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La iluminación de manuscritos. Formas, funciones, estilos. Sandra Szir y Verónica Tell Adaptación y traducción sobre textos de Michel Melot y Helene Toubert. Material de cátedra La iluminación de manuscritos. Formas, funciones, estilos. Adaptación y traducción de Sandra Szir y Verónica Tell sobr...
La iluminación de manuscritos. Formas, funciones, estilos. Sandra Szir y Verónica Tell Adaptación y traducción sobre textos de Michel Melot y Helene Toubert. Material de cátedra La iluminación de manuscritos. Formas, funciones, estilos. Adaptación y traducción de Sandra Szir y Verónica Tell sobre textos de Michel Melot y Helene Toubert. Las miniaturas medievales han ofrecido desde largo tiempo a los historiadores del arte, gracias a su presencia ininterrumpida durante diez siglos, los medios de paliar las lagunas debido a la desaparición de los frescos muy frágiles. La iluminación –que designa tanto un humilde ornamento como las más bellas “historias” pintadas- no debe ser estudiada solamente por ella misma, o en simple relación con la historia de la pintura, ni por la masa de referencias que puede librar sobre la vida material cotidiana de la época considerada. Es necesario analizarla también, en principio, en sus relaciones con el manuscrito para el cual ha sido concebida. La iluminación es, en efecto, uno de los elementos fundamentales de ese producto complejo que resulta de la contribución de muchas técnicas, materiales e intelectuales: la decoración juega un rol esencial en la elaboración técnica y estética del manuscrito y, como medio de transmisión del contenido intelectual del texto escrito. La decoración es a la vez un elemento importante del manuscrito en tanto que producto –en particular, como producto de lujo- y en tanto que instrumento de comunicación de ideas. Es decir, la iluminación asegura dos funciones principales, de ornamentación y de ilustración del texto, aunque a veces es muy difícil discriminarlas. Esas dos funciones principales actúan en el manuscrito desde la introducción de la decoración más mínima. Una inicial simplemente ornamentada no es solamente un elemento decorativo, contribuye a la organización lógica y a la presentación del texto. Le señala al lector una articulación; también, en un grado mínimo, pero ya presente, un elemento significante del contenido. Si las formas tomadas por la iluminación dependen, por una parte, del texto, y por la otra, de los hábitos de la escuela o del taller, de la formación o de las iniciativas de un artista, dependen también, y a menudo antes que nada, del uso. Más que el texto, podría decirse, la decoración es concebida en función del lector, ya se trate de letras ornamentadas previstas para servirle de puntos de referencia, o de imágenes hechas para informarlo, conmover su imaginación o su gusto. El hecho es evidente cuando se trata de un mecenas o de un comitente capaz de dar sus directivas sobre las formas y el contenido de la ilustración. Es evidente que no hay nada en común entre los salterios góticos reservados a las devociones íntimas de las nobles damas y los evangeliarios románicos de carácter litúrgico. Uno es un objeto de lectura cotidiana y silenciosa, el otro, objeto monumental. Ciertos usos de la ilustración –1– devienen más explícitos, como el caso de los antifonarios, que deben necesariamente ser descifrados de lejos y “a coro”, posados sobre un atril. El estudio de la iluminación pone así al historiador en contacto con una documentación impregnada de la mentalidad de un grupo, limitada ciertamente y, donde los contornos cambian con el tiempo, pero que definen los rasgos que la identifican, en cada periodo, con la clase cultivada, o dirigente, de la sociedad. Si las formas de iluminación informan sobre las técnicas de los artesanos y de los artistas, sobre la organización de la producción y del comercio del libro, aportan también su lote de información sobre las ideas, las preocupaciones, las creencias y los gustos estéticos de los clientes, ya sea el libro un objeto de piedad, de edificación, de reflexión, de información científica o de distracción. La puesta en página de la ilustración. Hay diferentes maneras de presentar la ilustración de un texto. Si se privilegia la relación material del texto y de la imagen, tanto si está insertada en la columna de la escritura, antes o después del pasaje ilustrado, o desplazada en el margen enfrente de ese pasaje. Si al contrario, la vecindad inmediata de la ilustración y del texto aparece como secundaria, la búsqueda está entonces puesta sobre una repartición –ocasional o sistemática- de la imagen con relación a la superficie de la página determinado por razones de economía o de estética: la imagen ocupa entonces todo o parte de la página. Esas diferentes maneras de concebir la repartición formal de la ilustración en relación con el texto y la página existían ya en los primeros códices ilustrados que han llegado a nuestros días. Conviene incluso remontarse más allá de la ilustración de códices que se pueden ubicar en el siglo IV d. C. y de revelar ya, en el periodo helenístico, en la ilustración de los rollos de papiro, los elementos de desarrollo futuro. La comprensión de la combinación visual de las imágenes en el texto pasa entonces por un estudio histórico y arqueológico marcado sobre todo por los trabajos de Kurt Weitzmann. Entre los rollos griegos ilustrados que se conservan, la mayor parte son textos científicos (obras matemáticas, herbarios, tratados medicinales) que a menudo necesitan una ilustración para ser comprensible y completos. Todos los fragmentos de papiros griegos conservados, científicos o literarios, repiten las características que pueden ser consideradas como los principios de ilustración de los rollos en la Antigüedad Clásica: las imágenes son ubicadas en los intervalos que interrumpen la columna de escritura cada vez que es necesario en una distribución irregular; el tamaño de las imágenes está definido por el largo de la columna escrita. Otro rasgo es la ausencia de cuadro alrededor de la imagen que hace que ésta forme parte íntimamente del texto del cual nada la separa visualmente y de la cual no la distingue un fondo propio. Esos rasgos, constantes y coherentes entre ellos, caracterizan el “papyrus style”. Este sistema no fue jamás abandonado. Pasa sin modificaciones a través de la revolución más fundamental que intervino en la historia del libro, la invención del codex. La aparición de éste, que se sitúa hacia los siglos I ó II d. C., no elimina totalmente el uso de los rollos. Es en el siglo IV que el codex vence. Del mismo modo que el sistema de las columnas de escritura pasa de los rollos a los códices, el sistema de ilustración incluido en las columnas siguiendo el –2– “papyrus style” fue adoptado tal cual por los ilustradores de códices. La fidelidad a este partido se verifica en los textos más variados, crónicas, enciclopedias o textos cristianos. La persistencia de ese procedimiento testimonia la eficacia de la fórmula. El advenimiento del codex de pergamino introduce posibilidades nuevas que tenían por una parte la facultad de variar las técnicas mismas de la pintura y por otra la creación de una superficie y de un formato nuevo. El pergamino, menos frágil que el papiro, que no podía soportar más que el dibujo y la acuarela, permitía el uso de la pintura espesa. Por otra parte, por su composición en folios que se hojeaban, el codex garantizaba la duración de las capas superpuestas de pintura mientras que la acción sucesiva de enrollar y desenrollar condenaban a la rotura y descascaramiento, como se ha podido constatar en los raros rollos que fueron iluminados en la Edad Media. Así, creando una superficie regular, autónoma, delimitada siguiendo un cierto formato, el codex incitaba a buscar nuevas formas de ilustración. Esas posibilidades nuevas fueron explotadas. En los primeros códices ilustrados conservados, se puede ya revelar casi todas las fórmulas de presentación de las imágenes que fueron practicadas durante la Edad Media. La pintura aislada en plena página que representaba la conquista última de la ilustración se encuentra ya en uno de los más antiguos códices, el Virgilio del Vaticano (Biblioteca Vaticana) (figura 2). De los rollos a los códices ha habido una tendencia a reducir el número de columnas y a aumentar su largo. Ese hecho tuvo por consecuencia de conceder a la imagen, ya concebida para una columna de escritura estrecha, una banda de pergamino más grande, que ella no ocupaba enteramente, dejando un espacio de cada lado. Ese vacío apelaba al reemplazo que intervino para adjuntar en la misma banda otras imágenes del mismo ciclo, destacadas del contorno inmediato del pasaje que ellas ilustraban. Así fue creado el registro, compuesto por imágenes autónomas, yuxtapuestas. Este sistema tenía la ventaja de la economía, ya que rellenaba el espacio libre entre las columnas de escritura. Por otra parte, sacaba la imagen del contacto directo con el pasaje que ilustraba y comenzaba el proceso de separación entre texto y su ilustración. Una vez admitido el principio de la separación física de la imagen y de su texto, fueron consideraciones de comodidad o de estética que jugaron en la disposición de las imágenes sobre la página. Uno de los primeros ejemplos es el Génesis de Viena (principios del siglo VI). La página está separada en dos partes distintas, una reservada al texto, la otra a las miniaturas. Esta distribución regular es de un efecto decorativo y el manuscrito adquiere un estatuto de obra de arte que la belleza de las miniaturas refuerzan pero que es debido, en parte a esta planificación. En otros casos, son motivos de economía y de comodidad de fabricación que dominan. Era más fácil, en efecto, programar el trabajo del escriba y del ilustrador separando sistemáticamente sus zonas de acción respectivas más que confiando al escriba la misión de prever y cuidar el emplazamiento de la ilustración. Ha habido manuscritos en el que se han dispuesto registros sobre una página entera. En ciertos casos, las páginas de miniaturas se hacen frente, y no tenían el cuidado de mantener el acompañamiento textual con la página ilustrada. A veces, frente a esto, el texto –3– era reducido al mínimo, limitado a algunas inscripciones ligadas a la imagen cuando las ilustraciones representaban la parte más útil de la obra, como es el caso de los tratados de medicina y, sobre todo, quirúrgicos. Mientras la ilustración, concebida como un elemento figurado y que por yuxtaposición y superposición en registros, gana la superficie entera de la página, otra vía de cambio abierta por la existencia del codex fue la de la conquista de la página por un solo tema. Es ahí donde se manifiesta la comprensión artística más consumada de la nueva superficie. En los primeros códices conservados, ya existen esas pinturas a plena página. Tienen un rasgo en común: el tema, retrato del autor o del destinatario. Efectivamente, esta imagen no era una ilustración propiamente dicha del texto, sino la representación de lo que era en su origen. Podía haber sido concebida aparte del texto, sobre una página aislada, entera. Sin duda, imitando esos retratos, se concibió la representación de temas autónomos en plena página. Pero la plena página no fue la única creación permitida por el codex. El advenimiento de la página como superficie, entraña también el de la ilustración marginal. En los rollor, las estrechas columnas de escrituras se sucedían dejando entre ellos un espacio reducido. En cambio, en los códices, una vez establecida la superficie del escrito, un espacio lateral bastante grande era liberado para recibir eventualmente textos (comentarios) o ilustraciones. Si el margen interno debía dejar espacio a la encuadernación, el margen externo, estaba disponible. Pero la manera más original inventada entonces para insertar la ilustración en el texto fue la inicial historiada. En el plano formal ella ofrecía el procedimiento de ilustración más íntimo con el texto mismo. La aptitud de la ilustración medieval a ajustarse al cuadro de la letra la prepara para adaptarse a otro espacio, siguiendo la ley de adaptación al cuadro válida para todas las técnicas artísticas de entonces. La inserción estrecha que la inicial aseguraba a la ilustración podía acompañarse, de una ligazón intelectual con el texto, pero también podía rechazarla. En efecto, no es la preocupación de ilustrar el texto que lleva a crear la inicial iluminada, sino la de ornar: antes que la inicial historiada haya visto la luz, apareció la inicial ornada. Esta creación es uno de los efectos de una concepción nueva de la relación entre el escrito y los elementos figurados, que no limita más, como en el periodo clásico, el rol de los segundos a la ilustración del primero, sino que se le atribuye también una función ornamental. El manuscrito deviene un objeto de belleza y de contemplación, digno de figurar entre los tesoros. Su creación se sitúa en un momento histórico marcado de contradicciones: mientras que, en efecto, las condiciones técnicas permitían una fabricación y una consulta más fácil del escrito, las circunstancias económicas y sociales lo hicieron un objeto raro que se conserva entre los tesoros de los monasterios y que, por su función y sus usos, apelaba una ornamentación y un enriquecimiento más extendidos. La ornamentación. Al contrario de la ilustración del texto, la ornamentación estaba ausente en los rollos. La decoración comienza seriamente con el triunfo del codex y la Edad Media. Carl Nordenfalk ve dos razones a ese fenómeno: por una parte, una –4– utilización nueva del texto que no era más solamente declamado y escuchado como en la Antigüedad, sino que, en adelante era leído; por otro lado, el hecho de que el poseedor de un libro devenía igualmente en lector, refuerza el deseo de embellecer el objeto portador del texto. Si se pone aparte el caso de algunos manuscritos lujosos, paleocristianos o de la Alta Edad Media, enriquecidos pro páginas teñidas de púrpura o por páginas-tapiz cubiertas de motivos decorativos, se puede decir que el ornamento se liga, en principio, sobre todo al texto en sí mismo, es decir, a las letras y, particularmente a la letra inicial del texto y de sus divisiones. En un segundo tiempo, el ornamento gana el soporte, es decir, la página y, en particular, la parte no escrita, es decir , el margen. La importancia dada al embellecimiento de los márgenes tuvo como corolario una mayor simplicidad de la inicial. Decoración del texto: la inicial ornada e historiada. Los ejemplos tempranos de iniciales decoradas provienen de los países mediterráneos. Pero el impulso decisivo fue en las islas Británicas. Mientras que la letra ornada mediterránea aparece destacada del texto como un motivo decorativo autónomo, las letras irlandesas van disminuyendo hasta la escritura normal, para asegurar, entre la letra excepcional que deviene la inicial y el texto en sí mismo, un lugar visual. Mientras, es necesario esperar más de un siglo todavía para que nuestra documentación nos ofrezca algunos ejemplos, donde la letra se combine, no más solamente con un ornamento, sino con una figura humana, formando una inicial figurada. Hacia el siglo VIII aparecen iniciales historiadas, mostrando, ya no figuras, sino escenas. Durante ese tiempo, en el continente, los scriptoria merovingios, desarrollaban también la práctica de la ornamentación de las iniciales y de las letras: peces y pájaros constituyen para sus contornos netos las formas de las letras diseñadas a la regla y al compás, y con vivos colores. Siguiendo el mismo principio se utilizaba personajes para formar letras, en particular la letra I. Además de la función ornamental, esas letras podían igualmente asegurar la ilustración del texto: así en la I, el Sacramentario de Gellone (fin del siglo VIII) (figura 1), donde la virgen de pie tienen el incensario. Así, en un siglo, se desarrollan una sucesión rápida de experiencias que anuncian las soluciones románicas. Este impulso fue bruscamente detenido por las iniciativas carolingias. Es uno de los casos donde se mide el rol decisivo de los medios dirigentes sobre el arte del libro. El renacimiento carolingio imprime su marca sobre la fabricación de manuscritos. Reforma de la escritura, corrección de los textos, exigencia de claridad, estuvieron a la orden del día. Se retoma, en un espíritu nuevo inspirado pro motivaciones políticas y religiosas, las capitales epigráficas del imperio romano. Las letras se toman de los relieves así como los encuadramientos de los cánones imitan la arquitectura antigua. Pero el principio de la ornamentación abstracta de tipo insular, clarificada y decantada pro la exigencia de legibilidad que impregnan las realizaciones carolingias, afecta la estructura y la decoración de las letras de la escuela franco-sajona. En Inglaterra, España, Alemania, Italia y Francia reina, sobre todo, la variedad. Es por el giro particular dado a sus iniciales, por el uso de motivos –5– característicos, a veces muy pequeños, que se expresa la individualidad de los calígrafos y artistas de un scriptorium y es gracias a esto que los especialistas de hoy pueden datar y localizar las obras. Las distintas corrientes culturales se expresan en la decoración y, se hacen visibles, tanto las condiciones históricas más generales, como los lazos entre regiones o abadías, así como las influencias recíprocas. Decoración de la página: los bordes. La función de los bordes era evidentemente, en primer lugar de carácter ornamental: guirnaldas de hiedra más o menos enriquecidas de oro, largo tiempo monótonas, luego diversificadas hacia 1400 por la inserción de largas hojas de acanto inspiradas en los ejemplos italianos o flores de un naturalismo creciente. Ellas cumplirán también, una función de información en la medida en que llevan las armas o divisa de su posesor, lo que permite al historiados reconstruir la vida del objeto. Los bordes podían entonces recibir motivos individualizando el taller o al artista. Como la inicial, el borde incorpora entonces, elementos iconográficos y, particularmente las drôleries, en las cuales el sentido no nos es siempre comprensible. Las drôleries se llenan de imágenes con motivos graciosos o satíricos que se expanden en los márgenes. Fauna y flora exuberante, las primeras caricaturas de monjes o de judíos, en estas pequeñas escenas, se encuentran las primeras representaciones de género: juegos, oficios, mendigos, combates, paisanos. Esas iluminaciones de los siglos XIV y XV dan la espalda a la concepción mística de la imagen que había conocido la Alta Edad Media. Jerarquización de la decoración, planificación y organización del trabajo. El rol fundamental de las iniciales y de los bordes, era señalar al lector la articulación lógica del texto y de sus diferentes partes. Luego de haber marcado el comienzo de la página, la inicial principal o secundaria, ornada o historiada, fue rápidamente destinada a indicar las cabezas de capítulos y sus subdivisiones. Su emplazamiento en el manuscrito revela el tipo de manuscrito en su categoría: así los salterios tenían tres, cinco, ocho o diez iniciales ornadas o historiadas al principio de ciertos salmos, siguiendo las divisiones determinadas paro su carácter y su destino litúrgico. A partir del siglo XIII, los bordes entran en conjunción con las iniciales para poner en evidencia, pro su jerarquización, el orden de la obra. Ciertos textos se prestan más que otros. Los libros de horas ofrecen casos de jerarquización muy extendida. Las pulsaciones del texto dominan el lugar, la altura, el tipo –ornada o historiada- de la inicial, lo mismo que la ausencia o la presencia –sobre uno, dos, tres o cuatro lados- del borde y el tipo, etc. Todo esto forma parte de las elecciones del taller, pero más siguen el grado de riqueza que el cliente había establecido en el encargo. En los manuscritos muy lujosos ese nivel, podía haber tenido lugar tan alto, que la jerarquización no se operaba más que a través de matices en el uso del oro y de los colores. El orden de la decoración, reflejando el orden del texto, aseguraba una relación orgánica entre el contenido del mismo, la escritura y su presentación al –6– lector. Era el resultado de una planificación realizada aparte de toda fabricación. Implica una organización del trabajo, en el scriptorium al principio y, luego, a partir del siglo XIII, en los talleres de iluminadores. La resolución de hacer un libro para un encargo ya convenido o para un cliente eventual conduce, en efecto, a una cascada de decisiones concernientes a la calidad del soporte, el formato, el sistema de rayado determinando la superficie escrita y las proporciones de los márgenes, así como la puesta en texto del escriba. El manuscrito arribaba a un estadio de decoración como un conjunto de folios agrupados en cuadernos sobre los cuales el escriba había copiado el texto y, a veces, también las rúbricas, dejando lugares definidos siguiendo el plan preestablecido, blancos reservados a la ornamentación y a la ilustración. Es entonces él, el escriba, quien construía la armadura de la página y preparaba el trabajo de los artistas. ¿Quién decidía de la ilustración, su lugar y su forma y, en función de qué elementos? Podían producirse muchos casos. Había a menudo un modelo a seguir, a partir del cual, las elecciones e instrucciones podían darse o tomarse a todo nivel. A menudo, el autor intervenía formando, asimismo, un manuscrito provisto de ilustraciones. En algunos casos, se conservan los programas iconográficos que sirvieron de modelo. Una vez establecido el programa de ilustración, restaba la comunicación al artista. Podía hacerse por la mención del tema, o por instrucciones más o menos precisas describiendo la escena, puestos en el margen y luego borrados, o en el lugar de la imagen futura y en vistas de desaparecer bajo la pintura. También un bosquejo podía ser proporcionado. En los scriptoria románicos, puede suponerse una gran diversidad de situaciones –identidad del copista y del iluminador; colaboración estrecha entre el mismo scriptorium entre escribas y artistas; participación intermitente de monjes itinerantes o laicos. Imágenes preliminares: retratos de autor, escenas de dedicatoria, frontispicios. Las imágenes contenidas en los manuscritos pueden clasificarse básicamente en dos grupos. Unas intentan traducir visualmente el relato o el sentido desarrollado por el texto. Las otras forman una suerte de introducción al manuscrito. Estas últimas son retratos del autor y de los comitentes, a veces incluso ambos reunidos en una escena de dedicatoria. También se dan casos en que una escena sintética se despliega en el frontispicio, en un esfuerzo por anunciar el contenido global del libro y funcionando de este modo como una suerte de índice en imagen. Estas imágenes pueden llamarse preliminares en el sentido material del término puesto que suelen estar ubicadas en el primer folio o los inmediatamente posteriores y, también, en el sentido diacrónico ya que recuerdan la historia del manuscrito al evocar las circunstancias de su encargo y de su ejecución. Será pues por ellas que comenzaremos el estudio de las relaciones entre el texto y la ilustración que lo acompaña. Sin lugar a dudas, los retratos de autores aportan el mayor número de miniaturas medievales y son a menudo la única ilustración con la que cuenta un manuscrito. Se sitúan también entre los temas más antiguos. Si bien esta tradición de representar el retrato del autor al inicio del texto se evidencia desde los primeros códices, se puede deducir que su empleo fue previo, ya en los –7– rollos. En la Edad Media, la fórmula más empleada fue la representación del autor sentado. Fue adaptada a la representación de los evangelistas en el encabezamiento de sus respectivos Evangelios. La preocupación por organizar la página sin dejar demasiado espacio vacío alrededor del personaje, sumada al esfuerzo por exaltar al portador de la palabra divina, propició que se los ubicara delante de una arquitectura derivada de aquellas del teatro antiguo y, sin dudas desde la primera mitad del siglo VI, sobre imágenes elaboradas en los scriptoria imperiales. Como ocurrió a menudo en lo referente al arte del libro, el prestigioso modelo creado para el príncipe goza de una larga descendencia y el tipo del evangelista –y más en general, del autor- sobre fondo de arquitectura conoció varias transformaciones. El arte carolingio dio múltiples ejemplos. La presentación monumental del autor (sobre todo cuando ocupaba la página entera) incitaba a rodearla de personajes secundarios que componían una escena con él. La antigua iconografía del autor guiado por su musa sugirió la representación de los evangelistas inspirados por sus símbolos (figura 3). Se realizaron algunas variantes para algunos autores importantes: David y sus músicos, San Gregorio y su paloma... A partir de allí –y sobre todo a partir del siglo XI- se crearon diversas escenas según los personajes asociados: dictado del texto a los escribas, conversación con los discípulos o disputatio contra los adversarios herejes. A fines de la Edad Media, evolución estilística mediante, el retrato del autor fue el pretexto para escenas de distintos géneros, para nosotros ricos de notas realistas. Sin embargo, la escena más característica fue aquella de la dedicatoria que reunía al autor y al personaje a quien estaba destinada la obra. Se trata también aquí se un tema iconográfico antiguo. Como en el ejemplo más antiguo que se conoce –el del Dioscórides de Viena de principios del siglo VI- la escena podía recordar las circunstancia del encargo y de la ofrenda; es el caso de la famosa escena de dedicatoria de la Biblia de Vivien (siglo IX) que se halla hacia el final del manuscrito, donde Carlos el Calvo entronizado recibe a la comunidad de San Martín de Tours conducida por su abad laico, el conde Vivien. Se trata aquí de casos excepcionales elaborados para manuscritos de lujo ofrecido a soberanos. Existía junto a estos un esquema iconográfico corriente, bastante estable a pesar de las variantes y de su evolución en el tiempo, en el cual se ubican enfrentados el donante, casi siempre sentado, y el autor de pie o, a partir del siglo XIII, más bien con una rodilla apoyada en el suelo. A veces una variante importante introduce uno o varios intermediarios –el comitente de la obra o el superior jerárquico o el santo patrono cuando el personaje que recibe finalmente la obra resulta ser Dios mismo- entre ambos personajes. La dedicatoria se convierte entonces en una imagen de devoción y el libro en una ofrenda y una garantía de salvación. Con el realismo practicado por los pintores del siglo XV, la dedicatoria evolucionó hacia la pintura de género. Halló así el sentido del acontecimiento -ya visible en la escena de la Biblia carolingia de Vivien- y se mostró además capaz, gracias al desarrollo de la perspectiva, de recibir mil detalles concretos que hicieron que algunas de ellas funcionen como verdaderos reportajes sobre la vida de la época. La dedicatoria insistió también sobre la expresión ideológica. Es interesante que se creara para Carlos V, llamado el Sabio, una imagen nueva –8– que amalgamaba los esquemas del autor y del soberano en una representación donde el rey, sentado en su biblioteca, adoptaba una combinación de los rasgos iconográficos del rey y del sabio y era representado, de hecho muy conscientemente, en la plenitud de sus capacidades intelectuales en tanto monarca “sabio”. En la célebre miniatura firmada por Jean Bondolf de Brujas en 1371 en que el rey recibe la Biblia de manos de Jean de Vaudetar, aparece el otro elemento capital de toda dedicatoria, el libro, que está aquí excepcionalmente puesto en valor y del que la precisión de la pintura realiza un verdadero “retrato”. De hecho, independientemente de la variable exactitud de sus representaciones, el libro siempre es mostrado con tal insistencia que exalta su contenido y su realización material, especialmente cuando se trata de las Santas Escrituras. No obstante, algunas veces los retratos de autores o la dedicatoria también tuvieron como objetivo anunciar el contenido de la obra. El autor era entonces mostrado en las circunstancias de la concepción de la misma, como es el caso de Jean de Meung, recostado y embelesado, que se encuentra en el encabezamiento del Roman de la rose (figura 4). El frontispicio se presentó en ocasiones también como un título en imagen: Cristina de Pisan construye con la colaboración de tres personificaciones la “Ciudad de la Damas”, según era el título del libro. Los frontispicios que querían presentar una visión sintética de la obra eran más elaborados. Algunos de ellos, con una densidad iconográfica excepcional, pueden detener largo tiempo al lector en la antesala de la obra. La ilustración del texto. Hay casos en que el texto mismo, por la disposición caligráfica de las letras en la página, compone por sí sólo su ilustración. Un buen ejemplo de esto es la imagen de la cruz inscripta sobre el pergamino por las letras del poema De laudibus Sanctae Crucis de Raban Maur (figura 5) u otros poemas que honran la cruz. Dejando de lado a la caligrafía, la imagen es un agregado al texto y sostiene con él relaciones variadas que dependen, sin dudas, de la naturaleza del texto pero sobre todo, de la naturaleza de la imagen. En efecto, para cada texto particular el iluminador pudo escoger o se le pudo haber impuesto una ilustración ya sea literal o simbólica. La elección del tipo de ilustración prevista en un manuscrito depende además de los modelos disponibles al momento; así, es claro que para la comprensión de las miniaturas medievales –sea cual fuere el valor que se atribuya a la libertad y a la invención de los miniaturistas- se plantea siempre el problema de las copias y de los modelos subyacentes. El artista medieval se sitúa entre la tradición y la innovación. Naturaleza de la imagen. Las obras científicas fueron dotadas de una ilustración que apuntaba a visualizar exactamente el texto cuya comprensión facilitaba. Esas imágenes hicieron cuerpo de tal manera con el texto que, a lo largo de la tradición de este último, ellas mismas fueron también fielmente copiadas, variando únicamente en razón de la evolución estilística. Algunos ciclos ilustrados tienen por lo tanto una larga historia: el herbario de Crateas (1er siglo A.C.) del que se sabe por –9– Plinio que él mismo estableció los dibujos, fue utilizado por Dioscórides (II siglo D.C.) y reproducido posteriormente hasta las ediciones impresas en Roma en 1481. La búsqueda de la más fiel transcripción visual de una palabra o de un pasaje a una imagen no fue exclusiva de las obras científicas. Ésta explica la literalidad naïve de ciertas imágenes que acompañan, por ejemplo, a los proverbios y que ponen es escena la observación moral o didáctica sin buscar la interpretación ni insistir sobre la pedagogía de la historia. Sin embargo, de un modo general, la correspondencia entre texto e imagen es a menudo vaga. En primer lugar, en razón de la polisemia de las imágenes que va a la par de la pobreza relativa del repertorio iconográfico en relación con la riqueza del vocabulario textual -esto a pesar de la herencia de los signos antiguos y de la fecunda creación de formas en ciertos periodos de la Edad Media-. Sean cuales fueren las causas de la falta de adecuación de las palabras y las imágenes –que derivan en buena medida de las condiciones de copia de modelos y de la migración de imágenes provenientes de textos diversos o del repertorio monumental- la ilustración de un texto oscila entre dos polos. Por un lado, reduce el texto del cual sólo puede dar cuenta de manera parcial al seguir una selección obligada de fragmentos y de palabras destinadas a ser ilustradas. La construcción de fórmulas iconográficas que pretendían mostrar el máximo de hechos en una única imagen según una visión simultánea de acontecimientos no fue un buen paliativo para hacer frente a esta dificultad. Otras veces, por el contrario, el esquema era reducido a una estructura tan simple que se hacía ambiguo y sólo adquiría sentido preciso al recurrirse al texto adjunto o al agregarse una inscripción: retratos intercambiables de profetas o de soberanos, escenas de nacimiento o de batalla idénticas e indeterminadas, etc. Sin embargo, en el caso de las imágenes muy conocidas, reducidas a los motivos significativos, la elección de éstos a menudo bastaba para identificar la imagen. En las biblias góticas por ejemplo, al inicio del libro de Job, la figura del pobre Job con su cuerpo leproso lleno de pústulas indicaba el principio del libro y cumplía una función de señalización. También podía evocar toda la historia de Job en sus diferentes episodios no representados pero traídos a la memoria por la sola potencia de esa imagen-signo. Más allá de la evocación del relato de Job, la imagen también podía cumplir, dependiendo de la cultura del lector, una función moralizadora y edificante por rememorar los comentarios desarrollados respecto de Job: imagen del Justo sometido a Dios y finalmente recompensado por su inquebrantable fe. Así pues, incluso siendo esquemática al nivel de la fórmula iconográfica, la imagen amplifica el texto que ilustra al nivel de la significación. De hecho, hay casos donde la imagen debe decir más que el texto en la medida en que debe mostrar concretamente los hechos y los personajes. La Biblia dice que Caín mató a Abel pero no precisa el instrumento del que se sirvió. Independientemente incluso de los textos exégetas que se detuvieron sobre el problema y sugirieron soluciones, el artista habría estado forzado a poner algún instrumento concreto y definido en las manos de Caín. Cuando al fin de la Edad Media el empuje del espíritu realista permitió a la pintura minuciosa la inclusión de realidades de la vida cotidiana, las escenas se sobrecargaron de –10– detalles concretos que podían agregar datos a la descripción y/o a la interpretación simbólica del texto. La originalidad de la ilustración medieval se desplegó en la traducción visual de nociones abstractas y en sus intentos por mostrar lo invisible. Uno de los mejores ejemplos se encuentra en las imágenes de la Clavis Physicae de Honorius de Autun (siglo XII) donde figuras alegóricas y el dibujo tetramorfo de la materia informis explican la organización del Cosmos a partir de los Cuatro Elementos, según los postulados de la física neoplatónica y estoica retomados por los cristianos. La imagen del Mundo se compone pues de motivos sugeridos por otros comentarios e incluso por ideas si no heterodoxas, sí, en todo caso, combatidas. Así, la imagen también pudo servir de vehículo para nociones cuya clara exposición ‘textual’ era un peligro, y además, por ciertas razones, introducía la presencia de un texto diferente que aquel que debía ilustrar. Pocas veces semejantes imágenes fueron creadas íntegra y directamente para el texto que acompañaban sino que suelen ser el resultado de una recomposición realizada a partir de esquemas anteriores y provienen a menudo de una ilustración concebida para otros textos. En tanto las migraciones de imágenes de un texto a otro se convirtieron en un fenómeno frecuente, la ilustración desbordó a menudo al texto respectivo. Aunque con frecuencia fuera involuntaria, esta capacidad de la ilustración de construir un discurso paralelo o complementario al texto ilustrado fue muchas veces sistemáticamente aprovechada. Esas imágenes comentadoras del texto constituyen uno de los rasgos más interesantes de la iconografía de manuscritos. Puede tratarse de una imagen que, al menos a primera vista, carece de una relación aparente con el texto. Un salterio realizado en Amiens hacia 1290 por Yolanda de Soissons lleva una imagen sacada del Roman de Barlaam et Joasaph: un hombre de pie sobre un árbol recoge la miel de la vida sin hacer caso a dos ratones –uno blanco y el otro negro, haciendo referencia al Día y la Noche- que roen el tronco sin cesar. La historia, originaria de Asia central y transmitida por una traducción griega, era entonces muy popular: aunque derivado, existe un vínculo con el Oficio de los Muertos que era evidente para el lector. No obstante, el comentario del texto por la ilustración se hacía a menudo de manera sistemática y continua a lo largo de un manuscrito y a veces por medio de un ciclo íntegramente concebido sobre esta base. El sistema tipológico fue el principio más fecundo para este tipo de ilustraciones. Ya expresado en el Evangelio y en San Pablo, éste ponía en evidencia la correspondencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, donde los personajes y los episodios realizaban lo que el primero había dejado solamente prefigurado. Según esta interpretación de las Escrituras, la ilustración de la Pasión de Cristo podía vincularse, por ejemplo, con la escena de Abraham preparando el sacrificio de su hijo Isaac. A veces, la desviación de la ilustración respecto del texto es de tal magnitud que el sentido de la imagen está para nosotros perdido. Se convirtió en un enigma que a veces conseguimos desentrañar gracias a la lectura de otros textos o al conocimiento de los usos de aquel tiempo. Es el caso frecuente de las drôleries que a menudo cumplen una función de orden decorativo pero donde se puede descubrir a veces una relación intelectual justificando su presencia. Por ejemplo, bajo la Anunciación de Las Horas de Jeanne de Évreux, Jean –11– Pucelle (figura 6) ha representado en grisalla (técnica de creciente éxito) un juego de gallinita ciega que parece estar allí con el único fin de acompañar con su gracia aquella de la reina representada en la inicial y también la de la Virgen. Pero los comentaristas –Tomás de Aquino incluido- vinculan este juego al Cristo escarnecido: su representación bajo la Anunciación y enfrentada al arresto de Cristo que ocupa el folio opuesto, anuncian de este modo los sombríos acontecimientos futuros. Además de recurrir a los textos medievales, tanto el conocimiento del repertorio de las formas que estaban entonces en uso como el análisis semiológico permiten reencontrar los sentidos implicados en la imagen y agregados al texto. Se sabe de este modo por ejemplo que en la representación de perfil se sitúa a menudo un valor peyorativo. Es interesante notar que los esclavos y también a veces las mujeres representados en un manuscrito de las Comedias de Terencio se encuentran de perfil y que en ciertas escenas esto sirve para distinguirlos de sus amos. La imagen comenta entonces el texto y puede orientar su lectura. Su fuerza es de tal magnitud que, en una inversión del orden habitual, puede conducir incluso a una modificación del texto en una posterior edición. Una nueva iconografía que efectuaba una metáfora del universo a partir de un hallazgo tecnológico reciente - la alegoría de la Templanza accionando un reloj – fue empleada en una primera edición de la Epístola de Othea de Cristina de Pisa. El texto, en cambio, no describía ningún reloj. Decididamente conquistada por la imagen, en una segunda edición Cristina modificó su texto para incluir la mención del instrumento y una rúbrica explicando la imagen. Esta anécdota pone en evidencia la existencia de un lenguaje iconográfico autónomo respecto del texto. Y aun más: con el correr de los siglos, a través del mecanismo de copias y préstamos, las imágenes se engendraron unas a otras, forjando una tradición iconográfica al punto tal que para comprender la ilustración de un manuscrito debemos tomar en consideración no sólo el texto adjunto sino también el estudio del ciclo de imágenes y de sus antecedentes. Esta autonomía de la imagen respecto del texto puede llegar incluso hasta la independencia total cuando ésta no es creada para un escrito determinado sino que es debida a la libertad de invención de un artista que halla una ocasión para insertarla y enlazarla al texto a veces incluso con una tenue ligazón: es el caso por ejemplo de una imagen que expresa las preocupaciones de su tiempo en una procesión de los flagelantes -cuya práctica se inició tras la peste de 1348 y retornaba ante cada amenaza de peligro- incluida por los Limburgo en Las Ricas Horas del Duque de Berry. Tradiciones e innovaciones. Las copias más fieles han sido realizadas a partir de textos de la Antigüedad, tales como las Comedias de Terencio, la Psycomachia de Prudencio u obras científicas. Esto no quiere decir que las ilustraciones reproducidas fueran idénticas a las originales puesto que toda copia difiere en mayor o menor grado de su modelo, pero en esos casos la primera intención era restituir lo mejor posible la fuente utilizada. De hecho, se puede observar por ejemplo en el terreno de la imaginería cristiana la existencia de un repertorio de imágenes –12– relativamente estable e incluso, en algunos casos, la de un número bastante reducido de tipos. Sin embargo, a pesar de que el respeto por los textos e imágenes religiosas comprometía a una reproducción fiel, se realizaron mutaciones y creaciones iconográficas favorecidas por la multiplicidad de los centros de copia y de los manuscritos mismos. Los ilustradores –que en algunos casos eran los autores mismos o estaban guiados por ellos- adaptaron o crearon ciclos de imágenes para la ilustración de los textos contemporáneos a partir de un ir y venir entre el vocabulario iconográfico y el texto a ilustrar. De los tres casos que hemos mencionado hasta ahora (tradición de la ilustración bíblica y de manuscritos litúrgicos, elaboración de una ilustración para obras profanas y copia de textos antiguos) nos detendremos en los dos primeros. La ilustración de la Biblia. Los libros de horas. Los primeros testimonios de la ilustración de la Biblia que se conservan son de los siglos V y VI. Se caracterizan por una abundante ilustración en relación al texto y por su variedad tanto en la puesta en página como iconográfica. Su rasgo común fue buscar la traducción visual en escenas narrativas de un gran número de episodios del texto. Por ejemplo, el ciclo de 11 escenas de Noé en el Génesis de Cotton nunca fue tan profusamente ilustrado como entonces. El estudio de los esquemas iconográficos permite reconocer allí la utilización de fórmulas derivadas de la Antigüedad, como es el caso de la creación de Adán del Génesis de Cotton inspirada en la creación del hombre por Prometeo tal como aún se la puede ver en algunos sarcófagos y tal como seguramente existía en manuscritos antiguos hoy desaparecidos. Pero es probable que la traducción visual del texto de la Biblia mediante el vocabulario clásico más o menos adaptado se deba, antes que a los cristianos, a los judíos. Especialmente cuando se trata de motivos que se explican por leyendas judías, se encuentran, tanto en el Génesis de Cotton como en el de Viena, elementos iconográficos presentes en los frescos de la Sinagoga de Doura-Europos (siglo III). Otra conclusión que permite inducirse de la riqueza de imágenes de estos primeros manuscritos bíblicos es que la densidad de ilustraciones en relación al texto hace prácticamente imposible imaginar una Biblia íntegramente ilustrada, de manera continua. Es más verosímil pensar que la ilustración de la Biblia comenzó en algunos de sus libros aislados, tal como el libro de los Reyes o el Génesis. Aunque luego puedan reencontrarse motivos o incluso composiciones análogas a las de las biblias paleocristianas, es difícil intentar reconstruir las vías de transmisión de la imaginería bíblica en la Edad Media a partir de tan sólo algunos indicios. Sólo podemos identificar algunos hitos en esta evolución. El primero de ellos estuvo marcado por el periodo carolingio. Se vio entonces la fusión de libros aislados de la Biblia en un único volumen o a lo sumo en dos. Sin dudas, la aparición de las biblias unificadas debe ubicarse en el marco de las iniciativas que Pipino y Carlo Magno, en connivencia con Roma, llevaron a cabo en el terreno de la liturgia y de su unificación. La producción de biblias historiadas se realizó sobre todo con Adalard (834-843) y el conde Vivien, oficial de cámara de Carlos el Calvo (843-851). Los cuatro ejemplares –13– que se conservan permiten afirmar que, a pesar de todo su lujo y suntuosidad, sus ilustraciones son bastante escasas, especialmente si se los compara con los manuscritos de los primeros siglos de la era cristiana. Esto es una característica de un gran número de manuscritos carolingios, exceptuando el Salterio de Utrech. (Hay que deducir de esto la repercusión de las preocupaciones contemporáneas respecto de la querella de las imágenes?) Estas cuatro biblias muestran ilustraciones a plena página. Estas páginas bíblicas carolingias íntegramente ilustradas son una creación típicamente medieval. En efecto, el agrupamiento de las ilustraciones en algunas páginas deriva de una composición realizada a partir del intento por conciliar el lujo y la envergadura de la empresa con una economía y una comodidad de ejecución. Luego de una larga interrupción, en el siglo XI los scriptoria reanudaron la fabricación de biblias ilustradas. La producción de manuscritos iluminados fue retomada en Francia bastante más tarde que en los centros monásticos de Inglaterra y la Germania de los Otones. Hubo que esperar la reconstrucción de los monasterios que siguió a la destrucción de los Vikingos y el despliegue suscitado por la Reforma cluniacense para ver un desarrollo espiritual que favoreciera la actividad de los scriptoria. Desde entonces, su producción fue sostenida y variada: más que libros litúrgicos, como los que caracterizaron la producción carolingia, se reprodujeron escritos de los Padres y de comentadores contemporáneos, textos destinados a preservar el patrimonio y la historia de la abadía, crónicas, etc. Estas obras llevaban a menudo el retrato de su autor. Por lo demás, la ilustración variaba según los distintos manuscritos y los diferentes momentos. Más allá de analogías que permitirían agrupar algunos manuscritos, a pesar también de algunas recurrencias iconográficas debidas a los modelos, a las apropiaciones realizadas por los scriptoria (favorecidas por las relaciones entre abades y los viajes de los artistas) y también por supuesto a tradiciones comunes, a pesar incluso de copias evidentes y concretas, el hecho fundamental es que existe una individualidad de cada manuscrito que responde a las posibilidades de modificación y alteración del modelo. A partir del siglo XIII las condiciones de producción de manuscritos iluminados sufrieron una profunda mutación. En lugar de la diseminación de los centros de edición en las abadías y escuela capitulares, se dio en el caso francés una progresiva concentración de talleres y artistas en París, en un movimiento que se continuó a lo largo de los siglos siguientes. Estos iluminadores, ahora agrupados en talleres laicos, ubicados cerca de las iglesias de Notre Dame o de Saint Severin, practicaban la división de trabajo y respondían a las demandas de una clientela más variada. En su gradual ascenso hacia el primer lugar en la producción de manuscritos ornamentados de Occidente, París se vio beneficiada por la presencia de los soberanos capetos. Se puede adjudicar a Blanca de Castilla el encargo de varios manuscritos, inaugurando así la tradición del mecenazgo femenino en la familia real. El hecho que más fuertemente contribuyó a renovar las condiciones de producción y los tipos de obras fue el impulso de la Universidad de París. Una clientela de estudiantes, maestros y burgueses estimuló la producción de biblias, libros de derecho, romances y obras cada vez más variadas. Esta demanda influyó en el nuevo aspecto de los manuscritos. Entre todos estos, la Biblia, base –14– de la enseñanza en teología, continuó siendo el libro más requerido. La Universidad produjo un exemplar c orregido que fue depositado en manos del librarius, e l intermediario entre los clientes y los talleres de copistas. Si bien aún existían diferencias entre las biblias puesto que el exemplar no era siempre rigurosamente reproducido (especialmente en el caso de manuscritos iluminados que no estaban destinados al estudio y que presentaban entonces diferencias en las ilustraciones), se dio un cierta estabilidad por razones de trabajo y de fijación de precios. Ciertos detalles variaban de un taller a otro pero la orientación general conducía a una simplificación de la puesta en página, a una reducción de las iniciales cuyas formas fueron depuradas, a la selección de algunos motivos fáciles de reproducir, es decir, a una limitación del programa iconográfico. Las nuevas condiciones de trabajo y la organización de los talleres laicos en París favorecieron la producción en serie (con todos sus matices y la variedad derivadas del trabajo artesanal) y, paralelamente, la concepción y la ejecución de manuscritos originales. Los libros de horas producidos a partir de fines del siglo XIV son el mejor ejemplo de la segunda línea de producción. Hasta el fin del siglo XIII el salterio era el libro litúrgico de los laicos. A partir del siglo XII letanías, himnos, oficios a los muertos, oficio de la Virgen, etc. se van añadiendo hasta transformarlo en un libro de plegarias y en un libro litúrgico personalizado. La producción de libros de horas para laicos arrancó con fuerza hacia fines del siglo XIV y se continuó en las ediciones impresas del siglo XVI. Estos eran una posesión obligada, un indicador de la posición social de todo señor o burgués con cierto bienestar económico. Para Jean de Berry († 1416) los libros de horas fueron objeto de colección y entre ellos que se encuentran las Très Riches Heures realizados por los Hermanos de Limburgo (figura 7) o las Grandes Heures. En los libros de horas existía un alto grado de personalización en la decoración y en la ilustración. La adecuación a los deseos de cada individuo era aún más viable en tanto que la jerarquización de la ornamentación (por el empleo de oro, entre otras cosas), la calidad y la cantidad de imágenes permitía desde el principio regular la riqueza del volumen según las posibilidades económicas del cliente. La personalización del libro de horas se manifestaba con apenas abordar la decoración: en los márgenes poblados de drôleries (donde a veces se pretende encontrar la expresión de una “distracción” laica) se ubicaban los escudos y las divisas familiares y a veces también otros motivos que nos resultan hoy más herméticos pero sobre los cuales podemos afirmar que evocaban aspectos de la vida del propietario. En algunos casos podían incluso llegar a invadir el espacio de la ilustración propiamente dicha. En esta época en que se desarrolla el arte del retrato, se ven también casos en los que el fiel asegura su plegaria perpetua haciéndose retratar en uno o varios lugares. Anne de Prie, abadesa de la Trinidad de Poitiers (1484-1500) figura tres veces en su libro de horas: en el oficio del Nacimiento de la Virgen, en la fiesta de la Trinidad y en el día de Santa Ana. Otros, más osados, se hicieron representar en la escena principal: San Pedro recibe personalmente a Jean de Berry en el Paraíso. Todo esto ha hecho de los libros de horas un gran terreno para la experimentación e innovación. –15– Ilustraciones nuevas para textos profanos. Antes de mediados del siglo XIII la ilustración de los textos profanos era casi exclusiva de los tratados científicos, enciclopedias y obras jurídicas y sus programas retomaban a menudo una tradición antigua. Si bien a partir del siglo XII florecieron en Francia grandes ciclos de canciones de gesta y del ciclo de Arturo o los romances de Troya y de Tebas que ponían en escena a antiguos héroes, éstos no fueron dotados de ilustraciones sino hasta un siglo más tarde. Recién a mediados del siglo XIII, suscitadas por la misma inclinación que se observa en la imaginería religiosa y aprovechando (especialmente al inicio) la experiencia allí adquirida, se multiplicaron las ediciones ilustradas de este tipo textos. Esta producción se vio promovida, sostenida y orientada por el mecenazgo del rey y de los príncipes. Las iniciativas de Carlos V fueron decisivas y los más de mil libros en su biblioteca dan testimonio de su constancia de coleccionista. Las disposiciones que tomó en lo concerniente a su conservación en Vincennes y en la Torre del Louvre y para sus sucesores evidencian una actitud nueva respecto de un conjunto de manuscritos entendidos como instrumento orgánico de cultura y de reflexión. Al lado de los libros litúrgicos que había heredado o recibido como obsequio estaban los manuscritos que él mismo había encargado a juristas o a teólogos, en su mayoría obras de historia y de ciencias o traducciones de textos antiguos o patrísticos para los que había que concebir una ilustración. Más allá de la orientación particular que los distintos gobernantes dieron a sus bibliotecas, es un hecho que el mecenazgo de los príncipes, brillantemente continuado hasta el siglo XV con los duques de Borgoña y otros como Réné de Anjou, fue decisivo para el desarrollo del arte de ilustrar los textos, para la creación de una iconografía variada y para la evolución de las formas de la iluminación. Los estrechos vínculos que los patrones establecieron con los autores y con los artistas representan uno de los rasgos más reveladores de la situación creada por el rol de los mecenas. Conociendo las inclinaciones de los príncipes, los autores mismos se han ido interesando por la ilustración de sus obras. Es fácil adivinar las exigencias a las que estaban sometidas las habilidades y las competencias de los ilustradores, tanto por parte de los autores como de los patronos. Si algunos de ellos, como Carlos V, parecen haber sido relativamente fieles a un taller o a un artista, otros, como Jean de Berry en su afán por la novedad, estimulaban los cambios. También había que asegurar la abundante producción de manuscritos que estaban de moda. La competencia y el fuerte crecimiento que se vivieron a lo largo del siglo XV explican la movilidad de los artistas, la rápida circulación de nuevos esquemas y el recurso a modelos extranjeros (sobre todo italianos para iconografía religiosa, aunque también flamencos). Las búsquedas estilísticas jugaron un rol decisivo en esta carrera hacia la innovación que corre paralela a la práctica tradicional de reproducción de modelos. El estilo gótico internacional marcado por los hallazgos del Trecento italiano y luego, en los años 1420, el “estilo nuevo”, introdujeron maneras cada vez más verosímiles de dar vida a los rostros y, al mostrar las emociones experimentadas por sus expresiones, de narrar las peripecias de la acción. Además, los ensayos con la perspectiva –aunque no se tratara aún de la de –16– Masaccio y de Bruneslleschi- llegaron a crear un espacio que impulsó una reacomodación de las fórmulas iconográficas tradicionales y facilitaron también la creación de nuevas composiciones, en primer lugar en la iconografía religiosa. Esta nueva concepción del espacio fue favorable, evidentemente, para la representación de paisajes, que eran por entonces escenario de algunos de los mayores placeres (la caza y los deleites cortesanos y lúdicos de los jardines). También fue beneficiosa para la figuración de las arquitecturas y de las escenas de interior. Con el gusto por los detalles realistas, como la precisión en la representación de los géneros y los ropajes, de los muebles y de los utensilios –un gusto ya iniciado a principios del XIII pero que en el XV se satisfacía con una factura cada más realista- la ilustración halló los medios para renovar la iconografía religiosa. Y al mismo tiempo, encontró la capacidad de restituir mejor la realidad de los textos profanos. ––– Bibliografía Melot, Michel, “La iluminación del texto”, en L´illustration, Ginebra, Skira, 1984 Toubert, Héléne, “Formes et fonctions de l´enluminre”, en Chartier, Roger ; Martin, Henri-Jean, Historie de l´edition française, Paris, Fayard-Promodis, 1989 –17– Figura 1 Sacramentario de Gellone Siglo VIII Biblioteca Nacional de París Figura 2 Virgilio Siglos IV - V Biblioteca Vaticana –18– Figura 3 Evangeliario de Aachen Siglo VIII Aache, Domschatzkammer. Figura 4 Roman de la Rose Siglo XIV Ginebra, Biblioteca Pública y Universitaria. –19– Figura 5 De laudibus Sanctae Crucis de Raban Maur Siglo IX Figura 6 Las Horas de Jeanne d´Évreux. folios 15v – 16r Principios del siglo XIV New York, The Metropolitan Museum of Art, THe Cloisters Collection. –20– Figura 7 Très Riches Heures del Duque de Berry Principios del sigloXV Chantilly, Musée Condé –21–