Historia económica general de México PDF

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St Antony's College, University of Oxford

Alan Knight

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Mexican Revolution economic history Mexican economy history of Mexico

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This document provides an analysis of the Mexican economy during the revolutionary period (1900-1930). It explores the interplay between economic factors and the Revolution itself, dividing the period into three distinct decades: the late Porfiriato, the armed struggle, and the 1920s. The document highlights the diverse economic conditions and political integration across Mexico at that time.

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11. LA REVOLUCIÓN MEXICANA: SU DIMENSIÓN ECONÓMICA, 1900-1930 Alan Knight St. Antony's College, University of Oxford INTRODUCCIÓN En este capítulo se analiza la economía mexicana durante el...

11. LA REVOLUCIÓN MEXICANA: SU DIMENSIÓN ECONÓMICA, 1900-1930 Alan Knight St. Antony's College, University of Oxford INTRODUCCIÓN En este capítulo se analiza la economía mexicana durante el periodo revolucionario 1900-1930, y se enfoca en la relación entre la economía y la Revolución, una relación recíproca y dialéctica. Se parte de la idea de que factores económicos causaron la Revolución y que ésta tuvo un impacto económico. El capítulo se divide en tres partes, que corresponden a tres décadas: el Porfiriato tardío, la lucha armada y los años veinte, que fueron años de reconstrucción económica, de reforma social y del proceso de "forjar-Estado". La fecha de arranque —1900— es algo arbitraria y fluida; la de la conclusión, 1930, tiene más sentido ya que coincide con la Gran Depresión y una nueva fase de cambio económico y sociopolítico en México, que se trata en otro capítulo. 1. EL PORFIRIATO 1.1. Olas de larga duración Con razón los historiadores enfatizan que hay “muchos Méxicos”, por tanto "muchas revoluciones” y, por así decirlo, "muchas economías", no obstante importantes tendencias de integración política y económica. Para captar la diversidad económica, sin perder el enfoque analítico, se trata a la economía porfiriana a partir de tres aspectos: olas de larga duración, olas coyunturales y "olas de eventos". Las primeras duran generaciones, incluso siglos; las segundas cubren décadas (más o menos, el Porfiriato); las últimas son de pocos años (por ejemplo, 1905-1910). El México porfiriano y revolucionario heredó rasgos económicos de larga duración que determinaron su carácter, conforme una suerte de “path-dependence”, de los cuales tres son claves: 1] la geografía histórica; 2] la comercialización (de mercados de trabajo y de productos), y 3] la economía política, es decir, la reglas del juego económico. 1.1.1. La geografía histórica La economía, como el propio país, estaba fragmentada en regiones y localidades mal integradas. La población era escasa, aunque creciente. Las tasas de natalidad permanecían constantes, mientras que las tasas de mortalidad declinaban: el crecimiento demográfico registró 1.5% anual durante el periodo 1877-1902, pero después cayó a 1%. La población —15 millones en 1910— era todavía menor que la que había en 1500: el gran desastre demográfico de la conquista no sería superado hasta la década de 1940. La distribución poblacional aún reflejaba el patrón colonial, hasta el precolombino, con dos terceras partes congregadas en la parte central, pero esta concentración disminuía conforme el dinámico norte atraía más migrantes. Factores demográficos, entre otros, contribuyeron a una división tripartita que, analíticamente, se puede superponer a las muchas variaciones —los "muchos Méxicos"— mencionadas: el corazón del país, densamente poblado, con antiguos pueblos, ciudades y haciendas, una poderosa Iglesia y centros industriales; el sur, marcadamente rural e indígena, con altos niveles de pobreza, analfabetismo y racismo, recientemente penetrado por nuevas plantaciones comerciales; y el norte —dinámico, mestizo y menos poblado— dotado de centros mineros, haciendas ganaderas y ciudades modestas pero crecientes; una región fronteriza en dos sentidos. Los sistemas laborales y agrarios reflejaban este patrón tripartita. En el sur, donde la industria apenas existía, las nuevas plantaciones explotaban la mano de obra indígena, a menudo coercitivamente, siendo casos notorios el Valle Nacional y las monterías de Chiapas. En el centro, las haciendas competían con los pueblos por recursos, pero gracias al excedente de mano de obra, podían utilizar formas tradicionales de peonaje, aparcería y arrendamiento; mientras que las ciudades mayores —México, Puebla y Guadalajara— albergaban una minoría importante de obreros, y, sobre todo, artesanos. En el norte, ahora integrado por una eficaz red ferrocarrilera, dominaba el trabajo libre asalariado; migrantes venían del sur para trabajar en las minas de Parral, las fábricas de Monterrey y las haciendas algodoneras de La Laguna; y se forjaron estrechos lazos con la dinámica economía norteamericana. Esta división tripartita determinó tanto el patrón de rebelión después de 1910, como los procesos de reconstrucción política y económica de los años veinte. 1.1.2. La comercialización Hace tiempo, los historiadores se preocupaban por las grandes etiquetas teóricas que deben utilizarse para describir a las economías de América Latina, incluida la de México: feudal, capitalista, precapitalista, colonial, señorial, etc. Aunque el debate es cosa del pasado, se enfocó en una cuestión clave: el grado de comercialización económica tanto en mercados de productos como de mano de obra, al tiempo que demostró que el intercambio comercial en el ámbito del mercado de productos (por ejemplo de azúcar) coexistía con — e incluso exigía — mano de obra coercitiva (esclavitud). Este antiguo patrón se repitió con la comercialización agraria del Porfiriato, cuando las plantaciones sureñas explotaron peones forzados para producir café, tabaco y madera, con lo cual mostraron que la combinación comercialización más coerción no era un mero vestigio del pasado, y que la noción de un patrón de desarrollo capitalista unilineal (comercialización más mano de obra libre, asalariada, “proletaria") era demasiado simple. Aparte de las etiquetas teórico-conceptuales utilizadas, es importante evaluar el grado de comercialización (es decir, participación en el mercado monetarizado) en distintos periodos y lugares. Aunque la esclavitud desapareció a principios del siglo XIX, el peonaje coercitivo siguió existiendo y fue reforzado por el crecimiento de las plantaciones sureñas, cuyos peones eran "no libres” en dos sentidos. Una minoría vivía casi como presos, encerrados en sus barracones de noche y sujetos a castigos corporales. Un peón del Valle Nacional se quejó en 1905 de que había sido azotado, encadenado y privado de comida, volviéndose “como Cristo en la Cruz” (Chassen de López, 2004: 155). Un mayor número de peones acasillados eran “no libres” en el sentido de que estaban atados a sus haciendas por lazos de costumbre, de paternalismo y de su propio interés. Legalmente se podían desplazar, no estaban encadenados, pero se quedaban en la hacienda porque allí gozaban de cierta —probablemente menguante— seguridad y de ingreso. Pero estos peones, el llamado “campesinado interno", tampoco participaban mucho en el mercado. Recibían una parte de sus (bajos) ingresos en forma de raciones; hacían sus (pocas) compras en la tienda de raya (que quizás no era tan explotadora como se ha pensado), y a veces tenían acceso a pegujales —pequeños lotes— como fuente adicional de subsistencia. Al mismo tiempo, el campesinado “externo” —fuera de las haciendas, en pueblos independientes— también estaba poco integrado al mercado: tenía ingresos disponibles ínfimos, y sus necesidades podían satisfacerse por medio de su propia producción de subsistencia o de los robustos mercados locales, como los de Oaxaca. Si bien en estados como Jalisco, Michoacán, Guerrero y Veracruz había una minoría de rancheros más prósperos, con cierto ingreso disponible y poder de compra (para camas de hierro, sombreros de fieltro y máquinas de coser Singer), la gran mayoría de la población rural dependía de mercados y producción locales. Así, Haber ha estimado que 60% de la población del país estaba al margen de la economía monetaria (1989: 27). Estos consumidores de vez en cuando compraban algún machete, un pantalón de manta, algo de comida (en lata) o bebidas alcohólicas. Una típica tienda rural —incluso una tienda de raya— almacenaba jabón, velas, cigarrillos, fósforos, agujas, sal, arroz, azúcar y licor (la naturaleza del licor dependía de la región). Pero en su totalidad el mercado interno era débil, estaba concentrado en las ciudades, entre los obreros y artesanos, la creciente clase media y las comunidades rancheras (San José de Gracia de Luis González es un buen ejemplo). Así, el consumo masivo había crecido —la prensa porfiriana estaba llena de anuncios de las últimas modas, las medicinas específicas, las máquinas de coser y los primeros automóviles—, pero las crisis del fin del Porfiriato mostraron lo débil y raquítico que era el mercado interno. En el México rural, la vida material era sencilla: tanto los tenedores como las ventanas de vidrio escaseaban y los comerciantes se quejaban de la "maldita falta de demanda” (damned wantlessness) del pueblo mexicano (Chase, 1931: 313). Además, como sociedad agraria, México sufría las vicisitudes aleatorias de la naturaleza: sequías, heladas e inundaciones que perjudicaban la agricultura, hacían subir los precios y restringían aún más el mercado interno. El mercado de trabajo también era flojo y estaba agobiado por el peso del sector de subsistencia. Es probable que el proletariado —los obreros que carecían de sus propios medios de producción y vendían su trabajo en un mercado libre, no coercitivo— aumentara durante el Porfiriato, gracias al crecimiento demográfico, a la declinación de las industrias artesanales, al despojo del campesinado y a la conversión de peones acasillados en jornaleros. La integración del mercado nacional, impulsado por los ferrocarriles, también fomentó la migración laboral: por ejemplo, de los zacatecanos a las minas de Parral y las haciendas algodoneras de La Laguna, de los indígenas de Naranja a la Tierra Caliente de Michoacán, y de los enganchados de las sierras de Oaxaca y Chiapas a los cafetales de la costa. Sin embargo, como E.P. Thompson sostuvo, la "formación de la clase obrera” —sea inglesa o mexicana— es también un proceso cultural, conforme los artesanos, peones y campesinos independientes se vuelven obreros libres, aprendiendo la "disciplina de tiempo y trabajo", tanto industrial como agraria. Las dificultades del proceso se ven, en México, en las muchas quejas de la "falta de brazos", de la pereza de los trabajadores, de su indiferencia a las señales del mercado (que produce una “curva de trabajo inclinada al revés"), de su proclividad a la holganza, a la ratería y al ausentismo (notablemente el célebre San Lunes, cuando los trabajadores se quedan en casa para recuperarse de la borrachera dominical). Los patrones, entonces, confiaban en la coerción y una estrecha supervisión de la plantación o de la fábrica. Las haciendas henequeneras de Yucatán, en pleno auge, impusieron "una disciplina férrea” sobre sus peones (Wells y Joseph, 1996: 145); mientras que las grandes empresas mineras del norte trataron de fomentar trabajo más regular y productivo por medio de incentivos monetarios. Aunque sea imposible medir este proceso, se puede asumir que, aparte del crecimiento cuantitativo de la clase obrera (proletaria), también había un cambio cualitativo en cuanto a la "disciplina de tiempo y trabajo"; no obstante, los patrones seguían quejándose de la pereza plebeya y los plebeyos se daban cuenta del costo —tanto material como moral— que resultaba de la pérdida de su autonomía económica y del descenso al estatus de peón o proletario. 1.1.3. La economía política Los propios patrones tampoco eran modelos del dinamismo weberiano. Por supuesto, buscaron rentas; el antiguo mito del señor terrateniente que desdeñó la renta en favor del prestigio ya no convence. Había hacendados —como los Maurer de Atlixco, Puebla— que encarnaron los valores weberianos de innovación racional, pero la mayoría buscaba rentas dentro de una economía política distinta que moldeó su comportamiento empresarial. El Estado también estaba moldeado. El sector privado estaba constreñido por los límites del mercado (baja productividad, comunicaciones atrasadas, falta de capital) y por la actuación de un Estado caprichoso —frecuentemente faccioso e insolvente— que dejó de proteger los derechos de la propiedad. Durante el Porfiriato, estas restricciones disminuyeron, pero antiguos rasgos y prácticas siguieron: la empresas solían ser familiares y dependían de la confianza personal (supuestamente la más segura fuente de información); y el sistema bancario ostentaba rasgos semejantes. Los propietarios usualmente podían contar con el apoyo del Estado porfiriano; localmente, cultivaron buenas relaciones con los gobernadores y jefes políticos; el control social les favoreció, la legislación posibilitó la concentración de la tierra, y las tarifas arancelarias protegían la industria y la producción agropecuaria para el mercado interno. Así "protegidos” —en varios sentidos— los empresarios podían compensar su ineficiencia económica con apoyo político. Salvo en años de carestía, los hacendados no tenían que competir con importaciones de granos del extranjero; usualmente no temían ni a sindicatos obreros ni a rebeliones campesinas; y —no obstante casos como los Maurer— sacaban buenas ganancias pagando bajos sueldos, con un reducido volumen de transacciones. Es decir, comparados con sus contrapartes argentinos —que pagaban sueldos que atrajeron miles de inmigrantes europeos a la pampa, creando así un boyante mercado interno—, los hacendados mexicanos eran conservadores y reacios al riesgo. Iguales eran los banqueros mexicanos, comparados con los brasileños. Estos contrastes no indican un defecto sicológico heredado de la Colonia o del catolicismo (como sugieren, entre otros, los estudios de Landes y Wiarda). Los empresarios mexicanos fueron racionales dentro de la economía política que encontraron. Pero, aún durante el largo boom porfiriano, ésta involucró constreñimientos así como oportunidades. También el Estado, no obstante el éxito de su proyecto de "orden y progreso", ostentaba aún rasgos tradicionales. Los ingresos permanecieron bajos: con la desaparición de la capitación y de las alcabalas, y la declinación de la venta de terrenos baldíos en la década de 1890, dependía fuertemente de impuestos sobre el comercio exterior (especialmente de las importaciones) y de las transacciones comerciales internas (el impuesto del timbre), que rindieron 37 y 28% de los ingresos federales, respectivamente, en 1906 y 1907. Como los impuestos sobre la renta y la propiedad eran muy bajos, los ingresos federales eran muy vulnerables a choques externos. El gasto federal todavía era principalmente "administrativo", dedicado a pagar los sueldos oficiales y la deuda externa (prioridad clave para el régimen porfiriano). Durante el Porfiriato el gasto militar cayó de 60 a 27% del presupuesto, mientras que el servicio de la deuda aumentó de 3 a 23%. El gasto social permaneció pequeño; el gasto económico fue mayor e involucró grandes subvenciones a los ferrocarriles y a las obras públicas, como el Ferrocarril Nacional de Tehuantepec, inaugurado en 1907. Pero México no era un gran exportador (por tanto, no pudo ser un gran importador): en 1912 las exportaciones per cápita alcanzaron 11 dólares, comparado con 65 de Cuba y 62 de Argentina. En consecuencia, los ingresos y los gastos federales fueron limitados: en 1910 el gasto federal era solamente 4% del PIB. La economía política —antes, durante y, en cierta medida, después del Porfiriato— ostentó una suerte de "capitalismo de compadres” (crony capitalism), donde los grupos productores privilegiados coexistían con un Estado fiscalmente débil, incapaz de —o renuente a— cobrar más impuestos. Debajo de esta superestructura comercial languidecía un amplio —si bien menguante— sector de subsistencia, caracterizado por la pobreza y la baja productividad, que restringió tanto el mercado interno como la integración sociopolítica. Es decir, la marcada desigualdad social y étnica observada por Humboldt en los años de 1800, todavía era vigente un siglo después. 1.2. Olas coyunturales Todo ello no quiere decir que el Porfiriato fuera un periodo de inercia económica: al contrario, experimentó un cambio coyuntural importante que, en el fondo, causó la Revolución. El Porfiriato aceleró tendencias existentes (comercialización, proletarización y concentración de la propiedad) e introdujo otras nuevas (la red ferrocarrilera, la inversión extranjera y el auge exportador), pero mantuvo —y quizás reforzó— el "capitalismo de compadres". Como este análisis de la coyuntura porfiriana se hace con miras a la Revolución, es un estudio parcial y teleológico, que contrasta con otros en este estudio, ya que trata el periodo sin pensar en lo que vino después. La idea no es repetir la antigua leyenda negra —de extranjeros explotadores, políticos vendepatrias, y sus complacientes cosacos, los rurales—, sino indagar los factores socioeconómicos que provocaron la Revolución: se realiza una investigación esencial en la que se rechaza la noción, propagada por los conservadores de entonces y repetida por algunos historiadores revisionistas actuales, de que la Revolución no tuvo causas socioeconómicas y que fue producto o del atavismo sanguinario indígena o del oportunismo maquiavélico mestizo. Por tanto, conforme la perspectiva teleológica, vale enfocarnos en las regiones y casos donde surgió la Revolución, no en esos —como el Bajío— donde la Revolución fue débil. El crecimiento económico porfiriano dependió mucho de los ferrocarriles, que disminuyeron los costos de transporte y fomentaron, en especial —aunque no únicamente—, la producción para el mercado externo. La producción agropecuaria aumentó de acuerdo con el crecimiento demográfico, al menos hasta 1900; no hubo una caída prolongada en la producción de alimentos, aunque la década de 1900 fue de carestía y alza de precios. El auge exportador y la industrialización fueron compatibles: en el decenio de 1890, México, como otros países, experimentó un crecimiento industrial, tanto de industrias establecidas (los textiles) como nuevas (acero, cemento, cerveza). El sector monetizado aumentó y los ingresos del gobierno subieron (modestamente), posibilitando un presupuesto nivelado y tasas de interés menores. Pero el Estado porfiriano seguía siendo chico: su gasto per cápita alcanzó 4 dólares, comparado con 16 para Chile y 24 para Argentina, y se destinaba en primer lugar a cuestiones “administrativas", en segundo a “económicas", y por último a “sociales” Eso no quiere decir que el Estado era nada más un “Estado vigilante", limitado a la protección de las vidas y de la propiedad. Aunque las tarifas bajaron, se mantuvo un alto nivel de protección arancelaria. El Estado se esforzó en recoger información (demográfica, económica y cartográfica) sobre el país e intervino en el mercado de una manera caprichosa, conforme la lógica del capitalismo de compadres, “premiando a sus amigos y castigando a sus enemigos", en la frase de Samuel Gompers. En términos geopolíticos, fomentó los intereses europeos como contrapeso a los norteamericanos (de ahí la estrecha relación entre Díaz y el empresario británico Weetman Pearson y Lord Cowdray); y rechazó la propuesta estadounidense de un acuerdo de reciprocidad comercial. El Estado también intervino para controlar la oferta monetaria, racionalizó y nacionalizó la red ferrocarrilera, y contempló una política más nacionalista frente a la industria minera. Este esbozo de un proyecto económico racional, coherente y algo exitoso (con tasas de crecimiento del PIB y del PIB per cápita de 3.2 y 2.2% entre 1902 y 1910), es perfectamente compatible con una imagen —más tradicional, más “negra"— de un régimen que iba perdiendo su apoyo popular y su legitimidad. La política porfirista, en un principio más abierta y populista, se volvió cada vez más personalista y esclerótica, apartada de la gran masa del pueblo, como reconocieron hasta algunos beneficiarios del régimen, como el hacendado potosino José Encarnación Ipiña, que escribió en 1909: "la verdad es que la opinión no está con el gobierno"; y, un año después, cuando comenzaba la Revolución, lamentó que "andamos a balazos porque el maldito viejo no quiso atender a la opinión y retirarse a tiempo” (Penyak, 2007: 302-304). El personalismo y el descuido de la opinión pública fueron las muestras políticas del capitalismo de compadres, que provocó la oposición sin permitir su expresión por vías institucionales (de ahí el fracaso de la Unión Liberal en la década de 1890 y del PLM en la de 1900). Pero problemas de esta índole han sido comunes en América Latina y solamente en contados casos la caída de un régimen personalista y autoritario provocó una revolución social: con Díaz, Batista, y quizás Somoza. Una revolución social necesita combustible adicional, más socioeconómico, más fundamental, que no puede ser contenido por una reforma política limitada (compárese México en 1910 con Argentina en 1916). En una sociedad con un gran sector de subsistencia, es menos probable que el descontento profundo sea producto de una crisis comercial o una caída de la bolsa. Ocurrió una crisis en 1907 —como se verá— pero fue más un catalizador que una causa básica de la Revolución de 1910. Las revoluciones —por definición empresas riesgosas, especialmente para los pioneros-necesitan el resentimiento acumulado y un grado de indignación moral; como un preámbulo de su estallido, las alternativas menos riesgosas deben ser exploradas y rechazadas, y requieren la organización, la movilización y el sacrificio. Los zapatistas, el caso clásico, tenían sus agravios contra los hacendados morelenses desde la década de 1880, cuando comenzaron la paz porfiriana, los ferrocarriles y el boom azucarero. Al igual que los intelectuales positivistas del régimen, los hacendados eran aficionados al "Orden y Progreso"; pero para los pueblos su progreso quería decir desposesión, proletarización y aun su desaparición del mapa de Morelos. Se trató no solamente de un deterioro en el estándar de vida, sino de un cambio socioeconómico y cultural, conforme los campesinos independientes se volvieron peones y jornaleros, sus pueblos perdieron autonomía y la "economía moral” del campesino cedió a la lógica rival de la hacienda comercial. Era un conflicto de clase con rasgos étnicos, mismo que se veía en otras regiones, como el valle del Yaqui o el distrito de Papantla, donde también hubo una "guerra social” provocada por "la rápida transformación de la organización económica y social” (Kourí, 2004: 255, 257). Desde luego, el zapatismo alcanzó un nivel de organización y poder que — después de 10 años de sangriento conflicto— le permitió pactar con el gobierno de Obregón y alcanzar tanto una fuerte presencia política en Morelos como una reforma agraria pionera. No era típico de una Revolución que ostentó una enorme gama de movimientos y motivos (de hecho, no había un solo caso típico), pero fue el mayor y mejor caso de un movimiento popular y agrario. El villismo, también popular, era menos agrario y más heterogéneo (aunque sus amplios rangos incluyeron rebeldes de motivación agraria, como los de Cuencamé y Cuchillo Parado). Los revisionistas que, negando el contenido agrario de la Revolución, consideran el zapatismo como caso único, deben explicar por qué un fenómeno único brotó en el centro del país, en una región clave en la historia de México, donde se veían factores compartidos con muchas otras regiones: haciendas comerciales que crecían a costa de pueblos campesinos, acérrimos defensores de sus comunidades; y terratenientes arrogantes, convencidos de su superioridad socioeconómica y racial, que contaban usualmente con el apoyo de jueces y políticos complacientes. El zapatismo alcanzó cierta “masa crítica” debido a la intensidad del conflicto y la peculiaridad —histórica y geográfica— del estado. Pero los mismos factores provocaron conflictos agrarios en Puebla, el Estado de México y Tlaxcala; en regiones del suroeste como Guerrero (también un área de insurgencia campesina histórica); en Veracruz y San Luis Potosí; en la Comarca Lagunera y el valle del Yaqui; y entre comunidades de Durango y Chihuahua. Los movimientos resultantes fueron diversos, mestizos e indígenas, autónomos y componentes de coaliciones más amplias; sus blancos fueron no solamente opulentos hacendados (como en Morelos), sino también caciques y rancheros que habían acaparado las tierras y, conforme a la lógica caciquista, los puestos políticos. En contraste, había regiones más tranquilas, menos revolucionarias: el Bajío, una sociedad agraria de haciendas cerealeras y aparceros; y el sureste —donde la explotación rural era aún más extrema, racista y violenta— que gozaba de una paz romana, hasta que llegaron los invasores constitucionalistas en 1915. Las causas socioeconómicas de la Revolución, entonces, fueron producto del patrón de desarrollo llevado a cabo por el régimen desde la década de 1880, cuando comenzaron la paz porfiriana y la brusca inserción del país en la división internacional del trabajo; sumado a que el régimen porfirista careció de instituciones políticas que pudieran encauzar una creciente oposición. El sistema caciquista no podía manejar esta rápida transformación desestabilizadora; por.tanto, se acabó en una crisis, cuando el tapón de la olla a presión se rompió y los resentimientos que hervían adentro estallaron con fuerza explosiva. 1.3. Olas de eventos No sabemos si, con mejor manejo político, el régimen hubiera podido evitar la crisis de 1909-1910 y así la Revolución. Es una pregunta “contrafactual” y política, por tanto al margen de este análisis. Pero también hubo factores económicos que contribuyeron a esa crisis y, siguiendo una dinámica de corto plazo, forman parte de “l’histoire evenementielle” (la historia de eventos): la reforma monetaria, la "cuestión social", la recesión de 1907, y las malas cosechas de 1909-1910. Es una lista diversa, que incluye factores nuevos, provocados tanto por la inserción en la economía mundial (la reforma monetaria y la recesión), como por la creciente tensión urbana e industrial, pero además es un eco de las crisis de subsistencia del pasado. Analíticamente distintos, estos factores coincidieron en los últimos años del Porfíriato, cuando el régimen tuvo que enfrentar la cuestión de la sucesión y una nueva oposición política. Hasta mediados de la década de 1890 la economía creció, la depreciación de la plata impulsó las exportaciones y los sueldos reales aumentaron o quedaron estables. A fines de la década, hubo un cambio: el estímulo de la construcción ferrocarrilera disminuyó, mientras que el proceso coyuntural de proletarizaron deprimió los sueldos. Como demuestra Carmagnani (1994), Limantour — ministro de Hacienda desde 1893— controló cada vez más la política arancelaria y monetaria, y el Congreso cedió esta facultad al Ejecutivo. Limantour niveló el presupuesto y fortaleció el crédito nacional, pero la depreciación —no constante — de la plata y del peso complicó tanto el servicio de la deuda como la atracción de inversión extranjera. Por tanto, como otros ministros financieros (seducidos, se ha dicho, por el encanto del oro, que representaba el progreso y la modernidad), entre 1905 y 1906 Limantour puso a México en el patrón oro. La decisión mostró cómo el Estado porfiriano, solvente e internacionalmente respetado, tuvo que adaptarse a las reglas del juego mundial, de manera ortodoxa, habiendo perdido la "autonomía relativa” del pasado. En otras palabras, ostentó la dependencia estructural del Estado sobre el capital, tanto extranjero como nacional. Debido a la cual, Díaz tuvo que plegarse a nuevas normas: Limantour prevaleció sobre el presidente en cuanto al nuevo Código Minero; y los esfuerzos presidenciales para mediar en conflictos agrarios —en Papantla, Tamazunchale y, quizás, Morelos— fracasaron. La reforma monetaria tuvo éxito, en el sentido de afianzar el crédito y el flujo de capital extranjero, a costa de comprimir la oferta monetaria en detrimento de la clase media. Pero en seguida los efectos de la reforma se confundieron con dos choques, uno interno y el otro externo: el "año de las huelgas” (1906) y la recesión de 1907. El desarrollo económico había aumentado el tamaño de la clase obrera, tanto urbana como rural; desde la década de 1890, una nueva clase industrial había crecido y se dedicaba a la producción de acero, cemento, cerveza, vagones (ferrocarrileros), etcétera. La industria textil, con una fuerza de trabajo de 82 000 personas, se modernizó, especialmente en las grandes fábricas de Puebla y Orizaba. La gran minería, sobre todo extranjera, se esforzó en fomentar una fuerza laboral más fiable y regular, mientras que, en vísperas de la Revolución, las inversiones de las compañías petroleras británicas y norteamericanas comenzaron a dar resultados en la costa del golfo. Es importante enfatizar que los “nuevos” obreros industriales (textiles, 82 000; mineros, 100 000; ferrocarrileros, 18 000) eran una minoría, comparados con los artesanos de los pueblos, o de las antiguas ciudades del Bajío (por ejemplo, los zapateros de León); y el sector obrero-urbano en su totalidad (quizás un millón) era muy inferior a la fuerza de trabajo rural (alrededor de 4 millones). Además, estas categorías eran fluidas: había —en Tlaxcala, por ejemplo— “obreros- campesinos” que alternaban entre el campo y la industria textil; mientras que los centros mineros y madereros de Chihuahua incluían una población flotante, también “obreros-campesinos” híbridos. Otra vez, tenemos una clase trabajadora en formación. Sin embargo, la formación ya había avanzado lo suficiente para producir nuevas organizaciones obreras, especialmente en las empresas mayores y más dinámicas: los ferrocarriles, las fábricas textiles, y los campos mineros y petroleros. Así, México siguió un patrón evidente en el resto de América Latina donde —de acuerdo con Bergquist (1988)— los sindicatos suelen formarse en el sector más dinámico y exportador. En contraste, fue más difícil para los artesanos, esparcidos en pequeños talleres, establecer sindicatos (aunque florecieron sociedades mutualistas y los artesanos “cultos” participaron en los embrionarios partidos políticos de la década de 1900). La organización sindical era aún más difícil en ciudades católicas, como Guanajuato y Guadalajara, donde una poderosa Iglesia predicó la docilidad obrera y el paternalismo empresarial: “una sola cosa pido / a los ricos: amor / a los pobres: resignación / y la sociedad salvará'” (González Navarro, 1985: 177). No obstante la antigua tradición de movilización obrera en México —que se remonta al decenio de 1860—, la política porfiriana inhibió la protesta hasta la década de 1900, cuando, en un contexto de creciente inestabilidad sociopolítica, la organización obrera cobró fuerza y puso en la agenda nacional la llamada “cuestión social". ¿Cómo debe reaccionar el Estado frente al crecimiento de esta nueva clase, ubicada en sectores estratégicos de la economía, incluso las grandes ciudades donde —muchos temían— el crimen, el desorden y la degeneración coexistían con la militancia proletaria? Un ala de la Iglesia se adhirió al “catolicismo social", inspirado por Rerum novarum, mientras que un puñado de anarquistas abogó por una revolución social (exacerbando así los temores de las élites). Entre éstas, algunos gobernadores —Reyes (Nuevo León), Dehesa (Veracruz) y Landa y Escandón (Distrito Federal)— intervinieron, de manera paternalista, en la política laboral y trataron de fomentar un mutualismo moderado en vez de un sindicalismo, o anarcosindicalismo, más militante. El propio presidente medió en la gran disputa textil de 1906. En contraste, hubo menos esfuerzo oficial para dialogar con los campesinos que, comparados con los obreros urbanos, eran culturalmente —y a veces étnicamente— distintos; además, los conflictos en torno a la tierra y el agua —recursos finitos— tenían el carácter de un juego de suma cero, que tal vez involucró '"economías morales” rivales; mientras que los conflictos industriales podían ser mediados, especialmente cuando la producción y la productividad aumentaban. Dos célebres conflictos laborales subrayaron la "cuestión social” del Porfiriato tardío: las huelgas de Cananea y Río Blanco en 1906 y 1907. Ambos derivaron de factores económicos: sueldos, horarios y condiciones de trabajo. Pero, como demuestra el grito de los mineros de Cananea —"Cinco pesos y ocho horas de trabajo: ¡Viva México!"—, también perfilaron sentimientos nacionalistas, dirigidos contra los dueños franceses y los gerentes españoles en Río Blanco, y contra los gerentes y trabajadores estadounidenses en Cananea, donde los obreros gringos cobraban mejores sueldos que los mexicanos; pero, como observó el gobernador de Sonora, las prostitutas estadounidenses cobraban más que las mexicanas. Sin embargo, el nacionalismo obrero se ha exagerado fácilmente; los ejemplos esporádicos de protestas contra gerentes extranjeros abusivos o, más raramente, contra obreros inmigrantes deben ser contrastados con los muchos casos de "colaboración", especialmente en esos sectores de la economía —la minería y el petróleo— donde la inversión (anglo-americana) pagaba mejores sueldos. Tanto Cananea como Río Blanco demuestran la dura actitud de los empresarios, especialmente los textileros, que impusieron un paro para romper los sindicatos y bajar los sueldos; también indican que en momentos críticos el Estado porfiriano concordó con el régimen brasileño en que "el problema obrero es un asunto para la policía” (incluso los rurales y, en Cananea, los rangers de Arizona). El diálogo entre el Estado y el movimiento laboral era, entonces, incipiente y en parte retórico. La represión déslegitimó al régimen que —aun en el contexto latinoamericano— parecía brutal, gastado, y algo antipatriótico. Sin embargo, sería erróneo considerar Cananea y Río Blanco como ensayo general para la Revolución (al estilo de la Revolución rusa de 1905): usualmente las metas obreras fueron moderadas y "economicistas". Como forma de protesta, la sindicalización era muy diferente de la insurgencia armada y, después de 1910, ni Cananea ni Río Blanco se volvieron centros de insurrección proletaria, como las fábricas de "Petrograd rojo” o las minas bolivianas después de 1952. Cuando estalló la huelga de Río Blanco, México estaba al borde de la recesión; era el último brote de protesta sindical antes de que las condiciones cambiaran y la militancia obrera se esfumara. La recesión de 1907 no careció de precedentes: hubo recesiones, en 1883-1884 y 1892-1894, que mostraron la nueva vulnerabilidad de México frente a choques externos, especialmente cuando venían de Estados Unidos, que suministraba la mitad de las importaciones mexicanas y recibía tres cuartas partes de sus exportaciones. La integración en el mercado mundial conllevó riesgos y el Estado porfiriano tardío, no obstante el aparente éxito de su proyecto económico, era más vulnerable que sus antecesores, igual que la sociedad mexicana, especialmente el próspero norte. Sin embargo, es difícil establecer una causalidad directa entre la recesión y la Revolución. Tuvo un impacto deslegitimizador, pero en 1910 el impacto se había acabado; y, vale subrayar, los actores revolucionarios —ya sea personas o comunidades— frecuentemente tenían historias de oposición anteriores a 1907 y no eran movilizados por la experiencia de la recesión. De hecho, sería un error “economicista” asumir que —en muchos casos— las fluctuaciones del ciclo comercial causaron el compromiso revolucionario, cuando en realidad predominaban motivos político-ideológicos (por ejemplo, el liberalismo maderista) o lealtades clasista-étnicas (por ejemplo, el zapatismo), que tenían raíces más hondas, menos contingentes. Un estado fuertemente golpeado por la recesión fue Yucatán, pero éste —no obstante su vigorosa oposición política— no fue un estado revolucionario. Si la recesión mostró la nueva vulnerabilidad externa de México, las malas cosechas fueron un eco de tiempos antiguos, cuando las clásicas crisis de subsistencia, provocadas por sequías o heladas, conllevaron la carestía y las epidemias. En el curso del siglo XIX tales crisis habían disminuido y el Estado porfiriano, dotado de mayor control y mejores comunicaciones, podía contrarrestar la carestía, permitiendo o subvencionando la importación de granos norteamericanos (y, como Amartya Sen ha mostrado, las hambrunas suelen ser producto del mal gobierno, no solamente de malas cosechas). Pero las carestías de la década de 1900 nos hacen recordar que México todavía tenía un enorme sector de subsistencia (solamente 17% del maíz producido en el país iba por ferrocarril), y esto hacía subir los precios de los productos básicos y reducía el poder de compra de las masas, en detrimento del mercado interno. La industria textil, que había crecido desde la década de 1890 y suministraba 90% de la demanda nacional, se enfrentó a una crisis de sobreproducción. Pero las principales víctimas de las crisis del decenio de 1900 fueron, casi seguro, los trabajadores migrantes que habían salido de los pueblos (y a veces las haciendas) y que tuvieron que aguantar el desempleo en 1907 y 1908 y el alza de precios en 1908 y 1909. Regiones norteñas como Chihuahua y La Comarca Lagunera fueron duramente golpeadas y, un año después, serían la punta de lanza de la revolución maderista, la cual se estudia en el siguiente apartado. 2. LA REVOLUCIÓN, 1910-1920 La Revolución ocurrió, como dice Womack, porque las élites porfirianas no podían organizar la sucesión presidencial (y, vale agregar, porque don Porfirio se negó a ceder el poder o a magnates, como Reyes y Limantour, o a fiamantés organizaciones políticas, como la Unión Liberal y los nuevos partidos de la década de 1900). Éstas son consideraciones políticas, comunes en la historia política (las élites se pelean, los dictadores son celosos del poder); raras veces provocan grandes revoluciones. Una revolución —grande, social— necesita una cantidad de combustible popular y, mientras había bastante combustible popular- político (por ejemplo, las quejas serranas contra los abusos de un Estado creciente y opresor), había al mismo tiempo combustible popular-económico, en forma de protesta agraria, producida por la concentración de la propiedad a favor de los hacendados, rancheros y caciques y en detrimento de los campesinos, especialmente de los habitantes de los pueblos independientes. El caso más obvio, el zapatismo, era netamente agrario, ostentó causas y metas agrarias, y encarnó un fuerte sentimiento de solidaridad campesina. Como se mencionó, es difícil concebir al zapatismo como un caso insólito, con rasgos desconocidos en otras partes: movimientos menores, pero comparables, se ven en estados del centro (Puebla, México y Tlaxcala), al igual que en regiones del oeste (Guerrero y Michoacán) y del norte (San Luis, Durango, Chihuahua y Sonora). Desde luego, el compromiso agrario tenía que ser también político (en el caso zapatista y otros): sin participar en la política local, los campesinos no podían proseguir su programa agrario. Sus blancos variaban —hacendados, caciques y rancheros— y, con el tiempo, los campesinos pioneros de la Revolución (principalmente los habitantes de los pueblos independientes) fueron seguidos por otros: aparceros, arrendatarios y —quizás el grupo más explotado, pero a la vez más controlado— los peones acasillados. El significado económico de la Revolución tuvo dos aspectos diferentes. En el corto plazo, tuvo un impacto que no fue planeado, pero que ocurrió como producto ineludible de la prolongada guerra civil. La población disminuyó, los recursos se consumieron, el crédito y las divisas nacionales se derrumbaron, la carestía y las enfermedades se difundieron. El impacto fue severo, pero breve; como otras economías de guerra, la mexicana se recuperó rápidamente después del conflicto. Por tanto, esta historia —donde la economía sufre las consecuencias pasajeras de factores no económicos— es menos importante que la historia de los cambios económicos más duraderos, a veces producto de metas y esfuerzos colectivos. Mariano Azuela vio la Revolución como un huracán — una fuerza de la naturaleza violenta y caprichosa— y esta imagen, que se ve también en la historia oral, corresponde al primer aspecto, que es muy importante en cuanto a las experiencias subjetivas, pero menos en cuanto a la trayectoria económica objetiva. Porque la Revolución también reflejó y llevó a cabo reformas socioeconómicas duraderas, obra no solamente de los grandes caudillos de la "historia de bronce", sino de actores más anónimos: obreros y campesinos, empresarios y tecnócratas. En este segundo aspecto, la Revolución parece menos huracán que cieno. Como una revolución social genuina, ésta involucró múltiples grupos y motivos, algunos de carácter socioeconómico. En términos muy generales, hubo dos episodios de guerra civil, en 1910-1911 y 1913-1914, cuando dos amplias coaliciones —la revolucionaria y la del antiguo régimen— se enfrentaron y dicha confrontación siguió, en parte, una lógica socioeconómica. Por un lado, hubo una lucha primaria por la tierra (donde el zapatismo es el mejor pero no el único caso); por otro, hubo un conflicto urbano-industrial secundario, lo que Bortz (2002) llama “la revolución dentro de la revolución”. En el fondo se planteó la pregunta de si el antiguo régimen y su proyecto continuarían o no: la revolución maderista de 1910 lo puso en tela de juicio, pero la constitucionalista de 1913-1914 decidió que no. Por tanto, los pilares del Porfiriato —el ejército, los rurales, los científicos, los terratenientes, los inversionistas extranjeros— o se derrumbaron o se debilitaron, y fueron remplazados por nuevos grupos, muy heterogéneos, pero con un perfil social más plebeyo y un poder movilizador mucho mayor que sus predecesores porfirianos. La “movilización” quería decir no solamente la movilización militar, sino también la movilización sociopolítica en torno a la reforma agraria y laboral, al anticlericalismo, y al “Blitzkrieg” de moralización que promovió el procónsul sonorense Salvador Alvarado en Yucatán (Joseph, 1982: 106). Al mismo tiempo, la Revolución provocó una movilidad tanto social como espacial, conforme los ejércitos (incluso las soldaderas) recorrieron el país, los refugiados —como los morelenses— buscaron asilo en las ciudades, y miles de migrantes se dirigieron a la paz y prosperidad de Estados Unidos. Así, la Revolución comenzó la gran migración mexicana hacia el norte. Primero los efectos de corto plazo. La población disminuyó, McCaa (2003) demuestra que México perdió 2 millones de habitantes: 65% debido a la mortalidad (causada por la violencia, la hambruna y las epidemias), 25% a los “nacimientos perdidos” y 10% a la emigración. El impacto fue distinto por regiones: Morelos perdió 40% de su población; y los migrantes que regresaron encontraron un estado despoblado y desolado. En contraste, la población de la ciudad de México aumentó de 471 000 habitantes a 615 000 entre 1910 y 1921; en la capital, como en otras ciudades como Veracruz, la congestión urbana hizo subir los alquileres y provocó los movimientos inquilinarios de los años veinte. El impacto económico de la lucha militar se retrasó un par de años. La rebelión de 1910-1911 tuvo poco efecto y no fue hasta 1913 que la economía sufrió serias consecuencias negativas; el lapso más crítico de la guerra civil ocurrió entre 1914 y 1915, después del cual la intensidad de la lucha bajó, pero el costo económico siguió aumentando. El año 1917 se conoció como “el año del hambre", y entre 1918 y 1919 —en México como en Europa— la gripe española atacó a una población debilitada por la guerra y la carestía. En estas circunstancias el crimen floreció, ayudado por la ubicuidad de las armas. Parece que el PIB tocó fondo entre 1916 y 1917, dos años después del triunfo militar del los constitucionalistas; y los estragos socioeconómicos —las epidemias, las carestías, el crimen, la migración— afectaron tanto a la economía monetarizada como a la de subsistencia. Era una crisis sistèmica, que afectó a millones y dejó arraigadas memorias. En cuanto a la economía monetaria —impuestos, comercio, bancos y moneda— la historia es mixta y, en cierto sentido, menos devastadora; por tanto, algunos historiadores han sugerido, incorrectamente a mi modo de ver, que el efecto económico de la Revolución fue bastante ligero. Es verdad que las cifras del comercio exterior y del PIB fueron poco afectadas por la rebelión maderista inicial; los primeros síntomas se vieron con los problemas presupuéstales, debido a la caída de los ingresos y el alza de los gastos militares. Incipientes con Madero, estos problemas se volvieron serios con Huerta (1913-1914); al mismo tiempo, el costo del crédito aumentó y el gobierno dejó de pagar la deuda externa. Después de sólo ocho años, México abandonó el patrón oro y tanto el gobierno de Huerta como sus contrincantes revolucionarios se dedicaron a imprimir pesos de papel, con lo cual produjeron una espiral inflacionaria que culminó con los llamados infalsificabies de 1916. Conforme el peso de papel perdió valor, el país dependió cada vez más de transacciones por medio del trueque o de moneda fuerte, principalmente el dólar. Los revolucionarios expropiaron las reservas de los bancos, y los adinerados que pudieron, exportaron su capital. Fue hasta los años veinte que el sistema bancario se restableció. Mientras tanto, la hiperinflación tuvo consecuencias importantes pero aleatorias: premió a los que tenían acceso a la divisa extranjera y arruinó a muchos. Familias acomodadas porfirianas sufrieron una movilidad social negativa espantosa (que Azuela captó bien en Las tribulaciones de una familia decente), y los políticos arribistas pudieron aprovecharse de la situación para adquirir propiedades (y, a veces, esposas). La hiperinflación contribuyó a la movilidad social revolucionaria y, quizás, dejó un legado de conservadurismo monetario que afectó tanto a los políticos financieros como a la población en general. Si la economía interna se contrajo, el comercio exterior se mantuvo mejor. Por un lado, la red ferrocarrilera fue afectada por la lucha armada y el control por parte de las facciones militares; los lazos comerciales se rompieron (por ejemplo, el algodón de La Laguna no podía llegar a las fábricas de Veracruz y Puebla); con el colapso de los bancos, el crédito se esfumó; y, salvo en el sureste, las haciendas sufrieron robos, préstamos forzosos, tomas de tierras y expropiaciones. Entre 1917 y 1918 la producción de maíz bajó 40% en comparación con el periodo de 1906-1911 y la de frijol 60% en el mismo lapso. Sin embargo, las actividades productivas ligadas a las exportaciones fueron menos afectadas: regiones como Yucatán estaban al margen de la lucha y podían aprovecharse de la demanda bélica mundial; la industria petrolera; en pleno auge, sufría por la guerrilla y por la guerra convencional (como la gran batalla de El Ébano en 1915), pero las compañías se aislaron eficazmente de la contienda, pagando impuestos y mordidas a toda facción y, en el caso de Manuel Peláez, apoyando a un caudillo local en contra del gobierno de Carranza. Tanto el henequén como el petróleo se producían cerca de la costa, lo cual facilitó las exportaciones, y estos dos productos —que aportaban 20 y 37% de las exportaciones totales en 1918 y 1919— mantuvieron la actividad exportadora y suministraron gran parte de los ingresos del gobierno, que estaba al borde de la bancarrota. Las exportaciones mineras experimentaron mayores altibajos: entre 1910 y 1915 la producción de plata (por volumen) cayó 70%. Pero hubo una recuperación rápida, gracias a la primera Guerra Mundial: el cobre recobró su nivel de producción de 1910 en 1917, la plata en 1922 y el plomo en 1923. En los sectores minero y petrolero se vieron tres fenómenos importantes. Primero, como las grandes compañías podían protegerse y aprovecharse del colapso de las más pequeñas, la Revolución conllevó una concentración de la producción, de manera que durante los años veinte el dominio de las grandes empresas norteamericanas —especialmente ASARCO— era aún mayor que a fines del Porfiriato. Segundo, en el contexto de inflación y carestía, el empleo en el sector minero —donde los sueldos eran mayores y más seguros— fomentó una dependencia obrera que contrarrestó las tendencias nacionalistas y sindicalistas. Y, tercero, el mismo contexto obligó al gobierno —ya fuera maderista, huertista o carrancista— a aumentar los impuestos (la necesidad fiscal no siguió una lógica ideológica); y, por último, el artículo 27 de la Constitución de 1917 cambió el estatus jurídico de las industrias mineras y petroleras, reservando el dominio del subsuelo a la nación. Aparte del deseo del Estado de controlar y obtener impuestos de estas industrias, la compañías petroleras se veían como "Estados dentro del Estado", que desdeñaban la soberanía mexicana y apoyaban a rebeldes como Peláez. Esta confrontación entre las compañías y el Estado continuaría durante los años veinte y hasta la expropiación de 1938. Cuando se forjaba la Constitución entre 1916 y 1917, la economía estaba en su nadir: los bancos habían dejado de funcionar, el peso se había derrumbado y la red ferrocarrilera —muy deteriorada— estaba en manos militares. Las rebeliones —zapatista, villista y felicista— continuaron y la protesta obrera, una protesta defensiva contra la inflación, se enfrentó a un Estado débil pero represivo. La realidad de aquél entonces contrastó con las aspiraciones de largo plazo que se plasmaron en la Constitución, un documento que ofreció más promesas para el futuro, que políticas concretas para el momento. Elementos de la Constitución —como el principio maderista de sufragio efectivo— fueron postergados hasta fines del siglo, pero las reformas socioeconómicas —los artículos 27 y 123, principalmente— se cumplieron, en forma incremental, durante los años veinte y treinta conforme a una compleja dialéctica entre la presión popular, la resistencia de los intereses afectados y la actuación —tanto progresista como pragmática— del flamante gobierno revolucionario. 3. LA DÉCADA DE 1920: RECONSTRUCCIÓN Y REFORMA Después de la derrota de Villa en 1915, el gobierno constitucionalista sobrevivió, en condiciones difíciles, hasta 1920, cuando la última rebelión exitosa del largo ciclo revolucionario llevó a la dinastía sonorense al poder nacional. Hubo más rebeliones militares en 1923-1924,1927 y 1929, pero todas fracasaron, al tiempo que el gobierno federal se afianzó. Entre 1926 y 1929 la Cristiada —una guerra muy distinta— asoló el centro-oeste del país, una región donde la etiqueta "la revolución” quería decir "contrarrevolución católica y popular", en lugar de referirse a la Revolución de 1910. Pero ni los cristeros ni los generales disidentes podían derrocar al gobierno, y con la formación del partido oficial, el Partido Nacional Revolucionario (PNR), en 1929, quedaba claro que el régimen revolucionario había llegado para quedarse. El afianzamiento político dependía de la recuperación económica, de la solvencia gubernamental y del apoyo popular, que el régimen podía cultivar por medio de la reforma social (agraria y laboral). Por tanto, el gobierno tuvo que dar confianza al sector privado (incluso a los inversionistas extranjeros), mientras que extraía los recursos necesarios para pagar al ejército y a la burocracia, y promover la cuestionada legitimidad del régimen. Estas metas eran contradictorias, como en toda sociedad donde el Estado debe fomentar la acumulación capitalista (es decir, inversión y crecimiento), conseguir sus propios ingresos, y convencer a sus ciudadanos de que gobierna legítimamente, es decir, a favor de todos. Pero este dilema era más agudo en el contexto de una revolución social que dejó como legado un Estado fiscalmente débil, que carecía de reconocimiento y crédito internacional, que se veía a veces como bolchevique, y que dependió, por ejemplo durante la rebelión militar de 1923- 1924, del apoyo de las nuevas organizaciones de obreros y campesinos. El hecho de que, a fin de cuentas, el régimen revolucionario haya sobrevivido (se puede comparar con el desmoronamiento de la revolución boliviana después de 1952) se debió en parte a la pericia del liderazgo revolucionario, especialmente del gran triunvirato Obregón, Calles y Cárdenas. A continuación se analiza la historia económica de la década de 1920 a partir de tres rúbricas: las tendencias macroeconómicas, las demandas populares (de índole socioeconómica) y la política gubernamental. Cuando la rebelión de Agua

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