Páginas desdeLa-hija-del-espantapajaros-Maria-Gripe3 PDF
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This document is a sample from a novel, likely a young adult fiction story. It describes characters' thoughts and actions during a car trip with friends, highlighting their emotions and feelings.
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Johnny dijo que podían dar una vuelta por el pueblo vecino. No estaba muy apartado. Llegarían pronto. La radio del coche estaba sintonizada en un programa de música moderna y Mona y Maggie, que sabían casi todas las canciones, fueron cantando todo el tiempo. Bert y Johnny silbaban. De vez en cua...
Johnny dijo que podían dar una vuelta por el pueblo vecino. No estaba muy apartado. Llegarían pronto. La radio del coche estaba sintonizada en un programa de música moderna y Mona y Maggie, que sabían casi todas las canciones, fueron cantando todo el tiempo. Bert y Johnny silbaban. De vez en cuando Mona daba largas chupadas a su cigarrillo. Pasó el brazo sobre los hombros de Loella y enrolló los dedos en su negro pelo. —Tienes un bonito pelo, niña… ¿No lo sabías? Te quedaría muy bien si te lo cortaras y te lo peinaras para atrás. Yo de esto entiendo. Voy a ser peluquera. —Yo también —dijo Maggie—. Y creo que estaría mejor con flequillo. —¿Te parece? —dijo Mona, dudando. Para comprobarlo, puso un mechón de pelo en la frente de Loella. —No, no le favorece. No es su estilo. Puso el brazo alrededor de Loella otra vez y dijo, en voz baja y afectuosa: —A veces hemos andado a la greña… pero ahora nos llevamos muy bien, ¿verdad? —Sí. Loella masticaba su chicle frenéticamente. Estaba embargada por un sentimiento casi místico. La loca velocidad, la música ruidosa, la amistosa actitud de Mona… todo la llenaba de una especie de confusa felicidad. Eran casi las once, pero dentro del coche parecía que el tiempo se había detenido. —¡Ah! ¡No hay nada mejor que ir con los amigos en un coche a todo gas y olvidarse del resto del mundo! —suspiró Mona, satisfecha. —Tienes razón —aprobó Johnny, atento a su volante—. Todo lo demás son tonterías. —Ya lo creo… Pero así es la vida —dijo Mona filosóficamente. Empezaron a cantar otra canción a grito pelado. Loella miraba la oscura carretera que se abría ante el coche. Había muy pocas casas, pero pronto llegaron a una zona más poblada, con faroles en las calles. Entraron a una velocidad increíble por una calle que desembocaba en una plaza. Estacionaron junto a otros coches que había allí y salieron. Un grupo de chicos y chicas se arremolinaba junto a un puesto de perritos calientes. Bert compró para todos; también para Loella. Estaba algo mareada por la carrera en el coche. Miraba a la gente que estaba allí, pero se sentía tan rara que le costaba mucho concentrarse en nada. Hacía frío; sus alientos dibujaban blancas bocanadas y el vapor caliente del quiosco se elevaba formando nubes. Pero Loella no sentía frío. Los demás charlaban con unos conocidos. Ella se mantenía aparte, comiendo su salchicha y pensando incoherentemente en su padre. Si viniera ahora tendría que empezar por localizarla y, luego, encargarse él de todo. Loella estaba tan cansada, tenía la cabeza tan terriblemente vacía, que le faltaban las fuerzas para planear nada. Todo tendría que hacerlo él. Ojalá pudiera. ¿Y cómo se reconocerían? ¡Oh, qué bobada!… No debía preocuparse por eso. Apenas se vieran, sabría cada uno quién era el otro. ¿Acaso no se parecían tanto? Era hora de marcharse, dijo Mona, empujando a Loella hacia el coche. —¿Tienes sueño, niña? —No. —Pues lo parece. —No. Avanzaron lentamente por la población luminosa y desconocida. —Vamos al puerto —dijo Johnny. Y Loella se despertó de repente. ¡El puerto! ¡Allí sí que sería fácil encontrar a papá! Llegaron junto a las negras aguas. El coche, con las ventanillas bajadas, avanzaba con precaución a lo largo del muelle. El corazón de Loella golpeaba con agitación en su pecho. Los barcos estaban alineados uno junto a otro. Oscuros, gigantescos, se erguían entre el agua y el cielo con sus luces amarillas, verdes y rojas como ojos de fantásticos animales. Se oían voces, gritos, músicas. Quiso salir un momento del coche y le pidió a Johnny que parara. —Sí, vamos a echar un vistazo —dijo él. Bert también bajó pero Maggie y Mona se quedaron dentro porque tenían frío. Bert y Johnny se detuvieron para llenar sus pipas. Loella echó a correr, sola, a lo largo del muelle. Quizás en uno de aquellos barcos… Si papá pudiera verla… Si mirara hacia ella en ese momento… En la cubierta de los barcos se veían oscuras siluetas que difícilmente se distinguían. El sí la vería, suponiendo que estuviera en uno de los barcos. Pero nadie desembarcaba, nadie iba a su encuentro ni le hacía un gesto. Iban y venían o simplemente se apoyaban en la borda, pero nadie se fijaba en ella. Nadie la conocía. Fue de barco en barco y no pasó nada. Estaba perdiendo el valor. Otra vez la sensación de agotamiento. Si papá llegase, tendría que cogerla en brazos, de tan cansada como se sentía. Como si de pronto se hubiera convertido en una persona muy delicada, incapaz de hacer nada por sí misma. Entonces oyó el repiqueteo de los pasos de Mona tras ella. Mona la cogió de un brazo. —¿Por qué te escapas? ¡Lo mismo te caes al charco! ¡Vaya susto que me has dado! ¿Es la primera vez que ves un barco? Vamos, que los pies se me están quedando tiesos de frío. Mona casi tuvo que arrastrarla; pero sólo porque Loella estaba muy cansada. De otro modo la hubiera seguido obedientemente. Pensó que papá habría desembarcado ya; no era lógico que a esas horas estuviera todavía en el barco. Habría bajado a tierra en seguida para ir en su busca. —¿Qué hora es, Mona? —No sé. Las once y media, supongo. Más o menos. De nuevo corrían por la carretera. Estaba muy oscuro y empezó a caer una fina lluvia. Unas cuantas hogueras de la Noche de Walpurgis ardían aún. En el coche todos seguían contentos. La radio sonaba a todo volumen, sintonizada en un programa musical. —¡Déjala ahí, Johnny! —gritó Mona—. ¡Oh…! ¿No es bárbaro? —¿Qué camino es éste? —preguntó Maggie—. No lo conozco. —He cogido uno distinto; es un poco más largo, pero más bonito. Lo cierto es que no veían casi nada, con lo oscuro que estaba y a tal velocidad; pero les gustaba saber que iban por un camino bonito. Maggie estaba encantada. Empezó a pintarse los labios con mucho cuidado. Bert chupaba a fondo su pipa y se puso a toser. Johnny se burló de él. Mona cantaba más fuerte aún que la radio. Loella bostezó y deseó que Mona la rodeara otra vez con el brazo para poder recostarse en su hombro. La cabeza le pesaba cada vez más. Y el coche estaba lleno de humo. No se veía casi nada. De pronto el coche se desvió bruscamente, Johnny masculló algo, Mona y Maggie gritaron, Loella sintió una sacudida y se encontró en el suelo, a los pies de Mona. El coche se detuvo dando una especie de brinco y todos salieron despedidos. Afortunadamente, nadie se hizo daño. Loella, eso sí, se tragó el chicle. Mona dijo que podía sentir cómo le crecía un chichón en la cabeza y Maggie, con la pintura corrida por toda la cara, tenía un aspecto de lo más cómico. A Johnny y a Bert no les había pasado nada; pero Johnny estaba preocupado por el coche. Se había quedado atravesado en la carretera y no conseguía ponerlo en marcha. Anduvo hurgando en el motor, pero aun así el coche no se movió ni un centímetro. Otros dos coches se vieron obligados a detenerse. Los conductores, malhumorados, fueron hacia ellos para ver qué pasaba. Johnny, nervioso, se puso al volante para guiar el coche mientras los hombres lo empujaban hacia un lado de la carretera. Luego volvieron a sus coches y se marcharon, pero Johnny no consiguió que el suyo arrancara. El y Bert se metieron debajo para tratar de encontrar la avería mientras Mona, Maggie y Loella estaban de pie en la carretera, temblando bajo la llovizna y el viento frío. —Tendremos que volver andando —dijo Maggie, afligida, mirando los zapatos finos, estrechos y con tacones de aguja que ella y Mona llevaban. Mona no se quedó callada mucho tiempo, como es de suponer. Hablaba a gritos con Johnny y Bert, que seguían debajo del coche. —¿Qué demonios hacéis? ¿Todavía no habéis encontrado nada? ¿A qué distancia estamos de la ciudad? Se puso de peor humor cuando sólo escuchó unos monosílabos como respuesta. —¡Tanto hurgar en las tripas del coche y no sirve para nada! Mejor sería que lo hicieseis arrancar. Johnny estalló: —¿Qué sabes tú de motores? Mona también se enfadó y dijo que se iría a pie aunque tuviese que andar toda la noche. Cogió de un brazo a Loella y echó a andar carretera adelante, furiosa; pero desistió porque sus tacones se hundían en la arenilla blanda que la bordeaba; le dolían los pies y cada vez llovía más fuerte. Los coches pasaban casi rozándolas y deslumbrándolas con los faros. —En el peor de los casos, haremos autostop —dijo Mona—. ¡Johnny no es el único en el mundo que tiene coche! ¡Que se quede ahí tumbado, el muy idiota! En ese preciso momento apareció un gran coche negro y se detuvo a su lado. Mona sujetó a Loella y se volvió, advirtiendo a gritos: —¡La poli! Dos guardias salieron del coche negro. —¿Qué ha pasado aquí? —preguntó uno de ellos. Nadie dijo nada. De Bert y Johnny sólo se veían las piernas. Segundos después se pusieron de pie, sucios, cubiertos de grasa, pálidos y asustados. La única capaz de demostrar cierto valor fue Mona. Haciendo todo lo posible por aparentar desenvoltura, encendió un cigarrillo. —¿Y a ustedes qué les importa? —dijo con descaro; pero como respuesta recibió una mirada que le quitó las ganas de continuar en el mismo tono. Los policías preguntaron de quién era el coche. Johnny balbuceó algo. Y pudieron entender que era de su padre. —El permiso de conducir… Johnny hizo como que lo buscaba en sus bolsillos y luego dijo que se lo había dejado en casa. Finalmente tuvo que confesar que no tenía permiso porque acababa de cumplir dieciséis años. Todos fueron a parar al coche de la policía. Johnny se resistió, porque no quería abandonar el de su padre. —Nosotros nos ocuparemos de él —dijo uno de los guardias cortésmente, al tiempo que lo empujaba hacia el coche. Regresaron a la ciudad y, una vez allí, fueron derecho a la comisaría. Un policía llamó por teléfono a Tía Svea y a los padres de los demás. Todo pasó increíblemente de prisa. Llevaron a Mona y a Loella en el coche de la policía. Iban calladas, sin atreverse a mirarse una a la otra. Este también fue un viaje rápido, pero no tan agradable como el anterior. Cuando bajaron del coche, frente al Hogar, el aire ligero de primavera todavía olía al humo de las fogatas. Entonces empezaron a repicar todas las campanas de las iglesias de la ciudad. Loella no necesitó contar las campanadas. Sabía que eran doce. Tía Svea esperaba en la escalera, muy seria. Sus ojos tenían un reflejo grisáceo; su boca, un gesto severo. No estaba enfadada, pero tanto Loella como Mona tuvieron que escuchar sus palabras de disgusto y advertencia. Loella no se enteró casi de lo que le decía. Estaba tan cansada… Lo único que seguía resonando en sus oídos eran aquellas doce fatales campanadas. Capítulo 18 NI Loella ni Mona tenían ganas de hablar de lo que había pasado aquella noche. Nunca volvieron a mencionarlo. Seguramente, porque a nadie le gusta recordar sus derrotas. Para Loella no era solamente la desagradable experiencia de haber sido atrapada. La noche había tenido otra desilusión peor: la profecía del vaso no se había cumplido. Después de tal fracaso, sus dudas fueron cada vez mayores. Se desvanecían sus sueños. Trataba de hacerlos revivir por todos los medios pero, si aparecían, era de un modo mecánico, falso. Los días se iban haciendo muy largos y las noches muy cortas. Mona, como de costumbre, rara vez estaba en casa. A menudo volvía tarde, pero ya no intentó escaparse por la noche. Se consolaba sumergiéndose en el mundo de las canciones de moda, las revistas femeninas y los tratamientos de belleza. No tenían mucho que decirse la una a la otra, pero tampoco se peleaban tanto como antes. Loella empezó a poner más interés en sus estudios. Y fue a ver a Rudolph y Conrad con más frecuencia. Ellos representaban lo único firme y auténtico en su vida. Una noche la despertaron extraños ruidos que venían de la cama de Mona. Parecía que lloraba… No, no era posible. Mona nunca lloraba. En el Hogar nadie lloraba, excepto los niños muy pequeños. Era como una ley no impuesta, pero aceptada de común acuerdo. Por eso el llanto de Mona le impresionó mucho. Loella se sentó en la cama. En la luz grisácea del amanecer, que se filtraba a través de los visillos, vio la cabeza de Mona sin los rulos. —Mona… ¿te sientes mal? No obtuvo respuesta. —¿Te duelen las muelas? Mona se volvió hacia ella y vio su cara hinchada y enrojecida. Sollozaba, hipaba, jadeaba. No, no le dolían las muelas. No le pasaba nada. Loella, indecisa, se levantó y fue a sentarse en la cama de Mona. Ella escondió la cara en la almohada. —¿Por qué estás tan triste? —Me acuerdo de mi casa… —tartamudeó Mona. Y volvió a llorar. Loella se quedó un momento pensativa. —Pero tú siempre dices que odias los pueblos. Te gusta estar en la ciudad, ¿no? —Sí… pero echo de menos mi casa. Sollozó con más fuerza. En seguida se destapó la cara, se secó los ojos con la sábana, haciendo todo lo posible por dominarse. Empezó a hablar en tono quejumbroso. —Da igual donde uno viva. El pueblo es horrible, sí… pero eso no tiene nada que ver. Lo que quiero decir es que… bueno, qué más da. Nuevamente las lágrimas corrían por sus mejillas. Loella comprendía su desconsuelo. —¿Y no puedes volver a tu casa? —preguntó. Mona dejó de llorar de repente. —¿Estás loca? ¿Por qué crees que estoy aquí, entonces? Se sentó en la cama, mirando a Loella con sus ojos ribeteados de rojo y con la expresión más dramática de que fue capaz. —No… Hace mucho tiempo que ya no tengo casa a donde ir. La cosa no viene de ayer. Reunió sus recuerdos mientras se sonaba la nariz, cuidadosamente, ensimismada. —Mi padre tiene una tienda, ¿sabes? Una bonita tienda, aunque esté en un pueblo. Cerca de Estocolmo… Tengo dos hermanos, Rollan y Krillie. Y una hermana, Pip. Rollan y Krillie se llevan un año solamente. Los dos trabajan en Estocolmo. Pip es la más pequeña y yo la mediana. Ellos se portan muy bien… Son estupendos, te lo aseguro… Fue interrumpida por un ataque de hipo, como pasa, cuando se llora mucho. Como no se le quitaba, Loella fue a buscar un vaso de agua. Después de beberlo, el hipo desapareció y Mona pudo continuar hablando. Contó a Loella que su madre, que era muy guapa, trabajaba también en la tienda. Y que un día desapareció llevándose a Pip, la hermanita pequeña de Mona, que entonces sólo tenía unos meses. Se volvió a casar con un hombre que había conocido en la tienda. —Bonitos parroquianos, ¿verdad? —dijo Mona amargamente. Luego siguió diciendo que su padre también se había casado poco después. Pero entonces sus hermanos se marcharon a Estocolmo y sólo ella se quedó en la casa. Su padre dejó de ocuparse de Mona y le hizo comprender que estorbaba. No se lo decía, pero lo demostraba. —Su mujer también… pero el viejo era el peor. Siempre estaba diciéndome que me fuera por ahí… ¿Y qué podía hacer yo? Mona miró a Loella, repitiendo la pregunta: —¿Qué podía hacer yo? Empezó a salir todo lo más posible. Hizo muchos amigos. Algunos tenían coche y lo pasaban bien. Luego empezaron a robar pequeñas cosas en las tiendas: para divertirse solamente, no por dinero. En casa le daban mucho; pero hacerlo era una emocionante aventura. —No… mi viejo no es roñoso… en ese sentido se portaba bien. No le importa la pasta. Se quedó callada, pensativa, como si dudara entre seguir hablando o no. Luego, en un murmullo incoherente, confesó cómo los descubrieron robando. Mona era la encargada de guardar todo lo que pillaban y lo tenía en su cuarto. Cuando la descubrieron, se armó el gran barullo. —Tenías que haber visto al viejo entonces… Antes de eso era muy comprensivo. Ella siempre había robado cosas en la tienda y, aunque él lo sabía, no decía nada. Como si no le importara. Cuando Mona le pedía ropa nueva, dinero, o cualquier otra cosa, nunca se lo negaba. La había dejado estar fuera hasta altas horas de la noche. Le daba igual lo que ella hiciera. Pero cuando la descubrieron, como se enteró todo el mundo, cambió por completo. Se lamentaba de que un hombre honrado como él pudiera tener una hija como Mona. Y no paraba de decir que había hecho todo lo posible por educarla como era debido. Había sido bueno y generoso con ella… ¡Y qué agradecimiento recibía! —Dijo que yo había salido a mi madre y que no quería saber nada de mí. Que se lavaba las manos. Y como mamá me había abandonado, pues… Total, que fui a parar al Patronato de Menores. Así, tal cual. Mona se recostó sobre las almohadas, con la mirada perdida en la oscuridad. —Ahora que lo sabes, seguro que comprenderás por qué lloro y qué es lo que echo de menos… Estaba pálida, pero algo más tranquila; ya no lloraba. Dijo que tenía una tía muy simpática, la medium. Mona había pasado las Navidades en casa de ella, pero ahora ya no podía ir porque su madre se había peleado con ella, con la medium. —¿Y sabes por qué se han peleado? —No. —Porque mi madre, aunque no se ocupa ni pizca de mí, se pone furiosa si mi tía me invita. ¿Qué te parece? Loella no dijo nada. Sólo movió la cabeza en un gesto de disgusto. Lo que oía era terrible. Era terrible oír hablar así de un padre. Era terrible pensar que él era «el viejo» que estaba excluido de las oraciones de Mona. Mona continuó. Era difícil saber si hablaba realmente a Loella o si pensaba en voz alta. —Me pregunto qué es lo que echamos de menos… Algo bueno que pasó y que quizás hayamos olvidado, pero que sigue en alguna parte. Recuerdo pequeñas cosas… como cuando mamá me hizo un suéter rosa y siempre andaba detrás de mí para que le dejara probármelo. Una manga le salió demasiado estrecha… ¡Dios mío! ¡Cómo nos reímos papá y yo! Cosas así, es lo que quiero decir. Mona añadió que si su padre hubiera sido siempre exigente y serio, si la hubiera regañado por fumar o por volver tarde a casa o por pintarse, le hubiera parecido normal. —No lo creerás, pero hasta me hubiera gustado, en el fondo. Porque eso querría decir que se preocupaba por mí. Pero fue tolerante sólo hasta que el asunto se destapó; a partir de entonces ya no quiso saber nada de ella. Entonces llegaron los del Patronato de Menores y, a su manera, también se mostraron muy comprensivos. Hiciera lo que hiciera Mona, no se alteraban. Era parte de su trabajo. Y de eso no puede uno quejarse. Mona buscó un paquete de cigarrillos en su revuelta mesilla de noche, sacó una colilla que había dentro y la encendió. La lucecita se movía siguiendo el movimiento de su mano como una pequeña luciérnaga en la oscuridad. —Oh, sí… todo el mundo, en todas partes, me colocaba el mismo disco: «comprendo, comprendo…» ¿Y eso de qué sirve? ¡Me importa un pito que me comprendan! La lucecita hizo una rápida curva sobre su cabeza. —Lo que tiene que hacer un padre no es sólo comprenderte… Lo que importa es que te quiera siempre, pase lo que pase. Hubo otro silencio. Mona chupaba furiosamente su colilla. Temblaba, pero no de frío, sino porque estaba muy afligida. Cuando acabó de fumar abrió un poco la ventana. —Vuélvete a la cama, niña. Te vas a acatarrar. Loella se acostó y Mona cerró la ventana. Luego su boca se abrió en un enorme bostezo y murmuró, soñolienta: —Demonio, qué tarde es. Tenemos que dormir. Buenas noches, niña. —Buenas noches. Mona se volvió de cara a la pared. Siempre se movía mucho en la cama antes de dormirse, se estiraba y daba vueltas. Loella estaba tumbada de espaldas, mirando al techo, con la cabeza llena de pensamientos que se mezclaban, iban y venían. Pero uno volvía constantemente. Era una pregunta que quería hacer a Mona desde hacía mucho tiempo, pero no se había atrevido. —Mona… —¿No duermes todavía? —Quiero preguntarte algo. ¿Recuerdas lo que me contestó el vaso? Los espíritus dijeron Abril, ¿te acuerdas? —Claro. —Me engañaron. En Abril no pasó lo que yo esperaba. Y quiero saber por qué. Mona se movió ruidosamente en su cama otra vez, levantó la cabeza, la apoyó en su mano y miró en la oscuridad hacia Loella. —No tienes que hacer mucho caso. —¿Pero por qué me engañaron? Mona rió sin contestar; pero Loella no se dio por vencida. —Si sabes algo, Mona, debes decírmelo. Mona dijo suavemente: —Fue una broma. —¿Una broma? —Sí… En el mes de Abril se pueden decir mentiras… para divertirse. ¿Nunca has oído hablar de esa costumbre? —No… —Vaya, pues ya era hora. Y no pongas esa cara tan triste. Duérmete, niña. Buenas noches… Capítulo 19 LE habían tomado el pelo, ni más ni menos. Todo había sido una broma. Los espíritus se habían divertido a su costa. Era una estúpida, pensaba Loella. Pero ahora tenía que sobreponerse y meditar con realismo en la situación, en vez de caer en la tentación de hacerse ilusiones. Y eso fue lo que hizo. Se preguntó a sí misma: ¿Qué le hacía creer que su padre se acordaba de ella? Respuesta: Ciertas palabras de Agda Lundkvist, oídas a medias. Especialmente, la afirmación de que su padre la quería porque se parecía mucho a él. Pero no, eso no podía ser cierto; si lo fuera, se la hubiera llevado mucho antes, sin dejar pasar tantos años. ¿Y por qué creía que vendría ahora? Respuesta: Porque tía Adina afirmaba que todo lo que ocurre tiene un sentido. Y el único sentido que podía descubrir en su desdichada marcha a la ciudad era el de que allí encontraría a su padre. Ahora veía muy claro que estaba equivocada. Había buscado ese oculto sentido sin encontrarlo; por eso se había inventado uno. Se había engañado a sí misma. Nadie más que ella tenía la culpa. Todo había sido pura fantasía. Imaginaciones tontas. Papá no quería saber nada de ella. Era absurdo pensar lo contrario. Andaba viajando por todos los países del mundo, durante muchos años, y la había olvidado. No era razonable esperar otra cosa. Además, no es lo mismo cargar con una niña pequeñita que con una ya crecida. Se ve que molestan. No había más que fijarse en el padre de Mona, por ejemplo; se cansó de ella, le importaban más otras personas. Si no, hubiera querido que Mona viviera siempre con él. Sin duda todos los mayores eran así. Y había que aceptarlo. Y no sólo los padres; las madres también. Como la de Mona y la suya, que estaba en América y ni siquiera escribía. Uno debe aprender a arreglárselas por su cuenta, sin contar con nadie. Así debía ser. Basta con pensarlo tranquilamente para entenderlo. Y en cierto modo es una forma de liberación abandonar las falsas ilusiones, no esperar nada en lo sucesivo. «Cortar», como decía Mona. Por lo menos le quedaba una satisfacción: la de saber que su padre no había tenido ocasión de cansarse de ella, como le había pasado al de Mona. A Loella, su padre la había olvidado, simplemente. Así no había entre ellos ni amargura ni tristes recuerdos. No había nada. Era mucho mejor. Pobre Mona. Menos mal que tenía ese carácter tan animoso. Estaba contenta, como siempre; cantaba sus canciones, vivía como si todo fuera estupendo, aunque aquella noche hubiera llorado tanto. Y eso que Mona no tenía a nadie a quien recurrir. Loella tenía a tía Adina, que le escribía muy seguido y le pedía que volviera a su lado. Ahora se daba cuenta de lo que valía. Era una persona en la que se podía confiar, no fallaba nunca. Loella le escribió en seguida. Querida tía Adina: Gracias por tu carta y por el dinero. Me compraré algo con él. Aquí el tiempo pasa muy despacio. Antes pasaba más rápido porque me estaba haciendo ilusiones. Ahora ya no me las hago. Tú dices que debemos buscar el sentido que tiene todo lo que ocurre. Pero a veces uno no encuentra más que una tomadura de pelo. Puede que a ti no te pase porque eres mayor y no te dejas engañar. Quiero decirte que yo pensaba que un padre es lo mejor que un niño puede tener en este mundo. Y ahora te diré cómo es el padre de Mona. Se cansó de ella y sólo quería quitársela de encima. Pienso que hubiera sido mucho mejor no tenerlo. Rudolph y Conrad están bien y han crecido. En cuanto acabe el curso, volveré a casa. El último día es el 5 de junio. Así que no puedo moverme hasta entonces. ¿Has ido a nuestra cabaña? ¿Sigue Papá Pelerín en su sitio? Espero que sí. Habrá resistido bien el invierno porque antes de irme le puse el impermeable. Supongo que ahora habrá muchas flores. ¿Han florecido las lilas? ¿Y el manzano? Quizás no, porque se está haciendo viejo. ¿Te acuerdas de la malva que planté junto al porche? ¿Ha crecido? Compraré semillas con el dinero que me mandaste y las llevaré para plantarlas todo alrededor de la casa. Quedará preciosa. Por favor, escríbeme pronto. Te quiere mucho LOELLA P.D. ¿Cómo está Fredrik Olsson? Aquí te mando un sobre con sellos extranjeros que me han regalado. La próxima vez que tú o tío David vayáis al bosque, ponedlo en el brazo de Papá Pelerín. Fredrik se lo llevará. El me dio a mí muchas cosas, cuando estaba sola. Sabrá que yo se los mando. Loella estaba seria, pero más tranquila y animada. Se quedó a gusto después de mandar la carta. ¡Qué buena idea enviarle los sellos a Fredrik Olsson! Loella no quería volver a verlos. Sólo de pensar en ellos se sentía mal. Una idiota, eso es lo que había sido. Al ver que dejaba de recibir sellos de repente, Eva preguntaría: «¿Tu papá ya no te escribe?» Que pensara lo que quisiera. A Loella ya no le importaba. Ahora era libre. Podía abandonar la ciudad en cualquier momento. Si se quedaba hasta el final de curso era por su propia voluntad. Y porque cuando se promete algo hay que cumplirlo. Ella había dicho a la señorita que se quedaría hasta que acabaran las clases. Y la señorita dijo que era una decisión acertada, teniendo en cuenta la importancia de los exámenes. Loella recibió contestación de tía Adina a vuelta de correo: Mi querida y encantadora niña: Me puse muy contenta cuando recibí tu Carta. Qué alegría saber que llegarás el Seis del Mes que viene. Será un día feliz para mí, te lo aseguro. Me dices que los mellizos han crecido, así que estarán muy hermosos. Ahora, querida, escucha lo que tienes que hacer cuando vengas a casa tomas el tren a Mosseryd. Que la Lundkvist o como se llame te acompañe para que no te equivoques aquí te mando bastante dinero para los billetes. Te esperaremos en la Estación con el Caballo y el Carro tío David también irá. Se le ha metido en la cabeza que yo no monte más en el Carro. Es una tontería pero lo dice por mi bien por eso no me enfado con él. Pero si ese día tiene que ir a trabajar al Bosque, un Hombre que está viviendo con Fredrik Olsson se ha ofrecido a ir si hace falta. Así que no debes preocuparte. Ahora voy a contestar a tus Preguntas. Las lilas tienen muchos Capullos. Cuando tú vengas estarán en flor. Y la malva ha crecido mucho. El viejo Espantapájaros que llamas Papá Pelerín y que cuidabas tanto, sigue tan tieso en su sitio. Todo está igual en la cabaña y pasarás un estupendo verano, así lo espero. Mi Pierna esta fuera de Peligro y lo bastante fuerte para correr por los bosques contigo. Todos te damos la Bienvenida. Con mucho cariño. Tu tía que te quiere. ADINA PETERSSON Loella leyó la carta muchas veces y la tranquilizó saber que todo estaba arreglado para su regreso a casa. Se incorporó y echó atrás la cabeza con gesto seguro. La ciudad ya no significaba nada. Había perdido su dominio sobre ella. Pronto la abandonaría para siempre. Nada la ataba. No dependía de nadie. Podía levantar el vuelo libremente. Y sintió que sus antiguas fuerzas renacían. Capítulo 20 LLEGO el cinco de junio. Las clases terminaron y Loella obtuvo muy buenas notas en los exámenes. Hasta le dieron un premio. Tía Svea estaba encantada. Dio una merienda de despedida a Loella en el jardín. Y ahora Loella quería hacer algunas compras porque al día siguiente volvía a casa. Echó a andar por las calles. El sol brillaba con fuerza y una alegre brisa bailoteaba sobre la ciudad. Y aunque es cierto que en este último día se mostraba más atractiva que nunca, no conseguiría engatusarla para que se quedara ni uno más. Tenía bastante dinero porque había guardado casi todo el que le había mandado tía Adina. Primero compró muchas bolsitas de semillas para plantar toda clase de flores. Luego compró un precioso pañuelito bordado como regalo de despedida para tía Svea. Y una rosa de tela almidonada para que tía Adina la pusiera en su sombrero azul de verano. ¿Y qué le podía regalar a Mona? Algo de bisutería, naturalmente. Pasó mucho tiempo mirando. Era divertido ver esas cosas. Por fin se decidió por un par de pendientes largos, relucientes y llamativos. Entonces se le ocurrió que le gustaría llevarse un recuerdo de la ciudad. Después de todo, había estado allí mucho tiempo. No sabía qué comprar. Estuvo viendo cajitas, muñecas, floreros, con el nombre de la ciudad escrito en ellos. No, no le gustaban. Tenía que encontrar algo distinto. No, no compraría ningún souvenir. Ah, sí… lo que más le gustaría llevarse a casa era un olor que había conocido por primera vez en la ciudad y que quería recordar. Un perfume que había aprendido a querer. Entró en una perfumería, muy contenta. —Quiero una pastilla de jabón —anunció. Al otro lado del mostrador estaba una señora joven y gordita. Tenía el pelo corto, negro y rizado, y llevaba varias vueltas de perlas alrededor del cuello. Ofreció una pastilla de jabón a Loella. —¿Esta, por ejemplo? La niña lo cogió, lo olió y volvió a dejarlo sobre el mostrador sacudiendo la cabeza. —No, no huele así. —¡Ah! ¿Quieres una marca especial? —Sí. —¿Cómo se llama? —No sé el nombre, pero sé cómo huele. Los ojos azules de la señora reflejaron su desconcierto. —Tenemos muchísimas clases de jabones —dijo, abriendo varios cajones—. A ver si por casualidad… ¿El perfume no será de lirio del valle o lavanda? Loella sabía que no; podía reconocer perfectamente el perfume de los lirios del valle y de la lavanda. —Será mejor que yo huela los jabones —dijo. Se colocó detrás del mostrador y empezó a husmear una pastilla tras otra mientras la señora la miraba con curiosidad. A veces ella también olía alguno y daba su experta opinión. Debía atender a otros clientes que iban entrando en la tienda, pero Loella seguía imperturbable, olisqueando todas las existencias. Los clientes la miraban algo sorprendidos, pero ella no les hacía caso. Tantos olores distintos le produjeron un ligero mareo. A ratos tenía que descansar la nariz porque de repente no podía oler nada y le parecía que todos los perfumes era el mismo. —¿Qué tal? —preguntó la señora cuando quedó libre—. ¿Todavía no lo has encontrado? —No, pero todavía no los he olido todos. La señora, suspirando, sugirió la conveniencia de averiguar el nombre del jabón que buscaba; pero Loella respondió que era completamente imposible. Cuando dejó en el cajón la última pastilla, asegurando que no era ninguna de aquéllas, la señora preguntó si estaba segura de recordar bien el perfume. Quizás sólo estuviera en su imaginación. Es fácil confundirse cuando se huelen muchos seguidos. —No —dijo Loella muy segura de sí misma—. Lo recuerdo perfectamente. La señora suspiró con más fuerza que antes, desanimada; pero Loella no lo tomó a mal. —¿No hay más jabones que éstos? —preguntó. —Sólo en cajas preparadas especialmente para regalo —dijo la señora con tono preocupado—. Y esos jabones son muy caros. Miró interrogante a Loella. —¿Como cuánto? —Depende… —¿Los puedo oler también? —Sí, claro. La señora sacó unas cajitas muy elegantes. Dentro había jabones envueltos en papeles con artísticos dibujos. Los colocó sobre el mostrador para que Loella pudiera examinarlos. —Verdaderas obras de arte —dijo, mientras su joven cliente los iba oliendo uno por uno. Por fin. —¡Es éste! Loella sostenía una de las delicadas cajitas con dos hermosas pastillas de jabón en su interior. ¿Cuánto valdrían? No se atrevía a preguntarlo; pero la señora dio vuelta a la caja y dijo: —Nueve coronas los dos. Ahora le tocó el turno de suspirar a Loella porque no tenía tantísimo dinero. Los pendientes de Mona habían sido caros y la rosa y el pañuelo también. Sólo le quedaban unas cuatro coronas. No podía comprar la caja y así se lo dijo a la señora. Ella se quedó un momento callada; parecía triste. Suspiró otra vez. Las dos se miraron y suspiraron a coro. Luego dijo: —No acostumbramos a venderlos sueltos, pero ya que te has tomado la molestia de olerlos todos, creo que te puedes llevar uno solo. ¿Cuánto dinero tienes? Loella puso sus monedas sobre el mostrador y ella las contó. —Con esto hay suficiente. La caja ya cuesta bastante y como no te la llevas… Puso la pastilla en una elegante bolsita de papel, sonriendo. —Aquí tienes. Es un jabón finísimo. —Lo sé —dijo Loella. Cogió solemnemente la bolsa de papel y salió a la calle. Ese era el perfume que quería llevarse a su casa. Lo había olido casi a diario desde que había llegado a la ciudad y, para ella, encerraba una especie de significado mágico. Era sinónimo de belleza e inteligencia. De todo lo inalcanzable que sólo se puede percibir como un aroma. Era el jabón que su maestra, la señorita Rose Marie Skog, usaba para lavarse las manos. Capítulo 21 CUANDO Loella hacía su equipaje para volver a casa, vaciando los cajones del armario, encontró en el fondo de uno de ellos dos cosas que le produjeron un sobresalto: la crema para el pelo Pop-Viril y el dibujo que había hecho para el Día del Padre. Sintió un dolor corto y agudo, y volvió a recordar todas sus esperanzas y sus desilusiones. Por un momento la invadió un sentimiento de fracaso; pero en seguida se sobrepuso, tiró el tubo a la papelera y, a continuación, el dibujo. Era la noche anterior a su viaje. Se puso en la boca un chicle, a modo de tónico reconfortante, y siguió preparando febrilmente sus maletas. Cuando Mona entró en la habitación, vio el dibujo en la papelera y lo cogió. —Oye, niña… ¿Tú has hecho esto? Loella se volvió con gesto impetuoso. —Sí. ¡Tíralo inmediatamente! —Es una pena… ¡Es formidable! Te lo digo de verdad… ¡Una obra de arte! Loella no contestó. Trajinaba dándole la espalda a Mona, que se sentó en la cama observando el dibujo. Parecía preocupada. Después de unos minutos, dijo: —Dime, niña… cuando vuelvas a tu casa… ¿con quién vas a vivir? Nunca me lo has dicho. Si este dibujo lo hiciste para tu padre, no deberías tirarlo. Loella se encogió de hombros y Mona suspiró. —¿Es un tipo horrible como mi viejo? ¿Y qué pasa con tu madre? ¿Están divorciados? Hubo un largo silencio hasta que Mona habló de nuevo. —Está bien… No contestes, si no quieres. Sé lo que fastidian ciertas preguntas. Lo único que me gustaría es saber que vas a pasar un verano estupendo. —Sí, estoy segura —dijo Loella rápidamente. Y para cambiar de tema preguntó a Mona qué pensaba hacer en las vacaciones. —Estoy contenta, ¿sabes? Iré a casa de mi tía. Y si mamá arma un lío, no le haremos ni pizca de caso. Mona le lanzó a Loella una tableta de chocolate de una punta a otra del cuarto. Luego dio un dramático informe acerca de lo que su tía le había dicho por teléfono. Había consultado con su espíritu guardián lo que convenía hacer y el espíritu le había contestado que se ocupara de Mona. —¿Y a que no adivinas quién es el espíritu guardián de mi tía? —No sé. —Piensa… En la escuela nos hablaron de él. Es muy famoso. Viene en el libro de historia. Loella, cautelosamente, preguntó si era chino o algo por el estilo. No, era muy antiguo, desde luego, pero de esta parte del mundo. —¿Napoleón? —¡No! ¡Mucho más poderoso! ¡Nostradamus! Era médico, astrólogo y adivino. ¡Imagínate! Mamá no puede nada contra él. Loella estaba muy impresionada y a la vez contenta por Mona. Le hubiera dado mucha pena separarse de ella sin saber que las cosas irían bien. Al día siguiente Loella se levantó muy temprano. Mona estaba durmiendo todavía, pero había prometido ir a despedirla a la estación, alrededor de las once. Echó un último vistazo a su equipaje para asegurarse de que no se le olvidaba nada. Luego vio el dibujo para el Día del Padre que Mona había colocado sobre una silla. Lo cogió para romperlo, pero por alguna razón no pudo decidirse a hacerlo y lo metió rápidamente en su maleta. Mona tenía razón. Era un bonito dibujo. Cuando salió a la calle, la gente del Hogar no se había levantado aún. Era una hermosa mañana. Los últimos días habían sido cada vez más agradables. La ciudad parecía estar preparándose para una gran fiesta. Los árboles y las plantas del jardín estaban cubiertos de flores de brillante colorido. Las casas de la gran calle comercial no tenían jardines, pero ese día estaban adornadas con banderas. Era el seis de Junio, fiesta nacional sueca. Las tiendas todavía estaban cerradas y faltaban varias horas hasta que las abrieran. Y la gente dormía. La gente de la ciudad duerme hasta muy tarde, por bueno que sea el tiempo. Como estaba de excelente humor, Loella fue bailando por la calle en dirección a la plaza. Estaba vacía; sólo vio a un guardia que le dio la espalda y prosiguió su ronda, con paso tranquilo, hacia el puente. ¡Qué maravilla! ¡Sola en la ciudad, sola en la plaza! Entre filas de banderas colocadas en altas astas. El sol brillaba y las banderas ondeaban suavemente con la brisa de la mañana. Entonces se le ocurrió algo. Justo en frente del Ayuntamiento había una antigua y hermosa fuente. La había admirado todos los días, durante las últimas semanas de primavera, pero nunca había tenido la suerte de estar junto a ella a solas. Era lo más notable que había visto en la ciudad. El agua que surgía de la oscura piedra era como plata purísima y sonaba al caer como un coro de campanas. La fuente había estado silenciosa, como muerta, durante el invierno; pero al llegar la primavera el agua empezó a brotar. Y le pareció que, en la ciudad, esto era igual a lo que sucedía con los arroyos del bosque, cuando llegaba la primavera. Un agua que no estuviera prisionera en cañerías, sino corriendo viva, libremente, era tan poco frecuente allí, que le habían construido un monumento para bailar a su alrededor. En el bosque Loella celebraba la llegada del buen tiempo bañándose en un arroyo. Ahora se le metió en la cabeza no abandonar la ciudad sin bañarse en la fuente. No era un capricho repentino. Desde la primera vez que la vio había planeado hacerlo. Miró a un lado y otro. Nadie. Se quitó los zapatos, la falda y la blusa. En bragas y combinación, se zambulló en la fuente. El agua estaba muy fría. Igual que la de los arroyos del bosque. Era estupendo sentir sobre su cuerpo el chorro plateado. Había llevado la finísima pastilla de jabón. Se sentó en el borde de la fuente y se enjabonó los pies hasta que se cubrieron de una hermosa espuma. Luego los brazos y la cara. ¡Oh, qué maravilla! ¡Qué exquisito perfume! Chapoteó en el agua y tomó una ducha poniéndose justo en medio del chorro. Y volvió a enjabonarse. De eso no se cansaba nunca. Por fin se enjuagó, cantando, riendo, dando saltos. Había olvidado por completo que no estaba en el bosque, sino en una plaza, en pleno centro de la ciudad, feliz y chorreando. Su ropa interior y su pelo estaban empapados. Podía perfectamente estirarse del todo en la fuente y flotar. Ahora estaba justo debajo del chorro y sacudía los brazos como un pajarito mueve las alas cuando se baña. Recordó la última vez que había imitado a un pájaro, en el tejado de su cabaña, para asustar a Agda Lundkvist y a su marido. Pero entonces era un pájaro triste y ahora era uno lleno de felicidad. Sí, sentía exactamente como si se estuviera convirtiendo en un pájaro. ¿Acaso no iba a emprender el vuelo? Salió del agua, agitada y temblorosa, y algo la volvió bruscamente a la realidad. La sombra de un pájaro mucho más grande se proyectó sobre ella. Era el policía. No lo había visto venir y ahora estaba a su lado, mirándola, pero no sintió miedo; sólo la alegría de estar viva. El parecía divertido. —Chuí, chuí… —dijo Loella, imitando el gorjeo de un pájaro, mientras miraba el uniforme azul. El policía la observaba como si no pudiera dar crédito a sus ojos. Era imposible saber si estaba enfadado o simplemente sorprendido. —¡Chuí! —contestó con tono cortante y sarcástico—. Haga el favor de ponerse sus plumas, palomita, y vuele de aquí en seguida. Esto no es un baño público. Se fijó en el agua de la fuente, que ya no estaba tan límpida como antes, y quitó un poco de espuma que había en el borde, refunfuñando. Loella se puso de deprisa la blusa y la falda. No resultó agradable, con lo mojada que estaba su ropa interior. Mientras, el policía dijo: —Un gatito salvaje, eso es lo que eres. Me acuerdo muy bien de ti. Entonces ella se dio cuenta de que era uno de los guardias de la Noche de Walpurgis, el que las había acompañado a Mona y a ella al Hogar. —¿Te vas a pasar todo el verano aquí, poniendo en peligro a la ciudad? —preguntó. —Hoy mismo me voy a casa —dijo Loella—. ¡Adiós! —¡Vaya! ¡Una buena noticia! —contestó el policía; pero ya no parecía tan severo. Loella envolvió la pastilla de jabón en su precioso papel y salió corriendo. El sol calentaba mucho y la ligera brisa secó su cabello y su ropa. Estaba satisfecha. Había dicho adiós a la ciudad. Podía dejarla sin la menor pena. *** Después del desayuno, tía Svea llevó a Loella a la estación en su pequeño coche. Mona iba con ellas. De camino, recogieron a los mellizos en casa de Agda Lundkvist. Ella y su hijo Tommy querían ir también a la estación, pero no cabían en el coche. Agda Lundkvist estaba desilusionada. Miraba ceñuda a Loella, casi como si la hiciera responsable de que el coche fuera tan pequeño, pero no le dijo nada. Sólo repitió, nerviosamente, que sentía no poder despedirse como hubiera querido de sus tesoritos, como llamaba a Rudolph y Conrad. —Los pobres estarán muy tristes sin mí —añadió, esperanzada. Pero Rudolph y Conrad no estaban nada tristes. La novedad de la situación los absorbía por completo. Los niños pequeños olvidan fácilmente. Ahora dedicaban todas sus gracias a Mona, que parecía emocionada. Se portaban con Agda Lundkvist, en aquel momento, igual que con Loella cuando abandonaron la cabaña. Agda Lundkvist lo tomó muy a pecho. Intentaba en vano atraer su atención con mil triquiñuelas. Al ver que no lo conseguía, se echó a llorar recurriendo al apoyo de Tommy. —Mi pobre hijito… tampoco te hacen caso a ti. Ya no te quieren, Tommy. Pero Tommy brincaba de aquí para allá, tan regordete y feliz como siempre. ¿De qué hablaba su madre? Naturalmente que los mellizos le querían. No, nada podía preocupar a Tommy. No dejó de brincar ni siquiera cuando el coche arrancó y su madre escondió la cara en el delantal. Era un niño feliz, como Rudolph y Conrad lo eran también, a su manera. Ahora estaban sentados en las rodillas de Mona, encantados con su pelo rubio, y dándole tirones mientras Mona chillaba y reía a pesar de que tiraban bien fuerte. Una vez en la estación, Loella dio el pañuelo a tía Svea y los pendientes a Mona. A ella le regalaron un libro de versos elegido por tía Svea, un bolígrafo y un gran paquete de chicles que le compró Mona. —Tienes para todo el verano —dijo Mona. Luego se quedaron mudas las tres. Lo que querían decir ya lo habían dicho. Y lo que no se habían dicho, no era momento de decirlo ahora. Se limitaban a repetir las mismas cosas. No había nada que añadir. Todo el mundo ha pasado alguna vez por esta embarazosa situación. El tren vino a liberarlas de ella. Por fin tenían algo de qué hablar. Corrieron con las maletas a lo largo del andén. Mona llevaba la de Loella, Loella la de los mellizos y tía Svea llevaba a Rudolph y Conrad. Por suerte encontraron un compartimento vacío. Aunque el viaje no era muy largo, tía Svea les preparó bocadillos y una botella de limonada. Se despidieron. Mona y Loella tenían un nudo en la garganta, pero pretendían disimularlo. Ahora tía Svea y Mona estaban en el andén y Loella había bajado la ventanilla. Hablaron vagamente de escribirse, bromeando. Mona aseguró que ella era incapaz; pero Loella le recordó que había prometido preguntar a su tía quién era el espíritu guardián de Loella y al menos para decírselo tendría que escribirle. —Ya verás cómo es un campeón de carreras —dijo Mona. —Vendrás a vernos si alguna vez vuelves a la ciudad, ¿no es cierto? — dijo Tía Svea. Loella contestó sinceramente que no pensaba volver a la ciudad nunca más. —Bueno… entonces iré yo a verte. Loella dijo, también sinceramente, que le gustaría mucho. Mona debía ir con ella; pero que no se asustaran del espantapájaros que estaba entre las frambuesas. Lo había hecho sólo para que asustara a… El tren empezó a moverse y tía Svea no oyó lo que Loella estaba diciendo. Ella y Mona corrieron junto al tren. —¿A quién tiene que asustar? —preguntó tía Svea. —A mis enemigos. El tren empezó a ir deprisa. Tía Svea saludaba y sonreía. Pensaba que era una suerte no encontrarse entre los enemigos de Loella. Mona corría aún junto al tren. —Te escribiré aunque sea unas líneas para decirte lo del espíritu. ¡Saluda al espantapájaros de mi parte! —Abrazos para Maggie… —Se los daré… ¡Buena suerte, niña! —Adiós… Mona y tía Svea estaban cada vez más lejos. Se iban haciendo pequeñas, pequeñas… hasta desaparecer. Loella subió la ventanilla y se sentó con un niño a cada lado. Cerró los ojos y pensó que había hecho muy bien evitando tomar demasiado cariño a nada ni a nadie en la ciudad; ni siquiera a tía Svea o a la señorita Skog. No le hubiera resultado difícil, pero entonces las cosas hubieran sido más tristes ahora, en el momento de la despedida. Un segundo después desenvolvía los bocadillos y los tres empezaron a comer con buen apetito. Capítulo 22 MUCHO antes de llegar a la estación de Mosseryd, Loella y los mellizos ya estaban preparados para bajar. Ella se sentía mucho más contenta de lo que había estado últimamente. Todos sus sentidos estaban despiertos, alerta. Miraba con atención el paisaje que se deslizaba tras la ventanilla y tomó posesión de él. Un pez fuera del agua: eso había sido ella en la ciudad; pero ahora volvía a su verdadero elemento. El mundo de la ciudad había sido como un extraño sueño; un sueño bueno, quizás, para haberlo soñado, pero del que era agradable despertar. Los bosques, a cada lado de las vías, se iban haciendo más densos. Pronto pudo ver la caseta amarilla de la estación. Asomaba en un claro, en medio de la masa verde de los árboles. El corazón de Loella empezó a latir violentamente. Allá, bajo el viejo tilo, vio a Bella, el caballo de tía Adina, y el carro. Pero no pudo distinguir si el conductor era tío David o el hombre que vivía con Fredrik Olsson. No vio a nadie. El tren se detuvo y alguien vino hacia ellos. ¡La propia tía Adina! Con su gran sombrero azul. Saltaron del tren directamente a sus brazos. Tía Adina estaba tan emocionada que al principio no pudo decir ni una palabra; pero un minuto después ya hablaba tanto como de costumbre. Un empleado bajó las maletas y en seguida el tren se puso en marcha y desapareció en la distancia. Loella se quedó mirándolo. Ahora sólo importaba el presente. Lo primero que notó fue el increíble, maravilloso silencio que no existía en la ciudad. Había olvidado cuál es el sonido del silencio. El sonido del aire y el viento. Abrió su maleta y sacó la rosa. Dio unos pasos de baile alrededor de tía Adina antes de colocarla en su sombrero azul. —¡Dios mío! ¡Qué cosa tan bonita! —exclamó tía Adina, mirándose en una de las ventanas de la estación para juzgar el efecto—. Es como si tuviera un sombrero nuevo. Muchas gracias, pequeña. Loella la observó encantada. —Estás guapísima. —¿Quién? ¿Una vieja como yo? —rió tía Adina mientras sujetaba bien la flor en el sombrero—. No… En la ciudad sí que debe de haber gente guapa. Loella contestó tajantemente: —¡Qué va! Allí no hay más que… gente de la ciudad. Montaron al carro. Tía Adina dejó que Loella cogiera las riendas y ella se ocupó de los mellizos. Suspiró, satisfecha. —Nunca sabrás cuánto he esperado este momento, pequeña… Tanto, que David tuvo que rendirse y dejarme que viniera a buscarte yo misma. Loella chasqueó la lengua y Bella echó a andar. El carro crujía en su camino a través del hermoso paisaje de verano. El sol brillaba. A cada lado crecía una alfombra de hierba de un verde reluciente y sembrada de flores. El aire estaba lleno de zumbidos y trinos. Al llegar al pueblo, Loella se puso de pie. Se metió un chicle en la boca y siguió así, bien erguida, para que todo el mundo la viera. Una sonrisa victoriosa jugueteaba en sus labios. No miraba ni a la derecha ni a la izquierda. Pero los demás sí la miraban. Podía sentir sus ojos sobre ella. Como hacía tan buen tiempo, la gente estaba fuera de sus casas y tía Adina saludaba a cada momento. Loella llevaba la bonita blusa azul de América y el collar rojo. La miraban con la boca abierta. Chicos y grandes flanqueaban la calle del pueblo. Echó la cabeza hacia atrás y azuzó a Bella. Y oyó comentarios de sorpresa. —¡Mira! La chica ha vuelto… —¡Vaya elegancia…! Pero nada más. Ni una vez aquello de Loella Malos Pelos. Dejaron atrás el pueblo y se adentraron en el camino que llevaba derecho al bosque. El camino de vuelta al hogar. Loella se estremeció. El silencio, las sombras y «una lluvia tranquila de rayos de sol» entre los árboles. Flor que nace en las estrellas, Ardilla que canta a la luz de la luna… Iré por el camino que atraviesa el bosque… Ya estaba en casa, por fin. Bella trotaba sobre la hierba. Subían una cuesta y las sombras eran cada vez más espesas. Se estaban acercando al matorral de frambuesas y el corazón de Loella empezó a latir violentamente. Recordaba la última vez que había pasado por allí. Era el mismo sitio donde el coche se quedó esperando para llevarla a la ciudad. Y recordaba cómo extendía Papá Pelerín los brazos hacia ella para protegerla. Ya podía ver, un poco más arriba, el matorral. Estaba cubierto de flores. Y en seguida vería a Papá Pelerín con los brazos abiertos; pero ahora, para darle la bienvenida. Miraba, miraba… ¡Ahora debía verlo! Ahora… ¡¡No estaba allí!! ¡¡No estaba en su lugar!! Sorpresa, decepción y disgusto se reflejaban en su rostro cuando se volvió hacia tía Adina gritando: —¡Tía Adina! ¡Papá Pelerín se ha ido! Tía Adina abrió mucho los ojos y se puso colorada. —Sí, pequeña. Qué cosa tan rara… —¡Tú me dijiste en tu carta que seguía estando ahí! ¿Pero qué te pasa? ¿Cómo te puedes reír? —Oh, no, querida… Estoy segura de no haberme reído. Para mí también es un misterio. David y yo estuvimos aquí hace apenas una semana y estaba en el mismo sitio, tan tieso como siempre… —Entonces… ¿quién se lo ha llevado? —¿Cómo quieres que lo sepa? Date una vuelta y mira… A lo mejor lo ha tumbado el viento. —Imposible. Estaba muy bien sujeto. Y si aguantó todo el invierno no se iba a caer precisamente ahora. Aquí está pasando algo muy extraño. Loella detuvo el carro y miró a tía Adina seria e interrogativamente. —Aquí está pasando algo extrañísimo —repitió. —No… no lo creo. ¿Dónde tengo las gafas? La cara de tía Adina estaba más roja aún que antes y tenía una incomprensible expresión. Buscó nerviosamente sus gafas y acabó por encontrarlas en el bolsillo de su vestido. Se las puso con mano temblorosa y escudriñó los matorrales. Loella la observaba con el ceño fruncido. ¿Qué le pasaba? Tía Adina no parecía la misma. Estaba completamente cambiada. —¡Mira, pequeña! —gritó de repente—. ¡Hay algo entre las matas! ¿Ves? ¡Lo que te estaba diciendo! Tu espantapájaros se ha venido abajo. Loella miró hacia donde señalaba. Sí, era verdad. Había algo en ese lugar. Sí, solamente se había caído… Pero aún no comprendía cómo. —¿No vas a echar una ojeada? —Sí. Loella entregó las riendas a tía Adina y bajó de un salto. —¿Dónde está la llave de la cabaña? Voy para allí con los mellizos y preparo algo de comer mientras tú te ocupas de ese viejo espantapájaros. —La llave está en el fondo de mi maleta. Tía Adina chasqueó la lengua vigorosamente para que Bella echara a andar de nuevo y se alejaron. Loella, sorprendida, se quedó mirándolos. ¿Por qué tanta prisa de repente? Por lo general, a tía Adina le gustaba hacer las cosas con calma. ¿Qué le pasaba? Luego lo pensaría. Ahora debía cuidar a Papá Pelerín, pobrecito. Lo vio tumbado en el suelo. ¡Vaya manera de recibirla! Corrió hacia el matorral. Pero al llegar allí se puso terriblemente furiosa. No era Papá Pelerín, sino un hombre desconocido el que tomaba el sol, justo en el lugar donde Papá Pelerín solía estar firmemente plantado. Y de él, ni rastro. El extranjero hasta se había atrevido a quitarle su sombrero de ala ancha. Lo llevaba puesto, así que no podía negar su delito. Loella estaba tan encolerizada que tiró el chicle y vociferó con su más tremendo tono: —Flor venenosa, luna negra, nido de culebras… ¿Está loco o qué? ¿Se puede saber qué hace aquí? El se limitó a mirarla. Seguía sentado, mirándola con una expresión divertida. Loella dio una patada en el suelo. Estaba tan furiosa que empleaba las palabras que había olvidado en la ciudad. Salían con la fuerza de un torrente de su boca. —Tiene todo el bosque para usted, si quiere. ¡Pero no el sitio de Papá Pe…! ¡No éste sitio! ¿Y dónde ha metido a Pap…? Quiero decir, al viejo espantapájaros que estaba aquí. Porque me doy cuenta perfectamente de que usted se lo ha llevado. ¡Así que vaya a buscarlo y tráigalo en seguida! ¡Ahora mismo! El hombre se puso de pie y abrió los brazos, igual que Papá Pelerín. —¿Qué tal? ¿Lo hago bien? —preguntó. Fueron las primeras palabras que pronunció. Querría escurrir el bulto haciéndose el gracioso; pero ella lo miró despectivamente y no se dignó contestar. —¿Crees que puedo espantar a los pájaros? —dijo él. —Aquí nadie ha querido espantar a los pájaros, sino a la gente, y usted no sirve para eso. ¡Déjese de bromas estúpidas y vaya a buscar a Pap… al espantapájaros! El hombre bajó los brazos y se quitó el sombrero. Parecía triste. Dijo que no era agradable descubrir que hasta un espantapájaros valía más que él. Loella lo miró, desconfiada. —Me parece que usted está un poco chiflado —dijo, algo más amistosamente—. ¿Qué está haciendo en el bosque? Entonces él le explicó que había estado viviendo un par de meses con Fredrik Olsson y que el bosque le gustaba. En otros tiempos había tenido allí su casa. Y cuando recibió una carta donde le decían que podía volver, se había puesto muy contento. Aseguró que nada en el mundo le hubiera hecho más feliz que aquella carta. Ah, sí, pensó Loella. Debía ser aquel hombre que tía Adina mencionara cuando le escribió a la escuela. El que iría a buscarla si los demás no podían. Claro, tenía que ser el mismo. ¿Pero por qué se había llevado a Papá Pelerín? Era incomprensible. Se calmó poco a poco y le preguntó si Fredrik Olsson había recibido el sobre lleno de sellos que ella le había mandado. —Sí y se alegró mucho. Eran sellos muy bonitos y nada corrientes. —Sí, ya sé —dijo Loella. Se sentía insegura. No sabía qué hacer en aquella situación. Ni cómo obligar al hombre a que fuera a buscar a Papá Pelerín. Quizás, si supiera lo útil que era para ella y para Fredrik Olsson, lo haría de buena gana. Por eso empezó a explicarle para qué usaban al espantapájaros: como una especie de mensajero que se ocupaba del correo, los paquetes, la leche y toda clase de cosas. Y que mantenía lejos a los intrusos. Por lo general se detenían y no iban más allá cuando lo veían. —Sí, ya lo sé —contestó él. Ella se enfadó de nuevo. —Entonces, ¿por qué no lo trae? —dijo con firmeza, clavando en él sus relucientes ojos negros. No contestó en seguida. Iba y venía dando zancadas entre las matas, con aspecto pensativo. Loella aprovechó la oportunidad para examinarlo bien. Era alto, tenía la piel curtida y un pelo muy espeso y negro. Los ojos, marrones, como ya había notado antes. No parecía un delincuente. En aquellos momentos lo que parecía era triste y preocupado. —¿Cómo llamas a tu espantapájaros? —preguntó. Loella se sonrojó. —¿Y a usted qué le importa? —contestó fríamente. —No, nada… —dijo él suspirando. Y siguió hablando como si ella no estuviera allí. Dijo que quizás fuera demasiado tarde. Que quizás él no podría remplazar nunca a un viejo espantapájaros. Loella lo miraba, pensando que le faltaba un tornillo. El continuó diciendo que iba a dejar la casa de Fredrik Olsson. —Tengo una hija y pensé que podría irme a vivir con ella —dijo. —La echo mucho de menos y me gustaría saber si ella se acuerda de mí alguna vez. Estas palabras pusieron en guardia a Loella de nuevo. Le hicieron mal efecto. Le recordaban algo que debía olvidar. ¿Qué tenía que ver ella con ese hombre y su hija? Nada, desde luego. Dio media vuelta y se alejó de él. —Adiós. Pero él gritó: —¡Espera! ¿No quieres saber cómo se llama mi hija? —No. —¿Por qué no? —Porque no es asunto mío. Loella hacía todo cuando podía por conservar una actitud indiferente. Hablaba con tono frío y cortante, pero aquel tema le resultaba tan doloroso, que en realidad estaba emocionada. —No estés tan segura —dijo él. Era demasiado. Loella se paró en seco y se volvió hasta enfrentarse con el hombre. Sus ojos echaban chispas y su voz resonaba como el chasquido de un latigazo. —Lo que sé —exclamó— es que estoy harta de usted y de su hija. Lo único que me importa es que ponga a Papá Pelerín en su sitio… mi espantapájaros para espantar a la gente. ¡Y nada más! ¡Adiós! Echó a andar. El profundo silencio del bosque la envolvió por completo. Apretó el paso. Entonces oyó una voz a sus espaldas. —Mi hija se llama Loella… Loella… Ella siguió andando. —Su nombre es Loella… Se volvió y anduvo despacio hacia el hombre sin atreverse a mirarlo. Era como si caminara en sueños. No pensaba nada, pero sus ojos y sus oídos estaban extrañamente alerta. Veía cada insecto en la tierra; se sentía capaz de oír cada paso que dieran en el bosque, cada aliento, cada soplo de viento. Todo se estremecía, lleno de vida, a su alrededor, arriba, abajo. Pero aún no se atrevía a levantar la mirada. —¿Cómo se llama? —susurró débilmente. —Loella. Cuando, por fin, miró al hombre, él estaba de nuevo en el sitio de Papá Pelerín, con los brazos abiertos, igual que el espantapájaros. —¿Lo hago mejor ahora? —preguntó. Ella no contestó. Todavía no comprendía bien lo que estaba ocurriendo. Tuvo que preguntar otra vez: —¿Cómo se llama su hija? —Loella. Por un momento, vaciló. Tenía que asegurarse de que no estaba inventándose historias. Que no iba a despertarse frente al espejo del Hogar. Cerró los ojos, los abrió, los volvió a cerrar. Y los mantuvo cerrados un buen rato. Luego los volvió a abrir. El seguía allí, igual que antes. No era una ilusión. Era real, y al comprobarlo se sintió confusa. Ella, tan fuerte siempre, no sabía qué hacer. Dio una vuelta completa alrededor del hombre, diciendo: —Yo también me llamo… Loella. El silencio en el bosque era total. No se oía ni el más pequeño paso ni el más suave aliento. Sólo se oía la voz del hombre. —Entonces tú debes ser mi hija. Sí, entonces tú eres mi hija. Los árboles y las flores que los rodeaban, los insectos que se deslizaban a sus pies y los pájaros que volaban por el cielo, todos pudieron oír esas palabras: Entonces tú eres mi hija…