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Alegria_ Finalista Premio Planeta 2019 - Manuel Vilas.pdf

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Una historia que a veces duele, pero que siempre acompaña. El éxito desbordante de su última novela embarca al protagonista en una gira por todo el mundo. Un viaje con dos caras, la pública, en la que el personaje se acerca a sus lectores, y la íntima, en la que aprovecha cada espacio de soledad para rebuscar su verdad. Una verdad que ve la luz después de la muerte de sus padres, su divorcio y su vida junto a una nueva mujer, una vida en la que sus hijos se convierten en la piedra angular sobre la que pivota la necesidad inaplazable de encontrar la felicidad. A medio camino entre la confesión y la autoficción, el autor escribe una historia que toma impulso en el pasado y se lanza hacia lo aún no sucedido. Una búsqueda esperanzada de la alegría. ALEGRÍA Manuel Vilas Finalista Premio Planeta 2019 Llegué por el dolor a la alegría. Supe por el dolor que el alma existe. Por el dolor, allá en mi reino triste, un misterioso sol amanecía. JOSÉ HIERRO 1 Todo aquello que amamos y perdimos, que amamos muchísimo, que amamos sin saber que un día nos sería hurtado, todo aquello que, tras su pérdida, no pudo destruirnos, y bien que insistió con fuerzas sobrenaturales y buscó nuestra ruina con crueldad y empeño, acaba, tarde o temprano, convertido en alegría. El alma humana no tendría que haber descendido a la tierra. Tendría que haberse quedado en las alturas, en los abismos celestiales, en las estrellas, en el espacio profundo. Tendría que haber permanecido alejada del tiempo; el alma humana hubiera estado mejor sin ser humana, porque el alma envejece bajo el sol, se derrite, se hunde y combustiona en millones de preguntas que se esparcen sobre el pasado, el presente y el futuro, que forman un solo tiempo, y ese es el tiempo personal de cada uno de nosotros, un tiempo en donde el amor es un deseo permanente, que no se cumple, que nos avisa de la hermosura de la vida y luego se marcha. Se marcha. Nos deja en un silencio poderoso, amargo y sutil. Millones de preguntas que fueron seres humanos antes de convertirse en preguntas. Millones de cuerpos, millones de padres, madres, hijos e hijas. Y nos quedamos solos y ateridos. El alma humana somos nosotros, todos nosotros, buscando amor, todos buscando ser amados cada día, cada día esperando la llegada de la alegría, qué habríamos de esperar si no. Cuánto desearíamos todos nosotros que hubiera un orden y un sentido en la vida, pero solo hay tiempo y fugitivos adioses, y en esos adioses vive el inmenso amor que ahora estoy sintiendo. Este es mi caos, este mi desorden. Aquí estoy yo, desamparado y a la vez sintiendo la fuerza de la alegría, pero también con la rabia indefinida de la vida dentro de mí. Como todos los seres humanos. Porque todos somos lo mismo. Y en esta alegría hambrienta se halla toda la conciencia de la vida que fuimos capaces de acumular. A primeros del año de 2018 publiqué una novela, una novela que era el relato de la historia de mi vida, ese libro se convirtió en un abismo. Dentro de ese libro habitaba la historia de mi familia. Bach y Wagner, mi padre y mi madre. Metí a mi familia en un libro que tenía música y es la cosa más hermosa que he hecho en la vida. ¿Estás loco?, me dijeron muchos. No, es solo amor, contesté. Solo amor, y necesidad, e ilusión. Cuando hablas de tu familia, esa familia regresa a la vida. Si escribía sobre mi padre y mi madre y lo que fuimos, volvía el ayer, y era poderoso y bueno. Eso era todo, eso fue lo que hice. Me encuentro en este instante en un hotel de Barcelona. Nunca pensé que volvería a escribir con un bolígrafo y un cuaderno, como estoy haciendo ahora mismo. Tengo el ordenador delante pero ya no me sirve. Me he cambiado tres veces de habitación en este hotel. La primera no me gustó porque hacía calor y las vistas eran horribles. Cuando me dieron la segunda, pensé que allí podría descansar: ese alivio, esa necesidad de encontrar la calma, de no seguir envuelto en una maraña de nervios, de idas y venidas. Pero llevaba un rato tumbado en la cama cuando me di cuenta de que no había acertado. La habitación daba a la avenida de la Diagonal, una de las grandes arterias del tráfico de Barcelona, y el ruido que ascendía desde la calle era excesivo. De excesivo se tornó en infernal. Era el ruido que producen los desconocidos, cientos de hombres y mujeres que deambulan por la ciudad, con sus coches, o sus motos, o sus conversaciones. El ruido se estaba convirtiendo en un enemigo. Comencé a ponerme nervioso. Estúpido de mí, había deshecho el equipaje, animado por esa primera impresión positiva. Veía mi maleta allí, abierta encima de la mesa. Calculé cuánto tardaría en volver a meterlo todo dentro. Veo mis cosas como si fuesen las de un espíritu sin cuerpo. Mis jerséis negros, mi ordenador, mi agenda, mi neceser. Parecen cosas que usaba mi padre, parecen pertenencias de mi padre, y no mías. Era 1 de julio en Barcelona. Sentí la humedad que impregnaba la ciudad entera. No podría acostumbrarme a esa humedad, que me hacía sudar de una manera humillante. Mi vida y el calor se hermanaron en algún punto de mi pasado. Cuando esté muerto y ya no tenga calor, alcanzaré la nada. La nada es no sentir ya el calor español, el calor que hace siempre en todas las ciudades españolas: calor húmedo o calor seco, pero calor. El calor y la vida han sido lo mismo para mí. Tengo cincuenta y cinco años y dentro de unos días cumpliré cincuenta y seis. No me creo esa edad. Si me la creyera, si la aceptara en toda su acerada verdad, tendría que pensar en la muerte. No se puede vivir si la muerte ocupa tu pensamiento, aun cuando nada como ella emana de nosotros con tanta fuerza. Está allí, en tu corazón. Nadie ha querido amar su propia muerte, nadie quiere hablar con ella, pero yo sí quiero, porque me pertenece. Me miré en el espejo. El envejecimiento de los hombres siempre se camufla, se esconde. La sociedad se muestra condescendiente con el envejecimiento de los hombres, en cambio es implacable con el de las mujeres. Llamé a recepción y pedí que me cambiaran otra vez de cuarto. Alguien vino a ayudarme. Pensé que ahí abajo sería la comidilla. «Ahora te toca a ti aguantar al chiflado.» «No, que a mí me tocó otro loco la semana pasada; y mucho peor que este, porque estaba casado y lo apoyaba su mujer. Este al menos está solo.» Imaginé este diálogo, pero en modo alguno sentí incomodidad, sino casi reverencia porque los recepcionistas me dedicaran sus pensamientos y sus censuras. Todo es vida y todo sirve a la vida. En todo hay un homenaje a la vida. A mí me ha sido dado contemplar ese homenaje en todo cuanto ocupa un puesto bajo el sol. Al día siguiente pedí otro cambio. Y fui testigo de que la vida premia a los testarudos, a los que no descansan hasta hallar lo óptimo. La perseverancia puede volverte loco. Tal vez hartos de mí, me dieron una habitación espectacular en la planta 15, la más alta y probablemente la mejor del hotel. Era la habitación perfecta: grande, luminosa, la más elevada del edificio. Se podía ver el mar a lo lejos. Y también había una ventana en la ducha, desde donde se contemplaba Barcelona desde otro ángulo. Me sentí dueño de la ciudad. La ciudad estaba a mis pies. Puse el aire acondicionado y todo fue perfecto. Me acordé entonces de la primera vez que vine a Barcelona. Fue en 1980. Mi novia de entonces tenía familia aquí y dormimos en su casa; una tía suya nos enseñó la ciudad. Aquel noviazgo no prosperó. Y lo evoco ahora, treinta y ocho años después. Un amor desvanecido y del que solo queda este recuerdo levantado por un hombre memorioso. ¿Qué nos hace el tiempo? Pero aquel que fui, aquel que vino a Barcelona hace treinta y ocho años con su novia, está enterrado en mi cuerpo, en mi carne. Mi habitación de la planta 15 de este hotel parece un lugar sagrado, soy yo el que la está convirtiendo en espíritu. Poco a poco va cayendo la tarde. Miro de vez en cuando por la ventana: allí está Barcelona, llena de colores azules, en esta tarde de verano, con sus cientos de calles y con sus muertos hablándoles a los vivos, en esa conversación permanente que mantiene la gente de más de cincuenta años con sus difuntos seres queridos. Dentro de un rato tengo una cena con un club de lectura en donde han leído mi novela, un libro en el que hablo de vosotros dos: de ti, mamá, de ti, papá, porque vosotros dos, y vuestros dos fantasmas, es todo cuanto tengo, y tengo un reino, tal vez un reino indescifrable, un reino de belleza. Os habéis convertido en belleza, y yo he asistido a ese prodigio. Y no puedo estarle más agradecido a la vida, porque ahora sois belleza y alegría. 2 Me da mucha felicidad (también temor) ir a los encuentros con lectores. Suelo pensar que cuando vean mi aspecto se sentirán decepcionados. Y yo sentiría tanto decepcionarlos. Es tan triste decepcionar a otro ser humano. Tal vez por eso muchos escritores eligen desaparecer. No solo los escritores, cualquier ser humano puede elegir desaparecer antes que decepcionar. Entro en la librería y mucha gente viene a saludarme. Pero hay una persona especial. No la reconozco al principio. Me mira como si nos conociéramos, pero no sé quién es. Tal vez barrunto una posibilidad. Siempre les temo a esas posibilidades, a esas carambolas calientes de la vida. Y solo con dos palabras caigo en la cuenta. Llevaba treinta y cinco años sin verla. Su belleza se ha marchado para siempre. La reaparición del pasado siempre es devastadora y rompe en mil pedazos tu sistema nervioso. Y sin embargo, mi memoria ha mantenido su recuerdo sin corrupción, sin deterioro. Siento una indecible ternura. Intento extraer de su rostro actual aquel que está en mi pensamiento. Y creo que ella se da cuenta. Le confieso que siempre la admiré muchísimo. Es lo que se me ha ocurrido decirle: que la admiraba. Imagino que era el mejor verbo posible. Ella me dice que mi novela le ha hecho llorar y que se acuerda de mis padres, que los ha visto perfectamente reflejados en el libro. «Son tus padres, cómo me acuerdo de ellos dos», me ha dicho. Yo me acordaba perfectamente de los suyos, porque sus padres y los míos fueron amigos y recuerdo esa amistad, recuerdo sus risas, recuerdo sus cenas en pequeñas tabernas, los chistes, las ilusiones, la alegría. Y de todo eso quedamos ella y yo. Me dice que me tengo que sentir feliz de haber logrado retratar tan bien a mis padres en el libro. No me atrevo a preguntarle por su familia barcelonesa. Ella se adelanta y me dice que la tía que nos acogió en su casa ya murió, pero me dice «igual tú no te acuerdas, fue hace mucho y has tenido que conocer a mucha gente, ya no sé ni cómo te has acordado de mí». Regreso a mi hotel pensando en ella. Ni siquiera le he preguntado si se había casado o si tenía hijos. Creo que tenía miedo de hacer esa pregunta. Cómo no tenerle miedo a esa pregunta. Me he metido en otras conversaciones y, a la salida de la cena, la he visto de lejos y no me he querido despedir. Como si la devolviera íntegra al pozo de oscuridad del que ha salido. No parecía ella. ¿Quién era entonces? Entro en mi habitación de la planta 15 de mi hotel. He dejado el aire puesto y la estancia está bastante fría, pero es una sensación muy agradable. No me la quito de la cabeza. Podría haberle dicho un adiós definitivo, pues casi con seguridad no volveremos a vernos. Subíamos a esquiar juntos, en 1978 y 1979. Ella llevaba un equipo de esquiar muy moderno. No me he atrevido a decirle que recuerdo, cuarenta años después, la marca de sus esquíes y de sus fijaciones y de sus botas. Eran unos Rossignol ST 650, las fijaciones eran unas Look Nevada y las botas eran unas Nordica. No me he atrevido a confesarle toda esta profusión de recuerdos y de marcas, que tal vez escondan el recuerdo más grave y profundo, y no es otro que este: que la primera vez que vi Barcelona fue de su mano y de la de su tía de aquí, que ya ha muerto. No le he preguntado por el año en que murió. No nos permitió dormir juntos: ella durmió con su tía y yo dormí solo en otro cuarto. Y ahora, treinta y ocho años después, creo que hubo una enorme sabiduría en esa decisión. Gracias a ella, puedo tratar de dormir tranquilo, en esta noche. Y con el rostro de Paloma de cuando era joven —así se llamaba y así se llama aún—, intento cerrar los ojos, intento dormirme. Era morena, tenía unos ojos negros llenos de inocencia, una melena oscura y lisa, y todo el mundo la quería, porque era simpática, dulce y bondadosa. No tendríamos que habernos dejado. Tendríamos que habernos casado y envejecido juntos. No tendría que haberla conocido. No tendría que haber nacido, si iba a sufrir tanto. Me levanto en plena noche, no consigo dormir, son las tres de la madrugada, enciendo todas las luces y miro el espacio y miro mis cosas esparcidas por la habitación. Mañana regreso a Madrid, y estas paredes acogerán a otro huésped, y así hasta la caída del edificio, hasta el momento en que sea reutilizado, reformado o demolido y se lleve para siempre, en un remolino, toda la oración que estoy diciendo ahora mismo. 3 Vivaldi, mi hijo pequeño, está trabajando en una empresa de mensajería y recorre la ciudad con su bicicleta. Yo lo llamo Valdi, para abreviar y en homenaje al célebre compositor de Las cuatro estaciones, que también era pelirrojo. Compré el disco de Las cuatro estaciones de Antonio Vivaldi allá por 1977. Lo compré en una oferta, me costó ciento veinticinco pesetas. Yo solo era un adolescente de catorce años entonces, pero aquel disco me deslumbró: intuí en esa música la volubilidad del tiempo, la transformación, el movimiento, el cambio, y me dolió esa intuición, porque yo anhelaba que nada cambiase. Valdi y yo vivimos en distintas ciudades. Yo vivo en Madrid y él desde hace poco en Barcelona. Desde que sé que trabaja para esa empresa, que se llama Glovo, veo a chicos y chicas de su edad por un montón de calles de Madrid. Antes no me fijaba, pero ahora sí me fijo. Los veo desde que mi hijo se dedica a eso. Cuando veo a un chico con su bici y con la caja amarilla de Glovo, me da un vuelco el corazón y pienso en Valdi. Me es imposible no amar también a todos esos chavales que no son mis hijos pero que hacen el mismo trabajo que él. Pienso en sus padres y en sus madres. Como no puedo acercarme a ellos a decirles que los quiero, les hago una foto con el teléfono móvil y se la mando por guasap a Valdi. Sé que le hacen gracia. Me comenta detalles técnicos de las bicicletas de esos colegas suyos de Madrid. También es verdad que entonces Valdi me contesta. Si le hablo de otras cosas, no me contesta. Le interesa su trabajo, y eso me alegra. Pienso que tendría que estar allí con él, ayudándole a pedalear, ayudándole con los repartos. Valdi no ha querido estudiar, no le gusta. Me cuenta lo que gana en esa empresa de mensajería. Me dice que se puede llegar a ganar mucho. Yo sé que eso es imposible, pero me encanta verle con esos sueños. Pienso que es mejor que tenga esas ambiciones, que me recuerdan a las mías cuando tenía su edad. Aun así me da pena que tenga ese trabajo, me gustaría que tuviera otro. Lo veo tan perdido. Y, sin embargo, esa perdición me parece tan hermosa, tan grande, tan conmovedora. Cuánto adoro yo a Valdi y qué poco lo veo. Pero cuando hablamos por teléfono soy feliz. Me cuenta cincuenta mil cosas, y todas un tanto locas. Se ha tenido que dar de alta de autónomos. Está, entonces, en la misma situación que yo, que también soy autónomo. Me ilusiona esta coincidencia, porque tal vez signifique algo. Seguro que sí, que significa algo, necesito tanto que haya sentido en las cosas que hacemos. Bach, mi padre, también fue autónomo. Así que los tres formamos parte de una cadena laboral, incluso musical, porque ser autónomo es como estar a la intemperie salarial, es como vivir de la música. Si yo me muriera ahora, Valdi me recordaría siempre joven, porque todavía no soy un viejo. Si me muriera ahora, él tendría que llorarme, y yo no quiero eso. No quiero que nadie me llore nunca. Pero cómo me gustaría que me recordara en la plenitud, que me recordara lleno de belleza, lleno de luz. La vida es tan grande como cruel y dura. La vida es la imposibilidad de conocer la vida. Ya no conozco bien a mi hijo, ni él a mí. Rodamos por el mundo cada uno a su aire. Y ese desconocimiento crecerá a la par que el desgaste de nuestras vidas. Solo la contemplación de la hermosura de nuestro desconocimiento presente y de nuestro desconocimiento futuro nos salva de la tragedia de desconocernos. La vida de un padre y la vida de un hijo están llenas de desconocimiento que solo el amor puede convertir en la odisea más hermosa. Pero nadie sabe qué es el amor ni cuáles son sus límites. Nunca sabremos qué es vivir, porque a lo mejor solo es respirar y mirar el cielo. Y eso no nos basta, nunca nos bastó. Tu pobre padre se arrastra por este mundo invocando un minuto de tu vida, Valdi. La condición de padre es la del mendigo del amor. 4 Un buen día comprendes que nunca has estado con nadie plenamente, ni siquiera contigo mismo. Y ese día es un gran día. La vida de un ser humano que envejece consiste en aceptar que nunca ha estado con nadie ni nunca estará con nadie, nunca podrá darle su alma a otro y que el otro entienda lo que se le da, lo proteja, lo cuide y lo preserve. Para amar a alguien tienes que renunciar a ti mismo. Pocos seres renuncian a sí mismos. Todo ser humano, cuando entra en la vejez profunda, acepta la soledad, en eso pienso mientras voy en el AVE camino de Madrid. Hemos construido la ilusión del acompañamiento. Lo hicimos con la invención de la familia, con la invención del amor, de la amistad, de los vínculos incondicionales, y la ilusión funciona bien hasta que la edad decanta una sensación nueva: la sensación de que morirás solo, porque todos morimos solos. Solos están los mares, las montañas, las estrellas y los árboles, así es mi sentido de la soledad: una exaltación maravillosa del misterio de estar aquí, en la vida y en la tierra. Me gustaría verme muerto para tocar desde la vida mi propia muerte. La idea de la resurrección, tan descabellada y tan atacada y tan humillada y tan vilipendiada y tan despreciada, se presenta ante mis ojos con una fuerza amarilla, que me llama. La resurrección, en la que creyó el novelista más grande de la edad moderna —es decir, Tolstói, el ruso León Tolstói—, es adicción a la vida. Cómo no ser adicto a la vida, a la contemplación del amor, a la contemplación de la comida, a la contemplación del invierno, del verano, de la primavera, del otoño. Cómo no ser adicto al viento y a la carne del viento. Nos hemos olvidado de los misterios ancestrales. No puedo dar un paso en esta vida sin que el fantasma de mis padres muertos no esté conmigo. Tras la publicación de mi novela me dije que no volvería a invocarlos, que los dejaría para siempre en su muerte, pero la gente, con la mejor y más delicada intención del mundo, me asedió a preguntas sobre ellos. Y yo quería devolverlos al lugar en donde estaban. Pero qué lugar era ese. Esta mujer que va a mi lado en el AVE también tendrá padre y madre, y dada su edad —aparenta sesenta y tantos— es probable que estén muertos. Está comiendo a mi lado, lleva un pequeño bocadillo, y come con delicadeza. Miro de soslayo sus uñas rojas sobre el pan de molde; y los auriculares conectados a su móvil. Desde el AVE se ven casas en las afueras de las ciudades, casas de pisos poco envidiables. Allí vive gente, y yo imagino sus vidas. Puede que yo mismo acabe mis días en uno de esos pisos de extrarradio, pisos baratos que dan a las vías del tren. Siempre me imagino un final así: abandonado de todos y de todo, entregado al anonimato más hermético, sumergido en un piso de cuarenta metros cuadrados en donde hace cuarenta grados en el verano, consumido por el polvo y la suciedad, metido en una cama sucia. Y enfermo, y agonizante, y sin embargo tranquilo. Así me veo en el futuro. Creo que con ese tipo de pensamiento intento desafiar al destino, intento no tenerle miedo a nada. Porque aun cuando en esos pisos que veo desde el AVE no encuentren los ojos nada apetecible o codiciable, seguro que hay seres humanos dentro, seres humanos que respiran y se enamoran. Y hay que recordar siempre que la vida ocurre bajo el sol, mientras hay luz, y bajo la luna, cuando oscurece. Nadie puede robarte eso: el día y la noche. Vuelvo a mirar a la mujer que va conmigo en el AVE. Se ha quedado dormida con una miga de pan en la boca, que afea su gesto. Con un tiento imposible, le quito con la mano la miga de la boca. Ahora ya está perfecta. 5 Recuerdo que en verano íbamos a bañarnos en el Cinca, un río con agua de montaña, a ocho kilómetros de Barbastro. Una vez tuve una alucinación en ese río. Esto debió de ocurrir en 1974 o 1975. Estaba nadando, buceando y tocando las piedras del fondo. Y decidí inspeccionar por mi cuenta lugares del río en donde nunca había estado. Llevaba unas chanclas de agua y me puse a caminar, alejándome de donde estaban mis padres y sus amigos, otro matrimonio, con un niño pequeño. Las chanclas me asombraban, porque para mi mente de niño significaban algo prodigioso, especialmente la primera vez que usé unas: permitían andar por el agua, eran zapatos inmunes al agua. Puede que haya llegado el tiempo de hacer recuento minucioso de todos los prodigios que he contemplado en la vida, por vulgares o absurdos o necios que puedan parecer. Pero me enamoré de esas zapatillas. Cuando me las regalaron sentí una tremenda alegría, y quisiera volver a sentirla. Veía el sol chocando contra las aguas del río Cinca, como una explosión que yo nunca había contemplado. Metía los pies en esos charcos y miraba mis chanclas bajo el agua, y seguía andando. Hasta que alcancé un sitio alargado y remoto, como una piscina donde el río se remansaba, porque había una especie de muro de contención, algo parecido a una presa. Y comencé a adentrarme en ese espacio de agua serena, sin corriente, pero cada vez cubría más. Y comencé a nadar allí. Lo que me causó una sensación imborrable fue la belleza de las aguas retenidas. Había allí una profundidad tranquila. Hoy es 19 de julio de 2018 y cumplo cincuenta y seis años. No celebro mi cumpleaños. Me incomoda este día, porque ya no lo entiendo si no es como culminación de un derribo, de un olvido, de una derrota de guerra. Vi a mi padre esconder su fecha de nacimiento y vi hacerlo también a mi madre. Parecían intemporales. Y yo he acabado haciendo lo mismo. No es que la escondieran, más bien ya ni la recordaban. Jamás se celebró en mi familia ni el cumpleaños de mi padre ni el de mi madre. No solo no se celebró, sino que ni siquiera se concebía la existencia de tal día. ¿Por qué lo hicieron? ¿Les salió del alma? ¿O se apartaron de toda celebración para invocar solo una? Así fue, pues solo existía un cumpleaños: el mío. La historia de un hombre consiste en ir celebrando su cumpleaños hasta que llega un momento en que ese día se oscurece y se marcha al infierno. No me gusta mi cumpleaños porque mi padre y mi madre están muertos. Fueron ellos quienes inventaron esa fecha, y sin ellos esa fecha es polvo, viento, nada. Fueron ellos quienes convirtieron el día de mi cumpleaños en el día más importante del universo. Y si ellos ya no están, el día de mi cumpleaños se ha vuelto una fecha oscura, devastada, lóbrega, una ruina, una casa en derribo. Me viene ese recuerdo del río porque ocurrió en mi cumpleaños, cuando mi cumpleaños era un día grande y hermoso, porque lo engrandecía mi padre. Él sabía cómo hacerlo. Ido él de este mundo, mi cumpleaños es un espectáculo decrépito y malsano. Humedad agria, desencanto indecible, pena y silencio, eso es la fecha de mi cumpleaños hoy porque ni él ni ella están ya, solo por eso. Sin embargo, salgo a comer con Mo, mi actual mujer, y unos amigos, y de repente, a los postres, observo perplejo que Mo ha comprado una vela y la ha colocado encima de un trozo de tarta, y la vela está encendida, y me felicitan el cumpleaños. Agradezco que se hayan acordado de mí, y me acuerdo de mi padre. Tengo la sensación de que ha sido él quien ha provocado esta sorpresa. Lo ha hecho él, para que no me regodee en mi melancolía, en mi nostalgia de él. Lo ha hecho con intención. Ha querido decirme algo desde el espacio espectral en el que pervive. Me ha dicho esto: hay gente que te quiere. Yo anhelaba que no me quisiera nadie, porque es imposible que regrese el amor de mi padre, porque es imposible volver a ser el que fui, y la vida, a través de la tarta que ha comprado Mo, me ha regalado una pequeña celebración. En el día de mi cumpleaños siempre me encanta mandarle un guasap muy especial a Valdi. Es una especie de broma privada entre él y yo. Le escribo lo siguiente: «Acuérdate de llamar a tu padre para felicitarle el cumpleaños». Casi es una broma metafísica. Como si yo no fuese su padre. Como si yo fuese un amigo que le da un consejo. Y por tanto, su padre fuese un ser que no soy yo. También lo hago en fechas señaladas, como la Navidad o cosas así. Me gusta mucho hacerle esa broma. Casi me la hago a mí mismo. Creo que al hacerla descanso de la paternidad. Todo padre necesita descansar de la paternidad, probablemente para volver a ser solo hijo. Me gusta pensar que el padre de mi hijo no soy yo, sino un ser desconocido. Alguien que lleva una vida al margen de la normalidad. Alguien misterioso, alguien que está constantemente de viaje. Alguien sin domicilio, pero que aun con todo merece una llamada de felicitación de cumpleaños. Alguien cuyo rostro apenas sabría recordar. Alguien que me es indiferente, pero merece ser felicitado, no por él, sino por quien tiene obligación de felicitarle. Como si yo le dijera a Valdi «tienes la obligación de felicitar a tu padre, aunque no lo ames, o aunque le temas, o aunque lo hayas olvidado, o aunque estés contemplando su lenta desaparición, o aunque esperaras más de él, o aunque te decepcionara, o aunque finalmente resultó ser una figura irrelevante, o aunque te hiciera daño, o aunque no supiera estar a la altura». Veo otra vez a ese nadador de hace cuarenta años, allí, delante de ese remanso, y lo veo nadar, adentrarse en esas aguas. Y soy yo, porque consigo llegar a ese tiempo de mi pasado, a ese 19 de julio, en ese perdido día, y nado en ese lugar, y percibo que el lugar es peligroso, porque el Cinca tiene sus misterios y de vez en cuando se lleva con él a seres humanos. Pero no quiere que me vaya con él. Me deja disfrutar de sus fauces, de sus sombrías corrientes, de sus piedras bajo el agua, de su respiración de bestia. Siempre he adorado los ríos. Mo está durmiendo en este instante. Se ha quedado dormida porque ya es la madrugada del 20 de julio, ella ha derrotado a la melancolía del calendario. Ha puesto una vela de cumpleaños allí donde yo quería colocar un monumento a la soledad. Mo es la abreviatura de Mozart, no lo he dicho todavía. Y Mo es mi segunda mujer. E incluso Bra, mi hijo el mayor, mi amado Johannes Brahms, me ha llamado por teléfono para felicitarme el día. 6 La historia de amor con Mo ocurre en Estados Unidos. Yo creo que fuimos felices allí, y lo fuimos de una manera bastante sencilla. Lo que más hacíamos era ir de hotel en hotel. A los dos nos gustan los hoteles. Por otra parte, los dos salíamos de un divorcio. Yo tenía cincuenta y un años cuando la conocí. Y cincuenta y dos cuando decidimos vivir juntos. Yo llevaba una contabilidad privada. Hacía mis cálculos. Ella tiene diez años menos que yo, eso me situaba en un espacio temporal muy diferente al de mi primer matrimonio. Coincidimos en muchas cosas: por ejemplo, los dos vivimos en el desorden. Amontonamos ropa y libros y papeles. Sin embargo, ella encuentra siempre el papel que busca. Yo no lo encuentro nunca. Cómo es posible eso, me pregunto. Cuando nos conocimos nos hicimos mil confesiones; entre otras, todos los novios y novias que habíamos tenido. En ese momento eso tenía su fuerza, su erotismo, su morbo. Ahora, unos años más tarde, esas verdades confesadas en el pasado a veces nos estorban. Nos incomodan. Y tiene su gracia que aquello que al principio fue un juego erótico relacionado con el deslumbramiento y con el cortejo luego se convierta en un cuchillo. Veo todo esto como un prodigio de la naturaleza humana. Lo veo como alegría. Cuando quiero incomodarla, le recuerdo algún novio suyo, y ella hace lo mismo con alguna novia mía. De modo que los dos salimos escaldados. En los supermercados, Mo es muy original e impulsiva. Suele comprar un montón de cosas. Las pone en el carro. Y yo las quito cuando no mira. Cuando llegamos ante la cajera, no se da cuenta de que no están. A veces dice que creía que habíamos puesto más cosas en el carro. Yo le digo que las que llevamos están muy bien elegidas. Y sonríe. Porque Mo tiene vanidad. Solo que la vanidad de Mo es como la vanidad de una niña. Mo siempre da propina en todas partes, y les da dinero a los pobres. Ella está convencida de que existe el pensamiento mágico y de que hay un orden secreto por el que al final la justicia y el bien acaban ganando la partida. Por las mañanas ella se levanta antes que yo. Porque yo siempre duermo mal. Y cuando se levanta siempre me deja un zumo de naranja recién exprimida en la nevera. Ese zumo de naranja que me deja en la nevera me parece enormemente misterioso. Muchas veces me lo quedo mirando como si viese una manifestación de la divinidad. No lo entiendo. Pase lo que pase, haya prisa o tenga urgencia por salir de casa, me deja el zumo de naranja. Al abrir la nevera y toparme con el zumo, también me doy de bruces con un pensamiento aterrador. Ese pensamiento es este: yo no soy capaz de hacer lo mismo. Algunos días me pongo a medir cuánto zumo de naranja recién exprimida me ha dejado. A veces es un vaso enorme. Otras, un vaso normal. Y me pongo a meditar de qué depende la cantidad de zumo que me deja en la nevera. Ese zumo es un acto de amor que me exalta y me recuerda mi incapacidad para hacer lo mismo. Acto seguido empiezo a pensar en cosas que yo sí sé hacer por ella. Por ejemplo, la suelo llevar en coche a muchos sitios, porque eso se me da bien. Conforme va desapareciendo la culpa, me voy bebiendo el zumo de naranja. Mientras me acabo el zumo, pienso en si querrá que la lleve a algún sitio con el coche. Pienso que cuando la llevo con el coche a lo mejor tengo la suerte de que ella piense lo mismo que yo pienso cuando todas las mañanas abro la nevera y me encuentro allí el vaso con el zumo de naranja. No coloca el zumo en cualquier sitio de la nevera. Lo coloca en el mismísimo centro. Lo que no creo que averigüe nunca es por qué unas veces hay más zumo y otras menos. Ella sabe que adoro el zumo de naranja. Mo lo prepara con un exprimidor eléctrico. Mi madre me lo hacía con un viejo exprimidor manual. Me quedo mirando el exprimidor eléctrico. No puedo mirar el exprimidor que usaba mi madre porque se lo tragó el tiempo. Se lo tragó el amor. Me cuesta tanto llegar al final del laberinto, siempre estás tú al final del laberinto. Siempre tú, coronada de alegría. 7 Hemos viajado a Santander, y nos alojamos en un hotel que se llama Abba, y que hace diez años se llamaba hotel México. Los edificios se refundan. Los seres humanos también. Yo mismo creo ser una refundación. Mo se ha quedado dormida mientras escribo. La ventana de la habitación está abierta. Acaba de llover, y entra un frescor agradable que acaricia toda la estancia. Es una gran noche de verano junto al Cantábrico, ese mar me recuerda las clases de geografía de la educación general básica. Nos decían que el Cantábrico estaba en el norte. España eran sus mares. Podría haber nacido aquí, pienso. Hoy he paseado por la ciudad y he visto un montón de casas en donde me he imaginado viviendo. Viviendo solo. En una soledad que no fuera humana. En una soledad más allá de la idea que tienen los seres humanos de estar solo. En una soledad que fuese una forma de plenitud, de gracia, de majestad, de poder, de gobierno, de ira y de serenidad al mismo tiempo. Creo que tuve esa soledad hace cuarenta años, cuando me adentré en esas aguas escondidas, aquel día lejanísimo de mi cumpleaños, en el río Cinca. «Dónde has estado —me preguntó luego mi padre—. Nos hemos asustado, te hemos estado llamando, menudo susto.» Mi madre estaba angustiada. Me miraron con cara de infinita preocupación. «Y encima es tu cumpleaños», dijo mi madre. Había unas tortillas de patata encima de una mesa de camping. «Bueno, ya está aquí», dijo Ramiro, el amigo de mi padre. «Todo arreglado», dijo Pili, la mujer de Ramiro. Eran ellos los que habían traído la mesa de camping. Eso fue lo que pensé en ese instante: que la mesa de camping era de ellos. Vi con claridad que mi padre jamás compraría una mesa de camping y yo tampoco, porque no éramos de ese tipo de gente, no es que fuéramos mejores, más bien al contrario, pero se nos podría describir por esa característica: personas incapaces de montar una mesa de camping. Yo sonreía, había estado con el río. No he llegado muy lejos en la vida, no soy rico, ni especialmente afortunado, y tengo una tendencia al sufrimiento que mi padre nunca llegó a conocer. He pensado mucho en eso, en qué zonas de mi personalidad conoció mi padre y en cuáles no. Todo lo que mi padre no llegó a saber de mí, ¿qué es? ¿No supone un desorden inaceptable pensar que mi padre murió sin saber exactamente quién era yo, su hijo? Ese desorden desbarata el sentido de la vida y de las leyes de la física y de la lógica de las matemáticas. Cuando yo nadaba en ese lugar secreto del río Cinca, mi padre no estaba viéndome. Eso fue lo que le asustó. En ese lejano día de mi cumpleaños, estuve treinta minutos perdido, fuera de su contemplación. Miré la tortilla de patata. Ramiro había hecho fuego y se puso a asar las costillas. También supe entonces que mi padre nunca haría un fuego ni asaría unas costillas ni se compraría una parrilla. Qué grande era el vínculo que estaba naciendo y desarrollándose entre mi padre y yo. Qué proporciones gigantescas tenía y tiene ese vínculo. Qué manera más calculada y más terrible de no marcharse de este mundo a través de la constante contaminación de mi pensamiento y de mi voluntad. Mi padre es como un alien. Yo le dejo estar, le dejo que me coma por dentro. El amor es comida. 8 En su día (hace ya cuatro años) acepté la proposición de Mo de pasar largas temporadas en Estados Unidos, en la ciudad de Iowa, en el Medio Oeste. Todos tenemos un alma que coincide con un célebre compositor de la historia, y acerté plenamente cuando la llamé Mozart, porque él fue alegría, pero también abismo. La música de Mozart fue inocencia, y a la vez jauría de cuchillos amorosos. Fue libertad, y a la vez inconsciencia. Fue exaltación, y a la vez locura. He vivido con Mo en Estados Unidos, con muchos viajes a Madrid, porque me di cuenta de que no podía vivir sin España. Yo pensaba que sí, que me sería concedido el don de olvidarme de España, pero no fue así. Casi surgió un acontecimiento maravilloso: acabé identificando a mi padre y a mi madre con España, con la mejor versión de España, quiero decir. Pero como mis padres habían muerto, podía vivir fuera de mi país. Y me fui con ella. Al principio me enamoré de Estados Unidos, porque todo me resultaba excitante, frenético, y me distraía de mí mismo. El país era un espectáculo de la voluntad de vivir, y eso me ilusionaba. Pasado ese primer enamoramiento, me sentí extraño, como un peregrino sin fe, un errabundo. Aun así, esa extrañeza me ayudó a recordar mi pasado de otra forma, con una sensación de extranjería que me conducía a los acantilados de una angustia nueva, en donde veía cosas casi sobrenaturales. Era una angustia llena de conocimiento. Era dolor, pero un dolor que enseñaba zonas de la vida en donde era bueno estar. Los últimos años de mi vida son inmensamente raros, porque el pasado se ha revelado ante mí con una fuerza extrema. El pasado se ha convertido en una especie de dios inaccesible. No puedo acceder a mi pasado, eso es lo que me ocurre. Entonces, el pasado aparece ante mis ojos como un buque fantasma, que leva anclas, que me dice adiós, pero nunca acaba de irse del todo. Es así como acabo contemplando millones de tiempos pretéritos de otros seres humanos que se evaporaron. Estar yo vivo abre una esperanza a la perduración de mi pasado. Mi pasado conspira y me mantiene vivo, porque soy su huésped, como en esas películas de posesiones diabólicas de Hollywood. También parece estar allí, yerta y amarilla, tumbada y dormida, una especie de mano divina, la mano de un Ser gigantesco; quiero decir que cuando pienso en la extinción de mi pasado, de mi propia vida y de las vidas de hombres y mujeres que he conocido, lejos de sentir oscuridad y miedo, o de sentir solo oscuridad y miedo, también siento eso: la presencia del amarillo, la presencia de un océano de aguas amarillas, con tiburones y ballenas y delfines amarillos, que están allí, esperándome. El cerebro humano tiene abismos, y debes abonar esos abismos con tu propia sangre. Como si fueses un agricultor que nutre la tierra más caprichosa del mundo, un campesino al cuidado de cosechas de trigo humano. Oigo que me interpela. «Ve a esos abismos, son los abismos de la especie, la noche del enamoramiento entre la materia y la vida.» Puedes contemplar cómo la materia se sintió sola y de su desesperación arrancó la vida. Siéntate en esos abismos, y contempla lo que merezca ser contemplado, eso es la vida. La Tercera Guerra Mundial no será como la gente piensa. Será de la humanidad entera luchando contra la basura, que se hará inteligente e irá a por nosotros. Somos productores de basura. Id a las playas y a los mares y a los ríos y vedla crecer. 9 En los veranos de mi niñez, en Barbastro, mi madre padecía cuando las moscas se colaban en la casa. Las perseguía hasta que conseguía expulsarlas. Cuando había una muy pesada, le daba el sobrenombre de «la asquerosa». Estamos Mo y yo ahora en San José, un pueblo de playa de la costa de Almería, pasando unas pequeñas vacaciones junto al mar. Hace calor. En la cocina de nuestro apartamento se ha colado «una asquerosa». He intentado expulsarla, y la he llamado como la llamaba mi madre. «Vete de aquí, asquerosa», le he dicho. No era mi voz, era la suya, la he vuelto a oír: «Vete de aquí, asquerosa», ha salido su voz de mi cuerpo. Era ella, estoy seguro. Me ha dado un vuelco el corazón, al ver regresar a mi madre, y ha sido ella, y no yo, quien ha perseguido a esta asquerosa mosca. No soportaba las moscas en el verano, y yo tampoco. Este amor que nos tenemos no se irá jamás. Me he pasado la tarde persiguiendo moscas. Nos hemos pasado la tarde persiguiendo moscas ella y yo. Nos reíamos. A todas las llamábamos «las asquerosas». Mi madre pensaba que las moscas eran el demonio, y yo también. Pienso igual que ella. Las moscas son el demonio. 10 Nunca he sido del todo feliz porque siempre he estado tan atemorizado como eufórico. Las confesiones de felicidad absoluta que a veces hacen los seres humanos suelen ser falsas. A mí la falsedad elegante ya no me interesa. Me apetece la verdad, y la belleza. Belleza y verdad como un matrimonio. No fue una gran enfermedad, nadie sabe muy bien qué fue. Se presentó en mi vida cuando tenía dieciocho años y estudiaba primero de carrera. Tuve que marcharme de Barbastro para estudiar fuera, en Zaragoza. Estudiaba en una residencia, de la que guardo maravillosos recuerdos. Allí fue donde tuve mi primera crisis. Ocurrió una noche, en la que no podía dormir. No era solo que no pudiera dormir, ojalá hubiera sido solo eso. Fui presa de un miedo desconocido, que me devoraba por dentro. El tormento psíquico no tiene contenido. No se puede narrar. El tormento físico sí que tiene argumento, pero el psíquico no. Es una mordedura de un lobo desconocido en el bienestar de tu pensamiento, de tu alma, de tu conciencia, de tu equilibrio. Alguien te muerde en el centro del alma, y comprendes el mordisco; quiero decir que sabes de la racionalidad de ese mordisco, porque en ese mordisco ávido de tu sangre va un ensanchamiento de tu percepción del mundo; ves más cosas; ves a los muertos; ves la puerta de un más allá de la vida; ves lo invisible. Todo ser humano es capaz de ver lo invisible. No es precisa la inteligencia, sino el corazón y la compasión. Y la misericordia. Sobre todo, la misericordia. Fue en el verano de 1981. No podía dormir y me desvelaba y sufría, y me angustiaba, no podía hablar. Mi madre me llevó al médico de cabecera. Era un hombre que se parecía al presidente del Gobierno de aquella época, es decir, a Adolfo Suárez, aunque en ese momento ya era expresidente. Poco a poco la gente se olvida de quién fue Adolfo Suárez; las nuevas generaciones como mucho lo ven en los libros de historia; tampoco fue un político de fama internacional; pero fue quien posibilitó, a grandes rasgos, la llegada de la democracia a España y dirigió la política española a finales de los años setenta y principios de los ochenta. En aquellos años, toda España le tenía mucha fe a Adolfo Suárez, se identificaba con él. España entera era Adolfo Suárez. Mi padre era Adolfo Suárez. El médico que me atendía era Adolfo Suárez. La gente que pasaba por la calle era Adolfo Suárez. La vida se llamaba Adolfo Suárez. Si evoco aquel tiempo, se me lleva por delante un sentimiento de ingenuidad. La ingenuidad se llamaba Adolfo Suárez. Luego, con el paso de los años, todo el mundo acabó odiándole, porque en España es inevitable que te acaben odiando, pues procedemos del odio. Y se le odió de una manera nauseabunda. Aunque existiesen motivos para profesar toda la desafección política imaginable por Adolfo Suárez, el odio que se le tuvo hablaba mal del odiador y no del odiado. El médico que se parecía a Adolfo Suárez era muy ceremonioso, muy solemne, y eso a mi madre le gustaba; le parecía que eso nos daba categoría, y puede que tuviera razón. Me recetó unas extrañas pastillas, que venían en un tarro oscuro. Es como si las tuviera en la mano ahora mismo. Cuando intento contar de dónde vengo, siempre hay abismos, acantilados que lo succionan todo. Me quedo sin palabras. Aquellas pastillas eran unos antidepresivos. Tomé un par y las dejé, porque enseguida me sentí mejor. Obviamente, no por las pastillas, sino porque la angustia se me había pasado, o eso creía. No, no se había pasado, se había convertido en otra cosa. No era un desorden mental, no era una depresión. Era una pasión, era una forma de la pasión. Recuerdo que ese mismo verano, algo más tarde —tenía yo los diecinueve recién cumplidos y estaba en mitad de mi abismo—, vi por la calle a mi tío Alberto Vidal, hermano de mi madre, a quien me gusta llamar Monteverdi. Vi su esencia, lo vi en su significado final, y eso fue gracias a mi fuerte inestabilidad nerviosa. Entonces no lo sabía, solo estaba en medio del dolor, pero ese dolor era también conocimiento. Lo que he visto en la vida me ha trastornado, pero ha valido la pena verlo, porque he vivido más hondamente, y más honradamente. Aquella misma noche de verano, con las ventanas abiertas, mi madre hizo salchichas y patatas fritas para cenar. Mi madre hacía unas patatas fritas muy especiales, le salían muy bien, a mí me encantaban. Sin embargo, no conseguí comer ni una sola. No me entraba nada en el estómago. Estaba completamente destrozado. Había venido un ángel a verme, y ya no se iría nunca. Era el ángel de mi ser, de mi desesperada forma de ver la vida, de ver a los seres humanos, de verme a mí mismo. Y el tiempo pasaba muy despacio. Para quien sufre trastornos depresivos, el tiempo se para. No me gusta la expresión «trastornos depresivos». Nunca lo fueron en mi caso. Ha tenido que pasar mucho tiempo para darme cuenta de que ningún ser humano cabe en un diagnóstico. Los diagnósticos son una cruel invención de los hombres. Tenía un exceso de conciencia, eso era todo. Veía demasiadas cosas. Y aquella noche, frente a las salchichas, advertí que no me tenía en pie. Tampoco me hicieron mucho caso. Mi padre ni se enteró de lo que me pasaba. Bastante tenía con lo suyo. Lo suyo y lo mío, que fue lo mismo, que acabó siendo lo nuestro. El ángel me dijo mira cómo se extiende el vacío sobre todas las cosas, mira a tu tío Monteverdi, mira las salchichas, mira el calor del verano, y mírate a ti mismo, mira los árboles, el cielo, mira tus diecinueve años, mírame a mí y tenme miedo. Le tuve miedo, sí, durante casi cuarenta años le tuve miedo, y nunca hablé de él, a casi nadie. No hablé del ángel de la melancolía, que resultó ser el ángel de la clarividencia. Mi padre y mi madre también fueron clarividentes. Le pongo nombre a ese ángel: se llama Arnold Schönberg, el nombre del fundador del ruido contemporáneo, el fundador del dodecafonismo. Mi vida es historia de la música. 11 En las ferias del libro de las ciudades a las que voy, me he encontrado a personas que conocieron a mis padres y a mi familia. Para mí es un fenómeno sobrenatural, que me tiene deslumbrado, conmovido, porque me da la sensación de que todo procede de una voluntad. No son muchas personas, obviamente. Es como si hubieran estado escondidas. En la ciudad de Málaga me encontré a un abogado jubilado que me dijo que estudió en los Escolapios con el hermano de mi padre, a quien en mi novela llamé Rachmaninov, o sea, Rachma. El abogado me dice su nombre, que olvido inmediatamente. Me explica cosas de su vida actual, que olvido a la velocidad de la luz. No escucho nada de lo que me dice de su presente. Solo le miro a los ojos e intento ver en ellos el pasado, ese que compartió con Rachma. Solo me interesa mi familia. «Era un chico muy despierto, muy fantasioso, muy simpático, éramos muy amigos», me dice el abogado. Me asaltan dudas, pienso que lo que me está diciendo puede ser un recuerdo mentiroso. Interrogo, pregunto detalles. Le examino en el conocimiento de mi tío Rachma. No miente, es verdad. Aprueba. Nos miramos. «He leído detenidamente tu novela, diez veces la he leído, lo menos diez veces, porque también habla de mí», dice. «Tu tío era una buena persona», dice. Nos seguimos mirando. Han pasado más de cincuenta años desde la última vez que vio a Rachma. «Íbamos a pescar al río, tu tío además se bañaba en el río, pero no sabíamos nadar, había que buscar sitios que no tuvieran mucha agua, ninguno sabíamos nadar», dice. «¿Qué año era?», pregunto, porque le estoy examinando. «En el cuarenta y uno o así, a principios de los cuarenta, después de la guerra», contesta, y aprueba. «¿Sabes que Rachma murió?», le pregunto. «Sí, lo sé.» «Vivo en Málaga desde hace muchos años, ya ni me acuerdo, estoy jubilado —vuelve a decir—. Tengo dos nietos, pero los veo poco. Eso me duele mucho. Enviudé hace cuatro años. Vivo solo —dice.» Cuando me dice que vive solo, su vida se tiñe de un amarillo tan atractivo como peligroso. «¿Sabes que Rachma al final estaba solo?», le pregunto. Porque yo veo en Rachma una especie de guía, de ejemplo, de leyenda que a veces me invento, porque he convertido a Rachma en mi héroe. Lo vi tan poco en esta vida, y las pocas veces que lo vi lo admiré tanto. Y ahora me doy cuenta de que lo quiero, de que reverencio su memoria, de que siempre lo quise, aunque no lo viera nunca. Me parecía tan distinto a Bach. Hermanos y diferentes, y yo creo que Valdi ha salido a Rachma. Yo creo que Vivaldi es Rachmaninov, en un prodigio de carácter retrospectivo en la historia de la música y de carácter biológico en la historia de mi familia. «Sí, lo sé. Se divorció, me lo contó alguien», contesta. «¿Quién te lo contó?» Y sale el nombre de un tercero, otro desconocido, alguien que era amigo de los dos e hizo de puente, o de mensajero. «¿Qué fue de él?», pregunto. «Murió también.» «Solo quedas tú», le digo. Sonríe. Hay otra persona en la fila, esperando a que le firme mi novela. El abogado octogenario, que vive en Málaga, advierte la fila. Pero yo lo retengo. Quiero que me cuente cosas, más cosas. Y él lo lee en mi pensamiento. Quiero irme a vivir con él, quiero charlar y charlar con él, que me cuente todo. «No hay nada más que contar. Además, ya tengo el libro firmado», dice. Y se marcha. Se marcha a su piso, en la ciudad de Málaga. ¿Qué hará en ese piso? No mucho, pienso. Lo veo debajo de un ventilador de techo, tomando café y desayunando una tostada, un yogur, una pera, y esperando su hora. Pero te agradezco infinitamente que hayas venido a verme. Me has hecho feliz, porque tu fe y tu memoria y tu soledad son bellas. Ojalá que tus nietos vayan más a verte, ojalá, y lo digo por ellos, no por ti, que ya lo sabes todo. 12 Me estoy preparando bien para la muerte, pienso. Me resulta incomprensible pensar el mundo sin mí, y a la vez me hechiza pensar el mundo sin mí, me seduce y me embellece y me encumbra y me exalta y me ennoblece. Hace que me dé cuenta de que no sé quién soy ni por qué vine a la vida ni para qué. Incluso dudo de que viniera. Tal vez por eso contraté en una entidad bancaria una tarjeta de crédito, que cuesta ochenta euros al año, pero a cambio me da seiscientos puntos que puedo canjear por billetes de tren. Esa idea del canje me pone de buen humor, porque con esos puntos puedo pagarles billetes de tren a mis hijos para que vengan a verme a Madrid. Me gusta sacar billetes de tren para ellos. Les compro billetes de AVE para que vengan a verme a Madrid. Voy a buscarlos a Atocha. Es una liturgia, es mi dorada forma de ir a misa, de ir a una iglesia. La estación Atocha Renfe es una catedral para mí, es como San Pedro de Roma. Me apoyo en las barandillas que hay al final de las llegadas y que hacen de frontera entre quienes llegan y quienes esperan. Es un espectáculo ver llegar a la gente, ver cómo se abrazan y se besan. Mientras espero a mis hijos, miro a los demás. Me dedico a ver la intensidad con que se saluda la gente. Imagino los vínculos por la clase de abrazos, por los besos, por las sonrisas. La parte de llegadas de la estación de Atocha me conmueve. Se ve el mundo allí. Espero a Bra, que se retrasa tal vez tres minutos y en esos tres minutos caben tres millones de emociones. Se demora, pero tengo la certeza de que llega porque acabo de recibir un guasap en donde me dice que ya ha salido del vagón. Y aun así no llega. Es un momento de oro esa espera, de gran ilusión. Me paso la vida consultando por internet el saldo de mis cuentas, por temor a que llegue un día en que no pueda pagar esos billetes de AVE. Miro las webs de los dos bancos en que tengo mi dinero, cada vez más sofisticadas. Me sé muy bien las claves de entrada, porque esas claves secretas son los nombres de mis hijos: Antonio Vivaldi, una; Johannes Brahms, la otra. Dudo que tengan ningún cliente con claves familiares de tanta alcurnia. Allí está toda mi identidad, en esas dos webs. Si esas dos webs me expulsaran, el mundo también me expulsaría. Me aterra quedarme sin dinero en el umbral de los últimos años de mi vida. Necesitaré una casa, unos cuidados, para marcharme de este mundo de una manera digna. Es por respeto a los demás, no es por mí. Es porque nunca nadie tenga que pasar vergüenza por mi culpa. La mala muerte es una construcción de nuestra cultura. «Murió como un perro», dicen. Como si los perros supieran distinguir clases de muerte. Es imposible la libertad en este mundo, porque los demás están siempre opinando sobre tu vida. Me daría igual morir en un basurero, rodeado de desperdicios y de miseria, muerto de frío si es invierno, o ardiendo bajo el sol si es verano, porque la muerte vendría a aliviarme. Pero guardo dinero para morir con dignidad, como dice la gente, y para que nadie tenga que pasar vergüenza por mi mal morir. La muerte no es mala, la hemos hecho mala nosotros. 13 Llevo en mi cartera una foto de Bra, de cuando tenía cuatro años. La billetera está vieja y rota, y he tenido que graparla para que no se caigan las cosas. La idea de las grapas en la billetera me resulta tierna, hay allí un deseo de reparación. Reparar cosas me produce alegría, aunque son verdaderas chapuzas mis arreglos, porque yo no sé arreglar nada, pero ilusiona pensar que sí. Me gusta hacer pequeñas reparaciones al coche. El coche pronto cumplirá doce años. Hace una semana mandé reparar las escobillas de los limpiaparabrisas, y al salir del taller sentí plenitud; lo mismo me pasa cada vez que le cambio las ruedas o el aceite. O el filtro del aceite. O cuando le cambio las bujías. Cuando le cambio las bujías tengo la sensación de que el coche vuelve a ser joven, y yo también. E igual cuando reparo cualquier cosa doméstica. Las reparaciones me ilusionan. Imagino que encienden la posibilidad de la reparación de una vida. Yo sé que a mi padre le pasaba lo mismo cuando salía del garaje con el coche recién revisado. El cambio del aceite, el cambio de las bujías, el cambio de las ruedas daban plenitud al corazón de mi padre. Yo lo vi. Y como todo cuanto vi hacer a mi padre para mí es un mandamiento o una obligación, yo siento plenitud cuando salgo del garaje con el aceite cambiado del motor de mi coche. No recuerdo cuándo se tomó esa foto de Bra. Lo que sí sé es que ha cambiado completamente. Todos lo hacemos, y sin embargo conservamos el mismo nombre. No hay relación alguna entre quien soy ahora y el que era hace veinte años. Ni pienso igual ni soy el mismo hombre. El poeta español del siglo XVII Francisco de Quevedo hablaba de «presentes sucesiones de difunto». Quería decir que llevamos varios muertos dentro. Quevedo era muy amargo, y pensaba que también estaba difunto el ser que habitaba su presente. Yo no pienso como él, al menos en este instante. Yo creo que estoy vivo, y me produce una enorme alegría estar vivo, y creo que aquellos que fui siguen vivos en mí, aunque ya no existan. 14 Es verano, es 31 de julio y estoy viendo las fotos de costumbre de la monarquía española, siempre veraneando en Palma de Mallorca en estas fechas, en el Palacio de Marivent. Veo las fotos de las hijas de Felipe VI y de la reina Letizia. Pienso a menudo en ese matrimonio, que encierra una perfección que no alcanzo a entender. Parece un matrimonio de mármol. Envidio ese resplandor, esa consistencia matrimonial en la que se mira la sociedad española, porque sin ejemplaridad el mundo se desvanecería. Todos los países generan ejemplaridad a través de quienes los representan. Esa ejemplaridad es, sin embargo, ilusoria, y eso hace que la mire casi con ternura. El matrimonio de Juan Carlos I y de la reina Sofía era imperfecto, no dañaba tanto. Con este matrimonio me sentía más cómodo. Me ha sido dado contemplar, como español —pues creo que es lo que soy—, tres jefes de Estado. Del primer jefe de Estado que coincidió con mi vida guardo escaso recuerdo: ese fue el general golpista Francisco Franco. El segundo jefe de Estado fue Juan Carlos I, y con su mandato o su gobierno o su jefatura colisionó buena parte de mi vida. Me temo que me moriré con Felipe VI en el trono, porque no creo que viva para ver su sucesión, aunque nunca se sabe, y además los españoles son imprevisibles. De modo que en esas coordenadas de historia política quedará encerrada mi existencia. Todos los españoles acabamos viendo lo mismo: el rastro de los reyes por la historia. De vez en cuando surge algún general o algún presidente de República, pero muy de vez en cuando. Lo más consistente son los reyes, al menos en España. Mi padre no conoció el advenimiento de Felipe VI, no conoció su jefatura del Estado. Me causa desasosiego pensar que mi padre no conociera el reinado de Felipe VI, porque significa que su vida ocurrió en otro espacio político. Pocas cosas dijo mi padre de la monarquía. Y mi madre tampoco dijo mucho. Ahora que lo pienso, ella tampoco conoció la llegada de Felipe VI, pues murió en mayo de 2014. Pero son buena gente nuestros reyes, porque nos acompañan desde sus graves responsabilidades, y dan veracidad histórica a nuestras existencias. Millones de muertos españoles, si se levantaran de sus tumbas, dirían «yo viví bajo el reinado de Carlos I», o «yo viví bajo el reinado de Fernando VII», o si se levantara mi padre podría decir «ah, yo viví media vida bajo la dictadura de Francisco Franco y la otra media bajo el reinado de Juan Carlos I», y serían buenas referencias para localizar y entender sus vidas. Incluso serían buenas coordenadas para saber quiénes fueron. Nuestro amado padre vivió bajo el reinado de Juan Carlos I y de su hijo Felipe VI, dirán Bra y Valdi. Y será cierto. He de darles las gracias por estas señas de identidad. Porque hay que ser agradecido, pues sin estas señas de identidad me perdería en la noche del tiempo, del negro tiempo. Me perdería en el espacio vacío de los seres humanos que existieron fuera de nuestras cronologías. Tal vez esa fue la razón inconsciente por la que los grandes pintores españoles pensaron que tenían que retratar a sus reyes. Es verdad que les pagaron sus cuadros, y comían de eso. Pero más allá de ese motivo, Diego Velázquez y Francisco de Goya sabían que al pintar a esos reyes sugerían la existencia de su pueblo; que tras esos retratos reales se escondían los miserables, los ausentes, los que estaban insinuados detrás de las efigies y de la solemnidad, de la pompa, de la magnificencia y del lujo. Tras la etiqueta y el lujo caminamos nosotros, los gobernados, aquellos en quienes se ejecuta la acción del poder. Ellos, los reyes, nos sacan del tiempo biológico y nos dan la luz de la historia. Los veo en Mallorca, como todos los años. Felipe VI y Letizia, y sus hijas, rubias, altas, sonrientes. Nunca me invitarán al Palacio de Marivent, y me encantaría que lo hicieran, pero carezco de méritos. Nunca tendré los méritos necesarios para ser invitado al palacio de verano. Y si me invitaran, sería un desastre, porque casi no tengo conversación. Me pondría nervioso. Tampoco sabría cómo vestirme. Es mucho mejor que no me inviten. Realmente, es una suerte que no me inviten. Pienso en mis hijos. Pienso en los hijos de miles de padres que no saben qué decirles a sus hijos. Padres y madres sin serenidad, sin orgullo, sin dinero, sin dignidad, sin nada. Padres y madres a quienes no han pintado ni Velázquez ni Goya ni quienes han heredado ahora su legado. Esos padres harán bien en mirar a Felipe VI para que les sirva de faro y les indique cómo ser padre. No creo que mis hijos lleguen a amarme tanto como las hijas de Felipe VI a su padre, en eso pienso cuando veo en la prensa las fotos de la familia real; me parece un pensamiento terrible, pero lo he tenido. Miro de nuevo esa foto de los reyes de España con sus hijas. Y percibo por medio de la foto que Felipe VI es un padre ejemplar. Porque hasta en el hecho de ser padre existe el éxito. Y pienso en los millones de padres que fracasamos como padres. Y por eso es bueno mirar esa fotografía: las hijas de ojos azules miran a Felipe VI. ¿Qué hemos hecho mal?, pensamos los miles de padres que vemos esa foto. Hasta en la paternidad o en la maternidad la historia nos humilla. Acabas siendo pobre, y mal padre. Si eres rico, el ser buen padre se te da por añadidura, parece una cita bíblica. Puede que ser pobre y mal padre sea la misma cosa. Saber que todo lo hiciste mal, menos estar vivo, menos sentirte vivo, menos codiciar no morir nunca, también es un motivo de rara alegría. En eso, como en todo, soy como mi madre. Mi madre, de la que mi padre se enamoró en 1959, mi madre ahora soy yo. Siempre tus palabras, papá, tu aseveración perfecta: «Eres como tu madre». 15 Voy con Valdi caminando por el aeropuerto Louis Armstrong de Nueva Orleans. He venido a escribir sobre la ciudad para una revista. Valdi me ayuda con la maleta, porque he tenido un fuerte tirón en la espalda, que me impide hacer esfuerzos. Recorremos los pasillos. Me gustaría volver a cogerle de la mano, aquí, en este aeropuerto, pero ese tiempo ya pasó. Él no lo recuerda ahora, pero lo recordará dentro de treinta años. Si le cogiera de la mano, diría «pero qué haces, papá, no te rayes», y se enfadaría mucho. Los seres humanos nos decepcionamos los unos a los otros. No puedo evitar sentir que no lo protejo lo suficiente, o que no estoy a la altura de sus necesidades. Intento que no advierta mi inseguridad. ¿Podría ser que un día camináramos por el cielo, ya sin vida, pero con existencia? Caídas las culpas, caídos los reproches, caminando en paz y en plenitud. En eso pensaba cuando veía a mi hijo abrirme paso por el aeropuerto con la maleta roja. «Es vieja esta maleta, ¿verdad, papá?», me pregunta. Y yo me acuerdo de cuando la compré, me acuerdo perfectamente. Los seres humanos hemos producido millones de palabras. Las cosas que se dijeron. Las cosas que decimos. Las cosas que se dirán en el futuro. Compré esa maleta en el otoño del año 2005. Intuí entonces que habría viajes venideros en mi vida, era solo un pálpito inconsistente, pero me hacía ilusión comprar una maleta. También me daba miedo. Porque luego, en mi vida, he sabido que comprar cosas me produce miedo. Y creo que es un miedo que procede de mis ancestros, porque mis antepasados nunca pudieron comprar nada. De ahí el terror a comprar cosas: me parece que no las merezco, es un sentimiento muy difícil de expresar, también es un sentimiento en el que Arnold Schönberg se refocila y potencia y retuerce. A Arnold Schönberg lo llamaré Arnold, para abreviar. Arnold, el dueño de mi confusión, el jefe de mi inestabilidad emocional. La fui a comprar solo. Pregunté por las calidades y las características de la maleta a la dependienta. Quería saber todo de esa maleta. Creo que yo sabía que compraba esa maleta para viajar con Arnold. Creo que allí estaba el fondo de la cuestión, creo que le di a la maleta la responsabilidad del gobierno de nuestros destinos. Intuí el futuro a través de una maleta. Como tantas veces en la vida, los objetos materiales sirven para que hablemos de nosotros mismos. Y ahora cada vez que la veo pienso en estos últimos trece años. Porque esa es la edad de esta maleta. Son muchos años para una maleta y pocos para un ser humano y muchos para mí. Y he ahí otro de los prodigios: coincide mi edad con la de esta maleta. Si ella es vieja, yo lo soy con ella. Veo que comienza a agrietarse por los bordes, que la tela se desgasta, aunque las cremalleras se mantienen perfectas. Los bolsillos exteriores están en buen estado. Las ruedas también. Se ha oscurecido la tela, el asa se está desgarrando y se pueden ver ya unos alambres interiores, se puede ver ya de qué está hecha por dentro. Esa maleta y yo, dos estatuas de soledad, caminando por el mundo, los dos infinitamente perdidos, pidiendo alegría, caminando por los aeropuertos, de ciudad en ciudad, ambulantes, porque el movimiento es prueba de vida. Pero hoy estoy contento porque vamos Valdi y yo juntos. Estamos en Nueva Orleans él y yo solos. Dejamos la maleta en la habitación y nos vamos a conocer la ciudad. Caminamos todo el santo día. Yo tomo notas en un cuaderno para mi artículo, con una caligrafía desmañada y nerviosa. No sé muy bien qué apuntar. Mi concentración es doble: tengo que vigilar que Valdi esté contento y tengo que mirar la ciudad para poder escribir sobre ella. Este viaje fue idea mía y me siento responsable de que esté a gusto. Siempre responsable. De modo que le acabo mirando más a él que a la ciudad. Y al final se produce un hecho singular: estoy viendo Nueva Orleans a través de los ojos de Valdi. Vemos la ciudad entera: Central Street, el Barrio Francés, la famosa calle Bourbon, el Misisipi, los cementerios, los clubes de jazz, el Café du Monde, en donde nos tomamos unos típicos beignets, que a Valdi no le hacen mucha gracia. Decido en ese instante que lo que a él le guste de Nueva Orleans lo pondré por las nubes en el artículo, y lo que a él no le convenza solo lo nombraré. El Café du Monde es uno de los sitios más célebres de Nueva Orleans. Es un establecimiento que data del siglo XIX, y remite al origen colonial francés de la ciudad, y al comercio del café que nació en el siglo XVIII. Bajo un día luminoso, húmedo, tropical, allí estamos Valdi y yo, sentados en el Café du Monde, un lugar abarrotado de gente. Aquí lo recomendable es pedir el café con leche, porque es famoso. Pero Valdi se pide una Coca-Cola. Hace una observación memorable. Dice que el sistema de servicio en cadena que usan en el Café du Monde es el mismo que el de McDonald’s. Y es verdad, tiene razón. La forma de preparación de los pedidos se realiza como en una cadena de montaje. Nos quedamos mirando a los camareros, que van y vienen a toda velocidad, creo que nos interesan las mismas cosas, y eso me produce por una parte ilusión, y por otra, vértigo, porque no todas las cosas que me interesaron en esta vida fueron buenas. De los camareros paso a mirar a Valdi. Parece que la luz adorna su gesto joven. Más joven Valdi que la luz, eso me parece. Más poderoso que la luz su cuerpo fibroso y delgado. Al estar junto a él, pienso que no me puede pasar nada malo; debería ser él quien sintiera eso, pero no me atrevo a preguntarle si lo siente. Hemos cogido un taxi y nos hemos ido de cementerios, porque en esta ciudad los cementerios son importantes. Hemos visitado el de Lafayette. Yo, sobrecogido por las tumbas y por las raíces de los árboles que se mezclaban con los sepulcros, como si la tierra y la muerte fueran la misma cosa. Valdi, como si estuviésemos en la calle: no le ha producido ningún sentimiento especial un lugar como ese, lleno de lápidas y pasado. Valdi caminaba por el cementerio con unas zapatillas azules, que hemos bautizado como «zapatillas atómicas». Unas zapatillas muy vistosas, y sobre todo, nuevas. Iba más pendiente de ellas que del cementerio. Miraba sus zapatillas, no las tumbas. De hecho, se pasó el rato hablándome de las virtudes técnicas de las zapatillas atómicas, y ponderando el buen precio que había pagado. Así que nuestra charla por el cementerio de Lafayette era bien curiosa. Valdi me estaba metiendo un rollo sobre las zapatillas de deporte que yo ya casi ni escuchaba, de tanta repetición. Para Valdi no existe ni el pasado ni la muerte. Como a Valdi no le ha interesado el cementerio, al final a mí tampoco. A él lo que más le ha entusiasmado es la música callejera, los clubes, los bares abiertos llenos de músicos de jazz, la mezcla o confusión entre bar y calle, que eso en realidad es un invento español, y esta ciudad fue española. Eso le digo a Valdi, que la ciudad fue española. «Ah», dice Valdi. Ese «ah» está muy bien, pienso. Es una sola sílaba de significado indeterminado. Llegamos al hotel extenuados. Creo que Valdi se lo ha pasado bien. Se tumba sobre su cama queen. Y comienza sus quehaceres, que pasan por concentrarse en su smartphone. Cerca de las once y media de la noche, me dice que se va a dar una vuelta él solo. Le digo que muy bien. Lo que hace es salir del hotel a la calle, y fumarse un cigarro. A los veinte minutos regresa. Y se mete en la cama. Y deja las zapatillas en donde caen. Eso me llama la atención, creía que las iba a aparcar en alguna zona noble de la habitación. Pero no ha sido así. Tampoco las ha colocado en paralelo, como hago yo siempre con mis zapatos, porque se lo veía hacer a mi padre. Mi padre no se quitaba los zapatos, más bien los aparcaba en algún lugar que tuviese una proporción similar a la de un garaje. Yo suelo encontrar en los hoteles esos sitios: por ejemplo, a veces debajo de la mesilla del teléfono, otras debajo de la silla plegable de la maleta, o debajo de algún taburete. Valdi ha aparcado sus zapatillas azarosamente. Iba a decirle algo sobre este particular, pero he desistido, porque no sabría cómo decirlo. ¿Cómo se dice algo así? Cómo se dice el destino noble que mi padre daba a sus zapatos cuando se iba a la cama. Cómo decirle que en esa manera de dejar unos zapatos había distinción y ternura. Cómo decirle que al repetir el gesto que hacía mi padre me comunico con él y lo acabo viendo en la oscuridad. No te rayes, papá, me habría dicho Valdi. Así que guarezco mis zapatos debajo de la mesa de nuestra habitación, los dejo en paralelo, a la misma altura, que no sobresalga uno por encima del otro, y me meto en la cama. Mientras intento dormirme, mientras oigo el ruido de la ventilación del cuarto, me vienen recuerdos, lejanos recuerdos. 16 Fue en el mes de junio de 1975 cuando mis padres decidieron cambiarme de colegio. Me quitaban de los Escolapios y me llevaban a otro colegio de curas, que incluía ya el bachillerato. Se llamaba Colegio de la Asunción. Para ser admitido en él, había un requisito previo, que consistía en pasar dos semanas en un retiro pedagógico y espiritual en un campamento de montaña. Eran unas convivencias, en donde los alumnos novatos tenían la oportunidad de conocerse entre ellos y conocer también a algunos de sus nuevos profesores, que eran todos sacerdotes, menos uno o dos seglares. Esas convivencias tuvieron lugar, creo, las dos primeras semanas del mes de julio de 1975. No había cumplido aún los trece años. Y se celebraron en el monasterio de Ayalante, un hermoso lugar del Pirineo de Huesca, muy cerca del pueblo de Benasque. Nunca he hablado sobre lo que ocurrió allí, nunca he escrito ni dicho a otras personas lo que pasó allí. He mantenido esas dos semanas encerradas en mi memoria. No porque pasara nada malo, sino todo lo contrario. Creo que fue la primera vez que contemplaba la hermosura de la existencia humana, vi qué era existir, vi que yo existía, vi el viento, las nubes, los árboles, los vi existir a todos. Vi cómo las piedras, los caminos, las aguas de los ríos existían. Y ocurrió allí, en ese sitio y en ese tiempo. Fue también cuando tuve conciencia de que era un ser humano, de que yo tenía un alma, un cuerpo, un destino. No estaban mis padres, y debía valerme por mí mismo. Fuimos en un viejo autobús hasta el monasterio. Estábamos en el corazón de las montañas. Aunque era verano, hacía frío, había que llevar un buen jersey. Nos asignaron una habitación individual para cada uno de los nuevos alumnos. No éramos muchos. Yo creo que unos quince, o tal vez menos. Me acuerdo de algunos apellidos de quienes fueron mis compañeros: Casares, Solans, Ramírez, Palacio, Gurpegui. Las habitaciones eran espartanas. Se componían de una cama blanca, un armario empotrado, un lavabo con un grifo, un toallero, una mesa, una silla y una ventana. No había mesilla, eso fue de lo que primero me percaté, de que no hubiera mesilla. Me entristeció y me asustó que no hubiera mesilla. Tenía todo un aspecto pobretón, como un hospital de montaña para tuberculosos, una mezcla entre monasterio y balneario proletario. Esa pobreza me resultaba hostil. Los hierros de la cama me daban miedo. La madera polvorienta y envejecida de los muebles me producía una sensación fantasmal, peligrosa. Habíamos tenido que traernos la ropa de cama y las toallas. El sacerdote al mando nos dijo que teníamos veinte minutos para deshacer la maleta y hacernos la cama. La mayoría no sabía hacerse la cama. Y el sacerdote vino y nos fue ayudando. Es una de las cosas que más he agradecido en la vida, que ese hombre me ayudara. Porque me sentí muy desvalido y asustado. El pasado de cualquier ser humano se convierte en un fantasma, pero tenemos que hacer el esfuerzo y recordar, porque recordar nos engrandece, nos eleva más allá de la vida y de la muerte, más allá de la historia, de la política y de la humillación. Quien recuerda y lo hace con toda la profundidad debida se transforma en un dios. Aquel hombre me ayudó a hacer la cama, a poner la funda de la almohada, a ajustar las sábanas al colchón. Después fuimos a cenar. El comedor me resultó tenebroso, porque se había colado un murciélago y todos intentábamos huir de él. A mí me pareció una bestia inmunda, y me causó un miedo patológico. Oh, murciélago pirenaico de un verano de 1975, dónde estarán ahora tus restos microscópicos. Don Rafael, así se llamaba el sacerdote que dirigía las convivencias, se reía ante nuestro susto, porque era hombre nacido en el Pirineo, conocía las montañas y su fauna, y para él aquel murciélago era algo intrascendente, un pajarillo de la noche, tan inocente como inofensivo. Había tortillas y salchichas para cenar, y agua fría colocada en unas jarras anodinas. De postre me tocó una fea manzana. Desde ese preciso instante, he odiado que el postre de cualquier comida sea fruta, me da igual la clase de fruta que sea. Jamás tomo fruta de postre. Y fue allí donde me vino esa revelación de que la fruta no debía comerse entonces. Porque era triste. Después de cenar salimos al patio. Todo me resultaba desconocido y amenazador: la noche estrellada de julio, las montañas, el frío —tuvimos que ponernos un anorak además del jersey—, los pasillos oscuros del monasterio, las indicaciones de don Rafael para que formáramos un corro... Cuando lo hicimos, comenzó a cantar canciones de campamento. De repente, todos estábamos cantando bajo el cielo iluminado. Aquel hombre parecía saber muchas cosas de las montañas. Las vidas de todos nosotros estaban en blanco. No había actos. No había pasado nada. Los actos vendrían luego, mucho después. Nunca había cantado con otros y supongo que al resto le pasaba lo mismo. En el hecho de que cantáramos juntos, guiados por la voz modulada de don Rafael, vi un reconocimiento de nuestras almas. Yo creo que entonces teníamos alma. Y la vida te va robando el alma, hasta que te la quita entera y te da a cambio, como consuelo o como pago, un cuerpo. Y eso soy ahora, cuarenta y tres años después, un cuerpo. Hace ya cuarenta y tres años de esa escena. Es mucho tiempo, y me congratulo de poder estar aquí. Tuve miedo cuando me metí en la cama. Pero también sentí excitación e incertidumbre. Ese cuarto era mío. Y mis padres, mis adoradísimos padres, no estaban. Todo era nuevo y todo era un desafío. Por eso quiero ir allí, a esa zona de mi existencia cuyos restos tienen que estar en alguna parte de mi cerebro. Si pudiera verme en medio de mi pureza, si pudiera alcanzar ese mes de julio de 1975 desde este julio de 2018, si pudiera tocar mi mano de entonces, regresaría la paz a mi cuerpo. Eso creo que se llama la unidad en el tiempo. La paz es una utopía. Nunca hay paz en quien ha vivido y sigue vivo. Solo hay convivencia con el mal, pero no paz. La paz no existe. Es una superstición de los seres humanos. 17 Al día siguiente comenzaron las actividades. Había un par de horas de clase de lengua y de historia. La clase de lengua consistía en un dictado. El profesor encargado era otro sacerdote, llamado don Juan Manuel. Era un hombre arrogante, altivo, elegante a su manera, con mucho orgullo. Tenía sentido del humor y era un poco cínico. Fumaba Ducados mientras nos dictaba el texto. Creo adivinar que don Juan Manuel estaba viviendo los mejores años de su vida. Calculo que tendría unos treinta o treinta y pocos años entonces. Se acababa de comprar —nos lo dijo— un coche nuevo, que estaba aparcado en la entrada del monasterio. Era un Renault 5 de color verde. A mí me gustaba ese coche. Tenía el Renault 5 el acierto de las formas sencillas, pequeñas pero precisas. El Renault 5 y el Seat 127 eran los utilitarios que triunfaban en la España de aquel tiempo. Esos dos coches fueron España entera, y significaban que el Seat 600 había muerto y había dejado paso a vehículos con más diseño, más audaces en formas y motores, más libres, más sofisticados. Esos dos coches avisaban de que se avecinaban cambios políticos. La industria del automóvil siempre ha hecho gala de clarividencia política. Nota los cambios antes que la literatura, el arte y la filosofía. Después de las clases teníamos tiempo libre y, oh, maravilla, Ramírez inventó un juego que consistía en hacer aviones de papel y arrojarlos desde el mirador. Fue Ramírez quien se percató de las posibilidades de la altura en la que estábamos. Era real esa altura. Los aviones de papel nos ayudaron a sentir las montañas que nos rodeaban. El mirador daba a un acantilado de unos cuarenta o cincuenta metros de cortante. Abajo estaba la carretera que conducía hasta Benasque, bordeando el río Ésera. Más allá del río había una presa, construida por el franquismo. La presa era el punto más lejano. Comenzamos a cubrir de pequeños aviones de papel toda la ladera de la montaña, los árboles, los senderos, las rocas. Alguno alcanzaba la carretera, e incluso el río. Se desarrolló entre nosotros una considerable técnica de construcción de aviones de papel. Ramírez era un genio. Se trataba de un chico alto y corpulento, convincente y apasionado, con un sentido festivo de las cosas y una imaginación extraordinaria. Sus aviones eran los mejores, porque tenía un sentido plástico y una habilidad manual que yo no había visto nunca. A él se le ocurrió también la idea de escribir nuestros nombres en las alas. No es fácil hacer un buen avión de papel, Ramírez sabía eso, y sabía que su inteligencia para fabricar aviones de papel era superior a la media. Hay que calibrar bien las alas para que se mantenga en el aire. Cuanto más rato permanezca suspendido en el aire, más posibilidades existen de que el avión de papel agarre una racha de viento que lo lleve lejos, lo más lejos posible. Eso sirve para la vida: cuantos más años estés vivo, más posibilidades tienes de alcanzar la lejanía, los lugares desconocidos, los nuevos matrimonios, más hijos, más conocimiento. Esa idea de la perseverancia, una perseverancia resuelta a lomos del aire, la aprendí allí, de la mano de Ramírez, que lo sabía por instinto. Y al final lo consiguió. Fue él quien diseñó el avión que más tiempo permaneció suspendido en el aire, hasta que una racha de viento se lo fue llevando cada vez más lejos: cruzó la carretera, ascendió por el río Ésera y lo vimos perderse en la presa. Saltamos de alegría. Don Rafael y don Juan Manuel aplaudieron. Estábamos contemplando la suspensión de la materia, estábamos contemplando cómo un trozo de papel se adueñaba de la gravedad, la vencía y se iba lejos, estábamos contemplando una idea de la muerte. Y lo hacíamos desde la adolescencia. Esa contemplación de los símbolos de la muerte hizo que nuestra adolescencia se llenara aquella mañana de una belleza que ahora vuelvo a ver, casi como si fuese un veneno, que quiere matarme, pues nada de cuanto viví después fue tan hermoso. O más bien, no fue tan inocente. La celestial y diminuta sombra de los aviones de papel sobre las montañas, el regocijo de Ramírez, la incondicionalidad de la vida, aún están en alguna parte de mi cuerpo o de lo que queda de mi alma. 18 Cada día más loco y más solo, ese fue el destino de Ramírez conforme fue pasando el tiempo, conforme en sus manos se fueron quemando las ilusiones, y cayendo los lustros. Pero entonces, en ese mes de julio de 1975, aún no existía ningún destino, ni existían la soledad ni la locura. No sabíamos qué significaban esas palabras. Ni Casares, ni Ramírez ni yo sabíamos nada de esas palabras. Solo entendíamos de la fabricación de aviones de papel. Por las tardes bajábamos a un campo de fútbol que había junto al río. Entonces, aprovechábamos para rescatar algunos de nuestros aviones. Los veíamos como heroicos supervivientes. Los guardábamos para arrojarlos al día siguiente desde el mirador. Un día Ramírez ideó que saltaran dos, o tres, o cuatro aviones a la vez, y verlos así competir en las alturas. Siempre ganaban los suyos. Hasta tal punto que pensé que yo no tenía talento alguno para nada y menos para la fabricación de aviones de papel. Ante los de Ramírez, me sentí insignificante. Allí está el cimiento o el origen o el quicio de todo: me sentí marginado, con miedo, porque mi impericia en la fabricación de aviones me hacía culpable. Puse mucha atención en los dobles y plegados enérgicos y en los cuidados con que Ramírez convertía una hoja de papel en un avión poderoso. Lo imité, pero una mañana introduje una inclinación más profunda en las alas. Fue un presagio, como si un ángel de la física me hubiera revelado un principio aeronáutico. Al plegar más las alas, reduje el rozamiento con el aire. Ante mi diseño, Ramírez vaticinó un vuelo de dos metros, una caída inmediata y segura. Se equivocó. Se equivocó de lleno. Fue el avión que más lejos llegó. Ramírez se puso nervioso, pálido, asustado. Mil veces me preguntó cómo lo había hecho. «No lo sé», le dije. Todos querían estar conmigo: Casares, Solans, Palacio, Gurpegui, todos me miraron como si me vieran por primera vez. No existí de verdad ante ellos hasta ese instante. Y ahora están, estamos todos muertos, no nuestros cuerpos, sino nuestras almas infantiles. En este presente profundo, en el verano del año 2018, solo puedo mirar la belleza de esos muertos, porque ya no somos quienes fuimos. Quienes fuimos ya no están en el mundo. Se quedaron en las montañas. Un día nos levantaron prontísimo de la cama. Aún era de noche. Nos llevaron en un pequeño autobús hasta un sitio aislado, unos cuarenta minutos duró el viaje. Y desde allí comenzó la marcha al ibón de Batisielles. Amanecía. El sol, el verano, las rocas, el bosque, la humedad me conmocionaron. Estaba aturdido. Me estaba entrando la belleza en el alma. Me cansaba de tanto andar. Pero aquel olor de los bosques y de la montaña me embriagaba. No tenía fin. Nunca había andado tanto. No conocía el sacrificio físico, el esfuerzo. Cuando llegamos al primer lago, nos comimos un bocadillo. Aún quedaba la posibilidad de seguir ascendiendo hasta el segundo lago. Yo renuncié. Casares subió, pero Ramírez y yo nos quedamos en el primer lago. No hay claridad en ninguno de los actos de la vida: ni en los que ocurrieron en el pasado ni en los que ocurren en el presente. No hay discernimiento ni puedes averiguar la causalidad: no sabes por qué ocurren las cosas. No vemos nada. No sabemos. No entendemos. Por eso la muerte debería ser algo gozoso, una corona que exaltara esa oscuridad en la que vivimos y que al fin termina. Muchos años después de ese verano de 1975, a Ramírez le tocó hacer la mili, el antiguo servicio militar. Como era alto y grande, lo destinaron en una compañía de policía militar. Allí tuvo un incidente que me contó una vez: un sargento le había cogido ojeriza, no lo soportaba. Ramírez tenía algo especial en su carácter. Podía caer mal. Yo era amigo suyo y podía entender que cayera mal a la gente, a mí a veces me resultaba también un tanto insoportable. Quizá su aspecto físico, cierta manera de hablar, cierta manera de comportarse, todo junto. Y aquel sargento se cabreó con él en una guardia. Lo tiró al suelo con una llave de judo y le metió el cañón de su pistola en la boca y cargó el gatillo. No disparó, obviamente. Y no hizo falta. Desde entonces, el alma de Ramírez se rompió en mil pedazos, y comenzó su desfile por todos los psiquiatras y hospitales de España. Lo licenciaron por loco. Y loco sigue. Arnold, el gran dodecafonista, le robó el alma. El sistema nervioso de un ser humano es frágil, y esa fragilidad no es debilidad, no, nunca lo fue. La fragilidad es una cortesía que tenemos algunos seres humanos, una solidaridad con otras criaturas frágiles, como las cebras, los gorriones o las flores. Pero Ramírez está vivo. Y puede, si lo desea, recordar aquellos días del verano de 1975 en donde ninguno de nosotros era culpable de nada, salvo de llenar la montaña de pequeños aviones de papel. Él y yo hemos vuelto a cruzarnos alguna que otra vez. Tiene la mirada enrojecida, el cuerpo violentado. Y Arnold sigue gobernando su vida. Porque cuando Arnold Schönberg llega, se queda para siempre. Arnold no causa los mismos destrozos en todos los seres humanos. Es voluble. Y unas veces se queda de una forma más o menos pacífica, y otras mata a sus huéspedes. Depende de lo que desee. Arnold dejó que Ramírez viviera, pero cada día se planta delante de él y le rompe por dentro un poco más. Así es Arnold. Ramírez lo conoce muy bien. Lo que no sabe Ramírez, porque nunca se lo dije, es que yo también lo conozco. 19 Estoy con mi hijo Valdi en Chicago. Hemos venido desde Iowa en autobús. Vamos a pasar la noche en esta ciudad y mañana volamos a Madrid. Nos alojamos en un hotel del Loop. Se llama La Quinta Inn y está en South Franklin. Había visto reseñas en internet con excelentes calificaciones. Me ilusionaba pasar casi dos días a solas con Valdi en Chicago y hospedarnos en un buen hotel. Si alguien me hubiera dicho hace cuatro años que Chicago se iba a convertir en una de mis ciudades más visitadas, no solo no le habría hecho el menor caso, sino que habría pensado que era una idea tan ridícula como gratuita. ¿Por qué Chicago? Es una buena pregunta, nunca lo sabré. Mo vive en Iowa, y con ella me vine a Estados Unidos, pero no a Chicago. Por ella fui a Iowa, no a Chicago. A esta ciudad he ido viniendo yo solo. Podría haberla evitado, no es necesario hacer noche aquí para regresar a Madrid. Se puede volar desde el aeropuerto de Iowa, que es el de Cedar Rapids, y así evitas Chicago. Pero yo nunca he querido evitarla. Prefiero enfrentarme a ella, estar con ella, porque es una ciudad incomprensible para mí. Es una ciudad dura, sin concesiones. Tal vez enfrentarme a ella y salir indemne me enorgullezca, el placer de haber logrado la supervivencia, y con ese orgullo del que ha vencido, regresa la ilusión de que todavía soy joven. Si he vencido a Chicago, no puedo ser un viejo. No, no es eso. Chicago simboliza en mi interior mi propia soledad, una soledad esquinada, y simboliza el planeta Tierra, y yo caminando por el planeta Tierra, como en una distopía de Hollywood. Sí, la soledad. Chicago es idéntica a la construcción de mi soledad. Si mi soledad fuese una ciudad, sería Chicago. Entramos en la habitación, en una séptima planta. Era confortable y grande, pero también impersonal y ajena, y desde la ventana se veía un rascacielos, los cimientos de un rascacielos. Yo deseaba tanto la felicidad, la ilusión, la alegría de Valdi. Esperaba que Chicago le fascinase, le hiciera feliz. Lo miré, intentando averiguar qué le parecía la habitación. Ponía buena cara. Nos lavamos las manos y nos quedamos un rato tumbados en la cama. Se oía el fuerte ruido del aire acondicionado. Vi que estaba encendido el termostato. Me levanté y fui a apagarlo. Se dibujó en la pantalla un enorme y claro «Off». Me volví a tumbar, a descansar un poco. Valdi estaba guasapeando con algún amigo. Al cabo de unos minutos, el ruido del aire acondicionado persistía. Intenté averiguar lo que pasaba. Me di cuenta de que había dos mecanismos: el del aire acondicionado, que había conseguido desconectar, y otro que era el responsable del ruido. Bajé a recepción, Valdi me acompañó. Allí me explicaron que ese ruido procedía de la ventilación de todo el edificio. «Está en todas las habitaciones. Es para que usted respire aire de calidad», me dijo el recepcionista, que hablaba español. Me contó que las ventanas del hotel estaban selladas, así que la ventilación exterior era imposible. Y la ciudad de Chicago obligaba a tener ese tipo de ventilación interna. Me lo quedé mirando. Miré luego a Valdi. Los vi a los dos: al recepcionista, que tendría unos veinticuatro años, como mucho; a Valdi, que tiene veinte. Pensé en el mundo estúpido que iban a heredar. No se pueden abrir las ventanas porque la gente aprovecha los hoteles para suicidarse, eso es lo que el recepcionista no me dijo. La gente se suicida en los hoteles, se arroja por las ventanas. Es una buena manera de ahorrar el espectáculo a tu familia o a tus amigos. Si te suicidas en un hotel, eres nadie para todos los que van a toparse con tu cuerpo inerte allí, roto sobre el asfalto, con el cuello partido y la boca llena de sangre. Eres nadie para los de recepción y nadie para los transeúntes. Cuando llega la familia o quien sea que llegue, el cadáver ya está en otro sitio, ya ha habido un protocolo que impide que quienes tenían una relación humana con el cadáver contemplen la atrocidad. Ese acaba siendo el único problema real del corazón de los hombres y de las mujeres: la relación que tendrán con los cadáveres. 20 Salimos a pasear por Chicago. Valdi y yo. Para mí era como una luna de miel, porque entre padres e hijos también existen las lunas de miel. Creo que me hacía muy feliz su presencia, porque estábamos los dos solos, en una ciudad llena de rabia y vida. Creo que la contemplación de Valdi me convertía en un dios, miraba la belleza de su rostro, su delgadez, su hermosura, su cuerpo extremadamente flexible, y me sentía lleno de alegría. La rabia y la vida, y el mes de agosto, y Valdi y yo, el 24 de agosto de 2018, y yo solo quería verlo feliz. Porque si lo veía feliz, veía la vida. Me repetía todo el rato la fecha: 24 de agosto, año 2018, no la olvides. Me di cuenta de que prefería su alegría a la felicidad. Porque la alegría es mejor que la felicidad. Me di cuenta de que la alegría de Valdi era el único sentido de mi vida en la tierra. Me di cuenta de que su alegría me transformaba en serenidad, todo yo transformado en paz, en lumbre; esa es la palabra: «lumbre». Hice ese descubrimiento: la superioridad de la alegría. Y luego todo el rato: 24 de agosto, año 2018. Tal vez porque pensaba: 24 de agosto, 1974. 24 de agosto, año 1974. Y veía a mi padre. Ojalá estuviera él aquí. Podría estarlo, tendría ochenta y ocho años, estaríamos los tres, yo con cincuenta y seis, Valdi con veinte, mi padre con ochenta y ocho. Pero mi padre no estaba, y al no estar mi padre era como si Valdi y yo tampoco estuviéramos. Y esa irrealidad de Valdi y yo caminando por la avenida Michigan de Chicago la causaba la ausencia de mi padre. Era su forma de presentarse, recordándonos nuestra irrealidad, así venía él de entre los muertos, mi padre, una vez más, y yo le dejaba que viniera, y de vez en cuando le decía «mira, papá, es tu nieto, no le viste crecer, no te imaginas cuánto siento que no lo vieras crecer, mírale ahora, mira qué guapo es, no le viste crecer, no le viste convertirse en un hombre, pero está aquí, y tú también estás aquí, estamos los tres, en un vendaval de amor y de elevación, como si fuésemos el gran espectáculo del universo, porque somos dadores de vida, dimos la vida, dar la vida fue nuestra misión, porque la materia estaba triste, porque la llegada de la vida a la materia trajo la alegría». Cuánto quise yo a mi padre, Dios santo, y por qué le quise tanto, y cómo no supe darme cuenta, o aún mejor: sí supe darme cuenta, pero hice callar a mi corazón. Cómo puedo llevar tantos misterios encima y no pedir la muerte. Quien está tan cerca de la belleza y del misterio está ya dentro de la muerte. ¿No estoy pidiendo la muerte a cada línea que escribo y a cada latido de mi corazón? No es una muerte cualquiera; es la buena muerte, la que procede de no poder soportar ya tanta belleza, tanto amor. Llevé a Valdi a una tienda que le gusta mucho: el T.J. Maxx de State Street, a cinco minutos de nuestro hotel, y comenzó a mirar camisetas y sudaderas. Le encantaba que la ropa de marca estuviera a mitad de precio. Pensé en que dentro de treinta años se acordaría del día de hoy. Lo vi dentro de treinta años buscando el día de hoy entre miles de recuerdos. Y lo encontrará: encontrará los dos días que pasamos juntos en Chicago, claro que encontrará esos dos días. Están aquí, los estoy escribiendo para él, para ti son estas páginas, Valdi, para que dentro de treinta años no tengas que inventar nada, como yo tuve que hacerlo con mi padre. Y te voy a contar lo que hicimos para que no tengas que inventártelo, como yo tuve que inventarme tantas cosas de mi pasado al lado de mi madre y de mi padre. En T.J. Maxx te compraste un anorak. Estuviste dudando entre un anorak y una cazadora, que era más cara. La cazadora costaba cincuenta dólares y el anorak veinte. Titubeaste mucho, pero estabas emocionado, era una duda festiva. Yo te miraba. Yo te describía las prendas con objetividad, intentando ayudarte, pero para que decidieras por ti mismo. Pasaba la vida en ese instante. A mí me dolía muchísimo la espalda, porque en ese verano tuve una contractura, y tenía que apretar el dedo pulgar de las dos manos sobre la columna vertebral, y así sentía algo de alivio. Te probaste varias veces las dos prendas. Yo te veía resplandeciente, y vulnerable, tan resplandeciente como vulnerable. Y nervioso. Y segundo a segundo fui viéndote más vulnerable. Pero supiste elegir qué prenda querías. Pensé: «Ojalá no dudes nunca, como yo he dudado siempre, hasta que la duda me ha vuelto casi loco». Dije para mí: «Dios bendito, concédele el buen gobierno de sus decisiones, concédele certezas, ya que a mí no me las diste, y como la cuenta está a mi favor, lo que a mí me debes, que es mucho, dáselo a él con intereses, y te diré cuáles son los intereses: el valor y la voluntad de vivir». 21 Nos volvíamos a España al día siguiente. Le dije a Valdi que tenía que llevar regalos. Se lo dije varias veces, para ir preparando su corazón. Y, naturalmente, tenía que pagar él esos regalos. Le ayudé a escogerlos. Le costaba pensar en alguien que no fuera él mismo, por eso yo tenía que preparar su corazón. Y me vi reflejado en él, cuando yo tenía su edad. Es hijo mío, sin duda, pensé. Le costaba pensar en los demás, pero logré que lo hiciera. Y compró una pulsera y una camiseta. No es que se gastara mucho dinero, pero al menos llevó regalos. Cuando yo tenía su edad, no pensé nunca en llevar regalos ni a mi madre ni a mi hermano, pero sí a mi padre. Por lo menos desde 1990. Hasta 1990 no me di cuenta de que existían los regalos. En 1987 hice un viaje a París. En 1988, otro a Londres. En ninguno de ellos les traje nada ni a mi padre, ni a mi madre, ni a mi hermano. Pero en 1990 hice un viaje a Lisboa y aunque no compré nada ni a mi madre ni a mi hermano, a mi padre le traje una botella de vino verde, un Mateus. Se la llevé por orgullo, para que viera que dominaba el mundo y que era capaz de viajar a Lisboa, en donde él no había estado nunca, y traerle una botella de vino. Solo buscaba que mi padre se sintiera orgulloso, solo quería su felicidad, por eso le traje esa botella de vino verde. Una sonrisa suya en su rostro. Una sonrisa alta. Una hermosa sonrisa suya era para mí la señal de que todo estaba en trance de alcanzar la perfección. Su aprobación, ese era mi anhelo. Buscaba su aprobación, necesitaba su aprobación. Larga noche del mundo en donde un hijo busca la aprobación de su padre. Se ha desvanecido esa búsqueda. Ya no existe esa búsqueda. No le hizo mucho caso a ese Mateus. Lo miró y no acabó de convencerle la forma de la botella. Han pasado veintiocho años desde ese día. Cu

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