Elon Musk: Una Vida de Adversidad y Éxito (PDF)
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Walter Isaacson
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This book by Walter Isaacson delves into the remarkable life of Elon Musk. It explores his challenging childhood in South Africa, and details how deeply his experiences shaped his personality and the way he approaches life and innovation. The book provides a look into the personal and business aspects of his life and offers insights into the drivers behind his success.
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A quienes haya podido ofender, solo quiero decirles que he reinventado los coches eléctricos y estoy enviando a personas a Marte en una nave espacial. ¿Creían que también iba a ser un tipo tranquilo y normal? ELON MUSK, Saturday Night Live, 8 de ma...
A quienes haya podido ofender, solo quiero decirles que he reinventado los coches eléctricos y estoy enviando a personas a Marte en una nave espacial. ¿Creían que también iba a ser un tipo tranquilo y normal? ELON MUSK, Saturday Night Live, 8 de mayo de 2021 Las personas que están lo suficientemente locas para pensar que pueden cambiar el mundo son las que lo hacen. STEVE JOBS Prólogo Musa de fuego Cortesía de Maye Musk EL PATIO DEL RECREO Como el niño criado en Sudáfrica que era, Elon Musk conoció el dolor y aprendió a sobrevivir a él. A los doce años, lo llevaron en autobús a un campamento de supervivencia en la naturaleza, conocido como veldskool. «Era El señor de las moscas en versión paramilitar», recuerda. A cada niño se le daba una pequeña ración de comida y de agua, y se le permitía —de hecho, se le alentaba— a pelear por ella. «El matonismo se consideraba una virtud», cuenta su hermano menor, Kimbal. Los niños mayores aprendían con rapidez a dar puñetazos en la cara a los pequeños y a quitarles sus cosas. Elon, que era bajito y torpe emocionalmente, recibió dos palizas. Acabó perdiendo casi cinco kilos. Hacia el final de la primera semana, dividieron a los chicos en dos grupos y les dieron instrucciones de atacarse mutuamente. «Aquello era demencial y alucinante», recuerda Musk. Cada pocos años moría uno de los niños. Los monitores solían contar esas historias a modo de advertencia: «No seas tan estúpido como ese tonto de los cojones que murió el año pasado —decían—. No seas el débil gilipollas». La segunda vez que Elon fue al veldskool estaba a punto de cumplir los dieciséis. Se había hecho mucho más corpulento, superaba el metro ochenta, tenía la complexión de un oso y había aprendido yudo. Así pues, el veldskool no estuvo tan mal. «Descubrí por entonces que, si alguien me acosaba, podía pegarle un puñetazo fuerte en la cara y ya no volvería a intimidarme. Podían molerme a hostias pero, si les había soltado un buen puñetazo en la cara, no volverían a por mí». En los años ochenta del pasado siglo, Sudáfrica era un lugar violento en el que proliferaban los ataques con armas y los apuñalamientos. Una vez, cuando Elon y Kimbal bajaron de un tren de camino a un concierto de música contra el apartheid, tuvieron que vadear un charco de sangre junto a un muerto con un cuchillo clavado en la cabeza. Durante el resto de la noche, la sangre en las suelas de sus zapatillas deportivas hacía un ruido pegajoso contra el pavimento. La familia Musk tenía pastores alemanes adiestrados para atacar a cualquiera que corriera por la casa. A los seis años, Elon andaba correteando por el camino de entrada cuando lo atacó su perro favorito, dándole un mordisco enorme en la espalda. En la sala de urgencias, cuando se estaban preparando para suturarlo, él se resistía a que lo curaran hasta que le prometieran que no castigarían al perro. «¿No lo van a matar, verdad?», preguntó Elon. Le juraron que no lo harían. Al contar la historia, Musk hace una larga pausa con la mirada perdida. «Por supuesto, después mataron al perro a tiros». Las experiencias más dolorosas las sufrió en el colegio. Durante mucho tiempo fue el más pequeño y el más bajito de la clase. Le costaba captar los códigos sociales. No sentía empatía espontáneamente, y tampoco tenía ni el deseo ni el instinto de congraciarse con los demás. En consecuencia, solían perseguirlo los matones, que aparecían y le propinaban puñetazos en la cara. «Si nunca has recibido un puñetazo, no tienes ni idea de cómo te afecta eso para el resto de tu vida», dice. En una asamblea escolar, un alumno que andaba haciendo payasadas con una pandilla de amigos tropezó con él. Elon lo empujó. Se produjo un intercambio verbal. El muchacho y sus amigos buscaron a Elon en el recreo y lo encontraron comiéndose un sándwich. Se acercaron a él por detrás, le patearon la cabeza y lo empujaron por unas escaleras de hormigón. «Se sentaron encima de él y siguieron moliéndolo a palos y dándole patadas en la cabeza —cuenta Kimbal, que había estado sentado con él—. Cuando terminaron la faena, yo era incapaz de reconocer su cara. Era una bola de carne tan hinchada que apenas se le veían los ojos». Lo llevaron al hospital y faltó al colegio una semana. Décadas después, seguía sometiéndose a cirugía correctiva para intentar reparar los tejidos del interior de su nariz. Con todo, esas cicatrices eran leves comparadas con las emocionales infligidas por su padre, Errol Musk, un ingeniero, un granuja y un carismático fantaseador que todavía sigue atormentando a Elon. Tras la pelea, Errol se puso del lado del chico que le había golpeado en la cara. «Al muchacho acababa de suicidársele su padre y Elon lo había llamado estúpido —asegura Errol—. Elon tenía esa tendencia a llamar estúpida a la gente. ¿Cómo podía culpar yo a ese chaval?». Cuando Elon regresó por fin a casa, su padre lo reprendió. «Tuve que aguantar una hora mientras me gritaba y me llamaba idiota, y me decía que era un inútil», recuerda Elon. Kimbal, que presenció la discusión, afirma que aquel es el peor recuerdo de su vida. «Mi padre perdió los papeles, se puso como loco, como le ocurría a menudo. No tenía ninguna compasión». Tanto Elon como Kimbal, que ya no se hablan con su padre, dicen que su afirmación de que Elon había provocado el ataque es un despropósito y que el perpetrador terminó siendo enviado a un centro de menores por ello. Añaden que su padre es un voluble fabulador, que suele contar historias aderezadas con fantasías, unas veces calculadas y otras delirantes. Según ellos, tiene una naturaleza de Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Un minuto era amable y al siguiente se entregaba durante una hora o más al maltrato implacable. Acostumbraba a concluir sus peleas diciéndole a Elon lo patético que era. Este tenía que permanecer en pie ante él, sin poder marcharse. «Era una tortura mental —dice Elon, haciendo una pausa muy prolongada con un leve nudo en la garganta—. Era evidente que sabía infundir terror en cualquier situación». Cuando telefoneo a Errol, hablamos durante casi tres horas y después seguimos llamándonos y escribiéndonos a lo largo de los dos años siguientes. Está deseoso de describir y enviarme fotos de las cosas bonitas que proporcionaba a sus hijos, al menos durante los periodos en que su empresa de ingeniería funcionaba bien. En una época conducía un Rolls-Royce, construyó un refugio forestal con sus chicos y, hasta que ese negocio terminó, se hizo con esmeraldas en bruto que le proporcionaba el propietario de una mina en Zambia. No obstante, admite que fomentaba la dureza física y emocional. «Comparado con las experiencias que los chicos vivían conmigo, el veldskool parecería insulso», comenta, añadiendo que la violencia sencillamente formaba parte de la experiencia educativa en Sudáfrica. «Te sujetaban entre dos mientras un tercero te golpeaba la cara con un leño y cosas por el estilo. En su primer día en una nueva escuela, se obligaba a los recién llegados a pelear con el matón del colegio». Admite con orgullo que ejercía «una autocracia callejera extremadamente severa» con sus hijos. Luego pone empeño en añadir que «Elon aplicaría más adelante esa misma autocracia severa consigo mismo y con los demás». «ME MODELÓ LA ADVERSIDAD» «Alguien dijo una vez que todo hombre intenta cumplir las expectativas de su padre o compensar los errores de este —escribió Barack Obama en sus memorias—, y supongo que eso puede explicar mi dolencia particular». En el caso de Elon Musk, el impacto del padre en su psique persistiría, pese a las numerosas tentativas de desterrarlo, tanto física como psicológicamente. Los estados de ánimo de Elon funcionaban por ciclos de claro y oscuro, intenso y bobalicón, desapegado y emocional, con ocasionales zambullidas en lo que quienes lo rodeaban temían como su «modo demoniaco». A diferencia de su padre, era afectuoso con sus hijos, pero en sentidos distintos al habitual. Su comportamiento sugería un peligro que necesitaba ser combatido constantemente: la amenaza de que, como decía su madre, «pudiera convertirse en su padre». Se trata de uno de los temas más recurrentes en la mitología. ¿Hasta qué punto la búsqueda épica del héroe de La guerra de las galaxias requiere exorcizar demonios legados por Darth Vader y luchar con el lado oscuro de la Fuerza? «Con una infancia como la suya en Sudáfrica, creo que tienes que apagarte emocionalmente en ciertos sentidos —dice su primera mujer, Justine, la madre de cinco de los diez hijos de Elon—. Si tu padre siempre te está llamando retrasado e idiota, tal vez la única opción sea desconectar en tu interior todo aquello que habría abierto una dimensión emocional que él no tenía herramientas para abordar». Esa válvula de cierre emocional pudo volverlo insensible, pero lo convirtió asimismo en un innovador amante del riesgo. «Aprendió a desconectar el miedo —señala Justine—. Si apagas el miedo, tal vez tengas que apagar también otras cosas, como la alegría o la empatía». El estrés postraumático que sufrió tras su infancia le inculcó del mismo modo una aversión a la satisfacción. «Yo creo que no sabe relajarse, saborear el éxito y oler las flores —señala Claire Boucher, la artista conocida como Grimes, que es la madre de otros tres de sus hijos—. Creo que fue condicionado en su niñez para asumir que la vida es dolor». Musk está de acuerdo. «Me modeló la adversidad —afirma—. Mi umbral de dolor llegó a ser muy alto». Durante un periodo de su vida particularmente infernal en 2008, después de las explosiones en los tres primeros lanzamientos de los cohetes de SpaceX y de que Tesla estuviera a punto de declararse en bancarrota, solía despertarse muy agitado y le contaba a Talulah Riley, que se había convertido en su segunda mujer, las cosas horrendas que una vez le había dicho su padre. «Yo le oía utilizar esas frases a él mismo —dice Talulah—. Aquello causó un profundo efecto en su forma de comportarse». Cuando le invadían esos recuerdos, desconectaba y parecía esfumarse tras sus ojos color de acero. «Creo que no era consciente de cómo seguían afectándole esas cosas, porque pensaba en ellas como algo de su niñez — apunta Riley—. Pero ha conservado una faceta infantil, casi atrofiada. Dentro del hombre, sigue todavía ahí como un niño, un niño en pie ante su padre». A raíz de todo ello Musk desarrolló un aura que, en ocasiones, le daba un aire alienígena, como si con su misión a Marte quisiera regresar a casa y su deseo de fabricar robots humanoides revelase una búsqueda de parentesco. No nos sorprendería del todo que se arrancase la camisa y descubriésemos que no tiene ombligo y que no ha nacido en este planeta. No obstante, su infancia también lo hizo demasiado humano, un chico duro aunque vulnerable que decidía embarcarse en aventuras épicas. Desarrolló un fervor que ocultaba su torpeza, y una torpeza que ocultaba su fervor. Ligeramente incómodo en su propio cuerpo, como un hombre corpulento que nunca fue un atleta, caminaba con la zancada de un oso guiado por una misión y bailaba dando brincos que parecían aprendidos de un robot. Con la convicción de un profeta, hablaba de la necesidad de alimentar la llama de la conciencia humana, desentrañar el universo y salvar nuestro planeta. En un principio, yo interpretaba todo ello básicamente como juegos de rol, arengas para levantar la moral del equipo y fantasías de pódcast de un hombre-niño que había leído en su momento y con demasiada frecuencia Guía del autoestopista galáctico. Sin embargo, cuanto más me topaba con ello, más llegué a creer que su idea de misión formaba parte de aquello que lo impulsaba. Mientras que otros emprendedores se afanaban por desarrollar una visión del mundo, él desarrollaba una visión cósmica. Su ascendencia y su crianza, junto con su cableado cerebral, lo hacían a veces cruel e impulsivo. Lo conducían asimismo a una tolerancia al riesgo alta en extremo. Podía calcularlo fríamente y también abrazarlo con febrilidad. «Elon desea el riesgo como un fin en sí mismo —sostiene Peter Thiel, que se convirtió en su socio en los primeros tiempos de PayPal—. Parece disfrutar con él; de hecho, a veces se diría que es adicto a él». Llegó a ser una de esas personas que se sienten más vivas cuando se aproxima un huracán. «He nacido para la tormenta y la calma no va conmigo», dijo en cierta ocasión el presidente de Estados Unidos Andrew Jackson. Lo mismo le sucede a Musk. Desarrolló una mentalidad de asedio que incluía una atracción, a veces un anhelo, por la tormenta y el drama, ambos intervinientes en las relaciones románticas que luchaba en vano por mantener. Se crecía en las crisis, los plazos y los aluviones salvajes de trabajo. Cuando se enfrentaba a desafíos tortuosos, la presión lo mantenía con frecuencia en vela durante la noche y le hacía vomitar. Pero también le daba energía. «Es un imán que atrae el drama —dice Kimbal—. Esa es su compulsión, el tema de su vida». Mientras escribía sobre Steve Jobs, su socio Steve Wozniak me sugirió que la gran pregunta que debía hacer era: ¿tenía que ser tan malvado? ¿Tan rudo y cruel? ¿Tan adicto al drama? Cuando le formulé la pregunta al propio Woz al final de mi relato, este me contestó que, si él hubiera dirigido Apple, habría sido más amable. Habría tratado a todos como si fueran su familia y no habría despedido sumariamente a la gente. Luego hizo una pausa y añadió: «Pero si yo hubiera dirigido Apple, puede que nunca hubiésemos fabricado el Macintosh». Así pues, la pregunta sobre Elon Musk es: ¿podría haber sido más tranquilo sin dejar por ello de lanzarnos hacia Marte y hacia un futuro de vehículos eléctricos? A comienzos de 2022 —después de un año marcado por treinta y un lanzamientos exitosos de cohetes por parte de SpaceX, por la venta de cerca de un millón de coches por parte de Tesla y por haberse convertido en el hombre más rico del planeta—, Musk hablaba con arrepentimiento de su compulsión por provocar dramas. «Necesito alejar mi actitud del modo crisis —me dijo— en el que llevo unos catorce años, o podría decirse que la mayor parte de mi vida». Se trataba de un comentario melancólico, no de un propósito de Año Nuevo. Incluso mientras hacía la promesa estaba comprando acciones de Twitter, el patio de recreo definitivo del mundo. Aquel abril hizo una escapada a la casa en Hawái de su mentor Larry Ellison, el fundador de Oracle, acompañado por la actriz Natasha Bassett, una novia ocasional. Le habían ofrecido un puesto en el consejo de Twitter, pero durante el fin de semana llegó a la conclusión de que aquello no era suficiente. Estaba en su naturaleza desear el control total. Así pues, decidió hacer una oferta hostil para comprar la empresa en su totalidad. Después voló a Vancouver para reunirse con Grimes. Permaneció allí con ella hasta las cinco de la madrugada jugando a un nuevo videojuego de rol, Elden Ring. En cuanto terminó, puso en marcha su plan y escribió en Twitter: «He hecho una oferta». A lo largo de los años, cada vez que estaba en un lugar oscuro o se sentía amenazado, regresaba a los horrores del acoso sufrido en el patio del colegio. Ahora tenía la oportunidad de ser su dueño. 1 Aventureros Izquierda, arriba y abajo: cortesía de Maye Musk; derecha: cortesía de Elon Musk Winnifred y Joshua Haldeman (izquierda, arriba); Errol, Maye, Elon, Tosca y Kimbal Musk (izquierda, abajo); Cora y Walter Musk (derecha). JOSHUA Y WINNIFRED HALDEMAN La atracción de Elon Musk por el riesgo era una característica de familia. Se puede decir que salió a su abuelo materno, Joshua Haldeman, un temerario aventurero de opiniones firmes, que se había criado en una granja en las áridas llanuras del centro de Canadá. Estudió técnicas quiroprácticas en Iowa, y posteriormente regresó a su ciudad natal cercana a Moose Jaw, donde domaba caballos y hacía ajustes quiroprácticos a cambio de comida y alojamiento. Finalmente fue capaz de comprar su propia granja, pero la perdió durante la depresión de la década de 1930. En los años posteriores trabajó como vaquero, jinete de rodeo y peón de la construcción. Su única constante era el amor por la aventura. Se casó y se divorció, viajó como un vagabundo en trenes de mercancías y como polizón en un barco transoceánico. La pérdida de su granja le inculcó cierto sentimiento populista y participó activamente en un movimiento conocido como Partido del Crédito Social, que propugnaba dar a los ciudadanos notas de crédito gratuitas que podrían usar como moneda. El movimiento tenía un sesgo fundamentalista conservador teñido de antisemitismo. Su primer líder en Canadá denunció una «perversión de los ideales culturales» porque «un número desproporcionado de judíos ocupan puestos de control». Haldeman llegó a ser presidente del consejo nacional del partido. También se alistó en un movimiento llamado Tecnocracia, que creía que el Gobierno debía ser dirigido por tecnócratas en lugar de políticos. Fue ilegalizado temporalmente en Canadá debido a su oposición a la entrada del país en la Segunda Guerra Mundial. Haldeman desafió la prohibición publicando un periódico y respaldando el movimiento. En un momento dado quiso aprender bailes de salón, y fue así como conoció a Winnifred Fletcher, cuya vena aventurera era igual a la suya. A los dieciséis años consiguió un empleo en el Times Herald de Moose Jaw, pero ella soñaba con ser bailarina y actriz. Así pues, se largó en tren a Chicago y después a Nueva York. A su regreso, abrió una escuela de baile en Moose Jaw, a la que se presentó Haldeman para recibir clases. Cuando le pidió una cita para cenar, ella le respondió: «Yo no salgo con mis clientes». Entonces él dejó las clases y volvió a pedírselo. Unos meses después le preguntó: «¿Cuándo te casarás conmigo?». Ella contestó: «Mañana». Tuvieron cuatro hijos, incluidas las gemelas Maye y Kaye, nacidas en 1948. Un día en que andaban de viaje, él vio un cartel de «SE VENDE» en un avión monomotor Luscombe estacionado en el campo de un granjero. No tenía dinero en efectivo, pero convenció al granjero para que se quedara su coche a cambio. Fue un tanto impulsivo, ya que Haldeman no sabía volar. Contrató a alguien para que volase, lo llevase a casa y le enseñara a pilotar el avión. La familia llegó a ser conocida como los Haldeman Voladores, y él fue descrito por una revista especializada en quiropráctica como «quizá la figura más extraordinaria en la historia de los quiroprácticos voladores», un elogio bastante limitado aunque preciso. Compraron un avión monomotor más grande, un Bellanca, cuando Maye y Kaye contaban tres meses, y las pequeñas llegaron a ser conocidas como las «gemelas voladoras». Con sus estrafalarias ideas populistas y conservadoras, Haldeman llegó a creer que el Gobierno canadiense estaba usurpando el control de las vidas de los individuos y que el país se había ablandado. Así pues, en 1950 decidió trasladarse a Sudáfrica, donde perduraba un régimen de apartheid blanco. Desmontaron el Bellanca, lo embalaron y subieron a bordo de un carguero con destino a Ciudad del Cabo. Haldeman decidió que quería vivir en el interior, de modo que despegaron hacia Johannesburgo, donde la mayoría de los ciudadanos blancos eran anglohablantes. Pero mientras sobrevolaban las inmediaciones de Pretoria, los jacarandás de color lavanda estaban en flor, y Haldeman anunció: «Nos quedaremos aquí». Cuando Joshua y Winnifred eran jóvenes, un charlatán del espectáculo llamado William Hunt, conocido (al menos por él mismo) como «el Gran Farini», llegó a Moose Jaw y contó historias sobre una antigua «ciudad perdida» que había visto al cruzar el desierto de Kalahari en Sudáfrica. «Aquel fabulista le enseñó a mi abuelo fotografías que eran obviamente falsas, pero él creyó en su existencia y decidió que su misión consistía en redescubrirla», cuenta Musk. Una vez en África, los Haldeman hacían cada año una expedición de un mes por el Kalahari en busca de la legendaria ciudad. Cazaban su propia comida y dormían con sus armas para poder defenderse de los leones. La familia adoptó un lema: «Vive peligrosamente con cautela». Se embarcaban en vuelos de larga distancia a lugares tales como Noruega, empataron en el primer puesto en el rally de veinte mil kilómetros de Ciudad del Cabo a Argel y llegaron a ser los primeros en pilotar un avión monomotor desde África hasta Australia. «Tuvieron que quitar los asientos traseros para meter depósitos de combustible», recordaría posteriormente Maye. La propensión al riesgo de Joshua Haldeman acabó pasándole factura. Murió cuando una persona a la que estaba enseñando a volar chocó con un cable de alta tensión, haciendo que el avión se voltease y se estrellase. Su nieto Elon tenía tres años por entonces. «Él sabía que las aventuras auténticas entrañan riesgos —comenta —. El riesgo le daba energía». Haldeman imprimió ese espíritu en una de sus gemelas, la madre de Elon, Maye. «Sé que puedo correr un riesgo siempre y cuando esté preparada», asegura. Cuando era una joven estudiante, se le daban bien las ciencias y las matemáticas. También era extraordinariamente atractiva. Alta y de ojos azules, con pómulos prominentes y barbilla esculpida, comenzó a trabajar como modelo a sus quince años, haciendo desfiles de pasarela en los grandes almacenes los sábados por la mañana. Por aquella época, conoció a un chico de su vecindario que también era increíblemente bien parecido, aunque de manera zalamera y canallesca. ERROL MUSK Errol Musk era aventurero y chanchullero, siempre al acecho de la siguiente oportunidad. Su madre, Cora, era de Inglaterra, donde terminó la escuela a los catorce años, trabajó en una fábrica de revestimientos para cazabombarderos y después cogió un barco de refugiados con destino a Sudáfrica. En ese país conoció a Walter Musk, un criptógrafo y oficial de la inteligencia militar que trabajaba en Egipto en planes para engañar a los alemanes desplegando armas y reflectores falsos. Acabada la guerra, hacía poco más que permanecer sentado en silencio en un sillón, beber y emplear sus destrezas criptológicas para resolver crucigramas. Así que Cora lo dejó, regresó a Inglaterra con sus dos hijos, se compró un Buick y después volvió a Pretoria. «Era la persona más fuerte que jamás he conocido», dice Errol. Errol se graduó en ingeniería y trabajó en la construcción de hoteles, centros comerciales y fábricas. Aparte, le gustaba restaurar coches y aviones viejos. También hizo sus incursiones en política, derrotando a un miembro afrikáner del proapartheid Partido Nacional, para convertirse en uno de los pocos miembros anglohablantes del Consejo de la Ciudad de Pretoria. El Pretoria News del 9 de marzo de 1972 informó sobre las elecciones bajo el titular «Reacción contra el establishment». Al igual que a los Haldeman, le encantaba volar. Se compró un Cessna Golden Eagle bimotor, que utilizaba para transportar equipos de televisión a un refugio que había construido en el bosque. En uno de los viajes, en 1986, cuando estaba tratando de vender el avión, aterrizó en un aeródromo de Zambia, donde un empresario panameño-italiano le ofreció comprarlo. Acordaron un precio: en vez de efectivo, le pagaría con una porción de las esmeraldas producidas en tres pequeñas minas que el empresario poseía en Zambia. Zambia tenía a la sazón un Gobierno poscolonial negro, pero no existía una burocracia funcional, por lo que la mina no estaba registrada. «Si la hubiese registrado, habría terminado sin nada, porque los negros se lo habrían quitado todo», señala Errol. Él critica a la familia de Maye por ser racista e insiste en que él no lo es. «Yo no tengo nada en contra de los negros, pero sencillamente son diferentes a mí», comenta en un inconexo discurso telefónico. Errol, que nunca tuvo una participación en la mina, expandió su negocio importando esmeraldas en bruto y haciéndolas tallar en Johannesburgo. «Muchas personas acudían a mí con paquetes robados —me cuenta—. En mis viajes al extranjero, vendía esmeraldas a los joyeros. Era una actividad clandestina, porque era ilegal de pies a cabeza». Tras producir unos beneficios aproximados de 210.000 dólares, el negocio quebró en los años ochenta, cuando los rusos crearon una esmeralda artificial de laboratorio. Perdió todas sus ganancias procedentes de esa fuente. SU MATRIMONIO Errol Musk y Maye Haldeman empezaron a salir cuando eran unos adolescentes. Desde el comienzo, su relación estuvo marcada por el drama. Él le propuso matrimonio reiteradamente, pero ella no confiaba en él. Cuando descubrió que la estaba engañando, su disgusto fue tan grande que se pasó una semana llorando y sin poder comer. «Por causa del dolor, perdí cuatro kilos y medio», recuerda, y eso le ayudó a ganar el concurso de belleza local. Consiguió un premio de ciento cincuenta dólares en metálico más diez entradas para una bolera y llegó a ser finalista en el certamen de Miss Sudáfrica. Cuando Maye se graduó en la universidad, se mudó a Ciudad del Cabo para dar charlas sobre nutrición. Errol fue a visitarla, le llevó un anillo de compromiso y le propuso matrimonio. Le prometió que cambiaría sus modos y sería fiel una vez que estuvieran casados. Maye acababa de romper una relación con otro novio infiel, había ganado mucho peso y había empezado a temer que jamás se casaría, de modo que aceptó. La noche de la boda, Errol y Maye cogieron un vuelo barato a Europa para pasar su luna de miel. En Francia, él compró ejemplares del Playboy, que estaba prohibido en Sudáfrica, y permanecía tumbado en la cama del hotelito hojeándolos, para disgusto de Maye. Sus peleas se tornaron amargas. Cuando regresaron a Pretoria, ella pensó en librarse del matrimonio, pero pronto empezó a sentir náuseas matutinas. Se había quedado embarazada la segunda noche de su luna de miel, en la ciudad francesa de Niza. «Estaba claro que casarme con él había sido un error —recuerda—, pero ya no tenía vuelta atrás». 2 Una mente propia Pretoria, años setenta Cortesía de Maye Musk Elon y Maye Musk (izquierda, arriba); Elon, Kimbal y Tosca (izquierda, abajo); Elon, listo para ir al colegio (derecha). SOLO Y RESUELTO A las siete y media de la mañana del 28 de junio de 1971, Maye Musk dio a luz a un niño de 3 kilos y 850 gramos con una cabeza muy grande. En un principio ella y Errol iban a llamarlo Nice, nombre en francés y en inglés de Niza, la ciudad francesa en la que había sido concebido. La historia podría haber sido diferente, o al menos divertida, si el muchacho tuviera que andar por la vida con el nombre de Nice Musk, que en inglés vendría a significar Agradable Almizcle. En lugar de ello, con la esperanza de complacer a los Haldeman, Errol accedió a que los nombres del niño fuesen de esa rama de la familia. Elon, por el abuelo de Maye, J. Elon Haldeman, y Reeve, el apellido de soltera de la abuela materna de Maye. A Errol le gustaba el nombre de Elon por ser bíblico, y más tarde afirmaría que había sido clarividente. De niño, dice, había oído hablar de un libro de ciencia ficción del científico espacial Wernher von Braun titulado Project Mars, que describe una colonia en el planeta gobernada por un ejecutivo conocido como «el Elon». Elon lloraba continuamente, comía mucho y dormía poco. En cierta ocasión, Maye decidió dejarle llorar hasta que cayera dormido, pero cambió de parecer cuando los vecinos llamaron a la policía. Sus estados de ánimo cambiaban con rapidez; cuando no estaba llorando, dice su madre, era realmente dulce. Durante los dos años siguientes, Maye tuvo otros dos hijos, Kimbal y Tosca. No los mimaba. Les permitía campar a sus anchas. No tenían ningún canguro, tan solo una criada que apenas prestaba atención cuando Elon empezó a experimentar con cohetes y explosivos. Él confiesa estar sorprendido de haber superado su infancia con todos los dedos intactos. Cuando tenía tres años, su madre decidió que era tal la curiosidad intelectual de Elon que debía ir al parvulario. El director trató de disuadirla, aduciendo que, al ser más pequeño que el resto de la clase, tendría una socialización dificultosa. Debían esperar otro año. «No puedo hacer eso —le respondió Maye—. Necesita a alguien más que yo para hablar. Mi hijo es un genio». Se salió con la suya. Pero aquello fue un error. Elon no tenía amigos y para cuando pasó a segundo curso estaba dejando de prestar atención. «La maestra se acercaba a mí y me gritaba, pero en realidad yo no la veía ni la oía», explica. Sus padres fueron convocados por el director, quien les comunicó: «Tenemos motivos para creer que Elon es retrasado». Se pasaba la mayor parte del tiempo en trance, sin escuchar, les explicó uno de sus profesores. «No deja de mirar por la ventana y, cuando le indico que preste atención, me dice: “Las hojas se están volviendo marrones”». Errol respondió que Elon tenía razón, que las hojas se estaban volviendo marrones. El estancamiento se superó cuando sus padres accedieron a que le hicieran pruebas de audición, por si pudiera ser ese el problema. «Decidieron que era un asunto auditivo, por lo que me extirparon las adenoides», cuenta. Eso calmó a las autoridades escolares, pero no ayudó en absoluto a modificar su tendencia a desconectar y a refugiarse en su propio mundo cuando estaba pensando. «Desde que era niño, si empiezo a pensar seriamente en algo, todos mis sistemas sensoriales se desconectan —me asegura—. No puedo ver ni oír nada. Estoy utilizando mi cerebro para computar, no para recibir información». Los otros niños saltaban arriba y abajo y agitaban los brazos en su cara, para ver si eran capaces de captar su atención. Pero no funcionaba. «Cuando tiene esa mirada perdida, es preferible no interrumpir», señala su madre. Sus problemas sociales se agravaban con su negativa a soportar cortésmente a aquellos a quienes consideraba tontos. Empleaba con frecuencia la palabra «estúpido». «Una vez que empezó a ir al colegio, se volvió muy solitario y triste —cuenta su madre—. Kimbal y Tosca solían hacer amigos el primer día y llevarlos a casa, pero Elon nunca llevaba a nadie. Deseaba hacer amistades, pero no sabía cómo». En consecuencia, estaba solo, muy solo, y ese dolor se le quedó grabado. «Cuando era niño, decía una cosa —recordaba Elon en una entrevista en Rolling Stone durante un tumultuoso periodo de su vida amorosa en 2017—: “No quiero estar solo jamás”. Eso era lo que solía decir. “No quiero estar solo”». Un día, cuando tenía cinco años, uno de sus primos iba a celebrar su fiesta de cumpleaños, pero Elon estaba castigado por haberse peleado y tenía que quedarse en casa. Como era un niño muy resuelto, decidió ir andando él solo hasta la casa de su primo. El problema era que esta se encontraba al otro lado de Pretoria, a casi dos horas de caminata. Además, era demasiado pequeño para entender las señales de tráfico. «Conocía más o menos la ruta porque la había visto desde un coche, y estaba decidido a llegar allí, así que empecé a caminar», cuenta. Logró llegar justo cuando la fiesta estaba terminando. Cuando su madre lo vio llegar por la calle, se puso hecha un basilisco. Temiendo ser castigado de nuevo, trepó a un arce y se negó a bajar. Kimbal recuerda que se quedó debajo del árbol mirando con asombro a su hermano mayor. «Tiene esa feroz determinación que te deja atónito y que a veces aún ahora resulta aterradora». Con ocho años, concentró su determinación en conseguir una motocicleta. Sí, con ocho años. Se plantaba junto a la silla de su padre y exponía sus argumentos, una y otra vez. Cuando su padre cogía un periódico y le mandaba callar, Elon permanecía ahí en pie. «Era extraordinario presenciar ese espectáculo —asegura Kimbal—. Se quedaba ahí plantado en silencio, luego retomaba su argumentación y después permanecía en silencio». Eso sucedía todas las tardes, durante semanas. Su padre acabó cediendo y le compró a Elon una Yamaha azul y dorada de 50 centímetros cúbicos. Elon también acostumbraba a abstraerse y vagar a su aire, ajeno a lo que hacían los demás. En un viaje familiar a Liverpool para ver a unos parientes cuando tenía ocho años, sus padres los dejaron a él y a su hermano jugando solos en un parque. No estaba en su naturaleza quedarse quieto, de modo que empezó a deambular por las calles. «Un chaval me encontró llorando y me llevó con su madre, quien me ofreció leche y galletas y llamó a la policía», recuerda. Cuando se reunió con sus padres en la comisaría, estos no eran conscientes de que hubiese ningún problema. «Fue una locura dejarnos a mi hermano y a mí solos en un parque con esa edad —comenta—, pero mis padres no eran sobreprotectores como los padres actuales». Años más tarde lo vi en una zona de construcción de techos solares con su hijo de dos años conocido como X. Eran las diez de la noche y había montacargas y otros equipos móviles iluminados por dos focos que proyectaban grandes sombras. Musk dejó a X en el suelo para que explorase por su cuenta, cosa que el pequeño hacía sin temor. Mientras fisgoneaba entre alambres y cables, Musk le lanzaba miradas ocasionales, pero se abstenía de intervenir. Finalmente, cuando X empezó a trepar por un foco móvil, Musk se acercó y lo cogió en brazos. X se retorcía y chillaba, descontento al verse sujeto. Musk contaría más adelante, incluso bromeando, que tenía asperger, un nombre común para una forma de trastorno del espectro autista que puede afectar a las habilidades sociales, las relaciones, la conectividad emocional y la autorregulación de una persona. «Nunca fue realmente diagnosticado cuando era niño — reconoce su madre—, pero él dice que tiene asperger y estoy segura de que está en lo cierto». Dicha condición se vio exacerbada por los traumas de la niñez. Tiempo después, en cualquier momento en que él se sintiera acosado o amenazado, dice su amigo Antonio Gracias, el síndrome de estrés postraumático se apoderaba de su sistema límbico, la parte del cerebro que controla las respuestas emocionales. Como resultado, se le daba mal captar los códigos sociales. «Yo interpretaba literalmente lo que decía la gente —explica—, y fue solo leyendo libros como comencé a aprender que las personas no siempre decían lo que pretendían decir en realidad». Tenía preferencia por las cosas más precisas, tales como la ingeniería, la física y la codificación. Al igual que sucede con todos los rasgos psicológicos, los de Musk eran complejos e individualizados. Podía ser muy emotivo, sobre todo con sus hijos, y sentía agudamente la ansiedad que dimana de la soledad. Sin embargo, carecía de los receptores emocionales que producen la bondad y la calidez cotidianas, y el deseo de agradar. No estaba programado para tener empatía. O, por decirlo en términos menos técnicos, podía ser un gilipollas. EL DIVORCIO Maye y Errol Musk estaban en una celebración del Oktoberfest con otras tres parejas, bebiendo cerveza y divirtiéndose, cuando un tipo de otra mesa silbó a Maye y la llamó sexy. Errol se puso furioso, pero no con aquel tipo. Tal como lo recuerda Maye, él se abalanzó sobre ella y estuvo a punto de golpearla, de modo que un amigo tuvo que sujetarlo. Ella huyó a casa de su madre. «Con el tiempo, había ido enloqueciendo —contaría más tarde Maye—. Me pegaba en presencia de los niños. Recuerdo que Tosca y Kimbal lloraban en un rincón, y Elon, que tenía cinco años, lo golpeaba en la parte trasera de las rodillas para intentar detenerlo». Errol tacha las acusaciones de «absolutamente disparatadas». Afirma que él adoraba a Maye, y con el paso de los años trató de recuperarla. «Jamás en mi vida he puesto la mano encima a ninguna mujer, y desde luego a ninguna de mis esposas —asegura —. Una de las armas femeninas es acusar al hombre de que la ha maltratado, llorar y mentir. Y las armas del hombre son comprar y firmar». La mañana siguiente al altercado del Oktoberfest, Errol se presentó en la casa de la madre de Maye, se disculpó y le pidió a Maye que regresara con él. «No te atrevas a volver a tocarla —le advirtió Winnifred Haldeman—. Si lo haces, se vendrá a vivir conmigo». Maye dice que jamás le pegó después de aquello, pero su maltrato verbal prosiguió. Solía decirle que era «aburrida, estúpida y fea». El matrimonio nunca se recuperó. Errol reconocería posteriormente que había sido culpa suya. «Tenía una mujer muy guapa, pero siempre había otras chicas más jóvenes y más guapas —decía—. En realidad, yo amaba a Maye, pero la cagué». Se divorciaron cuando Elon tenía ocho años. Maye y los niños se mudaron a una casa en la costa cerca de Durban, a unos 610 kilómetros al sur del área de Pretoria- Johannesburgo, donde ella compaginaba trabajos de modelo y de nutricionista. El dinero escaseaba. Compraba a sus hijos libros y uniformes de segunda mano. Algunos fines de semana y vacaciones, los niños (pero habitualmente no Tosca) cogían el tren para ver a su padre en Pretoria. «Él los mandaba de regreso sin ropa ni bolsas, así que tenía que comprarles ropa nueva cada vez —cuenta—. Decía que yo acabaría volviendo con él, porque estaría asolada por la pobreza y sería incapaz de alimentarlos». A menudo tenía que desplazarse por algún trabajo de modelo o para dar una conferencia sobre nutrición, y dejaba a los niños en casa. «Nunca me sentí culpable por trabajar a tiempo completo, porque no me quedaba alternativa —dice—. Mis hijos tenían que responsabilizarse de sí mismos». La libertad les enseñó a ser autosuficientes. Cuando se enfrentaban a un problema, tenía una respuesta típica: «Te las arreglarás». Tal como Kimbal la recuerda: «Mamá no era dulce ni tierna, y siempre estaba trabajando, pero eso era un regalo para nosotros». Elon se convirtió en una persona nocturna, que permanecía despierta hasta el amanecer leyendo libros. Cuando veía encenderse la luz de su madre a las seis de la madrugada, se metía en la cama y se dormía. Eso significaba que a ella le costaba levantarlo a tiempo para el colegio, y las noches que ella pasaba fuera, a veces él no llegaba a clase hasta las diez. Tras recibir llamadas de la escuela, Errol inició una batalla por la custodia y logró que enviaran citaciones a los profesores de Elon, al agente de modelos de Maye y a sus vecinos. Justo antes de ir a juicio, Errol abandonó el caso. Cada pocos años, iniciaba una nueva acción judicial y luego retiraba la demanda. Cuando Tosca cuenta esas historias, empieza a llorar. «Recuerdo a mamá ahí sentada, sollozando en el sofá. Yo no sabía qué hacer. Lo único que podía hacer era abrazarla». Tanto Maye como Errol se sentían atraídos por la intensidad dramática más que por la felicidad doméstica, un rasgo que transmitirían a sus descendientes. Después de su divorcio, Maye comenzó a salir con otro maltratador. Los niños lo odiaban y ocasionalmente le metían petardos diminutos en sus cigarrillos, que explotaban cuando los encendía. Poco después de que aquel hombre le propusiera matrimonio, dejó embarazada a otra mujer. «Era una amiga mía —me contó Maye—. Habíamos trabajado juntas como modelos». Cortesía de Maye Musk Con la cicatriz y el diente roto. 3 La vida con el padre Pretoria, años ochenta Izquierda, arriba: cortesía de Maye Musk; derecha, arriba: cortesía de Peter Rive; abajo: cortesía de Kimbal Musk Elon señala una tortuga ante la mirada de Errol (izquierda, arriba); Kimbal y Elon con Peter y Russ Rive (derecha, arriba); la cabaña en la reserva de caza de Timbavati (abajo). LA MUDANZA A los diez años, Musk tomó una decisión fatídica, que lamentaría más adelante: decidió irse a vivir con su padre. Cogió por su cuenta el peligroso tren nocturno de Durban a Johannesburgo. Cuando divisó a su padre, que lo esperaba en la estación, empezó a «resplandecer de satisfacción, como el sol», dice Errol. «¡Hola, papá, vamos a comer una hamburguesa!», gritó. Aquella noche, se metió en la cama de su padre y durmió allí. ¿Por qué decidió irse a vivir con su padre? Cuando se lo preguntó, Elon suspira y guarda silencio durante casi un minuto. «Mi padre estaba solo, tremendamente solo, y creía que debía hacerle compañía —me comenta al fin—. Utilizaba artimañas psicológicas conmigo». También adoraba a su abuela Cora, la madre de Errol, a quien llamaban Nana. Ella lo convenció de que era injusto que su madre tuviera a los tres hijos y su padre a ninguno. En ciertos sentidos, el traslado no fue tan sorprendente. Elon contaba diez años, era socialmente torpe y no tenía amigos. Su madre era cariñosa, pero estaba saturada de trabajo, andaba distraída y era vulnerable. Su padre, en cambio, era jactancioso y varonil, un tipo corpulento con manos grandes y una presencia fascinante. Su carrera tuvo muchos altibajos, pero en aquel momento nadaba en la abundancia. Poseía un Rolls-Royce Corniche descapotable dorado y, lo que era más importante: dos enciclopedias, montones de libros y un surtido de herramientas de ingeniería. El caso es que Elon, que aún era un niño pequeño, decidió vivir con él. «Resultó ser una idea realmente mala —reconoce—. Todavía no sabía lo horrible que era mi padre». Cuatro años más tarde, lo siguió Kimbal. «Yo no quería dejar a mi hermano solo con él —explica Kimbal—. Mi padre logró que mi hermano fuese a vivir con él haciéndole sentirse culpable y luego hizo otro tanto conmigo». «¿Por qué escogió marcharse a vivir con alguien que le infligía dolor? —preguntaba Maye Musk cuarenta años más tarde—. ¿Por qué no prefirió un hogar feliz?». Tras una pausa, añadió: «Tal vez sea así, y punto». Cuando los chicos se mudaron a su casa, ayudaron a Errol a construir un refugio para alquilar a los turistas en la reserva de caza de Timbavati, un prístino tramo de bosque a unos 480 kilómetros al este de Pretoria. Durante la construcción, dormían por la noche al calor de una hoguera, con rifles Browning para protegerse de los leones. Los ladrillos estaban hechos de arena de río y el tejado era de hierba. Como ingeniero, a Errol le gustaba estudiar las propiedades de diversos materiales e hizo los suelos de mica, por tratarse de un buen aislante térmico. Los elefantes en busca de agua arrancaban con frecuencia las tuberías, y los monos irrumpían con regularidad en los salones y hacían sus necesidades, por lo que los chicos tenían mucho trabajo. Elon acompañaba con frecuencia a los visitantes en las cacerías. Aunque solamente poseía un rifle de calibre 22, tenía un buen visor y el muchacho llegó a ser un experto tirador. Incluso ganó un concurso local de tiro al plato, aunque era demasiado joven para aceptar el premio de una caja de whisky. Cuando Elon tenía nueve años, su padre llevó a Kimbal, a Tosca y a él de viaje a Estados Unidos, donde fueron en coche desde Nueva York, por todo el Medio Oeste, hasta Florida. Elon se enganchó a las máquinas de videojuegos que funcionaban con monedas que encontraba en los vestíbulos de los moteles. «Aquello era con creces lo más emocionante —aseguraba—. Todavía no teníamos esas cosas en Sudáfrica». Errol desplegó su mezcla de extravagancia y frugalidad. Alquiló un Thunderbird, pero se alojaban en moteles económicos. «Cuando llegamos a Orlando, mi padre se negó a llevarnos a Disney World porque era demasiado caro — recuerda Musk—. Creo que fuimos en su lugar a algún parque acuático». Como sucede a menudo, Errol cuenta una historia diferente, insistiendo en que fueron tanto a Disney World, donde a Elon le gustó el paseo por la casa encantada, como a Six Flags over Georgia. «Yo no dejaba de repetirles durante el viaje: “Algún día vendréis a vivir a América”». Dos años después, se llevó a los tres niños a Hong Kong. «Mi padre tenía una combinación de negocios legítimos y charlatanería —recuerda Musk—. Nos dejaba en el hotel, que era muy cutre, y nos daba cincuenta pavos o algo por el estilo, y pasábamos dos días sin verlo». Veían películas de samuráis y dibujos animados en la tele del hotel. Dejando atrás a Tosca, Elon y Kimbal vagaban por las calles y entraban en las tiendas de electrónica, donde podían jugar a videojuegos gratis. «Hoy en día alguien llamaría al servicio de protección de menores si alguien hiciera lo que hacía nuestro padre —reconoce Musk—, pero por aquel entonces aquello era para nosotros una experiencia maravillosa». UNA CONJURA DE PRIMOS Cuando Elon y Kimbal se fueron a vivir con su padre a las afueras de Pretoria, Maye se mudó cerca de Johannesburgo con el fin de que la familia estuviera más próxima. Los viernes solía conducir hasta la casa de Errol para recoger a los niños. Los llevaba entonces a ver a su abuela, la indomable Winnifred Haldeman, que cocinaba un pollo guisado que los chicos odiaban tanto que Maye los llevaba después a comer pizza. Por lo general, Elon y Kimbal pasaban la noche en la casa anexa a la de su abuela, en la que vivían la hermana de Maye, Kaye Rive, y sus tres hijos varones. Los cinco primos (Elon y Kimbal Musk, y Peter, Lyndon y Russ Rive) se convirtieron en una tropa de aventureros en ocasiones beligerantes. Maye era más indulgente y menos protectora que su hermana, por lo que conspiraban con ella cuando tramaban una aventura. «Si queríamos hacer algo como ir a un concierto en Johannesburgo, ella le decía a su hermana: “Esta tarde voy a llevarlos al campamento de la iglesia” —cuenta Kimbal —. Luego nos dejaba y nos marchábamos a hacer nuestras travesuras». Esas excursiones podían ser peligrosas. «Recuerdo que una vez se detuvo el tren, se desató una pelea tremenda y vimos cómo apuñalaban a un tipo en la cabeza —cuenta Peter Rive—. Nosotros estábamos escondidos dentro del vagón, entonces se cerraron las puertas y volvimos a ponernos en marcha». A veces subía al tren una pandilla para dar caza a sus rivales, arrasando por los vagones y disparando con ametralladoras. Algunos de los conciertos eran protestas antiapartheid, como uno de 1985 en Johannesburgo que atrajo a cien mil personas. A menudo estallaban reyertas. «No intentábamos escondernos de la violencia, nos convertimos en supervivientes —comenta Kimbal—. Aquello nos enseñó a no tener miedo, pero también a no hacer locuras». Elon cultivó una reputación de ser el más intrépido. Cuando los primos iban a ver una película y los espectadores hacían ruido, era él quien se atrevía a pedirles silencio, aunque fuesen mucho más grandes. «Para él es fundamental no tomar nunca decisiones guiadas por el miedo —recuerda Peter—. Eso lo tenía muy presente ya desde su niñez». También era el más competitivo de los primos. En cierta ocasión, cuando iban con sus bicicletas de Pretoria a Johannesburgo, Elon les sacaba mucha ventaja con su rápido pedaleo. Los otros se detuvieron en el arcén e hicieron autostop en una camioneta. Cuando Elon se volvió a encontrar con ellos, estaba tan furioso que empezó a pegarles. Era una carrera, dijo, y habían hecho trampa. Esas peleas eran habituales. Con frecuencia las trifulcas sucedían en público, con los muchachos ajenos a su entorno. Una de las muchas que mantuvieron Elon y Kimbal se produjo en una feria rural. «Se pelearon a puñetazo limpio en el suelo —recuerda Peter —. La gente estaba espantada y tuve que decir a la multitud: “No es para tanto. Esos tíos son hermanos”». Aunque las peleas solían ser por pequeñeces, podían tornarse feroces. «La manera de ganar era ser el primero en soltar un puñetazo o en dar una patada en las pelotas al otro —cuenta Kimbal—. Eso ponía fin a la pelea porque no puedes seguir si te revientan las pelotas». EL ESTUDIANTE Musk era un buen estudiante, pero no el mejor de la clase. Con nueve y diez años sacaba sobresalientes en Inglés y en Matemáticas. «Capta con rapidez los nuevos conceptos matemáticos», señalaba su profesor. Sin embargo, siempre se repetía el mismo estribillo en los comentarios de su boletín de notas: «Trabaja sumamente despacio, o bien por sus ensoñaciones, o bien porque anda haciendo lo que no debería». «Rara vez termina sus tareas. El año próximo debe concentrarse en su trabajo y no soñar despierto durante la clase». «Sus composiciones muestran una vívida imaginación, pero no siempre finaliza a tiempo». Su nota media al llegar al instituto era de 83 sobre 100. Tras sufrir acoso y palizas en un instituto público, su padre lo trasladó a una escuela privada, Pretoria Boys High School. Basada en el modelo inglés, se regía por unas reglas estrictas, que incluían el castigo con vara, la capilla obligatoria y el uso de uniforme. Allí obtuvo unas excelentes calificaciones en todas las asignaturas excepto en dos: Afrikáans (un 61 sobre 100 en su último año) e Instrucción Religiosa («no se esfuerza», comentaba el profesor). «En realidad no iba a emplearme a fondo en cosas que, a mi parecer, no tenían sentido —explica—. Prefería estar leyendo o jugando a videojuegos». Sacó un sobresaliente en la parte de física de sus exámenes del certificado superior, pero, lo que resulta un tanto sorprendente, solo un notable en la parte de matemáticas. En su tiempo libre, le gustaba fabricar pequeños cohetes y experimentar con diferentes mezclas (como cloro de piscina y líquido de frenos) con el fin de ver cuál explotaba más fuerte. También aprendía trucos de magia y a hipnotizar a las personas, como cuando en cierta ocasión convenció a Tosca de que era una perra y le hizo comer panceta cruda. Como harían más tarde en Estados Unidos, los primos ponían en práctica varias ideas emprendedoras. Una Pascua, prepararon huevos de chocolate, los envolvieron en papel de aluminio y los vendieron de puerta en puerta. Kimbal ideó un ingenioso plan. En lugar de venderlos más baratos que los huevos de Pascua de la tienda, incrementaron su precio. «A algunas personas les echaba para atrás —cuenta—, pero nosotros les decíamos: “En realidad están apoyando ustedes a unos futuros capitalistas”». La lectura le continuaba sirviendo a Musk de refugio psicológico. A veces se sumergía en los libros toda la tarde y la mayor parte de la noche, nueve horas de un tirón. Cuando la familia iba a casa de alguien, él desaparecía en la biblioteca de sus anfitriones. Cuando iban a la ciudad, él deambulaba a su aire y más tarde lo encontraban en una librería, sentado en el suelo y en su propio mundo. También le fascinaban los cómics. Le impresionaba la pasión inquebrantable de los superhéroes. «Siempre están intentando salvar el mundo, con sus calzoncillos por fuera o con esos trajes de hierro muy ajustados, lo cual resulta muy extraño si se piensa bien. Pero están intentando salvar el mundo». Musk se leyó las dos enciclopedias de su padre y llegó a ser, a juicio de su benévola madre y su hermana, un «genio». Para otros chicos, sin embargo, era un irritante empollón. «Mirad la Luna, debe de estar a un millón de kilómetros», exclamó en cierta ocasión uno de sus primos. Elon replicó: «No, está a 385.000 kilómetros aproximadamente, dependiendo de la órbita». Un libro que encontró en el despacho de su padre describía grandes invenciones que se harían en el futuro. «Al volver del colegio, solía meterme en un cuarto contiguo al despacho de mi padre y lo leía una y otra vez», cuenta. Entre las ideas estaba un cohete impulsado por un propulsor de hierro, que utilizaría partículas en lugar de gas para la propulsión. A altas horas de la noche, en la sala de control de su base de cohetes en el sur de Texas, Musk me describió el libro con pelos y señales, incluido el funcionamiento de un propulsor de hierro en el vacío. «Aquel libro fue lo que me hizo pensar por primera vez en ir a otros planetas», me dijo. Cortesía de Maye Musk Russ Rive, Elon, Kimbal y Peter Rive. 4 El buscador Pretoria, años ochenta Cortesía de Maye Musk´ CRISIS EXISTENCIAL Cuando Musk era joven, su madre comenzó a llevarlo a la escuela dominical de la iglesia anglicana local, donde ella era catequista. Aquello no salió bien. Maye contaba sus historias de la Biblia y él las cuestionaba. «¿Qué quieres decir con lo de que las aguas quedaron divididas? —preguntaba—. Eso no es posible». Cuando ella contó la historia de que Jesús dio de comer a la multitud con panes y con peces, él respondió que las cosas no pueden materializarse de la nada. Al estar bautizado, se esperaba que recibiese la comunión, pero también empezó a cuestionarse eso. «Tomaba el cuerpo y la sangre de Cristo, lo cual resulta extraño cuando eres un niño — comenta—. Yo decía: “¿Qué demonios es esto? ¿Es acaso una extraña metáfora del canibalismo?”». Maye optó por permitir que Elon se quedase en casa leyendo los domingos por la mañana. Su padre, que era más temeroso de Dios, explicó a Elon que había cosas que no se podían conocer mediante nuestros limitados sentidos y mentes. «No hay pilotos ateos», solía decirle, y Elon añadía: «No hay ateos en época de exámenes». Pero pronto tuvo claro que la ciencia podía explicar las cosas y que no había ninguna necesidad de conjurar a un creador o una deidad que interviniera en las vidas de las personas. Cuando llegó a la adolescencia, empezó a carcomerlo la idea de que faltaba algo. Ni las explicaciones religiosas ni las científicas de la existencia, dice, abordaban los interrogantes realmente importantes, como de dónde surgió el universo y por qué existe. La física podía enseñarlo todo acerca del universo, excepto el porqué. Ello lo condujo a lo que él define como su crisis existencial adolescente. «Comencé a intentar descifrar el sentido de la vida y del universo —dice—. Y me deprimía de veras la posibilidad de que la vida careciera de sentido». Como buen ratón de biblioteca, abordaba esas cuestiones mediante la lectura. Al principio cometió el típico error de los adolescentes angustiados y leyó a los filósofos existencialistas, como Nietzsche, Heidegger y Schopenhauer. Eso produjo el efecto de convertir la confusión en desesperación. «No recomiendo leer a Nietzsche en la adolescencia», señala. Por fortuna, fue salvado por la ciencia ficción, ese manantial de sabiduría para los chicos amantes de los juegos con intelectos hiperactivos. Devoró la sección entera de ciencia ficción de su escuela y de las bibliotecas locales, y luego presionó a los bibliotecarios para que encargasen más libros del género. Una de sus novelas favoritas era La Luna es una cruel amante, de Robert Heinlein, sobre una colonia penal en la luna que es administrada por una supercomputadora apodada Mike capaz de adquirir autoconciencia y sentido del humor. La computadora sacrifica su vida durante una rebelión en la colonia penal. El libro explora un asunto que llegaría a ser capital en la vida de Musk: ¿se desarrollará la inteligencia artificial de formas que beneficien y protejan a la humanidad o desarrollarán las máquinas intenciones propias y se convertirán en una amenaza para los humanos? Ese es un tema crucial en lo que sería otra de sus lecturas favoritas, los relatos sobre robots de Isaac Asimov. En ellos se formulan leyes de la robótica que están diseñadas para asegurarse de que los robots no se descontrolen. En la escena final de su novela de 1985 Robots e imperio, Asimov expone la más fundamental de esas leyes, denominada Ley Cero: «Un robot no puede dañar a la humanidad ni, por inacción, permitir que la humanidad sufra daños». Los héroes de la serie Fundación desarrollan un plan para enviar colonos a regiones remotas de la galaxia con el fin de preservar la conciencia humana frente a una inminente edad oscura. Más de treinta años después, Musk lanzó un tuit sobre cómo esas ideas motivaron su afán por convertir a los humanos en una especie espacial y por poner la inteligencia artificial a su servicio: «La saga Fundación y la Ley Cero son fundamentales para la creación de SpaceX». GUÍA DEL AUTOESTOPISTA GALÁCTICO El libro de ciencia ficción que más influyó en su adolescencia fue Guía del autoestopista galáctico, de Douglas Adams. La irónica y alocada historia contribuyó a configurar la filosofía de Musk y añadió una pizca de humor ingenioso a su serio semblante. «Guía del autoestopista galáctico —declara— me ayudó a superar mi depresión existencial y enseguida me percaté de que era increíblemente divertido de muchísimas formas sutiles». La historia trata de un ser humano llamado Arthur Dent, que es rescatado por una nave espacial que pasa segundos antes de que la Tierra sea destruida procedente de una civilización alienígena que está construyendo una autopista hiperespacial. Junto con su rescatador alienígena, Dent explora varios recovecos de la galaxia, que está gobernada por un presidente bicéfalo que «había convertido la impenetrabilidad en una forma de arte». Los moradores de la galaxia están intentando hallar la «Respuesta a La Gran Pregunta de la Vida, el Universo y Todo lo Demás». Fabrican un superordenador que, después de más de siete millones de años, logra dar con la respuesta: 42. Cuando eso provoca un desconcertado clamor, el ordenador responde: «Definitivamente esa es la respuesta. Creo que el problema, para ser sincero con vosotros, es que en realidad nunca habéis sabido cuál es la pregunta». A Musk se le quedó grabada esa lección. «De ese libro saqué que necesitamos ampliar el alcance de la conciencia para ser capaces de formular las preguntas acerca de la respuesta, que es el universo», afirma. Guía del autoestopista galáctico, combinada con la inmersión posterior de Musk en los videojuegos y los juegos de rol de mesa, condujo a una fascinación de por vida respecto de la seductora idea de que podríamos ser meros peones en una simulación concebida por algunos seres de un orden superior. Como escribe Adams: «Hay una teoría que sostiene que si alguien descubre alguna vez para qué existe exactamente el universo y por qué está aquí, este desaparecerá instantáneamente y será reemplazado por algo más extraño e inexplicable todavía. Hay otra teoría que afirma que esto ya ha sucedido». BLASTAR A finales de la década de 1970, el juego de rol Dragones y mazmorras se convirtió en una obsesión muy popular para la tribu global de geeks. Elon, Kimbal y sus primos Rive se sumergieron en el juego, que consiste en sentarse alrededor de una mesa y, guiados por fichas de personajes y el lanzamiento de los dados, embarcarse en aventuras fantásticas. Uno de los jugadores hace de Dungeon Master o Amo del Calabozo, arbitrando la acción. Elon solía desempeñar este rol de moderador y, sorprendentemente, lo hacía con tacto. «Ya de niño, Elon mostraba un montón de comportamientos y estados de ánimo distintos — asegura su primo Peter Rive—. Como Amo del Calabozo, era paciente en extremo, lo que, por mi experiencia, no siempre encaja con su personalidad genuina, ya sabe a qué me refiero. A veces ocurre, y cuando sucede es verdaderamente maravilloso». En vez de presionar a su hermano y a sus primos, adoptaba una actitud muy analítica para describir las opciones que tenían estos en cada situación. Se inscribieron juntos en un torneo en Johannesburgo, en el que eran los jugadores más jóvenes. El Amo del Calabozo del torneo les asignó su misión: tenéis que salvar a esta mujer averiguando qué jugador es el villano y matándolo. Elon miró al Amo del Calabozo y le dijo: «Creo que tú eres el villano». Así que lo mataron. Elon estaba en lo cierto, y el juego, que supuestamente debía durar unas cuantas horas, terminó. Los organizadores los acusaron de haber hecho trampa de alguna manera y, en un principio, trataron de negarles el premio. Pero Musk se salió con la suya. «Esos tipos eran idiotas —dice—. Era totalmente evidente». Musk vio su primer ordenador a los once años. Estaba en un centro comercial de Johannesburgo, y permaneció plantado delante durante unos minutos tan solo contemplándolo. «Había leído revistas de informática —aclara—, pero en realidad nunca había visto un ordenador». Al igual que hiciera con la motocicleta, persiguió a su padre para que le comprase uno. Errol estaba extrañamente en contra de los ordenadores, pues clamaba que solo servían para perder el tiempo con los videojuegos, pero no para la ingeniería. Así pues, Elon ahorró dinero de sus trabajos ocasionales y se compró un Commodore VIC-20, uno de los primeros ordenadores personales. Con él podía jugar a videojuegos tales como Galaxian y Alpha Blaster, en los que un jugador intenta proteger la Tierra de los invasores alienígenas. El ordenador incluía un curso de programación en BASIC, que constaba de sesenta horas de lecciones. «Lo hice en tres días, sin dormir apenas», recuerda. Unos meses después, arrancó un anuncio de un congreso sobre ordenadores personales en una universidad y le dijo a su padre que deseaba asistir. Una vez más, este se resistió. Era un seminario caro, unos cuatrocientos dólares, y no iba dirigido a los niños. Elon respondió que era «esencial», y se plantó junto a su padre mirándole. Durante los días siguientes, Elon sacaba el anuncio del bolsillo y renovaba su petición. Finalmente, su padre logró convencer a la universidad de que le hiciesen una rebaja para que Elon asistiese desde el fondo de la sala. Cuando Errol fue a recogerlo al terminar, encontró a Elon interactuando con tres de los profesores. «Este niño debe hacerse con un ordenador nuevo», declaró uno de ellos. Después de bordar una prueba de habilidades de programación en su escuela, consiguió un IBM PC/XT y aprendió a programar por su cuenta usando Pascal y Turbo C++. A los trece años logró crear un videojuego, que llamó Blastar, utilizando 123 líneas de BASIC y un sencillo lenguaje ensamblador para lograr que funcionasen los gráficos. Lo presentó a la revista PC and Office Technology y apareció en el número de diciembre de 1984 con una breve introducción, que explicaba: «En este videojuego, tienes que destruir un carguero espacial alienígena, que está transportando bombas de hidrógeno letales y máquinas de haces de estado». Aunque no está claro qué es una máquina de haces de estado, el concepto suena genial. La revista le pagó quinientos dólares, y él procedió a escribir y venderle otros dos videojuegos, uno del estilo de Donkey Kong y el otro simulando la ruleta y el blackjack. Así comenzó una adicción de por vida a los videojuegos. «Si estás jugando con Elon, juegas sin parar hasta que finalmente tienes que comer», comenta Peter Rive. En un viaje a Durban, Elon descubrió cómo piratear las máquinas de videojuegos en un centro comercial. Logró hacer un puente en el sistema para poder jugar durante horas sin monedas. Después se le ocurrió una idea más ambiciosa: los primos podían poner en marcha su propio salón de videojuegos. «Sabíamos exactamente cuáles eran los más populares, así que parecía una apuesta segura», dice Elon. Calculó cómo financiar el alquiler de las máquinas con el flujo de efectivo. Pero cuando los muchachos trataron de conseguir las licencias municipales, les dijeron que necesitaban que firmase la solicitud alguien mayor de dieciocho años. Kimbal, que había rellenado las treinta páginas de formularios, decidió que no podían pedírselo a Errol. «Él era demasiado severo —explica Kimbal—. Así que recurrimos al padre de Russ y Pete, que se puso como loco. Y así terminó todo aquel asunto». 5 Velocidad de escape Adiós a Sudáfrica, 1989 Cortesía de Maye Musk DR. JEKYLL Y MR. HYDE A sus diecisiete años, después de siete viviendo con su padre, Elon se dio cuenta de que tenía que escapar. La vida con Errol se había vuelto cada vez más desconcertante. Había veces en que Errol era jovial y divertido, pero en ocasiones se volvía sombrío, abusivo y poseído por fantasías y conspiraciones. «Su estado de ánimo podía cambiar en un instante —señala Tosca —. Todo podía ser maravilloso y entonces, en un segundo, se volvía cruel y se ponía a vomitar insultos». Era casi como si tuviera un desdoblamiento de personalidad. «Un minuto estaba superamable —dice Kimbal— y el siguiente te estaba chillando y sermoneando durante horas, literalmente dos o tres horas, mientras te obligaba a permanecer ahí plantado, llamándote inútil, patético, haciendo comentarios espantosos y malvados, sin dejarte marchar». Los primos de Elon se mostraban reacios a las visitas. «Nunca sabías lo que te aguardaba —observa Peter Rive—. A veces, Errol podía decirte “Acabo de comprar unas motos nuevas, vamos a probarlas”. Otras veces podía estar enfadado y amenazador y, joder, te hacía limpiar los váteres con un cepillo de dientes». Cuando Peter me cuenta esto, se interrumpe por un momento y luego, un tanto vacilante, comenta que Elon también tiene a veces ese tipo de cambios de humor. «Cuando Elon está de buen humor, es el tipo más genial y más divertido del mundo. Y cuando está de mal humor, se vuelve realmente sombrío y tienes que andar con pies de plomo». Un día, Peter se presentó en la casa y encontró a Errol sentado en ropa interior en la mesa de la cocina con una ruleta de plástico. Estaba tratando de comprobar si las microondas podían afectarla. Hacía girar la ruleta, apuntaba el resultado, luego la hacía girar de nuevo, la metía en un microondas y registraba el resultado. «Era una locura», sentencia Peter. Errol había llegado a convencerse de que podía hallar un sistema para ganar en el juego. Muchas veces llevaba a rastras a Elon hasta el casino de Pretoria, vistiéndolo de suerte que pareciera mayor de dieciséis, y le hacía anotar los números mientras Errol utilizaba una calculadora escondida bajo una tarjeta de apuestas. Elon fue a la biblioteca y leyó unos cuantos libros sobre la ruleta, e incluso creó un programa de simulación de ruleta en su ordenador. Entonces trató de convencer a su padre de que ninguno de sus planes funcionaría. Pero Errol creía haber descubierto una verdad más profunda acerca de la probabilidad y, como me describiría posteriormente, una «solución casi definitiva a lo que se llama aleatoriedad». Cuando le pedí que me la explicase, me dijo: «No existen los sucesos aleatorios ni el azar. Todos los sucesos siguen la sucesión de Fibonacci, como el conjunto de Mandelbrot. He llegado a descubrir la relación entre el azar y la sucesión de Fibonacci. Este es un tema para un artículo científico. Si lo comparto, todas las actividades dependientes del azar quedarán arruinadas, por lo que estoy dudando si hacerlo o no». No estoy seguro de lo que significa todo eso. Elon tampoco. «No sé cómo pasó de ser un genio en ingeniería a creer en la brujería — dice—. Pero de algún modo experimentó esa evolución». Errol puede ser muy contundente y en ocasiones convincente. «Transforma la realidad que lo rodea —señala Kimbal—. Se inventa cosas por completo, pero se cree de veras su falsa realidad». A menudo, Errol hacía afirmaciones genéricas a sus hijos que estaban desconectadas de los hechos, como insistir en que en Estados Unidos al presidente se lo considera divino y no puede ser criticado. Otras veces pergeñaba cuentos fantásticos en los que se atribuía el papel de héroe o de víctima. Todo lo aseveraba con tanta convicción que Elon y Kimbal llegaban a cuestionarse su propia visión de la realidad. «¿Puede imaginarse lo que supone crecer así? —me pregunta Kimbal—. Aquello era una tortura mental y te infecta. Acabas preguntándote cuál es la realidad». Yo mismo me percaté de que estaba quedando atrapado en la enmarañada red de Errol. En una serie de llamadas telefónicas y correos electrónicos a lo largo de dos años, me ofreció versiones cambiantes de la relación con sus hijos, Maye y su hijastra, con quien tendría dos hijos (volveremos sobre ello más adelante), y sus sentimientos hacia ellos. «Elon y Kimbal han desarrollado su propio relato sobre mí, y no se corresponde con los hechos», me asegura. Insiste en que sus hijos cuentan esas historias sobre maltrato psicológico para complacer a su madre. No obstante, cuando lo presiono, me dice que me quede con la versión de sus hijos. «No me importa si eligen un relato diferente, siempre y cuando sean felices. No tengo ningún deseo de que sea mi palabra contra la suya. Que tomen ellos la palabra». Al hablar de su padre, Elon suelta a veces una carcajada, un tanto dura y amarga. Es una risa similar a la de su padre. Algunas de las palabras que Elon emplea, su manera de mirar fijamente, sus súbitas transiciones de la luz a la oscuridad y de nuevo a la luz recuerdan a sus familiares al Errol latente en su interior. «Yo solía ver sombras de esas horribles historias que Elon me contaba aflorar en su propio comportamiento —me indica Justine, la primera mujer de Elon—. Eso me hacía darme cuenta de lo difícil que es no ser modelado por aquello con lo que hemos crecido, aun cuando no sea eso lo que deseemos». De vez en cuando, ella se atrevía a decirle algo así como «te estás convirtiendo en tu padre». Justine explica que «era nuestra frase en clave para advertirle de que estaba entrando en el reino de la oscuridad». No obstante, Justine dice que Elon, que siempre estaba emocionalmente involucrado con sus hijos, es diferente de su padre en un sentido fundamental. «Con Errol existía una sensación de que podían ocurrir a su alrededor cosas realmente malas —explica—. Mientras que si llegara el apocalipsis zombi, uno querría estar en el equipo de Elon, porque él hallaría un modo de poner en vereda a los zombis. Puede ser muy severo, pero a fin de cuentas puedes confiar en que encontrará una forma de prevalecer». Para que eso sucediera, tenía que seguir adelante. Había llegado el momento de marcharse de Sudáfrica. UN BILLETE DE IDA Musk empezó a presionar tanto a su madre como a su padre, tratando de convencer a uno de los dos para que se fuese a vivir a Estados Unidos y los llevase a él y a sus hermanos. Ninguno de los dos estaba interesado. «Así que pensé que tendría que marcharme por mi cuenta», me dice. Primero intentó conseguir la nacionalidad estadounidense alegando que su abuelo materno era natural de Minnesota, pero eso fracasó porque su madre había nacido en Canadá y jamás había reclamado la ciudadanía estadounidense. Así pues, sacó la conclusión de que llegar a Canadá podía ser un primer paso más fácil. Se presentó por su cuenta en el consulado canadiense, consiguió los formularios de solicitud de pasaporte y los cumplimentó no solo para él mismo, sino también para su madre, su hermano y su hermana (pero no su padre). Las aprobaciones llegaron a finales de mayo de 1989. «Yo me habría marchado a la mañana siguiente, pero los billetes de avión eran más baratos si se compraban con catorce días de antelación —explica—, así que tuve que esperar esas dos semanas». El 11 de junio de 1989, diecisiete días antes de cumplir los dieciocho, cenó en el mejor restaurante de Pretoria, Cynthia’s, con su padre y sus hermanos, que luego lo llevaron en coche al aeropuerto de Johannesburgo. «Volverás dentro de unos pocos meses —me cuenta Elon que le dijo su padre desdeñosamente—. Nunca triunfarás». Como de costumbre, Errol tiene su propia versión de la historia, en la que era el héroe de acción. Según él, Elon sufrió una grave depresión durante su último año de secundaria. Su desesperación alcanzó su punto álgido el día de la República, el 31 de mayo de 1989. Su familia se estaba preparando para ver el desfile, pero Elon se negaba a salir de la cama. Su padre se apoyó contra el gran escritorio de la habitación de Elon, con el ordenador que tanto usaba, y le preguntó: «¿Te gustaría ir a estudiar a América?». Elon se espabiló. «Sí», contestó. A decir de Errol, «Aquello fue idea mía. Hasta entonces, él nunca había manifestado su deseo de marcharse a América. Así que le dije: “Bueno, pues mañana deberías ir a ver al agregado cultural estadounidense, que es un amigo mío del Rotary”». Elon sostiene que la versión de su padre era tan solo otra de sus elaboradas fantasías que le atribuían el papel de héroe. En ese caso, era demostrablemente falsa. El día de la República de 1989, Elon ya había conseguido un pasaporte canadiense y había comprado su billete de avión. 6 Canadá 1989 Cortesía de Maye Musk En el granero de su primo, en Saskatchewan, y en su cuarto de Toronto. INMIGRANTE Se ha extendido el mito de que Musk, dado que su padre atravesaba rachas de éxito, había llegado a Norteamérica en 1989 con mucho dinero, quizá con los bolsillos llenos de esmeraldas. Errol alentaba a veces esa percepción. Sin embargo, lo que Errol había obtenido de la mina de esmeraldas zambiana había perdido todo su valor años atrás. Cuando Elon se marchó de Sudáfrica, su padre le dio dos mil dólares en cheques de viaje y su madre le proporcionó otros dos mil, liquidando una cuenta de valores que había abierto con el dinero que ganara en un concurso de belleza en su adolescencia. Por lo demás, lo que llevaba consigo principalmente a su llegada a Montreal era una lista de parientes de su madre a quienes jamás había visto. Había planeado llamar al tío de su madre, pero descubrió que este se había marchado de Montreal. Por tanto, fue a un albergue juvenil, donde compartía habitación con otras cinco personas. «Estaba acostumbrado a Sudáfrica, donde te robaban y te mataban —me explica—, así que dormía encima de mi mochila hasta que me di cuenta de que no todos eran unos asesinos». Deambulaba por la ciudad maravillándose de que la gente no tuviera barrotes en sus ventanas. Al cabo de una semana, se compró un Greyhound Discovery Pass por cien dólares, que le permitía viajar en autocar a cualquier parte de Canadá durante seis meses. Tenía un primo segundo de su edad, Mark Teulon, que residía en una granja en la provincia de Saskatchewan, no lejos de Moose Jaw, donde habían vivido sus abuelos, así que se dirigió allí. Estaba a 2.700 kilómetros de Montreal. El autocar, que se detenía en cada aldea, tardó días en atravesar Canadá. En una parada, Elon se apeó para conseguir algo de almuerzo y, justo cuando el autobús se estaba marchando, corrió para volver a subirse. Desgraciadamente, el conductor había bajado su maleta, con sus cheques de viaje y su ropa. Lo único que le quedaba ahora era la mochila de libros que llevaba consigo a todas partes. La dificultad para reemplazar los cheques de viaje (tardó dos semanas) le permitió hacerse una primera idea de la necesidad de cambiar el sistema de pagos financieros. Cuando llegó a la localidad cercana a la granja de su primo, utilizó algo del cambio que llevaba en el bolsillo para telefonear. «Hola, soy Elon, tu primo de Sudáfrica —dijo—. Estoy en la estación de autobuses». Su primo se presentó con su padre, lo llevó a un asador Sizzler y lo invitó a quedarse en su granja de trigo, donde lo pusieron a trabajar limpiando silos para granos y ayudando a construir un granero. Allí celebró sus dieciocho años con una tarta que le hicieron, con «FELIZ CUMPLEAÑOS, ELON» escrito con glaseado de chocolate. Al cabo de seis semanas, volvió a montarse en el autocar con destino a Vancouver, a otros 1.600 kilómetros, para alojarse en casa del hermanastro de su madre. Cuando acudió a una oficina de empleo, vio que en la mayoría de los trabajos pagaban cinco dólares la hora. Pero había uno en el que pagaban dieciocho la hora: limpiando las calderas del aserradero. Ello implicaba vestirse con un traje de protección para materiales peligrosos y arrastrarse por un pequeño túnel que conducía a la cámara en la que se hervía la pulpa de madera, mientras se rascaba con una pala la cal que se había adherido a las paredes. «Si la persona que estaba al final del túnel no quitaba la sustancia viscosa con la suficiente velocidad, te quedabas atrapado y sudando a mares —recuerda—. Era como una pesadilla retrofuturista dickensiana, llena de oscuras tuberías y el sonido de martillos neumáticos». MAYE Y TOSCA Con Elon en Vancouver, Maye Musk voló desde Sudáfrica, pues había decidido trasladarse allí también. Enviaba a Tosca informes de exploradora. Le contaba que Vancouver era demasiado frío y lluvioso. Montreal era emocionante, pero allí se hablaba francés. Llegó a la conclusión de que debían ir a Toronto. Tosca vendió rápidamente su casa y sus muebles en Sudáfrica, y después se reunió con su madre en Toronto, adonde también se había mudado Elon. Kimbal se quedó en Pretoria para terminar el último curso de secundaria. En un principio vivían todos en un apartamento de una habitación, donde Tosca y su madre compartían una cama mientras Elon dormía en el sofá. El dinero escaseaba. Maye recuerda que en cierta ocasión lloró al derramar la leche, porque no tenía suficiente para comprar más. Tosca consiguió un trabajo en una hamburguesería, Elon unas prácticas en la oficina de Microsoft en Toronto y Maye en la universidad, en una agencia de modelos y como consultora nutricional. «Trabajaba todos los días y también cuatro noches a la semana —cuenta—. Me tomaba libre la tarde del domingo para hacer la colada y la compra. No sabía siquiera a qué se dedicaban mis hijos, ya que apenas estaba en casa». Al cabo de unos meses, estaban ganando suficiente dinero para permitirse un apartamento de tres habitaciones de alquiler regulado. Tenía papel de fieltro pintado, que Maye insistió en que Elon rasgase, y una moqueta horrorosa. Iban a comprar una moqueta de doscientos dólares para sustituirla, pero Tosca pidió que fuera una más gruesa de trescientos, porque Kimbal y su primo Peter Rive iban a unirse a ellos y dormirían en el suelo. Su segunda gran adquisición fue un ordenador para Elon. En Toronto, Elon no tenía amigos ni vida social, y pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o trabajando en el ordenador. En cambio, Tosca era una pícara adolescente, ansiosa por salir. «Voy contigo», anunciaba Elon, que no quería estar solo. «No, no vienes», le respondía ella. Pero cuando él insistía, ella le ordenaba: «Tienes que mantenerte a diez metros de mí en todo momento». Así lo hacía. Caminaba detrás de ella y de sus amigas, y llevaba consigo un libro para leer cada vez que entraban a un club o a una fiesta. Cortesía de Maye Musk Bailando con Kimbal en Toronto. 7 Queen’s Kingston, Ontario, 1990-1991 Cortesía de Maye Musk Con Navaid Faruq en Queen’s y con su traje nuevo. RELACIONES LABORALES Los resultados de Musk de los exámenes de admisión a la universidad no fueron especialmente buenos. En su segunda ronda de las pruebas obtuvo un 670 sobre 800 en el examen de Habilidades Verbales y un 730 en Matemáticas. Redujo sus opciones a dos universidades a las que se llegaba con facilidad en coche desde Toronto: Waterloo y Queen’s. «Waterloo era mucho mejor para estudiar Ingeniería, pero no parecía una maravilla desde un punto de vista social —comenta—. Había pocas chicas». Creía saber tanto de informática y de ingeniería como cualquiera de los profesores de ambos lugares, pero deseaba con desesperación tener vida social. «No quería pasarme mis años de licenciatura con un montón de tíos». Así pues, en el otoño de 1990, ingresó en Queen’s. Lo instalaron en la «planta internacional» de una de las residencias, donde el primer día conoció a un estudiante llamado Navaid Faruq, que se convertiría en su primer amigo auténtico y duradero aparte de su familia. El padre de Faruq era paquistaní y su madre, canadiense, y se había criado en Nigeria y en Suiza, donde sus padres trabajaban para diversas organizaciones de las Naciones Unidas. Al igual que Elon, en el instituto no había hecho amigos. En Queen’s, Musk y él trabaron amistad enseguida gracias a sus intereses compartidos en juegos de ordenador y de mesa, la historia oscura y la ciencia ficción. «Para Elon y para mí —señala Faruq—, aquel fue con toda probabilidad el primer lugar en el que éramos aceptados socialmente y podíamos ser nosotros mismos». Durante su primer año, Musk sacó sobresalientes en Empresariales, Económicas, Cálculo y Programación Informática, pero notables en Contabilidad, Español y Relaciones Laborales. Al año siguiente se matriculó en otro curso de Relaciones Laborales, centrado en los tratos entre los trabajadores y los directivos. Volvió a sacar un notable. Más tarde declararía a la revista de antiguos alumnos de Queen’s que lo más importante que había aprendido durante sus dos años allí era «a trabajar colaborativamente con personas inteligentes y hacer uso del método socrático para alcanzar una comunidad de propósito»; una destreza, como las de las relaciones laborales, que sus futuros colegas advertirían que solo había perfeccionado de forma parcial. Le interesaban más las discusiones filosóficas nocturnas acerca del sentido de la vida. «Estaba realmente sediento de aquello — asegura—, porque hasta entonces no tenía amigos con quienes poder hablar de esas cosas». Pero sobre todo se sumergió, con Faruq a su lado, en el mundo de los juegos de mesa y de ordenador. JUEGOS DE ESTRATEGIA «Lo que estás haciendo no es racional —explicaba Musk en su tono monótono—. En realidad, te estás haciendo daño a ti mismo». Navaid Faruq y él estaban jugando al juego de mesa de estrategia Diplomacy con unos amigos en su residencia, y uno de los jugadores se estaba aliando con otro en contra de Musk. «Si haces eso, volveré a tus aliados contra ti y te lo haré pagar». Musk solía ganar, dice Faruq, pues era convincente en sus negociaciones y amenazas. Elon había disfrutado con todo tipo de videojuegos en su adolescencia en Sudáfrica, incluidos los de disparos en primera persona y los de misiones y aventuras, pero en la universidad se centró más en el género conocido como de estrategia: unos juegos en los que participaban dos o más jugadores, que competían para dirigir una campaña militar o económica destinada a construir un imperio empleando la estrategia, la gestión de los recursos, la logística de las cadenas de suministro y el pensamiento táctico. Los juegos de estrategia —primero los que se juegan en un tablero y luego los diseñados para ordenador— llegarían a ser fundamentales en la vida de Musk. Desde The Ancient Art of War, al que jugaba en su adolescencia en Sudáfrica, hasta su adicción a The Battle of Polytopia tres décadas después, se deleitaba con la compleja planificación y la gestión competitiva de los recursos que se requieren para vencer. La inmersión en esos juegos durante horas se convertiría en su manera de relajarse, escapar del estrés y perfeccionar sus habilidades tácticas y su pensamiento estratégico para los negocios. Mientras estaba en Queen’s, se lanzó el primer gran juego de estrategia para ordenador: Civilization. En él, los jugadores compiten para crear una sociedad desde la prehistoria hasta el presente, decidiendo qué tecnologías desarrollar y qué centros de producción construir. Musk desplazó su escritorio para poder sentarse en su cama y Faruq en una silla a fin de jugar frente a frente. «Entrábamos por completo en un modo especial durante horas hasta que caíamos agotados», cuenta Faruq. Luego pasaron a Warcraft: Orcs and Humans, en el que una parte esencial de la estrategia consiste en desarrollar un suministro sostenible de recursos, tales como metales de las minas. Tras horas de juego, solían hacer un descanso para comer, y Elon describía el momento del juego en el que sabía que iba a ganar. «Estoy programado para la guerra», le decía a Faruq. Una clase de Queen’s empleaba un juego de estrategia en el que los equipos competían en el desarrollo de una empresa. Los jugadores podían decidir los precios de sus productos, la cantidad que gastarían en publicidad, qué beneficios reinvertir en investigación y otras variables. Musk descubrió cómo aplicar la ingeniería inversa a la lógica que controlaba la simulación para ser capaz de ganar todas las veces. PRÁCTICAS EN EL BANCO Cuando Kimbal se trasladó a Canadá y se unió a Elon como estudiante en Queen’s, los hermanos desarrollaron una rutina: leían el periódico y seleccionaban a la persona que les parecía más interesante. Elon no era uno de esos tipos currantes a los que les gustaba atraer y cautivar a sus mentores, de modo que Kimbal, más sociable, tomaba la iniciativa de llamar en frío a la persona. «Si lográbamos contactar por teléfono, habitualmente comían con nosotros», dice. Uno de los que escogieron fue Peter Nicholson, el ejecutivo encargado de la planificación estratégica en el Scotiabank. Nicholson era un ingeniero con un máster en Física y un doctorado en Matemáticas. Cuando Kimbal contactó con él, accedió a almorzar con los muchachos. Maye los llevó de compras a los grandes almacenes Eaton, donde un traje de 99 dólares incluía una camisa y una corbata gratis. En el almuerzo hablaron de filosofía, de física y de la naturaleza del universo. Nicholson les ofreció empleos de verano, e invitó a Elon a trabajar directamente con él en su equipo de planificación estratégica, integrado por tres personas. Nicholson, que por entonces tenía cuarenta y nueve años, y Elon se divertían juntos resolviendo acertijos matemáticos y ecuaciones extrañas. «Yo estaba interesado en la vertiente filosófica de la física y en su relación con la realidad —señala Nicholson—. No tenía a muchas otras personas con las que hablar de esas cosas». También comentaban lo que se había convertido en la pasión de Musk: los viajes espaciales. Cuando Elon fue una noche con la hija de Nicholson, Christie, a una fiesta, la primera pregunta que le hizo a ella fue: «¿Piensas alguna vez en los coches eléctricos?». Como reconocería más adelante, no fue la mejor frase para seducir. Uno de los temas que Musk investigó para Nicholson fue la deuda latinoamericana. Los bancos habían concedido miles de millones en préstamos a países como Brasil y México que no podían devolverlos, y en 1989 el secretario del Tesoro de Estados Unidos, Nicholas Brady, empaquetó esas obligaciones de deuda en valores negociables conocidos como «bonos Brady». Habida cuenta de que esos bonos estaban respaldados por el Gobierno estadounidense, Musk creía que siempre valdrían cincuenta centavos por dólar. No obstante, algunos se estaban vendiendo un precio tan bajo como veinte centavos. Como Musk pensaba que el Scotiabank podía ganar miles de millones comprando los bonos a ese precio, telefoneó a la mesa de operaciones de Goldman Sachs en Nueva York para asegurarse de que estaban disponibles. «Sí, ¿cuántos quieren?», le respondió el brusco agente al teléfono. «¿Sería posible comprar cinco millones de dólares?», preguntó Musk, poniendo una voz grave y seria. Cuando el agente le contestó que no había ningún problema, Musk colgó rápidamente. «Yo pensaba: “El premio gordo, una propuesta de éxito seguro” —dice—. Fui corriendo a contárselo a Peter y pensé que me darían algo de dinero para hacerlo». Pero el banco rechazó la idea. El director general dijo que ya tenían demasiada deuda latinoamericana. «¡Guau, es una auténtica locura! —se dijo a sí mismo Musk—. ¿Es así como piensan los bancos?». Nicholson dice que el Scotiabank estaba gestionando la situación de la deuda latinoamericana empleando sus propios métodos, que funcionaban mejor. «Elon salió con la impresión de que el banco era mucho más tonto de lo que era en realidad —sostiene Nicholson—. Pero fue algo positivo, pues le hizo sentir una saludable falta de respeto por la industria financiera y le confirió la audacia para acabar poniendo en marcha lo que llegaría a ser PayPal». Musk aprendió otra lección en su etapa en el Scotiabank: ni le gustaba ni se le daba bien trabajar para otros. No estaba en su naturaleza ser deferente ni aceptar que otros pudieran saber más que él. 8 Penn Filadelfia, 1992-1994 Arriba: cortesía de Robin Ren; abajo: cortesía de Maye Musk Con Robin Ren en Penn; con su primo Peter Rive y Kimbal en Boston. FÍSICA Musk acabó aburriéndose en Queen’s. Era una universidad bonita, pero poco estimulante en términos académicos. Así pues, cuando uno de sus compañeros de clase se trasladó a la Universidad de Pensilvania (Penn), él decidió averiguar si también podía. El dinero suponía un problema. Su padre no les estaba prestando ningún apoyo y su madre andaba haciendo malabarismos con tres empleos para llegar a fin de mes. Pero la universidad le ofreció una beca de catorce mil dólares más un paquete de préstamos estudiantiles, de modo que en 1992 se trasladó allí para estudiar su penúltimo año. Decidió especializarse en Física porque, al igual que su padre, se sentía atraído por la ingeniería. Creía que ser ingeniero consistía en esencia en abordar cualquier problema examinando a fondo los principios fundamentales de la física. También decidió cursar una titulación conjunta en Empresariales. «Me preocupaba que, si no estudiaba Empresariales, me vería obligado a trabajar para alguien que lo hubiera hecho —explica—. Mi meta era diseñar productos teniendo talento para la física y no tener que trabajar nunca para un jefe con un título en Empresariales». Pese a no tener talante político ni ser sociable, se presentó como candidato para la asamblea de estudiantes. Uno de sus compromisos de campaña se burlaba de aquellos que buscaban cargos estudiantiles para pulir su currículum. La promesa final de su programa electoral era: «Si este puesto aparece alguna vez en mi currículum, haré el pino y me comeré cincuenta copias del documento en un lugar público». Por fortuna perdió, lo cual lo salvó de relacionarse con los tipos del gobierno estudiantil, un mundo para el que no era temperamentalmente apto. En su lugar, encajó con comodidad en una panda de geeks a los que les gustaba gastar bromas ingeniosas que implicaban la física, jugar a Dragones y mazmorras, atracarse de videojuegos y escribir código informático. Su mejor amigo en esa panda era Robin Ren, que había ganado una olimpiada de física en su China natal antes de llegar a Penn. «Era la única persona mejor que yo en física», reconoce Musk. Trabaron amistad en el laboratorio de física, donde estudiaban cómo cambian diversos materiales a temperaturas extremas. Al final de una serie de experimentos, Musk cogió gomas de borrar del extremo de los lápices, las echó a un frasco de líquido superfrío y luego las estrelló contra el suelo. Desarrolló un interés en conocer, y ser capaz de visualizar, las propiedades de los materiales y las aleaciones a diferentes temperaturas. Ren recuerda que Musk se centraba en las tres áreas que moldearían su carrera. Ya anduviera calibrando la fuerza de gravedad o analizando las propiedades de los materiales, solía comentar con Ren cómo podían aplicarse las leyes de la física a la construcción de cohetes. «No cesaba de hablar de fabricar un cohete que pudiera llegar a Marte —recuerda Ren—. Por supuesto, yo no le prestaba mucha atención, porque pensaba que estaba fantaseando». Musk se concentraba además en los coches eléctricos. Ren y él solían comprar algo para almorzar en uno de los camiones de comida y se sentaban en el césped del campus, donde Musk leía artículos académicos sobre baterías. California acababa de aprobar una disposición que exigía que en 2003 el 10 por ciento de los vehículos fuesen eléctricos. «Yo quiero lograr que eso se cumpla», decía Musk. Del mismo modo, Musk llegó a convencerse de que la energía solar, que en 1994 apenas estaba despegando, era el mejor camino hacia la energía sostenible. Su tesina se titulaba «The Importance of Being Solar» [«La importancia de ser solar»]. Estaba motivado no solo por los peligros del cambio climático, sino también por el hecho de que las reservas de combustibles fósiles empezarían a menguar. «Pronto la sociedad no tendrá más remedio que centrarse en las fuentes de energías renovables», escribió. Su última página mostraba una «central eléctrica del futuro», que consistía en un satélite con espejos que concentraría la luz del Sol en paneles solares y enviaría la electricidad resultante a la Tierra mediante un haz de microondas. El profesor le otorgó una calificación de 98 sobre 100 y le dijo que era «un trabajo muy interesante y bien escrito, exceptuando la última figura, que sale de la nada». JUERGUISTA A lo largo de su vida, Musk ha tenido tres formas de escapar del drama emocional que él mismo solía generar. La primera era la que compartía con Navaid Faruq en Queen’s: la habilidad para desconectar mediante los videojuegos de estrategia y construcción de imperios, como Civilization y Polytopia. Robin Ren reflejaba otra faceta de Musk: el lector de enciclopedias al que le gustaba sumergirse, como decía la Guía del autoestopista galáctico, en «la Vida, el Universo y Todo lo Demás». En Penn, desarrolló un tercer modo de relajación, un gusto por las fiestas, que lo sacó del caparazón solitario que lo había rodeado en su niñez. Su compañero y propiciador era un animal social amante de la diversión llamado Adeo Ressi. Un tipo alto con cabeza, risa y personalidad grandes, Ressi era un italoestadounidense de Manhattan que adoraba las discotecas. Personaje poco convencional, puso en marcha un periódico dedicado a temas medioambientales llamado Green Times e intentó crear su propia especialización universitaria denominada «Revolución», con ejemplares del periódico como su tesis de grado. Al igual que Musk, Ressi era un estudiante llegado de fuera, por lo que instalaron a ambos en la residencia de los alumnos de primer año, donde existían normas que prohibían las fiestas y las visitas a partir de las diez de la noche. A ninguno de los dos le gustaba cumplir las normas, de modo que alquilaron una casa en una zona dudosa del oeste de Filadelfia. Ressi ideó un plan para organizar grandes fiestas mensuales. Cubrían las ventanas y decoraban la casa con luces negras y carteles fosforescentes. En cierta ocasión, Musk descubrió que su escritorio estaba pintado con colores lacados que brillaban en la oscuridad y clavado a la pared por Ressi, quien lo calificaba de instalación artística. Musk lo bajó y declaró que no, que eso era un escritorio. En una chatarrería encontraron una escultura metálica de una cabeza de caballo e instalaron una luz roja en su interior, de suerte que salían rayos de sus ojos. Había una banda en uno de los pisos, un DJ en otro, mesas con cerveza y chupitos de gelatina, y alguien en la puerta que cobraba los cinco dólares de la entrada. Algunas noches congregaban a quinientas personas, con lo que pagaban fácilmente una mensualidad del alquiler. Cuando Maye lo visitó, se quedó horrorizada. «Llené ocho bolsas de basura y barrí el lugar, y pensé que estarían agradecidos — cuenta—. Pero ni siquiera se percataron». En la fiesta que hicieron aquella noche, la apostaron en el dormitorio de Elon, cerca de la puerta principal, para que se encargase de la guardarropía y del dinero. Tenía unas tijeras en la mano, que pensó que podría utilizar con quienquiera que intentase robar la caja con el dinero, y colocó el colchón de Elon junto a una de las paredes exteriores. «La casa temblaba y rebotaba tanto por la música que pensé que podía derrumbarse algún techo, así que supuse que estaría más segura en el borde». Aunque a Elon le encantaba el ambiente de las fiestas, nunca se sumergía a fondo en ellas. «Yo estaba completamente sobrio en esas ocasiones —asegura—. Adeo se agarraba unos buenos pedos. Yo golpeaba su puerta y decía: “Tío, tienes que venir y encargarte de la fiesta”. Acababa siendo yo quien tenía que controlarlo todo». A Ressi le maravillaba que Musk pareciera habitualmente un tanto descolgado: «Le gustaba andar merodeando en las fiestas, pero no acababa de integrarse. Sus únicas borracheras eran de videojuegos». A pesar de tantas fiestas, él tenía la impresión de que Musk estaba básicamente alienado y retirado, como un observador de un planeta diferente que intentara aprender los movimientos de la sociabilidad. «Ojalá Elon supiera ser un poquito más feliz», dice. 9 Rumbo oeste Silicon Valley, 1994-1995 Cortesía de Maye Musk Julio de 1994. PRÁCTICAS DE VERANO En los años noventa en las universidades de la Ivy League, se empujaba a los estudiantes ambiciosos hacia el Este, hasta los reinos dorados de la banca de Wall Street, o hacia el Oeste, hasta el utopismo tecnológico y el celo emprendedor de Silicon Valley. En Penn, Musk recibió ofertas de Wall Street para hacer prácticas, todas ellas lucrativas, pero las finanzas no le interesaban. Creía que ni los banqueros ni los abogados contribuían mucho a la sociedad. Además, le desagradaban los estudiantes que había conocido en las clases de empresariales. En cambio, le atraía Silicon Valley. Aquella era la década de la euforia racional, en la que bastaba con lanzar una puntocom a cualquier fantasía y esperar a que el estruendo de los Porsches descendiese desde Sand Hill Road con capitalistas de riesgo agitando cheques. Le llegó la oportunidad en el verano de 1994, entre su penúltimo y su último año en Penn, cuando le concedieron dos prácticas que le permitieron entre