Gestión del patrimonio cultural PDF
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Josep Ballart Hernández Jordi Juan i Tresserras
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Summary
This book discusses the concept of cultural heritage. It explores the idea of cultural heritage as a legacy, both tangible and intangible, passed down through generations and emphasizing its importance in shaping a collective identity. The book also examines cultural heritage as a connecting thread between the past and present, highlighting the role of historical objects and their influence on modern societies.
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# Gestión del patrimonio cultural ## Capítulo 1: El patrimonio definido ### 1.1. ¿Qué entendemos por patrimonio? La palabra *patrimonio* viene del latín; es aquello que proviene de los padres. Según el diccionario, patrimonio son los bienes que poseemos o los bienes que hemos heredado de nues...
# Gestión del patrimonio cultural ## Capítulo 1: El patrimonio definido ### 1.1. ¿Qué entendemos por patrimonio? La palabra *patrimonio* viene del latín; es aquello que proviene de los padres. Según el diccionario, patrimonio son los bienes que poseemos o los bienes que hemos heredado de nuestros ascendientes. Lógicamente patrimonio es también todo lo que traspasamos en herencia. Entendemos que se trata fundamentalmente de objetos materiales como una casa, unos libros, unos utensilios o un trozo de tierra. De forma parecida podemos referirnos a derechos y obligaciones, es decir, a cosas menos tangibles. Incluso podemos hablar de patrimonio en un sentido menos materialista, más abstracto o más espiritual. ### 1.1.1. El patrimonio como herencia y como cultura Si en el plano individual la noción de *patrimonio* como herencia parece clara, en el plano colectivo no lo es tanto, contemplada desde nuestra perspectiva de gentes modernas. No obstante, qué duda cabe que aceptamos e incluso gozamos de la idea de la necesidad de la existencia de un patrimonio colectivo. Razonamos que de la misma manera que existe una herencia individual también debe existir una herencia colectiva. Por otra parte, la noción de herencia colectiva, en un sentido antropológico, parece aceptable. Para los nativos americanos de las praderas, ríos, cascadas, valles y mesetas constituían una especie de patrimonio colectivo lleno de significados simbólicos. Hoy coincidimos que patrimonio -patrimonio histórico, patrimonio cultural y patrimonio natural- es una construcción cultural y como tal sujeta a cambios en función de circunstancias históricas y sociales. Nuestra sociedad moderna ha elaborado su propia versión de patrimonio colectivo, incluyendo bienes culturales y naturaleza, y presuponiendo la existencia de un patrimonio de toda la humanidad. Así vemos, por ejemplo, cómo la Antártida es reclamada en los foros internacionales, por su singularidad y valor, como un patrimonio de la humanidad entera. Decimos reclamada puesto que no está asegurada como tal, ni reconocida como tal por todo el mundo. De forma parecida, contemplamos con ilusión cómo el legado de las civilizaciones antiguas es reconocido como un bien superior para la humanidad y es amparado por las instituciones nacionales e internacionales, en beneficio del enriquecimiento cultural de todos los pueblos. De esta manera se reconoce de forma universal que existen bienes especialmente apreciados que son resultado de una herencia colectiva y que en justicia nos merecemos por igual todos los seres humanos. Así pues, de la misma manera que reconocemos un patrimonio común natural irrenunciable, reconocemos también un patrimonio común de carácter cultural, un legado de las civilizaciones, asimismo irrenunciable. De todo lo que acabamos de decir es importante retener lo siguiente: de manera parecida a como unos padres ceden en herencia a un hijo o hija una casa y unos bienes materiales para que los aproveche y use juiciosamente, y reproduzca una manera de vivir, cimentando así una continuidad, el patrimonio como herencia colectiva cultural del pasado (nuestro pasado, el pasado de una comunidad, el pasado de toda la humanidad...) conecta y relaciona a los seres humanos del ayer con los hombres y mujeres del presente, en beneficio de su riqueza cultural y de su sentido de la identidad. La herencia cultural o *legado cultural* es un activo útil a las sociedades que sirve a distintos propósitos (buenos o malos), y si el derecho de las generaciones que la reciben es disfrutar plenamente de sus valores (positivos en tanto que valores), el deber que adquieren es el de traspasarla en las mejores condiciones a las generaciones venideras. Si como hemos visto la idea de patrimonio se asocia a cosa de valor y al mismo tiempo comprendemos que este valor sirve para establecer algún tipo de vínculo entre individuos, es decir, que genera un nexo entre transmisor y receptor, podemos resumir diciendo, al menos, que patrimonio es un activo valioso que transcurre del pasado al futuro relacionando a las distintas generaciones. | Pasado | Presente | Futuro | |-----------------|-----------------|----------------| | | | | | $f(x) = -4(x + 3)^2 + 2$ | $f(x) = -4(x + 3)² + 2 $ | | ### 1.1.2. El patrimonio histórico como mensajero de cultura Herencia cultural o patrimonio cultural es un concepto muy extenso que incluye bienes materiales e inmateriales. Aquí vamos a centrarnos preferentemente en el patrimonio histórico o legado material de la historia y estudiar cómo ese patrimonio actúa de nexo entre generaciones, o en términos más generales, cómo vincula al pasado con el presente. El concepto de patrimonio material tiene que ver con transmisión de mensajes culturales vía objetos, unos objetos (objetos grandes o pequeños, trazas, ruinas, objetos muebles o inmuebles...) que hacen de verdaderos mensajeros de cultura, así como de permanentes testimonios de hechos de civilización. El poeta inglés T.S. Eliot¹ dijo en una ocasión hablando de cultura que «incluso el más humilde de los objetos materiales, que es producto y símbolo de una particular civilización, es un emisario de la cultura de la cual proviene». La idea de que los objetos actúan como emisarios, de que el patrimonio histórico es mensajero de cultura, es fascinante y es central con relación al tema que nos ocupa. La noción de patrimonio está asociada a la idea de paso del tiempo. El transcurrir del tiempo hace que los individuos y los grupos contrapongan presente a pasado, fundamentando las nociones de continuidad o cambio histórico y cultural. Por varias razones, la comparación entre espacios de tiempo diferentes adquiere perfiles muy nítidos si hay objetos de por medio que ayuden a contrastar. Así, comprendemos que los objetos gracias a sus propiedades, fundamentalmente materialidad y solidez, tienen la ventaja de durar, a menudo más que las personas, presentándose a nuestros sentidos de una forma que admite poca discusión, puesto que no ha lugar a opinar sobre su existencia al hacerse presentes ante nuestros sentidos en todo momento, y además se pueden tocar. El historiador del arte G. Kubler² sentenció refiriéndose al valor de los objetos: «El momento que acaba de pasar se ha extinguido del todo excepto por los objetos que ha podido dejar», y la filósofa H. Arendt³ se expresó con rotundidad cuando escribió: <<Contra la subjetividad de los hombres se alza la objetividad de las cosas creadas por los hombres». La materialidad y durabilidad propia de los objetos (el acero de una espada, el mármol de un relieve, la madera bruñida del casco de una nave vikinga) los hace buenos agentes transmisores de mensajes a través del tiempo, puesto que las trazas de hechos de civilización, de datos de contenido cultural, permanecen inscritos en esos objetos de forma indeleble por un lapso más o menos largo, apareciendo nítidamente ante el observador atento, instruido y capaz de discriminar. Se trata de darse cuenta, quizás a simple vista, de los signos y señales inscritos en los objetos, quizás sólo después de una atenta observación y un riguroso análisis, para ahondar luego en su interpretación. La idea de que alguna cosa ha sucedido entre el tiempo del objeto y nuestro tiempo, o de 1. T. S. Eliot, *Notes towards the Definition of Culture*, Londres, Faber and Faber, 1948. 2. G. Kubler, *The Shape of Time*, Yale University Press, New Haven, 1962. 3. H. Arendt: *La condición humana*, Seix-Barral, Barcelona, 1974. una manera más abstracta, las nociones de continuidad y cambio, contraste o falta de contraste, o identificación entre pasado y presente, se dibujan con gruesos caracteres gracias al objeto. Un ejemplo nos puede bastar para ilustrar cómo un objeto histórico adquiere con el transcurso del tiempo un trasfondo cultural distintivo. Pongamos el caso de una peluca empolvada de blanco y llena de rizos como las que usaba la aristocracia europea a finales del siglo XVII. Al cabo de unas décadas ese tipo de peluca pasaba de moda y sólo los mayores y los nostálgicos del antiguo régimen la usaban. De objeto de peluquería para el adorno personal pasado de moda, pasó con el tiempo a ser un raro objeto representativo relacionado con un tipo de ceremonial distintivo de un grupo profesional muy particular. Su posesión y uso adquirió matices simbólicos quedando restringido durante el siglo XIX y aun después, en algún país como Inglaterra, a los jueces de los tribunales de justicia. El patrimonio está formado por objetos que permanecen a pesar del paso del tiempo, sea en uso, sea en un museo; y ya que el paso del tiempo es la esencia de la historia, es interesante en cierto sentido contemplar al patrimonio como los objetos de la historia. Estos son una materialización de la historia; en otras palabras, son algo así como historia materializada. Bajo este prisma, obtenemos un principio integrador de toda una serie enormemente diversa, casi inabarcable, de testimonios materiales del quehacer humano, unos muy imponentes y celebrados, otros muy modestos y apenas noticiados, que comunican cosas a quien quiera interesarse por ellas, que hablan de culturas y civilizaciones, de prácticas y costumbres, de creencias y rituales. Así, incluimos en el mismo saco patrimonial objetos artísticos como el cuadro de *Las Lanzas* del pintor Velázquez, objetos monumentales como las pirámides de Teotihuacán, documentos escritos como el texto original de la Constitución española de 1812, objetos arqueológicos como unos restos de cerámica ceremonial del Tiahuanaco antiguo, u objetos etnográficos como un vestido tradicional de la comarca leonesa de la Maragatería, entre otras muy distintas cosas. Historiadores, antropólogos, arqueólogos y otros científicos abordan el patrimonio desde diversas ópticas y a partir de tradiciones disciplinarias distintas. Para ellos el patrimonio, historia materializada, es insustituible como objeto de estudio porque sirve de puerta de acceso al pasado, conjuntamente con la memoria y la historia escrita. Para ellos también, pero sobre todo para el resto de los mortales, el patrimonio es motivo de inspiración, estímulo a la imaginación, acicate para la curiosidad, compendio de lecciones, fuente de sensaciones físicas, visuales y táctiles, y catalizador de sutiles emociones. ## Capítulo 2: Patrimonio y museos en la historia En este capítulo no se pretende compilar una historia sistemática del patrimonio y los museos, tarea harto difícil y comprometida, la labor de una vida seguramente, y por ende escasas veces intentada, que en cualquier caso escaparía al reducido espacio de que disponemos en este libro. Solo se pretende introducir la idea de la importancia que tiene la perspectiva histórica para abordar la problemática del patrimonio en nuestro tiempo, resaltando del pasado los acontecimientos más significativos, algunos nombres propios y las tendencias o movimientos colectivos que no podemos pasar por alto. Historia es conocimiento, podríamos resumir, conocimiento necesario en cualquier visión de conjunto sobre una realidad como la que pretendemos ofrecer aquí. Ciertamente una historia del patrimonio no equivale a una historia del coleccionismo. Como muy bien dice Llorens Prats (1997), «los tesoros de los monarcas de la antigüedad, las bibliotecas de los monasterios benedictinos o los gabinetes de curiosidades ilustrados son realidades distintas entre sí y distintas de lo que hoy entendemos por patrimonio». Sin embargo, cualquier colección, cualquier museo, sólo pueden explicarse a través de su historia. Por ello aunque seguimos una secuencia temporal que impide un tratamiento más transversal de los temas suscitados, hemos procurado resaltar la idea de las distintas funciones y significados que tiene lo que hoy llamamos patrimonio para las gentes de distintos momentos del pasado. A pesar de todo, nuestra limitada pretensión al abordar este capítulo nos hace caer seguramente en esquematismos y simplificaciones que no querríamos. Cuando en el título de los apartados principales hablamos de formación y después de eclosión de la conciencia patrimonial, a efectos de estructuración de los contenidos, estamos refiriéndonos en un caso y en el otro a la existencia constatada de realidades tales como la conservación y el uso de elementos del pasado, presumiendo en cualquier caso de que tales conciencias tienen un contenido y un alcance distintos. Es como en historia, cuando se habla de orígenes de la civilización y luego de plenitud. No existe, obviamente, una supuesta fase inicial y una supuesta fase final de un proceso único, que además aquí se contemplaría desde una perspectiva mayormente eurocentrista. Desde nuestra perspectiva histórica de principios del siglo xxı, la época que va de la Ilustración a la Revolución, época de intensas vivencias del tiempo histórico, representa un punto significativo de inflexión, un gozne, que nos sirve para articular un discurso que hemos dividido en dos partes, una más lejana y otra más próxima a nuestras realidades y sensibilidades. ## 2.1. Tiempo histórico y conciencia patrimonial El tiempo histórico es el tiempo que pasa, aquel del que tenemos consciencia de que transcurre, que se contrapone al tiempo que perdura, el presente eterno. Determinadas civilizaciones primitivas sólo conocen el tiempo que perdura, del que emanan los mitos y determinadas formas de expresión ritual propias de una cultura circular. Aquí el individuo vive una existencia grupal poco diferenciada en un mundo en el que nunca pasa nada (por contraste con nuestro mundo), cosa que convierte en innecesaria toda conquista individual del futuro, integrándose el individuo en el medio de una forma tal que lo hace difícilmente distinguible del entorno. La conciencia del paso del tiempo va ligada, en cambio, al descubrimiento de la autonomía del ser humano y de su destino singular. Es este tomar consciencia diferenciada de uno mismo y del grupo lo que da paso al sentido de la historia. El tiempo histórico adquiere su pleno sentido en la noción de cambio, de la que se desprenden indefectiblemente dos nociones opuestas: progreso y retroceso. Filósofos y profetas han oteado ese futuro nacido del progreso y allí han plantado sus utopías sobre el Estado y la sociedad, como, por ejemplo, Platón o Aristóteles. Otras veces la vuelta al pasado se ha impuesto ante el vértigo de lo venidero. En ocasiones el pasado absolutizado se ha reinterpretado a la luz del presente con esperanza y quizás con nostalgia. En cualquier caso, sin tiempo histórico no hay consciencia patrimonial (en el sentido de legado material). Solo cuando existe una clara percepción del paso del tiempo y su repercusión sobre las personas y las cosas, empieza a adquirir sentido conservar los testimonios acumulados, los relatos épicos y hagiográficos, los memoriales. Por eso no es extraño que junto a los relatos históricos aparezcan al mismo tiempo las bibliotecas para guardar tales relatos, los archivos para recoger los demás documentos escritos, y los museos para conservar los objetos más preciados, al tiempo que se levantan monumentos a la memoria de seres humanos singulares. Archivos, bibliotecas y museos adquieren carta de identidad al unísono en la historia. Pero la noción de paso del tiempo no adquiere su verdadero sentido sin la noción de espacio, puesto que el tiempo precisa del soporte físico del espacio para poder aferrarse. Las civilizaciones históricas han tendido a crecer y ampliar el espacio ocupado, transformándolo y llenándolo de sus creaciones materiales, sus objetos. Sin delimitación del espacio geográfico, dimensión asociada a las perspectivas de reproducción, continuidad y progreso, no hay plena consciencia del paso del tiempo. Históricamente, fue Alejandro el Magno quien con sus conquistas, acompañadas de grandes aportes de riqueza y trofeos, seguramente propició para Occidente una definitiva dimensión del espacio que faltaba para sentir con toda su plenitud el paso del tiempo. Cuando el ser humano designa a determinados objetos como merecedores de un futuro, está intentando fijar en esos objetos el tiempo que se escurre. Por eso podemos decir que patrimonio son huellas del tiempo que pasa, recogidas en trazas físicas perdurables, o, lo que es lo mismo, tiempo encapsulado que se hace presente en la materialidad del testimonio conservado, que sirve de puente entre el pasado y el futuro. Al favorecer el tránsito del pasado al futuro y viceversa, el patrimonio adquiere un valor superior; por eso afirmamos que es herencia y memoria que no podemos permitirnos el lujo de dilapidar, porque debe servir al porvenir. ## 2.2. Factores históricos del coleccionismo universal Acabamos de citar la noción *designar*. Los seres humanos separan determinados objetos del resto para conservarlos y proceden a reunir grupos de objetos especialmente designados a los que se adscribe un determinado significado relacionado con el paso del tiempo. A esa práctica tan universal y antigua la podemos llamar *coleccionismo* cuando se refiere a los objetos muebles, a falta de otra mejor. Esa forma de actuar del ser humano desborda a menudo el campo en el que se desenvuelven las nociones de herencia y memoria, aunque de alguna forma u otra todo coleccionismo se asocia a la noción de tiempo (conservar, no dejar morir o desaparecer, alcanzar la eternidad). Parafraseando a George Steiner, podríamos decir que los objetos del coleccionista encarnan la ficción suprema de una posible victoria sobre la muerte. El *coleccionismo* se asocia a *patrimoniali-zación* cuando predomina el sesgo público o colectivo. Existen unos factores de fondo que explican el ansia coleccionista y conservacionista de la humanidad, que apenas se diferencian de Oriente a Occidente y que persisten desde el pasado más remoto para llegar al presente más actual, aunque hay que insistir que no todas las sociedades han practicado necesariamente formas de coleccionismo como las que conocemos en la cultura occidental. El elemento que más ha pesado históricamente en el fenómeno del *coleccionismo* ha sido quizás la búsqueda de la trascendencia. Las reliquias constituyen en este sentido el ejemplo más claro, porque en su doble naturaleza de testimonio y misterio han seducido a los seres humanos desde la más remota antigüedad. Sectas, iglesias y religiones han conservado las reliquias de sus santos así como numerosos objetos rituales y sagrados. Tanto en el Japón budista como en la China confuci-nista o en la Europa romana pagana existieron receptáculos cerca de los lugares de culto para albergar y exponer públicamente ofrendas y reliquias que prefiguran lejanamente esta institución relativamente moderna que llamamos *museo*. A veces es difícil distinguir entre mera acumulación de objetos valiosos y *coleccionismo*. Acumulación indica ansia de posesión, apego a cosas materiales y exteriorización de determinadas capacidades o poderes. El *coleccionismo* además de reproducir los rasgos y los beneficios derivados de la acumulación, implica algo más: el reconocimiento de un orden en los objetos atesorados, orden generador de lógicas internas estructuradoras de significado, y una revuelta contra el deterioro y la muerte de las cosas. La pura acumulación de objetos valiosos aparece con peculiar fuerza en distintos momentos históricos camuflando otras posibles finalidades en la intención del recolector. Así se podría hablar, pues, de un *precoleccio-nismo* que concibe la colección como «tesoro» o como «hucha», en el que la atracción que despierta el oro y las piedras preciosas, las joyas y los objetos raros-hoy quizás también los cuadros de cotizados artistas-medida en valor material llega a pesar más que cualquier otra cosa o consideración, tornándose el puro atesoramiento en el principal objetivo a perseguir. Un ejemplo de este tipo de comportamiento nos lo proporciona-rían ciertos usos medievales al respecto; el tesoro de Carlomagno, conservado durante tiempo en la capilla palaciega de Aquisgrán, representaría seguramente un caso arquetípico. En tercer lugar, deberíamos incluir un *coleccionismo* individual que se nutre de curiosidad y sorpresa, de búsqueda y asombro, que obtiene, como compensación a tales atributos tan humanos, los beneficios de la gratificación intelectual y sensorial del coleccionista. Aquí el coleccionista busca el trato físico con los objetos y se complace con el estudio de los objetos reunidos y aun en la mera contemplación. Ese *coleccionismo* puede derivar en fetichismo cuando el yo posesivo se sublima. Las colecciones de los príncipes del Renacimiento muchas veces respondieron a estos móviles, aunque también a motivaciones relacionadas con la ostentación de poder y el prestigio personal. Cercano conceptualmente a este tipo de coleccionismo aparece otro más sosegado y abierto, el *coleccio-nismo científico*, es decir, aquel que precisa de la formación de extensas colecciones sistemáticas muy contrastadas para poder llevar a cabo una actividad continuada de investigación. Este coleccionismo que trasciende lo individual está presente en las colecciones de los siglos XVII y XVIII que fundamentaron los principales museos públicos europeos, o en los museos universitarios. Podríamos incluso hablar de un *coleccionismo de prestigio* que persigue poco más que el reconocimiento social del coleccionista; y hasta de un *coleccionismo corporativo*, que busca mediante los objetos reunidos fijar elementos de identidad para un colectivo. Muchos *coleccio-nismos* modernos son de hecho identitarios, especialmente en la cultura occidental de los últimos dos siglos, cuando la construcción del estado-nación requirió de la contribución de colecciones y museos por su aportación en el terreno de las representaciones simbólicas de carácter identitario. ## 2.3. La formación de una conciencia patrimonial ### 2.3.1. LAS PRIMERAS MANIFESTACIONES DE COLECCIONISMO Y CONSERVACIONISMO #### 2.3.1.1. El mundo antiguo Las civilizaciones antiguas con sentido histórico -Egipto, Mesopotamia, China, Grecia, Roma- desarrollaron formas de *coleccionismo* y conservación de patrimonio que, a pesar de los pocos indicios dejados, no podemos por menos que calificar de impresionantes. Egipto, la primera, nos legó sus monumentos funerarios, verdaderos *museos* de la muerte (o de la vida tras la muerte) creados para la eternidad. En Larsa, Mesopotamia, descubrimos en fechas tan alejadas como el segundo milenio antes de nuestra era la posible existencia de usos pedagógicos afectando objetos conservados de generaciones anteriores, concretamente copias de inscripciones y gravados antiguos. Los asirios conservaban y exponían en determinados templos y palacios de Nínive trofeos bélicos. Especialmente admirados fueron los procedentes de Egipto, entre los que había estatuas y obeliscos. La tradición mesopotámica de conservar trofeos de guerra y recuerdos de otras tierras adquirió un gran relieve durante el Imperio neobabilónico, cuando en el palacio de Nabucodonosor (siglo VI a.C.) se ubicó un «Gabinete de las maravillas de la humanidad>> abierto a la curiosidad de todo el mundo. Exponente del poder de los reyes, debía ser también, como indica el nombre otorgado a este singular «museo», un lugar para el goce de los sentidos y el cultivo de la inteligencia. Geoffrey Lewis (1984) sostiene además, que en esa época los neobabilónicos empezaron a realizar excavaciones en la ciudad de Ur de los caldeos para salvar antiguos tesoros. La antigua China es un modelo de primera hora en conservación del pasado. Los primeros tiempos del Imperio chino se benefician de la fuerza aglutinante que representa el culto sagrado al pasado, los mitos y fuerzas fundacionales de la civilización: caudillos, filósofos, sabios. Para los antiguos chinos, aun antes de las primeras dinastías, la conciencia del pasado les preparaba para vivir el presente. Por eso coleccionaban con verdadera unción determinados objetos-fetiche de su civilización como las vasijas de bronce rituales, las pinturas o las caligrafías. También los pueblos de Mesoamérica con más sentido histórico, como los aztecas y los mayas, en ese terreno de encuentro entre la ciencia, la tradición y la religión que afecta a tantos coleccionismos, produjeron comportamientos hasta cierto punto parangonables a los sucedidos en el mundo antiguo euroasiático. Las ceremonias colectivas con sus instrumentos y rituales, que tenían como altar y telón de fondo a templos y pirámides (Teotihuacán, Cholula, Palenque), implican un claro sentido del pasado. Sin embargo, para descubrir en la antigüedad el precedente menos remoto de nuestros museos y monumentos hay que ir a Grecia. También allí los objetos antiguos y valiosos sirvieron a la memoria y al conocimiento, pero dieron a tales usos una forma más elaborada y cercana a la nuestra que otras civilizaciones de la antigüedad: la civilización griega antigua inventa dos instituciones que prefiguran el contenido y alcance de los museos de nuestros tiempos: *museion* y *pinakothekai*. Cronológicamente aparece primero el concepto de pinacoteca o galería de pinturas y obras de arte en general. Célebre es la descripción de Pausanias describiendo la galería de pinturas que se encontraba en los Propileos de la Acrópolis de Atenas en tiempos de Pericles, en la que se exponían obras de artistas contemporáneos y se admiraban las pinturas de artistas antiguos. En las salas había vigilantes y no se escatimaba en medidas de seguridad como cerrojos y contraventanas a la hora de cerrar al público. Pero la exposición de objetos valiosos y arte al público debe ser anterior en Grecia. Los templos exhibían tradicionalmente ofrendas votivas bajo las columnas del peristilo y en el pronaos, puestas al cuidado de un sacristán conservador y concienzudamente registradas e inventariadas. La presión de esta costumbre hizo concebir un templo específico para tales ofrendas con su personal especializado, el *thesaurus*, dedicado a los devotos y atracción de los viajeros, naturalmente convertido en depósito y expositor de tesoros de los pueblos de Grecia. Hoy conservamos reconstruido en el santuario de Delfos uno de aquellos receptáculos, el tesoro de los atenienses. El mítico *museion* griego, más propiamente helenístico, origen de la palabra moderna que usamos para nombrar a nuestros museos, fue en realidad una institución dedicada íntegramente al conocimiento que desborda nuestra idea actual de museo. Concebido inicialmente por Ptolomeo I Soter en Alejandría en el año 290 a.C., el *museion* o casa de las musas, fue una verdadera ciudad del conocimiento con biblioteca, templo, observatorio, salas de estudio, reunión y exposición, laboratorio, depósito de colecciones de especímenes naturales y objetos culturales, y jardines botánicos y zoológicos. En el *museion* las colecciones reunidas no representaban la razón de ser de la institución sino que servían a la investigación y la enseñanza. Se apreciaba el valor de ejemplo de los objetos o especímenes seleccionados, así como el valor de testimonio que podían tener determinados vestigios. El mismo Aristóteles había utilizado habitualmente sus propias colecciones de especímenes naturales para enseñar en su liceo ateniense. Muy significativo del valor concedido por los griegos al patrimonio legado por el pasado es el hecho de que en la misma época en que funcionaba el *museion* de Alejandría se estaba elaborando en el mundo helénico una lista de las maravillas de la creación, la lista de las siete maravillas del mundo, que ponía de manifiesto que la seducción por lo antiguo venía de lejos. Las siete maravillas no son un mito sino una eficaz producción de la cultura helenística, que representa la quintaesencia de la idea de patrimonio histórico-artístico traducida en unos objetos seleccionados por representar, a la vista de las mentes más influyentes de la época, los hitos mayores de la creación humana, ejemplo y referencia para las generaciones futuras. Roma sigue los pasos de Grecia. Los romanos heredaron de los griegos la costumbre de conservar en templetes las ofrendas hechas a los altares de los dioses, y la afición por el coleccionismo. Pero Roma concedió especial importancia al coleccionismo privado, desarrollado rápidamente tras la conquista de los estados helenísticos gracias al aporte de los botines de guerra. No se trataba de un fenómeno desconocido, puesto que en el mundo helenístico, al menos desde el siglo III a.C., existía un floreciente mercado de arte y antigüedades. El Imperio se inicia, sin embargo, con políticas favorables al desarrollo de los bienes públicos, por lo que Agripa, uno de los inspiradores de tales políticas, cede al pueblo de Roma sus colecciones de tesoros artísticos para que sean expuestos en el panteón y usados en beneficio de la educación pública. El Panteón de Agripa prefigura así el museo público. Esto sucede al cabo de décadas de expolio sistemático de los pueblos sometidos, al finalizar lo que podríamos denominar la primera gran oleada de expolio de bienes culturales de nuestra era. Luego, Adriano en su villa de Tívoli de más de 18 kilómetros cuadrados construirá el primer «museo» privado al aire libre que conocemos: una colección de recuerdos personales. En Tívoli, el emperador hizo levantar réplicas de construcciones que le habían impresionado en sus viajes por las provincias del Imperio. Para albergar sus colecciones de objetos se hizo construir un edificio diseñado ex professo al que denominó *antiquarium*, orientado de forma que se obtuviese el mejor partido de la iluminación natural, por lo que se convirtió en inventor de la «arquitectura de museos>> e inspirador de un tipo de edificio para conservación y exposición de obras de arte que se revitalizaría en el Renacimiento. ### 2.3.1.2. El Occidente medieval En el Occidente medieval se impone la idea del *coleccionismo* como tesoro, es decir, la acumulación de objetos valiosos como piezas de oro, joyas, medallas y camafeos, armas, reliquias y curiosidades exóticas dotadas de raros poderes. Tales tesoros constituían para sus propietarios -príncipes laicos y príncipes de la Iglesia- la imagen más conspicua del poder sin merma del carácter simbólico atribuido a muchos de estos objetos. La Iglesia, que reserva los objetos más bellos y ricos para la liturgia, fue la institución que mejor entendió las virtualidades de este coleccionismo y la que lo practicó de forma más sistemática y coherente. Además, descubrió en las reliquias un tipo de objeto acumulable especialmente valioso no sólo por su poder sanador, sino también por su simbolismo y poder evocador. Las Cruzadas que, bajo el señuelo de la Vera Cruz, lanzaron a las gentes a la conquista de Jerusalén, sirvieron para traer a Europa botines considerables, como los famosos leones de la plaza de San Marcos en Venecia. Estos y otros trofeos expresaban el poder de la institución y la superioridad de las armas de la cristiandad frente al infiel. El lugar apropiado para la conservación de los tesoros de la Iglesia era bajo el ábside de los templos o en las esquinas de los claustros de los monasterios. En determinados sitios se buscó en el interior de los templos un lugar recóndito e inaccesible, la cámara santa, como la que existe en la catedral de Oviedo, que entre otras reliquias guardaba las siguientes joyas: dos espinas de la corona de la pasión de Cristo, un pedazo del bastón de Moisés, una sandalia de san Pedro, la piel incorrupta de san Bartolomé, así como la cruz de madera de roble adornada con gemas, que don Pelayo enarboló en Covadonga. El valor histórico concedido a los objetos antiguos varía. La época de Carlomagno revalúa ciertos objetos en base a una idea determinada de imperio, por ejemplo. Los monumentos también sufren una suerte diversa: a veces se destruyen por paganos, pero otras veces se conservan y prote-gen. Los peregrinos que viajaban a Roma, Santiago o Jerusalén, no siempre pasaban de largo frente a los restos de la antigüedad: la nostalgia por el mundo antiguo perdido aflora a menudo, como cuando en 1162 la columna de Trajano recibe especial protección. En la Baja Edad Media ya se constata el renacimiento del coleccionismo de antigüedades, mientras sigue creciendo la compraventa de reliquias. ### 2.3.2. LA CONTRIBUCIÓN DE LA EUROPA MODERNA #### 2.3.2.1. El Renacimiento y el legado del humanismo Con el Renacimiento se produce un primer desfase significativo con el pasado que tiene consecuencias notables. Los patrones medievales de pensamiento se empiezan a dejar de lado para trabajar con ideas frescas. Se empezó por leer e interpretar la antigua sabiduría directamente y no por medio de intermediarios y, tal como había sugerido Roger Bacon, practicar la observación directa de los fenómenos. El humanista siente que rompe con las inercias de la historia y al liberarse descubre el papel de la civilización, no ya en la construcción del pasado sino también en la construcción del presente. Por eso en esta época se consolida la periodización en edades de la historia: antigua, medieval, moderna, y por eso mismo la modernidad del Renacimiento se caracteriza por un enorme sentido de presente. Empieza a cuajar una determinada concepción de la historia como progreso cíclico, con la antigüedad como uno de los puntos álgidos, en trance de reproducirse en los momentos presentes. La percepción de las diferencias entre un punto del ciclo y otro se traduce, en lo que respecta a las actitudes hacia los vestigios del pasado, en una postura selectiva que entroniza los testimonios de los tiempos antiguos. Las ruinas de Roma son asiduamente visitadas, las inscripciones copiadas, ciertos edificios conservados, descritos, medidos y dibujados. Tales restos tenían un interés moldeable a las necesidades de aquel presente: reutilización, imitación, estímulo a la inspiración. Por eso no es extraño que edificios de nueva construcción integraran fragmentos de edificios antiguos o que se homenajeara las obras antiguas por la vía del revivalismo sin parar mientes en el grado de destrucción a que se sometía parte del patrimonio. La cultura material era considerada sobre todo por su belleza y la información textual que contenía, por lo que se privilegió la conservación de inscripciones, monedas, lápidas y obras de arte. La práctica coleccionista devino un asunto privado muy propio de todo auténtico caballero, concitando intereses muy extensos que iban del arte a la historia sin olvidar las maravillas de la naturaleza. El antropocentrismo humanista aliado a la nueva visión sobre el pasado, con la contribución del poder económico, fomentó en el siglo xv un coleccionismo de caballeros que reunía a representantes no sólo de la aristocracia, sino también de la burguesía, y que tuvo en la familia florentina de los Medici a su arquetipo. Las generaciones de los Medici, que van de Cosme el Viejo al gran duque Francesco, representan la transición definitiva entre las viejas formas del coleccionismo -público, colectivo y clerical- y las nuevas, caracterizadas por el dominio de lo privado, el contenido laico y el objetivo de enriquecer personalmente a sus practicantes. Los Medici adecuaron mejor que nadie las viejas prácticas de atesoramiento con las nuevas concepciones sobre el coleccionismo que reactualizaba las visiones sobre el pasado, reclamando nuevos usos para los objetos de ese pasado. ¿Fueron entonces los Medici los creadores, en su palacio florentino de vía Larga, del primer museo de los tiempos modernos? Así lo avalan hechos como la significación de los objetos reunidos, tanto antiguos como contemporáneos, y el dato de que Lorenzo el Magnífico, o quizá ya su abuelo Cosme, fueron quienes por primera vez, utilizando el término griego que señalaba el lugar de las musas, denominaron a su colección privada museo, contrataron a un conservador y admitieron visitas, que más que nada servían para glorificar al propietario. Más tarde, Francesco de Medici trasladaría las colecciones familiares a un edificio que formaba parte del nuevo complejo de palacios desde los cuales se gobernaba el estado, los Uffizi, ocupando hacia 1581 el piso superior, que había sido habilitado y decorado expresamente por Vasari para realizar una función tan especial. Al brillo de Florencia siguió el de Roma, con su corte papal que a principios del xvt quiso mostrarse como la verdadera heredera política y cultural del imperio y pretendió monopolizar el próspero comercio de antigüedades. Julio II inició las colecciones papales que llevarían, siglos mediante, a la creación de los museos vaticanos. El grupo del Laocoonte presidió durante muchos años el conjunto de estatuas plantadas en los jardines del Belvedere convertidos en galante galería abierta de antigüedades. #### 2.3.2.2. La curiosidad precientífica y las primeras grandes colecciones europeas Italia, fundamentalmente en los siglos XV y XVI, y otras partes de Europa a lo largo del siglo XVI propiciaron el florecimiento de distintas formas de coleccionismo que dieron lugar a una variada tipología de espacios y conceptos para el trato con las colecciones, que prefiguró en algunos casos los futuros tipos de museo. Tal eclosión conllevó el uso de distintos nombres para designar, en algunos casos, cosas parecidas. Así, los nombres de *theatrum*, galería de pinturas, galería de retratos, *museo*, gabinete de curiosidades (*Kunstkammer*), cámara de maravillas (*Wunderkammer*), gabinete de antigüedades, *studiolo*, *antiquarium*, *nympheo*, tesoro, etc., aparecen designando colecciones privadas en distintos puntos de Europa. Estos espacios para las colecciones respondían a discursos bien elaborados, llenos de significado para sus propietarios, mostrando, a través de su organización interna, de las interrelaciones entre las partes (deudoras de una lógica sólo perceptible a los ojos del coleccionista y su círculo de iniciados), una manera coherente de contemplar el mundo. Las experiencias concretas de determinados coleccionistas nos sugieren incipientes desarrollos de prototipos museísticos. Así, recordamos entre los anticuarios-arqueólogos a un Niccollo Niccollini, que vivía en su casa de Florencia literalmente envuelto de antigüedades, sin llegar nunca a construir un espacio específico para albergarlas, en la que recibía a Ghiberti o al mismo Cosme de Medici. O a Mantegna, el pintor arqueólogo propietario de un gabinete de antigüedades, convertido en un anticuario muy influyente que reflejó en sus pinturas de encargo sus preferencias como coleccionista