Los Dones del Espíritu Santo PDF
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Luis María Martínez y Rodríguez
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Este libro explora los dones del Espíritu Santo, su obra en la santificación y cómo estos dones nos ayudan a conectarnos con las inspiraciones divinas. Se analiza la influencia del Espíritu Santo en la vida cristiana y se discuten conceptos teológicos relacionados.
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LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO 2 Luis María Martínez LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO EDICIONES RIALP, S.A. MADRID 3 © 2015 de la presente edición, by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290. 28027 Madrid (www.rialp.com) No está pe...
LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO 2 Luis María Martínez LOS DONES DEL ESPÍRITU SANTO EDICIONES RIALP, S.A. MADRID 3 © 2015 de la presente edición, by EDICIONES RIALP, S. A., Alcalá, 290. 28027 Madrid (www.rialp.com) No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopias, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-321-4555-1 ePub producido por Anzos, S. L. 4 I. NOCIONES GENERALES Con gran júbilo de nuestras almas nos damos cuenta de que se acerca el día glorioso y sacratísimo de Pentecostés, en el que se llenan de alegría la tierra y de gracias celestiales los corazones. Como hace veinte siglos, en la próxima solemnidad de Pentecostés, el Espíritu Santo descenderá sobre nuestras almas, las llenará con su luz, las caldeará con su fuego, las visitará con su unción. Y así como los Apóstoles se prepararon hace diecinueve siglos para recibir el Don de Dios en el recogimiento, en la oración, y unidos con la Santísima Virgen María, así nosotros queremos también consagrar estos días a una preparación intensa de nuestras almas, para que en el día sacratísimo de Pentecostés el Espíritu Santo las llene con su luz y con su amor. Cumple a mi deber ayudar a los fieles a esta piadosa y santa preparación. Ahora bien, para que nos preparemos a recibir al Paráclito, debemos desearlo con todas las veras de nuestra alma y llamarlo como lo llama siempre la Iglesia cuantas veces lo invoca: «¡Ven, Espíritu Santo!», «¡ven, Espíritu Creador!», «¡ven, Padre de los pobres!», «¡ven, Luz de los corazones!», «¡ven, Consolador de nuestras almas!». Pero para llamarlo hay que desearlo, y para desearlo hay que amarlo, y para amarlo hay que conocerlo. Y yo quiero —con la gracia de Dios— ayudar a las almas a que conozcan mejor al Espíritu Santo. Mas, ¿cómo conocerlo, si, según la Escritura, habita una luz inaccesible? Sin embargo, como ha dicho con mucha razón un Santo Padre, «si esa luz es inaccesible a nuestras fuerzas, es accesible a los dones que hemos recibido de Dios». Con la luz de la fe, con los ojos iluminados de nuestro corazón, podemos penetrar las sombras del misterio y contemplar atónitos las maravillas de Dios. No me atreveré, sin embargo, a penetrar de improviso en el santuario augusto de Dios; no pretenderé mostrar los arcanos de su vida divina, no tendré la audacia de declarar este amor infinito y sustancial que en unidad inefable enlaza al Padre y al Hijo, sino que, siguiendo la manera de ser de nuestro espíritu, quiero mostrar la obra del Espíritu Santo, para que por ella se eleven nuestras almas hasta el conocimiento que 5 podemos tener aquí, en la tierra, de Dios. Voy a hablar de la obra del Espíritu Santo en las almas. Sabemos bien que, aun cuando todas las obras exteriores las realizan las tres divinas Personas, sin embargo, con fundamento, en la Escritura y en la Tradición, los Teólogos apropian a cada una de las Personas de la Trinidad aquellas operaciones que por su naturaleza y sus cualidades se asemejan a los caracteres propios de aquella divina Persona. De esta manera, al Padre se le atribuye la creación; al Hijo, la redención, y al Espíritu Santo, la santificación de nuestras almas. ¡Ah! ¡Si pudiéramos contemplar esa obra maravillosa de la santificación de las almas que realiza el Espíritu Santo en nosotros! Me siento tentado a decir que esa obra, la santificación de las almas, es la obra maestra del Espíritu Santo en la tierra. Yo sé, en verdad, que la obra maestra del Espíritu Santo es la que realizó en Jesucristo. Fue concebido Jesús por obra del Espíritu Santo; el Espíritu lo llenó con plenitud divina, lo guió en todos los pasos de su vida mortal y por Él Jesucristo se ofreció en la cruz y se inmoló en el Calvario. La obra maestra del Espíritu Santo es Jesús. Pero, ¿la santificación de nuestras almas no es la prolongación y el complemento de la obra del Espíritu Santo en Jesucristo? El apóstol san Pablo nos habla del misterio de Cristo, y en la concepción profundísima del Apóstol, el misterio de Cristo no es solamente el misterio de la Encarnación y de la Redención del género humano; para el gran Apóstol, Cristo no es solamente la segunda Persona de la Santísima Trinidad; unida hipostáticamente a la naturaleza humana que el Espíritu Santo formó en el seno de la Virgen María, sino que el misterio de Cristo abarca la multitud inmensa de almas que son los miembros del Cuerpo místico de Jesús. El Jesús íntegro nos abarca a nosotros; santificar las almas es completar a Jesús, es consumar el misterio de Cristo. Por eso me atrevo a afirmar que la obra santificadora del Espíritu Santo es su obra maestra, porque es el complemento de la obra por Él realizada en Jesucristo. Pero en esta misma obra de santificación del Espíritu Santo quiero considerar durante estos días la parte más fina, la parte más perfecta: aquella que el Espíritu Santo realiza de una manera íntegra y, pudiéramos decir, personal. Porque quiero hablar de los dones del Espíritu Santo; y tratar de ellos es tratar —vuelvo a decirlo— de la parte más fina y exquisita de la obra del Espíritu Santo en nuestra santificación. *** Para que se comprenda mejor mi propósito, debo decir que el Espíritu Santo realiza en nosotros la obra de nuestra santificación de dos maneras: una, ayudándonos, impulsándonos, dirigiéndonos; pero de tal manera nos impulsa y nos dirige, que nosotros tenemos la dirección de nuestra propia obra. ¿No es nuestra gloria realizar nosotros mismos nuestros propios destinos? ¿No nos ha dado Dios ese don glorioso y terrible de nuestra libertad, por la cual nosotros mismos somos los artífices de nuestra dicha o los forjadores de nuestra desgracia? 6 Pero hay otra manera de dirigir del Espíritu Santo; hay otra obra que realiza en nosotros, cuando Él personalmente toma la dirección de nuestros actos, cuando ya no solamente nos ilumina con su luz y nos calienta con su fuego y nos marca con sus enseñanzas el camino que debemos seguir, sino que Él mismo se digna mover nuestras facultades e impulsarlas para que realicemos su obra divina. Una comparación nos ayudará a comprender estas dos maneras de influir que tiene el Espíritu Santo en nuestra obra santifcadora. Imaginémonos un gran artista, a un pintor genial que va a realizar su obra maestra. Para ello utiliza a sus discípulos más aventajados; él mismo dispone la manera cómo han de preparar la tela, cómo han de combinar los colores, y aun les permite que hagan la parte menos importante o menos perfecta de su obra. Pero cuando llega a lo más fino de ella, a lo más exquisito, allí donde va a revelarse su genio, donde va a cristalizarse la inspiración que lleva en el alma, entonces no son los discípulos los que toman el pincel; el mismo maestro genial traza los rasgos finísimos de su obra maravillosa. Así es el Espíritu Santo: va a realizar en nuestras almas una obra divina; es la imagen de Jesús la que va a trazar en nuestros corazones una imagen viviente, la imagen que necesitamos llevar para penetrar en las moradas eternas. El Espíritu Santo dirige esta obra genial, pero Él quiere que nosotros le ayudemos en ella; como discípulos suyos, nos permite que tracemos algunos rasgos de esa imagen divina, bajo su dirección, ciertamente, según las normas que nos señala. Pero hay un momento en que el Espíritu Santo ya no quiere que nosotros por nuestra propia cuenta dirijamos la obra; Él entra de una manera personal e inmediata a dirigir, y con instrumentos finísimos pone los rasgos geniales, los rasgos fidelísimos de esa imagen divina. Esos instrumentos finísimos que el Espíritu Santo utiliza para realizar su obra personal y exquisita son los dones del Espíritu Santo. Nosotros tenemos también nuestros instrumentos: son las virtudes que se nos comunican juntamente con la gracia; por ellas vamos poco a poco destruyendo en nosotros al hombre viejo con todas sus concupiscencias y vamos trazando en nuestros corazones la imagen de Jesús, formando al hombre nuevo, creado, según la voluntad de Dios, en la justicia y en la santidad de la verdad. Pero llega un momento en que las virtudes no son suficentes para realizar la obra divina; ya nuestra dirección no basta para semejante prodigio; entonces el Espíritu Santo interviene y dirige inmediatamente la obra celestial, y como instrumentos preciosos para realizarla utiliza lo que llaman los teólogos los dones del Espíritu Santo. *** Cuántas veces liemos oído hablar de Ellos! La Santa Iglesia, en los himnos al Espíritu Santo, hace frecuentes alusiones a esos dones: «Tu septiformis munere» (Tú eres septiforme en tus dones), dice en el Himno de Vísperas de Pentecostés. Y en la secuencia de la Misa de la gran solemnidad, la Santa Iglesia le pide al Espíritu Santo que nos dé el sagrado septenario, «Da tuis fidelibus, in te confidentibus, SACRUM 7 SEPTENARIUM», que nos otorgue sus dones divinos, que son los siete dones del Espíritu Santo. Para explicarlos, voy a servirme de una comparación de actualidad. La ciencia moderna ha descubierto y ha realizado aparatos prodigiosos que nos hacen captar esas ondas arcanas que vienen de todas las partes del mundo y que nos hacen escuchar a enormes distancias lo que se dice o lo que se canta en cualquier parte de la tierra, quien tiene un aparato receptor puede captar las ondas misteriosas y puede oír lo que se dice y lo que se canta a enormes distancias. Los dones del Espíritu Santo son receptores divinos, receptores prodigiosos para captar las inspiraciones del Espíritu divino. Quien no tiene un aparato de radio no puede oír lo que se canta o lo que se dice en otra parte; quien no tiene los dones del Espíritu Santo no podrá captar las divinas inspiraciones. Los dones del Espíritu Santo son esas realidades sobrenaturales que Dios ha querido poner en nuestra alma para que podamos recibir las inspiraciones del Paráclito. Pero mi comparación, como es natural, es incompleta; por los aparatos inventados por la ciencia moderna solamente se oye; por estos divinos receptores, no solamente recibimos la luz y las enseñanzas del Espíritu Santo, sino también sus mociones divinas, de tal manera que bajo el influjo de esas mociones realizamos —en el orden espiritual— actos más finos, más perfectos, actos que son verdaderamente divinos. Los dones del Espíritu no solo nos hacen recibir las divinas iluminaciones del Espíritu Santo, sino también sus impulsos, de tal suerte que bajo el influjo del Espíritu Santo nosotros nos movemos, como lo dice muy claramente la Escritura: «Quicumque enim Spiritu Dei aguntur ii sunt filii Dei» (Todos los que son movidos por el Espíritu, estos son los hijos de Dios). Es una de las prerrogativas maravillosas que tenemos los hijos de Dios: ser movidos por el Espíritu Santo. ¡Cuántas veces nuestros actos son nuestros, en verdad, pero obramos movidos por una fuerza superior, por un instinto divino, por una moción del Espíritu Santo! Y para recibir esas mociones eficacísimas y divinas son instrumentos perfectamente adecuados los dones del Espíritu Santo. *** Y de estas mociones podemos sacar consecuencias preciosas, porque si el Espíritu Santo nos mueve y nuestros actos se hacen bajo su influjo inmediato, es natural que nuestros actos tengan caracteres verdaderamente divinos. ¿No es propio de un artista poner su estilo, su inspiración, y por decirlo así, su alma, en aquello que realiza? Un mismo instrumento musical, tocado por distintos artistas, produce en nosotros distinta impresión. Hay algo propio, hay algo característico en cada artista; cuando él ejecuta, allí pone su sello; los conocedores pueden decir perfectamente quién está ejecutando alguna gran composición musical. Y de todas las artes se puede decir otro tanto: el pintor, acaso, ¿no pone su sello en las obras de su mano? El escritor, el orador, el poeta, ¿no ponen su sello en lo que dicen y en lo que escriben? 8 Alguien dijo con mucha razón: «El estilo es el hombre». Cada uno tiene su propio estilo, y el estilo es su sello, es el reflejo de su propia personalidad. Y el Espíritu Santo, cuando obra en nosotros, pone su sello, un sello divino, un sello inconfundible. ¡Qué distintos son los actos que ejecutamos por nuestra propia dirección, aun cuando sean sobrenaturales, y los actos que ejecutamos cuando el Espíritu Santo interviene en ellos! Cuando nosotros obramos, ponemos nuestro sello, sello de imperfección, sello de fragilidad; cuando el Espíritu Santo influye en nuestros actos, pone su sello divino de seguridad, de perfección, de elevación sobrenatural, y por eso, por medio de los dones del Espíritu Santo, ejecutamos actos que tienen caracteres divinos. Quizá pudiera ilustrar lo que acabo de decir con algunos ejemplos. El hombre prudente, que no dispone para la ejecución de sus actos, sino de sus cualidades naturales y de la virtud sobrenatural de la prudencia, acierta, en verdad, pero con mucha lentitud, con verdaderos tanteos. La Escritura nos ha dicho en dos rasgos magistrales lo que es la pobre prudencia humana. Dice que los pensamientos del hombre son inciertos y tímidas sus disposiciones; la incertidumbre y la timidez son nuestro sello; aun cuando acertamos, hay en nuestros aciertos no sé qué de incertidumbre, de timidez. Aquel que obra bajo el influjo del don de consejo, que es la prudencia sobrenatural, de una manera rápida, segura, firme, sabe lo que en cada caso se debe hacer. Otro ejemplo: cuando nosotros, guiados por la luz de la fe, nos elevamos al conocimiento de las cosas divinas, en nuestro proceso interior ponemos el sello humano: necesitamos analizar, comparar, discurrir; acumulamos nociones, las unimos, las armonizamos; ¿no son un ejemplo viviente mis propias palabras y mi propio discurso para explicar lo que son los dones del Espíritu Santo? Acudo a distintos ejemplos, divido, presento distintas facetas, y luego procuro unificar todo para que nos formemos un concepto exacto de lo que estoy explicando. Allí está mi sello, sello de imperfección, de multiplicidad, de laborioso raciocinio. ¡Ah!, los santos, cuando contemplan las cosas divinas bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, no tienen más que una mirada, una intuición profunda, rica, que les hace contemplar en un momento, y, por decirlo así, en un solo punto luminoso, lo que nosotros, para vislumbrar, necesitamos de mucho tiempo y de muchos esfuerzos mentales. Los actos que proceden de los dones del Espíritu Santo tienen un sello divino, el sello del Espíritu Santo, un modo enteramente celestial. Y aun pudiéramos decir que difieren también las normas en estos dones celestiales; las normas de los dones son distintas de las normas de las virtudes. Cuando obramos bajo el influjo de las virtudes tenemos una norma del hombre iluminado por la luz de Dios. En tanto que cuando se obra bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo, la norma es la norma misma de Dios participada al hombre. No sé si mis pensamientos inciertos y tímidos alcancen a explicar las maravillas de los Dones de Dios. 9 *** Y no vayamos a pensar que estos dones del Espíritu Santo son únicamente propios de las almas que han llegado a ciertas alturas en los senderos de la perfección; no creamos que solamente los santos poseen los dones del Espíritu Santo; los poseemos todos: basta con que tengamos la gracia de Dios en nuestras almas para recibir esos dones. El día de nuestro bautismo recibimos los dones del Espíritu Santo juntamente con las virtudes y la gracia. Así como cuando nacemos venimos dotados por Dios de todo lo que necesitamos para nuestra vida humana, un organismo completo y un alma dotada de todas las facultades —no todas, ciertamente, desarrolladas desde nuestro nacimiento; pero llevamos ya como el germen de todo aquello que vamos a necesitar en nuestra vida—, así acontece en el orden espiritual: cuando alguno se bautiza recibe en toda su integridad ese mundo sobrenatural que lleva el cristiano en el alma: la gracia, que es una participación de la naturaleza de Dios; las virtudes teologales, que lo ponen en contacto inmediato con lo divino; las virtudes morales, que sirven para arreglar y ordenar toda su vida, y los dones del Espíritu Santo, receptáculos misteriosos y divinos para captar las inspiraciones y las mociones del Espíritu Santo. Y en tanto que poseemos la gracia, poseemos también los dones; no son algo pasajero; son algo permanente, algo que llevamos en nuestro corazón constantemente; no puede existir la gracia sin los dones, y no pueden existir en un corazón la gracia y los dones sin que esté allí también el Espíritu Santo, que es el Director divino de nuestra vida espiritual. Y es que los dones del Espíritu Santo no solamente son necesarios para las grandes obras de los santos, no, sino que en nuestra vida cotidiana, en nuestra vida ordinaria, muchas veces obramos bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo. Santo Tomás de Aquino, cuya autoridad es indiscutible en la Iglesia, nos enseña que para alcanzar la salvación de nuestra alma son indispensables los dones del Espíritu Santo; sin ellos no podremos realizar la obra de nuestra santificación. Y para hacernos comprender la necesidad de los dones, aun en la vida ordinaria del cristiano, santo Tomás de Aquino acude a una comparación que me parece exactísima: un gran médico puede por sí mismo curar a un enfermo grave, puede atender un caso extraordinario; pero un practicante de Medicina, aun cuando pueda hacer muchas cosas para curar enfermos y aplicarles muchas medicinas y saber lo que en un caso ordinario se necesita, para atender un caso difícil necesita estar siempre bajo la dirección de un médico perfecto que conozca a maravilla la ciencia de la Medicina y que pueda, por consiguiente, conocer perfectamente al enfermo y su mal y los remedios que son indispensables para curarlo. Nosotros somos como los practicantes de Medicina: podemos atender nuestra propia salud en los casos ordinarios; pero sería imposible que realizáramos por completo la obra de nuestra santificación si no estuviéramos bajo el influjo del Espíritu Santo, el 10 único que conoce perfectamente lo que somos y lo que debemos ser y que sabe a maravilla los senderos por donde podemos llegar a la perfección a la que Dios nos llama. No son, por consiguiente, los dones carismas extraordinarios y que reciben los santos, no; es algo que todos tenemos y que llevamos en nuestro corazón. *** Yo pienso que a veces desconocemos ese mundo sobrenatural que llevamos en el alma; no nos damos cuenta de las riquezas que Dios ha depositado en nuestro corazón; llevamos un mundo más perfecto, más excelente, más bello que el mundo exterior, porque llevamos la gracia que nos hace semejantes a Dios, llevamos las virtudes teologales que nos ponen en contacto íntimo con la Divinidad, llevamos las virtudes morales que ordenan y disponen todo en nuestra vida, y llevamos los dones del Espíritu Santo por los cuales estamos en comunicación con Él para recibir sus santas mociones. Claro está que no en todas las almas se desarrollan en el mismo grado y con la misma perfección los dones, como no en todas las almas se desarrollan en el mismo grado y con la misma perfección las virtudes. Las virtudes, como los dones, son preciosas semillas que necesitan cultivarse; nuestro trabajo, nuestro esfuerzo de cristianos consiste en ir cultivando con exquisito cuidado esos gérmenes preciosos que Dios ha puesto en nuestra alma. Y así como las plantas tienen su estación, hay algunas que brotan cuando viene la primavera cargada de perfumes, hay otras que vienen en el cálido estío y otras que brotan en medio de la opulencia del otoño; así también cada uno de los dones del Espíritu Santo tiene, por decirlo así, la época propicia en la vida espiritual, donde encuentra su pleno desarrollo. Pero todos los dones los tenemos siempre, y nuestro deber es desarrollarlos constantemente en nuestra alma. *** ¿Cómo se desarrollan en nosotros los dones del Espíritu Santo? ¿Qué podemos y debemos hacer para que estos instrumentos preciosos, finísimos, divinos, que emplea el Espíritu Santo para nuestra santificación, alcancen en nosotros su completo desarrollo? Tres cosas: la primera es acrecentar en nuestros corazones la caridad, porque la raíz de los dones es la caridad. Porque amamos, por eso podemos recibir las santas inspiraciones del Espíritu Santo; hasta en el amor humano, ¿no hay como un vislumbre de ese privilegio prodigioso que tiene el amor divino de unirnos con el Espíritu Santo y de escuchar sus santas inspiraciones? Cuando se ama, aun con el amor terreno, se tienen intuiciones para descubrir los pensamientos y los deseos de la persona amada que no pueden suplirse con ninguna ciencia. ¿No vemos cómo las madres adivinan, por decirlo así, las necesidades y los deseos de sus hijos pequeñitos? Una persona experimentada puede perfectamente no entender lo que quiere un niño, una madre lo entiende; no es la inteligencia lo que descubre ese misterio, es el corazón; el corazón tiene intuiciones que el espíritu no comprende. 11 Y si hasta el pobre amor humano, tan imperfecto y deficiente, tiene intuiciones misteriosas; si el que ama ve, si el que ama escucha, si el que ama vislumbra, si el que ama adivina, tratándose de ese amor sobrenatural que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones, que es la caridad, con mayor razón se tendrán esas divinas intuiciones. En la proporción en que la caridad aumenta, aumentan también y se desarrollan los dones. Por eso, en los santos descubrimos los actos propios de los dones del Espíritu Santo, porque han llegado a un alto grado de caridad. Quienquiera que acrecienta su caridad, perfecciona los dones del Espíritu Santo. Es el primer medio de desarrollar en nosotros esos instrumentos preciosos y divinos. *** El segundo medio consiste en desarrollar en nosotros las virtudes; las virtudes están a nuestra disposición, son los instrumentos de nuestro trabajo espiritual. Por medio de las virtudes infusas, que recibimos también con la gracia de Dios, podemos ir perfeccionando una por una todas nuestras facultades y disponiéndolo todo en nuestra vida interior. Y a medida que las virtudes crecen, se prepara, por decirlo así, el terreno para que el Espíritu Santo venga y con un trabajo más fino y exquisito consume nuestra obra. Para continuar la comparación que puse al comenzar, así como el pintor genial pone los rasgos de su inspiración en el lienzo cuando sus discípulos aventajados han hecho ya la preparación conveniente, así como él interviene cuando está preparada la tela, dispuestos los colores y esbozado el cuadro que trata de trazar, así también, cuando nosotros, por nuestra parte, hemos realizado nuestra obra por medio de las virtudes, entonces el Espíritu Santo interviene con sus dones y consuma nuestra obra. *** La tercera cosa que podemos hacer para que se desarrollen en nosotros los dones del Espíritu Santo consiste en ser dóciles a las inspiraciones del Espíritu divino. Cuando prestamos una atención amorosa y constante a la voz misteriosa del Espíritu de Dios, cuando nuestro corazón es dócil, entonces podemos escuchar mejor la voz del Espíritu, podemos recibir con mayor perfección sus santas inspiraciones. Y cuanto mejor recibamos esas inspiraciones divinas, más se irán perfeccionando en nosotros los receptores misteriosos que son los dones del Espíritu Santo. Recojamos estas lecciones prácticas que de la doctrina de los dones he propuesto. Yo estoy seguro de que todos poseemos los dones del Espíritu Santo, porque espero en Dios que todos llevemos en nuestro corazón la gracia santificante. Si poseemos esos dones, desarrollémoslos, perfeccionémoslos. ¡Ah!, ¡qué triste es que, habiendo en el mundo tantas cosas bellas que se dicen y se cantan, no se use el aparato receptor para percibir semejantes maravillas! ¡Qué triste es que, teniendo en 12 nuestras almas esos preciosos instrumentos del Espíritu Santo, por nuestra incuria, no escuchemos su voz deliciosa, sus inspiraciones santas! Perfeccionemos los dones, sobre todo en este novenario de Pentecostés. Para que el Espíritu Santo llene nuestras almas, para que nos hable, para que nos inspire, para que nos mueva, es preciso que se acreciente en nuestros corazones la caridad, que practiquemos con mayor esmero las virtudes cristianas, y que teniendo nuestro espíritu silencioso y atento y nuestro corazón dócil a las divinas inspiraciones, recibamos la música regalada de la voz del Paráclito y sintamos en lo íntimo de nuestra alma sus santas inspiraciones y sus mociones divinas. 13 1 El presente libro constituye la segunda parte de El Espíritu Santo, obra de Luis María Martínez y Rodríguez (1881-1956), Arzobispo Primado de México (1937-1956), y fue redactado como un novenario de preparación para la Festividad de Pentecostés (N. del E.). 2 Rom., VIII, 14. 14 II. DON DE TEMOR En el capítulo anterior me esforcé por exponer la noción de los dones del Espíritu Santo. Dije que eran receptores sobrenaturales que tienen el maravilloso privilegio de captar las mociones del divino Espíritu y que imprimen a nuestros actos un modo divino, porque los sujetan a una regla altísima. El nombre y el número de estos dones los encontramos en un pasaje clásico del profeta Isaías: «Brotará —dice el profeta— una vara de la raíz de Jessé, una flor nacerá de esa raíz y descansará en ella el Espíritu de Sabiduría y de Entendimiento, el Espíritu de Consejo y de Fortaleza, el Espíritu de Ciencia y de Piedad, y la llenará el Espíritu de Temor del Señor». Lo que Isaías llama «espíritus» es lo que en el tecnicismo teológico se llaman «dones». Isaías enumera siete: Sabiduría y Entendimento, Consejo y Fortaleza, Ciencia y Piedad y Temor de Dios. Para que comprendamos lo que es cada uno de estos dones y cómo por ellos el Espíritu Santo obra en nuestra alma y la puede mover a su divino beneplácito, voy a servirme de una comparación. Imaginémonos una gran fábrica donde hay múltiples y maravillosas máquinas, diversos departamentos admirablemente organizados, como corresponden a una obra perfecta. El director de aquella fábrica, como es lo debido, quiere estar en contacto, a la hora que le place, con cada uno de los departamentos y de los talleres, y para lograrlo hace una instalación de teléfonos o de aparatos receptores de radio en los puntos principales de su gran fábrica, para que él, desde su despacho, pueda comunicarse con todos y dirigirlo todo y moverlo todo. Así, el Espíritu Santo, que habita en nosotros cuando poseemos la gracia de Dios, que es el dulce Huésped del alma —dulcis hospes animae—, como lo llama la Iglesia, y que dirige de una manera magistral nuestra vida espiritual, ha querido establecer en las distintas partes del complicadísimo ser humano esas realidades misteriosas, esos receptores que son los dones del Espíritu, por los cuales Él se comunica con nosotros y puede influir en todas y en cada una de nuestras facultades humanas. *** 15 A grandes rasgos podemos contemplar el conjunto de nuestras facultades. Por encima de todas ellas, como un destello de la luz de Dios, está el entendimento. Es la facultad más alta, la más noble que poseemos, la que nos hace semejantes a los ángeles, la que pone en nuestras almas un rasgo de la imagen de Dios. En esta facultad altísima, precisamente por su nobleza y excelencia, el Espíritu Santo ha puesto cuatro dones: Sabiduría, Entendimento, Ciencia y Consejo, que corresponden maravillosamente a los distintos hábitos intelectuales que los filósofos dicen que tenemos en nuestro entendimiento. Por el don de Entendimento penetramos en las verdades divinas, y para juzgar de esas verdades tenemos tres dones: el de Sabiduría, que juzga de las cosas divinas; el de Ciencia, que juzga de las criaturas; el de Consejo, que arregla y dispone nuestros actos. En la voluntad, que es la facultad que sigue en categoría y nobleza a nuestra inteligencia, hay un don, el don de Piedad, que tiene por objeto arreglar y disponer nuestras relaciones con los demás. Para dominar la parte inferior de nuestro ser hay dos dones: el de Fortaleza y el de Temor de Dios; el de Fortaleza, para quitarnos el temor del peligro; el de Temor de Dios, para moderar los ímpetus desordenados de nuestra concupiscencia. Y así, desde la cúspide de nuestro espíritu, que es la inteligencia, hasta la porción inferior de nuestro ser, el Espíritu Santo tiene sus dones para comunicarse con todo este mundo interior que llevamos en nosotros, para poder inspirar y mover todos nuestros actos humanos. A primera vista llama la atención que en la voluntad, que tiene tan grande importancia en nuestra vida moral, no haya más que un don, y este con una actividad muy limitada, porque el don de Piedad —como dije ya— tiene por fin disponer nuestras relaciones con los demás; la razón de esta aparente anomalía consiste en que en nuestra voluntad poseemos dos virtudes altísimas: la Esperanza y la Caridad; estas virtudes son superiores a los dones y pueden, por consiguiente, tener al mismo tiempo función de virtud y función de don. Decía en el capítulo anterior que las virtudes nos sirven para la dirección que la razón imprime a nuestra vida, y que los dones son preciosos instrumentos que el Espíritu Santo utiliza para su dirección más alta. Es natural que en proporción del que dirige sean los instrumentos de la dirección; pero la Caridad y la Esperanza son virtudes tan altas, son instrumentos tan preciosos, que al mismo tiempo que puede nuestra razón disponer de ellas —imprimiéndoles, naturalmente, su modo humano—, el Espíritu Santo las utiliza también como preciosos instrumentos para realizar sus maravillas. Y así, por ejemplo, la Caridad, esa Caridad que el Espíritu Santo derrama en nuestros corazones, ese amor sobrenatural y divino que nos hace amar a Dios por Sí y a nuestro prójimo por amor de Dios, la Caridad puede ser —si se me permite la expresión demasiado humana— manejada por nuestra razón y producir un amor sobrenatural, pero imperfecto, y puede ser movida por el Espíritu Santo, y entonces producir un amor profundo y altísimo. 16 *** Por este conjunto de dones, el Espíritu Santo posee por completo nuestra alma, y estos dones tienen entre sí relaciones estrechas. El profeta Isaías, en la enumeración que acabo de hacer, los va colocando por pares: Espíritu de Sabiduría y de Entendimiento, Espíritu de Consejo y de Fortaleza, Espíritu de Ciencia y de Piedad, Espíritu de Temor de Dios. Hay entre esos dones que forman cada par una unión estrechísima: el primero de cada par es el director del otro; la Sabiduría digide al Entendimiento; el Consejo, a la Fortaleza; la Ciencia, a la Piedad, y el Temor de Dios es dirigido directamente por la Sabiduría, que es como la directora general de todos los demás dones. Si consideramos la importancia de ellos, la excelencia de cada uno, se pueden enumerar así: el más perfecto de todos es la Sabiduría, sigue después el Entendimiento, en seguida la Ciencia, después el Consejo, en seguida la Piedad y la Fortaleza, y el inferior de todos es el don de Temor de Dios. ¡Oh! ¡Si nos pudiéramos dar exacta cuenta de lo que es ese mundo interior que llevamos en el alma! ¡Si pudiéramos comprender cómo el Espíritu Santo verdaderamente habita en nosotros y nos posee! Vuelvo a mi comparación, y que no por ser prosaica deja de ser exacta: un director de una gran fábrica, que tiene una magnífica instalación en todos los departamentos de ella y que puede comunicarse en un momento dado con todas las dependencias de aquella fábrica para poder dar sus órdenes y dirigirlo todo, puede decirse que en su despacho tiene la fábrica entera; así, el Espíritu Santo, habitando en el santuario interior de nuestra alma y siendo el dulce Huésped de ella, tiene, por medio de sus dones, la posesión de todas nuestras facultades. Verdaderamente, el Espíritu Santo es el alma de nuestra alma y la vida de nuestra vida; ¡lástima que nosotros nos olvidemos con frecuencia de ese mundo que llevamos dentro! ¡Lástima que, fascinados por las cosas de la tierra, muchas veces perdamos la noción de las cosas divinas! ¡Ah! A cada uno de nosotros se nos pudiera decir lo que dijo Nuestro Señor a la Samaritana junto al brocal del pozo de Jacob: «¡Si conocieras el Don de Dios!». ¡Si supiéramos lo que llevamos dentro de nuestra alma! Riquezas sobrenaturales, riquezas divinas que podemos maravillosamente explotar. *** Pero conviene ir examinando uno por uno cada don de esta serie magnífica que el Espíritu Santo derrama en nuestras almas. Comenzaremos por el inferior de todos, el don de Temor de Dios. A primera vista parece extraño que haya un don de Temor; por ventura, ¿no todos los dones tienen por raíz la Caridad? ¿Y no dice la Escritura que al amor perfecto excluye el temor? ¿Cómo es posible que de esta raíz profunda y divina de la Caridad brote el Temor de Dios? Para comprenderlo es preciso un análisis; hay diversas clases de temores: hay el temor de la pena y el temor de la culpa; hay también un temor mundano. ¡Cuántas veces por el temor de un mal terreno, de un mal temporal, nos olvidamos de los santos 17 preceptos de Dios y cometemos un pecado! ¡Cuántos hombres hay que por temor mundano se apartan de Dios! Hay otro temor que nos aleja del pecado, que nos acerca a Dios, pero que es demasiado imperfecto; los teólogos lo llaman temor servil; es el temor del castigo. Sin duda que muchas veces el temor del castigo nos impide caer en el pecado, pero no cabe duda que el motivo es de orden inferior, es mezquino, no tiene la nobleza propia del amor. El temor servil no es el don de Temor de Dios de que estoy tratando. Hay otro temor que se llama filial, y consiste en la repugnancia que siente el alma por alejarse de Dios; es un temor que brota de las entrañas mismas del amor. Es verdad que el amor perfecto excluye el temor; pero hay un temor que el amor no excluye, hay un temor que está —por decirlo así— en la base del amor. Quien quiere, quien ama, siente un profundo temor de apartarse del amado o disgustarlo; no se concebiría el amor sin este temor. Yo podría decir una frase de san Agustín: «Da amantem et sentit quod dico» (Dadme uno que ame y entenderá lo que digo). Para el que ama, para aquel en quien un amor profundo se ha enseñoreado de todo su ser, hay un temor que está por encima de todos los temores: la separación del amado; y este temor, dirigido por el Espíritu Santo, es precisamente lo que viene a constituir el don de Temor. El Espíritu Santo de tal manera nos une a Él, que nos infunde un horror instintivo, profundo, eficacísimo, de apartarnos de Dios, que nos hace decir: todo, menos apartarnos de Él; todo, menos perder nuestra unión estrechísima con el ser amado. Es un temor filial, es un temor nobilísimo, es un temor que brota de las entrañas mismas del amor; ese temor filial, perfecto y amoroso, es lo que viene a constituir el don de Temor de Dios. La Santa Escritura nos asegura en muchos pasajes que el Temor de Dios es el principio de la sabiduría, y así lo es, en verdad, pero esta expresión debe entenderse debidamente. No es el Temor de Dios principio de la sabiduría, en el sentido que del temor emane la esencia de ella, como de los principios de una ciencia emanan sus conclusiones, sino que el Temor de Dios es el principio de la sabiduría, en el sentido que ese don produce el primer efecto en la obra divina de la sabiduría. Y de la misma manera son principio de la sabiduría los distintos temores. El temor servil es principio de la sabiduría, pero no en el sentido de que influya en ella, sino que como que prepara, como que dispone el alma para que pueda venir a ella la sabiduría. El temor servil es principio de la sabiduría, como los cimientos son el principio del edificio: estando ocultos no tienen la belleza de líneas que va a tener el edificio, pero es preciso que el edificio descanse sobre ellos. Así, el amor servil, apartándonos del pecado, produce en nuestra alma la limpieza necesaria para que pueda penetrar en ella el amor verdadero. El temor filial es, en un sentido más perfecto, el principio de la sabiduría, porque para que podamos poseer la sabiduría divina necesitamos unirnos tan estrechamente con Dios que nada nos pueda separar de Él, y el don de Temor nos une así con Dios. El don de Temor impide que nunca nos apartemos del Amado, y en ese sentido, el principio de la sabiduría es el Temor de Dios. 18 *** Este don viene a corresponder de una manera maravillosa a distintas virtudes; a la humildad, porque la humildad nos coloca en nuestro propio puesto, nos hace conocer nuestro verdadero valor e impide esas rebeliones contra Dios y esa presunción que nos hace creernos superiores a lo que somos. El don de Temor de Dios, uniéndonos con Dios, nos hace sentir hondamente nuestra propia miseria. Corresponde también al grupo de virtudes de la Templanza, porque estas virtudes moderan nuestra concupiscencia, los impulsos desordenados de nuestro corazón; pero el Temor de Dios, por un principio altísimo, por un principio divino, también nos coloca en el orden, en la moderación, en la paz. El don de Temor ha inspirado muchos rasgos primorosos de la vida de los santos; recuerdo en estos momentos algunos. ¿No recordamos que san Luis Gonzaga lloró y se afligió cuando tuvo que confesar unas faltitas que a nosotros nos cuesta trabajo creer que sean pecado? ¿Por qué aquellas lágrimas? ¿Por qué aquel dolor? Porque aquilataba la magnitud de aquellas faltas —que nosotros juzgamos pequeñísimas— bajo el influjo del don de Temor; veía en aquellas faltas el mal, un vestigio de la separación de Dios; eran ligerísimas, ciertamente, pero ¿para el amor hay una cosa ligera? Cuando se ama con pasión, ¿el peligro más leve de apartarse del objeto amado no despedaza el corazón? Este mismo don de Temor influía en santa Juliana de Falconeris, que temblaba al escuchar el nombre de pecado, que se desmayaba cuando oía relatar un crimen. Es algo superior, algo hondísimo, algo mucho más perfecto que lo que nosotros podemos, por nuestras pobres facultades naturales, alcanzar; es el efecto sobrenatural que el Espíritu Santo produce en las almas para que miren con horror el pecado, para que se adhieran intensamente a Dios. *** Como es natural, en los dones se dan grados, como se dan también en las virtudes. Cualquier facultad en el orden natural puede irse perfeccionando, y, en tanto que se perfeccionan sus actos, se hacen más intensos, más perfectos. No es el mismo grado el de la inteligencia de un estudiante que comienza a poner apenas su planta en los sagrados dinteles de la ciencia, que la del que ha hecho un estudio completo de las ciencias propias de su profesión, y, sobre todo, que la del sabio que se ha pasado la vida en estudios serios y profundos. Las facultades naturales crecen con el ejercicio, se van acrecentando cada vez más y podemos distinguir grados en ellas. Lo mismo acontece en el orden sobrenatural; las virtudes tienen sus grados y los dones los tienen también. El don de Temor de Dios, en el primer grado, produce horror al pecado y fuerza para vencer las tentaciones. Por las virtudes nos alejamos del pecado, vencemos la tentación, pero ¡con cuántas luchas!, ¡con cuántas deficiencias! Lo sabemos por una triste experiencia; no son nuestros esfuerzos espirituales siempre gloriosos; ¡cuántas veces nos sentimos vencidos!, ¡cuántas otras, aunque al fin y a la postre resultemos vencedores, hemos tenido 19 deficiencias, hemos vacilado, y solamente después de muchos esfuerzos logramos la victoria! Por el don de Temor de Dios, la victoria es rápida, la victoria es perfecta, ¡cuántas veces lo hemos sentido en el fondo de nuestra alma! ¿No ha habido ocasiones en las que en presencia de una tentación o de un peligro sentimos un impulso rápido e instintivo que nos aparta del pecado? Es el Espíritu Santo que nos mueve por el don de Temor. En el segundo grado de este don, no solo el alma se aleja del pecado, sino que se adhiere a Dios con profunda reverencia. No solamente se reverencia a Dios hasta evitar toda clase de pecado, sino que se evitan esas irreverencias que, sin llegar a faltas, son siempre señales de imperfección. Este respeto profundo que los santos han tenido por todo lo sagrado, por la Iglesia, por el Evangelio, por el sacerdote, es efecto del don de Temor de Dios. Todo lo divino se reverencia; no quisiera el alma que está bajo el imperio del don de Temor faltar en lo mínimo al respeto y veneración que a Dios es debido. En el tercer grado de este don se produce un efecto maravilloso: el desprendimiento total de las cosas de la tierra. Por eso dicen los teólogos que el don de Temor de Dios es el que viene a producir la primera de las Bienaventuranzas: «Bienaventurados los pobres, porque de ellos es el Reino de los cielos». La Bienaventuranza de la pobreza y del desprendimiento es fruto del Temor de Dios. Cuando de tal manera nos adherimos a Dios y nos alejamos de todo lo que nos pudiera separar de Él, que llegan a perder para nosotros su fascinación las cosas exteriores, entonces el alma se siente libre, experimenta un desprendimiento divino, que es característico de ese período de la vida espiritual; y entonces se llega a esa cumbre gloriosa de la cual dijo Jesucristo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos». El desprendimiento de Francisco de Asís, que miraba como nada todas las cosas de la tierra, el desprendimiento que Jesucristo aconsejó a aquel joven del Evangelio cuando le dijo: «Si quieres ser perfecto, anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres, y ven y sígueme», ese desprendimiento es fruto del don divino del Temor de Dios. *** ¿No es verdad que estas consideraciones, a primera vista altas, a primera vista difíciles, y que pudieran juzgarse hasta poco adecuadas a nuestra situación ordinaria, no es verdad que abren horizontes a nuestro espíritu? ¡Qué bello es contemplar los senderos que llevan a la cumbre! Quizá nosotros estamos muy cerca del valle, quizá apenas vamos caminando por las primeras estribaciones de la montaña; pero ¡cómo se conforta el espíritu, cómo se dilata el corazón cuando contemplamos las cumbres gloriosas, cuando sabemos que estamos destinados para llegar a esas excelsitudes, y cómo sirve de acicate a nuestra pequeñez y a nuestra debilidad saber que el Espíritu Santo vive en nosotros y que tiene en nuestro 20 corazón preciosos instrumentos para impulsarnos y elevarnos, para llevarnos a las alturas! A través de cada uno de estos dones debemos contemplar al Espíritu Santo, el Director supremo, el Motor inefable y divino de nuestras almas. Y es consolador y confortante pensar que ese Espíritu Santo lo tenemos en nuestro corazón. El Espíritu Santo nunca está separado de sus dones: donde Él está están sus dones, y con sus dones, que son preciosos instrumentos, puede influir en todas las partes de nuestro ser. Levantemos nuestros ojos a las alturas, levantemos nuestros corazones al cielo. Sursum corda!, como nos dice el sacerdote todos los días en la santa Misa; levantemos nuestros corazones al cielo, Sursum corda!, como nos dice Dios. Contemplemos aquel amor inefable, infinito, perfecto, personal, que enlaza en un abrazo de amor al Padre y al Hijo: invitémosle, deseémosle, digámosle que viva en nuestras almas, que no nos abandone jamás, que llene nuestros corazones y que, por medio de sus dones, preciosos instrumentos de su actividad, influya en nosotros, nos mueva y nos conduzca a través de todas las vicisitudes del destierro, a la cumbre bienaventurada de la patria. 21 III. DON DE FORTALEZA En el capítulo anterior procuré señalar el campo de la vida espiritual en el que ejerce sus funciones santísimas el don de Temor de Dios. Para practicar el bien encontramos en nosotros mismos una dificultad enorme: la inclinación desordenada que tenemos al mal, a las cosas de este mundo, y la atracción que las criaturas ejercen sobre nosotros y que la Escritura llama «la fascinación de la vanidad» (fascinatio nugacitatis). Para moderar nuestros afectos y para ordenar nuestra vida, necesitamos que el Espíritu Santo nos enlace tan íntimamente con Dios, que ningún atractivo y ninguna fascinación terrena nos pueda arrancar de los brazos amorosos del Señor. Esto lo realiza el Espíritu Santo —como ya procuré explicarlo— por el don de Temor de Dios. Pero hay otro campo, importantísimo también en la vida espiritual, en el que se necesita el influjo eficaz y decisivo del Espíritu Santo. Procuraré, con la gracia de Dios, explicar lo que es este nuevo campo de acción. *** Sabemos muy bien que para la vida espiritual, como para cualquier otra empresa noble y generosa, encontramos dificultades y peligros. El sabio Salomón decía: «Todas las cosas son difíciles» (cunctae res difficiles), y nuestra experiencia nos enseña cuán profunda es la frase del sabio y qué propio es de lo humano encontrar dificultades en todo. Y cuanto más elevadas y generosas son nuestras empresas, tanto más crecen y se aumentan las dificultades. Para alcanzar nuestra felicidad eterna, ¡cuántos obstáculos tenemos que superar! Muchas veces conocemos nuestro deber de manera precisa y exacta, sentimos el deseo de cumplir y tenemos propósitos de caminar por los senderos que Dios nos ha señalado. Pero es tan difícil a nuestra pequeñez cumplir nuestro deber...; en cada acto de virtud necesitamos hacer tales esfuerzos, tales sacrificios, que muchas veces nuestra debilidad sucumbe, y aun sabiendo que nos apartamos del camino recto, dejamos la empresa iniciada sin cumplir el propósito que habíamos concebido, porque nos parece demasiado ardua la obra que nos habíamos propuesto realizar. 22 Al mismo tiempo que encontramos dificultades en nuestras empresas, especialmente en nuestra vida espiritual, también estamos rodeados de peligros. En todas partes encontramos peligros que nos exponen a caer, que nos impiden hacer el bien; ¿no dijo el santo Job que la vida humana es una tentación, es una lucha constante? ¿No nos dice el apóstol san Pedro que el demonio, como león rugiente, está siempre rodeándonos, buscando el momento propicio para devorarnos? No solamente encontramos el peligro en nuestros semejantes y aun en el fondo de nuestro propio ser, sino que hasta las potestades infernales se conjuran contra nosotros para impedir que caminemos de una manera recta y rápida hacia la perfección y hacia la felicidad. Para sostenernos en las dificultades, para evitar los peligros, para hacer los esfuerzos indispensables para cumplir la voluntad de Dios y realizar el fin para el cual Nuestro Señor nos puso en este mundo, necesitamos una firmeza de alma singular. Por eso se dice que los esforzados son los que alcanzan el cielo, por eso hay relativamente tan pocos santos, porque son muy pocos los que tienen la fortaleza necesaria para superar las dificultades, para huir los peligros, para hacer los esfuerzos y los sacrificios que exige la perfección a que Dios nos ha llamado. Para que podamos superar las dificultades y eludir los peligros, Nuestro Señor ha provisto dándonos un conjunto de virtudes que se agrupan en torno de la virtud cardinal de la Fortaleza. Son la paciencia, la perseverancia, la fidelidad, la magnanimidad, etc., todo un grupo de virtudes que, como un ejército en orden de batalla, está en nosotros para fortificarnos, para alentarnos, para hacernos superar las dificultades y evitar los peligros. Pero ese grupo de virtudes sobrenaturales, aunque eficacísimas, no son aún suficientes para que podamos superar todas las dificultades y eludir todos los peligros; porque las virtudes, como en los capítulos anteriores lo he dicho, por más que sean sobrenaturales, tienen el sello nuestro, tienen el modo humano, y nuestro pobre espíritu, estrecho y limitado, es muy débil. Por eso dice la Escritura que «los pensamientos de los mortales son tímidos y sus providencias inciertas». Sí; en nuestros actos ponemos nuestro sello, nuestro sello de debilidad y deficiencia. De manera que para alcanzar la salvación de nuestras almas no basta la virtud de la fortaleza con sus virtudes anexas; se necesita un don, un don del Espíritu Santo que lleva el mismo nombre que la virtud: el don de Fortaleza. Por este don, el Espíritu Santo, de tal manera nos mueve, que podemos superar todas las dificultades, que podemos eludir todos los peligros, que podemos tener en nuestra alma esa confianza que hacía exclamar al apóstol san Pablo: «Omnia possum in eo qui me confortat». (Todo lo puedo en Aquel que me conforta). Esta frase del apóstol expresa lo que el don de Fortaleza produce en las almas. *** 23 Voy a tratar de explicar, en cuanto me sea posible, por qué las virtudes no son suficientes para infundir en nuestra alma la firmeza que necesitamos para realizar la gran empresa de nuestra santificación, y cómo es absolutamente preciso que otro don del Espíritu Santo, el don de Fortaleza, venga a consumar la obra. Las virtudes tienen una norma distinta de los dones; la regla de la virtud de la fortaleza es la amplitud de las fuerzas humanas. La fortaleza nos alienta para acometer empresas arduas, nos infunde firmeza para superar las dificultades; pero como tiene esta norma, esta medida, nuestras propias fuerzas, no puede la virtud de la fortaleza alentarnos para algo superior a las fuerzas humanas. Toda virtud —dicen los teólogos— consiste en el medio; cualquier desviación de nuestra voluntad, sea hacia la derecha, sea hacia la izquierda, nos aleja de la virtud. La fortaleza, ciertamente, no permite la timidez irracional, pero tampoco nos puede impulsar a emprender, con presunción y jactancia, algo que sea superior a nuestras fuerzas. En la Escritura hay este consejo prudentísimo: «Altiora te ne queasieris». (No busquéis lo que sea superior a vuestras fuerzas). Y la virtud de la fortaleza no nos puede impulsar a ninguna cosa que sea superior a las fuerzas humanas. Ahora bien: ¿no es superior a las fuerzas humanas la consumación de toda obra y el evitar todo peligro? ¿Qué hombre hay, por firme, por grande, por tenaz que sea, que pueda consumar toda obra que emprenda y que pueda eludir todos los peligros que encuentre en su camino? Esto es algo superior a nuestras fuerzas. Y la empresa que todo cristiano tiene que acometer, la santificación de su alma, alcanzar la felicidad eterna, es la empresa más grande, la empresa más ardua que se puede imaginar. ¿Podrá el hombre, por sus propias fuerzas —aun ayudado por los auxilios divinos, pero por sus propias fuerzas—, podrá alcanzar y consumar esa obra colosal y eludir todos los peligros que pueda encontrar durante su vida? Sin duda que no, y por eso se necesita un auxilio superior a la virtud, por eso se necesita el don de Fortaleza. El don de Fortaleza tiene otra medida. ¿Sabemos cuál es? La medida del don de Fortaleza no son las fuerzas humanas, no son las fuerzas angélicas, es la fuerza de Dios, su fuerza infinita, su fuerza omnipotente; por el don de Fortaleza, el Espíritu Santo nos impulsa a todo aquello a donde puede alcanzar la fuerza de Dios. Porque, en realidad, en el orden sobrenatural y bajo la moción del Espíritu Santo, la pobre criatura se reviste de la fortaleza de Dios; como que desaparece nuestra debilidad, como que tenemos en propiedad la fuerza divina. No pensemos que exagera el apóstol san Pablo en la frase que ya cité; nos lo dice de una manera clarísima: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta». A primera vista, esa frase parece jactanciosa y soberbia: todo lo puedo. No pone limitación ninguna el apóstol, y poderlo todo es propio de Dios; ¿no es el único que puede decir: Yo todo lo puedo? ¿Por qué el apóstol san Pablo se atreve a pronunciar esa palabra: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta»? Quiere decir: todo lo puedo, porque cuento con Dios, porque deseo su fuerza, porque estoy revestido de su fortaleza divina; todo lo puedo porque estoy confortado por 24 Dios. Esa es la norma del don de Fortaleza, la fuerza infinita de Dios. Y porque se posee esa fuerza se puede vencer toda dificultad; ¿acaso la fuerza infinita de Dios no vence todas las dificultades? ¿Los obstáculos no son, no se convierten en medios en las manos omnipotentes de Dios? Y porque se posee esa fuerza infinita, se pueden superar todos los peligros; no hay peligro, por grave que sea, que no pueda ser superado por la fuerza del Altísimo. Y no solamente por el don de Fortaleza tenemos la firmeza necesaria para superar todas las dificultades y eludir todos los peligros, sino que el Espíritu Santo infunde en nuestras almas una confianza como la que expresa el apóstol san Pablo en la frase que he citado; una confianza, una seguridad que produce en nuestras almas la paz, la paz en medio de los peligros, la paz en medio de la lucha, la paz en medio de las dificultades. Pienso que no hay espectáculo tan bello y tan grande como el que han ofrecido muchas veces en la Historia los santos, que en medio de dificultades sin número, teniendo que combatir con los poderosos de la tierra y con las potestades del infierno, conservaron su paz y su alegría. Es que estaban regidos por el Espíritu Santo, es que obraban bajo el influjo eficacísimo y omnipotente del don de Fortaleza. Por ese don se consuma toda obra, se supera toda dificultad, se elude todo peligro y se quita esa vacilación, ese temor, esa timidez que son tan propios de la naturaleza humana. ¿No nos revela la Historia que grandes conquistadores, soldados valerosísimos, al comenzar una batalla, temblaban y vacilaban, por más que tuvieran la experiencia de su práctica y de sus fuerzas? ¡Ah!, es que a la pobre naturaleza humana siempre le queda la vacilación y el temor: ¡somos tan frágiles!, ¡somos tan débiles! Mas cuando estamos bajo el imperio del Espíritu Santo, cuando estamos revestidos de la fuerza de Dios, cuando el don de Fortaleza dirige nuestros actos, se acaba el temor y la vacilación: «Todo lo puedo en Aquel que me conforta». *** Para que nos demos exacta cuenta de esto y de que los dones no son como una leyenda fantástica, no son como una cosa especulativa, sino que son algo perfectamente práctico, quiero señalar algunos rasgos en las vidas de los santos. Y acudo a ellos, en primer lugar, porque los santos son los que han vivido de una manera íntegra y perfecta la vida espiritual, y en segundo, porque en esa materia son las únicas vidas que conocemos todos. ¡Oh!, cuántas veces en un alma desconocida hay maravillas de Dios; pero son el secreto del Altísimo. Por el don de Fortaleza los santos han alcanzado esta perfección increíble, gozar en el sufrimiento. Apenas alcanzamos nosotros a comprender cómo es posible que de las entrañas mismas del dolor brote la alegría; pero esa es la verdad. ¿Recordamos la parábola de la perfecta alegría de san Francisco de Asís? ¿Recordamos lo que decía al Hermano León, corderillo de Dios, cuando iban por un 25 camino y se detenía para explicar en qué consiste y en qué no consiste la perfecta alegría? No me detendré en repetir esa conocidísima parábola; únicamente recordaré la conclusión a la que llegó el Serafín de Asís: «Hermano León, la perfecta alegría consiste en padecer por Cristo, que tanto quiso padecer por nosotros». Si no fuera un santo el que dijo tal cosa, creeríamos que era una paradoja de algún literato para impresionar el ánimo de los que leyeran sus obras; pero no. Francisco es sincero, tiene la sinceridad de un niño, y él nos dice que la mayor alegría, la perfecta, la que llega al corazón, la que tiene un sello celestial, consiste en sufrir. Solamente bajo el imperio del don de Fortaleza se puede encontrar gusto en el dolor. Otro ejemplo de lo que el don de Fortaleza produce en las almas lo tenemos en aquel santo anciano Ignacio, obispo de Antioquía, que fue llevado a Roma para ser martirizado. Les dirigió a los romanos una carta maravillosa, cuyo fin era suplicarles, por las entrañas de Cristo, que no le fueran a impedir el martirio. Y les decía: «Si las fieras no se arrojan sobre mí, como ha sucedido con algunos mártires, yo las azuzaré para que me devoren. Perdonadme, hijitos, pero yo sé lo que me conviene; porque yo soy el trigo de Cristo, y es preciso que sea triturado por los dientes de las fieras para convertirme en pan inmaculado». Esas palabras, esa actitud, no es la actitud de un sabio, no es la actitud de un hombre; es la actitud de quien está bajo el imperio del Espíritu Santo, de quien recibe el influjo eficacísimo del don de Fortaleza. Y no solo para esos actos extraordinarios, heroicos, se necesita ese don. No; en otros santos encontramos el influjo del don de Fortaleza en actos que no son extraordinarios, como estos que acabo de citar; por ejemplo, san Gregorio VII, emprendiendo una lucha gigantesca contra los enemigos de la libertad de la Iglesia. ¿No tenía también una fortaleza sobrehumana, que no era la virtud, sino el don, santa Teresa de Jesús, para reformar la Orden del Carmelo, al tener que luchar contra los buenos y contra los malos y pasar por inmensas dificultades, mientras llevaba muchas veces en el alma una desolación inmensa? ¿No necesitó el don de Fortaleza para realizar sus empresas? *** Y yo quiero advertilo: hasta para la vida ordinaria se necesita el don de Fortaleza, no solamente porque todo cristiano puede encontrarse alguna vez en una situación difícil, heroica, en que necesite el impulso del Espíritu Santo para hacer algo extraordinario, sino también para hacer todos los esfuerzos que son necesarios para alcanzar el cielo, para poder vencer los peligros, para superar las dificultades ordinarias de nuestra vida y, sobre todo, para sentir en nuestros corazones esa paz y esa confianza de que he hablado, es absolutamente indispensable el don de Fortaleza. Gracias a Dios, lo tenemos, lo recibimos en el día de nuestro bautismo, y cuanto tiempo tengamos la gracia en nuestra alma, tenemos con la gracia el don de Fortaleza, y 26 poseemos al Espíritu Santo en nuestro corazón, y podemos recibir a la hora que sea preciso el influjo eficacísimo del Paráclito. *** En el don de Fortaleza se dan grados: en el primer grado podemos realizar todo lo que sea absolutamente necesario para la salvación de nuestra alma, todo lo que Dios nos mande, aun cuando algunas veces pueda llegar a ser extraordinario o heroico. En el segundo grado, nuestro espíritu adquiere una firmeza superior, no solo para que cumplamos lo absolutamente necesario, lo que es de precepto, sino también para realizar las cosas que son de consejo, según los deberes y el espíritu de cada alma, en el estado en que Dios la ha colocado. Y en el tercer grado, el don de Fortaleza, como que nos eleva por encima de toda criatura, como que nos hace superarnos a nosotros mismos, como que nos coloca en el seno mismo de Dios, donde reina una confianza sin límites y una paz inalterable. *** ¡Si conociéramos el Don de Dios! ¡Si supiéramos lo que es ese mundo maravilloso que llevamos en el alma! ¡Si nos diéramos cuenta de esa belleza incomparable y divina del mundo sobrenatural! En el mundo exterior hay maravillas. ¿Quién no se complace aspirando los perfumes de la primavera en una campiña florida? ¿Quién no experimenta el encanto misterioso que encierran los bosques umbríos? ¿Quién no siente la grandeza incomparable del océano cuando lo oye rugir y cuando ve levantarse hacia el firmamento sus olas? ¿Quién no experimenta una paz deliciosa cuando en una noche tranquila contempla en el firmamento las estrellas que titilan misteriosas? Todo este mundo no es nada en comparación del mundo sobrenatural. Y si del mundo que acabo de describir pasamos al mundo de la ciencia y al mundo del arte, a todas las obras maravillosas que el hombre ha realizado, sobre todo en la época moderna, vuelvo a decir la misma palabra: todo esto es nada en comparación de nuestro mundo interior, porque allí llevamos a Dios. En el santuario interno están esparcidas las gracias y los Dones de Dios, de manera que llevamos un mundo divino en nuestro corazón. ¡Oh!, ¡si lo comprendiéramos, si aquilatáramos la importancia que tiene, si entráramos en ese mundo maravilloso! Pidámosle al Espíritu Santo que en la próxima solemnidad de Pentecostés abra los ojos de nuestro corazón para contemplar las maravillas que llevamos en nuestro interior, y que impulse nuestras almas para que vivamos esa vida, esa vida que Jesucristo nos compró con su Sangre, esa vida que Él mantiene constantemente en nuestros corazones. *** 27 ¡Oh, Espíritu Santo! ¡Ven, Luz de las almas! ¡Abre nuestros ojos para que podamos comprender las maravillas que poseemos en nuestros corazones! ¡Ven, ilumínanos, muévenos, vivifícanos, impúlsanos, para que olvidemos este pobre mundo exterior tan deficiente y tan imperfecto, y vivamos en ese otro mundo interior donde Tú habitas y en donde nos das como Soberano espléndido tus dones magníficos, los de tu omnipotencia infinita! 28 3 Sap., IV, 12. 4 Eccli., I, 8. 5 Sap., IX, 4. 6 Philip., IV, 13. 7 Eccli., in, 22. 29 IV. DON DE PIEDAD No hay porción alguna de nuestro ser a la que no llegue la moción del Espíritu Santo; no hay caso alguno de nuestra vida espiritual en el cual no intervenga el Paráclito con su influjo divino por medio de algunos de sus dones. En los capítulos anteriores expliqué cómo el Espíritu Santo influye de una manera definitiva en ordenar y disponer todo lo que va a la parte interior de nuestra alma. Por medio del don de Temor de Dios, modera las inclinaciones de nuestra sensibilidad, ordena, por decirlo así, nuestras facultades interiores para que nunca podamos alejarnos de Dios, fascinados por las criaturas, y por el don de Fortaleza, toca otro aspecto de nuestra sensibilidad, comunicando a nuestras almas un vigor, un aliento, una firmeza sobrehumanos, para que podamos acometer todas las empresas y evitar todos los peligros, para la gloria de Dios. *** ¡Pero la vida espiritual no es para encerrarse dentro de nuestro castillo interior! Toda vida exige relaciones con los demás, y de una manera singularísima la vida espiritual. En ella tenemos deberes que cumplir con Dios y con nuestros semejantes; no podemos vivir en un aislamiento egoísta. ¿No es la caridad el espíritu cristiano? ¿Y la caridad no exige que tengamos comunicaciones con Dios y con nuestros prójimos? Y no solo la caridad, sino también la justicia y otras muchas virtudes exigen de nosotros que tengamos cristianas y santas relaciones con los demás. ¡Cuántas veces encontramos defectos y deficiencias en el trato con nuestros hermanos! ¡Es tan arduo cumplir perfectamente con los deberes que tenemos con nuestros semejantes! ¡Es tan difícil ser al mismo tiempo justos y afables, y tener exquisita delicadeza en nuestro trato con nuestros prójimos! Para ordenar y disponer nuestras relaciones con los demás hay un grupo de virtudes que tienen como centro la virtud cardinal de la Justicia: para aquellos con los que tenemos una deuda rigurosa es la Justicia; para Dios, la Religión; para nuestros padres, para nuestra familia y para nuestra patria, la Piedad; para nuestros bienhechores, la Gratitud, etc. Es un conjunto de virtudes que tiene cada una de ellas su objeto y su 30 función propia, y entre todas ellas ordenan y disponen nuestras relaciones con Dios y con nuestros semejantes. Pero, claro está, que en el terreno propio de una virtud, el Espíritu Santo puede influir por medio de un don, y que en tanto que las virtudes tienen siempre —como tantas veces lo he repetido— el sello humano, el sello de miseria y de imperfección, el Espíritu Santo, por medio de sus dones, eleva y comunica un modo divino a nuestras relaciones con los demás. Para exponer en unas cuantas palabras lo que es el don de Piedad, diré que unifica de una manera admirable en un principio altísimo todas las relaciones que tenemos con los demás, y las guía, y las hace más profundas y más perfectas. *** Primeramente las unifica. Llama la atención que en tanto que en el terreno de las virtudes hay una multitud de ellas que rigen nuestras relaciones, en el mundo de los dones no hay más que un don, el don de Piedad, que tiene por fin arreglar todas nuestras relaciones con los demás; porque en las alturas se unifica lo que abajo es múltiple. Ese principio altísimo que viene a servir de norma a nuestras relaciones, el apóstol san Pablo lo expresa con estas palabras: «Accepistis spiritum adoptionis in quo clamamus Abba! (Pater)». Hablando del Espíritu Santo, dice que es el Espíritu de adopción que vive en nuestras almas, el Espíritu de adopción por el cual clamamos a Dios, llamándole ¡Padre! Por ser Dios nuestro Padre tenemos con Él estrechísimas y santas relaciones filiales, y de este Espíritu de adopción que nos hace mirar a Dios como nuestro Padre se desprende el orden y la unión que el don de Piedad establece en nuestras relaciones con Dios y con nuestros semejantes. Voy a esforzarme por explicar esta doctrina. La justicia y las virtudes morales tienen en cuenta, para arreglar nuestras relaciones con los demás, lo que a cada una de ellas le es debido; hay deudas estrictas, pudiéramos decir matemáticas; pero hay también deudas en las cuales la igualdad es imposible. ¿Cómo le vamos a pagar a Dios con nuestro amor los beneficios que hemos recibido de Él? «Qui retribuam Domino pro omnibus quae retribuit mihi?» (¿Qué le devolveré al Señor por todo lo que me ha dado?). Por más que nosotros le entregáramos nuestra vida, nunca llegaríamos a pagarle lo que hemos recibido de Él; de Él lo hemos recibido todo, y aun cuando todo se lo devolviéramos, siempre quedaría para nosotros una deuda insoluta. Para pagar esta deuda en la medida de nuestra pequeñez está la virtud de la Religión. La virtud de la piedad exige que les paguemos a nuestros padres los beneficios recibidos de ellos, beneficios que tampoco podemos pagar nunca completamente: si ellos nos dieron la vida, ¿cómo podríamos corresponder de una manera digna al beneficio recibido? Como la justicia, la religión y la piedad, hay otras virtudes del mismo grupo que regulan nuestras relaciones con los demás y que toman un motivo y una norma adecuados a la materia propia de cada una. 31 Pero el don de Piedad no tiene como norma la deuda, el beneficio; no, el don de Piedad mira en Dios al Padre. La virtud de la Religión nos lleva a agradecerle a Dios los beneficios recibidos y darle un honor y un culto como soberano de nuestro ser; de Dios hemos recibido beneficios sin cuento en el orden natural y en el orden sobrenatural, y esos beneficios le constituyen a Él nuestro Soberano, a nosotros sus súbditos; la Religión nos impulsa a corresponder a los beneficios de Dios y a cumplir los deberes que tenemos con Él como soberano, por medio de todos los actos de culto. Pero el don de Piedad no piensa en lo que se le debe a Dios, no mide el honor que a Dios corresponde por los beneficios que se han recibido de su mano; el don de Piedad se inspira en ese Espíritu de adopción en el cual clamamos a Dios como a nuestro Padre. Él es Padre, es nuestro Padre; nosotros debemos sentir en nuestros corazones el cariño filial, y propio de los hijos es honrar a sus padres. El don de Piedad, o el Espíritu Santo por medio del don de Piedad, desarrolla en nuestros corazones ese afecto filial a Dios, y así, por ser hijos, nos ocupamos del honor y de la gloria de nuestro Padre. *** ¿Comprendemos la distinción que existe entre la virtud de la Religión y el don de Piedad? La virtud de la Religión ve a Dios como soberano, y el don de Piedad lo ve como Padre. La virtud de la Religión tiene en cuenta los beneficios recibidos; el don de Piedad no se fija en los beneficios, sino que hace decir al alma: es mi Padre, y, como mi Padre, yo debo tener en cuenta su honor y su gloria y grandeza. Hay en la Escritura ciertas fórmulas desinteresadas, filiales, que expresan los sentimientos propios de un alma que está bajo el régimen del don de Piedad: «Gratias agimus tibi, Domine Deus Omnipotens, qui est, et qui eras et qui venturus es: quia accepisti virtutem tuam magnam et regnasti» (Te damos gracias, Señor Dios Omnipotente, que eres y que has sido y que vendrás, porque usaste de tu fuerza poderosísima y reinante). No se le da gracias por los dones que nos ha dado, porque nos ha introducido en su reino, porque nos hizo; se le da gracias por la potencia de su virtud, por la gloria de su triunfo. Y esos mismos sentimientos expresa todos los días en la Misa la Santa Iglesia en el himno angélico; ¿no hemos notado esa frase sublime: «Gratias agimus tibi propter magnam gloriam tuam» (Te damos gracias, Señor, por tu grande gloria)? ¿Comprendemos la expresión? No le damos gracias a Dios porque nos ha dado sus dones; no se las damos porque nos ha creado; le damos gracias porque es grande, porque es glorioso; le damos gracias por su gloria. Y es propio de un hijo mirar el honor y la gloria de su padre, no teniendo en cuenta los beneficios que a él pueden venirle, ni lo que él puede recibir de esa gloria. Si lo ama en realidad como un hijo bien nacido, mira con interés, mira con satisfacción inmensa el honor y la gloria de su padre. 32 Este es el don de Piedad, un don que nos lleva a honrar a Dios, y a honrarlo, no por lo que nos da, no por lo que hemos recibido de su mano munificiente, no por lo que esperamos recibir, sino por Él, porque es nuestro Padre, porque nosotros nos extasiamos ante su grandeza y ante su gloria. ¿No nos parece este un sentimiento delicado y finísimo? Y se dintingue claramente el don de Piedad de la virtud de la Caridad, porque la virtud de la Caridad tiene por objeto a Dios mismo, en tanto que el don de Piedad mira el honor de Dios; por medio de la Caridad, sin duda, porque esa filiación adoptiva que el Espíritu Santo nos hace sentir en nuestra alma, tiene por raíz la Caridad. Pero, en tanto que la Caridad nos hace amar a Dios en Sí mismo, el don de Piedad nos hace velar por su honor, ofrecerle todo lo que nosotros podemos, todo lo que está en nuestra mano, para que sea más honrado, para que se acreciente su gloria. Cuando san Ignacio de Loyola tomó como lema estas palabras: «Ad maiorem Dei gloriam» (Para la mayor gloria de Dios), estuvo, sin, duda, inspirado por el don de Piedad. *** No solamente este don nos lleva a cumplir todos los deberes que tenemos con Dios de una manera delicada, atenta, filial, sino que, como una consecuencia lógica de este espíritu de adopción que el Espíritu Santo infunde en nuestra alma, sentimos un interés singular, un interés cariñoso por todos nuestros hermanos. A la manera que la piedad en el orden natural y en el orden de las virtudes se refiere principalmente a nuestros padres, pero como consecuencia lógica de esa relación, nos lleva también a cumplir nuestros deberes con todos los consanguíneos, con todos los que forman nuestra misma familia, y aun ampliando más, nos lleva a amar a nuestra Patria, porque nos sentimos íntimamente ligados con nuestros conciudadanos, como formando con todos ellos un solo cuerpo moral y espiritual, así desde el momento en que nosotros, por la efusión del Espíritu Santo, sentimos a Dios nuestro Padre, tenemos que sentir la fraternidad con todos los hombres. Porque todos los hombres son nuestros hermanos, si Dios es nuestro Padre; porque esa gloria y grandeza de Dios, de la cual nos sentimos enamorados por el don de Piedad, nos lleva lógicamente a honrar a todo aquel que participa de la grandeza y de la gloria de Dios. Y todo cristiano y todo hombre que no está condenado posee una participación de esa grandeza divina, o, por lo menos, está destinado a poseerla. Por consiguiente, el don de Piedad nos lleva a mirar en todos los hombres nuestros hermanos, nos hace sentir la fraternidad de los hijos de Dios. ¿No recordamos que cuando Francisco de Asís no había encontrado aún su verdadero camino, cuando, conforme a las tendencias de su época, soñaba en la gloria como un caballero andante y pensaba en realizar alguna empresa gigantesca, un día, al acercársele un leproso, tuvo un movimiento sobrenatural en su alma y lo abrazó, y en aquellos momentos recibió una revelación, la revelación de la fraternidad humana? 33 Entonces comprendió y sintió que todos los hombres somos hermanos. Fue un efecto maravilloso del don de Piedad. Y así, por este don altísimo, vemos en Dios a nuestro Padre, y en los demás a nuestros hermanos, y entonces cumplimos los deberes que tenemos con ellos, no en la medida de una justicia estricta, sino con la verdad de un afecto inmenso que se lleva en el alma. ¿Acaso un hijo bien nacido, para honrar a sus padres, se pone a considerar hasta dónde ha de limitar su generosidad? ¿Acaso, cuando se tiene el espíritu de familia y se aman los hermanos entre sí, andan midiendo lo que puede hacer cada uno de ellos por los demás? Con razón dijo santo Tomás: «El amor no tiene medida; la medida del amor es no tenerla». Y cuando no es el deber, sino el amor el que inspira nuestros actos, rompemos los moldes, quitamos todas las medidas y derramamos nuestro corazón de una manera amplia y generosa. Así es el don de Piedad. Por el don de Piedad el alma se entrega a Dios y se entrega a los demás sin reservas, con toda la generosidad, con toda la amplitud de un amor sobrenatural y divino. *** Para que acabemos de comprender lo que es este don de Piedad, quiero señalar algunos de los efectos principales que produce en las almas cuando ha alcanzado este don su perfecto desarrollo. Por parte de Dios, o por lo que ve a Dios, el don de Piedad nos inspira sentimientos de confianza y nos mueve a entregarnos a Él. Un hijo tiene confianza en su padre, un hijo le entrega su corazón a su padre; así, el alma, bajo el influjo del don de Piedad, tiene en Dios una confianza inmensa y se le entrega de una manera total. ¿Recordamos el maravilloso camino descubierto por santa Teresa del Niño Jesús en nuestros días? Digo descubierto, en el sentido en que puede haber descubrimientos en las cosas espirituales. Hace más de diecinueve siglos que está escrita en el Evangelio esta frase sublime: «Si no os hiciereis como niños, no entraréis en el Reino de los cielos». Era el camino de la Santa Infancia Espiritual, pero nadie había comprendido y expuesto y practicado la doctrina del Evangelio contenida en esta frase como Teresa de Lisieux. Sin duda que para formar su fisonomía dulcísima y heroica contribuyeron muchas virtudes y muchos dones, pero encuentro marcadísima la huella del don de Piedad en ese camino de la Santa Infancia. Hacerse como niño, ¿no es sentir hondamente nuestra filiación divina? Decía la santa que como ella era moderna quería que también en el orden espiritual hubiera grandes descubrimientos, como los hay en el material; que quería subir a Dios y llegar a la perfección en un elevador; si hubiera vivido unos pocos años más, hubiera dicho que en un aeroplano; pero en su tiempo no había sino elevadores. Y ese elevador espiritual eran los brazos de Jesús. Se sentía como una niña en los brazos de su padre. Y ¡cuántas veces repitió esa comparación! ¿No dijo, cuando la pusieron de auxiliar del Noviciado, que ella se colgaría del cuello de Jesús como un niño 34 se cuelga del cuello de su padre? La confianza ilimitada que Teresa de Lisieux tenía en Dios era confianza filial; aquella entrega absoluta por la cual ponía en las manos de Dios todo lo que tenía y todo lo que era, era consencuencia del don de Piedad. *** Y en los altos grados de este don, el Espíritu Santo infunde en las almas que lo poseen el anhelo de unirse con Jesucristo, Víctima para expiar los pecados del mundo y para cooperar a la gloria de Dios. En el fondo es una enseñanza cristiana que todo el que comulga, no digamos los sacerdotes que ofrecemos ministerialmente el sacrificio del altar, sino el simple cristiano que comulga, participa del sacrificio de Jesucristo. Y participando de ese sacrificio, todos debemos tener en nuestro corazón los mismos sentimientos que el Corazón de Jesús. Debemos, por tanto, sentir, cuando comulgamos, el anhelo que siente el Corazón de Jesús por glorificar al Padre y por expiar los pecados del mundo. Las almas que viven bajo el régimen del don de Piedad, en los altos grados de ese don, experimentan de una manera divina, honda, eficacísima, los mismos sentimientos que Jesús tuvo en su Corazón al ofrecer el sacrificio del Calvario y el sacrificio del Cenáculo, y anhelan unir sus propios sufrimientos con los sufrimientos de Jesús y ofrecerlos con ellos y llevar en su corazón un eco de aquel anhelo inmenso y divino que Jesús tuvo en su alma cuando se ofreció como Víctima por los pecados del mundo. *** Y en cuanto a los actos que son propios de este don, en los referentes a las criaturas, en el primer grado del don, el alma se comunica generosamente a los demás. En el segundo grado ya no es la generosidad que da lo superfluo, sino la que da hasta lo necesario. ¿No recordamos una frase del apóstol san Pablo, frase extraña, frase audaz: «Yo desearía ser anatema por mis hermanos?». Como que llegaba el Apóstol a sentir el anhelo de perder los dones divinos para dárselos a los demás; ¡generosidad extraña!, ¡generosidad sin límites que procede del don de Piedad! El último grado de este don, particularmente en aquellas almas que están dedicadas a la vida apostólica, consiste en entregarse sin reserva, en darlo todo y en darse a sí mismas por los demás. El apóstol san Pablo experimentó maravillosamente este afecto del don de Piedad cuando dijo: «Ego libentissime impendam, et superimpendar ipse pro animabus vestris». (Yo daré con gusto todo y me gastaré a mí mismo por nuestras almas). Y es que el don de Piedad, como que brota de la caridad, como que es una efusión del Espíritu de adopción, no tiene medida, no tiene las normas estrechas y rígidas de las virtudes, sino que rompe los moldes, y, en un arranque de santa generosidad, las almas que poseen desarrollado el don de Piedad lo dan todo y se dan a sí mismas para el provecho de los demás. 35 *** Yo tengo para mí que cada uno de los dones que expongo, aun cuando lo haga con brevedad, aun cuando solamente señale algunos rasgos del don, aun cuando mi torpe palabra no puede expresar ni toda su hermosura ni toda su grandeza, yo tengo para mí que cada uno de los dones que expongo significa nuevos horizontes que abro a las almas, como que las hago asomarse a un mundo desconocido y misterioso, pero bellísimo, santo, divino. Así es, en verdad; cuanto más se sube en el conocimiento de las cosas divinas mayor asombro se produce en nuestra alma. Hay en el mundo sobrenatural cosas que apenas sospechamos, y cuando logramos vislumbrarlas, sentimos que nos levantamos un poco de la tierra y que nuestros ojos atónitos alcanzan a entrever en la excelsitud de las cumbres la grandeza de Dios. Bastaría este efecto para justificar que trate de cosas tan altas. En realidad, son verdades altísimas las relativas a los dones del Espíritu Santo. Pero, ¡si esos dones los tenemos todos! Es como si un filósofo nos hablara de algunas cosas hermosísimas y misteriosas que se realizan en nuestro organismo, cosas desconocidas para los que no están iniciados en esa ciencia, pero hermosísimas. Nadie podría desentenderse de esas cosas juzgándolas muy altas; quizá sea difícil entenderlas, pero es algo que se verifica en nuestro organismo y que tiene, por consiguiente, vivísimo interés para nosotros. De la misma manera, los dones del Espíritu Santo los tenemos todos. El pecador que después de muchos crímenes, arrepentido, encuentra la absolución de sus culpas en la penitencia, ya tiene los dones; porque no se puede tener la gracia sin los dones, ni se puede tener la gracia sin el Espíritu Santo, ni el Espíritu Santo se separa nunca de sus dones. Nosotros tenemos esas maravillas. Si no alcanzan en nuestras almas su desarrollo perfecto, quizá sea culpa nuestra; pero aun cuando no fuera culpa, es deficiencia nuestra. Mas nosotros tenemos esos preciosos instrumentos del Espíritu Santo en nuestras almas. ¡Si atendiéramos más las inspiraciones divinas! ¡Si entráramos más de lleno en la vida espiritual! ¡Si nos dejáramos arrebatar por la belleza de este mundo desconocido y misterioso! En nuestros pobres corazones se realizarían maravillas semejantes a las que se realizan en los corazones de los santos. Quiera el Espíritu divino derramar su luz en nuestras almas, tocar nuestros corazones, revelarnos el mundo de la santidad y de la gracia, para que amemos más y más al divino Espíritu, para que nos dejemos conducir por sus mociones santas y para que, guiados por Él, penetremos en ese mundo desconocido y misterioso, mundo de luz y de amor y de generosidad y de elevación; mundo que no se compra ni se vende; en aquel mundo eterno y dulcísimo en donde esperamos ser perpetuamente felices en el seno de Dios. 36 8 Rom., VIII, 15. 9 Ps. CXV, 12. 10 Apoc., XI, 17. 11 II Cor., XII, 15. 37 V. LOS DONES INTELECTUALES EN GENERAL Vimos en los capítulos anteriores cómo los tres primeros dones del Espíritu Santo pertenecen a la parte afectiva de nuestro ser; los dos primeros, el don de Temor de Dios y el don de Fortaleza, rigen nuestra sensibilidad; el don de Piedad dispone nuestra voluntad para que tengamos dignas y santas relaciones con los demás. Los cuatro dones del Espíritu Santo de que me resta hablar son dones intelectuales; esos cuatro dones tienen por fin perfeccionar nuestra inteligencia e introducirnos hondamente en el conocimiento sobrenatural. A primera vista, llama la atención que la mayor parte de los dones sean intelectuales, pero comprenderemos el motivo de ello si nos damos cuenta de la importancia que tiene la inteligencia humana en nuestra vida. En primer lugar, es la facultad más alta, es la que rige a todas; la misma voluntad, que tiene tanta importancia, sobre todo en el orden moral, está sujeta a la inteligencia. Por tanto, si esta facultad excelsa ha de regir a las demás facultades, es natural que sea especialmente excitada y perfeccionada por las santas mociones el Espíritu Santo. En segundo lugar, el conocimiento sobrenatural tiene una importancia capital en la vida cristiana. ¿No recordamos que Jesucristo dijo en una ocasión: «Haec est vita aeterna: ut cognoscant te, solum Deum verum, et quem misisti Jesum Christum». (Esta es la vida eterna, que te conozcan a Ti, único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien enviaste)?. La parte esencial de la vida espiritual está también en el conocimiento de Dios, en el conocimiento de Jesucristo y en el conocimiento de todos los misterios del Reino de los cielos, sobre todo cuando ese conocimiento es profundo, es íntimo, es eficaz. Y hasta la imperfección de la virtud teologal de la fe, que es oscura, explica que vengan muchos dones, por decirlo así, en auxilio de ella, para colmar sus deficiencias, para robustecerla en nuestra alma. *** Antes de tratar de cada uno de estos dones, quiero señalar los caracteres generales de ellos. 38 Los dones intelectuales son cuatro, como dije desde el principo, que corresponden perfectamente a los hábitos que, según los filósofos, existen en nuestra inteligencia, porque, como santo Tomás de Aquino ha expuesto de una manera admirable, «la gracia está fundada sobre la naturaleza». Hay una correspondencia, un paralelismo maravilloso entre las cosas espirituales y las cosas humanas, puesto que la naturaleza y la gracia tienen una misma fuente y emanan de un mismo principio. Dios, que formó nuestra naturaleza, es también el autor de la gracia; y como todo lo hace admirablemente, ha adaptado con perfección las cosas espirituales a las exigencias legítimas y nobles de nuestra naturaleza humana. En nuestra inteligencia hay los primeros principios, que son la base de toda ciencia; la ciencia, que es conocimiento de las cosas por sus causas; la sabiduría, que es una ciencia más profunda que descubre las causas altísimas y últimas de las cosas, y la prudencia, que aplica todos los principios especulativos al orden práctico, a la dirección de nuestras propias acciones individuales. Y a esos cuatro hábitos que existen en el orden natural corresponden admirablemente los cuatro dones intelectuales del Espíritu Santo: el don de Entendimiento, el don de Ciencia, el don de Sabiduría y el don de Consejo. Pero como he dicho, antes de hablar de cada uno de ellos, debo marcar los caracteres generales de estos dones intelectuales. *** En primer lugar, en esta vida todos los dones intelectuales se fundan sobre la fe. Ya sabemos lo que es la fe, una virtud por la cual conocemos todo lo que Dios nos ha revelado, fundándonos en su autoridad divina; es la luz que ilumina los senderos del destierro; es como la lamparita —dice el apóstol san Pedro— que brilla en un lugar tenebroso, mientras llega el día espléndido de la gloria, mientras que aparece en nuestras almas el lucero de la mañana. En esta vida nosotros nos guiamos por la fe, y aun cuando los dones del Espíritu Santo hacen más brillantes y más profundamente conocidas las verdades de la fe, porque las iluminan con espléndidos fulgores, en el fondo la luz que sirve de base a los dones intelectuales para el conocimiento sobrenatural es siempre la luz de la fe. Se me ocurre una comparación: la ciencia puede hacer de los rayos del sol muchas aplicaciones: los puede concentrar, los puede combinar, puede separar los distintos elementos que los componen, puede hacer con los rayos del sol grandes maravillas; pero en el fondo de todas esas experiencias está una sola realidad: la luz, la luz del sol. De una manera semejante, los dones del Espíritu Santo multiplican, afinan, transforman la luz espiritual de la fe, pero siempre es la misma luz la que irradia en todos los conocimientos sobrenaturales, siempre es la fe la lamparita que en la tierra nos alumbra mientras llega el día espléndido de la eternidad. A veces, Dios deja caer, como destellos divinos, en las almas, la luz de la profecía, pero es algo rarísimo que solo se encuentra en almas escogidas y que tienen una misión 39 extraordinaria. La luz de la vida espiritual es la luz de la fe, y los dones del Espíritu Santo se fundan en ella. En el cielo, los dones del Espíritu Santo continuarán, pero en aquella morada felicísima no será la fe, sino la visión beatífica, la visión espléndida de la patria, la que sirva de fundamento a los dones del Espíritu Santo; pero en la tierra, repito, todos los dones intelectuales se fundan en la fe y sirven precisamente, como dije antes, para corregir sus deficiencias y para descubrirnos la hondura de los divinos misterios. Por la fe conocemos todas las verdades reveladas; pero por los dones del Espíritu Santo penetramos, por decirlo así, en el fondo de esas mismas verdades. Me atreveré a poner una comparación, haciendo notar que tratándose de las cosas divinas, las pobres comparaciones humanas son siempre deficientes. Cuando una persona que es ignorante en una ciencia recibe alguna enseñanza relativa a esa ciencia de los labios de un hombre que la conoce a maravilla, y cuya probidad intelectual está fuera de duda, acepta dicha persona las verdades que se le proponen; no las penetra, pero asiente a ellas por la autoridad de aquel profesionista, de aquel maestro. Pero si después de haberlas conocido por la autoridad del maestro puede ella, por decirlo así, asomarse al fondo de aquellas verdades y analizarlas y descubrir sus diversos aspectos y sus causas, entonces ya no solamente tiene la firmeza de la autoridad para adherirse a aquellas verdades, sino que también, por su propia inteligencia, ha podido penetrar en ellas. Así acontece en el orden sobrenatural: por la fe conocemos todas las verdades que Jesucristo quiso revelarnos, conocemos los misterios del Reino de los cielos, sabemos todo lo que necesitamos para nuestra salvación, y lo sabemos por la autoridad de Dios, por la autoridad de la Santa Iglesia, establecida por Jesucristo. Pero cuando por medio de los dones del Espíritu Santo penetramos en esas verdades de la fe, entonces ahondamos en ellas, descubrimos su profundidad, apreciamos la armonía que existe entre unas y otras, tenemos un conocimiento íntimo, profundo, de esas verdades, aunque sin que se llegue jamás a la evidencia objetiva, porque en esta vida la fe nunca pierde su misteriosa oscuridad. ¡Qué diferencia entre el conocimento que tenemos por la simple fe y el conocimento que tiene un alma cuando está bajo el régimen de los dones intelectuales del Espíritu Santo! ¿Recordamos que san Francisco de Asís se pasaba las noches enteras repitiendo estas dos palabras: «Mi Dios y mi todo»? Esas dos palabras, para la mayor parte de nosotros, no alcanzarían a mantenernos atentos cinco minutos; ¿por qué bastaban para llenar las noches de oración de san Francisco de Asís? Porque las veía con la luz de Dios, porque los dones del Espíritu Santo le revelaban riquezas sobrenaturales en cada una de aquellas dos palabras. Por la fe conocemos las verdades del orden sobrenatural basándonos en la autoridad de la Iglesia; por los Dones intelectuales penetramos en la profundidad de esas verdades, teniendo ya, por decirlo así, un conocimiento íntimo de ellas, aunque negativo, como se dirá después. *** 40 ¿De dónde proviene este conocimiento más profundo y más íntimo que se tiene de las verdades por medio de los dones intelectuales del Espíritu Santo? Es importantísimo poder conocer la explicación de este fenómeno sobrenatural. Hay dos maneras, enseña santo Tomás de Aquino, de conocer las cosas: una es por el discurso en sus diversas formas; la otra manera de conocerlas es como por una experiencia íntima, porque aquellas cosas no son connaturales. El primer conocimiento es puramente intelectual; el segundo, por decirlo así, brota de las profundidades mismas del amor. El primer conocimiento lo podemos tener cuando leemos libros que nos explican los misterios de la fe, cuando escuchamos a los predicadores que iluminan esas verdades; es un conocimiento que puede ser más o menos amplio, más o menos perfecto, pero un conocimiento de pura luz. Pero hay otro conocimiento que brota del amor, que es propio de las almas que aman. Porque aman están unidas con Dios, y en esa unión estrechísima que el amor realiza conocen las cosas divinas por una dulce e íntima experiencia de ellas. Este segundo medio de conocer es el propio de los dones del Espíritu Santo. Se refiere que un Hermano lego franciscano le dijo en cierta ocasión a san Buenaventura, el Doctor Seráfico: «¡Ah!, dichosos vosotros, los hombres doctos, que podéis amar a Dios mucho más que nosotros, los ignorantes». Y san Buenaventura le dijo: «No, no es la doctrina, no es la ciencia alcanzada en los libros la que mide el amor: una pobre viejecita ignorante puede amar más a Dios que un gran teólogo, si está más unida a Dios». Y el Hermano lego comprendió la lección, y salió, entusiasmado, por las calles, gritando: «¡Viejecita ignorante, tú puedes amar a Dios más que el maestro fray Buenaventura!». Y así es, en verdad; hay un conocimiento que se mide por el amor. En el orden sobrenatural, lo propio, lo lógico, es que del conocimiento brote el amor; en el orden sobrenatural, aun cuando de alguna manera se observa esa regla de psicología natural, también del amor nace la luz, también del amor nace el conocimiento; el que más ama, más conoce, y toda la historia de los santos lo ha comprobado. ¡Cuántos ha habido ignorantes que, sin embargo, hablan de las cosas espirituales y divinas mejor que los letrados! Es que aman, es que del fondo de su amor procede su conocimiento. Aun en el orden natural, el amor es un acicate poderoso para el conocimiento; cuando amamos una ciencia con entusiasmo, el amor, como que pone en juego todas nuestras facultades, como que fija nuestra atención, como que hace que sean más intensos y fructuosos los esfuerzos que hacemos por conocer aquella ciencia. En el orden natural, una madre, ya lo decía en uno de los capítulos anteriores, tiene conocimientos intuitivos y maravillosos sobre sus hijos, parece que adivina sus pensamientos, parece que vislumbra lo más profundo de su corazón. Es que ama, es que el amor establece tal proporción, tal armonía entre los seres que se aman, que parece que son una sola cosa. Y en virtud de esta armonía admirable, realizada por el amor, basta, por decirlo así, penetrar en nuestro propio corazón para comprender el corazón amado. Pero en el orden sobrenatural, esto es todavía más perfecto; la caridad, esa virtud reina que enlaza y da vida a todas las virtudes, nos une con Dios hasta el grado de que 41 podemos decir que nos hace una sola cosa con Él: «Qui adhaeret Domino, unus spiritus est» (El que se adhiere a Dios se hace un solo espíritu con Él), dice el apóstol san Pablo. La expresión es audaz, pero tiene su fundamento. En otra ocasión, ¿no dijo el mismo Apóstol: «Yo ya no vivo, vive Cristo en mí»? El amor realiza la unión perfectísima, y cuando la caridad nos une con Dios de tal manera que somos como un solo espíritu con Él, entonces conocemos las cosas divinas por una dulce experiencia. A la manera que nosotros sentimos lo que se verifica en el fondo de nuestro ser, a la manera que no necesitamos razones para descubrir los íntimos sentimientos de nuestro corazón y los pensamientos de nuestro espíritu, sino que por una experiencia íntima conocemos lo que se verifica en nosotros, así las almas que están íntimamente unidas con Dios por la caridad tienen un conocimiento que brota del amor; lo conocen por una dulce, por una íntima experiencia, como si encontraran en el fondo de su propio ser los elementos necesarios para conocer a Dios. Esta es la profunda explicación de los dones intelectuales; esos dones nos dan un conocimiento nuevo, un con