy temprano, como siempre, Pinín y Rosa fueron al prao Somonte. Aquella soledad nunca había sido triste para ellos, pero ese día, sin la Cordera, el Somonte parecía el desierto. De repente se oyó un silbido y apareció el humo de la locomotora y luego el tren. Los gemelos vieron pasar un vagón cerrado con pequeñas ventanas estrechas. 25 Y vieron dentro del vagón cabezas de vacas que miraban, pasmadas, por aquellos ventanucos. —¡Adiós, Cordera! —gritó Rosa, adivinando que allí iba su amiga, la vaca abuela. Pinín enseñó los puños al tren que iba hacia Castilla. —¡Adiós, Cordera! —gritó—. La llevan al matadero… Carne de vaca, para que coman los señores… ¡Adiós, Cordera! Rosa y Pinín miraban con rencor el tren y el telégrafo, símbolos de aquel mundo enemigo que se llevaba a su compañera de soledades y ternuras. 26 Se la llevaban para devorarla, para convertirla en comida de ricos glotones… —¡Adiós, Cordera! *** Pasaron muchos años. Pinín se hizo fuerte como un roble y lo mandaron a la guerra. Y una triste tarde de octubre, junto al prao Somonte, Rosa, sola, esperaba que pasara el tren que se llevaba a sus amores, a su hermano. 27 Silbó a lo lejos la máquina, apareció el tren y pasó como un relámpago. Rosa, casi metida entre las ruedas, pudo ver un instante, en un vagón, un montón de cabezas de pobres soldados que gritaban, saludando a los árboles y a los campos. Se iban lejos de su tierra, a morir por un rey y por unas ideas que no conocían. Pinín, con medio cuerpo fuera de la ventanilla, tendió los brazos a su hermana, casi se tocaron. Y Rosa pudo oír entre el ruido del tren y los gritos de los soldados la voz de su hermano, que lloraba con el recuerdo de un dolor lejano: 28 —¡Adiós, Rosa!... ¡Adiós, Cordera! —¡Adiós, Pinín! ¡Pinín de mía alma! Allá iba Pinín, como la vaca abuela. Se lo llevaba el mundo. «Carne de vaca para los glotones, para los señores. Carne de su alma, carne de soldados pobres para las locuras del mundo, para las ambiciones de otros». Así pensaba la pobre hermana entre dolores, mientras veía perderse el tren a lo lejos y su silbido resonaba en el Somonte… Ahora sí que era un desierto. ¡Qué sola se quedaba! 29 —¡Adiós, Pinín! ¡Adiós, Cordera! Con qué odio miraba Rosa la vía del tren y los alambres del telégrafo, ese mundo desconocido, que se lo llevaba todo. Y, sin pensarlo, Rosa apoyó la cabeza en el poste clavado en una esquina del prao Somonte. Dentro del pino seco del telégrafo el viento cantaba su canción metálica. Ahora Rosa lo entendía: era una canción de lágrimas, de abandono, de soledad, de muerte. El viento vibraba en los alambres del poste con ruidos rápidos que parecían gemidos. 30 Y Rosa creyó oír muy lejana la voz de su hermano, que lloraba: —¡Adiós, Rosa! ¡Adiós, Cordera! 31 32