Los hijos del vidriero (Libro Infantil - Resumen)
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María Gripe
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El libro infantil "Los hijos del vidriero" de María Gripe cuenta la historia de una familia de vidrieros que viven en un pueblo pobre. El padre, Albert, es un gran artista del cristal, pero tiene dificultades para vender sus creaciones. La historia explora temas de pobreza, el trabajo duro y la relación entre los padres y los hijos.
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**María Gripe** Los hijos del vidriero Declarado Libro de Interés Infantil por el Ministerio de Cultura Premio Andersen 1974 María Gripe Los hijos del vidriero Colección dirigida por Marinella Terzi Primera...
**María Gripe** Los hijos del vidriero Declarado Libro de Interés Infantil por el Ministerio de Cultura Premio Andersen 1974 María Gripe Los hijos del vidriero Colección dirigida por Marinella Terzi Primera edición: noviembre 1980 Vigésima primera edición: septiembre 1993 Traducción del inglés: Julia D. Arnau Cubierta: Irene Bordoy Ilustraciones: Harald Gripe Título original: Glasblasarns Barn © María Gripe, 1964 Ediciones SM 1980 Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid Comercializa: CESMA, SA - Aguacate, 25 - 28044 Madrid ISBN: 84-348-0859-5 Depósito legal: M-26823-1993 Fotocomposición: Secomp Impreso en España/Printed in Spain Imprenta SM - Joaquín Turina, 39 - 28044 Madrid Edición digital y corrección: Adrastea, Septiembre de 2006. Esto es una copia de seguridad de mi libro original en papel, para mi uso personal. Si llega a tus manos es en calidad de préstamo y deberás destruirlo una vez lo hayas leído, no pudiendo hacerse, en ningún caso, difusión ni uso comercial del mismo. 2 María Gripe Los hijos del vidriero PRIMERA PARTE Quien no conoce su destino, puede vivir despreocupado HAVAMAL 3 María Gripe Los hijos del vidriero 1 VIVÍAN en un pueblo viejo y pobre que ya no existe, llamado Nöda, en Diseberga, región en la que las nieblas son frecuentes. Albert, el vidriero, había nacido en un lugar cercano, pero su esposa procedía del norte, se llamaba Sofía y era en verdad bonita como una rosa. A sus hijos les pusieron los nombres de Klas y Klara. Fue Albert quien les dio estos nombres, que le recordaban su oficio, pues Klas rimaba con glas1 y el de Klara llevaba claridad a sus pensamientos. Albert era muy pobre, aunque la casita donde vivía y el taller en que trabajaba eran suyos. Era una casita pequeñísima. Todo el lado de una pared lo llenaba un sofá y un antiguo reloj. Al otro lado de la habitación había una cómoda y una alacena y en el centro, frente a la ventana, una mesa. Albert y Sofía dormían en el sofá y los niños en los cajones de la cómoda. La chimenea era muy ancha y ocupaba gran parte de la habitación. Allí, junto al hogar, Sofía tenía su rueca. Por encima de ésta, colgada del techo por dos ganchos de hierro, pendía una cuna, donde mecieron a los niños cuando eran chiquitines. Ahora Sofía la utilizaba para guardar sus cosas. Justo junto a la chimenea, una puerta conducía a otra habitación, donde había una cómoda para guardar la ropa y un taburete. Eso era todo. Tampoco el taller era mucho mayor, si bien Albert y su ayudante disponían de espacio suficiente para su trabajo, y también para Klas y Klara cuando venían a mirar. No era necesario nada más. Las piezas de cristal que allí se hacían eran de lo más fino que jamás se había visto. Albert era un gran artista del cristal. Sin embargo, cuando se trataba de venderlo no tenía mucho éxito. En otoño y primavera iba al lugar donde se celebraba el mercado, pero apenas lograba vender nada. Así que tenían que luchar mucho para que les llegara el dinero y nunca les sobraba ni siquiera un trozo de pan. Cuando se aproximaba el otoño, Sofía iba a las granjas vecinas para agramar 2 el lino que habían cosechado. Llevaba a los niños y a los tres les daban de comer. Además, como pago, le daban a Sofía un haz de lino y una hogaza de pan por cada día de trabajo. Entonces podían vivir con desahogo. El más pequeño de los niños, Klas, sólo tenía un año. Todavía no andaba, pero se quedaba largos ratos mirando cómo su padre soplaba el cristal, con la misma facilidad que un niño hace pompas de jabón. Albert daba forma a 1 Glas, en sueco, cristal. 2 Agramar: golpear el cáñamo o el lino para separar del tallo la fibra. 4 María Gripe Los hijos del vidriero relucientes copas y brillantes bols3, pero éstos duraban y no se rompían como las pompas de jabón. Colocaba las piezas en los estantes, alineadas en largas filas, y había que ver cómo resplandecían. ¡Era como un milagro! Klas, sentado e inmóvil como un ratón en su rincón, contemplaba cómo al conjuro del largo tubo de soplar de Albert, se hinchaban una tras otra aquellas burbujas. Klas pensaba en ellas cuando se balanceaban por encima de su cabeza, mientras adquirían forma y aumentaban de tamaño. En sus ojos brillaba una mirada anhelante, como si viera algo lejos, muy lejos. ¿Qué es lo que podía ver? ¿En qué pensaba? ¿Quizás en el cielo o en los océanos? No lo sabía y era muy pequeño para poder expresarlo con palabras. Albert sonreía, porque a él le sucedía lo mismo. Era la contemplación de la belleza. Klara tenía unos añitos más. También le encantaba ir al taller, pero jamás permanecía quieta en su asiento, así que cuando ella estaba allí alguna que otra 3 Bol: taza grande sin asa. 5 María Gripe Los hijos del vidriero pieza de cristal caía al suelo y se hacía añicos. Pero ella no le daba gran importancia. Salía del taller dando brincos y corría hacia la casita, en donde colgaban las doradas hebras de lino que a Klara le parecían algo maravilloso. Klas, por el contrario, se ponía fuera de sí cada vez que se rompía una pieza de cristal. En el primer momento le encantaba el tintineo del cristal al quebrarse, pero luego parecía aterrorizado y comenzaba a llorar cuando veía los fragmentos en el suelo. Era tal su angustia que había que sacarlo del taller. A veces Albert se enfadaba, porque creía que Klas tenía que hacerse a la idea de que algunas veces el cristal se rompe. Pero Klas no se acostumbraba. Todo lo contrario. Sufría cada vez más, hasta el extremo de que Albert casi no se atrevía a dejarle entrar en el taller. Ese era el punto débil de Klas, pero nadie le prestaba mucha atención ya que había otros motivos de preocupación. Albert pensaba en el cristal. Sólo en el cristal. Cristal de todas formas, cristal de todas clases. Reluciente, lustroso, brillante como un espejo, tintineante, resonante, cristal puro como... el cristal. Siempre CRISTAL. La verdad es que Sofía creía que Albert pensaba demasiado en el cristal e incluso que el cristal le gustaba más que ella misma. El sol podía salir y ponerse, aparecer y desaparecer la luna, pero Albert seguía en el taller soplando cristal. Ella solía sentarse junto a la ventana, fija la mirada, esperándole. Aquello sucedía con frecuencia. Pero Klara siempre estaba contenta. ¿Cómo no iba a estarlo si disponía de un poco de lino para hacerse trenzas y el trozo de un espejo roto para mirarse? Para ella esto era más que suficiente. Y así, la pequeña y extraña debilidad de Klas permaneció oculta en su interior. Nadie fue capaz de comprender la sencilla verdad: Klas se había dado cuenta de que lo más hermoso es al propio tiempo lo más frágil. Esto, cuando se es pequeño y no se conoce la naturaleza del cristal, causa temor y es difícil de superar. Resulta desalentador observar con qué facilidad se hacen añicos las cosas más hermosas de la vida. Pero esto a nadie más preocupaba, y menos aún a Sofía, a quien comenzaban a asaltarle sombríos pensamientos. El desaliento y el disgusto hicieron presa en ella. Una noche, cuando Albert llegó del taller, la encontró llorando junto a la ventana. Sentada a oscuras, ni siquiera había encendido una vela. La luz de la luna brillaba sobre ella débilmente, y en el alféizar de la ventana sus lágrimas relucían. No alzó la mirada. —¡Por Dios! ¿Qué haces ahí sentada llorando? —dijo Albert apesadumbrado. —Me encuentro tan sola al no estar tú en casa... —contestó ella sollozando. Albert le explicó entonces que estaba haciendo un bol muy especial. Tenía que tener un poco más de paciencia, y después ya podría quedarse más frecuentemente. Pero Sofía suspiró. Sabía perfectamente lo que iba a suceder. Cuando aquel maravilloso bol estuviera terminado, Albert comenzaría a pensar en alguna otra 6 María Gripe Los hijos del vidriero pieza aún más hermosa. Le conocía bien. Jamás haría un bol que le satisfaciera por completo y nunca tendría tiempo para dedicarlo a ella. Albert no sabía qué contestarle. Permanecía allí, de pie, perplejo, dándose cuenta de que mucho de lo que decía Sofía era cierto. Finalmente replicó: —Tienes a los niños. Al fin y al cabo no estás totalmente sola. Pero no debiera haberle dicho eso, pues fue la causa de que Sofía le contestara como lo hizo: —¡Los niños! —dijo con rabia—. ¿Qué clase de compañía crees tú que son? Dan más preocupaciones que otra cosa... Lo que había dicho no lo sentía de verdad —ninguna madre hubiera podido sentirlo— e inmediatamente se arrepintió de sus palabras. Era tan feliz con los niños y se sentía tan orgullosa de ellos... Tan sólo lo dijo porque en aquel instante malos pensamientos habían asaltado su mente. Albert estaba ceñudo, desesperado. Ninguno de los dos dijo nada más. Pero Sofía se reprochaba amargamente. Nunca olvidó lo que había dicho y estaba convencida de que cuanto sucedió después fue un castigo por aquellas horribles palabras que se habían escapado de su boca. 7 María Gripe Los hijos del vidriero 2 A CORTA distancia del pueblo se elevaba una preciosa colina verde. Era visible desde cualquier sitio o camino del lugar; el pueblo parecía reposar tranquilamente bajo su protección. En la colina había un viejo manzano que era la admiración de todos. Ya fuera primavera, verano, otoño o invierno, su silueta se destacaba en el cielo, lleno de hojas, cubierto de flores, cuajadas de fruta sus ramas, o desnudas y oscurecidas por el frío. Todo el mundo elevaba los ojos para contemplarlo, pensando en la paz que parecía reflejar. A pesar de ello, la gente decía que era un lugar terrible y misterioso. En tiempos había sido la Colina del Patíbulo y allí llevaban a los criminales para ser ajusticiados. La gente solía añadir que en aquella colina habían sido ahorcados tantos delincuentes como manzanas daba el árbol. En otoño aparecía cargado de relucientes manzanas rojas, pero jamás hubo nadie capaz de contarlas todas. Las manzanas eran muy ricas y hacía ya muchísimo tiempo que el lugar había dejado de ser la Colina del Patíbulo. Ahora vivía allí una persona, pero nadie comprendía por qué razón o cómo se atrevía a hacerlo. La casita apenas se dejaba ver, pues el manzano la ocultaba, pero por la noche, allá arriba se veía una luz. La persona que la habitaba era una anciana, un ser misterioso, verdaderamente fantástico. Su nombre era Aleteo Brisalinda. O al menos así la llamaban, pues nadie sabía cuál era el nombre que había recibido cuando la bautizaron. La llamaban Aleteo porque siempre llevaba una gruesa capa con una esclavina color añil. Los amplios bordes con festones de la esclavina revoloteaban en sus hombros como si fueran unas alas. Se cubría la cabeza con un sombrero muy extravagante, que tenía un ala acampanada cubierta de flores y una copa de color violeta chillón adornada con mariposas. Le pusieron además Brisalinda, porque ese nombre respondía a la creencia de la gente de que su presencia era señal segura de vientos templados y suave deshielo. Y la verdad es que rara vez salía en tiempo de invierno... Pasaban semanas enteras sin que nadie la viera. Pero cuando de repente aparecía colina abajo, con el revoloteo de su extraña capa y el floreado sombrero, todo el mundo sabía que estaba cercano el buen tiempo. Aunque hubiera treinta grados bajo cero y una dura y gruesa capa de nieve, en cuanto llegaba Aleteo Brisalinda se sabía que los días de deshielo no se harían esperar. En toda la comarca era señal infalible de la primavera. 8 María Gripe Los hijos del vidriero No había duda de que Aleteo era extraordinaria en muchos aspectos, pues decía además la buenaventura. Despreciaba las cartas, pero gustosamente adivinaba el porvenir leyendo las rayas de las manos de la gente, y observando los posos de café que quedaban en sus tazas. Así que muchas personas desafiaban el temor que causaba la Colina del Patíbulo y subían después de anochecido para que les adivinase el futuro. Pero la verdadera ocupación de Aleteo Brisalinda no era predecir el porvenir. Su trabajo era tejer. Tejía alfombras. Sus motivos de adorno los inventaba ella y cada alfombra tenía un tema especial propio. Día tras día se sentaba ante su telar, pensando con preocupación en la gente y en la vida del pueblo. Hasta que un día descubrió que era capaz de predecir lo que iba a sucederles. Podía verlo en el dibujo de las alfombras que sus manos iban configurando. Permanecía allí, sentada, viendo el futuro. Podía seguir el desarrollo de los acontecimientos con la misma facilidad y claridad que si lo leyera en un libro. 9 María Gripe Los hijos del vidriero Ahora bien, ella creía que todo aquello no era sino lo que tenía que ser, así que no le producía asombro. Si era capaz de adivinar el porvenir leyendo las rayas de las manos o mirando fijamente unos posos de café ¿por qué iba a sorprenderse viendo acontecimientos futuros en las alfombras que tejía? Así ocurría que, de repente, sabía cómo había de tejer el motivo en el que estaba trabajando y, de esta manera, una tarea ayudaba a la otra. Tejer y adivinar el porvenir se complementaban y, de forma misteriosa, resultaban como las dos caras de una misma cosa. Pero ella jamás reveló el misterioso origen de donde procedía su conocimiento del destino de una persona o del dibujo de una alfombra; quizás ni siquiera ella misma lo sabía. Fuera cual fuera la verdad, todos los habitantes del pueblo se llevaban bien con Aleteo Brisalinda. En verdad, justo es decir que no tejía ni adivinaba el porvenir sólo para ganar dinero. Tenía lo suficiente para vivir y lo demás le traía sin cuidado. A pesar de que estaba siempre sentada ante el telar, nunca disponía más que de unas pocas alfombras completamente terminadas. Pero éstas eran realmente extraordinarias y muy hermosas. En las ferias de la comarca siempre se sentaba en su pequeño puesto y adivinaba el porvenir, con las alfombras expuestas a la vista. Mucho podría decirse de los ojos de Aleteo, pues experimentaban continuos cambios e impresionaban mucho a la gente. La cualidad más increíble e inverosímil de sus ojos era su mansedumbre, pues eran como flores, y esta circunstancia decía a las claras que no había que tener miedo de mirarlos. En realidad, la mirada que fijaba en el mundo y su gente era azul como las flores de hierbabuena silvestre, esos frágiles capullitos que se encuentran entre la hierba por el mes de junio. Así eran los ojos de Aleteo Brisalinda. Era, desde luego, una persona muy poco corriente... En el campo, la gente suele tener en casa perros o gatos como animales de compañía. Aleteo Brisalinda tenía un cuervo. Su nombre era Talentoso. No se sabía cómo se había hecho con él, ni siquiera si lo había atrapado ella misma, pero siempre habían estado juntos y era un animalito verdaderamente notable. Sabía hablar. Pero no se trataba de un parloteo lleno de tonterías, sino que contestaba directa y acertadamente; es decir, sabía lo que decía. A veces se negaba a hablar, pues era muy caprichoso. Otras hablaba en forma tan enigmática que la gente se quedaba en ayunas de lo que decía. Pero Brisalinda lo entendía todo. A Talentoso le faltaba un ojo desde hacía mucho tiempo; corría el extraño rumor de que lo había perdido en el pozo de la sabiduría. A Aleteo eso le preocupaba, no porque Talentoso no pudiera valerse con un solo ojo, puesto que se las arreglaba muy bien, sino porque su carácter había cambiado. Y, desde luego, un cuervo debe tener dos ojos; sobre todo tratándose de un cuervo como Talentoso. Porque cada uno de sus ojos poseía una visión de distinta clase. 10 María Gripe Los hijos del vidriero Uno era el ojo diurno. Con él veía el sol y todo lo que éste alumbraba. Veía la luz y los colores cálidos y brillantes. Veía la alegría de vivir, las sonrisas y las carcajadas, los pensamientos alegres. Todo lo bueno. Aquel ojo era capaz también de ver el lejano futuro y lo que en él iba a suceder. El otro ojo era el nocturno, el que lo veía todo a la luz de la luna. Veía los colores oscuros y fríos. Las nubes y la tristeza. Los pensamientos tristes y amargos. Lo feo y lo maligno. Y aquel ojo, además, veía el tiempo ya transcurrido. Podía enfocarlo hacia el lejano pasado. Talentoso había perdido el ojo nocturno, el de la luna, el ojo primitivo. El ojo malo, como suele llamársele. Y esto, desde luego, había producido en él un cambio. Ahora sólo veía la vida de color de rosa. Sólo captaba lo alegre y lo bueno. Ya no veía la menor sombra. Ni siquiera la suya. Incluso pudiera ser que, como era tan negro, a veces ni siquiera pudiera verse a sí mismo. Todo esto le había hecho un poquitín despreocupado, cosa impropia en un cuervo, pero claro, no era culpa suya. Aleteo lo comprendía. Y también pensaba que incluso la adversidad tiene una faceta afortunada, ya que por lo menos Talentoso no había perdido su ojo bueno. De haber sido así, ahora todo le parecería negro. Pero, por otra parte, Aleteo se preguntaba si Talentoso era ya un nombre apropiado para él. Desde luego, es hermoso poder ver sólo el lado luminoso de la vida, pero los que realmente están en condiciones de decir la pura verdad son aquellos que también pueden ver el lado sombrío de las cosas. Y a decir verdad, Aleteo opinaba que Talentoso resultaba ahora un tanto superficial. 11 María Gripe Los hijos del vidriero 3 SE acercaba ya la fecha de la feria de otoño de Blekeryd y los caminos se poblaban de gente. Muchos venían en carros desde muy lejos; otros iban a pie, empujando o tirando de sus pesadas carretas. Llegaban los errantes gitanos, alegres, con sus rizos agitados por el viento y la mirada radiante; daba gusto verlos. En los caminos resonaba el eco de sus voces, que hablaban otros idiomas. Traían su música y su alegría, el destello de sus llamativas ropas y el centelleo de sus adornos. Viéndolos pasar, la gente se entusiasmaba. Sofía iba sentada en el pescante junto a Albert, llevando a Klas en su regazo. Klara iba entre los dos. Avanzaban lentamente, disfrutando del viaje. La mañana era luminosa y suave. Los rayos de sol se filtraban por entre las copas de los pinos, pero calentaban poco ya que era otoño. Sobre el camino flotaban milanos que, de un modo misterioso, llenaban el aire de plata. Albert y Sofía se miraban sonrientes y los niños reían. Albert había alquilado en la plaza del mercado un puesto con techo de maderos. Como de costumbre, lo compartía con otro soplador de cristal. Allí colocó su mercancía. Era más bonita que la de su compañero, pero de poco le servía ya que el otro era mejor vendedor. Era un buen charlatán y estaba ya vendiendo. Y sucedió lo de siempre: la gente se detenía un buen rato ante los artículos de cristal de Albert, pero compraba los de su vecino. Parecía como si el destino estuviera en contra suya y Albert casi llegó a perder el ánimo y la esperanza. Sofía, que toda la mañana había estado observando, se puso aún más pálida. ¿De qué servía esforzarse tanto, hacer el cristal más bonito, si nadie lo compraba? ¿Por qué no hacía Albert el cristal que le gustaba a la gente? ¿Cómo se las arreglarían para salir adelante? Porque habían tenido que pedir prestado el carro y alquilar la tienda, lo cual les había costado bastante dinero. Y hasta el momento no había vendido ni una sola pieza de cristal. Ni siquiera se había interesado nadie en hacer algún intercambio. Así iba transcurriendo el día. Ya era bien avanzada la tarde. No podían pasar allí la noche. Tenían que prepararse para regresar a casa sin haber vendido nada. Los niños comenzaron a impacientarse. Klara, que había correteado por las calles del recinto de la feria jugando con otros niños, estaba ahora sentada con Klas en la parte de atrás del puesto. Cubiertos con una mantita, no tenían frío y en realidad no querían nada; pero la preocupación de sus padres les afectaba 12 María Gripe Los hijos del vidriero también a ellos. Con los ojos muy abiertos, estaban muy al tanto de todo lo que sucedía y parecían asustados. Entonces, de repente, todo cambió. Un hombre bajaba por la calle del mercado. Todo indicaba que era un noble: su ropa, su forma de andar, sus ademanes. Un viejo cochero le iba abriendo paso por entre la multitud. Caminaban despacio, no hablaban a nadie y no habían comprado nada. Llegaron al puesto de Albert, el soplador de cristal. El cochero ya había pasado, pero el caballero se detuvo y le llamó. Con un bastón que llevaba, comenzó a señalar un artículo de cristal tras otro. Después, inclinando la cabeza, hizo un ademán y dio una breve orden al cochero, que inmediatamente se dirigió a Albert para comprarle cuanto su señor deseaba. Entretanto, el caballero miraba interesado a Klas y a Klara. Era más bien joven, pero su rostro carecía de alegría. Contemplaba a los niños con atención pero no sonrió ni un solo instante. El cochero pagó con un buen puñado de grandes y relucientes monedas y cuando Albert iba a darle el cambio, el caballero hizo con la mano un ademán como de excusa y se marcharon. Aquel noble señor, sin saberlo, había hecho una buena acción. Pero ni siquiera había dirigido la palabra a Albert. Pero a Albert ¿qué le importaba eso? ¡Estaban salvados! En un momento habían vendido más de lo que nunca pudieran soñar. Se miraron uno a otro. Albert se sentía mareado ante tal golpe de suerte. ¡Ahora había que divertirse! Cerrarían el puesto para lo que restaba de la jornada y se irían a la posada. Dejarían a los niños acostados y volverían a la feria para participar del regocijo. ¡Al menos una vez podían hacerlo! Una ocasión así no se presentaba todos los días. ¿Hablaría Albert en serio? Sofía, perpleja, dudaba, y sus mejillas se pusieron rojas como amapolas. —¿Crees que nos darían habitación en la posada? —preguntó. —Ve ahora mismo y llévate a los niños —indicó Albert—. Dejaré aquí todo arreglado y en un momento iré para allá. Era ya anochecido. En las tiendas y puestos habían encendido lámparas y la plaza estaba iluminada por grandes antorchas de llama vacilante. Entre la muchedumbre que inundaba la calle del mercado estaban Albert y Sofía. En aquellos momentos estaban contentos y eran libres de hacer lo que quisieran. Albert dijo a Sofía: —Te voy a hacer un regalo como recuerdo de esta feria. —No, no —protestó Sofía, sonrojándose. —Sí —replicó Albert. Pero primero tenían que comprar algo para los niños, que dormían en la posada. Compraron caramelos, un par de zuecos para cada uno, un caballo de 13 María Gripe Los hijos del vidriero madera para Klas y una pequeña muñeca de trapo para Klara. La muñeca tenía blusa, falda y delantal, y un pañuelo cubría su cabeza. ¿Pero cuál iba a ser el regalo para Sofía? ¿Qué deseaba? Ahora mismo no lo sabía. ¿Un chal con rosas? No, el que tenía aún servía. Debía ser algo que no tuviera. —¿Un frasquito de perfume, quizás? Eso es mejor —dijo Albert. Sofía se echó a reír. —No, eso es una tontería. A Albert ya no se le ocurría nada. En uno de los puestos, un hombrecillo ya viejo, un anciano en realidad, muy pequeño y lleno de arrugas, vendía joyas. Tenía poco que ofrecer y su caseta estaba algo apartada del camino. Albert y Sofía habían pasado por allí varias veces, sin pararse. El anciano no tenía farol y el lugar era tan lúgubre que no se habían fijado en él. Pero en aquel momento salió la luna, que iluminó con una luz clarísima al hombre y su puesto. Cuando Albert y Sofía pasaron por allí al cabo de un rato, le vieron. Les ofrecía una sortija. —¿Quieres un anillo? —preguntó Albert dirigiéndose al puesto. Sofía le alcanzó. Un anillo... —Debe ser muy caro, Albert. El anciano permanecía de pie, inmóvil. Era pequeñísimo, casi un enano; en realidad parecía un duende. En su cara, los ojos semejaban trozos de carbón, mientras que su erizado cabello y su barba aparecían blanquísimos, iluminados por la luz de la luna. No decía nada, sólo alargaba la sortija. Sofía le echó una mirada, e inmediatamente sintió como si siempre hubiera deseado aquella misma sortija, sin haberlo sabido nunca. El deseo de poseerla se apoderó de ella y Albert se dio cuenta. —Al menos podemos preguntar lo que cuesta —dijo. Al oír esto, Sofía sintió un escalofrío, porque el anciano le causaba algo de temor. Pero fue hacia él tras Albert. El anciano no contestó a la pregunta de Albert respecto al precio. Tomó la mano de Sofía y deslizó la sortija en su tembloroso dedo, al que se ajustó a la perfección. En una maciza montura de plata, una piedra iridiscente de color verde oscuro brillaba de un modo fascinante. Sofía, sosteniendo con una mano la que tenía puesta la sortija, permanecía muy quieta. Albert le preguntó algo, pero ella parecía como si no pudiera decir nada. Seguía allí, a la luz de la luna, y su mirada se sentía cada vez más atraída hacia el abismo refulgente de la piedra, tal como si estuviera mirando un ojo. Tuvo la sensación de que le devolvía la mirada. Parecía como si el tiempo se hubiera detenido. De nuevo le preguntó Albert: —¿Lo quieres? 14 María Gripe Los hijos del vidriero Parecía feliz. Entretanto había concertado el precio de la sortija con el anciano. Estaba a su alcance. —Muchas gracias, Albert —contestó Sofía como en un suspiro. Así que se quedó con la sortija. Albert la pagó y se marcharon. No tenían ya nada más que hacer, pero continuaron paseando por el recinto de la feria, disfrutando de la noche. Cuando volvieron a pasar por el lugar donde había estado el anciano, tanto éste como el puesto habían desaparecido. El bosque ocultaba ahora la luna y el sitio estaba oscuro como boca de lobo. Sofía se estremeció, presa de un extraño temor. Rápidamente dio la vuelta y arrastró a Albert hacia la plaza en fiesta. 15 María Gripe Los hijos del vidriero 4 COMO de costumbre, Aleteo Brisalinda había acudido a la feria y había montado el puesto en el que adivinaba el porvenir. Había traído varias alfombras, unas de color claro y otras oscuras, que había colgado en la parte exterior del puesto. En esta ocasión, su cuervo Talentoso estaba dentro de una jaula. Se trataba de una vieja jaula dorada que la anciana había colgado de un gancho en lo alto de la caseta. Cuando entraba gente y alguien tropezaba por casualidad con la jaula, ésta comenzaba a balancearse, lo que espabilaba a Talentoso que rompía a hablar, diciendo: —Soy Talentoso, el cuervo negro, cuyas respuestas encierran más verdad que las preguntas de la gente. Había quien se enfadaba al oír esto, pensando que era una jactancia del cuervo; otros creían que lo hacía por divertirse; pero la mayoría se sentían atemorizados. A Aleteo Brisalinda le desagradaba tal conducta, que le parecía poco formal. En circunstancias normales, el cuervo no se habría comportado de aquella forma; tal actitud se debía en cierto modo al hecho de tener un solo ojo. Y Aleteo así se lo dijo; que no era tan sabio como él se creía, sino todo lo contrario: su forma de ver las cosas y a la gente era bastante superficial y absurda. Pero el cuervo no estaba de acuerdo y respondió con calma: —Los sabios rara vez son felices. Se debería ser moderadamente sabio. Aleteo Brisalinda suspiró, pues eran ciertas sus palabras; era lo que ella misma experimentaba a diario. Daba vueltas por la tiendecilla una y otra vez, mirando fijamente con preocupación el motivo de la alfombra que había acabado de terminar justo para llevar a la feria. Cada vez que la miraba se sentía desdichada y a la vez desconcertada. Sus pasos eran cansinos y cuando movía la cabeza, se agitaban con triste balanceo las flores y mariposas que adornaban su sombrero. Talentoso volvió su ojo hacia ella: —Habría que hacer algo más que tener miedo y lamentarse —dijo con reprobación. —Sí, Talentoso, desde luego —tuvo que admitir Aleteo—. ¿Pero entonces cuál sería tu consejo? —¿Así que has vuelto a ver en la alfombra alguna horrible desgracia? — preguntó el cuervo. Ella asintió silenciosamente. —Yo ya lo había visto, pero he mantenido cerrado el pico —dijo Talentoso con firmeza. 16 María Gripe Los hijos del vidriero —¿Pero si ella viene y me pide que le adivine el porvenir? —No tengo más que decir —dijo Talentoso prudentemente, guiñando el ojo. La luz de la luna bañaba todo el recinto de la feria y el cielo estaba cuajado de estrellas. De vez en cuando se veía alguna estrella fugaz y la gente expresaba sus deseos, para que se convirtieran en realidad. —Quisiera que nos hiciéramos ricos —fue la petición de Sofía. Albert no deseaba nada para él, pues le parecía que aquel día ya habían recibido bastante. —Lo deseo por el bien de los niños —añadió Sofía—. Quiero para ellos una vida mejor que la nuestra. —Las cosas nos van bien —dijo Albert tranquilamente. Pero Sofía no le escuchó. En el momento en que caía una estrella dijo: —Habría que ver lo guapos que estarían Klara con un vestido de seda y Klas con un traje de raso —murmuró. Sus ojos brillaban soñando, a la luz de la luna. Llegaron al puesto donde Aleteo Brisalinda adivinaba el porvenir y Albert se paró a mirar las alfombras expuestas. Estuvo un buen rato observándolas atentamente y vio que eran más bonitas y misteriosas que nunca. Y mientras estaba allí, experimentó una extraña melancolía que llenaba de angustia su corazón, como si le acometiera un presagio de desgracias. No se veía a Aleteo Brisalinda por ninguna parte. El cuervo Talentoso estaba dentro de su jaula, inmóvil como un muerto. Albert se volvió hacia Sofía, pues deseaba saber si ella compartía su extraña sensación; sobre todo respecto a cierta alfombra, que le inundaba de melancolía y tristeza. Pero Sofía no miraba las alfombras ni escuchaba a los músicos que en las esquinas tocaban la música para que la gente bailase. Inició un breve paso de baile y sonrió. —Albert —dijo—. Me parece que voy a pedir que me adivinen el porvenir. —¿No quieres bailar? —preguntó Albert, que deseaba marcharse de allí. —Después de que me hayan adivinado el porvenir. Sofía, pues, entró en el puesto. Talentoso la vio, pero no hizo el menor ruido. Allí estaba Aleteo Brisalinda, sentada en un taburete de tres patas. El suelo estaba cubierto con una de sus magníficas alfombras. A Sofía no le gustaban, porque eran demasiado tristes y oscuras. Aleteo tenía el sombrero puesto, oculto el rostro bajo el ala. La esclavina pendía lánguidamente de sus hombros. Tenía la mirada fija en el suelo y no alzó los ojos cuando Sofía entró. —Quiero que me eches la buenaventura —dijo Sofía. —Ya he terminado por hoy —contestó Aleteo secamente. —¡Oh! —exclamó Sofía defraudada—. Con las ganas que tenía... Los ojos color azul intenso de Aleteo Brisalinda recorrieron un momento el rostro un tanto tenso de Sofía y luego miraron hacia otro lado. —Eso no tiene nada que ver —dijo Aleteo—. Y además, no sabes lo que pides. 17 María Gripe Los hijos del vidriero Entonces Sofía se enfadó. Creía que Aleteo se comportaba de aquella forma sólo porque eran del mismo pueblo. Claro, a Aleteo le parecía que no tenía por qué esforzarse en complacer a la gente de su pueblo. Pero Sofía no se daba por vencida. Obstinadamente extendió su mano. —¡Mírala, y ahora adivíname el porvenir! —le exigió Sofía. Al principio Aleteo trató de hacer como si no la hubiera visto, pero luego, de repente, miró con fijeza la sortija que llevaba Sofía. Finalmente cerró los ojos y movió la cabeza negativamente: —¡No! —dijo—. ¡No y no, te repito! Sofía dejó caer su mano. Se sentía triste y ofendida. Deseaba extender de nuevo su mano, pero no hallaba las palabras apropiadas para expresar su indignación. Aleteo, sin embargo, comprendió sus sentimientos. Una vez más clavó en ella aquellos esquivos ojos azules y susurró: —Pobre, pobre hija —aquello fue lo único que dijo—. Pobre hija... Entonces Sofía la miró y se dio cuenta de que se había equivocado; Aleteo parecía realmente muy cansada. Un poco avergonzada se volvió hacia la puerta. A sus espaldas oyó la voz de Aleteo, que decía con voz apacible: —Llevas una sortija, Sofía. Si algún día te sobreviene una desgracia, hazme llegar esa sortija, y donde quiera que te encuentres yo te ayudaré. ¡No olvides mis palabras! ¡Mándame la sortija! Sofía se quedó quieta mientras Aleteo Brisalinda hablaba. Estaba justo debajo de la jaula de Talentoso. El cuervo se había quedado dormido; tenía los párpados cerrados. Después de aquello, Sofía no tenía ya ganas de bailar. Se lo contó todo a Albert. —¡Quería mi sortija! ¿Te das cuenta? —exclamó indignada. —No se trata de eso —dijo Albert. Lo extraño era que Aleteo no se había comportado como era habitual en ella—. Me parece que voy a decirle que me adivine a mí el porvenir, y luego ya veremos. Al fin y al cabo yo no llevo sortija alguna. Entró en el puesto y estuvo allí un largo rato. Mientras tanto, Sofía se alejó un poco para oír la música. Volvió sobre sus pasos en el momento en que Albert salía de la caseta. Caminaba a zancadas, como si tuviera mucha prisa. Entonces el cuervo Talentoso despertó y le gritó con voz ronca: —¡Puedes creértelo o no! ¡A mí me da igual! —¡Albert! ¿Qué sucede? —preguntó Sofía aterrorizada. —¡Vamos! —gritó, tirando de ella. La llevaba casi en volandas. —¿Te echó la buenaventura? El no contestó. —¡Albert! Pero él la obligaba a ir cada vez más deprisa. Al fin, Sofía dejó de hacer más preguntas. Silenciosa y obediente, corría junto a él. 18 María Gripe Los hijos del vidriero Cuando llegaron a la posada, abrió de golpe la puerta de la pequeña habitación que habían alquilado. Sin decir palabra, se dirigió precipitadamente hacia el sofá donde dormían los niños. Estaba completamente fuera de sí. Inclinándose hacia ellos, dijo en voz baja varias veces: —Gracias a Dios, gracias a Dios... Allí estaban, durmiendo tranquilamente. Sofía le miró llena de inquietud. —¿Qué te ha pasado? ¿Creías que habían desaparecido los niños? Pero Albert tardó en contestar a sus preguntas. Dijo que estaba cansado y que quería irse a la cama enseguida, añadiendo que era sólo algo que le había pasado por la cabeza. Debió de ser el cuervo; y la luz de la luna y aquellas alfombras. Sofía le dio la razón: —Desde luego. Esas alfombras, no sé por qué, resultan horribles. Dejaron la muñeca junto a Klara y el caballo de madera cerca de Klas, y se marcharon a la cama. Pero Albert permaneció despierto un largo rato, inquieto y dando vueltas. La habitación no tenía ventana, sino una tronera por donde penetraba la luz de la luna. Fría y azul, se abría paso despiadadamente en la oscuridad, hasta que Sofía se levantó y tapó la tronera con su falda. A la pálida luz del amanecer, Albert se levantó y cargó todo en el carro. Salieron de Blekeryd antes de que el sol alumbrara el nuevo día. 19 María Gripe Los hijos del vidriero 5 EN Albert se produjo un gran cambio. Se quedaba en casa mucho más tiempo que antes y nunca volvía al taller después de anochecer. Era como si tuviera miedo de algo. Se le veía inquieto, echando el cerrojo a la puerta y cerrando bien la ventana. Al menor ruido fuera de lo corriente se ponía de pie de un salto para averiguar lo que era, y si los niños no estaban a la vista, el miedo hacía que casi perdiera los estribos. Algunas veces, hacia media mañana, venía del taller sólo para ver si todo iba bien. Si Sofía le preguntaba qué era lo que le preocupaba, salía con evasivas, alegando que siempre hay peligros desconocidos que amenazan a los niños; que nunca se les vigila lo suficiente y que nunca es bastante el cuidado que se tiene de ellos. Sofía sabía que esta preocupación había surgido a partir de la feria de otoño. Pero ¿qué era lo que realmente había sucedido allí? Bueno, había ido a ver a Aleteo Brisalinda y le había adivinado el porvenir. ¿Le habría dicho la anciana algo que le infundía miedo? El insistía en que no le había dicho nada especial. Había divagado, como hacen siempre las viejas hechiceras. Ni siquiera recordaba exactamente lo que le había dicho. Además, él no era de esa clase de personas que se preocupan por lo que puedan decir unas viejas adivinas. Eso era lo que Albert decía. Pero entonces ¿por qué se comportaba de un modo tan extraño? Sofía no encontraba explicación a tantos interrogantes y al final se cansó de hacer preguntas. Se hubiera contagiado o no de la preocupación de Albert, tampoco ella estaba contenta, ni mucho menos, a pesar del regalo de una sortija tan bonita. ¿Cómo podía ser tan desagradecida? A veces pensaba que hubiera sido mejor no aceptarlo. Era un regalo tan poco apropiado para ella... Con el dinero que había costado podían haber comprado algo más práctico. Siempre que se ponía la sortija, le invadía la inquietud. Además, ella no estaba acostumbrada a cosas tan finas; demasiado lujo para gente tan pobre. El pensamiento de que en su lugar los niños hubieran podido tener alguna ropa de abrigo para el invierno pesaba mucho en su conciencia. Estaba segura de que eso era lo que le producía desasosiego y preocupación. Un día ya no pudo aguantar más. Se quitó la sortija del dedo y la escondió, para no volver a ponérsela. Entonces todo fue mejor. Y Albert ni siquiera se dio cuenta. Ahora Sofía volvía a ir, como de costumbre, de granja en granja agramando el lino ya recolectado. Afortunadamente había encontrado ese trabajo en que 20 María Gripe Los hijos del vidriero ocuparse, pues Albert no pudo hacer mucho cristal aquel otoño. Apenas tenían nada ahorrado para ir tirando. Aquel fue un largo invierno, gris y muy frío, pero finalmente llegó la primavera y pareció como si de repente todo se hubiera calmado. Cuando en la naturaleza todo se hizo más luminoso y brillante, Albert recobró su habitual buen humor. Ni siquiera él podía sustraerse al encanto de la primavera. En el taller avanzaba mucho más aprisa con el cristal, pues la verdad es que el trabajo se había retrasado durante el invierno y ahora tenía que hacer mucho cristal para venderlo en la feria de primavera. Esta vez quería ir él solo a la feria y se mantuvo firme en su decisión. Los niños eran demasiado pequeños para llevarlos y la última vez les habían causado mucha preocupación. Sofía sufrió una decepción, pero no hubo nada que hacer. Se resignó a quedarse en casa. Albert concertó el viaje con un granjero que hacía zuecos y otros artículos de madera. La carga del granjero dejaba espacio suficiente para los objetos de cristal que llevaba Albert esta vez. Pernoctaría en Blekeryd y regresaría a la mañana siguiente con el granjero. Tenían la intención de llegar temprano. Pero a Sofía, esperando en casa, el día se le hizo interminable. No llegaron cuando habían prometido y Sofía fue corriendo lo menos cien veces hasta el cruce del camino para ver si aparecían. Al fin, enfadada e intranquila, olvidó echar un vistazo a los niños, aun cuando eso fue lo último que le prometió a Albert. No es que Klas y Klara necesitaran nada. Klas andaba ya desde el invierno y para entonces sus pies habían adquirido firmeza. Klara estaba muy crecida para su edad. Klara tomó a Klas de la mano y se fueron por la senda para ver a su madre que bajaba corriendo hasta la carretera. Sofía les había dicho que no se movieran de casa pero ¿por qué tenían que quedarse allí dentro? ¡Estaba todo tan hermoso fuera!... Lucía el sol y todos los pájaros cantaban. La hierba ya estaba verde. Y allá lejos veían cómo iba su madre camino abajo. La siguieron con la vista hasta que desapareció en un recodo. Entonces se encontraron con dos niñas que les explicaron cómo podían ganarse aquel día un buen puñado de dinero de los transeúntes que regresaban de la feria. Lo único que tenían que hacer era ir al bosque, coger flores silvestres y esperar al borde de la carretera el paso de los coches y los carros. Bastaba con que ofrecieran las flores, y la gente se pararía a comprarlas, pues aquel día todos traían dinero fresco. ¡Qué buena idea! Sus padres tenían siempre tan poco dinero... Pero ¿dónde se podían encontrar flores? Aquellas niñas lo sabían y se lo mostrarían. El bosque estaba lleno de flores. Allí las había de todas clases. 21 María Gripe Los hijos del vidriero —¿Hay anémonas blancas y azules? —¡Ya lo creo, montones de ellas! Las niñas empezaron a andar. Klas y Klara iban tras ellas. Resultó tal como habían dicho. El bosque rebosaba por todas partes de anémonas blancas y azules. Con ellas hicieron grandes ramos. No tuvieron que adentrarse mucho en el bosque. No había miedo a perderse, como siempre temían sus padres. Las niñas sabían muy bien el camino. Después tomaron un atajo por el bosque para llegar a la carretera. ¡Y aquello sí que era algo digno de verse! Muchos niños bordeaban ya la carretera y agitaban sus ramilletes para ofrecerlos a los viajeros que pasaban. A los granjeros, felices de volver a casa con sus ganancias, no les importaba gastar y eran generosos. A veces compraban varios ramilletes, pero quizá Klas y Klara eran demasiado pequeños o no ofrecían las flores con la gracia de los demás, pues el caso es que nadie se las compraba. Las niñas vendieron pronto todas sus flores y volvieron corriendo al bosque para coger más. Klas y Klara se alejaron un poco más, carretera abajo, para ver si allí se les daba mejor. Klas sentía cansancio en los brazos e iba dejando caer capullos por el camino. Las florecillas también comenzaban a marchitarse. Pero allí se quedaron, de pie, esperando pacientemente. No iban lo que se dice muy bien vestidos. Parecían en realidad unos pequeños fardos de ropa, por entre la que asomaban mechones de cabello. Boquiabiertos, con sus ojos azules expectantes y llenos de ansiedad, ofrecían una estampa curiosa, allí, de pie, quietos, como en espera de un milagro. Y al fin, el milagro se produjo. Un lujoso carruaje avanzaba ruidoso por la carretera. No era como los que suelen tener los granjeros, tirados por caballos robustos y cansinos, sino un hermoso coche arrastrado por un par de lustrosos caballos blancos, con cochero en el pescante. Los caballos galopaban tan deprisa que sus cascos levantaban una blanca nube de polvo, flameando al aire sus magníficas crines. Las ventanillas del carruaje tenían cortinas y al pasar junto a Klas y Klara alguien desde dentro saludó con la mano. Un poco más adelante, el cochero tiró de las riendas de los caballos y el coche se detuvo en el mismo centro de la carretera. El cochero se apeó y abrió la puerta. Una multitud de chiquillos llegó corriendo y se agrupó alrededor del coche, pero el cochero los apartó. En cambio, llamó por señas a Klas y Klara. ¡Quién iba a imaginárselo! ¡Quería sus flores! Sentada dentro del coche, había una elegante pareja; hermosa la señora y muy distinguido el caballero. Sonreían a las criaturas que, muy serias, les miraban fijamente con la boca abierta. El caballero sobre todo, les sonreía de un modo especial. Dijo que los conocía, que había comprado a su padre piezas de cristal en la feria de Blekeryd el otoño pasado. ¿No se acordaban? 22 María Gripe Los hijos del vidriero No, no se acordaban. Pero eso no importaba, lo que importaba era que quería sus flores. Dijo algo al cochero, quien sacó una gran moneda y se la dio a Klara. El caballero le ordenó que diese otra a Klas. Se quedaron tan asombrados que olvidaron entregar las flores y el cochero tuvo que decirles que se las dieran a la elegante señora. Ella las tomó y las puso a su lado, en el asiento. Apenas se dignó mirarlos, pero el caballero dijo que eran muy guapos. Sonriendo de nuevo a Klas y a Klara, preguntó a la señora si no estaba de acuerdo en que eran unos niños encantadores. —Sí —contestó—, son muy lindos. ¿Nos vamos ya? —Como quieras, querida —dijo el señor e hizo una inclinación de cabeza a los niños. El cochero cerró la puerta. Era bastante viejo, y antes de encaramarse al pescante miró con aire severo a los niños y, malhumorado, les dijo que no fuesen a perder las monedas. Que se fueran derechos a casa y se las dieran a sus padres. —Porque es una buena cantidad de dinero —dijo muy serio. Partió el coche; una mano pálida y delicada saludó tristemente tras la cortina y durante un instante pudo verse la cara del caballero. Pero los caballos arrancaron con tanta rapidez, que el coche desapareció tras una nube de polvo. Mirándolo embobados, Klas y Klara permanecían mudos. Al momento se vieron rodeados por todos los niños, que querían ver las monedas. Y probablemente las hubieran perdido muy pronto, si Sofía no hubiera llegado corriendo en aquel mismo instante. Su cara estaba blanca de miedo. El temor se tornó en asombro cuando vio lo que les habían dado a los niños. Asombro y gozo. —¡Son monedas de oro de verdad! —dijo a sus hijos. Volvieron a casa a esperar a Albert, pero ahora Sofía ya no se atrevía a bajar a la encrucijada. Se quedó en casa, vigilando atentamente. Acababa el día. Llegó la noche y Albert aún no aparecía. No regresó hasta pasadas las diez de la noche. Los niños estaban ya acostados y dormían profundamente. Se había retrasado debido a un percance inesperado. El granjero, como era de esperar, se había emborrachado en la feria y conducía el carro como un loco, por cuya causa volcaron en la cuneta cuando venían de regreso. Se habían hecho añicos todas las piezas de cristal, aunque poco importaba puesto que, de todas formas, como de costumbre, nadie parecía querer sus artículos. No había vendido ni una sola pieza. Esta vez no había llegado ningún comprador rico. Albert estaba deprimido y harto de todo. Sofía parecía que iba a explotar con su secreto, pero nada dijo. Luego, cuando él terminó de contar todo lo que había sucedido, sacó las monedas de oro que le habían dado los niños y se las enseñó. —Pues por aquí sí ha venido gente rica —dijo. 23 María Gripe Los hijos del vidriero Los ojos de Albert se abrieron como platos. —¡Pero si tú no tenías nada que vender! —exclamó. —Yo no —dijo riendo—, pero los niños sí. Cogieron flores y las vendieron allá abajo, en la carretera. Entonces le contó lo del magnífico coche con la generosa pareja, que quiso comprar únicamente las flores de sus hijos y no las de los demás. Sofía se mostraba orgullosa pero Albert frunció el ceño. Lo sucedido no le hacía tan feliz como a ella. En primer lugar, no le gustó que hubiera dejado a los niños solos. Y por otra parte, le resultaba duro admitir que un ramillete de flores marchitas pudiera valer más que su cristal. ¿De qué le valía estar siempre soplando cristal? Y así terminó aquella feria de primavera. 24 María Gripe Los hijos del vidriero 6 LLEGO y pasó el verano y tras él otro invierno, y volvió la primavera del año siguiente. Albert y Sofía veían el transcurrir de las estaciones y cómo iban creciendo los niños. Pero por lo demás, todo seguía igual. Su vida proseguía por los viejos carriles de costumbre. Ganase dinero o no, Albert tenía que seguir haciendo cristal, pues mientras trabajaba se sentía feliz. No le preocupaba que las piezas se vendieran o no. Mientras trabajaba, se olvidaba de todo lo demás y se sentía contento. ¡Cuánto le hubiera gustado poderse quedar en el taller, sin tener que ir a las ferias! Pero en realidad, este era el único medio que tenía de vender, ya que en el pueblo poca gente necesitaba alguna vez copas de cristal, y vendiendo sólo allí no se sacaba para comer. En cambio, Sofía siempre esperaba con ilusión la llegada de las ferias. Vivía para ellas. Y esta primavera Albert había prometido llevarla. Ya los niños eran mayorcitos, y la feria de Blekeryd caía este año a últimos de mayo, más tarde que de costumbre, por lo que era de esperar que hiciera buen tiempo. No había feria en que Sofía no confiara en que Albert iba a tener un gran éxito. Algún día tenía que ser, pensaba. Alguna vez tendrían una racha de buena suerte. ¿Y por qué no esta próxima feria? Sí, en cada feria estaba segura de que iba a ser esta vez, que AHORA iba a suceder. Albert vendería todo, desde las copas hasta el último bol. De esta manera, mientras cargaban de cristal el carro, infundía confianza a Albert, hasta el extremo de que al final también en él prendió la esperanza. Cuando partieron aquella hermosa mañana de mayo, iban llenos de alegría y esperanza. El día era, además, maravilloso. Los cerezos silvestres estaban en flor y su aroma se extendía hasta muy lejos. Las simientes de diente de león flotaban sobre el recinto de la feria, atravesando los rayos de sol. En un día así, seguro que todo tendría que salir a pedir de boca. Todo el mundo parecía tener el mismo pensamiento. Se había congregado una gran multitud poco corriente y había en la feria más diversiones que nunca. Un hombre había montado un guiñol. Había un tiovivo de verdad y en unas casetas actuaban un encantador de serpientes y varios tragasables. Un organillero había traído un oso y otro un mono. Además, habían dejado venir a muchos más niños. Los gitanos, desde luego, siempre traían con ellos a sus graciosos niños, pero también se veían otros muchos. El lugar, rebosante de crios, resonaba con su alegre griterío. 25 María Gripe Los hijos del vidriero Cuando Sofía vio aquello, le dijo a Albert que se alegraba de haber traído a Klas y Klara, pues realmente los niños necesitaban un poco de diversión. Albert estaba de acuerdo. ¡Había tantas cosas que podían ver los niños!... Había una tienda de muñecas que, verdaderamente, despertaba admiración. Una señora ya anciana las había hecho todas ella misma. Estaban de pie o 26 María Gripe Los hijos del vidriero sentadas en los estantes, o colgaban de las vigas sujetas por cordeles. Eran grandes, casi como niños pequeños, de preciosos ojos azules y pelo rizado. Los vestidos eran tan reales y estaban tan bien hechos, que cuantos las veían quedaban maravillados. En aquella tienda siempre había mucha gente, madres con sus hijas que disfrutaban tocando los vestidos y acariciando las cabezas de las muñecas. Pero no todos podían comprarlas, pues eran caras. Muchos tenían que esperar a ver cómo marchaban sus propias ventas, antes de pensar en comprar una muñeca. Sólo la gente rica de la ciudad podía comprarlas sin tener que pensarlo. Sofía y Klara ya habían pasado por la tienda de las muñecas varias veces para ver cuál era la que más les gustaba. Eligieron una de las más grandes y de más precio, y aunque ninguna de las dos creía en serio que la muñeca pudiera llegar a ser suya, soñar no cuesta nada. Su rubia cabellera estaba recogida en dos largas trenzas; llevaba una capa de raso negro y un pañuelo color lila. No había palabras para describir lo bonita que era. Cada vez que Sofía iba con Klara a ver la muñeca, ambas tenían miedo de no encontrarla porque la hubieran vendido. Pero, por raro que parezca, aún estaba allí colgada en su rincón, balanceándose de su cuerdecita. Era como si las estuviera esperando, pensaban las dos. Y sucedió que Albert remató la venta de un par de copas, lo que hizo aumentar las esperanzas de Klara y también las de Sofía. Quizá después de todo... Desde luego, el otro soplador de cristal con quien Albert compartía la tienda, como de costumbre, vendía mucho; pero esta vez no había llevado mucho género. Y como lucía el sol y la gente estaba animada, tenían ganas de comprar. Antes de que acabara la mañana, su competidor había vendido ya todo, así que la gente comenzó a acudir a Albert. Se le dio realmente bien y pronto Sofía tuvo que ayudarle. Por esta causa no podía estar todo el tiempo pendiente de los niños, pero les dijo que no se alejaran; y obedecieron. Al principio se portaron bien, pero de repente a Klara se le ocurrió ir a ver otra vez a la muñeca. Se marchó con Klas. Sabía muy bien el camino, pues lo había recorrido varias veces con su madre. Pero ¡había tanto que ver por todas partes! ¡Y qué apreturas, con la gente que iba de un lado para otro! Arrastrados por la multitud, iban como todos los demás, trotando de acá para allá. A veces se les acercaban algunos gitanillos y jugaban un rato con ellos. Después se marchaban otra vez y andaban... andaban... andaban... Sofía se dio cuenta de repente de que los niños no respondían cuando les llamaba. Salió corriendo de la tienda. No se les veía por ninguna parte. Preguntó a los comerciantes más próximos, pero no sabían nada. Le decían que no podía pasar nada; los niños estarían perfectamente. ¿Por qué no miraban un poco por los alrededores? En un día tan hermoso como aquel, nada había que temer. 27 María Gripe Los hijos del vidriero Eso era verdad... Sofía tampoco estaba realmente asustada, pero le dijo a Albert que tenía que quedarse solo un momento porque ella tenía que ir a buscar a los niños. No quiso decirle lo que había sucedido por no preocuparle sin necesidad. Y ahora que lo pensaba, Sofía estaba segura de que Klara habría ido a la tienda de las muñecas. Allí se dirigió Sofía apresuradamente. Como siempre, estaba llena de gente; pero sus hijos no se encontraban allí. Hizo una descripción de ellos y preguntó si alguien los había visto. Pero no, no habían aparecido por allí, al menos recientemente. En ese caso, pensó Sofía, ya estarán de vuelta; y se marchó a toda prisa. Pero luego decidió que, puesto que ya estaba allí, podía ver si la muñeca de la capa de raso seguía todavía sin vender. Después de todo, si la venta continuaba tan bien el resto del día, quizás pudieran comprarla. Pero la muñeca ya no estaba. Entonces se sintió verdaderamente abatida. ¡Pobrecita Klara, qué desilusión iba a sufrir! Pero Sofía quiso enterarse de si efectivamente ya habían vendido la muñeca o si, quizás, la habían descolgado y por eso no estaba a la vista. Se abrió paso entre la gente para llegar hasta la anciana. Sí, así era, habían vendido la muñeca. —¡Ay, qué pena! ¿Quién la ha comprado? —preguntó, aunque la pregunta se la hacía más bien a sí misma. Pero... ¡qué extraña fue la respuesta que obtuvo! La anciana le dijo que una niña pequeña había llegado y comprado la muñeca. Y que, en su opinión, era un escándalo que se permitiera a niños pequeños ir solos a comprar cosas tan caras. Con la niña no iba ninguna persona mayor, sólo su hermanito. Era el colmo, había añadido la anciana, mandar a unos niños con tanto dinero... Sofía, presa de un atroz presentimiento, preguntó qué aspecto tenían los niños. Por lo que oyó, no cabía la menor duda: eran Klas y Klara. Estaba muy asustada, aterrorizada. ¿De dónde podrían haber sacado tanto dinero? Preguntó a la señora en qué dirección se habían marchado, pero no lo sabía. Solamente se había fijado en lo inmensamente feliz que parecía la niña al marcharse con la gran muñeca en los brazos, y en su hermanito, distraído, caminando tras ella. ¿Cuánto tiempo hacía ya de eso? La anciana creía que una hora por lo menos. Con el corazón golpeándole de miedo, Sofía volvió corriendo a la tienda. Quizás ya hubiesen regresado los niños. Seguro que habían tardado en dar con el camino. No habría sido fácil para ellos encontrarlo entre aquel gentío de personas mayores. Pero los niños no estaban con Albert. No los había visto. Cuando Sofía le contó lo sucedido, palideció, presa del pánico. Dejó lo que estaba haciendo y salió precipitadamente a buscarlos. 28 María Gripe Los hijos del vidriero Había que tener en cuenta que el recinto de la feria era muy grande. Pudiera ser que se hubieran alejado demasiado. Y no todo el mundo es amable y cariñoso, dijo Albert. Nunca se sabe la clase de gente que acude a las ferias. Sofía trató de calmar a Albert: Era un día realmente espléndido y todo el mundo se sentía feliz y contento. Tenía que convencerse de que nadie iba a hacer daño a dos niños pequeños. Albert no contestó. Con la cara tensa por el esfuerzo, indagaba sin descanso. A todos preguntaba y todos respondían lo mismo: el lugar estaba plagado de niños. ¿Cómo iba uno a poder recordar a todos los que había visto? Le prometían que estarían al tanto, pero que en realidad nada había que temer. Tenía que darse cuenta de que es corriente que los niños traviesos se escapen y se escondan. Pero las horas transcurrían, el día se acababa y empezaba a anochecer lentamente. Albert y Sofía habían abandonado por completo su tienda. ¡Precisamente en la única ocasión en que habían tenido oportunidad de vender! Quizás se habían jactado y enorgullecido demasiado por su éxito. Continuaron buscando, errando como almas en pena. Otras personas les ayudaron, comprendiendo que aquello empezaba ya a ser preocupante, pues ningún niño jugando suele permanecer tanto tiempo escondido. En el mejor de los casos, seguro que estarían hambrientos y sedientos. Finalmente buscaron en los carromatos que había en el bosque, alrededor del recinto de la feria. Tal vez al llegar allí no supieran por dónde tirar, y al sentirse cansados se habrían subido a alguno de ellos y estuvieran dormidos. Pero tampoco estaban allí. ¡Habían desaparecido sin dejar rastro! Su pista se perdía justo en la tienda de las muñecas. A partir de allí, nadie les había visto. El día había sido templado, pero por la tarde comenzó a refrescar. Salió la luna, grande, pálida y brillante. El resplandeciente aire azulado estaba lleno de canciones y del ruido de risas y de juegos. Pero Albert y Sofía no veían ni oían nada de lo que sucedía a su alrededor. Sofía estaba fuera de sí. Iba dando traspiés junto a Albert y a punto estuvo de sufrir un accidente. Tropezó y cayó delante mismo de un gran coche, muy elegante, que avanzaba lentamente abriéndose paso entre la concurrencia. Era un carruaje negro, cerrado, tirado por dos caballos. Llevaba las cortinas de las ventanillas discretamente bajadas. Su paso despertaba curiosidad. La gente que lo observaba hubiera quedado asombrada de haber sabido que tras aquellas cortinas, dos niños solitarios dormían profundamente uno en brazos de otro. Una muñeca grande, de las de la feria, se había deslizado de la falda de la niña y había caído al suelo del coche. Y éste fue el coche que casi atropella a Sofía. Rápidamente, el hombre que iba sentado en el pescante tiró de las riendas, y los caballos se encabritaron. Albert 29 María Gripe Los hijos del vidriero agarró a Sofía y tiró de ella hacia sí. El hombre miró sin inmutarse a la mujer que lloraba y que no había mirado por dónde iba. Luego, arreando a los caballos, arrancó, alejándose finalmente del gentío que llenaba las calles del recinto de la feria. Lo último que vio el cochero fue a una anciana estrafalariamente vestida que salió de repente de la oscuridad, tapando la luz de la luna y que rebullía a poca distancia del coche. Llevaba una capa con un gran cuello flotando y parecía un pajarraco. Al pasar, ella le lanzó una mirada tan penetrante que le causó al hombre un extraño sobresalto. La anciana permaneció quieta, mirando al coche hasta que desapareció de su vista tras una curva de la carretera. Entonces el cochero se tranquilizó, pues hasta aquel instante había sentido la mirada de aquellos ojos clavada en él. Viajaron toda la noche. Hacia el Norte. Nadie supo qué carreteras habían tomado. Los bosques estaban oscuros y silenciosos, lo que permitía oír el canto de la ninfa de las aguas. Era muy peligrosa, sobre todo para los jóvenes. Pero el cochero no miraba ni a derecha ni a izquierda, pues ya era viejo y no se dejaba seducir. Iban por carreteras plateadas por la luna, entre campos llenos de musgo y hormigueros, donde bailaban las luces de los fuegos fatuos. Viajaron hasta que la luna se desvaneció y el aire comenzó a llenarse de los murmullos del viento. Llegó la mañana y aún viajaban. Blancas mariposas aleteaban por la carretera. Habían viajado durante toda la noche y todo el día y los niños seguían durmiendo tranquilamente en el interior del coche. 30 María Gripe Los hijos del vidriero SEGUNDA PARTE Los ignorantes nunca saben que son muchos aquellos a quienes el éxito adormece. Un hombre es rico, otro es pobre, pero al final eso nada cuenta. HAVAMAL 31 María Gripe Los hijos del vidriero 32 María Gripe Los hijos del vidriero 7 LA casa se hallaba en una ciudad extraordinaria que ya no existe, llamada la Ciudad de Todos los Deseos. La cercaba una alta muralla, con torres, almenas y torreones, y a su vez estaba rodeada de agua, pues había sido construida en una isla del Río de los Recuerdos Olvidados. Se decía que era inaccesible. Los grises adoquines y las negras hileras de faroles se extendían a lo largo de sus calles desiertas. Estas confluían, se cruzaban, se prolongaban, pero donde debiera haber habido casas, no había nada. Sólo había aquella casa, ninguna más. Al atardecer, todas las farolas de las calles se encendían. Pero nadie paseaba por allí puesto que los que vivían en la casa rara vez salían, y cuando lo hacían era en coche. Era una casa de piedra oscura, alta e inmensa en su soledad, de aspecto triste y melancólico. El fundador de la Ciudad de Todos los Deseos era un hombre de gran fantasía. Era tanto lo que quería hacer, que lo único que hizo en su vida fue reflexionar acerca de sus sueños. Dio el nombre a la ciudad y eso fue todo. Su hijo construyó la casa y trazó las calles, pero a él también le llegó el fin. Tuvo que dejar el resto para que lo realizaran sus descendientes. Uno de ellos era el Señor que ahora habitaba allí. Su contribución fueron las farolas de las calles. Algo extraordinario, dado que en aquella época eran pocas las ciudades con alumbrado en las calles. Pero tenía algo más en que pensar. Pues era el caso que su esposa, la Señora, se sentía muy desdichada. Lo poseía todo: belleza, riqueza y poderío. Su esposo satisfacía sus menores deseos. No tenía por qué estar sola, pues aunque en la ciudad no habitaba nadie, en el campo de los alrededores vivía bastante gente. Pero no quería ver a nadie; hacía una vida retirada. Las personas a quienes no agradaba, decían que se comportaba de aquella manera sólo por hacerse la interesante, pero no era cierto. La verdad es que la abatía una gran desesperación. Todos compadecían al Señor, tan amable, complaciente y abnegado. Siempre estaba pendiente de ella y le preguntaba qué era lo que deseaba. ¿Y cuál era la contestación que recibía? Pues bien, algo parecido a esto: —¿De qué sirve querer algo si todos mis deseos se ven satisfechos? O bien: 33 María Gripe Los hijos del vidriero —¿No te das cuenta de que cuando vienes con todos tus regalos se acaban mis deseos? Aquello era algo que el Señor no podía comprender; ni tampoco los demás. La gente se apresuraba a santiguarse y pensaban que había motivos para dudar de su cordura. El Señor de la Ciudad de Todos los Deseos era un hombre joven y guapo y él lo sabía. Había nacido rico y poderoso. A nadie tenía que agradecer nada, puesto que desde el principio todo había sido suyo. Le gustaba hacer feliz a la gente, hacer regalos y satisfacer deseos. Siempre había actuado así, ya que, además, era bueno y amable. ¡Qué gran satisfacción experimentó cuando conoció a aquella pobre muchacha cubierta de andrajos que no tenía nada en el mundo! ¡Qué alegría la suya al convertirla en la Señora de la Casa en la Ciudad de Todos los Deseos! Era una alegría que nunca tendría fin. Ella, que nada había tenido ni nunca había sido nada... a través de ella, él podría experimentar esa alegría una y otra vez. Lo único que le pedía era que tuviera siempre a punto un deseo que expresarle. Un deseo para que él pudiera satisfacerlo. En su opinión, éste era un ruego muy sencillo; sería para ella muy fácil complacerle. Pero todo lo contrario; se comportó de un modo extraño. Se encerró en sus pensamientos y dijo que ya nada anhelaba puesto que había sido despojada de todos sus deseos. Ahora bien, existía una palabra por la que el Señor sentía una especial predilección. Era una pequeña palabra: «Gracias». Una palabra poco común. Pues aunque en sus oídos sonaba dulce y agradablemente, en su boca le producía un sabor desagradable. Lo sabía bien, porque lo había experimentado. En cierta ocasión, la señora había bordado un par de zapatillas para regalárselas, y cuando se las dio le dijo: —¿Qué tal si me dieras las gracias? Al principio no comprendió lo que quería decir y se echó a reír. ¿Decir él eso...? Seguro que hablaba en broma. Pero no bromeaba. Hablaba en serio. Le dijo que debía intentar hacerlo, para que supiera lo que se siente. Desde luego que lo haría, si eso la hacía feliz. Pero la palabra se le atragantaba y creía que jamás podría hacerla salir de su boca. Al final, no le quedó más remedio que escupirla. La señora dijo que le había dado en la cara. Pero, después de todo, ¿por qué había tenido que forzarle? Comprendía que le costase mucho, puesto que nunca había tenido necesidad de utilizar esa palabra. Para los demás, naturalmente, resultaba más fácil. 34 María Gripe Los hijos del vidriero Lo sucedido no fue obstáculo para que dejara de agradarle escuchar la palabrita. Al contrario, notó que desde entonces el regusto al oírla aumentaba cada vez más. Pero a partir de entonces siempre se ponía en guardia cuando la señora le obsequiaba con algo o le hacía algún favor. Era un caballero tan sosegado, serio y prudente... Jamás se propasaba. Bastaría con que ella formulara un deseo para que todo fuera bien. Pero ella se negaba. Tan sólo había expresado un deseo: —Me gustaría tener niños —dijo una vez—. Quisiera darte un hijo. Eso fue lo que dijo. Dijo darte y entonces él comprendió que lo que ella quería era obligarle a darle las gracias otra vez. Pero no cayó en la trampa. Era demasiado listo para eso. No obstante, el asunto le preocupaba mucho. Había formulado un deseo y estaba obligado a complacerla. Había que conseguirle un niño. Un niño, o si no, un niño y una niña. No es que resultara imposible, pero constituía un problema. Tenía que pensarlo despacio y detenidamente mucho tiempo. Después, se le ocurrió una idea que, poco a poco, comenzó a tomar forma en su mente. En la feria de Blekeryd había visto dos niños pequeños que le habían robado el corazón. Eso fue hace un par de años, pero resulta que había vuelto a verlos la primavera anterior, cuando en compañía de la Señora pasó en coche por el pueblo de Nöda. Estaban en la carretera vendiendo anémonas y él les compró sus flores. Fue en aquella ocasión cuando la Señora dejó escapar una débil sonrisa y dijo que eran unos niños encantadores. Indudablemente le habían gustado. ¡Allí tenía a los niños que buscaba! ¡Un niño y una niña! El Señor no era un malvado; todo lo contrario. Todo el mundo podía acreditar su bondad. Pero estaba ciego: sólo veía lo que quería ver. Con la imaginación veía frente a sí al vidriero y a los niños. En su imagen no aparecía la esposa del soplador. Pensaba en lo pobre que debía de ser un soplador de cristal y en la carga que supondría tener que cuidar de dos niños pequeños. Significaría un gran alivio para el pobre padre que el Señor se llevara a los dos hambrientos pequeñines. Además, él les proporcionaría un brillante futuro. Algún día el padre se lo agradecería, aunque quizás en el primer momento no comprendiera que era por su propio bien. Por desgracia, tal falta de comprensión solía ser frecuente. Por lo tanto, el padre no debía enterarse de nada, al menos por el momento. Lo mejor sería apoderarse primero de los niños, para que el padre se fuera acostumbrando a la idea de su desaparición. 35 María Gripe Los hijos del vidriero Después, paulatinamente, se le podría decir. O bien se le podría enviar cierta suma de dinero para que se consolara. Pero no había ninguna prisa. El hombre debería calmarse primero, para luego poder apreciar las ventajas del arreglo. Efectivamente, era un plan soberbio. Cuanto más pensaba el Señor en él, mejor le parecía. En cuanto a los niños, eran realmente deliciosos. Se veía que no estaban nada mimados. En principio, eso no dejaba de ser una ventaja. A la Señora, que con tanta frecuencia padecía dolores de cabeza, no la molestarían los gritos y lloros de aquellos niños. Y en cuanto a él, pensaba que unos niños ya crecidos le darían mayores alegrías, pues podrían comprender realmente lo que él hacía por ellos. Tenían edad suficiente para saber decir gracias. Aquel pensamiento le puso de buen humor y así, contento con sus planes, salió para ordenar a su cochero que le llevara a Blekeryd. Y esto era lo que había detrás de la desaparición de Klas y Klara. 36 María Gripe Los hijos del vidriero 8 PASO el tiempo. Ahora Klas y Klara vivían en la Ciudad de Todos los Deseos, y la Casa era su hogar. No eran los mismos que un día desaparecieron del recinto de la feria de Blekeryd. Ahora eran unos niños ricos y nobles. Pertenecían al Señor y a la Señora. Formaban parte de la casa. No recordaban nada de su vida anterior. No se acordaban de Albert ni de Sofía. No sentían nostalgia ni experimentaban pérdida alguna, ya que habían olvidado cuanto había sucedido anteriormente. Sin que ellos se dieran cuenta, el cochero les había dado una pócima para que se quedaran dormidos durante el viaje. Al despertar, se encontraron en una gran habitación verde, cada uno en una cama No sabían de dónde habían venido ni dónde estaban. Todo les era desconocido, excepto ellos mismos. Pero se levantaron y comenzaron una nueva vida sin hacer preguntas. Para poder preguntar hay que saber algo. Y ellos nada sabían. Sólo algunas veces pasaba por su mente un recuerdo fugaz del pasado, como un sueño desconcertante que desaparecía con igual rapidez. Klas y Klara eran ahora unos niños muy bien educados. Klara llevaba siempre vestidos de seda, y sus cortas y gruesas coletas rubias se habían convertido en hermosos y largos tirabuzones. Klas vestía trajes de raso. Su aspecto respondía al deseo que Sofía había formulado hacía ya mucho tiempo en la feria de Blekeryd, aquella vez en que había visto estrellas fugaces en el cielo. Tenían además los juguetes más estupendos del mundo. Klara ya no tenía que conformarse con peinar hebras de lino, puesto que poseía muñecas de pelo natural. Klas tenía un caballo de balancín que parecía de verdad. Comían lo que más les gustaba, hasta que, hastiados de aquellos platos, se ponían a discurrir otros nuevos. La cocinera iba todas las mañanas a preguntarles qué querían comer, y no siempre les resultaba fácil saber qué contestar. Finalmente, ya no se les ocurría nada nuevo que les apeteciera, y se sentaban con cara aburrida frente a aquellos platos que al principio habían sido sus favoritos. Pronto perdieron el apetito por completo y comenzaron a adelgazar. Comían y comían, pues eran obedientes y hacían cuanto se les decía, pero, no obstante, adelgazaban y adelgazaban. Era un misterio. El Señor y la Señora se mostraban siempre amables, pero no se preocupaban mucho de ellos. Les gustaba tenerlos allí, pues una casa tan grande permitía tener una pareja de niños como parte de la decoración. Además, era agradable 37 María Gripe Los hijos del vidriero verlos, tan aseados, tan bien educados. Pero claro, no es preciso dedicarles demasiado tiempo ni atención, sobre todo no siendo suyos, pensaba la Señora. Aunque su presencia no la animó tanto como el Señor había imaginado, al menos los había aceptado. Aunque nunca decía mis niños sino los niños del Señor. «Son su hallazgo», solía añadir. Al principio pasaba más tiempo con ellos. Disfrutaba cambiándoles de peinado y eligiendo nuevos vestidos para ellos, cosa que le sirvió de diversión durante algún tiempo. Después de arreglarlos a su gusto, les mandaba que la siguieran cuando paseaba por las largas galerías llenas de espejos de la Casa. En ocasiones, si el tiempo era bueno, paseaban por el pequeño jardín que, como una habitación más, se hallaba situado en la parte central de la Casa. Pero la mayoría de las veces caminaban por las habitaciones de los espejos. Iban por allí cogidos de la mano, sin apenas atreverse a mirar a los lados, pues les habían recomendado que se portaran bien y no apartaran los ojos de la Señora, por temor a cometer alguna falta. Si alguna vez se detenía, también ellos tenían que hacerlo. Permanecía inmóvil un momento, mirándose pensativamente en el espejo. Los niños se quedaban mirándola ilusionados, pues a veces se volvía sonriente y decía: —Creo que los niños me favorecen más que los perros... Luego, inclinando la cabeza, volvía a sonreírles, lo que significaba que podían ir tras ella un poco más. La Señora era hermosa, pero parecía estar muy triste. Cuando les sonreía, mostrándose alegre con ellos, se sentían felices. Antes de la llegada de los niños, solía pasear seguida siempre por un par de grandes galgos negros, de fúnebre aspecto. Jamás sonrió a los galgos. Pero algunas veces, a Klas y a Klara sí les sonreía. Todo marchaba bien, hasta que una vez Klas se manchó de mermelada el encaje del cuello, y Klara se 38 María Gripe Los hijos del vidriero arrugó el vestido. Entonces la Señora se cansó repentinamente de ellos y dijo al Señor que, pensándolo bien, los perros hacían resaltar más su belleza. Entonces le dio por pasear de nuevo con los dos grandes galgos negros que, aburridos, olisqueaban el suelo con su morro puntiagudo. Klas y Klara se sentían desgraciados, pues se habían esforzado en comportarse debidamente. El Señor también parecía estar muy abatido, pero no decía nada; jamás decía nada, tan sólo suspiraba. A partir de entonces, los niños estaban casi siempre solos y echaban en falta a la Señora; sobre todo Klara. Cierto día, Klara gritó: «¡Madre!». Se quedó silenciosa y perpleja pues ignoraba de dónde había sacado tal palabra; ni siquiera sabía su significado. Nunca había llamado madre a la Señora. Jamás tenían ocasión de decir algo, a menos que les dirigieran la palabra, y entonces debían contestar tan sólo: «Sí, Señora» o «No, Señora». Alguna que otra vez el Señor les gastaba bromas, y entonces podían reírse; pero no mucho ni demasiado alto, pues eso era una falta de educación. En las demás ocasiones, casi siempre se limitaban a decirle: Muchas gracias. La Casa estaba llena de largos corredores y enormes habitaciones. Era fácil perderse allí. Por todas partes reinaba un absoluto silencio; sólo oían el eco de sus pasos. Entonces, asustados, echaban a correr. Corrían cada vez con más miedo, pero uno no puede huir de sus propios pasos. A veces tropezaban con alguien a quien no conocían. También entonces se asustaban, aun cuando sabían que tenía que ser alguien de la Casa, pues allí no podían entrar extraños. Todos iban siempre silenciosos y de puntillas, para no dar ocasión a que la Señora sufriera uno de sus dolores de cabeza. También los niños aprendieron a andar sin hacer ruido, y entonces el eco que se producía ya no se oía tanto. En la Casa había muchas escaleras, con alfombras tan gruesas y mullidas que no se escuchaba la menor pisada. Klas y Klara subían y bajaban por ellas con frecuencia. En las escaleras se sentían protegidos. Les parecía que no les oían y que no molestaban a nadie. Allí no estorbaban. Se pasaban las horas muertas subiendo y bajando las escaleras, jugando a que la Casa era una montaña. Como la ciudad estaba deshabitada, no tenían con quién jugar, ni tampoco en la Casa invitaban a otros niños. Pero eso les importaba poco a Klas y Klara, pues no conocían a otros niños aparte de ellos mismos. Además, varias veces les había sucedido una cosa extraordinaria: No les estaba permitido entrar solos en las habitaciones de los espejos. Cuando la Señora no paseaba por ellas, permanecían cerradas. Pero por toda la Casa había colgados otros muchos espejos. Y sucedió que Klas y Klara vieron una vez a dos niños pequeños que desde el fondo de un corredor caminaban hacia ellos. Les invadió una gran alegría. Echaron a correr y aquellos niños también corrieron hasta que se encontraron. Siempre coincidían frente al espejo. 39 María Gripe Los hijos del vidriero Se quedaban allí y entonces ocurrían cosas raras, pues cuando inclinaban la frente y con ella tocaban el espejo, resulta que la apretaban contra la frente de los dos niños del otro lado. Podían mirar sus ojos, que siempre brillaban llenos de ilusión. Pasaban allí muchísimo tiempo mirándose y pronto Klas y Klara se dieron cuenta de que los únicos niños que podrían conocer en la Casa eran los Niños del Espejo. Al principio, cuando se veían, se sentían menos olvidados y abandonados, como si compartieran su suerte con aquellos niños que no decían nada, a quienes nunca podían llegar a alcanzar ni tocar. Pero llegó un día en que la sorpresa y la alegría desapareció del rostro de los Niños del Espejo; en sus caras sólo vieron tristeza e inquietud. Entonces Klas y Klara experimentaron un gran temor. Creían poseer todo cuanto podían desear y que todo era maravilloso. Pero ahora sentían compasión por los Niños del Espejo. Querían hacer algo por ellos y deseaban compartir sus penas. Y pronto tuvieron la impresión de que ya lo habían hecho, sin saber cómo había sucedido. A partir de entonces ya no quisieron volver a verles y los esquivaban. Deseaban olvidar aquellos rostros tan llenos de tristeza. En las escaleras no había espejos, así que allí buscaron refugio. En ellas podían jugar a que la Casa no era la Casa sino una vieja montaña sobre la tierra. En las escaleras siempre estaban solos. Y si eran desgraciados, lo ignoraban. Porque eran las penas de los Niños del Espejo las que les inspiraban lástima y no las suyas propias. 40 María Gripe Los hijos del vidriero 9 LA casa estaba llena de criados que se turnaban en el cuidado de los niños. Pero como siempre había criados nuevos, Klas y Klara nunca llegaban a conocerlos. Siempre estaban rodeados de gente extraña. Cada mañana se encontraban con nuevas caras; voces extrañas les despertaban, manos extrañas les vestían, les peinaban, les servían los alimentos y retiraban los platos vacíos. Jamás estaban seguros de si la próxima cara, voz o mano iba a ser amistosa, amable y afectuosa, o bien tosca, áspera y peligrosa. Al principio, Klas y Klara observaban con inquietud a cada uno de los criados, pero al poco tiempo no se preocuparon más. Se acostumbraron. ¿Qué importaba que tuvieran buen o mal humor? Al fin y al cabo, la próxima vez ya habría otro nuevo. Una de las razones por las que se cambiaba con tanta frecuencia de sirvientes era porque rompían muchas piezas de cristal. La verdad es que últimamente eran muy descuidados. Por todas partes había piezas de cristal rotas. Eran repuestas inmediatamente, pero pronto aparecían hechas añicos. Resultó imposible descubrir al culpable, pues todos lo negaban y se protegían uno al otro. Por toda la Casa cundió una sensación de hostilidad y sospecha. Se espiaban unos a otros, y no obstante nadie era capaz de atrapar al culpable. No veían la forma de solucionarlo. ¿Habría alguien que rompía el cristal a propósito? Al principio, el Señor y la Señora no se preocuparon. Compraban nuevas piezas y no decían nada. Pero cuando las cosas empeoraron cada vez más y los criados, sospechando unos de otros, llenaban la Casa con el eco de sus disputas, se decidió que había que hacer algo. El Señor ordenó a su viejo y fiel servidor, el cochero, que descubriera quién rompía el cristal. El cochero era viejo y terriblemente serio. Su rostro parecía de piedra y nunca dejaba adivinar lo que estaba pensando. Su forma de moverse, suave y silenciosa, era impresionante, pues caminaba como si sus botas no tocasen el suelo sino que se deslizasen por encima. Sus pasos eran rígidos y como a sacudidas. Andaba por las habitaciones como una muñeca mecánica o una marioneta manejada por cuerdas, lo que le daba una apariencia muy poco humana. El cochero no dio cuenta a nadie de sus planes e ideas. Estaba seguro de que atraparía al culpable. Lo primero que hizo fue procurarse una buena cantidad de piezas de cristal. Las fue dejando por distintas partes de la Casa, con objeto de saber al momento 41 María Gripe Los hijos del vidriero cuáles eran las que se rompían primero. Esto le permitiría averiguar de qué parte de la Casa procedía el culpable. El siguiente paso fue dejar de nuevo más piezas de cristal en aquel lugar y esperar. Se movía por allí sigilosamente, como una araña negra tejiendo su tela. Las puertas se abrían y cerraban como por sí solas, sin hacer ruido, cuando el cochero asomaba su severo rostro grisáceo para mirar, que desaparecía con la misma rapidez para volver a aparecer enseguida en la puerta de otra habitación. Al ver aquello, los sirvientes movían la cabeza: —Se está haciendo viejo —se decían uno a otro. Y era cierto. Era viejo, aunque no débil. Pocos jóvenes se habrían movido con tanta rapidez como él. Era una cosa extraña, parecía estar en todas partes al mismo tiempo. Por eso resultaba más incomprensible que no pudiera pescar al culpable. Todo siguió igual. El cristal se rompía siempre en lugares donde daba la casualidad que él no estaba. Y varias veces había oído romperse algo en mil pedazos justo en la habitación contigua, pero cuando abría la puerta no aparecía el menor rastro o indicio. En la habitación nunca había nadie, pero siempre encontraba una pieza hecha añicos en el suelo. Nunca oía pisadas. Tenía que ser alguien que anduviera tan silenciosamente como él. Y además, igual de astuto y cauteloso. Era desconcertante. Se sentía frustrado, pero al propio tiempo algo le incitaba a proseguir aún con más ahínco. De vez en cuando, el Señor le preguntaba qué tal iba el asunto y si había descubierto alguna pista. Pero él no respondía; era maestro en el arte de permanecer callado. Por otra parte, tampoco le importaba no tener nada de qué informar. Finalmente, se le ocurrió algo realmente genial. Había cometido un error al dejar piezas de cristal en distintas habitaciones, pues era conceder al enemigo demasiadas posibilidades. Hubiera sido mejor haberlas dejado todas en el mismo sitio. Y no sólo una pieza, sino una buena cantidad. De modo que preparó una gran mesa como para una fiesta, llena de copas y jarras de cristal. Colocó unos candelabros de altos brazos y los encendió para que el cristal brillase y refulgiera tentadoramente. Luego abandonó la habitación. Cerró la puerta cuidadosamente para que nadie pudiera adivinar su plan. Pero no se alejó; se escondió en un gran armario vacío de la habitación de al lado. Tiró lentamente hacia sí de la puerta para cerrarla, dejando sólo una rendija por la que poder ver a quien pasase por allí. Se esforzaba en escuchar con toda atención, ya que había otra puerta que daba a la habitación donde estaban las piezas de cristal y quizás el culpable pudiera 42 María Gripe Los hijos del vidriero utilizarla. Así que se quedó allí esperando pacientemente; pero no apareció nadie. Ni se oyó el menor ruido en la habitación contigua. Acabó sintiéndose incómodo en el armario. Salió de él y fue andando hacia la puerta. Estaba muy deprimido. Abrió la puerta sin hacer ruido. En aquel mismo momento se oyó un estrépito. Permaneció quieto en el umbral. Como de costumbre, su rostro permanecía impasible, pero sus brazos temblaban de impaciencia, ansiosos por caer sobre la presa. No daba crédito a sus ojos. Se detuvo un instante, pues no quería perder el menor detalle del extraño espectáculo que tenía ante sus ojos. La luz en la habitación era tenue, mortecina, pues era invierno y ya anochecía. Las sombras se cernían sobre los rincones. Pero los candelabros de altos brazos brillaban alegremente en la mesa, iluminando a la única persona que allí había. Era Klas. Estaba subido en una silla junto a la mesa y sostenía una copa en la mano. El cristal refulgía y él lo miraba fijamente, con una extraña expresión en el rostro. Parecía estar a la vez apenado, desafiante y lleno de júbilo. Súbitamente, estrelló con toda su fuerza la copa contra el suelo y se pasó a la silla contigua para coger otra copa. Así dio la vuelta a la habitación, hasta dejar todas las copas hechas añicos en el suelo. Después sé deslizó hasta el suelo y echó a correr. Iba descalzo y corría a toda velocidad, sin hacer ruido. Pero allí estaba el cochero, cerrándole el paso. Era como una sombra más entre las demás sombras de la habitación. Para atrapar a Klas no tuvo más que estirar el brazo. Todo sucedió en silencio, pues el cochero era maestro en permanecer callado y Klas se había quedado sin habla. Se produjo un gran alboroto: ¡Quién iba a pensarlo! Los criados, de quienes se había sospechado, se sintieron ultrajados, anunciando en voz alta y tono irritado que ya no trabajarían más. A la Señora le acometió uno de sus dolores de cabeza y dijo una vez más al Señor que los niños eran cosa suya y que él mismo tenía que ocuparse de ellos. El Señor manifestó que estaba asombrado, y lo repitió varias veces. Los niños eran tan obedientes y estaban tan bien educados... Dijo que, naturalmente, había que castigar a Klas y meditó sobre el problema durante largo rato. Luego habló con el cochero y éste fue en busca de una fuerte vara. Al Señor le dolía, pero era preciso azotar a Klas por lo que había hecho, a fin de que nunca volviera a repetirlo. Esto es lo que dijo el Señor al mandar al cochero que azotara a Klas pero... no demasiado fuerte. Pero Klas repitió el estropicio. Y entonces se ordenó al cochero que le diera más fuerte. Y más fuerte. Y aún más fuerte. Pero Klas no desistía. Obligaron a Klara a que espiara a su hermano, pero no sirvió de nada. Klas engañaba a cualquiera. 43 María Gripe Los hijos del vidriero Desplegaba una astucia extraordinaria. Era más listo que un zorro y más rápido que una comadreja. ¿A qué se debería aquel comportamiento? Algo raro sucedía. La vista del cristal le resultaba insoportable y eso que su padre era soplador. Era verdaderamente desconcertante. ¿Sería quizá que los niños habían estado solos demasiado tiempo? ¿Podría ser esa la causa? El Señor decidió que había que buscarles una institutriz. Y así fue como Nana entró en sus vidas. 44 María Gripe Los hijos del vidriero 10 NANA estaba comiendo cuando Klas y Klara la vieron por primera vez. La Señora les llevó donde estaba Nana. Se hallaba sentada, ocupando gran parte del banco que había a lo largo de la mesa. Era por la tarde y, como las lámparas aún no estaban encendidas, la habitación se hallaba en penumbra. Llevaba sujeta en la tirilla del cuello una servilleta de colorines. Al principio, lo único que los niños pudieron ver fueron los vivos colores de la servilleta. Luego, al alzar los ojos, vieron una enorme boca abierta, en la que un trozo de pastel se agitaba de un lado para otro hasta convertirse en masa. La contemplaron atónitos hasta que engulló la pasta y cerró la boca, tras lo cual, les obsequió con una amplia sonrisa. Nana les dio las buenas tardes y la Señora los dejó a su cargo. En aquel momento, los criados trajeron otro plato. Nana abarcó con una mirada glotona la comida y a los niños, una mirada que parecía decir: «¿Estarán sabrosos?» El plato fue de su agrado, pero respecto a los niños, tenía sus dudas. Los examinó con sus inquietantes ojillos, y al momento se dio cuenta de que se sentían desgraciados. Le gustasen o no, la opinión que tuviera de ellos carecía de importancia puesto que, en cualquier caso, los devoraría. Así era ella. No hay palabras adecuadas para describir apropiadamente la corpulencia de Nana. Era una persona de un cuerpo y una fuerza enormes. El Señor pensó que una institutriz gruesa sería indudablemente lo mejor, y precisamente por ello eligió a Nana. Le dijo a Nana que no quería tener más problemas con los niños. Y, desde luego, no los tuvo. No tuvo que preocuparse más de ellos ni de volver a verlos, si no lo quería, ya que vivían prácticamente encadenados al cuerpo de Nana. No los perdía de vista ni un instante. A partir de entonces, Klas y Klara carecieron de vida propia. Vivían la de Nana. Igual que la pequeña y silenciosa cacatúa que le servía de compañía a Nana. Era un aterrorizado animalillo que, acurrucado en su jaula, escuchaba atentamente todo cuanto decía Nana. Cuando ésta se volvía hacia ella, asentía ansiosamente, para demostrar que la escuchaba y estaba de acuerdo con lo que decía. De vez en cuando, sus aterrados ojillos parpadeaban y su pobre cuerpecito se contraía y se crispaba. Nadie sabía si la cacatúa era muda de nacimiento o había perdido el habla a causa del torrente atronador de las palabras de Nana. El único sonido que ahora emitía era un chillido agudo que parecía penetrar hasta la mismísima médula 45 María Gripe Los hijos del vidriero de los huesos. Afortunadamente no chillaba muy a menudo, sino tan sólo en contadas ocasiones, mientras dormía. Era imposible llegar a acostumbrarse a aquel sonido, que hacía que la sangre se helara en las venas. Era un chillido que parecía expresar toda la tristeza del mundo. La cacatúa se llamaba Mimí. Klas y Klara estaban impacientes por hacer amistad con Mimí, pero nunca llegaron a conseguirlo porque Nana no se lo permitió. Mimí siempre estaba con la mirada fija en Nana. Jamás miraba a los niños. Parecía ignorar su existencia. Pero pronto les sucedió lo mismo a Klas y a Klara. También tenían que estar siempre pendientes de Nana, pues de lo contrario, las cosas podían irles muy mal. Nana tenía necesidad de comer algo cada dos horas. Le preparaban una suculenta mesa y entonces ella se sentaba en un lado y los niños frente a ella. La mesa crujía bajo el peso de los platos y de las fuentes rebosantes de comida. A Nana nunca le era difícil organizarse apetitosos festines. Pero los niños, obedientemente, sólo comían cuando se les ordenaba. De no ser así, se limitaban a permanecer sentados, con la mirada fija en la cubertería de plata o en las enormes mandíbulas de Nana abiertas de par en par. Mimí estaba en su jaula, próxima a Nana, que la alimentaba sin cesar con semillas de higo que guardaba en una bolsa. Mimí las comía y se las tragaba, sumisa y delicadamente, con la misma seriedad que habría podido demostrar una pequeña colegiala. Era enorme la cantidad de semillas con que se la podía atiborrar. Era algo asombroso, dado que Mimí no era un pájaro muy grande. Después de comer, Nana bostezaba, soñolienta. Tenía que echarse a dormir para hacer la digestión. Entonces Mimí, a una mirada de Nana, parecía quedar bajo los efectos de un extraño somnífero puesto que inmediatamente comenzaba también a bostezar. Nana descansaba en una enorme cama con dosel que habían llevado a la habitación de los niños. Tan pronto como se echaba, caía dormida. Entonces era como si en la habitación se hubiera producido un huracán; se iniciaba con un murmullo que se convertía en un bramido hasta que, por último, atronaba. Las cortinas, agitadas por la fuerza de su respiración, semejaban velas y la cama se balanceaba como un barco en un mar embravecido. La jaula de Mimí, que pendía colgada de un gancho bajo el dosel, oscilaba peligrosamente, pero Mimí, escondida la cabeza bajo un ala, dormía profundamente como si no pasara nada de particular. Nunca se despertaba antes que Nana. Claro está que Klas y Klara también tenían que echarse, pero nunca se dormían. Allí se quedaban, abandonados y sobrecogidos de temor, hasta que amainaba la fuerte tormenta y Nana despertaba. Nunca dormía más de un cuarto de hora. Puntual, Mimí se despertaba al mismo tiempo. 46 María Gripe Los hijos del vidriero Cuando se despertaba, Nana resultaba terriblemente severa y peligrosa. Era entonces cuando se encargaba de la educación de los niños. Poseía un enorme baúl de donde, rebuscando, sacaba pilas de libros, ábacos y pizarras. Entonces comenzaba la clase. Hacía preguntas a Klas y Klara sobre las materias que contenían los libros. Saltaba de uno a otro tema, de un libro a otro. Cada vez que cerraba un libro lo hacía con tal violencia que hacía saltar a los niños. Esto lo repetía una y otra vez. Estaban allí como atontados, como bobos. No sabían nada. No aprendían nada. No comprendían nada. Cuando se dio cuenta de lo torpes que eran, decidió planear su educación. Solía corretear alocadamente por la habitación agitando tanto los brazos, que sus pequeñas gafas se deslizaban hasta la punta de su enorme nariz, donde se agitaban y brincaban con violencia. De su boca fluía un torrente de advertencias, amenazas y regañinas. De repente, se paraba en medio de la habitación y gritaba: —¡REPETID LO QUE ACABO DE DECIR! Entonces se producía un embarazoso silencio, pues Klas y Klara eran incapaces de pronunciar