Summary

Loella, a twelve-year-old girl, has a special friendship with a scarecrow. A letter arrives that changes her life forever. The story explores themes of friendship and overcoming adversity.

Full Transcript

Loella, una chica de doce años, tiene como mejor amigo a Papá Pelerín, el espantapájaros. Su madre está siempre de viaje y su padre simplemente no existe. A la cabaña del bosque llega una carta que cambiará la vida de Loella para siempre. ¿Qué destino le aguarda? ¿Encontrará lo que lleva tanto tiem...

Loella, una chica de doce años, tiene como mejor amigo a Papá Pelerín, el espantapájaros. Su madre está siempre de viaje y su padre simplemente no existe. A la cabaña del bosque llega una carta que cambiará la vida de Loella para siempre. ¿Qué destino le aguarda? ¿Encontrará lo que lleva tanto tiempo buscando? Un libro en el que se pone de manifiesto el valor de la amistad en la superación de las dificultades. María Gripe La Hija Del Espantapájaros El Barco de Vapor - Serie Roja - 2 ePUB v1.0 Staky 12.09.12 María Gripe, 2005 Ilustraciones: Marina Seoane Diseño/retoque portada: Marina Seoane Editor original: Staky (v1.0) ePub base v2.0 Capítulo 1 LOS dedos de Loella estaban rojos de frío. A cada rato tenía que dejar la cesta en el suelo para frotárselos y calentarlos un poco. No era fácil descubrir las setas entre tantas hojas. Y más, ahora que estaba terminando el otoño y apenas si quedaban. Aunque rebuscó obstinadamente, encontró sólo un puñado. Se iba haciendo de noche y las sombras crecían, cada vez más oscuras, entre los árboles. Era un paisaje triste. Las hojas ya no brillaban como antes y no eran ni amarillas. Se estaban volviendo marrones. La lluvia caía lenta y pesadamente. Noviembre. Se incorporó ciñéndose la chaqueta para abrigarse mejor. En el fondo de la cesta había sólo unas pocas setas empapadas. No eran suficientes y aguzó la vista buscando más. Tal vez… algo más allá… No, eran piedras húmedas. Pero allí… sí, allí había setas. No muchas, pero algo es algo. Ahora tenía que recoger leña para el fuego. Se estaba haciendo de noche muy de prisa. Y la lluvia seguía cayendo. Su pelo chorreaba. Se lo apartó de la cara con un movimiento impaciente. Le caía sobre los ojos cada vez que se inclinaba. Lo tenía muy largo, espeso y negro. Y era cierto, como decían, que se enroscaba como serpientes sobre su espalda. Oh, sí… Sabía perfectamente lo que decía de ella la gente del pueblo. Pero no la molestaba. Que gritaran ¡Malos Pelos! a su paso, si les apetecía. Nadie conseguiría hacerla enfadar. Después de todo, Malos Pelos no era un apodo estúpido. Sonaba a algo peligroso, que daba miedo, y eso le gustaba. No le preocupaba en absoluto que los demás no quisieran nada con ella. Mejor, así los mantenía a distancia. Ella tampoco los podía aguantar. En algo, al menos, estaban de acuerdo. No eran más que una banda de viejos locos y santurrones, lo sabía perfectamente. Y tampoco ignoraba que su carácter era terrible. ¡Pero qué remedio! No conviene ser demasiado blanda cuando una vive sola en el bosque con dos hermanitos que cuidar. Su carácter fuerte le ayudaba a combatir las penas y las dificultades. De repente despedía fuego y azufre… y así ahuyentaba las calamidades. Luego todo marchaba bien de nuevo. Ese día, especialmente, una buena tormenta se preparaba en su interior. Sus ojos echaban chispas y tenía el ceño fruncido. Con una especie de furia lunática recogía ramas secas del suelo y las iba echando en un montón. Después se detuvo un momento para remangarse la chaqueta: Era de su madre, de color verde, y a Loella le quedaba tan grande como un abrigo. Miró desafiante a la oscuridad, entre los abetos. La lluvia trazaba líneas paralelas en el aire. «El primero de noviembre», dijo de repente en voz alta. Arrugó aún más el ceño y sus ojos se pusieron tan negros como dos motas de hollín. Mamá había dicho octubre. Había prometido volver para octubre, a más tardar, seguro… Su cólera estalló. Llevaba un collar largo, de cuentas rojas, que su madre le había dado. Se lo arrancó de un tirón y con él azotó el aire produciendo un sonido silbante. —¡Es una vergüenza! ¡Un engaño! —gritó dando una furiosa patada al montón de leña. Sus ojos centelleaban. —¡Estas cosas tan feas no se hacen…! Pronto se calmó. Un momento antes estaba pálida y helada. Ahora sus mejillas se habían puesto encarnadas, sentía calor en todo el cuerpo y rebosaba energía, como si una pequeña máquina hubiera recargado sus baterías. Se frotó la nariz enérgicamente con la manga del jersey y farfulló, dirigiéndose a sí misma con tono de reprimenda: —¡Luna negra, flor venenosa, nido de culebras…! ¡Castigo para Loella por hablar así! ¡Castigo! Luna negra, flor venenosa, nido de culebras: eran las palabras misteriosas que usaba siempre que las cosas iban mal. Las cambiaba, las entrelazaba como una especie de fórmula mágica para conjurar la mala suerte. Cuando estaba contenta usaba otras distintas: «Luna blanca, flor perfumada, nido de pájaros…». Eran su manera de decir «gracias» a los poderes benéficos y un ruego para que no la olvidaran. Pero hacía mucho tiempo que no las usaba. Se sentía abandonada porque su madre nunca volvía y ni siquiera escribía. Era terrible pensar que estaba en alta mar, en medio de las tormentas del otoño y la oscuridad del invierno. Podía pasarle alguna desgracia. Siempre estaba preocupada por mamá. Era casi un alivio convertir su inquietud en rabia, como acababa de hacer. Se liberaba de ella, al menos por un rato. Volvió a ponerse el reluciente collar. ¡Quedaba tan bonito sobre el jersey verde! Era un collar precioso. Podía decir que sus cuentas eran de coral auténtico, según le explicó mamá en una carta, porque tenían exactamente el mismo color, aunque en realidad eran de plástico. Pero a ella no le importaba que fueran o no de coral. ¿Qué más daba? Debía darse prisa. Ató las ramas con una cuerda, se las echó a la espalda y cogió la cesta con las setas. Entonces empezó a andar rápidamente. Era casi de noche y la lluvia no dejaba de caer. Ya podía ver la cabaña, allá en el claro, pequeña, gris, agrietada. Se quedó paralizada en su sitio, con el corazón en la garganta. ¿Qué pasaba? Había luz en la ventana. ¿Quién sería? Estaba segura de no haber dejado ninguna luz encendida al salir. Ni la lámpara de aceite ni el fuego. Sus hermanitos dormían. Sintió un estremecimiento de angustia. Echó a andar de nuevo a toda velocidad. Los había dejado solos demasiado tiempo. ¿Pero quién habría encendido la luz? La llave estaba en la cerradura y ella solía dejarla en una rendija, sobre la puerta. Alguien había estado allí. Tiró el atado de ramas al suelo y abrió la puerta. —¡Oh, tía Adina! ¡Eres tú! —¿Y quién querías que fuera, pequeña? —No sé… Como dijiste que no podrías venir hasta el sábado porque esperabas visitas… ¿No han ido? Loella paseó la mirada por la habitación y sus ojos brillaron. Un buen fuego chisporroteaba en la cocina y la lámpara estaba encendida. Olía muy bien. —Tortitas —dijo, husmeando el aire. —Sí, llegas a punto. No, por fin mis amigos no fueron a verme. Telefonearon diciendo que con esta lluvia preferían no salir. Y pensé que lo mejor que podía hacer era pasar un rato con mis pequeños. Y tía Adina se sentó en el sofá para darles sus tortitas a Rudolph y a Conrad. *** TÍA Adina vivía con su marido, David, en una casa pequeña cerca del lago. David Pettersson era un anciano poco hablador. En eso no se parecía a su mujer, desde luego. Se ganaba la vida ayudando a los granjeros del pueblo en el campo, durante el verano, y en el bosque, cuando llegaba el invierno. Un trabajo pesado que le proporcionaba lo suficiente para vivir, teniendo en cuenta que sólo eran él y su mujer. Tía Adina y Loella no siempre se habían llevado bien. Ni mucho menos. Aún recordaban el día en que Loella soltó un ratón en la capilla, justo en medio de una ceremonia de boda. Adina se puso furiosa, y rápida como el rayo la echó fuera a escobazos. Por entonces Adina perdió el reloj de su padre en el bosque. Loella lo encontró y fue corriendo a llevárselo, toda sonrisas y amabilidad. Desde ese día se hicieron grandes amigas. Tía Adina siempre llevaba cestas llenas de comida a la cabaña, cosía y remendaba la ropa de los niños; pero la gente no paraba de comentar cómo era posible que Adina Pettersson pudiera llevarse bien con Malos Pelos, esa chica tan rara que casi nunca se dejaba ver en el pueblo y no hablaba con nadie. Rudolph y Conrad abrían la boca golosamente mientras tía Adina les iba dando trozos de tortita. Sus oscuras cabezas rizadas y sus ojos redondos, de un color azul profundo, les daban el aire de pajaritos recién nacidos. —Ya no hay muchas setas en el bosque —dijo Loella. —Me imagino. Pero no te preocupes. Tenéis comida para varios días. Sólo necesitas calentarla. Mejor que gastes primero las albóndigas. El jamón, como está curado, se conserva más tiempo. Bueno… como te parezca. El pan que hice ayer lo dejé demasiado en el horno. Y los bollos. Pero están ricos de todos modos. Ya verás. Loella estaba sentada a la mesa y asintió con la boca llena. Tía Adina continuó hablando. —¿Has ido al pueblo desde la última vez que nos vimos? Loella meneó la cabeza. —Entonces sigues sin noticias de tu madre, supongo. —Sí. Tía Adina ayudó a Rudolph a beber de su vasito. Se quedó pensativa. —Esta mañana fui a correos y pregunté si había alguna carta para ti, pero no había ninguna. Y si tu madre no escribe, será porque está de camino. Es lo que suele pasar. —Siempre escribe antes de volver. —Sí, ya sé, pero… estamos casi en noviembre, así que… Se quedó callada y le limpió la boca a Conrad. El niño se apoyó en el rollizo brazo de tía Adina y eructó satisfecho. —No quero come más… Esto lleno —dijo con su media lengua. —Lleno… lleno de totitas… —rió Rudolph trepando a las rodillas de Adina. Conrad hizo lo mismo. —Are caballito… Are caballito… ¡Cántalo! Tía Adina cantó: Arre caballito, vamos a Belén, que mañana es fiesta y al otro también. Tenía que cantarlo varias veces para que los niños se quedaran conformes. Pero ya se metían los pulgares en la boca y los ojos se les caían de sueño. La canción de tía Adina tenía una cadencia suave y monótona que nunca cambiaba. Y no es extraño, porque en toda su vida no había cantado más que himnos y nanas. Se levantó, puso a Rudolph y Conrad en el suelo con mucho cuidado, sacó dos cajones del gran armario y los colocó uno junto a otro. En ellos estaban preparadas dos camitas. Lavó a los niños minuciosamente y los acostó. En seguida se durmieron. Mientras tanto Loella recogió la mesa y lavó los platos. En el gran fogón encalado aún ardían unos carbones. Sopló sobre ellos y calentó café para tía Adina. Luego se sentaron a la mesa, bajo la luz circular de la lámpara. Tía Adina bebió su café a sorbitos lentos, saboreándolo en silencio y con la mirada perdida en un punto lejano. Loella apoyó la cabeza en las manos con expresión soñadora; la misma que tenía siempre después de comer las tortitas de tía Adina. Tía Adina dejó la taza. En su pequeña y redonda barbilla había un gesto de determinación cuando rompió el silencio. —Esto no puede seguir así, pequeña —dijo con tono preocupado—. He oído decir que las autoridades de la escuela están dispuestas a dar la batalla otra vez. Cualquier día de éstos aparecerán por aquí. Loella apretó el puño y golpeó la mesa con súbita furia. —Deben estar tontos. Sé leer y escribir. Y también sé aritmética, más de lo que esos cabezotas creen. —Vamos, vamos… —dijo tía Adina suavemente—. Hay que aprender más cosas. Ya tienes doce años. —Precisamente: soy demasiado mayor para ir a la escuela. —No, cariño… Cada vez hay más cosas que aprender. —Bobadas que no sirven para nada. —No, no… No debes hablar así… Tía Adina hizo un gesto con la cabeza, preocupada, y su voluminoso moño se balanceó. —Estoy de acuerdo contigo en que esa gente hace cosas extrañas. Por ejemplo, lo poco que se ocupan de enseñar los salmos. ¡Y no hablemos del catecismo! No sé adonde iremos a parar. En mis tiempos… —Claro, es lo que yo digo: son unos zoquetes. Loella descargó su puño sobre la mesa. —¿Qué quieren? ¿Que nos pasemos la vida en el colegio? ¡Bonito plan! Tía Adina no contestó. Tenía hilo y aguja en la mano y zurcía unos pantaloncitos. De vez en cuando miraba a Loella por encima de sus gafas. Suspiró y luego dijo gravemente: —¿Has estudiado los versículos? Loella asintió con la cabeza. —A ver… Loella, obediente, recitó un himno tras otro sin vacilar. Tía Adina dejó su labor y unió las manos, mientras sus labios, devotamente y en silencio, articulaban las archisabidas palabras. Luego pidió a la niña que repitiera los Diez Mandamientos, lo que ella hizo con la misma seguridad. Tía Adina estaba triunfante. —Si vienen y te preguntan sobre estas cosas, los dejarás con la boca abierta —dijo, pero añadió suspirando—. Aunque puede que no se preocupen de las Escrituras, porque son un montón de paganos. Tienen otras ideas, por desgracia. —Sus ideas me importan un comino —dijo Loella— y se van a enterar en seguida. Tía Adina volvió a suspirar. —Es fácil decirlo, pero ellos tienen la ley de su parte. —¿Y qué? Yo te tengo a ti de mi parte. No se van a salir con la suya… —¿Y qué ayuda puedo ser yo? Una vieja tonta… —La única persona sensata en todo el mundo. Tendrán que metérselo en la cabeza, quieran o no. Tía Adina había terminado el remiendo. Dobló con cariño las ropitas y se incorporó, apoyándose pesadamente en la mesa. La lámpara iluminaba sus gruesas y rojas manos, pero su cara quedaba en la sombra. Su voz sonó algo ronca cuando dijo: —Hazme caso y vente con nosotros la semana próxima, querida… No tengas miedo de David. Mi marido es muy bueno, aunque parezca que se le ha comido la lengua el gato y no tenga tantas ideas como yo. Miró a Loella, que permanecía quieta. —En el desván hay dos bonitas camas para los niños —continuó suplicante—. Hace mucho tiempo que esos cajones se les han quedado pequeños. Tendréis una habitación para vosotros solos. Será estupendo. Ni te imaginas lo bien que estaremos. Loella también se puso de pie y se quedó quieta en el círculo de luz de la lámpara. Estaba pálida y sacudió violentamente la cabeza. —Si mamá viene y no nos encuentra se quedará muerta en el sitio. Tía Adina no pudo contenerse y refunfuñó: —Si es que no se ha muerto ya… —pero en seguida añadió en tono más tranquilo—: Quiero decir que ella debe comprender que no podéis seguir viviendo solos aquí. Creo que le gustará mi idea. Además, todos sabrán dónde encontrarte. Se lo dirán en cuanto llegue, no te preocupes. Y ella vendrá a buscaros. Así tú podrías ir a la escuela y nos ahorraríamos muchos disgustos. Loella miró a la luz y no contestó. —Ahora tengo que irme, pequeña, antes de que la noche se ponga más oscura que la boca de un lobo… Pero deberías hacer lo que te digo. Piénsalo, al menos por los niños. Se puso las botas de goma, el abrigo, y, ya a punto de marcharse, en la puerta, dio un rápido abrazo a Loella. —Piénsalo. —Sí. Había dejado de llover, pero soplaba un fuerte viento. Vieron cómo las nubes se perseguían unas a otras sobre una luna inmóvil. —He puesto en la despensa un poco de mantequilla, un bote de miel y unas cuantas cosas más. Bueno, ya lo verás tú misma… —exclamó tía Adina antes de desaparecer en el viento. Loella se quedó todavía un momento mirándola, hasta que su silueta se desvaneció como una sombra entre todas las que poblaban el bosque. Respiró profundamente y elevó la vista al cielo… Luna, viento, soledad sobre la cabaña; como siempre. Se refugió en el calor de la casa y cerró la puerta. No tenía miedo; pero sí el sentimiento de algo solemne. Se acercó a la ventana y permaneció allí, de pie. La luna la miraba, secreta, curiosa. Ella también la miró, maravillada. La luz de la luna… Un búho chilló. Una y otra vez el búho chilló. Capítulo 2 UN viejecito vivía en el bosque, aún más lejos que Loella; se llamaba Fredrik Olsson. Tenía unos noventa años y no le gustaba la gente, o al menos eso se decía. Quizás no fuera tan malo como también se decía; pero lo cierto es que prefería estar solo. Hablar consigo mismo y no con los demás. Es lo que le suele ocurrir a la gente que ha vivido sola siempre. Cuando se encontraba con alguien, hacía como que no lo veía; y si alguien subía hasta su pequeña cabaña, tenía la habilidad de desaparecer como por arte de magia. Conseguir hablar con Fredrik Olsson era prácticamente imposible. Y no es que le pasara nada extraño. Al contrario, tenía una salud excelente y era tan ágil como un muchacho de veinte años. Trabajaba en el bosque y todos los días iba al pueblo a comprar el periódico y la leche. Al mismo tiempo pasaba por el correo para recoger las cartas de Loella, si es que tenía alguna. Era muy servicial, siempre y cuando no tuviera que hablar con nadie. Por esa razón no llevaba el correo a casa de Loella. Prefería dejárselo a Papá Pelerín. Cerca de la cabaña de Loella había un claro bastante grande cubierto de matas de frambuesas. En verano, sus ramas se cargaban de las frambuesas más gordas y dulces. Para protegerlas —no tanto de los pájaros como de la gente— Loella había plantado un espantapájaros justo en el centro del matorral. Había encontrado un montón de ropa vieja de hombre en la buhardilla, la que su padre usaba cuando aún vivía con ellos. Pensando que debían servir para algo, tuvo la idea del espantapájaros o el espanta-gente, como ella lo llamaba. Se ocupaba mucho de él. De vez en cuando le cambiaba la ropa y procuraba remendar aquellos andrajos lo mejor que podía. Lo llamaba en secreto Papá Pelerín. ¿Por qué precisamente Pelerín? No se sabía. El apellido de su padre era Persson, el de su madre, Nilsson; pero a ella le gustaba llamarse a sí misma Loella Pelerín, simplemente porque le sonaba bien. A veces Papá Pelerín llevaba una chaqueta marrón y pantalones a juego; otras, un abrigo entallado. Y aunque tenía una colección de sombreros, casi siempre llevaba uno de ala muy ancha. También tenía un traje bueno, negro, con rayitas finas y enormemente ancho de espaldas, que usaba los domingos, días de fiesta y en el cumpleaños de Loella. Cuando llovía estaba cubierto con una gran tela negra plastificada y lo menos que se puede decir es que le daba un aspecto terrorífico. Si soplaba el viento y empujaba el impermeable, parecía un fantasma negro, amenazador, capaz de poner los pelos de punta al más pintado. Al pasar por allí, Fredrik Olsson ponía el correo de Loella en uno de los bolsillos de Papá Pelerín. Y si las cartas eran pocas y llegaban muy de tarde en tarde, como solía suceder, Loella igual encontraba algo en el bolsillo: una bolsita de caramelos o una pastilla de chicle. Porque Fredrik Olsson había descubierto, nadie sabe cómo, la gran debilidad de Loella por el chicle y los dulces. A cambio, ella le guardaba los sellos de las cartas de su madre, que podían ser de cualquier país, y los ponía en el bolsillo de Papá Pelerín. Porque Loella se había enterado —tampoco se sabía cómo— que Fredrik Olsson coleccionaba sellos de países extranjeros. Aunque había más de una legua entre sus dos cabañas, eran los vecinos más próximos. Buenos vecinos. Cada uno era el amigo invisible del otro. Pocos días después de la última visita de tía Adina, Loella recibió una carta. Desde bastante lejos vio el gran sobre marrón asomando por el bolsillo de Papá Pelerín. Con el corazón palpitando fuertemente, corrió a buscarla. ¡Era de mamá! Y con matasellos de Gotenburgo. Eso quería decir que estaba cerca de casa. Loella abrió el sobre y de él cayó un pañuelo de seda grande, cuadrado, con dibujos de bonitos colores sobre fondo rojo. Debajo de cada dibujo ponía Londres, París, Nueva York, Madrid, Berlín, Roma. Era precioso. No podía dar crédito a sus ojos. ¿Mamá se habría hecho rica? Leyó de prisa la carta. Era larga, como todas las de mamá. Había tanto que leer… Sus ojos volaron sobre las líneas… buscando… preguntándose si… Hablaba del mar y del tiempo y de los sitios donde había estado en los últimos meses. Había cambiado de barco en Londres; el nuevo barco era más pequeño, pero el capitán era mejor. El pañuelo lo había comprado en Amsterdam; también los había azules, pero ella había preferido el rojo. Habían tenido una tormenta que había durado cuatro días en el Mar del Norte, el barco se movía muchísimo, pero por suerte no había pasado nada malo… Los ojos de Loella volaban sobre las páginas… De arriba abajo; ansiosa; pero no decía nada de cuándo vendría. Se puso de mal humor leyendo, ausente; los pensamientos se amontonaban en su cabeza. Mamá decía tantas cosas sin importancia… Ah, sí, ahí debe estar… Y efectivamente, en la última página encontró la información que buscaba. … Como ves, ahora estamos en nuestro viejo Gotenburgo, y todo está más o menos igual que siempre, me parece, y como recordarás ya hace bastante tiempo que no había pasado por aquí en los últimos viajes con el capitán Bengtsson. Te aseguro que se me hace muy raro estar tan cerca de vosotros y no veros. Pero tú, querida hijita, no debes pensar que no echo de menos a mis pequeños y a nuestro hogar, porque eso es lo que siento a cada momento del día; para mí también es muy duro no estar con vosotros, no creas otra cosa. Pero cuando se tiene la oportunidad de ir a América no se puede desperdiciarla. Allí es donde hay dinero, montones de dinero. ¿No te he dicho siempre que un día seríamos ricos? Parece que ese día ha llegado por fin. Me pagan el viaje y he conseguido un trabajo realmente bueno con una familia noble, de verdad. ¿Te imaginas? Una familia riquísima y excelente de Estocolmo que va a pasar un año en los Estados Unidos y me han dado el empleo porque sé inglés y querían una persona que lo hablara. No tendré tiempo de ir a casa porque el barco sale mañana. He escrito a mi antigua amiga Agda Lundkvist y ella se hará cargo de los niños. Pero a ti no te puede tener, Loella. Esto me tuvo muy preocupada, pero ahora Agda lo ha arreglado todo para que tú vayas al Hogar de los Niños de la ciudad. Después de todo, sólo será por poco más de un año. Está muy cerca de la casa de Agda y puedes ir allí cuando quieras. Agda me ha prometido ir uno de estos días a buscarte en coche. Piensa que sólo será por un año. Hasta puede que yo vuelva antes, para el verano, cuando el cuco canta en el bosque. ¿Quién sabe? Entonces tendrás muchos regalos, todos los que quieras. Así que sé buena chica y pórtate bien en el Hogar de los Niños para que hagas quedar bien a tu madre, que siempre piensa en lo que es mejor para vosotros. Todo el cariño y los besos de MAMA P.D.—Cuida bien el pañuelo para que lo puedas lucir cuando vayas a la ciudad. Es de pura seda artificial. Más besos. Loella estaba aturdida. La carta temblaba en su mano. El pañuelo había caído al suelo. La desilusión la hacía sentirse como vacía. Como si el viento la hubiera traspasado rompiéndolo todo en su interior. No había ni un pensamiento en su cabeza ni una emoción en su cuerpo. No se podía mover. El sol brillaba débilmente. Todos los colores, excepto los negros, parecían desteñidos. El aire era frío, tranquilo, transparente. Los árboles se erguían desnudos, inmóviles. Y el silencio era total, como si todos los sonidos hubieran muerto para siempre. Como si ese fuera el último día del mundo. Entonces, de repente, la parálisis dejó de agarrotarla. Su sangre volvió a fluir de nuevo. Y sus mejillas se pusieron rojas y calientes. No de rabia. Le hubiera gustado, pero no estaba indignada. Lo único que sentía era vergüenza. No podía explicárselo, pero la vergüenza la inundaba hasta ahogarla. Estaba avergonzada. Avergonzada. Por el pañuelo, por la carta. Y por… mamá. Avergonzada por todo. Con mano firme rompió la carta en pedacitos y los echó al viento. Ató el pañuelo al cuello del espantapájaros. Después se sintió igual que antes, en su estado normal. Recogió rápidamente unas ramas secas y corrió a casa. Se había convertido en una costumbre no volver nunca sin llevar unas cuantas. Así siempre tenía combustible a mano. Pero poco después estaba de nuevo junto a Papá Pelerín. Traía el gran impermeable negro, lo envolvió en él y mirándolo fijamente dijo: — Papá Pelerín, lo que tenemos que hacer ahora es asustar a una tal Agda Lundkvist para que nos deje en paz. Asustarla tanto que no le queden ganas de volver por aquí. Luego añadió con una curiosa sonrisa: —Los padres traen a los niños al mundo, pero yo te he hecho a ti, Papá Pelerín y… ¿sabes?… ahora me hubiera gustado haber tenido la oportunidad de hacer también a mamá. Capítulo 3 TÍA Adina se rompió una pierna la misma noche de lluvia en que visitó a Loella, cuando regresaba a su casa. Por eso no llegó a enterarse de que había recibido la carta. Y de todos modos no se hubiera enterado, porque Loella prefería no hablar de ella. Otra cosa que tía Adina no llegó a saber es que Loella había estado a punto de aceptar su invitación, ya que no tenía objeto seguir esperando a su madre. Tía Adina tuvo que ir al hospital a curarse la pierna. Tío David, el marido de Adina, se lo dijo a Loella con su tono lento y sombrío. Llegó con un cesto de galletas y algunas latas, y otro lleno de huevos. Lo puso todo sobre la mesa y permaneció un momento callado, rascándose la cabeza y esforzándose por reunir sus ideas. Por fin estuvo en condiciones de traducirlas en palabras. —Bueno… Adina fue y se rompió la pierna cuando volvía corriendo a casa, la otra noche. Como caía semejante chaparrón… resbaló y se cayó. Yo mismo me la encontré ahí tirada. Así que la llevé derecho al hospital. Loella se mostró muy afligida, pero tío David la tranquilizó. —No es muy grave la cosa… Seguramente estará en casa dentro de un par de semanas. Añadió que había prometido darse una vuelta por la cabaña y ver cómo estaban Loella y los mellizos. Se rascó de nuevo la cabeza y dijo, preocupado: —Tienes que decirme si necesitáis algo… Puedes estar segura de que te lo traeré. Pero a mí no se me ocurre… No sé bien qué les hace falta a unos niños. ¿Sabrás abrir las latas? Naturalmente que Loella sabía hacerlo. Y le dijo que se las arreglarían perfectamente. No necesitaban ninguna ayuda. Siempre habían salido adelante solos. —¿De veras? Pero algo necesitaréis… Ya sabes que he prometido ocuparme de vosotros. No, nada en absoluto, le aseguró Loella. Tenían todo lo preciso. Sentía claramente que su tío estaba violento y que si había ido era porque lo consideraba una obligación. Tía Adina era diferente. Ella iba porque de verdad le apetecía. —Está bien… Pero si pasa cualquier cosa, me lo dices. Al cabo de una semana, la despensa de Loella estaba vacía. Y también la lata donde guardaba el dinero. En el bosque se habían acabado definitivamente las setas. Tenía un paquete de copos de avena para hacer con leche y en el bosque los enebros estaban cargados de frutos con los que preparaba una rica bebida; pero nada más que eso. El temor de que apareciera Agda Lundkvist le impedía alejarse de su casa como no fuera por poco tiempo; pero al fin no tuvo más remedio que hacerlo. Se vio obligada a ir al pueblo y era importante que no la descubrieran. No es que pensara cometer ningún delito, pero sí algo que convenía ocultar. Por la especial naturaleza del asunto era preferible que no la vieran. En el pueblo había una carnicería y una panadería. Ambas tenían en la parte de atrás un patio y en cada uno de ellos había un cubo donde tiraban la mercadería que se estropeaba, aunque fuera sólo un poquito. En el cubo de la panadería se solían encontrar pasteles y tartas con la crema apenas agria. En el de la carnicería había salchichas, chuletas y otras cosas que estaban justo a punto de echarse a perder. Nada realmente malo, porque tiraban todo lo que pudiera tener aunque fuese un ligerísimo mal sabor. Loella había rebuscado en esos cubos en otras ocasiones, antes de que tía Adina apareciera en su vida, y siempre había regresado con un rico botín. Pensaba que era escandaloso tirar cosas tan buenas. La gente del pueblo debía ser muy remilgada. Lo que hacía no se podía llamar robo, excepto, quizás, desde el punto de vista de los cerdos; pero los cerdos del pueblo estaban ya mucho más gordos de lo que les convenía. Además, considerando el trágico objetivo que tenía el atiborrarlos de comida, casi les hacía un favor. Por lo tanto, desvalijaba los cubos sin miedo, con la conciencia tranquila y gran agilidad. Sabía exactamente qué días eran los mejores. Era una excitante aventura. Lo único malo era la amenaza de Agda Lundkvist, que la obligaba a ir y volver mucho más de prisa que de costumbre. Todo salió bien. Encontró un montón de salchichas y lonchas de jamón. Y otro de bollos y pasteles. Al salir de la panadería, una niña la vio y le gritó: «¡Malos Pelos! ¡Eres una ladrona!» Loella la miró despectivamente. Era una cría miedosa y cobardica, incapaz de mantener sus palabras. No valía la pena ni pelearse con ella. —¡Métete en tu casa y límpiate los mocos en el delantal de tu madre, niña! —dijo Loella en un tono más desdeñoso que colérico. Pero la niña empezó a gritar mirando ansiosamente a su alrededor, con la esperanza de llamar la atención de alguna persona mayor. Su deseo se vio satisfecho. Varias ventanas se abrieron y voces de mujeres inquietas preguntaban qué ocurría. Pero para entonces Loella ya estaba muy lejos. Corrió hacia el bosque, satisfecha de su botín, pero muy preocupada. Afortunadamente no había pasado nada. Agda Lundkvist no había aparecido. Todo estaba tal como lo había dejado. Rudolph y Conrad estaban tranquilamente sentados en los cajones del armario que se les habían quedado pequeños para dormir. Lloriqueaban porque tenían hambre, pero no les había sucedido nada malo. Se pusieron muy contentos en cuanto les dio un bizcocho a cada uno. De esta manera Loella se las iba arreglando un día y otro. No era fácil, pero tampoco tan difícil como se pudiera pensar. Estaba acostumbrada a vivir así y la soledad no la afligía demasiado. Los mellizos eran buena compañía y la mantenían ocupada. Por otra parte, contaba con sus amigos. Casi a diario Papá Pelerín escondía algo para ella debajo de su gran impermeable negro y, últimamente, no sólo caramelos y chicles. A menudo encontraba en su bolsillo una salchicha, un trozo de queso o un pan. Toda clase de cosas buenas. Y casi cada día había una botella de leche en su brazo. Loella se la llevaba a casa y, cuando la leche se terminaba, dejaba la botella en el mismo sitio. Al día siguiente estaba llena otra vez. A pesar de que era obstinada y orgullosa, recibía alegremente esta ayuda porque se le ofrecía con naturalidad, sin aspavientos. Sabía también que Fredrik Olsson comprendía que ella hubiera hecho lo mismo por él. Un día llegó carta de tía Adina, desde el hospital. En el sobre había un billete de diez coronas y la carta demostraba cuánto los quería y se preocupaba por ellos. Queridos Niños: ¿Cómo estáis en vuestra pequeña cabaña? Pienso mucho en vosotros, ya lo creo que sí. Es un Mal Asunto, habría venido a parar al hospital por una tontería, pero los doctores y las enfermeras son muy buenos conmigo, las cosas como son. Lo que tengo es una fractura Múltiple y dice el Dolor que tardará en curarse. Aparte de esto estoy Bien y no debo quejarme, pero ¿cómo estáis vosotros? Siempre pienso en vosotros y espero que tengáis comida Todos los días y espero que David se ocupe de vosotros y tú Loella ten cuidado con el fuego no sea que salte una Chispa al suelo y se incendie la casa, pero estoy segura de que tienes cuidado y pon bien alta la Lámpara de Aceite para que los niños no puedan alcanzarla sería mejor que compraras velas y las apagues antes de que ellos se vayan a dormir. Te mando algo de Dinero y ve a ver a David que te dará mas se lo he dicho. Mi muido no es muy Listo pero tiene un Alma Caritativa y hace todo lo que puede cuando se lo digo. Que tontería tan grande estar hache tumbada cuando me necesitáis mas que nunca. Estuve toda la Tarde escribiendo esta Carta y ahora me traen el café y por eso tengo que terminar. Buena Suerte. Con mucho cariño: ADINA PETTERSSON No, Loella no se sentía abandonada en el bosque. Tenía a sus amigos. Tampoco estaba asustada. Es cierto que ése era el primer invierno que pasaría sola, pero estaba segura de que todo saldría bien. Siempre que, naturalmente, Agda Lundkvist siguiera sin aparecer. Quizás fuese como mamá, que hacía promesas que nunca cumplía. Ojalá, pensaba Loella. Le vendría estupendamente que Agda Lundkvist fuera así también. Debía de haber pasado ya mucho desde que prometió a mamá ir en busca de ellos. «Uno de estos días», ponía la carta. Si realmente tuviera intención de venir, ya lo hubiera hecho. Capítulo 4 UNA noche llegó la nieve. No caía suave y tranquilamente, en hermosos copos grandes y blancos, como se ve en las tarjetas postales, sino en bolitas duras que silbaban cortando el aire. De repente empezó a hacer mucho frío, pero Loella estaba bien preparada. Había llevado a casa montones de leña para el fuego, ramas y pinas. La leñera estaba repleta. En cuanto se levantaba, muy temprano, encendía el fuego y en seguida la casa estaba caliente y acogedora. Al amanecer hacía su excursión al pueblo. Era época de vacas flacas otra vez. Sus reservas disminuían rápidamente. Los mellizos dormían aún. Si se daba prisa, podía estar de vuelta antes de que se despertaran. ¡Señor, qué viento…! Parecía como si quisiera atravesarla. Sólo llevaba encima el jersey verde y, por muy grande que fuera, no era suficiente protección contra el viento. Cuando pasó junto al matorral de frambuesas donde estaba Papá Pelerín, se le ocurrió de repente que podía coger prestado el impermeable negro. Le llegaría hasta los tobillos, desde luego, pero la resguardaría del viento. Ese sería un día de suerte porque, con semejante tormenta, era muy difícil que nadie la viera en el pueblo. Unas viejas tapadas hasta la nariz y con la cabeza baja, avanzaban trabajosamente bajo la nieve punzante sin ocuparse más que de ellas mismas. Un día perfecto para una expedición a los cubos. Llena de energía, Loella volaba de uno a otro como un joven cuervo. En uno pescó una chuleta de cerdo y una ristra de salchichas; en otro, una tarta de crema enorme que probó y apenas estaba agria. También encontró unos cuantos pasteles. Con la cesta hasta los bordes, inició el camino de regreso. A pesar de la nieve y el viento, la operación no le había llevado mucho tiempo. Debían ser poco más de las nueve y ahora tenía el viento a favor. La nieve zumbaba a su alrededor. Llevaba la cesta bajo el impermeable para protegerla. Las copas de los pinos canturreaban y el viento, que venía de atrás, inflaba la tela negra y empujaba a Loella como si fuera un barco. Apenas podía levantar los pies; pero tenía que correr y lo consiguió, aunque el camino hacia el bosque era cuesta arriba. Llegó en seguida a las matas de frambuesas y se detuvo para poner de nuevo el impermeable sobre los hombros de Papá Pelerín. Tenía una botella en el brazo. Fredrik Olsson había dejado la leche. Entonces le pareció oír el ruido de un motor. Se volvió, pero no vio nada. El matorral estaba en una especie de cañada rodeada de colinas y allí el viento no soplaba con tanta fuerza. No, no era el viento lo que había oído. Entonces… ¿qué era? Los coches nunca llegaban hasta allí. Se había equivocado. No, lo oía otra vez. Claramente. Más cerca. No le quedaba ninguna duda. Un coche se acercaba por el bosque. Todavía no se podía ver, porque el camino hacía muchas curvas. Y de repente ya no escuchó el ruido, pero sí el de una portezuela al cerrarse y voces que traía el viento. ¡Agda Lundkvist! ¿Quién más podía ser? Loella casi había dejado de creer que vendría, después de tanto tiempo, pero la amenaza pesaba siempre sobre ella. Ahora ya era una realidad. Estaba asustada, es cierto; pero también estaba preparada para ese momento. Lo más importante era actuar con rapidez. Llegar a casa y cerrar la puerta con llave. No tenía tiempo para ponerle el impermeable a Papá Pelerín ni para quitarle la botella de leche. Bastante complicado era ya correr llevando la cesta. Volvió a oír las voces. El viento se las traía terriblemente claras y audibles. Agda Lundkvist no estaba sola; con ella venía un hombre. Loella estaba a punto de huir cuando los vio. Salieron del bosque muy cerca de ella. Demasiado tarde. No podía volver a la cabaña sin que se dieran cuenta. Tan de prisa como si la empujara un rayo, se zambulló detrás de Papá Pelerín y se deslizó como un gusanito entre las matas, cautelosamente, aferrando la preciosa cesta. Se escondió detrás de un montón de hojas secas que había entre dos rocas cubiertas de musgo y se quedó inmóvil, como una piedra negra. Los oyó charlar y reír junto a Papá Pelerín. Les daba risa el espantapájaros, con su botella de leche en el brazo. Loella se preguntó si la descubrirían; pero no. Sólo se pararon un momento. Ahora podía verlos. —¡Espantapájaros en pleno invierno! La gente del bosque debe estar chiflada —dijo la mujer, y el hombre enseñó los dientes en una sonrisa que más parecía una mueca. La mujer era bastante corpulenta y llevaba un abrigo marrón y un sombrero verde sobre su pelo rubio. Tenía una nariz grande que bajaba, ganchuda, hacia la boca pintada de un rojo chillón. Los ojos negros de Loella observaban cada detalle con aversión. No le gustaba la expresión de la mujer, de mal genio y mandona. Si Agda Lundkvist era siempre así, no debía ser muy divertido vivir con ella. Loella miró al hombre. Era alto, cargado de hombros, con manos grandes y torpes y una cara ancha, aplastada y desteñida. Seguramente, poco peligroso. Y aunque parecía un tipo astuto, daba la impresión de que se dejaba engañar con facilidad, si es que puede darse una combinación tan extraña en la misma persona. Pero, sobre todo, se notaba que estaba incómodo. Nunca se borraba de sus labios una sonrisa forzada. ¿Y éstos eran los que se iban a llevar a sus hermanitos? ¡Nunca! ¡Jamás, mientras ella viviera! No le gustaba ni pizca. Su cerebro trabajaba febrilmente mientras ellos seguían descansando y burlándose de Papá Pelerín. Que se divirtieran, mientras podían… Ella no les iba a dar motivos para pasarlo bien; pronto se darían cuenta. Sin la llave, ¿cómo iban a entrar en la cabaña? Y la llave la tenía ella en el fondo de la cesta. La puerta era muy resistente. Las ventanas, demasiado pequeñas para permitirles entrar por ellas. Lo mejor que podía pasar era que no la vieran. Se cansarían pronto de esperar en medio de la tormenta. La mujer ya se estaba quejando. —¡Qué idea más estúpida, venir con este horrible tiempo! —dijo con tono áspero. —Tenía que ser cuando me prestaran el coche —contestó el hombre—. Antes, imposible. —¡Y tuvo que ser hoy! Si te hubieras preocupado, estoy segura de que te hubieran dejado el coche mucho antes. Pero como eres así… ¡Y sabiendo que le prometí a Iris que vendríamos a buscarlos hace no sé cuántas semanas! Iris era mamá. Estaba hablando de ella. Loella oía cada palabra. —No tengo la culpa de que hagas promesas sin contar conmigo —dijo el hombre. Y la mujer contestó furiosa: —¡Cuántas veces he de decirte que Iris me paga para que cuide a los niños! Y nunca ha sido tacaña. Creo que está haciendo fortuna en América. ¡Qué barbaridad! Loella casi pega un bote en su escondite. ¡Mamá iba a pagar a semejante gente para que cuidaran a sus hermanitos! Ellos deberían pagar por tener a los niños… —La cabaña está más arriba, en un claro —dijo la mujer—. Hace mucho tiempo vine a ver a Iris. La chica, Loella, o como se llame, tenía sólo dos años. Una cría insoportable, rabiosa y terca, a pesar de lo pequeña que era. Habrá salido a su padre, seguro. Nunca me cayó bien. No aguanto a los hombres guapos y aquél era como un artista de cine; pero cabezota y orgulloso como si el mundo fuera suyo. Espero que los mellizos estén un poco mejor educados que ella. Puede ser, porque son de otro padre y he oído decir que era un hombre de buen carácter. Empezaron a subir la cuesta, pero Loella se quedó en su sitio, aturdida. Esta mujer, de la que no sabía nada aparte de su nombre, Agda Lundkvist, la había visto cuando era pequeña y había conocido a su padre, del que nadie, ni siquiera su madre, le había hablado nunca. Esto la convertía en una persona temible, superior, poderosa. Loella miró sus anchas espaldas, como hechizada, y sintió que irradiaban un extraño peligro. Con el corazón palpitándole precipitadamente, fue de puntillas tras ellos. Pronto llegaron a la cabaña y empezaron a golpear la puerta. Ella se deslizó hasta situarse lo más cerca posible, escondida tras un gran abeto. De nuevo pudo oír cuanto decían. —¿Qué demonios estarán haciendo? ¿Por qué no abren la puerta? En un día como éste tienen que estar en casa. Fueron hacia la ventana y miraron al interior. —¡En cuanto le ponga la mano encima a esa chica, sabrá lo que es bueno! —dijo Agda Lundkvist. —Se debe estar bien ahí dentro —dijo el hombre. —¡Bah! Todo revuelto… y tan oscuro que no se ve nada. ¿Cómo podría Iris vivir así? ¿Tú ves algo? En ese momento los mellizos se echaron a llorar. —¡Lo que te dije! Están en casa. Menos mal que no hemos hecho el viaje en balde. La chica debe estar escondida. Estoy segura de que al principio va a armar mucho jaleo. Iris me dijo que es muy cabeza dura y que se enrabietaría. Seguían junto a la ventana y de pronto vieron a Rudolph y a Conrad. Habían salido de sus cajones y ahora corrían de un lado a otro de la habitación. ¡Qué mala suerte! ¡Y cómo lloraban! A Loella se le partía el corazón oyéndolos. El hombre dijo: —No creo que la chica esté en casa. Si estuviera, los chicos la llamarían. Se ve que ella se ha ido por ahí y los ha dejado solos. Agda Lundkvist estaba fuera de sí y vociferó: —Entonces, ¿qué hacemos? Si ha ido al pueblo pueden pasar años antes de que vuelva. ¡Y con este frío! Vamos a esperarla en el coche. La veremos cuando llegue. Es una idiotez quedarse aquí de pie… El hombre mostró otra vez su irritante sonrisita. —No… Puede escabullirse por otro lado cuando vea el coche. Nuestra única oportunidad es atraparla antes de que tenga tiempo de meterse en la casa y encerrarse con llave. Debemos esperar aquí mismo. No hay otro remedio. La expresión de disgusto se hizo más patente en la cara de Agda Lundkvist. —Ya es bastante desgracia tener que cargar con una loca, para que encima haya que aguantar este frío horrible. ¡Y todo por una chica incapaz de sentir el menor agradecimiento! Porque no comprenderá que tratamos de ayudarla… El padre era igual. No tenía donde caerse muerto, pero tenía más humos que si fuera a subir a un trono en cualquier momento. Más orgulloso que nadie. ¡No aguanto a la gente así! Por mí, como si no existiera. Iba y venía, furiosa, con la cara amoratada de frío. La nieve revoloteaba a su alrededor. El viento silbaba. De vez en cuando se detenía para frotarse las manos y golpear el suelo con los pies. Estaba indignada. El hombre, en cambio, no parecía sentir ni tanta indignación ni tanto frío. Seguía mirando por la ventana como si no le importara mucho lo que estaba pasando. Loella, detrás del abeto, no hacía caso del frío ni de la nieve, tan impresionada estaba por lo que llegaba a sus oídos. Una y otra vez hablaban de su padre. Decían que era igual que ella y le extrañaba oírlo. Nunca había pensado en él, como si durante todos esos años no hubiera existido; pero en ese momento en que tenía tantas preocupaciones, en medio de la tormenta, con sus hermanitos llorando y aquella gente cerca, empezaba a tomar cuerpo y a convertirse en una persona viva. Y acabó por hacerse completamente real para Loella cuando la mujer dijo: —Quería muchísimo a la chica. Porque era como él, supongo. Armó un lío terrible para quedarse con ella y si Iris hubiera tenido un poco de sentido común, se la hubiera dejado. Pero se peleó con él y le dijo que si quería marcharse, tendría que ser sin la niña. El se llevó un disgusto terrible; pero se lo tuvo merecido, por engreído. De pronto Loella no pudo aguantar más. Estaba ciega de rabia. Esos dos… ¿por qué no se marchaban y dejaban de hablar? Allí no hacían ninguna falta. ¿Quiénes eran para permitirse hacer esos comentarios sobre su padre? Si no les gustaba, a ella le importaba un pepino. Al contrario, era la mejor recomendación. Los dos intrusos tampoco le gustaban a ella. Y era lógico. ¿No decían que era como su padre? Pero no tenían derecho a hablar de papá. No era asunto suyo. ¡Tenían que irse! ¡Y en seguida! Rudolph y Conrad lloraban a todo pulmón. No había razón para esperar más. Debía ir a su lado. Poner fin a la historia lo más deprisa posible. Detrás de la cabaña había una vieja escalera. Rápidamente, en silencio, la alcanzó, la apoyó contra la pared y subió al tejado. Con cesta y todo; pero había escondido la llave junto al abeto. Así, aunque la pareja la descubriera, no podrían entrar en la casa. Apareció inopinadamente junto a la chimenea, en plena furia del viento y los torbellinos de nieve. Como un gran pájaro negro y salvaje. Ellos no la habían visto aún. Entonces, Loella estiró el brazo señalándolos. —¡Qué están haciendo ahí! —gritó con todas sus fuerzas. Salían chispas de sus ojos. El viento enmarañaba todavía más sus rizos. El impermeable se agitaba y restallaba como un látigo en el viento. Tenía un aspecto aterrador. Los dos, petrificados, se quedaron mirándola. Al ver lo asustados que estaban, Loella dio rienda suelta a sus impulsos. Balanceando los brazos bajo la manta impermeable, daba grandes saltos y decía con voz silbante: —¡Luna negra! ¡Flor venenosa! ¡Nido de culebras! Agda Lundkvist se llevó las manos a la cabeza y se tambaleó acercándose al hombre. —¡Está loca! ¡Nunca he visto nada tan espantoso! ¿Qué hacemos? —¡Fuera de aquí! —Tu madre nos pidió que viniéramos —dijo la mujer con un hilo de voz. —Ella nos ha abandonado. La única que manda ahora aquí soy yo. ¡Largo! —¿Qué vamos a hacer con ella, Gösta? Agda Lundkvist ya estaba casi derrotada, pero Loella se daba cuenta de que en la cabeza del hombre, y tras su bobalicona sonrisa, bullía alguna trampa. Una bola de nieve cruzó el aire como un disparo. Ella se hizo a un lado para evitarla; pero en seguida llegó otra que le dio en plena mejilla. Era más de lo que podía soportar. La cesta estaba detrás de la chimenea. Fue a buscarla y un segundo después estaba subida en la chimenea con una tarta de crema en cada mano. Hizo puntería, las arrojó, cogió más y también las lanzó. No tenía tiempo para fijarse si había hecho blanco; pero la mujer dio un grito y se le cayó el sombrero. Lo recogió y salió corriendo. —¡Vamos, Gösta! ¡Está completamente loca! Tendremos que mandar a la policía a buscarla. El hombre no se movió. Una astuta sonrisa demostraba que estaba planeando otra estratagema, pero era demasiado lento. Oyó un sonido amenazador y vio al terrible pájaro agitándose salvajemente en el tejado. Antes de comprender lo que se le venía encima, una gran tarta de crema hizo blanco en toda su cara. Entonces optó también por escapar, mientras la risa burlona del pájaro resonaba en sus oídos. Loella se quedó todavía un momento en el tejado, hasta estar completamente segura. Las voces nerviosas de la pareja se hicieron cada vez más débiles. La portezuela del coche golpeó al cerrarse. El motor se puso en marcha… y su sonido se desvaneció a lo lejos. Ahora no se oía nada, excepto el viento. Loella bajó precipitadamente y entró en la cabaña. Capítulo 5 LOELLA estaba satisfecha de sí misma. El día anterior había obtenido una brillante victoria sobre Agda Lundkvist; pero la victoria le dio un exceso de confianza. Pensaba que era invencible, que nadie podría con ella. Sentía como si pudiera dominar al mundo entero con una sola mano. Fue un día muy tranquilo. El sol salió después de la tormenta de nieve y brillaba sobre el blanco paisaje. No había viento. Era muy bonito. Fue a quitar la nieve de las ropas de Papá Pelerín y encontró en sus bolsillos un poco de mantequilla y algunos chicles. También una tarjeta de tía Adina diciendo que volvería a su casa dos días más tarde. Todo parecía dispuesto para que se sintiera optimista y alegre. Dejó a los gemelos jugando al sol, sobre la nieve, mientras hacía las camas y ordenaba la casa. Los niños estaban locos de alegría y ella misma disfrutaba la sensación de poder respirar libremente, al fin, y no tener que estar todo el tiempo en guardia viviendo bajo una constante amenaza. Estaba segura de haber asustado tanto a los visitantes, que pasaría mucho tiempo hasta que se atrevieran a poner otra vez los pies en el bosque. Pero Loella se equivocaba. No comprendía que, por el contrario, había impulsado a Agda Lundkvist a tomar medidas más violentas. Lo primero que la mujer hizo al regresar a la ciudad fue llamar al Patronato de Menores. Les contó todo sin ahorrar palabras. El Patronato decidió tomar cartas en el asunto sin perder tiempo. Al día siguiente se pusieron en camino. Dos coches salían de la ciudad en aquella apacible mañana. En uno iban Agda Lundkvist y su marido. En el otro, dos representantes del Patronato de Menores. —Dentro de un momento comeremos —dijo Loella a los mellizos—. No os vayáis muy lejos. Quedaos cerca de aquí. Os daré una voz cuando la comida esté lista. Los niños obedecieron; pero de todos modos Loella dejó la puerta entreabierta para poder echarles un vistazo de vez en cuando. Había puesto las tazas y los platos en la mesa y empezó a freír salchichas y patatas. Cantaba y silbaba. ¡No era para menos! Tía Adina estaría de vuelta pronto y tenía salchichas y buena mantequilla. Las perspectivas no podían ser mejores. De pronto, unas sombras negras se proyectaron sobre el suelo. La entrada y las ventanas se oscurecieron. Sombras silenciosas parecían rodear la cabaña. Loella dejó de cantar. Como atontada, vio a dos mujeres que aparecieron de repente a su lado. Sonreían. —Esta debe ser Loella, supongo… —dijo una de ellas—. ¡Qué niña tan dispuesta! La otra asintió. —Sí, desde luego. Haces la comida para tus hermanitos y tienes la casa muy limpia. ¡Muy limpia y ordenada! Loella no dijo una sola palabra. Permaneció en su sitio, sujetando débilmente un cuchillo. La habían sorprendido, no entendía nada. ¿Qué era lo que pretendían? Por lo que pudo comprender, se trataba de Rudolph y Conrad. A través de la ventana vio a Agda Lundkvist y a su marido. Se habían quedado fuera y hablaban con los mellizos imitando el lenguaje de los niños. Ellos reían porque no sabían hacer otra cosa. ¿Qué significaba todo eso? ¿Querían asustarla, tomarle el pelo? ¿Pero con qué propósito? Habían llegado a traición para pillarla desprevenida. Sólo una tonta no se daría cuenta; de otro modo, hubiera oído algo. Pero no se había escuchado un solo ruido. De pronto se sintió cansada, sin fuerzas. Parecía que sus músculos se negaran a funcionar; que sus piernas, lo mismo que su cabeza y sus brazos, no formaban parte de su cuerpo. Se limitaba a estar allí, de pie, en medio de la habitación. Las salchichas se estaban quemando en la sartén. Ella se daba cuenta, pero no le importaba. Era como si nada tuviera que ver con ella. Una de las mujeres apartó la sartén del fuego. Y seguían hablando, hablando… Les resultaba absurdo verlas en su pequeña cabaña. ¿Qué buscaban? Sus palabras martilleaban los oídos de Loella y tenía que hacer un esfuerzo para descubrir en ellas algún sentido. Una de las mujeres se acercó a la mesa. Sacó un papel de su cartera y lo agitó, al tiempo que sonreía y hablaba. La otra tomó suavemente a Loella por un brazo, mirándola, mientras sonreía y hablaba. Loella se sentó en el sofá. Ellas se quedaron de pie, una a cada lado. Señalando el papel explicaban algo, gesticulaban y sonreían. El nombre de mamá fue mencionado varias veces. Eso estaba claro. Según decían, mamá les había escrito una carta pidiéndoles que se hicieran cargo de ella. Viviría en un hogar para niños, un sitio muy agradable, hasta que mamá regresara. Le enseñaron la carta y le pidieron que la leyera, pero ella no se molestó en hacerlo. Luego las mujeres señalaron la firma. Sí, claro que Loella conocía la firma de su madre. ¿Y qué? No le decía nada nuevo. Ella sabía perfectamente que su madre los había abandonado. De eso no necesitaba ninguna prueba. Agda Lundkvist apareció en la puerta con Rudolph en un brazo y Conrad en el otro. Loella sintió como si le asestaran una puñalada. Pero la fatiga se adueñó de ella otra vez. Y se entregó sin resistencia porque sabía que era inútil seguir luchando. Bostezó varias veces. Las dos sonrientes señoras la miraron curiosamente. —Tu madre nos escribió una carta conmovedora diciendo que piensa siempre en vosotros y en lo que más os conviene. Sufre mucho por no poder teneros con ella. Loella se tumbó en el sofá. —Aquí se habla demasiado —dijo disgustada—. Esta casa es demasiado pequeña para aguantar el ruido de tanta charla. Lo mismo se viene abajo. Fueron las primeras palabras que pronunció. Y las únicas. Las dos mujeres le dirigieron una rápida mirada y guardaron los papeles en la cartera. Esta vez, al menos, no sonreían. Agda Lundkvist susurró gravemente a una de ellas: —Lo han visto ustedes mismas, ¿no? Ya les dije que esta chica no está bien de la cabeza. La mujer no contestó. Se limitó a hacer un gesto con la cabeza y rápidamente empezó a sacar de los cajones la ropa de los niños. Agda Lundkvist se quedó a un lado y su cara reflejaba sus mezquinos pensamientos. Su marido cogió a los gemelos y los llevó afuera. Las mujeres estaban haciendo el equipaje. Loella seguía sentada, quieta. Agda Lundkvist quiso ser útil recogiendo algunas cosas, ordenando la cabaña, y de vez en cuando dirigía a Loella una mirada de triunfo que la chica ni siquiera advertía. No había mucho que llevar. Las señoras terminaron pronto su tarea. Entonces dijeron, con cierto embarazo, que todo estaba listo y era hora de marcharse. Loella se levantó mecánicamente, abrigándose con su chaqueta verde. Todos salieron y ella los siguió sin ofrecer la menor resistencia. El marido de Agda Lundkvist cerró la puerta y luego preguntó qué hacía con la llave. —Nosotros la guardaremos —dijo su mujer, arrebatándosela de las manos. Ni siquiera esto hizo reaccionar a Loella. Hubo un momento de silencio hasta que una de las señoras dijo: —No, con la llave se quedará Loella. Es suya. Estoy segura de que la cuidará bien, como ha sabido cuidar a su casa y a sus hermanos. Además, pronto estará de vuelta. Sólo pasará el invierno en la ciudad. Y diciendo estas palabras tomó la llave de manos de Agda Lundkvist y se la dio a Loella. Entonces echaron a andar. Delante, las dos señoras llevando todas las cosas; detrás, Agda Lundkvist con Rudolph y su marido con Conrad. Y finalmente Loella con la llave. No miró atrás. Pero cuando pasaron junto a Papá Pelerín se detuvo un instante. Nunca se le había ocurrido, pero ahora pensó que sus brazos abiertos parecían como si quisieran abrazarla. Entre ellos se hubiera sentido segura. Si hubiera seguido sus impulsos, habría corrido hacia él; pero se contuvo. Esas cosas no se hacen. —Deberían quitar de ahí a ese horrible espantapájaros. Resulta ridículo en medio del bosque —dijo Agda Lundkvist. —A mí me parece simpático —dijo una de las señoras—. Y se ve que es muy fuerte. Resistirá el invierno. Llegaron a los coches. Rudolph y Conrad iban con Agda Lundkvist y su marido. Todo el tiempo estuvieron riendo y charlando. Lo que pasaba no les daba miedo; al contrario, les gustaba. Pero cuando vieron que Loella no iba con ellos, se echaron a llorar. Los consolaron diciéndoles que su hermana iría a verlos cuando quisieran. Entonces sólo pensaron ya en la aventura que suponía un viaje en coche. Cuando éste empezó a andar, saludaron a su hermana riendo y agitando las manos por la ventanilla. Loella los siguió en el otro coche con las señoras del Patronato de Menores. Capítulo 6 LOELLA nunca había estado en una verdadera ciudad. Esto puede parecer extraño, ya que no vivía muy lejos de ella; pero la línea del tren no pasaba por su pueblo. Había que ir en autobús hasta la estación más cercana, que quedaba a unas doce millas, y resultaba bastante complicado. Loella había ido con su madre en el tren alguna vez, a comprar zapatos; pero sólo hasta un par de estaciones más allá, nunca hasta la ciudad. Por eso la veía por primera vez, envuelta en las nieblas de noviembre, cuando llegó en el coche del Patronato de Menores. Iba sola en el asiento de atrás. Y como las señoras iban en el delantero, no podía oír mucho de lo que decían. Mejor, porque aún se sentía muy débil. No conseguía reponerse de la impresión que le causó verse atrapada por sorpresa en su cabaña, acorralada, vencida. No quería acordarse. Miraba por la ventanilla. Qué extraño era todo… Avanzaban lentamente por un camino recto, interminable. Quizás fuera una calle, pero no se parecía en nada a las de su pueblo. No había jardines, sólo bloques de casas a cada lado, tan juntos que ni siquiera se podría meter una mano entre ellos. Enormes ventanas sin cortinas. Sí, realmente extraño… Había muchas luces encendidas por todas partes y una larguísima fila de farolas flanqueando la calle. También se veía luz en todas las ventanas. ¡Qué despilfarro! En muchos edificios había carteles luminosos con enormes letras rojas, verdes, amarillas. El coche se detuvo un momento y vio algo horrible. En un escaparate había tres mujeres increíblemente delgadas con vestidos muy llamativos. Daba miedo mirarlas porque no se movían. Sus manos eran blancas, huesudas como las de los fantasmas y adoptaban posturas absurdas y rígidas. En las caras de las tres había una sonrisa idéntica. Parecían personas que se hubieran quedado petrificadas por un mágico poder. Pero la gente que iba por la calle las miraba como algo natural. Sobre el escaparate, un nombre, «Eriksson», estaba escrito en grandes letras verdes. El coche arrancó de nuevo. Loella se recostó en el asiento. ¡Cuántas luces! ¡Cuánto ruido! Como para dejar sordo a cualquiera. Era como estar soñando y no saber si lo que pasaba era horrible o hermoso. Quizás las dos cosas a la vez, quizás ninguna. Pero en cualquier caso era irreal y fatigoso. Miró hacia afuera otra vez. ¡Dios mío, cuánta gente! Nunca hubiera imaginado que podía haber tal cantidad. Se echó hacia atrás y cerró los ojos. No quería ver nada más. Quería dormir. La primera noche que pasó en el Hogar de los Niños durmió como nunca. En la ciudad todo era tan terriblemente nuevo y extraño… Sólo durmiendo podía entrar en esta nueva vida. Le dieron un cuarto para ella sola. Era bonito: con una cama, una mesa, sillas y un armario. Allí había dieciséis niños de distintas edades, desde tres años hasta dieciséis. Loella se convirtió en el número diecisiete. Los otros estaban de a dos o más en cada habitación. Ella era la única que disponía de una para ella sola. El Hogar estaba en una calle de las afueras, a unos diez minutos, andando, del centro de la ciudad. Era un edificio grande, de madera verde, con un gran jardín alrededor. La directora se llamaba Svea Sjöberg; pero la mayor parte de los chicos la llamaban tía Svea y los pequeñitos, mamá. Uno de ellos, bromeando, le decía Madre Svea. A ella le daba lo mismo. Ni siquiera le molestaba que una de las chicas mayores se empeñara en llamarla señorita Sjöberg, con tono altanero y seco, como si apenas la conociera. Cuando estaba de pie o andando, parecía bajita, pero sentada parecía alta. No era ni muy joven ni muy vieja. A pesar de que su mirada era seria y su boca severa, tenía una expresión dulce. Llevaba el cabello recogido en un gran moño bajo y no era ni rubio ni oscuro, sino algo entre medias. Tenía una voz grave y tranquila y nunca levantaba el tono. Era agradable escucharla. Y, poniendo atención, se podía oír el eco de una risa detrás de casi todo lo que decía. Tía Svea era de esa clase de personas que a uno le llegan a gustar a poco que se lo proponga; pero a veces uno no quiere. Durante algún tiempo, Loella no quiso. No quería sentir afecto por nadie nunca más; pero aprendió a estimar a tía Svea y a considerarla como alguien firme y sincero en medio de la falsedad de este mundo. Contrariamente a lo que Agda Lundkvist y los demás esperaban, Loella no creó conflictos. Había decidido incorporarse a la vida del Hogar sin armar escándalos. Se adaptó sin oponer la menor resistencia, plácidamente; pero nadie logró saber jamás qué pensaba. Agda Lundkvist, que no había ahorrado palabras para describir el carácter salvaje e indomable de Loella, estaba bastante fastidiada porque la gente podía pensar que había mentido. Pero lo cierto es que los pensamientos y opiniones de Loella no cambiaron, aunque su comportamiento fuera distinto. Lo contrario le hubiera resultado muy difícil. Fuese donde fuese, llevaba con ella el mundo del bosque. ¡Y había en la ciudad tantas cosas que no podía comprender! Lo más curioso de todo, que no fuese necesaria la fuerza. No había que luchar para vivir. Allí no se trabajaba de veras, no se hacía casi ningún esfuerzo. Las habitaciones se calentaban solas. La luz se encendía sólo con apretar un botón, como en las tiendas de su pueblo. El agua salía caliente del grifo. En la ciudad no había fuego y ella lo echaba de menos. Le parecía imposible vivir sin fuego, sin las llamas vivas que dan luz. Esa luz muerta que salía de las casas, metiéndose en cada grieta, en cada rincón, convertía a la gente en sombras grises y borrosas. Algo que daba miedo. Y algo más: no había silencio. Ruido siempre, más cerca o más lejos. El de la calle o el de la casa. Nunca la calma suficiente para escuchar los sonidos de la vida. En su cabaña podía echarse en la cama y oír los delicados crujidos que surgían alrededor. Y preguntarse de dónde vendrían. Aquí todo se ahogaba en un enorme barullo. Era como para ponerle los pelos de punta a cualquiera. ¿Y el aire? Allí no había aire. Sólo olores. Humos, más bien. Humo de gasolina, de las fábricas, que se tragaban los exquisitos perfumes de la hierba, la nieve, el sol. ¿Cómo podía la gente respirar si no había aire? Y andar por la ciudad era fatigoso para alguien acostumbrado al campo. Aunque parezca incomprensible, Loella, al principio, tropezaba a cada momento. Era como si el duro y liso pavimento de la ciudad la rechazara. Ella estaba habituada a correr por senderos escabrosos y torcidos. Sus pasos iban de acuerdo con ellos, pero no con las calles de la ciudad; pero poco a poco se fue acostumbrando. Sin embargo, lo más difícil fue acostumbrarse a la gente de la ciudad. Le chocó que hubiera tanta. Nunca se le había ocurrido pensarlo. Como en su pueblo eran más bien pocos… Lo más terrible era que la gente nunca se saludaba. En su pueblo, aunque uno se cruzara con alguien poco simpático, siempre le dirigía un movimiento de cabeza, por lo menos. Aquí se limitaban a mirarse. Y a veces, ni eso siquiera. Al principio no podía comprenderlo y saludaba como tenía por costumbre; pero tuvo que dejar de hacerlo porque la miraban como si fuera la tonta del pueblo o algo peor. Ya había oído decir que los habitantes de la ciudad eran muy especiales. En su pueblo los consideraban con cierta conmiseración, como si no estuvieran del todo en su juicio. Y quizás fuera injusto, porque por allí iban tan pocos que apenas si los conocían. Cuando una frambuesa cuelga en su rama, en el bosque, es redonda y roja; tiene su propia forma y color. Pero cuando alguien la coge y la echa en una cesta, entre cientos más, forma parte del montón, desaparece. La niña, tropezando en el pavimento de la ciudad y saludando a los desconocidos, se sentía como la frambuesa en la cesta. Capítulo 7 UNO de los primeros días que Loella pasó en el Hogar, tía Svea la llevó a ver al director de la escuela de la ciudad para ocuparse de su educación. Este tema, antes, había sido causa de muchos jaleos. La policía había ido a buscarla un par de veces pero tuvieron que abandonar su propósito. La habían citado para examinarse en primavera y en otoño y también entonces tuvieron que ir por ella. Pero aprobó todas las asignaturas en los exámenes. No eran tan difíciles como decían. Le dieron libros para que estudiara por su cuenta. Era una tontería, pensaba, hacer un montón de leguas cada día cuando uno puede estudiar igual en casa. Pero ahora estaba en la ciudad y, como la escuela quedaba cerca, no había ninguna razón para no ir. No tenía nada contra la escuela ni le suponía ningún problema. Cuando se tienen tantos y tan serios como era su caso, la escuela no es motivo de preocupación. Lo consideraba como algo natural y lógico. El director vio las notas que había obtenido en los exámenes y dijo que eran buenas. Luego le hizo varias preguntas que ella contestó correctamente. Entonces le preguntó cómo era que nunca había ido a la escuela y ella se lo explicó. El sonrió. Era muy simpático. Le hizo más preguntas, casi todas referentes al bosque, y ella le contestó. A lo único que no hubiera podido responder amablemente era a la cuestión sonrisas. La gente de la ciudad sonreía muchísimo. A cada momento y aunque no hubiera motivo. En su pueblo lo hacían sólo si había una razón. Era igual que la luz, que aparecía apretando un botón. Y no se puede sonreír así. Luz sin llamas, sonrisas sin motivo… era absurdo. Su cara era incapaz de producir sonrisas así. Pero, aparte de eso, el director le cayó muy bien. Dijo que Loella iría a una clase con chicos de su misma edad y que su maestra sería la señorita Skog. Las aulas estaban en un edificio más pequeño, al otro lado del campo de deportes. La acompañó hasta allí. El campo de deportes estaba lleno de chicos que corrían sobre la nieve esponjosa y saludaban al director. Sonó el timbre indicando el final del recreo y todos se dirigieron a la puerta de entrada. Los chicos se precipitaron por los pasillos. El director dijo unas palabras a la señorita Skog, hizo un gesto amistoso a Loella y se marchó. Ella se quedó inmóvil junto a la mesa de la señorita mientras los chicos entraban en la clase, atropellándose unos a otros. Se fijaron en Loella, pero ella miraba por la ventana, imperturbable. La señorita Skog le indicó uno de los bancos delanteros. En seguida empezó la clase. La señorita Skog no le prestó mucha atención, cosa que era de agradecer. Se limitó a decir a sus alumnos el nombre de Loella y que era una nueva compañera. Comenzaron con aritmética y Loella no tuvo ninguna dificultad en seguir las explicaciones. La maestra la trataba como si hubiera estado siempre en su clase. Loella pensó que era muy guapa: la cara sonrosada, los ojos azules y el cabello dorado. Sus manos eran blancas, pequeñas y finas. Olía estupendamente a jabón caro. Sí, era guapísima. Y todo en ella era delicado. También parecía algo orgullosa. Mantenía erguida su bonita cabeza y su voz tenía un timbre claro y muy distinguido. En sus ojos azules se veía firmeza y voluntad. Pertenecía al mundo de la ciudad, no cabía ninguna duda; pero su apellido era Skog, que en sueco quiere decir «bosque»… Un nombre que ni pintado para ella. Durante el siguiente recreo, como por arte de magia, se formó un círculo de curiosos alrededor de Loella. Los chicos la rodearon, pero a distancia. Era la chica nueva que todos miraban sin tener el coraje de acercarse a ella. Y lo que más despertaba su curiosidad era que ella no les prestaba atención. Se quedó quieta en el mismo sitio, dándoles la espalda, inmóvil como una estatua que llevara cientos de años en la misma plaza. Como alguien que ha visto y oído muchas cosas en este mundo y conserva su dignidad y sus recuerdos. Y no lo fingía: se sentía de verdad ajena a cuanto sucedía allí. Sus ojos oscuros se perdían, serenos, en un punto lejano. Pero como las estatuas de las plazas suelen estar rodeadas por bulliciosas bandadas de palomas, Loella se encontró de pronto en medio de una chillona algarabía. Estaban jugando al marro, le dijeron a voces. ¿Quería estar en el equipo de Kerstin o en el de Inga? Se notaba que habían estado discutiendo entre ellos. Sus voces sonaban excitadas. ¿Qué pretendían dirigiéndose a ella? No es fácil mantener la calma de una estatua y Loella tampoco se lo propuso. Echó la cabeza hacia atrás y su pelo se alborotó más aún. Con los ojos brillantes, se lanzó como una flecha entre el montón de chicos. Entonces empezó una febril caza por todo el patio del colegio. Adelante, atrás, en zigzag, espirales, círculos, de un lado a otro, arriba y abajo. Pero nadie podía atrapar a Loella. Cuando sonó el timbre y volvieron a clase, acalorados y sin aliento, ella ya estaba junto a su banco, como si nada. La clase siguiente era de dibujo. Le dieron a Loella una caja de lápices de colores y unas cuantas hojas grandes de papel. —¿Qué os gustaría hacer hoy? —preguntó la señorita Skog—. ¿Tenéis alguna idea? Un chico levantó la mano y preguntó si podían hacer un dibujo para el Día del Padre, que era precisamente al día siguiente. —Desde luego —dijo la señorita—. Pero los que quieran pueden dibujar otra cosa. Lo que más les guste. —Sí, porque yo no tengo papá —dijo un niño pequeño, algo avergonzado—. No tengo a quien dárselo. —Podéis dibujar cualquier cosa, lo que queráis —repitió la señorita y empezó a explicar cómo hacer los dibujos para el Día del Padre. Debían dejar en lo alto de la hoja un espacio para escribir Para papá, con la mejor letra que pudiesen. Pero cada uno debía decidir el tema. Ya podían empezar. Para Loella no era nada fácil. Le gustaba mucho dibujar. Ese no era el problema. Lo que no sabía era qué. Algo para el Día del Padre, no. Tampoco tenía a nadie a quien dárselo. ¿O sí? De repente recordó las palabras de Agda Lundkvist y se estremeció. Su padre la quería, pero no le habían permitido tenerla con él. Y sufrió mucho por eso. ¡Claro que tenía un padre! Existía en algún lugar de la tierra. Y, además, era igual a ella. Su corazón empezó a palpitar fuertemente. Si era como ella, vendría a buscarla. Porque ella, cuando se proponía algo, era capaz de todo para conseguirlo. Sí, vendría pronto… Ya no le quedaba la menor duda de que su padre llegaría en cualquier momento. Tía Adina solía decir que todo lo que pasa tiene un oculto significado. Antes, Loella no lo comprendía. No podía comprender, por ejemplo, qué significado oculto podía haber en la aparición de Agda Lundkvist y en que hubiera tenido que irse a vivir a la ciudad. Ahora empezaba a sospecharlo… Agda Lundkvist tenía que presentarse para que Loella supiera algo acerca de su padre. Y probablemente ella tuvo que ir a la ciudad para encontrarse allí con su padre. Sabía que él estaba en el mar, pero vendría igual. Todo es muy sencillo cuando uno consigue comprenderlo. Por eso le resultaría más fácil vivir en la ciudad ahora que sabía por qué estaba allí. Sólo debía tener paciencia hasta que papá viniera a buscarla. ¡Por fin lo sabía! Y naturalmente que podía hacer un dibujo para el Día del Padre. Tenía alguien a quien dárselo. No importaba que no lo recibiera al día siguiente. Se lo daría cuando viniera, diciéndole: «Lo hice pensando en ti, para el Día del Padre». Y entonces él se pondría muy contento. Empuñó el lápiz y escribió Para papá en lo alto del papel y en letras rojas. Alrededor de las letras pintó flores. Quedaba muy bonito. Se quedó pensando unos instantes y luego dibujó un camino que atravesaba la hoja de arriba abajo. A cada lado del camino puso hierba, hierba verde con muchas flores en medio, anémonas en su mayoría. Precioso. Volvió a pensar y en seguida empezó a dibujar una figura en el extremo del camino. Era un hombre. Llevaba pantalones negros y camisa azul. Primero lo dibujó de frente, pero no le quedaba bien. Tuvo que hacer los ojos un montón de veces y a pesar de eso no conseguía mejorarlos. Y estaba segura de que no se parecían a la realidad. Agda Lundkvist había dicho que era guapo como un artista de cine y aquel hombre no lo era, por mucho que se esforzara. Decidió pintarlo de espaldas. Así, además, le podría hacer el pelo. Tía Adina le había enseñado una forma estupenda de dibujar el pelo rizado. Primero se hacía una fila de redondelitos para un lado. Encima se ponía otra fila de redondelitos, pero para el lado contrario. Y así hasta cubrir toda la cabeza. Quedaba como los rizos de verdad. Fantástico. El pelo se lo pintó castaño, mezclando un color más claro y otro más oscuro, porque no sabía exactamente de qué color era el pelo de papá. Sí, ese hombre podía ser muy bien «tan guapo como un artista de cine» porque, de espaldas al menos, era guapísimo. Pensó otra vez. El camino era muy largo y el hombre estaba en la punta. La parte de abajo quedaba vacía. Hacía falta algo más. ¿Alguien que también anduviera por allí, quizás? Sí… era una buena idea. Dibujó una niña que caminaba hacia el hombre. Debían encontrarse. La niña llevaba una chaqueta de punto verde, muy grande, y un largo collar de cuentas rojas. Muchísimas. Las contó y eran ochenta y siete. Tenía el pelo largo y negro, y esta vez no tuvo problemas con la cara porque sabía perfectamente cómo la tenía. Muy bien. Estaba satisfecha de haberse dibujado con su ropa de siempre y no con la que le habían dado en el Hogar, muy bonita, sí, pero que no era suya. No hubiera quedado bien en un dibujo para el Día del Padre. Reflexionó un segundo más y luego dibujó un enorme ramo de anémonas en la mano extendida de la niña. Destacaban, brillantes, sobre el camino oscuro. Observó su obra. Estaba muy, pero que muy bien. Para entonces todos habían terminado y la señorita Skog iba y venía entre los bancos mirando los trabajos. Los levantaba para que todos pudieran verlos y los más bonitos los colgó en la pared. Cuando le tocó el turno al de Loella y lo enseñó, hubo un murmullo de admiración en la clase. Lo que más les impresionaba a sus compañeros era el pelo. Le preguntaron cómo lo había hecho. Y la señorita Skog dijo que se veía muy bien que la niña era Loella. —¿Pero quién es el hombre del pelo rizado? ¿Un príncipe? —preguntó. —Es mi padre —contestó Loella. —¿Y tiene de verdad una melena tan bonita? —suspiró una niña—. ¡Qué suerte! La señorita Skog quiso poner el dibujo en la pared, pero Loella dijo que no. ¿Por qué? Se lo podría llevar cuando terminara la clase, dijo la maestra. No, ella no quería verlo en la pared. De repente sintió miedo y lo escondió en su pupitre. No, nadie debía verlo nunca más. De pronto, todo le parecía terriblemente frágil: papá, el dibujo, todo… Como si pudiera disolverse en el aire y desaparecer en cualquier momento. Y eso no debía suceder. Había encontrado un significado y tenía que cuidarlo. Capítulo 8 AGDA Lundkvist vivía sólo unas calles más allá del Hogar de los Niños, así que no estaba lejos de Rudolph y Conrad. Al principio Loella iba a verlos casi todos los días, pero después dejó de ir tan a menudo. Cada vez que iba se ponía triste. Y no por culpa de Agda Lundkvist. No se puede decir que se portara mal. Cuando Loella estaba con los niños, aprovechaba para salir de compras o recibía a algunos amigos y tomaban café en el cuarto de estar mientras la niña se llevaba a sus hermanos de paseo o jugaba con ellos en la cocina. Siempre le daba un vaso de naranjada y un bollo. Agda Lundkvist no había dicho una sola palabra acerca de lo sucedido cuando fue a buscar a los mellizos. Parecía como si intentara comprender los sentimientos de Loella y la trataba amistosamente, aunque guardando cierta distancia. Y era buena con los niños. A veces daba la impresión de ser dura y malhumorada, pero nunca con ellos. A Loella seguía sin gustarle, pero no era culpa de Agda Lundkvist si se ponía triste. Era otra cosa. Simplemente, estaba celosa. Agda Lundkvist tenía un hijo de cinco años, Tommy. Era un crío sorprendente, enormemente gordo, como si lo hubieran inflado. Y a pesar de eso, no se estaba nunca quieto. Por el contrario, brincaba constantemente, con ritmo ligero, casi gracioso. Tenía las mejillas redondas y coloradas y unos ojos azul claro donde brillaba alegría y afecto hacia todos. Quizás estaba tan contento porque en el mundo hay muchas cosas buenas para comer. Loella estaba celosa del gordito Tommy. Desde que apareció en la vida de Rudolph y Conrad, los pequeños no tenían ojos para nadie más. Lo admiraban. Estaba claro que los tres hacían muy buenas migas. Ella era una extraña y eso era difícil de soportar. Y sin embargo era una suerte que sus hermanos estuvieran con Tommy. Si no hubiera sido por él, los mellizos no lo pasarían tan bien en casa de Agda Lundkvist. Era triste reconocer que ni los niños ni los adultos son muy fieles; pero es más fácil perdonar la infidelidad de los niños que la de los adultos. Debía tratar de comprenderlo, pero aun así no era divertido ir a visitarlos cuando apenas si le hacían caso. Había muy poco que hacer en la ciudad. El tiempo se escurría entre los dedos lentamente. Si no hubiera sido por la escuela, no hubiera podido soportarlo. Los domingos eran inaguantables. En el Hogar no había nadie de su edad. Dos chicos tenían trece años, pero hacían todo lo posible para demostrar su desprecio por las chicas. Había también algunos de dieciséis. No prestaban la menor atención a los más pequeños, excepto cuando los necesitaban para mandarlos a algún recado. Casi siempre para comprar cigarrillos. Era irritante ver cómo los mangoneaban y cómo ellos se sentían orgullosos de que les encargaran esa misión, hasta el punto de pelearse por ser los elegidos. Loella lo juzgaba incomprensible. También en el Hogar estaba aislada. Hubiera podido hacer algunos amigos si de verdad se lo hubiera propuesto, a pesar de la diferencia de edad. Muchos le demostraban cierto interés; pero ella había nacido desconfiada y era incapaz de aceptar a nadie sin haber tomado antes sus precauciones. Por las noches, después de cenar, solían reunirse en el gran salón. Tía Svea les ayudaba a hacer los deberes, si les hacía falta; escuchaban la radio y jugaban. Varias veces tía Svea trató de que Loella participara, pero ella se negó. Se daba cuenta de que tía Svea, preocupada, se preguntaba la razón. ¿No estaba contenta allí? ¿Tenía vergüenza? ¿Miedo? Nada de eso. Loella no pretendía molestar a tía Svea; simplemente, no le interesaba nada de lo que ocurría a su alrededor. Quería que la dejaran sola. Lo más duro de soportar no era la soledad, sino no tener nada que hacer. Y era inútil decírselo a nadie. Todos creían que había muchísimo que hacer en la ciudad. Lo único que se necesitaba era escoger. Era imposible que nadie se aburriera. Constantemente hablaban de maneras de pasar el tiempo. ¿Pero es que uno debe dejar que pase el tiempo? No, hay que utilizarlo. Pero no lo comprendían. Sus vidas eran mezquinas, en opinión de Loella, al menos. Porque ellos, sorprendentemente, parecían creer que lo pasaban muy bien. Un día recibió carta de tía Adina. Ya estaba en casa, pero aún no tenía la pierna lo bastante fuerte como para poder andar, decía. Estaba preocupada por ellos y la cabaña le pareció muy triste cuando descubrió que se habían marchado. Y preguntaba, inquieta: «Esa señora que tiene a los niños, ¿es buena? Me han dicho que es una amiga de tu madre aunque yo nunca la oí nombrarla, pero eso no quiere decir que no sea buena. ¿Y cómo es el hogar pequeña? Me lo pregunto muchas veces, espero que sean buenos contigo». También escribía frases de aliento. «Nunca se sabe lo que puede pasar. Todo lo que pasa tiene un significado, sabes que siempre lo digo y debes aceptarlo sin quejarte demasiado». Esta vez Loella supo perfectamente de qué hablaba tía Adina y su carta le dio muchos ánimos. Tía Adina decía también que si algo marchaba mal se lo escribiera en seguida y le mandaba diez coronas «sólo para que te pongas contenta». Loella le contestó en seguida. Escribió una carta muy larga contándole todo. Decía que los tres estaban bien. Le habló de Tommy, aunque no le confesó que a causa de él se sentía algo postergada. Hablaba del colegio y del Hogar sin quejarse; pero no pudo evitar un comentario sobre las cosas tan raras que pasan en la ciudad. «Un día entré en la cocina. Aquí no tienen un fogón para encender el fuego. No hacen más que apretar botones y guisan sin fuego. Pero calienta

Use Quizgecko on...
Browser
Browser