Memorias de una Geisha (Arthur Golden) PDF
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Arthur Golden
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This book tells the story of Sayuri, a geisha in interwar Japan. The narrative delves into the secretive world of geishas, exploring themes of passion, appearances, and the hardships faced by women in this traditional Japanese society. The author, Arthur Golden, describes the cultural differences and the experience of a young woman growing up in Japan.
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En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayu...
En esta maravillosa novela escuchamos las confesiones de Sayuri, una de las más hermosas geishas del Japón de entreguerras, un país en el que aún resonaban los ecos feudales y donde las tradiciones ancestrales empezaban a convivir con los modos occidentales. De la mano de Sayuri entraremos un mundo secreto dominando por las pasiones y sostenido por las apariencias, donde sensualidad y belleza no pueden separarse de la degradación y el sometimiento: un mundo en el que las jóvenes aspirantes a geishas son duramente adiestradas en el arte de la seducción, en el que su virginidad se venderá al mejor postor y donde tendrán que convencerse de que, para ellas, el amor no es más que un espejismo. Arthur Golden Memorias de una Geisha ePUB v1.2 OZN/ deor67 05.07.12 Nota del traductor Cuando tenía catorce años, mi padre me llevó una noche, en Kioto, a un espectáculo de danza. Era la primavera de 1936. Sólo me acuerdo de dos cosas. La primera es que él y yo éramos los únicos occidentales del público; hacía tan sólo unas semanas que habíamos dejado nuestro hogar en Holanda y todavía no me había acostumbrado al aislamiento cultural, por eso lo recuerdo tan vividamente. La segunda es lo contento que me sentí, tras meses de estudio intensivo del japonés, al darme cuenta de que entendía fragmentos de las conversaciones que oía a mi alrededor. De las jóvenes japonesas que bailaron ante mí en el estrado no recuerdo nada, salvo una vaga imagen de kimonos de brillantes colores. Por entonces no podía saber que casi cincuenta años después, en un lugar tan lejano como Nueva York, una de ellas se convertiría en una buena amiga mía y me dictaría sus memorias. Como historiador que soy, siempre he considerado que las memorias constituyen un material de primera mano, que no sólo nos proporciona datos de la persona en cuestión, sino también del mundo en el que ha vivido. Difieren de la biografía en que el autor de las memorias nunca tiene el grado de perspectiva que, de por sí, suele poseer el biógrafo. La autobiografía, si es que tal cosa existe, es algo así como preguntarle a un conejo qué aspecto tiene cuando salta por el prado. ¿Cómo va a saberlo? Pero, por otro lado, si queremos saber algo del prado, nadie está en mejor posición que el conejo para decírnoslo, siempre que tengamos en cuenta que nos perderemos todas aquellas cosas que el conejo no haya observado debido a su posición en un momento dado. Digo todo esto con la certeza del investigador cuya carrera está basada en esta suerte de distinciones. He de confesar, sin embargo, que las memorias de mi querida amiga Nitta Sayuri me obligaron a replantearme algunas de mis opiniones al respecto. Sí, ella nos muestra el mundo secreto en el que vivió; como si dijéramos, nos da la visión del prado desde el punto de vista del conejo. Posiblemente no haya una descripción mejor de la extraña vida de las geishas que la que aquí nos ofrece Sayuri. Pero además nos deja una manifestación de sí misma que es mucho más completa, más precisa y más emocionante que el largo capítulo que se le dedica a su vida en el libro Deslumbrantes joyas del Japón, o en los varios artículos sobre ella que han ido apareciendo a lo largo de los años en revistas y periódicos. Se diría que, al menos en el caso de este insólito tema, nadie conocía mejor a la autora de las memorias que ella misma. Que Sayuri llegara a ser famosa fue en gran medida una casualidad. Otras mujeres llevaron vidas similares a la suya. Puede que la renombrada Kato Yuki —una geisha que cautivó a George Morgan, el sobrino de J. Pierpont, y se convirtió en su desposada en el exilio durante la primera década de este siglo — tuviera una vida aún más insólita en muchos aspectos que Sayuri. Pero sólo Sayuri ha documentado de una forma tan completa su propia saga. Durante mucho tiempo creí que su decisión de hacerlo así había sido fruto del azar. Si se hubiera quedado en Japón, habría estado demasiado ocupada para que se le ocurriera la idea de compilar sus memorias. Sin embargo, diversas circunstancias le llevaron a emigrar a los Estados Unidos en 1956. Durante los cuarenta años siguientes y hasta su muerte, vivió en un apartamento decorado en estilo japonés en el piso treinta y dos de las Torres Waldorf de Manhattan. Pero también allí su vida siguió teniendo la intensidad que la había caracterizado hasta entonces. Por su apartamento neoyorquino pasaron artistas, intelectuales y empresarios japoneses, e incluso algún ministro y un gángster o dos. Yo no la conocí hasta 1985. Me la presentó un conocido común. Como profesor de japonés me había topado aquí y allá con el nombre de Sayuri, pero apenas sabía nada de ella. Nuestra amistad creció y empezó a confiar más y más en mí. Un día le pregunté si daría permiso para que se contara su historia. —Pues podría darlo, tal vez, si fueras tú, Jakob-san, quien la pusiera por escrito. Así que nos pusimos manos a la obra. Sayuri tenía claro que prefería dictar sus memorias a escribirlas ella misma, porque, como me explicó, estaba tan acostumbrada a hablar cara a cara que no sabría qué hacer si no hubiera nadie escuchándola en la habitación. Yo acepté, y el manuscrito me fue dictado en el transcurso de dieciocho meses. Hasta que no empecé a preocuparme por cómo traducir todos sus matices, no fui plenamente consciente del dialecto de Kioto que empleaba Sayuri — en el que las geishas se llaman geiko, y los kimonos, obebe—. Pero desde el principio me dejé arrastrar a su mundo. Salvo unas cuantas ocasiones excepcionales, nos vimos siempre por la noche, porque era entonces cuando la mente de Sayuri acostumbraba a estar más despierta. Por lo general prefería que trabajáramos en su apartamento, pero alguna vez nos vimos en un apartado de un restaurante japonés de Park Avenue, del que era cliente habitual. Nuestras sesiones se prolongaban unas dos o tres horas. Aunque las grabábamos todas, su secretaria también estaba presente y transcribía fielmente al dictado sus palabras. Pero Sayuri nunca hablaba mirando al casete o a su secretaria; siempre me hablaba a mí. Cuando no sabía por dónde tirar, yo era quien la guiaba y ponía en la dirección correcta. Yo consideraba que aquella empresa dependía de mí y creía que su historia nunca habría sido contada, si yo no me hubiera ganado su confianza. Ahora veo que la verdad podría ser otra. Sayuri me eligió como amanuense, sin duda, pero podría haberse presentado otro candidato adecuado antes que yo. Lo que nos lleva a la cuestión fundamental: ¿Por qué quería Sayuri contar su historia? Las geishas no tienen la obligación de hacer voto de silencio, pero su existencia se basa en la convicción, típicamente japonesa, de que lo que sucede durante la mañana en la oficina y lo que pasa por la noche tras unas puertas bien cerradas son cosas muy distintas, y han de estar separadas, en compartimentos estancos. Las geishas sencillamente no dejan constancia de sus experiencias. Al igual que las prostitutas, sus equivalentes de clase inferior, las geishas se suelen encontrar en la posición poco común de saber si esta o aquella figura pública mete primero una pierna y luego la otra en los pantalones, como el resto de los mortales. Probablemente estas mariposas nocturnas consideran que su función encierra algo de depositarías de la confianza pública, pero en cualquier caso la geisha que viola esa confianza se coloca en una posición insostenible. Las circunstancias que llevaron a Sayuri a contar su historia eran poco comunes en cuanto que ya no quedaba nadie en Japón que tuviera poder sobre ella. Los vínculos con su país de origen ya estaban rotos. Tal vez esto nos da una pista de por qué dejó de sentirse forzada al silencio, pero sigue sin informarnos de por qué se decidió a hablar. A mí me asustaba plantearle la cuestión. ¿Y si al examinar sus propios escrúpulos al respecto le daba por cambiar de opinión? Ni siquiera cuando el manuscrito estuvo acabado me atreví. Sólo cuando ya había recibido el adelanto del editor me sentí lo bastante seguro para preguntarle. ¿Por qué había deseado contar su vida? —¿Pues qué mejor cosa podría hacer con mi tiempo a mi edad? — contestó. Dejo a la decisión del lector la cuestión de si sus motivos eran realmente así de sencillos. Aunque estaba deseosa de dejar por escrito su biografía, Sayuri insistió en varias condiciones. Quería que el manuscrito se publicara después de su muerte y la de algunos hombres que habían ocupado una posición prominente en su vida. Todos murieron antes que ella. A Sayuri le preocupaba mucho que sus revelaciones pudieran poner a alguien en evidencia. Siempre que me ha sido posible he dejado los nombres reales de las personas, aunque Sayuri me ocultó incluso a mí la identidad de ciertos hombres, mediante la convención, común entre las geishas, de referirse a los clientes con sus apodos. El lector que al encontrarse con personajes como el Señor Copito de Nieve —cuyo mote vino sugerido por su caspa— crea que Sayuri sólo está tratando de ser graciosa puede no haber comprendido su verdadera intención. Cuando le pedí permiso a Sayuri para utilizar una grabadora, mi intención era que fuera sólo una garantía contra los posibles errores de trascripción por parte de la secretaria. Pero después de su muerte, acaecida el año pasado, me digo a mí mismo si en el fondo no tendría otro motivo: el de preservar su voz, una voz con una expresividad que pocas veces se encuentra. Por lo general habla con un tono suave, como se puede esperar de una mujer cuya profesión ha sido entretener a los hombres. Pero cuando quería dar vida a una escena, podía hacerme creer sólo con su voz que había seis u ocho personas en la habitación. A veces, por la noche, solo en mi despacho, vuelvo a oír las casetes, y entonces me cuesta creer que ya no está entre nosotros. JACOB HAARHUIS Catedrático de japonés de la Universidad de Nueva York Capítulo uno Imagínate que tú y yo estuviéramos sentados en una apacible estancia con vistas a un jardín, tomando té y charlando sobre unas cosas que pasaron hace mucho, mucho tiempo, y yo te dijera «el día que conocí a fulano de tal… fue el mejor día de mi vida y también el peor». Supongo que dejarías la taza sobre la mesa y dirías: «¿En qué quedamos? ¿Fue el mejor o el peor?». Tratándose de otra situación, me habría reído de mis palabras y te habría dado la razón. Pero la verdad es que el día que conocí al señor Tanaka Ichiro fue de verdad el mejor y el peor día de mi vida. Me fascinó, incluso el olor a pescado de sus manos me pareció un perfume. De no haberlo conocido, nunca hubiera sido geisha. No nací ni me eduqué para ser una de las famosas geishas de Kioto. Ni siquiera nací en Kioto. Soy hija de un pescador de Yoroido, un pueblecito de la costa del Mar de Japón. En toda mi vida, no habré hablado de Yoroido, ni tampoco de la casa en la que pasé mi infancia o de mis padres o de mi hermana mayor, ni desde luego de cómo me hice geisha o de cómo te sientes siéndolo, con más de media docena de personas. La mayoría de la gente prefiere seguir imaginándose que mi madre y mi abuela fueron también geishas y que yo empecé a prepararme para serlo en cuanto me destetaron, y otras fantasías por el estilo. En realidad, un día, hace muchos años, le estaba sirviendo sake a un hombre que mencionó de pasada que había estado en Yoroido la semana anterior. Me sentí como se debe de sentir un pájaro al encontrarse al otro lado del océano con una criatura que conoce su nido. Me quedé tan sorprendida que no pude contenerme y le dije: —¡Yoroido! De ahí soy yo. ¡Pobre hombre! Su cara se convirtió en un muestrario de muecas. Hizo todo lo posible por sonreír, sin conseguirlo, porque no podía dejar de mostrar una turbada sorpresa. —¿Yoroido? Seguro que no estamos hablando del mismo lugar. Para entonces ya hacía mucho tiempo que yo había desarrollado mi «sonrisa Noh»; la llamo así porque cuando la pongo parezco una máscara del teatro Noh, de esas que son totalmente hieráticas. La ventaja que tiene es que los hombres la interpretan como quieren; no te puedes imaginar lo útil que me ha sido. En ese momento pensé que lo mejor sería usarla, y como era de esperar, funcionó. El hombre suspiró profundamente y se bebió de un trago la copa de sake que acababa de servirle. Luego soltó una enorme carcajada, de alivio, creo yo, más que de otra cosa. —¡Qué idea! —dijo, soltando otra carcajada—. ¡Tú de un poblacho como Yoroido! Eso sería como pensar en hacer té en un cubo —y cuando volvió a reírse, me dijo—: Por eso eres tan divertida, Sayuri-san. A veces casi consigues que me tome en serio las bromitas que me haces. No es que me guste mucho pensar que soy como un cubo de té, pero supongo que en cierta medida es cierto. Después de todo, me crié en Yoroido, y nadie se atrevería a decir que es un lugar con glamour. Casi nunca va nadie por allí. Y la gente de allí no tiene muchas oportunidades de irse. Probablemente te estés preguntando cómo lo conseguí yo. Ahí empieza mi historia. La casa en la que vivíamos en el pequeño puerto de Yoroido era una «casita piripi», corno la llamaba yo entonces. Estaba junto a un acantilado donde soplaba constantemente el viento del océano. De niña, pensaba que el mar estaba siempre acatarrado, porque jadeaba constantemente, salvo cuando se quedaba como sin respiración, antes de soltar uno de sus grandes estornudos — lo que equivale a decir que de pronto soplaban ráfagas tremendas acompañadas de agua de mar pulverizada—. Decidí que nuestra casita se habría ofendido que el océano le estornudara en la cara cada dos por tres y empezó a torcerse para quitarse del medio. Probablemente hubiera terminado derrumbándose de no ser porque mi padre la apuntaló con un madero que rescató de un barco de pesca naufragado. De este modo, la casa parecía un viejo borracho apoyado en una muleta. Mi vida en la casita piripi también estaba un poco torcida. Como desde muy niña me parecí mucho a mi madre y apenas nada a mi padre o a mi hermana mayor, mi madre decía que estábamos hechas iguales —y era verdad que las dos teníamos unos ojos peculiares, de un color que casi nunca se ve en Japón—. En lugar de castaño oscuro, los ojos de mi madre eran de un gris translúcido, y los míos son exactamente iguales. Siendo niña le dije una vez a mi madre que alguien le había hecho un agujerito en los ojos y que se les había salido toda la tinta, y ella pensó que era una ocurrencia la mar de graciosa. Los videntes decían que sus ojos eran tan pálidos porque había demasiada agua en su personalidad, tanta que los otros cuatro elementos apenas estaban presentes, y por eso, explicaban, combinaban tan mal sus rasgos. La gente del pueblo decía que tendría que haber sido extremadamente atractiva, porque sus padres habían sido muy guapos. Pues bien, los melocotones tienen un sabor exquisito, lo mismo que las setas, pero no se pueden combinar; esa era la jugarreta que le había gastado la naturaleza. Tenía la boquita bien formada de su madre, pero la angulosa mandíbula de su padre, lo que daba la impresión de una delicada pintura enmarcada con un marco demasiado pesado. Y sus hermosos ojos grises estaban cercados por unas pestañas extremadamente espesas que en el caso de su padre debían de ser sorprendentes, pero en el suyo hacían que pareciera siempre espantada. Mi madre siempre decía que se había casado con mi padre porque ella tenía demasiada agua en su personalidad y mi padre demasiada madera en la suya. La gente que conocía a mi padre enseguida entendía a qué se refería mi madre. El agua mana veloz de un lugar a otro y siempre encuentra una rendija por la que salir. La madera, por su parte, se agarra fuerte a la tierra. En el caso de mi padre esto era bueno, porque era pescador, y un hombre con madera en su personalidad se encuentra cómodo en el mar. En realidad, mi padre se encontraba mejor en el mar que en cualquier otro sitio, y nunca se alejaba mucho de él. Olía a mar incluso después de lavarse. Cuando no estaba pescando, se sentaba en el suelo de nuestra oscura casita y remendaba las redes. Y si la red hubiera sido una criatura dormida ni siquiera la habría despertado, tal era la lentitud con la que trabajaba. Lo hacía todo así de despacio. Incluso cuando intentaba poner cara de concentración, podías salir fuera y vaciar el barreño en el tiempo que le llevaba a él recolocar sus rasgos. Tenía la cara llena de arrugas, y en cada arruga había escondido una preocupación u otra, de modo que había dejado de ser su cara y más bien parecía un árbol con nidos de pájaros en todas las ramas. Tenía que luchar constantemente para dominarla, y siempre parecía agotado por el esfuerzo. Cuando tenía seis o siete años, me enteré de algo referente a mi padre que hasta entonces había ignorado. Un día le pregunté: «Papá, ¿por qué eres tan viejo?». El arqueó las cejas, de modo que tomaron la forma de unos pequeños paraguas caídos sobre sus ojos. Y luego suspiró largamente, movió la cabeza y dijo: «No lo sé». Cuando me volví a mi madre, ella me lanzó una mirada que significaba que respondería a mi pregunta en otro momento. Al día siguiente, sin darme ninguna explicación, me llevó con ella colina abajo, hacia el pueblo, pero antes de llegar torcimos en el camino que lleva al cementerio, en el bosque. Allí me condujo a tres sepulturas juntas en una esquina y marcadas cada una con un poste más alto que yo. Tenían unas austeras inscripciones escritas de arriba abajo, pero yo no había ido a la escuela del pueblo lo bastante para saber dónde acaba una y empezaba la siguiente. Mi madre los señaló y dijo: «Natsu, esposa de Sakamoto Minoru». Sakamoto Minoru era el nombre de mi padre. «Fallecida, a los veinticuatro años, en el año decimonoveno de Meiji.» Luego señaló la siguiente: «Jinichiro, hijo de Sakamoto Minoru, fallecido, a los seis años, en el año decimonoveno de Meiji», y a la siguiente, que era idéntica a las otras dos, salvo por el nombre, Masao, y la edad, tres años. Me llevó un rato comprender que mi padre había estado casado antes, hacía mucho tiempo, y que toda su familia había muerto. No mucho después volví a visitar las sepulturas y descubrí que la tristeza es un peso difícil de llevar. Mi cuerpo pesaba el doble que un momento antes, como si aquellas sepulturas tiraran de mí. Con toda aquella agua y toda aquella madera, el equilibrio tendría que haber sido perfecto, y mis padres tendrían que haber engendrado hijos con la proporción adecuada de cada elemento. Seguro que se sorprendieron al ver que habían terminado teniendo una de cada. Pues no sólo yo me parecía a mi madre y había heredado incluso sus extraños ojos, sino que mi hermana, Satsu, se parecía a mi padre como una gota de agua a otra. Satsu tenía seis años más que yo, y, claro, al ser mayor, le dejaban hacer cosas que a mí todavía me estaban prohibidas. Pero Satsu tenía la virtud de hacerlo todo de tal forma que parecía una completa casualidad. Por ejemplo, si le pedías que te sirviera un cuenco de sopa de la olla puesta en el fogón, lo hacía, pero de tal modo que parecía que la sopa se había derramado y, por suerte, había caído en el cuenco. Una vez incluso se cortó con un pescado. Y no es que se cortara con un cuchillo limpiando un pescado. Qué va. Subía la cuesta desde el pueblo con un pescado envuelto en papel, y se le escurrió y cayó de tal forma que le dio en la pierna y le cortó con una de las aletas. Seguramente nuestros padres habrían tenido más hijos además de Satsu y de mí, sobre todo porque mi padre esperaba tener un chico que saliera a pescar con él. Pero cuando yo tenía siete años, mi madre cayó gravemente enferma, probablemente con cáncer de huesos, aunque por entonces yo no tenía ni idea de lo que le pasaba. Su única forma de escapar al dolor era dormir, lo que empezó a hacer como los gatos, es decir, más o menos constantemente. Conforme se sucedían los meses, más tiempo pasaba ella dormida, y enseguida empezó a gemir cuando estaba despierta. Yo me daba cuenta de que algo estaba cambiando rápidamente en ella, pero como había tanta agua en su personalidad, no me pareció preocupante. A veces en cuestión de unos pocos meses se quedaba en los huesos, pero luego volvía a engordar con la misma rapidez. Pero para mi noveno cumpleaños, empezaron a salírsele los huesos de la cara y ya no volvió a engordar. Yo no me daba cuenta de que debido a su enfermedad se estaba quedando sin agua. Al igual que las algas que están naturalmente empapadas y se vuelven quebradizas al secarse, mi madre estaba perdiendo más y más de su esencia. Entonces, una tarde estaba yo sentada en el agujereado suelo de nuestra casa, cantándole a un grillo que había encontrado aquella mañana, cuando una voz llamó a la puerta: —¡Eh! ¡Abrid la puerta! ¡Soy el doctor Miura! El doctor Miura venía a nuestro pueblo una vez a la semana, y desde que mi madre había enfermado, siempre se tomaba la molestia de subir la cuesta hasta nuestra casa para ver cómo iba la enferma. Mi padre estaba en casa aquel día, porque se avecinaba una gran tempestad. Estaba senado en el suelo, en su lugar de costumbre, con sus inmensas manos enredadas, como arañas, en una red de pescar. Pasado un momento, volvió sus ojos hacia mí y levantó un dedo. Esto significaba que quería que fuera a abrir la puerta. El doctor Miura era un hombre muy importante, o al menos eso creíamos en el pueblo. Había estudiado en Tokio, y se decía que conocía más caracteres chinos que nadie. Era demasiado orgulloso para fijarse en una criatura como yo. Cuando abrí la puerta, se quitó los zapatos y entró en la casa delante de mí. —¡Vaya, vaya, Sakamoto-san! —le dijo a mi padre—. Me gustaría vivir como usted, todo el día en el mar, pescando. ¡ Qué maravilla! Y luego los días de resaca descansando en casa. Veo que su esposa sigue dormida —continuó —. Es una pena, porque había pensado reconocerla hoy. —¿Ah, sí? —dijo mi padre. —La semana que viene no puedo acercarme. ¿Podría despertarla para que la reconociera? A mi padre le llevó un rato desenredarse los dedos de la red, pero por fin se puso en pie. —Chiyo-chan —me dijo— tráele una taza de té al doctor. Entonces me llamaba Chiyo. Todavía no se me conocía por mi nombre de geisha, Sayuri. Mi padre y el doctor entraron en la otra habitación, donde dormía mi madre. Intenté escuchar desde la puerta, pero sólo oía los gemidos de mi madre y nada de lo que decían ellos. Me puse a hacer el té, y en seguida salió el doctor frotándose las manos y con una expresión muy seria. Mi padre salió detrás, y se sentaron los dos en la mesa, en el centro de la habitación. —Ha llegado el momento de decirte algo, Sakamoto-san —empezó diciendo el doctor Miura—. Tienes que ir a hablar con una de las mujeres del pueblo. Con la Señora Sugi, tal vez. Y pedirle que haga un bonito vestido para tu mujer. —No tengo el dinero, doctor —dijo mi padre. —Últimamente todos somos más pobres. Entiendo lo que dices. Pero se lo debes a tu mujer. No debería morir con el andrajoso vestido que lleva puesto. —¿Entonces es que va a morir pronto? —Unas pocas semanas más. Tiene unos dolores espantosos. La muerte la aliviará. Después de esto, dejé de oír sus voces, pues lo que oía dentro de mi cabeza era un sonido semejante al de un pájaro aleteando espantado. Tal vez era mi corazón, no sé. Pero si alguna vez has visto un pájaro atrapado dentro de un templo, intentando como un loco encontrar una salida, así estaba reaccionando mi mente. No se me había ocurrido pensar que mi madre no podía continuar enferma para siempre. No voy a decir que no me hubiera preguntado qué pasaría si se muriera; sí que me lo preguntaba algunas veces, pero de la misma manera que me preguntaba qué pasaría si un terremoto se tragara nuestra casa. La vida se acabaría. —Creí que me moriría yo primero —decía mi padre. —Eres viejo, Sakamoto-san. Pero tienes buena salud. Todavía te quedan cuatro o cinco años. Te dejaré más píldoras de éstas para tu mujer. Le puedes dar dos juntas, si es necesario. Hablaron un poco más sobre las píldoras, y luego el doctor Miura se marchó. Durante un largo rato, mi padre continuó sentado en silencio, dándome la espalda. No llevaba camisa, sólo su fláccida piel. Cuanto más lo miraba, más me parecería una extraña colección de formas y texturas. Su columna vertebral era una soga llena de nudos. Su cabeza, con aquellos descoloridos manchurrones, podría haber sido una fruta machucada. Sus brazos eran palitos envueltos en cuero viejo, colgando de dos bultos. Si moría mi madre, ¿cómo iba yo a seguir viviendo en la casa con él? No quería alejarme de él, pero cuando mi madre desapareciera, la casa se quedaría vacía, estuviera él o no. Por fin mi padre me llamó en un susurro. Me acerqué y me arrodillé a su lado. —Algo muy importante —me dijo. Tenía la cara más seria de lo normal, con los ojos en blanco, casi como si no pudiera controlarlos. Pensé que se debatía, intentando decirme que mi madre no tardaría en morir, pero todo lo que me dijo fue: —Baja al pueblo y compra incienso para el altar. Nuestro pequeño altar budista estaba dispuesto en un viejo cajón a la entrada de la cocina; era lo único de valor en nuestra casita piripi. Delante de una figura toscamente tallada de Amida, el Buda del Paraíso Occidental, había unas pequeñas tablillas mortuorias con los nombres budistas de nuestros antepasados. —Pero, padre… ¿eso es todo? Esperaba que me contestara algo, pero se limitó a hacer un gesto con la mano que indicaba que me fuera. El camino de nuestra casa bordeaba el acantilado antes de meterse tierra adentro, hacia el pueblo. Andar por él en un día como aquél no era fácil, pero recuerdo que agradecí que el feroz viento barriera de mi mente todo lo que me atormentaba. El mar estaba embravecido, con unas olas cortantes como piedras afiladas. Me pareció que el mundo entero se sentía como me sentía yo. ¿Es que la vida era sólo una tempestad que arrasaba con todo, dejando tras ella sólo algo yermo e irreconocible? Nunca había tenido pensamientos así. Para escapar de ellos, me eché a correr por el camino hasta que vi el pueblo a mis pies. Yoroido era un pueblecito situado a la entrada de una ensenada. Por lo general, el agua estaba plagada de barcos de pesca, pero ese día sólo se veían algunos barcos que volvían y que, como siempre, me parecieron pulgas de agua saltando por la superficie. La tempestad venía en serio; la oía rugir. Los barcos de Desea eme Quedaban en la bahía empezaron a difuminarse hasta desaparecer tras la cortina de agua. Vi que la tormenta avanzaba hacia mí. Me golpearon las primera gotas, del tamaño de huevos de codorniz, y en cuestión de segundos estaba tan mojada como si me hubiera caído al mar. Yoroido sólo tenía una carretera, que llevaba directamente a la entrada principal de la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco y estaba flanqueada por una hilera de casas, cuya habitación delantera se utilizaba como tienda. Crucé la calle corriendo hacia la Casa Okada, donde vendían artículos de mercería; pero entonces me sucedió algo —una de esas nimiedades con consecuencias gigantescas, como tropezar y caer delante de un tren—. La carretera de tierra estaba resbaladiza, y mis pies siguieron andando sin mí. Me caí de frente y me di en un lado de la cara. Supongo que el golpe debió de aturdirme, porque sólo recuerdo una especie de entumecimiento y la sensación de que quería escupir algo que tenía en la boca. Oí voces y sentí que me daban la vuelta; me levantaban y me transportaban. Me di cuenta de que me entraban en la Compañía Japonesa del Pescado y del Marisco, porque me envolvió el olor a pescado. Oí un golpe seco cuando dejaron caer al suelo un gran pescado y me echaron a mí sobre la viscosa superficie de la mesa que éste había ocupado. Sabía que estaba empapada, que estaba sangrando y que iba descalza, sucia y vestida con ropas de campesina. Lo que no sabía era que aquél era el momento que iba a cambiarlo todo. Pues fue en semejante situación en la que me encontré mirando a la cara del Señor Tanaka Ichiro. Había visto al Señor Tanaka muchas veces en el pueblo. Vivía en una ciudad cercana, pero venía todos los días, pues su familia era la propietaria de la Compañía Japonesa del Pescado y del Marisco. No iba vestido de campesino como el resto de los hombres, sino que llevaba un kimono masculino, con unos pantalones que me recordaban a esas ilustraciones de los samuráis que tal vez conozcas. Tenía la piel suave y tersa como un tambor; sus mejillas eran brillantes crestas, como la piel tirante y crujiente de un pescado a la parrilla. Siempre me había parecido fascinante. Cuando estaba jugando en la calle con los otros niños, y acertaba a pasar por allí el Señor Tanaka, siempre dejaba de hacer lo que estuviera haciendo para mirarlo. Me dejaron tumbada en aquella pringosa superficie mientras el Señor Tanaka me examinaba el labio, estirándomelo al tiempo que me giraba la cabeza a un lado y al otro. De pronto se fijó en mis ojos grises, que estaban clavados en él con tal fascinación que me resultó imposible fingir que no lo estaba mirando. No sonrió burlón como diciéndome que era una descarada, ni tampoco apartó la vista; se diría que le daba igual adonde mirara yo o lo que pensara. Nos miramos durante un largo rato, tan largo que me dio un escalofrío a pesar del bochorno que hacía dentro del edificio de la Compañía. —Te conozco —dijo finalmente—. Eres la pequeña del viejo Sakamoto. Ya de niña me daba cuenta de que el Señor Tanaka veía el mundo como era realmente; nunca tenía la expresión aturdida de mi padre. A mí me parecía que aquel hombre veía correr la savia por los pinos y el círculo brillante en el cielo, donde las nubes tapan el sol. Vivía en un mundo visible, aun cuando no siempre le agradara estar en él. Me di cuenta de que se fijaba en los árboles, en el barro y en los niños que jugaban en la calle, pero no tenía ninguna razón para pensar que se hubiera fijado en mí. Tal vez por eso, cuando me habló, se me saltaron las lágrimas. El Señor Tanaka me sentó. Creí que me iba a decir que me fuera, pero en lugar de ello dijo: —No te tragues esa sangre, muchachita. A no ser que quieras que se te haga una piedra en el estómago. Si yo fuera tú, la escupiría en el suelo. —¿La sangre de una muchacha, Señor Tanaka? —dijo uno de los hombres—. ¿Aquí, donde traemos el pescado? Los pescadores son terriblemente supersticiosos, ya sabes. Especialmente no quieren que las mujeres tengan nada que ver con la pesca. Un hombre del pueblo, el Señor Yamamura, encontró a su hija jugando en su barco una mañana. Le dio una paliza con una vara y luego fregó el barco con sake y lejía con tal fuerza que levantó la pintura. Pero esto tampoco le pareció suficiente, y el Señor Yamamura hizo que el sacerdote shinto viniera a bendecirlo. Todo ello simplemente porque su hija había estado jugando donde se pesca. Y hete aquí que el Señor Tanaka estaba sugiriendo que escupiera la sangre en el suelo de la nave donde se limpiaba el pescado. —Si lo que os asusta es que lo que escupa estropee las tripas del pescado —dijo el Señor Tanaka—, llevároslas a casa. Tengo muchas más. —No es por las tripas del pescado, señor. —Y yo les digo que su sangre será lo más limpio que haya tocado este suelo desde que nacimos vosotros y yo. Venga —dijo el Señor Tanaka, dirigiéndose a mí—. Escupe. Sentada sobre las babas que cubrían la mesa, no sabía qué hacer. Pensaba que sería terrible desobedecer al Señor Tanaka, pero no estoy segura de que hubiera tenido el valor de escupir si uno de los hombres no se hubiera echado a un lado y se hubiera sonado en el suelo. Tras ver aquello no pude soportar tener nada en la boca ni un minuto más, y escupí la sangre como el Señor Tanaka me había dicho. Todos los hombres se alejaron asqueados, salvo el ayudante del Señor Tanaka, que se llamaba Sugi. El Señor Tanaka le dijo que fuera a buscar al doctor Miura. —No sé dónde encontrarlo —dijo Sugi, aunque para mí que lo que realmente quería decir era que no le apetecía ir. Yo le dije al Señor Tanaka que el doctor había pasado por nuestra casa hacia unos minutos. —¿Dónde está tu casa? —me preguntó el Señor Tanaka. —Es la casita piripi que está encima del acantilado. —¿Qué es eso de «casita piripi»? —Es la que está inclinada, como si hubiera bebido demasiado. Parecía que el Señor Tanaka no sabía qué hacer con aquella información. —Bueno, Sugi, sube hasta esa casa piripi y busca al doctor Miura. No te costará encontrarlo. Guíate por los gritos que dan sus pacientes cuando los palpa. Me imaginé que el Señor Tanaka volvería a su trabajo al salir Sugi; pero se quedó junto a la mesa sin quitarme ojo. Sentí que la cara me empezaba a arder. Finalmente dijo algo que me pareció muy inteligente. —Tienes la cara como una berenjena, pequeña Sakamoto. Se acercó a un cajón y sacó un espejito para que me viera. Tenía el labio hinchado y amoratado, como había dicho él. —Pero lo que realmente quiero saber —continuó— es por qué tienes unos ojos tan extraordinarios y por qué no te pareces en nada a tu padre. —Son los ojos de mi madre — respondí yo—. Pero mi padre tiene tantas arrugas que nunca he podido saber cómo es realmente. —Tú también tendrás arrugas algún día. —Pero algunas de sus arrugas se deben a cómo está hecho —dije yo—. La parte de atrás de su cabeza es tan vieja como la de delante, y, sin embargo, es tan lisa como un huevo. —No es lo más respetuoso que se puede decir de un padre —me dijo el Señor Tanaka—. Pero supongo que será cierto. Luego dijo algo que me sonrojó tanto, que estoy segura de que mis labios empalidecieron. —¿Y entonces cómo un viejo arrugado con cabeza de huevo ha podido tener una hija tan guapa como tú? En los años que siguieron me han dicho guapa más veces de las que puedo recordar. Aunque, claro, a las geishas siempre se las llama guapas, incluso a las que no lo son. Pero cuando el Señor Tanaka me dijo aquello, mucho antes de que yo supiera lo que es una geisha, casi creí que era cierto. Después de que el doctor Miura me curara el labio, compré el incienso que mi padre me había encargado, y volví a casa en un estado tal de agitación que no creo que hubiera habido más actividad dentro de mí si, en lugar de un niña, hubiera sido un hormiguero. Me habría resultado más fácil si mis emociones me empujaran todas en la misma dirección, pero la cosa no era tan sencilla. Me habían dejado al azar del viento, como un trozo de papel. En algún lugar, entre los diversos pensamientos que me inspiraba mi madre —en algún lugar más allá del dolor del labio— había anidado en mí un pensamiento placentero, que intentaba una y otra vez poner en claro. Tenía que ver con el Señor Tanaka. Me Daré en el acantilado v contemplé el mar, donde aun después de la tormenta, las olas seguían siendo como piedras afiladas, y el cielo había tomado un color pardusco, de barro. Me aseguré de que no había nadie por allí mirándome, y entonces, apretando el incienso contra mi pecho, grité al viento el nombre del Señor Tanaka, una y otra vez hasta que escuché, satisfecha, la música de cada sílaba. Ya sé que debe de sonar a locura por mi parte, y lo era. Pero yo sólo era una muchacha confusa. Después de cenar y de que mi padre se hubiera ido al pueblo a ver cómo jugaban los otros pescadores al ajedrez, Satsu y yo limpiamos la cocina en silencio. Intenté recordar cómo me había hecho sentir el Señor Tanaka, pero en el frío silencio de la casa, la sensación se había evaporado. Lo que sentía era un terror gélido y persistente ante la idea de la enfermedad de mi madre. Me encontré calculando cuánto tiempo quedaría para que fuese enterrada en el cementerio del pueblo junto a la otra familia de mi padre. ¿Qué sería de mí luego? Con mi madre muerta, Satsu actuaría en su lugar, suponía yo. Observé a mi hermana fregar la olla de hierro en la que hacíamos la sopa; pero aunque la tenía delante de sus narices, aunque parecía mirarla, me di cuenta de que no la estaba viendo. Siguió fregándola mucho después de que ya estuviera limpia. Por fin, le dije: —Satsu-san, no me siento bien. —Sal y calienta el baño —me contestó, apartándose de los ojos los encrespados cabellos con la mano mojada. —No quiero bañarme —dije—. Satsu, Mamá se va a morir... —Esta olla está rajada. ¡Mira! —No lo está —dije yo—. Siempre ha tenido esa marca. —Pues entonces, ¿por qué se sale el agua? —No se sale. La has salpicado tú. Te estaba viendo. Durante un momento Satsu pareció profundamente emocionada, lo que se tradujo en su cara en una expresión de asombro extremo, tal como sucedía con otros muchos de sus sentimientos. Pero no dijo nada más. Se limitó a quitar la olla del fogón y se dirigió a la puerta para tirarla fuera. Capítulo dos A la mañana siguiente, para no pensar en mis preocupaciones, me fui a bañar a un estanque que había un poco más allá de nuestra casa, entre un bosquecillo de pinos. Los niños del pueblo iban a bañarse allí casi todas las mañanas cuando hacía buen tiempo. Satsu también venía a veces, con un traje de baño que se había hecho con unas ropas de pescar de mi padre, que ya estaban prácticamente inservibles. No era exactamente un buen traje de baño, porque cuando se inclinaba se le aflojaba en el pecho, y los muchachos gritaban: «¡Mirad, se le ven los Montes Fujis!». Pero a ella le daba igual. Hacia mediodía, decidí volver a casa a buscar algo de comer. Satsu se había ido mucho antes con el chico Sugi, que era el hijo del ayudante del Señor Tanaka. Le seguía como un perrito. Cuando iba a algún sitio, el chico miraba hacia atrás para indicarle que debía seguirle, y ella siempre lo hacía. No esperaba volver a verla hasta la hora de cenar, pero al acercarme a la casa la vi en el camino delante de mí, apoyada en un árbol. Si hubieras visto lo que estaba pasando lo hubieras entendido enseguida, pero yo no era más que una niña. Satsu se había subido el traje de baño hasta los hombros, y el muchacho Sugi estaba jugueteando con sus dos «Montes Fuji», como les llamaban los chicos. Desde que nuestra madre había caído enferma, mi hermana se había puesto bastante gordita. Sus pechos eran tan hirsutos como sus cabellos. Lo que me sorprendía más era que parecía que era precisamente su indocilidad lo que fascinaba al chico Sugi. Los meneaba y los soltaba para ver cómo volvían a su sitio balanceándose. Yo sabía que no debía estar espiando, pero tampoco sabía qué hacer mientras tuviera el camino bloqueado por ellos. Y entonces de pronto oí la voz de un hombre detrás de mí. —Chiyo-chan, ¿qué haces ahí agachada detrás de un árbol? Teniendo en cuenta que era una niña de nueve años, que venía de bañarse en un estanque y que todavía no tenía en mi cuerpo ni formas ni texturas que ocultar de la vista de nadie… es fácil imaginar lo que llevaba encima. Cuando me volví —todavía en cuclillas y cubriendo mi desnudez lo mejor que podía con las manos— vi al Señor Tanaka. No podría haber sentido más vergüenza. —Esa de ahí debe de ser tu famosa «casita piripi» —dijo—. Y ese de ahí parece el hijo del Señor Sugi. ¡Y por lo que se ve está muy ocupado! ¿Quién es la chica que está con él? —Pues mi hermana, Señor Tanaka. Estoy esperando a que se vayan. El Señor Tanaka hizo una bocina con las manos y dio un grito; entonces oí que el chico Sugi se echaba a correr camino abajo. Mi hermana debió de salir corriendo también, porque el Señor Tanaka me dijo que podía ir a casa y vestirme. —Cuando veas a tu hermana —me dijo— quiero que le des esto. Me dio un paquetito envuelto en papel de arroz del tamaño de una cabeza de pescado. —Son unas hierbas chinas —me dijo —. No le hagáis caso al doctor Miura si os dice que no valen para nada. Que tu hermana prepare con ellas una infusión y se la dé a tu madre para aliviarle el dolor. Son unas hierbas muy apreciadas. No las malgastéis. —Entonces, en ese caso, más vale que haga yo misma la infusión. A mi hermana no se le dan muy bien esas cosas. —El doctor Miura me contó que tu madre estaba enferma —dijo—. Y ahora tú me dices que tu hermana no sabe ni hacer una infusión. Y con un padre tan viejo como el tuyo, ¿qué va a ser de ti, Chiyo-chan? ¿Quién se ocupa de ti ahora? —Supongo que me cuido sola. —Conozco a un hombre que hoy ya es mayor, pero cuando era un muchacho de tu edad, perdió a su padre. Al año siguiente murió su madre, y luego su hermano mayor se fue a Osaka y lo dejó solo. ¿Suena un poco como tu historia, no te parece? El Señor Tanaka me miró como si me estuviera diciendo que no me atreviera a llevarle la contraria. —Pues bien, ese hombre se llama Tanaka Ichiro —continuó diciendo—. Sí, yo… aunque por entonces mi nombre era Morihashi Ichiro. A los doce años me acogió la familia Tanaka. Cuando me hice un poco más mayor, me casaron con la hija y me adoptaron. Hoy ayudo a llevar el negocio familiar. Así que todo acabó bien para mí, como ves. Tal vez a ti también te suceda algo así. Me quedé mirando las canas del Señor Tanaka y los surcos de su frente, que parecían los de la corteza de un árbol. Me parecía el hombre más sabio y más erudito de la tierra. Creía que él sabía cosas que yo nunca sabría, que tenía una elegancia que yo no tendría nunca, y que su kimono azul era más fino que cualquier prenda que yo pudiera llegar a ponerme. Estaba agachada delante de él, en el camino, con el pelo enredado, la cara sucia y el olor al agua del estanque en la piel. —No creo que nadie quiera adoptarme nunca —dije. —¿Ah, no? Pero si eres una chica lista. ¡Mira que decir que tu casa «está piripi» y que la cabeza de tu padre parece un huevo! —¡Pero si es verdad que parece un huevo! —Has dado la mejor explicación que se podía dar. Ahora, corre, Chiyo- chan —dijo—. Quieres comer, ¿no? Tal vez, si tu hermana se toma una sopa, podrás echarte en el suelo y aprovechar la que ella derrame. Desde ese mismo momento empecé a hacerme ilusiones de que el Señor Tanaka me adoptaba. A veces me olvido de lo angustiada que me sentía durante esa época. Supongo que me agarraba a cualquier cosa que me consolara. Con frecuencia, cuando me sentía atormentada, me encontraba volviendo a la misma imagen de mi madre, muy anterior a que empezara a gemir de dolor por las mañanas. Yo tenía cuatro años, y estábamos celebrando las fiestas del obon de nuestro pueblo, el momento del año en que dábamos la bienvenida al espíritu de los muertos. Después de varias noches de ceremonias en el cementerio y de encender las hogueras a las puertas de las casas para guiar a los espíritus, nos reuníamos la última noche del festival en el Santuario Shinto, que se alzaba sobre las rocas, dominando toda la bahía. Nada más pasar las verjas del santuario había un claro, que aquella noche estaba decorado con farolillos de papel de todos los colores, colgados de cordeles entre los árboles. Mi madre y yo bailamos juntas mucho rato con el resto del pueblo al son de la música de la flauta y el tamboril; pero luego yo me cansé, y ella me tomó en brazos y se sentó al borde del claro. De pronto sopló una ráfaga de viento desde el acantilado y uno de los farolillos se prendió fuego. Vimos cómo se quemaba el cordel y empezaba a caer en llamas el farolillo. Y entonces volvió a soplar otra ráfaga, que lo dirigió hacia donde estábamos nosotras, dejando un reguero de polvo dorado en el aire. Pareció que la bola de fuego había caído al suelo, pero, de nuevo, mi madre y yo vimos cómo volvía a ser empujada por el viento directamente hacia nosotras. Sentí que mi madre me soltaba, y un instante después se abalanzaba a apagarla con las manos. Por un momento nos vimos rodeadas de chispas y llamaradas; pero enseguida las pavesas encendidas volaron hacia los árboles, donde terminaron apagándose, y nadie —ni siquiera mi madre— resultó herido. Más o menos una semana después, cuando mis fantasías de ser adoptada habían tenido tiempo sobrado para madurar, volví a casa una tarde y me encontré al Señor Tanaka sentado frente a mi padre en la mesita de nuestra casa. Me di cuenta de que estaban hablando de algo importante, porque ni siquiera se percataron de mi presencia cuando entré. Me quedé inmóvil escuchándolos. —¿Qué piensas entonces de mi propuesta, Sakamoto? —No sé, Señor Tanaka —dijo mi padre—, no puedo imaginarme a mis hijas viviendo en otro lugar. —Le entiendo, pero piense que podrían estar mucho mejor; lo mismo que usted. Sólo ocúpese de que mañana por la tarde bajen al pueblo... Tras esto, el Señor Tanaka se levantó para irse. Yo fingí que acababa de llegar cuando nos cruzamos en la puerta. —Le estaba hablando de ti a tu padre, Chiyo-chan —me dijo—. Vivo al otro lado de la loma, en la villa de Senzuru. Es más grande que Yoroido. Creo que te gustará. ¿Por qué no venís tú y Satsu-san mañana? Veréis mi casa y conoceréis a mi hijita. Tal vez hasta os gustaría pasar la noche. Sólo una noche, no te preocupes; y luego yo os traería de vuelta a casa. ¿Qué te parece? Dije que me parecía estupendo. E intenté por todos los medios hacer como si todo me pareciera tan normal. Pero en mi cabeza se había producido una explosión. No podía hilar un pensamiento con otro. No cabía duda de que una parte de mí deseaba fervientemente ser adoptada por el Señor Tanaka después de la muerte de mi madre; pero otra parte de mí estaba muy, muy asustada. Me avergonzaba horriblemente sólo imaginarme que podría vivir en otro lugar que no fuera mi casita piripi. Después de que se fuera el Señor Tanaka, traté de atarearme en la cocina, pero me sentía un poco como Satsu, pues no veía lo que tenía delante de mis narices. No sé cuánto tiempo pasó. Por fin oí suspirar a mi padre, y me pareció que estaba llorando, lo que me sonrojó de vergüenza. Cuando finalmente me obligué a mirarlo, ya tenía las manos enredadas en una de sus redes de pescar, pero estaba de pie en el umbral del cuarto de atrás, donde mi madre yacía al sol con la sábana pegada a ella, como la piel. Al día siguiente, en preparación para la cita con el Señor Tanaka en el pueblo, me froté bien los sucios tobillos y estuve a remojo un buen rato en nuestro baño, que había sido en tiempos la caldera de una vieja máquina de vapor que alguien había abandonado en el pueblo; le habían serrado la parte superior y forrado de madera. Sentada en el baño, mirando al mar, me sentí muy independiente, pues por primera vez en mi vida estaba a punto de ver algo del mundo fuera de nuestro pueblo. Cuando Satsu y yo llegamos a la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco, vimos a los pescadores descargando la pesca en el muelle. Mi padre estaba entre ellos, agarrando los pescados con sus huesudas manos y echándolos en cestas. En un momento determinado miró hacia donde estábamos Satsu y yo y luego se limpió la cara con la manga de la camisa. Sus rasgos parecían más graves de lo normal. Los hombres transportaban las cestas llenas hasta el carro del Señor Tanaka y las colocaban detrás. Yo me subí a la rueda a mirar. Las mayoría de los peces tenían los ojos muy abiertos y vidriosos, pero de vez en cuando uno movía la boca, y a mí me parecía que estaba dando un gritito. Yo intentaba tranquilizarlos diciéndoles: —Vais a la ciudad de Senzuru, pescaditos. No os pasará nada. No veía qué se ganaba diciéndoles la verdad. Por fin, el Señor Tanaka salió a la calle y nos dijo a Satsu y a mí que nos subiéramos con él al carro. Yo me senté en el medio, lo bastante pegada al Señor Tanaka para tocar con la mano la tela de su kimono. Me sonrojé. Satsu me miró fijamente, pero no pareció notar nada, igual de aturdida que de costumbre. Me pasé gran parte del viaje mirando al pescado bullir en las cajas. Al subir la loma, dejando atrás Yoroido, una rueda pasó sobre una gran roca, y el carro se inclinó de pronto hacia un lado. Una de las lubinas cayó al camino y revivió con el golpe. Verla aletear, boqueando, era más de lo que yo podía soportar. Me volví con lágrimas en los ojos, y aunque intenté ocultárselas al Señor Tanaka, él se dio cuenta. Después de recoger el pescado y cuando ya estábamos de nuevo en camino, me preguntó qué me pasaba. —¡Pobrecito pescado! —dije yo. —Te pareces a mi mujer. Cuando ve los pescados ya están muertos, pero si tiene que cocinar un cangrejo todavía vivo, se le llenan los ojos de lágrimas y les canta una canción. El Señor Tanaka me enseñó una cancioncilla —en realidad casi una pequeña oración— que pensé que se habría inventado su mujer. Ella se la cantaba a los cangrejos, pero nosotros adaptamos la letra a la lubina: Suzuki y o suzuki! Jobutso shite kure! ¡Lubinita, oh lubinita, corre, corre, enseguida serás Buda! Luego me enseñó otra, una nana que yo no conocía. Se la cantamos a una platija que ocupaba sola una cesta, con sus ojos, como botones, girando a ambos lados de la cabeza. Nemure yo, iikereiyo! Niwa ya makiba ni Tort mo hitsuji mo Minna nemureba Hoshi wa mado kara Gin hikari o Sosogu, kono yoru! ¡Duerme, duerme, platija buena! Cuando todos estén dormidos, también los pájaros y los corderos en los huertos y en los prados, las estrellas de la noche verterán su luz dorada desde la ventana. Un momento después coronamos la loma y la villa de Senzuro se hizo visible a nuestros pies. Era un día gris. Era la primera vez que veía el mundo fuera de Yoroido, y me pareció que no me había perdido nada. Veía los oscuros cerros, poblados con los tejados de paja del pueblo, rodeando una pequeña bahía, y el mar metálico, veteado de blanco. Tierra adentro, el paisaje podría haber sido atractivo de no ser por la vías del tren que lo recorrían como cicatrices. Senzuro era una población sucia y maloliente. Incluso el mar despedía un terrible hedor, como si todos los peces se estuvieran pudriendo. Alrededor de los postes del muelle flotaban trozos de fruta y verduras, como las medusas de nuestra bahía. Los barcos tenían la pintura saltada y parte de la madera agrietada; parecía que se habían estado peleando unos con otros. Satsu y yo esperamos largo rato sentadas en el muelle, hasta que por fin el Señor Tanaka nos llamó y nos dijo que entráramos en las oficinas centrales de la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco, donde nos condujo por un largo pasillo. No creo que dentro de un pez huela más a tripas de pescado que en aquel pasillo. Pero, para mi sorpresa, al fondo, había un despacho, que a mis ojos de niña de nueve años pareció muy bonito. Satsu y yo nos quedamos en el umbral, descalzas en el resbaladizo suelo de piedra. Frente a nosotras había un escalón, y, subiéndolo, una tarima cubierta con tatamis. Tal vez eso fue lo que me impresionó: la elevación del suelo hacía que todo pareciera más grande. En cualquier caso, me pareció la habitación más bonita que había visto nunca, aunque ahora me hace reír pensar que el despacho de un asentador de pescado de un pequeño puerto del Mar de Japón pudiera impresionar tanto a nadie. Sobre un cojín en la tarima había una mujer de edad, que se levantó al vernos y se acercó al borde y se puso de rodillas. Era vieja y tenía pinta de chiflada; no paraba quieta ni un momento. Cuando no estaba alisándose el kimono, estaba quitándose algo del ojo o rascándose la nariz, al tiempo que suspiraba continuamente, como si lamentara tener que hacer todos aquellos movimientos. El Señor Tanaka le dijo: —Estas son Chiyo-chan y su hermana mayor, Satsu-san. Yo hice una pequeña reverencia, a la que Doña Fuguillas respondió con una inclinación de cabeza. Entonces suspiró aún más profundamente y empezó a pellizcarse una zona del cuello llena de costras. Me hubiera gustado mirar hacia otro lado, pero tenía los ojos fijos en mí. —Entonces tú eres Satsu-san, ¿no? —dijo. Pero seguía mirándome a mí. —Yo soy Satsu —dijo mi hermana. —¿Cuándo naciste? Satsu no parecía todavía muy segura de a cuál de las dos se estaba dirigiendo Doña Fuguillas, así que respondí en su lugar. —Es del año de la vaca —dije. La vieja se acercó a mí y me acarició. Pero lo hizo de la forma más rara que se pueda uno imaginar, hundiendo la yema de los dedos en mi mejilla. Me di cuenta de que pretendía acariciarme porque su expresión era bondadosa. —Ésta es bastante bonita. ¡Qué ojos! Y se nota que es lista. Basta con verle la frente —aquí se volvió a mi hermana y dijo—: Así que del año de la vaca; entonces tienes quince años; el planeta Venus… seis, blanco. A ver, a ver… Acércate un poco más. Satsu hizo lo que le decían. Doña Fuguillas empezó a examinarle la cara, no sólo con la vista, sino también con las yemas de los dedos. Se pasó un largo rato comprobando la nariz de Satsu desde ángulos diferentes, y sus orejas. Le pellizcó los lóbulos varias veces, y luego empezó a gruñir para indicar que había terminado con Satsu y se volvió hacia mí. —Tú tienes que ser del año del mono. Basta con mirarte. ¡Cuánta agua tienes! Ocho, blanco; el planeta Saturno. Y eres una chica muy atractiva. Acércate. Entonces procedió a hacer lo mismo conmigo, pellizcándome las orejas y todo lo demás. Yo no podía dejar de pensar que hacía un momento se había estado rascando las costras del cuello con la misma mano. Enseguida se puso en pie y se bajó al suelo, donde estábamos nosotras. Le llevó un rato meter los pies en los zori, pero finalmente se volvió hacia el Señor Tanaka y le dirigió una mirada que él pareció entender de inmediato, porque salió de la habitación, cerrando la puerta tras él. Doña Fuguillas desabrochó el blusón campesino que llevaba Satsu y se lo quitó. Le estuvo moviendo los pechos, le miró debajo de los brazos, y luego la giró y le examinó la espalda. Yo estaba tan sorprendida que apenas me atrevía a mirar. Claro que había visto a Satsu desnuda antes, pero la forma de tocarla de Doña Fuguillas me pareció más indecente que cuando Satsu se había subido el bañador para que la manoseara el muchacho Sugi. Entonces, como si no fuera ya bastante, Doña Fuguillas le bajó las bragas de un tirón, la observó de arriba abajo y volvió a ponerla de frente. —Sal de las bragas —le dijo. Hacía mucho tiempo que no veía a Satsu tan avergonzada, pero dio un paso y dejó las bragas en el suelo fangoso. Doña Fuguillas la tomó por los hombros y la sentó en la tarima. Satsu estaba totalmente desnuda; y estoy segura de que no tenía más idea que yo de lo que estaba haciendo allí sentada. Pero tampoco tuvo mucho tiempo de preguntárselo, porque un instante después, Doña Fuguillas le había puesto las manos en las rodillas, separándoselas. Y sin vacilar un momento, metió la mano entre las piernas de Satsu. Después de esto, no pude seguir mirando. Supongo que Satsu debió de resistirse porque Doña Fuguillas dio un grito y al mismo tiempo oí un sonoro azote: Doña Fuguillas había pegado a Satsu en el muslo, como pude darme cuenta luego por la señal roja que le había dejado. Un momento después Doña Fuguillas había terminado y le dijo a Satsu que se vistiera. Mientras se vestía, Satsu soltó un profundo suspiro. Puede que estuviera llorando, pero yo no me atreví a mirarla. Seguidamente, Doña Fuguillas vino directa hacia mí, y en un segundo me había bajado las bragas hasta las rodillas y me había quitado el blusón, como había hecho con Satsu. Yo no tenía pecho que la vieja pudiera toquetear, pero me examinó debajo de los brazos, igual que a mi hermana, y también me dio la vuelta, antes de sentarme en la tarima y terminar de quitarme las bragas. Estaba horriblemente asustada pensando en lo que vendría después. Cuando intentó separarme las rodillas, tuvo que darme un azote en el muslo, como a Satsu, y a mí se me hizo un nudo en la garganta intentando contener las lágrimas. Me puso un dedo entre las piernas; y sentí como un pellizco, tan intenso que solté un grito. Cuando me dijo que me vistiera, me sentía como deben de sentirse las compuertas de un pantano al detener las aguas de un río. Pero me daba miedo que el Señor Tanaka nos mirara mal si cualquiera de las dos se echaba a llorar como una niña pequeña. —Las niñas están sanas —le dijo al Señor Tanaka cuando éste volvió a entrar en la habitación—, y son aptas. Las dos están intactas. La mayor tiene demasiada madera, pero la pequeña tiene una buena cantidad de agua. También es muy bonita, ¿no le parece? Su hermana mayor parece una campesina a su lado. —No me cabe la menor duda de que las dos son atractivas a su manera — respondió él—. Pero ¿por qué no lo hablamos mientras la acompaño fuera? Las niñas me esperarán aquí. Cuando el Señor Tanaka cerró la puerta tras él, me volví para ver a Satsu que estaba sentada al borde de la tarima, mirando al techo. Las lágrimas formaban un charquito a cada lado de su nariz, y en cuanto vi lo triste que estaba ella, yo también me eché a llorar. Me sentía culpable de lo que había sucedido y le sequé la cara con una esquina de mi blusón. —¿Quién era esa horrorosa mujer? —me preguntó. —Debe de ser una adivina. Lo más seguro es que el Señor Tanaka quiera saberlo todo de nosotras. —Pero ¿por qué nos ha examinado de esa forma tan horrible? —¿No lo entiendes, Satsu-san? —le contesté—. El Señor Tanaka quiere adoptarnos. Al oír esto, Satsu empezó a parpadear como si se le hubiera metido un bicho en el ojo. —Pero ¿qué dices? —me preguntó —. El señor Tanaka no puede adoptarnos. —Nuestro papaíto está ya muy viejo… Y como la mamá está enferma, creo que al Señor Tanaka le preocupa nuestro futuro. No tendremos quien se ocupe de nosotras. Satsu se puso en pie, muy agitada con mis palabras. Empezó a bizquear, y pude darme cuenta de que se esforzaba por seguir creyendo que nada nos sacaría de nuestra casita piripi. Estrujaba lo que yo le había dicho como se estruja una esponja para sacarle el agua. Poco a poco su rostro empezó a relajarse y se volvió a sentar al borde de la tarima. Un instante después estaba tan tranquila observando la habitación, como si no hubiéramos tenido conversación alguna. La casa del Señor Tanaka se encontraba al final de una callejuela, a la salida del pueblo. El bosquecillo de pinos que la rodeaba olía tan fuerte como el océano en los acantilados de nuestra casa; y cuando pensé en el océano y en que iba a cambiar un olor por otro, sentí un vacío terrible, como cuando te asomas a un precipicio y enseguida tienes que retirarte. No había en Yoroido una casa tan grande, y tenía unos aleros inmensos, como los del santuario de nuestro pueblo. Al cruzar el umbral de la puerta, el Señor Tanaka dejó los zapatos exactamente en el mismo sitio en el que se los quitó, y una doncella vino inmediatamente y los puso en un estante. Satsu y yo no teníamos zapatos que quitarnos, pero justo en el momento en que iba a entrar en la casa, sentí un ligero golpe en la espalda, y una pina cayó entre mis pies en suelo de madera. Me volví y vi a una niña más o menos de mi misma edad, con el pelo muy corto, que corría a esconderse detrás de un árbol. Se asomó, con una sonrisa que dejaba ver sus paletas separadas, y echó a correr, volviendo la cabeza de vez en cuando para asegurarse de que iba tras ella. Puede que suene raro, pero no tenía la experiencia de conocer niñas de mi edad. Claro que conocía a las otras niñas del pueblo, pero no tenía la sensación de haberlas conocido, pues habíamos crecido juntas y nos conocíamos desde siempre. Pero Kuniko —pues ese era el nombre de la hijita del Señor Tanaka— fue tan simpática desde el momento en que la vi que pensé que tal vez no me iba a resultar tan difícil pasar de un mundo al otro. Las ropas de Kuniko eran mucho más refinadas que las mías, y llevaba zori; pero siendo yo como era una niña de pueblo, la perseguí descalza por el bosque hasta que la alcancé en una especie de casa de muñecas construida con las ramas de un árbol seco. Había dispuesto por el suelo piedrecitas y piñas para separar las habitaciones. En una hizo que me servía té en una taza desportillada; en otra nos turnamos la tarea de acunar a su «bebé», que se llamaba Taro y que, en realidad, no era más que un saquito lleno de tierra. Kuniko me dijo que Taro no extrañaba a nadie, pero que le asustaban las lombrices; casualmente, igual que a ella. Cuando encontrábamos una, Kuniko se aseguraba de que yo la tirara fuera antes de que el pobre Taro se pusiera a llorar. Yo estaba encantada con la perspectiva de tener a Kuniko de hermana. En realidad, los majestuosos árboles y el olor a pino —incluso el Señor Tanaka— empezaron a parecerme insignificantes en comparación. La diferencia entre la vida allí, en la casa del Señor Tanaka, y la vida en Yoroido era tan grande como la diferencia entre el olor a comida y un bocado de algo delicioso. Al oscurecer, nos lavamos las manos y los pies en el pozo y entramos a sentarnos en el suelo en torno a una mesa cuadrada. Me sorprendió ver el humo que salía de la comida que estábamos a punto de comer y se elevaba hasta las vigas del alto techo, del que colgaban luces eléctricas. La habitación tenía una luz sobrecogedora; nunca había visto nada igual. Enseguida aparecieron los sirvientes con la cena —lubina asada, encurtidos, sopa y arroz al vapor—, pero en el momento en el que empezábamos a comer se apagaron las luces. El Señor Tanaka se rió; al parecer, esto sucedía con bastante frecuencia. Los sirvientes se afanaban encendiendo unos faroles colgados de trípodes de madera. Nadie habló mucho mientras comíamos. Yo esperaba que la Señora Tanaka fuera muy atractiva, pero parecía una versión envejecida de Satsu, salvo que sonreía continuamente. Después de cenar, ella y Satsu se pusieron a jugar al go, y el Señor Tanaka llamó a la doncella y le ordenó que le trajera la chaqueta del kimono. Un momento después salió, y pasado un rato prudencial, Kuniko me hizo un gesto para que la siguiera fuera. Se calzó unos zori de paja y me prestó a mí un par. Le pregunté que adonde íbamos. —¡Más bajo! —dijo—. Estamos siguiendo a mi papá. Lo hago siempre que sale. Es un secreto. Nos encaminamos por la callejuela y giramos en la calle principal en dirección al centro de Sezuru, siguiendo al Señor Tanaka a cierta distancia. Unos minutos después, nos encontrábamos entre las casas del pueblo, y entonces Kuniko me tomó del brazo y me guió hacia una calle lateral. Al final de un pasaje empedrado, entre dos casas, llegamos a una ventana cubierta con persianas de papel, que brillaba con la luz de su interior. Kuniko aplicó el ojo a un agujerito abierto a su altura en una de las persianas. Mientras ella miraba, yo oí risas y voces, y a alguien cantando al son del shamisen. Por fin, Kuniko se echó a un lado, y yo pude acercar el ojo al agujerito. La mitad de la habitación me quedaba oculta por un biombo, pero pude distinguir al Señor Tanaka, sentado en una de las esteras, entre un grupo de cuatro o cinco hombres. A su lado, un anciano contaba una historia sobre alguien que sostenía una escalera de mano por la que subía una chica y aprovechaba para mirarle por debajo de la falda; todos reían salvo el Señor Tanaka, que tenía la mirada fija en la parte de la habitación oculta a mi vista. Una mujer de edad vestida con kimono se acercó a él con un vaso en la mano, y él lo agarró para que ella le sirviera cerveza. El Señor Tanaka me pareció una isla en medio del océano, porque aunque todos los demás estaban riéndose con la historia —incluso la vieja que servía la cerveza—, él continuaba serio, mirando fijamente al otro lado de la mesa. Aparté el ojo del agujerito y le pregunté a Kuniko qué era aquel sitio. —Es una casa de té —me respondió —, donde las geishas divierten a los hombres. Mi papá viene casi todas las noches. No sé por qué le gusta tanto. Las mujeres sirven las bebidas, y los hombres cuentan historias, salvo cuando todos se ponen a cantar. Todo el mundo termina borracho. Volví a mirar por el agujerito a tiempo para ver una sombra que atravesaba la pared, y entonces apareció una mujer. De sus cabellos colgaban los verdes capullos de un sauce, y llevaba un kimono rosa pálido con un estampado en relieve de flores blancas. El ancho obi ceñido en la cintura era naranja y amarillo. Nunca había visto una ropa tan elegante. Lo más sofisticado que poseía una mujer en Yoroido era un traje de algodón, o tal vez lino, con un sencillo estampado en índigo. Pero a diferencia de sus ropas, la mujer no era en absoluto bonita. Tenía unos dientes tan saltones que los labios no llegaban a tapárselos del todo, y la cabeza tan estrecha que parecía que se la hubieran aplastado entre dos tablas al nacer. Se puede pensar que soy cruel al describirla de este modo tan duro; pero me sorprendió ver que aunque nadie diría que era una belleza, los ojos del Señor Tanaka estaban clavados en ella, como un pez en el anzuelo. Continuó mirándola mientras el resto reía y se divertía. Y cuando ella se arrodilló a su lado para servirle un poco más de cerveza, lo miró de una forma que sugería que se conocían muy bien. Entonces le tocó mirar por el agujero a Kuniko y cuando decidió que ya habíamos tenido bastante, volvimos a la casa y nos bañamos juntas en un baño situado en una de las esquinas del bosquecillo de pinos. Los trozos de cielo que se veían entre las ramas estaban plagados de estrellas. Yo me hubiera quedado mucho más tiempo allí sentada, intentando comprender todo lo que había visto aquel día y los cambios a los que tendría que hacer frente. Pero a Kuniko le había dado tanto sueño el agua caliente del baño que enseguida aparecieron los sirvientes para ayudarnos a salir. Satsu ya roncaba cuando Kuniko y yo nos acostamos en nuestros futones a su lado, abrazadas una a la otra. Me invadió una cálida alegría, y le susurré a Kuniko al oído: «¿Sabías que voy a venir a vivir contigo?». Pensaba que esta noticia le haría abrir los ojos o incluso incorporarse, pero no la sacó de su sopor. Soltó un gemido, y un momento después su respiración, cálida y húmeda, había tomado el ritmo del sueño. Capítulo tres De vuelta a casa, mi madre parecía haber empeorado en el día que habíamos pasado fuera. O, tal vez, sencillamente había logrado olvidarme de lo enferma que estaba. La casa del Señor Tanaka olía a humo y a pino, pero la nuestra olía, de una forma que ni siquiera puedo soportar describir, a la enfermedad de mi madre. Por la tarde Satsu estaba trabajando en el pueblo, y la señora Sugi vino a ayudarme a bañar a mi madre. La sacamos fuera de la casa; tenía el tórax más ancho que los hombros, y los ojos totalmente nublados. Sólo soportaba verla así recordando cuando estaba fuerte y sana y salíamos del baño juntas, con nuestra pálida piel envuelta en vapor, como si fuéramos dos nabos cocidos. Me resultaba difícil imaginarme que esta mujer, cuya espalda yo había frotado tantas veces con una piedra y cuya piel siempre me había parecido más firme y suave que la de Satsu, podría estar muerta antes de que finalizara el verano. Aquella noche, tumbada en el futón, intenté examinar aquella complicada situación desde todos los ángulos posibles, a ver si lograba convencerme de que todo saldría bien. Empecé preguntándome cómo íbamos a seguir viviendo sin mi madre. Aunque lográramos sobrevivir y el Señor Tanaka nos adoptara, ¿dejaría de existir mi familia? Finalmente decidí que el Señor Tanaka no sólo nos adoptaría a mi hermana y a mí, sino también a mi padre. No supondría que íbamos a dejarle solo. Por lo general, no podía quedarme dormida hasta que no lograba convencerme de que eso era lo que iba a suceder, con el resultado de que durante aquellas semanas apenas dormí, y por las mañanas todo me parecía aún más borroso. Una de aquellas calurosas mañanas, cuando regresaba del pueblo de comprar un paquete de té, oí unos pasos detrás de mí. Me volví y vi al señor Sugi —el ayudante del Señor Tanaka— corriendo por el camino hacia mí. Le llevó un buen rato recobrar el aliento cuando me alcanzó, resoplando y agarrándose el costado como si hubiera venido corriendo todo el camino desde Senzuru. Estaba encarnado y brillante como un salmonete, aunque todavía no había empezado a apretar el calor. Por fin dijo: —El Señor Tanaka quiere que tú y tu hermana bajéis al pueblo lo antes posible. Ya me había extrañado que mi padre no hubiera salido a pescar aquella mañana. Ahora sabía por qué. Hoy era el día. —¿Y mi padre? —pregunté—. ¿No ha dicho nada de él el Señor Tanaka? —Venga, Chiyo-chan, no te demores —me dijo a modo de respuesta—. Vete a buscar a tu hermana. Aquello no me gustó, pero corrí hasta la casa y encontré a mi padre sentado en la mesa, rascando con la uña la mugre acumulada en una ranura de la madera. Satsu estaba echando carbón en la cocina. Parecía que los dos estuvieran esperando una desgracia. Yo dije: —Padre, el Señor Tanaka quiere que Satsu y yo bajemos al pueblo. Satsu se quitó el delantal, lo colgó de la percha y salió por la puerta. Mi padre no contestó, pero parpadeó varias veces, sin mover la vista del lugar donde había estado Satsu. Luego bajó pesadamente la cabeza y se quedó mirando al suelo. En la habitación de atrás, mi madre lloraba entre sueños. Satsu casi había llegado al pueblo cuando la alcancé. Me había pasado semanas pensando en este día, pero nunca había imaginado que fuera a estar tan asustada como estaba. Satsu no parecía darse cuenta de que no estaba bajando al pueblo igual que podría haberlo hecho el día anterior. Ni siquiera se había preocupado por lavarse el carbón de las manos, y al retirarse el pelo de la cara se la tiznó toda. No quería que el Señor Tanaka la viera con aquella pinta, así que la alcancé y me puse a frotarle la mancha como habría hecho nuestra madre. Satsu me apartó la mano de un golpe. A la puerta de la Compañía Japonesa del Pescado y el Marisco, le di los buenos días al Señor Tanaka con una inclinación de cabeza, esperando que mostrara alegría al vernos. Pero estuvo extrañamente frío. Supongo que esto debería haberme dado una pista de que las cosas no iban a ser como yo había imaginado. Cuando nos condujo al carromato pensé que probablemente quería que su esposa y su hija estuvieran delante cuando nos comunicara su intención de adoptarnos. —El Señor Sugi vendrá conmigo delante —dijo—, así que tú y Shizu-san mejor os montáis detrás. Eso es lo que dijo: «Shizu-san». Yo pensé que era muy grosero al equivocarse con el nombre de mi hermana, pero él no pareció notarlo. Ella se subió al carro y se sentó entre las cestas de pescado vacías, con una mano en las fangosas tablas del fondo. Y luego con la misma mano se espantó una mosca de la cara, dejándose un rastro brillante en la mejilla. A mí me importaba más que a Satsu ir sentada en aquella suciedad. No podía pensar más que en lo mal que olía y en lo bien que me quedaría cuando pudiera lavarme las manos, y tal vez la ropa, en casa del Señor Tanaka. Durante el viaje Satsu y yo no cruzamos palabra, hasta que llegamos a lo alto del cerro, desde donde se dominaba Senzuru, y ella dijo de pronto: —Un tren. Yo me incorporé y vi pasar un tren a lo lejos, camino de la ciudad. El humo flotaba en la misma dirección del viento y me hizo pensar en una serpiente mudando la piel. Pensé que se me había ocurrido algo ingenioso e intenté contárselo a Satsu, pero a ésta pareció no importarle. Al Señor Tanaka le gustaría, pensé, y también a Kuniko. Decidí explicárselo a los dos cuando llegáramos a su casa. Entonces, de pronto, me di cuenta de que no nos dirigíamos hacia la casa del Señor Tanaka. El carro se paró unos minutos después en una pequeña explanada de tierra al lado de las vías del ferrocarril, nada más salir de la ciudad. Un grupo de personas aguardaba de pie, rodeadas de sacos y cajones apilados. Y a un lado del grupo estaba Doña Fuguillas, junto a un hombre particularmente delgado que llevaba un kimono rígido. Tenía el pelo negro muy liso, como el de un gato, y agarraba en una mano una bolsa de tela suspendida de una anilla. Me sorprendió porque estaba totalmente fuera de lugar en Senzuru, sobre todo allí al lado de aquellos campesinos y pescadores, de sus cajones y cestos, y de una anciana jorobada que arrastraba un saco de ñame. Doña Fuguillas le dijo algo, y cuando él se volvió a mirarnos, supe inmediatamente que me aterraba. El Señor Tanaka nos presentó al hombre, que se llamaba Bekku. El Señor Bekku no dijo ni una palabra, pero me examinó de cerca y pareció sorprenderse al ver a Satsu. El Señor Tanaka le dijo: —He traído conmigo a Sugi desde Yoroido. ¿Quiere que le acompañe? El conoce a las niñas, y a mí no me importa prescindir de él uno o dos días. —No, no —dijo Bekku, agitando la mano en el aire. Ciertamente no me había esperado nada de esto. Pregunté adonde íbamos, pero nadie pareció haberme oído, así que me fabriqué mi propia respuesta. Decidí que al Señor Tanaka no le había gustado lo que Doña Fuguillas le había contado de nosotras, y que este hombre tan flaco, el Señor Bekku, nos llevaba a algún sitio donde nos iban a leer los astros de una forma más completa. Luego volveríamos a casa del Señor Tanaka. Mientras yo hacía todo lo posible por tranquilizarme, Doña Fuguillas, sonriendo de oreja a oreja, nos condujo a Satsu y a mí a cierta distancia del grupo. Cuando estuvimos lo bastante alejados para que no pudieran oírnos, su sonrisa se desvaneció, y dijo: —Ahora escuchadme bien. ¡Sois dos niñas malas! —echó un vistazo alrededor para asegurarse de que nadie nos miraba y nos dio un cachete en la cabeza. No me hizo daño, pero pegué un grito, sorprendida—. Como hagáis algo que me ponga en evidencia —continuó —, os vais a acordar de mí. El Señor Bekku es un hombre muy severo; tenéis que prestarle mucha atención. Y si os dice que os metáis debajo del tren, lo hacéis. ¿Comprendido? Por la expresión de la cara de Doña Fuguillas deduje que si no contestaba algo, me pegaría. Pero estaba tan asustada, que me había quedado sin habla. Y entonces, exactamente como me había temido, me agarró y empezó a pellizcarme en el cuello de tal forma que no sabía qué parte del cuerpo me dolía. Me sentía como si me hubiera caído en un barreño lleno de unos bichos que me mordían a diestro y siniestro, y me oí quejarme. Lo siguiente que vi fue al Señor Tanaka a nuestro lado. —¿Qué está pasando aquí? —dijo —. Si tiene que decirle algo más a las muchachas dígaselo mientras estoy aquí. No hay ninguna razón para tratarlas así. —Claro que tendríamos muchas más cosas de las que hablar. Pero ahí llega el tren —dijo Doña Fuguillas. Y era cierto: lo vi culebrear en una curva ya bastante cerca de nosotros. El Señor Tanaka nos volvió a llevar al andén, donde los campesinos y las ancianas reunían sus pertenencias. Enseguida el tren se detuvo delante de nosotros. El Señor Bekku, con su rígido kimono, se metió como una cuña entre Satsu y yo y, agarrándonos por el codo, nos hizo subir al vagón. Oí al Señor Tanaka decir algo, pero estaba demasiado confusa y triste para distinguir con claridad lo que decía. No podía fiarme de lo que había oído. Podría haber sido: Mata yo! «¡Hasta la vista!» O esto: Matte yo! «¡Espere!» O incluso esto: Ma… dejo! «¡Pues… vámonos ya!» Cuando miré por la ventanilla, vi al Señor Tanaka dirigiéndose a su carro y a Doña Fuguillas limpiándose las manos en el kimono. Pasado un momento, mi hermana dijo: —¡Chiyo-chan! Escondí la cara entre las manos, y sinceramente me hubiera hundido en la desesperación. Por la forma de llamarme, no era necesario que dijera nada más. —¿Sabes adonde vamos? —me preguntó. Creo que sólo quería que le contestara sí o no. Probablemente no le importaba mucho cuál era nuestro destino, mientras hubiera alguien que supiera lo que estaba pasando. Pero yo tampoco lo sabía. Le pregunté al hombre flaco, el Señor Bekku, pero no me prestó atención. Seguía mirando a Satsu como si nunca hubiera visto nada igual. Finalmente, hizo una mueca de disgusto y dijo: —¡Pescado! ¡Las dos apestáis a pescado! Se sacó un peine de la bolsa y empezó a desenredarle el pelo. Estoy segura de que le estaba haciendo daño, pero me di cuenta de que a Satsu debía de dolerle aún más ver pasar el paisaje al otro lado de la ventanilla. Un momento después, hizo un puchero, como si fuera un bebé, y empezó a llorar. Si me hubiera pegado y gritado no me habría dolido más que verla llorar de aquel modo; le temblaba toda la cara. Yo tenía la culpa de todo. Una vieja campesina, dentona como un perro, se acercó y le dio a Satsu una zanahoria y luego le preguntó que adonde iba. —Kioto —respondió el Señor Bekku. Me sentí tan mal al oír esto que no me atreví a mirar a Satsu a los ojos. Si la ciudad de Senzuru me parecía un lugar lejano y remoto, para qué decir Kioto. Me sonaba tan extranjera como Hong Kong o Nueva York, de la que había oído hablar una vez al doctor Miura. Si me hubieran dicho que allí se comían a los niños crudos, me lo habría creído. Estuvimos en el tren muchas horas, sin nada que comer. Por un momento atrajo mi atención ver que el Señor Bekku sacaba de su bolsa un paquetito de hoja de loto y lo desenvolvía, revelando una bola de arroz rebozada de semillas de sésamo. Pero cuando la tomó entre sus huesudos dedos y se la introdujo, apretándola, en su mezquina boquita, sin ni siquiera mirarme, sentí que no podía soportar un minuto más aquel tormento. Por fin nos bajamos del tren en una gran estación, que yo pensé que sería Kioto, pero un rato después, entró otro tren en el andén, y nos montamos en él. Éste sí que nos llevaba a Kioto. Iba mucho más lleno que el anterior, así que tuvimos que ir de pie. Para cuando llegamos, al atardecer, me sentía como una roca después de todo un día de golpearle el agua encima. Conforme nos aproximábamos a la estación, apenas se veía nada de la ciudad. Pero entonces, para mi sorpresa, divisé una panorámica de tejados que se extendía hasta el pie de las colinas, a lo lejos. Nunca hubiera podido imaginar una ciudad tan grande. Todavía hoy, la visión de calles y edificios desde un tren me hace recordar el terrible vacío y el miedo que sentí aquel día, el día que dejé mi casa para siempre. Por entonces, hacia 1930, todavía funcionaban en Kioto bastantes rickshaws. De hecho, había tantos alineados a la puerta de la estación que pensé que en aquella ciudad nadie iba a ningún lado si no era en rickshaw, lo que no podía estar más lejos de la verdad. Unos quince o veinte descansaban en sus varas, con los conductores acuclillados al lado, fumando o comiendo; algunos de los conductores incluso dormían hechos un ovillo sobre la sucia calle. El Señor Bekku nos volvió a agarrar por los codos, como si estuviera acarreando un par de cubos desde el pozo. Probablemente pensaba que si me soltaba un momento me escaparía; pero yo no lo habría hecho. Nos llevara adonde nos llevara, lo prefería a verme sola en aquella inmensa maraña de calles y edificios, tan desconocida para mí como el fondo del mar. Nos montamos en un rickshaw, con el Señor Bekku apretado entre las dos. Era más huesudo de lo que imaginaba. Nos fuimos hacia atrás cuando el conductor subió las varas, y entonces el Señor Bekku dijo: —Tominagaho, en Gion. El conductor no contestó, pero dio un tirón al rickshaw para ponerlo en movimiento, y luego empezó a correr al trote. Cuando habíamos recorrido una o dos cuadras, me armé de valor y le pregunté al Señor Bekku: —¿Será tan amable de decirnos, por favor, adonde nos lleva? No pareció que fuera a responder, pero un momento después, dijo: —A vuestro nuevo hogar. Al oír esto, se me llenaron los ojos de lágrimas. Oí llorar a Satsu al otro lado del Señor Bekku, y yo misma estaba a punto de dejar escapar un sollozo cuando el Señor Bekku le dio un golpe a Satsu, que ahogó un grito. Me mordí el labio y contuve el llanto tan instantáneamente que creo que las lágrimas se pararon en seco a medio camino de mis mejillas. Enseguida giramos y aparecimos en una avenida que era tan ancha como todo el pueblo de Yoroido. Apenas podía ver el otro lado de tanta gente, bicicletas, coches y camiones como había. Era la primera vez que veía un coche de cerca. Había visto fotos, pero recuerdo que me sorprendió… bueno… es cruel..., pero asustada como estaba me pareció que estaban diseñados para hacer daño a la gente, más que para ayudarla. Me sentía agredida por todos lados. Los camiones pasaban con gran estrépito a mi lado, tan cerca que sentía el olor a caucho quemado de sus ruedas. Oí un terrible chirrido y resultó ser un tranvía que circulaba por el centro de la avenida. Al empezar a caer la noche, aumentó mi terror; pero hasta entonces nada me había sorprendido tanto como las luces de la ciudad. No había visto la electricidad, salvo durante el rato de la cena en casa del Señor Tanaka. Aquí se veían las ventanas de los edificios iluminadas, en todos los pisos, y en las aceras había gente parada en charcos de resplandor amarillento. Veía puntitos de luz extendiéndose por toda la avenida. Giramos en una calle, y vi por primera vez el Teatro Minamiza, al otro lado del puente que teníamos frente a nosotros. Su tejado de azulejo era tan grandioso que creí que era un palacio. Por fin, el rickshaw torció en un callejón flanqueado de casas de madera. Estaban tan pegadas unas a otras que parecía que compartían una sola fachada, con lo que volví a sentirme perdida. Vi mujeres vestidas con kimono yendo y viniendo apresuradas. Me parecieron muy elegantes; aunque, como me enteré más tarde, no eran más que criadas. Nos paramos ante una de las puertas, y el Señor Bekku me dijo que bajara. El saltó detrás de mí, y entonces, como si no hubiéramos tenido ya bastante por aquel día, sucedió lo peor de todo. Pues cuando Satsu hizo ademán de bajar también, el Señor Bekku se volvió y la detuvo con su largo brazo. —Tú quédate aquí —le dijo—. Tú vas a otro lado. Miré a Satsu, y Satsu me miró. Puede que fuera la primera vez en nuestra vida que entendíamos perfectamente cómo se sentía la otra. Pero no duró más de un instante, pues los ojos se me inundaron de lágrimas y ya no vi nada más. Sentí cómo me arrastraba el Señor Bekku; oí voces femeninas y una pequeña conmoción. Estaba a punto de tirarme al suelo cuando vi que Satsu se quedaba boquiabierta por algo que había en la puerta, a mi espalda. Me encontraba en un estrecho portal que tenía a un lado un pozo que parecía antiguo y al otro, unas cuantas plantas. El Señor Bekku me había arrastrado hasta dentro y entonces me obligó a ponerme de pie. Allí, en el escalón de entrada, calzándose unos zori lacados y vestida con un kimono que era más bonito de lo que yo hubiera podido imaginar, había una mujer de una belleza exquisita. El kimono de la joven geisha de los dientes grandes que había visto en Senzuru, el pueblo del Señor Tanaka, me había impresionado; pero éste era azul turquesa, con líneas color marfil que imitaban los remolinos de un arroyo. Brillantes truchas plateadas nadaban en la corriente, y en la superficie del agua se formaban anillos dorados en donde la rozaban las tiernas hojas de un árbol. Sin duda, la túnica estaba tejida en seda pura, como el obi, que estaba bordado de verdes y amarillos pálidos. Y la ropa no era lo único extraordinario en ella; también llevaba la cara pintada con una espesa capa blanca, como una nube iluminada por el sol. Sus negros cabellos, moldeados con ondas, brillaban como la laca y estaban decorados con adornos de ámbar y con un pasador del que colgaban unas tiritas plateadas que relucían con sus movimientos. Esta fue la primera vez que vi a Hatsumono. Por aquel entonces era una de las geishas más famosas del distrito de Gion; aunque, claro está, yo todavía no sabía nada de esto. Era una mujer pequeñita; le llegaba al Señor Bekku por el hombro, y eso que llevaba un moño altísimo. Tanto me sorprendió su apariencia que olvidé mis buenos modales —bueno, tampoco es que hubiera aprendido todavía mucho de modales—, y me la quedé mirando directamente a la cara. Ella sonreía, pero no de una forma amable. Y entonces dijo: —¿Podría sacar la basura más tarde, Señor Bekku? Me gustaría poder salir. No había basura alguna en la entrada; se refería a mí. El Señor Bekku dijo que creía que Hatsumono tenía espacio suficiente para pasar. —Puede que a usted no le importe estar tan cerca de ella —dijo Hatsumono —. Pero yo cuando veo basura, me cruzo de acera. De pronto apareció desde el interior de la casa una mujer de más edad, alta y huesuda, como una caña de bambú. —No comprendo cómo puede haber alguien que te aguante, Hatsumono-san —dijo la mujer. Pero le hizo un gesto al Señor Bekku para que me quitara de en medio, lo que él hizo inmediatamente. Tras esto bajó renqueando a la entrada —pues tenía una cadera fuera de su sitio y le costaba trabajo andar—, y se dirigió a una hornacina practicada en la pared. Tomó algo que a mí me pareció un trozo de pedernal, junto con una piedra rectangular del tipo de las que usan los pescadores para afilar sus cuchillos, y, poniéndose detrás de Hatsumono, frotó el pedernal contra la piedra, de modo que sobre la espalda de la joven se derramó una pequeña lluvia de chispas. Yo no entendía nada; pero las geishas son todavía más supersticiosas que los pescadores. Una geisha nunca sale a ejercer sus funciones hasta que alguien no encienda un pedernal en su espalda para favorecer la buena suerte. Concluido el ritual, Hatsumono salió, dando unos pasitos tan pequeños que parecía deslizarse; sólo el bajo del kimono se ondulaba ligeramente. Por entonces yo no sabía que era una geisha, pues estaba a mil años luz de la criatura que había visto en Senzuru unas semanas antes. Decidí que debía de ser una artista de un tipo u otro. Todos la vimos alejarse como flotando, y entonces el Señor Bekku me puso en manos de la mujer mayor, que se había quedado en la entrada. Volvió a subirse al rickshaw con mi hermana, y el conductor levantó los varales. Pero no los vi partir, porque me desplomé en el suelo del portal bañada en lágrimas. La mujer debió de compadecerse de mí; durante un buen rato me quedé allí sollozando mi desgracia sin que nadie me tocara. Incluso oí cómo hacía callar a una criada que se acercó a hablar con ella. Finalmente me ayudó a levantarme y me secó la cara con un pañuelo que se sacó de la manga de su sencillo kimono gris. —Venga, venga, muchachita. No te pongas tan triste. Nadie te va a comer — hablaba con el mismo acento del Señor Bekku y Hatsumono. Sonaba tan diferente del japonés que se hablaba en mi pueblo que me costaba trabajo entenderla. Pero en cualquier caso, sus palabras eran las más amables que había oído en todo el día, así que decidí hacer lo que ella me aconsejaba. Me dijo que la llamara Tía. Y luego me miró directamente a la cara, y dijo con una voz gutural: —¡Santo cielo! ¡Qué ojos tan sorprendentes! Eres una chica muy guapa. Qué ilusión le va a hacer a Mamita. Yo pensé que la Mamita de aquella mujer, fuera quien fuera, tendría que ser muy vieja, porque su pelo, recogido en un moño tirante detrás de la cabeza, era casi todo blanco, sólo le quedaban algunos mechones negros. La Tía me hizo entrar, y me encontré en un pasaje de terrazo que corría entre dos construcciones casi pegadas y terminaba en un patio detrás de ambas. Una de las construcciones, que era una vivienda pequeña, como mi casa de Yoroido, tenía dos habitaciones de suelo de terrazo y era el espacio destinado a las criadas. La otra era una casa pequeña y elegante, levantada sobre un lecho de piedra, de tal forma que un gato podría colarse bajo ella. El pasaje se abría al oscuro cielo, por lo que me dio la sensación de que me encontraba en una especie de pueblo en miniatura más que en una casa, sobre todo porque en el otro extremo del patio había varias pequeñas edificaciones de madera. Por entonces todavía no lo sabía, pero ésta era la clase de vivienda típica del barrio de Kioto en el que nos encontrábamos. Las edificaciones del patio, aunque parecían otro grupo de casitas, no eran más que un pequeño cobertizo para los retretes y un pequeño almacén en dos niveles, con una escalera de mano pegada al exterior. Toda la vivienda ocupaba menos espacio que la casa del Señor Tanaka en el campo y alojaba sólo a ocho personas. O, más bien, nueve, después de mi llegada. Cuando me había hecho una idea de la peculiar disposición de todas las pequeñas edificaciones, reparé en la elegancia de la casa principal. En Yoroido, las estructuras de madera eran más grises que marrones y estaban agrietadas por el aire salino. Pero aquí los suelos y las vigas de madera brillaban a la luz amarilla de las lámparas eléctricas. En el vestíbulo principal se abrían unas ligeras puertas correderas y arrancaba una escalera recta. Una de las puertas correderas estaba abierta, y vi una pequeña habitación forrada de madera en la que había un altar budista. Estas habitaciones eran para el uso de la familia y también de Hatsumono, aunque ésta, como supe después, no formaba parte de ella. Cuando los miembros de la familia querían salir al patio, no pasaban por el pasaje, como las sirvientas, sino que tenían su propia pasarela de madera pulida adosada a un lado que la casa. Incluso había retretes separados: uno arriba para la familia y otro abajo para las sirvientas. Todavía tardaría un día o dos en descubrir todas aquellas cosas. Pero entonces me quedé un buen rato en el pasaje tratando de adivinar dónde estaba y sintiéndome muy asustada. La Tía había desaparecido en la cocina, donde la oí regañar a alguien. Por fin ese alguien salió. Resultó ser una chica más o menos de mi misma edad, que llevaba un cubo de madera en la mano, tan lleno de agua que iba regando con ella el suelo. Tenía el cuerpo muy delgado y estrecho; pero su cara era regordeta y casi totalmente redonda, así que me pareció una sandía clavada en un palo. Con el esfuerzo de llevar el cubo, sacaba la lengua, que parecía así el rabito de la sandía. No tardé en darme cuenta de que era un tic suyo. Sacaba la lengua cuando revolvía la sopa de miso o se servía arroz o incluso cuando se abrochaba el vestido. Y su cara era en verdad tan gordinflona y tan lisa, casi siempre con la lengua fuera, curvada como el tallito de una calabaza, que al cabo de unos cuantos días era así como la llamaba, y con el apodo de «Calabaza» llegó a ser conocida por todo el mundo, incluso muchos años después, ya como geisha de Gion, por sus clientes. Cuando hubo dejado el cubo a mi lado, Calabaza metió la lengua, y luego se atusó el peló detrás de la oreja, mientras me miraba de arriba abajo. Creí que iba a decirme algo, pero se limitó a seguir mirándome, como si estuviera decidiendo dónde iba a darme el bocado. Realmente parecía que tenía hambre. Por fin, se inclinó y me susurró: —Pero ¿de dónde has salido tú? Pensé que no la ayudaría mucho decir que venía de Yoroido; estaba segura de que no iba a reconocer el nombre de mi pueblo, pues su acento me sonaba tan extraño como el del resto. Así que le dije simplemente que acababa de llegar. —Creí que nunca volvería a ver una chica de mi edad —me dijo—. Pero ¿qué te pasa en los ojos? En ese momento la Tía salió de la cocina y después de mandar a Calabaza a otra parte, tomó el cubo y un trapo y me llevó al patio. El patio era bastante lindo, todo cubierto de musgo y con un caminito de guijarros que conducía al almacén; pero olía fatal debido a los retretes, que estaban en una pequeña edificación en uno de sus lados. La Tía me dijo que me desnudara. Yo temía que me hiciera algo parecido a lo que me había hecho Doña Fuguillas, pero sólo me echó agua por encima y me frotó con el trapo. Luego me dio un vestido que, pese a ser del más tosco algodón azul marino, era lo más elegante que había llevado en mi vida. Una anciana que resultó ser la cocinera se acercó por el pasillo con varias criadas más, todas entradas en años, a verme. La Tía les dijo que tendrían todo el tiempo del mundo para mirarme cualquier otro día y las mandó irse por donde habían venido. —Ahora escúchame bien, pequeña —me dijo la Tía cuando nos volvimos a quedar solas—. No quiero ni aprenderme tu nombre hasta que no decidan quedarse contigo. La última chica que tuvimos no fue del agrado de Mamita y de la Abuela, y sólo duró un mes. Soy demasiado vieja para andar aprendiéndome tantos nombres nuevos. —¿Y qué me pasará si no quieren quedarse conmigo? —le pregunté. —Será mejor para ti que quieran guardarte. —Le puedo preguntar… ¿qué es este lugar? —Es una okiya —me respondió—. Es el lugar donde viven las geishas. Si trabajas mucho, de mayor tú también serás geisha. Pero si no me escuchas con atención, no pasarás aquí más de una semana. Mamita y la Abuela van a bajar a verte dentro de un momento. Y más vale que lo que vean sea de su agrado. Lo que se espera de ti es que les hagas la reverencia más profunda que puedas y que no las mires directamente a los ojos. La mayor, a la que llamamos Abuela, no ha apreciado a nadie en su vida, así que no te preocupes por lo que te diga. Y, sobre todo, si te hace alguna pregunta, ¡no se te ocurra contestarle! Yo lo haré por ti. A la que tienes que impresionar es a la Mamita. No es mala persona, pero sólo le preocupa una cosa. No tuve la oportunidad de saber cuál era esa cosa, pues en ese momento oí un crujido proveniente del vestíbulo, y enseguida aparecieron las dos mujeres, deslizándose por la pasarela hacia donde estábamos nosotras. No me atreví a mirarlas. Pero por lo que pude ver por el rabillo del ojo, me parecieron dos lindos fardos de seda flotando en la corriente. Un momento después revoloteaban en la pasarela encima de nosotras, y acto seguido bajaron y se alisaron el kimono a la altura de las rodillas. —¡Umeko-san! —gritó la Tía, pues éste era el nombre de la cocinera—. Traiga té a la Abuela. —No quiero té —oí decir a una voz enfadada. —Venga, venga, Abuela —dijo una voz más áspera, que supuse que sería la de Mamita—. No tienes que bebértelo. La Tía sólo quería estar segura de que estás a gusto. —No hay manera de estar a gusto con estos huesos míos —refunfuñó la anciana. La oí tomar aliento antes de seguir hablando, pero la Tía la interrumpió. —Esta es la nueva chica, Mamita — dijo, al tiempo que me daba un pequeño empujón, que yo tomé como una señal para que hiciera una reverencia. Me arrodillé y bajé tanto el cuerpo que me llegó el aire mohoso que corría entre la casa y el lecho de piedra sobre el que estaba levantada. Entonces volví a oír la voz de Mamita. —Levántate y acércate. Quiero examinarte de cerca. Estaba segura de que iba a decirme algo más, pero en lugar de ello se sacó de debajo del obi una pipa con la cazoleta de metal y una larga boquilla de bambú. La depositó a su lado, en la pasarela, y luego se sacó del bolsillo que llevaba en la manga una bolsita de seda, de la que extrajo una buena pulgarada de tabaco. Cargó la pipa, apretando bien el tabaco con un dedo meñique manchado de un denso color naranja, como el de una batata asada; se la puso en la boca y la encendió con una cerilla que sacó de una cajita de metal. Entonces me observó detenidamente, exhalando el humo, mientras la anciana suspiraba a su lado. No podía mirar a la Mamita, pero tenía la impresión de que el humo salía de su cara como el vapor que mana de las grietas de la tierra. Me inspiraba tanta curiosidad que mis ojos tomaron vida propia y empezaron a dispararse a un lado y a otro. Cuantas más cosas veía de ella, más fascinada me quedaba. Llevaba un kimono amarillo estampado con unas ramas de sauce cargadas de bonitas hojas verdes y naranjas; era de gasa de seda, tan delicado como una tela de araña. El obi me pareció igual de sorprendente. Tenía también una linda textura de gasa, pero más pesada, y era de color asalmonado y marrón, entretejido con hilos dorados. Cuanto más miraba su ropa, más me olvidaba de que me encontraba en un sitio desconocido y menos me preguntaba qué habría sid