Cómo Salir del Pozo: Nuevas Estrategias de los Países - PDF
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2023
Andrés Oppenheimer
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This book explores the growing dissatisfaction and unhappiness around the world, even in countries experiencing economic growth. It examines various factors contributing to this trend, including the impact of globalization, technological advancements, and the decline of traditional ideologies. The author interviews global leaders to understand how different countries are approaching happiness and economic development.
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Para Sandra, que me acompañó —literalmente— hasta las cumbres del Himalaya para escribir este libro PRÓLOGO Una ola de descontento recorre el mundo. Paradójicamente, a pesar de que vivimos muchos más años y tenemos un nivel de vida mucho mejor que el de nuestros a...
Para Sandra, que me acompañó —literalmente— hasta las cumbres del Himalaya para escribir este libro PRÓLOGO Una ola de descontento recorre el mundo. Paradójicamente, a pesar de que vivimos muchos más años y tenemos un nivel de vida mucho mejor que el de nuestros ancestros (que no gozaban de privilegios como viajar en auto, tener aire acondicionado o recibir anestesia cuando les sacaban una muela) cada vez menos gente se siente feliz. Según una encuesta mundial de Gallup, hecha anualmente a unas 150,000 personas en unos 137 países, el promedio mundial de gente que dice no ser feliz es cada vez mayor. El porcentaje de encuestados que se sienten más enojados y estresados creció de 24% en 2006 a 33% actualmente.1 Según me señaló Jon Clifton, el CEO mundial de Gallup, en una entrevista: “Hay un aumento global de la infelicidad. Las emociones negativas, o sea, el agregado del estrés, la tristeza, el enojo, la preocupación y el dolor físico, han llegado a niveles récords”. El aumento de la infelicidad no es, como muchos podrían suponer, el resultado de la pandemia de covid-19 o de la recesión económica en muchos países. La gente ya se sentía insatisfecha desde varios años antes de la pandemia. El triunfo de los populismos en todas partes, incluyendo la victoria de Donald Trump en Estados Unidos y el voto del Brexit en Reino Unido para separase de la Unión Europea en 2016, ya era síntoma de un creciente malestar social mundial. Y esa ola de insatisfacción y deseo de cambios drásticos también se hizo evidente en América Latina con el triunfo de varios líderes populistas que prometían cambiarlo todo. En México, el presidente Andrés Manuel López Obrador ganó las elecciones en 2018 prometiendo una “transformación histórica” del país. En Brasil, un hasta entonces oscuro diputado de derecha y exmilitar llamado Jair Bolsonaro fue electo ese mismo año tras proponer un giro radical hacia la apertura económica y el conservadurismo social. En Chile, los votantes eligieron por mayoría abrumadora en 2021 a Gabriel Boric, un joven político que venía de la extrema izquierda y buscaba alterar radicalmente el “modelo chileno”. En Perú, los votantes les dieron la espalda a los políticos tradicionales y eligieron en 2021 a Pedro Castillo, un maestro de escuela rural casi desconocido, cuyo partido, Perú Libre, se autoproclamaba “marxista” y pretendía una ruptura absoluta con el pasado. En Colombia, ganó en 2022 el exguerrillero y exalcalde de Bogotá Gustavo Petro, que se convirtió en el primer presidente de izquierda de su país. En todas partes, y como confirmando el fenómeno de la ola de insatisfacción global, parecen estar ganando las elecciones los candidatos que prometen arrasar con el statu quo. ¿Qué está pasando? ¿Cómo se explica el caso de Trump, el Brexit, la Primavera Árabe, las victorias de partidos críticos del sistema imperante en Chile, Perú, Colombia y otros países? Si el bienestar económico nos hace más felices, ¿cómo se explica que nunca haya habido tanta gente con automóviles, televisores de pantallas gigantes y teléfonos inteligentes, y que a la par estén aumentando tanto los niveles de infelicidad? ¿Y cómo se explica que estos cambios políticos recién mencionados hayan ocurrido en muchos países cuyas economías venían creciendo sostenidamente? Hasta la explosión social de 2019, Chile era el país latinoamericano de mayor crecimiento económico y reducción de la pobreza en las últimas décadas. Había logrado bajar la pobreza de 36% de la población en 2010 a 8.6% en 2017, según el Banco Mundial. Perú venía creciendo y reduciendo la pobreza desde hacía dos décadas antes de la elección de Castillo. Colombia crecía a un 6.3% anual en 2022, uno de los niveles más altos de América Latina y del mundo, cuando los colombianos eligieron al exguerrillero Petro. En el Reino Unido, la economía había crecido sostenidamente desde la crisis financiera de 2008, el desempleo había bajado y el producto interno bruto (PIB) había sido superior al normal en 2016, el año en que los británicos votaron por salirse de la Unión Europea. Y, a pesar de todo eso, la gente estaba descontenta. Ya antes del Brexit, en la Primavera Árabe de 2010, Túnez —el país donde se iniciaron las protestas masivas que derrocaron a varios gobiernos del norte de África y el Medio Oriente— era uno de los más prósperos de su región. La revista británica The Economist decía con admiración, en enero de 2011: “[La economía de Túnez es] un imán para las inversiones manufactureras, servicios internacionales de atención al cliente y turismo, y ha crecido un promedio de 5% anual en las últimas dos décadas”. Y en Egipto, las multitudinarias manifestaciones que tumbaron al gobierno de Hosni Mubarak en 2011 se produjeron tras un crecimiento económico de 80% en las dos décadas previas, según el Fondo Monetario Internacional (FMI). ¿Por qué la gente está cada vez más insatisfecha, incluso cuando la economía de sus países crece? Obviamente, el crecimiento del producto interno bruto —la vara que usamos para medir el progreso de nuestros países— no garantiza por sí solo el aumento de la felicidad. Los países venían creciendo, y, sin embargo, la gente era —y sigue siendo— cada vez más infeliz. Las explicaciones más frecuentes de los economistas son que en América Latina la disminución de la pobreza se frenó bastante después de la bonanza de los altos precios de las materias primas en la década del 2000, y que la brecha entre los ricos y los pobres es cada vez más extensa. Pero lo cierto es que en Chile, Perú y en varias otras partes la pobreza y la inequidad se redujeron en comparación con sus niveles de hace 20 o 30 años (aunque quizás no tanto como muchos quisiéramos). Hay, pues, otros factores que también inciden, y cada vez más. Tal como lo descubrí en mi investigación para este libro, el crecimiento económico es indispensable, pero no suficiente para aumentar la felicidad. Hay mucha gente que no es pobre, pero es infeliz. El derrumbe de las ideologías tras la disolución de la Unión Soviética a fines del siglo XX y el gradual desplome de las religiones tradicionales (que en muchos casos han permanecido encajonadas en los rituales y alejadas de la modernidad) han dejado a cientos de millones de personas sin una brújula moral, una comunidad y un sentido de propósito. Simultáneamente, la revolución tecnológica ha hecho que muchos trabajos se hayan automatizado y desaparecido. El trabajo mental vale cada vez más, y el manual, cada vez menos, lo que ha dejado sin sustento o con empleos mal pagados a muchos trabajadores poco calificados. Y las frustraciones de todos ellos están siendo amplificadas por las redes sociales. Hay que empezar a ver el mundo con un lente más amplio del que han venido usando los economistas tradicionales. La agenda de nuestros gobiernos y medios de comunicación debe seguir centrada en la lucha contra la pobreza y la desigualdad, pero hay que ampliarla con nuevas estrategias para combatir la infelicidad. La ola mundial de descontento también se ha hecho evidente dentro de las empresas, las escuelas y en nuestras propias vidas personales. Las grandes compañías en Estados Unidos están sufriendo una fuga de talentos (llamada the great resignation o “la gran renuncia”) porque cada vez más jóvenes profesionales experimentan agotamiento laboral, lo que los ha llevado a abandonar sus empleos. Prefieren ahora trabajar por su cuenta o buscar trabajos freelance en internet antes que someterse al estrés cotidiano de la vida corporativa. Más de 47 millones de estadounidenses renunciaron a sus trabajos tan sólo en 2021 para buscar mejores alternativas, según datos oficiales.2 Asimismo, en las escuelas, hay una epidemia de depresión entre los adolescentes. Y los niveles de soledad y ansiedad entre los adultos crecen exponencialmente en todas partes. Este libro es el resultado de una investigación periodística de seis años por la cual viajé a varios países para dar cuenta de qué hacen sus gobiernos, empresas, escuelas y habitantes para ser más felices. Hay una nueva ciencia de la felicidad, y algunas naciones están empezando a tomar medidas novedosas para promover no sólo el crecimiento económico, sino la satisfacción de vida de sus ciudadanos. Hace poco, Finlandia, Nueva Zelanda, Islandia, Escocia, Gales y Canadá crearon una asociación de “Gobiernos para la Economía del Bienestar” para compartir sus experiencias en la búsqueda de un aumento en la felicidad. El Reino Unido mide la felicidad de su gente desde hace varios años y usa estos datos para focalizar sus políticas asistenciales en los sectores de la población más infelices, que no siempre son los más pobres. Tanto Reino Unido como Japón han creado “ministerios de la soledad”, que están dedicados a combatir la soledad e incrementar la felicidad. En el remoto reino budista de Bután, enclavado en las montañas del Himalaya, entre India y China, el gobierno ha reemplazado la tradicional medición del producto interno bruto por un “producto bruto de la felicidad”. En Nueva Delhi, India, las escuelas públicas han instituido “clases de felicidad” diarias para todos los alumnos de primaria. En el ámbito corporativo, algunas de las empresas más grandes del mundo, como la consultora Deloitte, han creado el puesto de chief happiness officer o “jefe del departamento de felicidad”. Cada vez más escuelas en diversos países están dando clases de “educación positiva” para ayudar a los niños a ser más felices. Y universidades como Harvard y Yale están impartiendo cursos y diplomados de felicidad o satisfacción de vida. En la era del estrés laboral y la sobrecarga informativa, hay un creciente movimiento global explorando formas de aumentar la felicidad de la gente basadas en esta nueva ciencia de la felicidad. Por supuesto, hay muchos farsantes que se han montado en esta nueva ciencia de la felicidad para sacarle provecho político y disimular sus fracasos económicos. Los presidentes populistas de Venezuela, México y Argentina, entre otros, han relativizado la importancia del crecimiento del producto interno bruto para tratar de tapar la falta de crecimiento de sus países. El presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, al ser cuestionado por la falta de crecimiento económico durante su mandato, respondió: “Hay que cambiar los parámetros y no estar pensando en el producto interno bruto ni en el crecimiento, sino que hay que estar pensando en el bienestar y en la felicidad del pueblo”.3 Irónicamente, durante varios años, López Obrador había basado sus campañas presidenciales en el argumento de que México no había crecido lo suficiente, y aseguró que él lograría tasas de crecimiento de 4% anuales. El presidente argentino Alberto Fernández y el dictador venezolano Nicolás Maduro han hecho declaraciones muy parecidas luego de que sus economías cayeran en picada. Maduro incluso llegó a crear, en 2013, un “Viceministerio para la Suprema Felicidad Social del Pueblo”, mientras los supermercados estaban vacíos y millones de venezolanos huían del país. Tal como me lo corroboró en una entrevista Bill Gates, el fundador de Microsoft, los países no pueden ser felices si sus economías no prosperan. Cuando le pregunté si un país puede hacer feliz a su gente sin crecimiento económico, Gates me dijo: “Lo dudo mucho”. El progreso, entonces, seguirá ligado al aumento del PIB de los países, me dijo Gates.4 La mayoría de los gurús del bienestar que entrevisté para este libro coincidieron en que, en efecto, el crecimiento económico debe seguir siendo el principal parámetro del progreso, ya que, si los países no crecen, la pobreza seguirá igual o aumentará. Sin embargo, casi todos agregaron que el crecimiento económico no debe ser la única vara para evaluar el progreso de nuestros países. Hay que empezar a medir también la felicidad. Entrevista con Bill Gates. CNN en Español. Las revueltas sociales en Chile, Perú, Ecuador, Colombia, Túnez y otros países, junto con la nueva encuesta de Gallup sobre el aumento mundial del descontento, me llevaron a indagar más sobre el tema de la búsqueda de la felicidad. Para mis libros anteriores, había dado la vuelta al mundo entrevistando a las autoridades máximas de varias disciplinas para tratar de entender por qué algunos países prosperan más que otros. Cada una de mis investigaciones me dejó muchas enseñanzas, pero también algunas asignaturas pendientes. Para escribir Cuentos chinos (2005), viajé a China, India y varios otros países que han sacado a millones de personas de la pobreza tras abrir sus economías y exportar al mundo, y entrevisté a grandes expertos mundiales en competitividad. El libro concluía que una de las principales claves del crecimiento es la educación de calidad porque, en la economía del conocimiento del siglo XXI, los países que venden los productos más sofisticados son los más exitosos, y los que venden materias primas y manufacturas básicas son los más rezagados. Las exportaciones sofisticadas como los programas de computación —que requieren una fuerza laboral mucho más educada— valdrán cada vez más. No es casualidad que los hombres más ricos del planeta, como Bill Gates, Elon Musk, Carlos Slim o Warren Buffett, no vendan petróleo ni alimentos ni otras materias primas. Y tampoco es casualidad que 9 de las 10 empresas de mayor valor en el mundo —incluyendo Apple, Alphabet (Google), Amazon, Microsoft, Facebook y Alibaba— sean compañías tecnológicas que producen cosas que no se pueden tocar con las manos. Venden productos de la economía del conocimiento. En el mundo de hoy el trabajo manual vale cada vez menos y el mental cada vez más, afirmaba en aquel libro. Esto me llevó a escribir un libro sobre educación: ¡Basta de historias! (2010). El título se basaba en mi conclusión, tras viajar a varios países del Lejano Oriente, de que mientras los países latinoamericanos estamos obsesionados con la historia y guiados por la ideología, los países asiáticos están obsesionados con el futuro y guiados por el pragmatismo. Para redactar esa obra, entrevisté a los principales expertos mundiales en educación y visité las escuelas más exitosas de Finlandia, Estados Unidos, China, India y otros países. Señalé que los países anteriormente pobres que más lograron crecer y reducir la pobreza, como China, India y Corea del Sur, son los que tienen una obsesión nacional y familiar con la educación de calidad: son meritocracias educativas. Para lograr esa excelencia educativa, hace falta exigir mayores niveles de calidad educativa a los docentes, un mayor rendimiento académico a los alumnos y una obsesión con la educación, decía en ese libro. Los maestros tienen que ganar más, pero conforme a sus resultados en el aula, que hoy en día se pueden medir fácilmente mediante pruebas internacionales estandarizadas como el test PISA. Y la educación también debe formar parte de la cultura familiar, como lo vi en los institutos privados nocturnos de China, donde los padres y abuelos acompañan a los niños a tomar clases particulares de matemáticas o inglés hasta las 9 o 10 de la noche. ¡Basta de historias! terminaba diciendo que la educación de calidad tiene que complementarse con una cultura de la innovación, porque de otra manera tendremos países repletos de taxistas con diplomas universitarios, pero que no crean mucha riqueza productiva. En la era de la economía del conocimiento, los países que no innovan se quedan estancados o retroceden. Esta última consideración me llevó a escribir mi siguiente libro, ¡Crear o morir! (2014), en el que me dediqué a tratar de contestar la pregunta de qué pueden hacer los países latinoamericanos para convertirse en centros tecnológicos o creativos. Viajé varias veces a Silicon Valley, así como a Israel, Corea del Sur, Singapur y otras capitales mundiales de la innovación, y entrevisté a algunos de los emprendedores más exitosos del mundo. ¿Se trata sólo de invertir más dinero en innovación o hay otros factores tanto o más importantes?, les pregunté. Llegué a varias conclusiones, incluyendo la necesidad de crear una cultura nacional de veneración de los innovadores, porque, sin una gran masa de jóvenes que quieran ser innovadores y emprendedores, no habrá centros de innovación. Una de las cosas que más me llamó la atención en Silicon Valley fue que todos los jóvenes sentados en los cafés con sus laptops quieren ser el próximo Steve Jobs o Elon Musk. En nuestros países, la mayoría de los jóvenes quieren ser el siguiente Lionel Messi o la próxima Shakira. Demasiados pocos niños latinoamericanos sueñan con ser el creador del algoritmo que revolucione la economía mundial o la nueva medicina que cure el cáncer. Y si nuestros jóvenes no sueñan con ser grandes innovadores, pues lo más probable es que no los produzcamos. ¡Crear o morir! sugería varias claves para la innovación a nivel nacional y personal. Decía que los países que sigan produciendo los mismos bienes con los mismos procesos, y no le apuesten a la innovación, están condenados al fracaso, sobre todo en el futuro próximo, cuando más trabajos tradicionales sean sustituidos por computadoras inteligentes y robots. Siguiendo con el hilo de mis investigaciones periodísticas, mi libro más reciente, ¡Sálvese quien pueda! (2018), se propuso averiguar cuáles serán los empleos que desaparecerán por la creciente automatización del trabajo y cuáles serán los trabajos del futuro. El libro comenzaba citando un estudio de la Universidad de Oxford que pronosticaba que 47% de los trabajos actuales desaparecerían en los próximos 15 años por los robots y la inteligencia artificial. Viajé a Oxford, Gran Bretaña, para entrevistar a los autores de ese estudio, y a varias ciudades de Estados Unidos y Japón para indagar cuál será el futuro de los vendedores, abogados, contadores, médicos, ejecutivos de empresas, programadores de computación, artistas, deportistas y muchos otros. Y al final de ¡Sálvese quien pueda! compilé una lista de los trabajos del futuro o los que recomendaría a cualquier joven a punto de empezar una carrera o ingresar en el mercado laboral. Esa lista ha cobrado nueva vigencia en 2023 tras la aparición de ChatGPT y otros programas impulsados por inteligencia artificial que revolucionarán el trabajo. Todos estos reportajes me dejaron con algunas ideas bastante claras sobre por qué algunos países progresan y otros no, y por qué naciones como Corea del Sur, que hasta hace pocas décadas eran más pobres que la mayoría de los países latinoamericanos, hoy en día están entre las de mayores ingresos per cápita del mundo. Entre las muchas cosas que aprendí es que en Latinoamérica hacen falta acuerdos nacionales para trazar políticas de largo plazo, crear una obsesión nacional y familiar por la educación, fomentar una cultura de glorificación de los innovadores y adoptar una mayor tolerancia social hacia el fracaso individual (porque, como me lo corroboraron algunos de los empresarios más exitosos, no hay innovación que no sea el resultado de una larga cadena de fracasos). Sin embargo, ninguna de estas recetas centradas en el crecimiento económico me explicaba por qué las poblaciones de algunos países que avanzan en todos estos campos, desde China hasta Chile, se sienten cada vez más descontentas. Si el crecimiento económico no alcanza para hacer a la gente más feliz, ¿qué hay que hacer? Era la gran pregunta pendiente. Así pues, para escribir este libro, seguí el mismo método de mis obras anteriores: viajé a varios países y entrevisté a algunos de los máximos gurús de la felicidad. No es un método muy original, pero creo que es el más efectivo, porque hay que tener una visión periférica. Siempre he creído que hay gente sumamente inteligente en diversas partes del mundo, y que podemos aprender mucho de sus aciertos y errores. Y sólo hablando con ellos —personalmente, si es posible— se puede entender mejor lo que hacen. Entonces, así como en mis libros anteriores me propuse buscar las claves de la competitividad, la educación, la innovación y los trabajos del futuro, esta vez me propuse la mucho más ambiciosa tarea de buscar las claves de la felicidad. Para iniciar este recorrido, usé uno de los rankings más conocidos: el Reporte mundial de la felicidad, nacido como un proyecto de colaboración con las Naciones Unidas de la Universidad de Columbia Británica, la Universidad de Columbia, la London School of Economics y la Universidad de Oxford, entre otras instituciones. El reporte anual contempla 137 países y se basa en la encuesta mundial de Gallup, en la que los entrevistados responden cuán felices son en una escala del 0 al 10. Los países más felices del mundo en este ranking casi todos los años son los mismos: Finlandia, Dinamarca e Islandia. La mayoría de los países latinoamericanos aparecen al final de la primera mitad de la lista, y España, en el puesto 32. Ningún país de América Latina está entre los primeros 10. Costa Rica se ubica en el puesto 23; Uruguay, en el 28; Chile, en el 35; México, en el 36; Brasil, en el 49; Argentina, en el 52; Bolivia, en el 69; Colombia, en el 72; Perú, en el 75; y Venezuela, en el 88.5 Hay otro ranking parecido, basado en otra encuesta anual de Gallup que mide únicamente la alegría de la gente, donde los países latinoamericanos suelen salir en los primeros lugares. En ésta se le pregunta a la gente cuántas veces sonrió o se sintió alegre en las últimas 24 horas. Los países más felices (o alegres) del mundo suelen ser El Salvador, Paraguay, Panamá y Costa Rica. Sin embargo, la misma encuesta muestra que los latinoamericanos también estamos entre quienes mostramos los mayores niveles de depresión, ansiedad, enojo o descontento, lo que los expertos agrupan bajo el rótulo de “sentimientos negativos”. Cuando le pregunté medio en broma a Clifton, el presidente mundial de Gallup, si estos resultados significaban que los latinoamericanos somos bipolares, sonrió y me respondió que somos “los más expresivos” tanto para manifestar los sentimientos positivos como los negativos. Lo cierto es que la alegría de los latinoamericanos no es un sustituto para la satisfacción de vida que muestran los escandinavos, porque la alegría es un sentimiento pasajero, mientras que la satisfacción de vida es un estado mucho más permanente. Como veremos más adelante en este libro, la alegría es uno de varios componentes de la felicidad. Yo puedo estar muy contento si me como un kilo de helado de chocolate, pero esa alegría me va a durar poco si tengo que regresar a una choza sin agua potable o si no tengo con qué pagar un seguro médico. Y, a la larga, el consumo exagerado de helados de chocolate dañará mi salud y reducirá mi bienestar. Por eso el Reporte mundial de la felicidad y la mayoría de los expertos valoran mucho más las encuestas de satisfacción de vida, en las que los países escandinavos llevan la delantera. La clave para el progreso será, entonces, complementar el crecimiento económico y la alegría de vivir con políticas públicas que aumenten la satisfacción de vida de la gente. Lo que hice, entonces, fue visitar Dinamarca y otros países escandinavos que figuran en los primeros puestos del ranking del Reporte mundial de la felicidad, así como otros que están midiendo la felicidad para guiar sus políticas públicas o adoptando programas para aumentar la satisfacción de vida, como Reino Unido, Israel, India y Bután. Además, para escribir los capítulos sobre las empresas y las escuelas, entrevisté a varios de los expertos en materia de felicidad laboral y educativa más importantes del mundo. Descubrí que hay muchas cosas que están haciendo los países, las empresas y las escuelas para aumentar la felicidad que sería bueno emular, porque funcionan. Fue un viaje periodístico fascinante que me llevó a algunas conclusiones nuevas que ojalá sirvan para enriquecer el debate político y económico de nuestros países. ¡Espero que lo disfruten! ANDRÉS OPPENHEIMER Capítulo 1 LA NUEVA CIENCIA DE LA FELICIDAD EL ÉXITO NO CONDUCE A LA FELICIDAD, SINO LA FELICIDAD CONDUCE AL ÉXITO MIAMI, Florida.- Confieso que cuando fui a la Cumbre de la Felicidad en Miami, el 18 de marzo de 2022, en el Día Mundial de la Felicidad de las Naciones Unidas, lo hice con una gran dosis de escepticismo. En mi calidad de periodista, desconfiado por naturaleza, y especializado en temas políticos y económicos, nunca me había interesado demasiado —por lo menos profesionalmente— en temas tan abstractos como la felicidad. De manera que, cuando decidí asistir al evento, después de que varias personas me señalaron que estarían presentes algunos de los pioneros mundiales en la “ciencia de la felicidad”, me picó la curiosidad de ver si se trataba de algo serio o si era una industria de charlatanes. Mientras conducía desde mi apartamento en Miami Beach hasta la Universidad de Miami, en la otra punta de la ciudad, temí encontrar una sala llena de humo de incienso, donde varios oradores motivacionales con pulseras de hilo y sandalias intentarían convencerme —en vano, como tantos otros antes— de que tenía que meditar y hacer yoga. Siempre he admirado a quienes logran sentirse mejor con estas prácticas (tengo una hermana que es fanática de la meditación y da cursos de mindfulness), pero mis esfuerzos en ese ámbito nunca han logrado durar más de unos pocos segundos e invariablemente terminan en fracasos. Mis temores aumentaron cuando llegué al auditorio Donna E. Shalala de la Universidad de Miami, una sala moderna con capacidad para 400 personas, y vi que, entre el podio y la primera fila de sillas, había almohadones y acolchados para quienes quisieran sentarse en el piso, cruzarse de piernas y meditar. Lo que era más: el programa del día comenzaba con una sesión de yoga y meditación. La cosa pintaba mal. Sin embargo, cuando empezó la conferencia y pude escuchar lo que decían algunos de los expositores —como Martin Seligman, uno de los fundadores de la psicología positiva, y Tal Ben-Shahar, el profesor de educación positiva que había dictado uno de los cursos más populares de la Universidad de Harvard—, empecé a tomarme el tema un poco más en serio. Todos ellos sostenían, con leves variaciones, que en los últimos 30 años la felicidad ha dejado de ser un concepto vago cultivado por filósofos, sacerdotes y poetas, y se ha convertido en una ciencia. Hoy en día, decían, hay más de un centenar de estudios de las universidades más prestigiosas del mundo que muestran que la gente optimista y feliz vive varios años más que la gente pesimista. Además, ésos y otros estudios muestran que la gente con mayor satisfacción de vida es mucho más creativa y productiva. Lo que antes era una suposición ahora está científicamente comprobado, aseguraban los oradores. Karen Guggenheim, la presidenta de la Cumbre Mundial de la Felicidad (derecha), entrevistando a Jennifer Fisher, jefa del Departamento de Bienestar de Deloitte, en 2022. Cortesía: WOHASU. LOS OPTIMISTAS VIVEN ENTRE 6 Y 10 AÑOS MÁS QUE LOS PESIMISTAS En efecto, un famoso estudio publicado por la revista Proceedings of the National Academy of Sciences, la publicación oficial de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, basado en dos estudios científicos que observaron a más de 71,400 personas a lo largo de los años, concluyó que los optimistas tienen más posibilidades de vivir más allá de los 85 años que los pesimistas.1 El estudio, encabezado por la profesora Lewina O. Lee de la Universidad de Boston, comprobó que mientras el promedio de vida en Estados Unidos es de unos 79 años, los optimistas tienen más posibilidades de vivir seis años extra que quienes ven el vaso medio vacío. Otros estudios —un ejemplo es el de las monjas de la Orden de Notre Dame que se detallará a continuación— concluyeron que la expectativa de vida de los optimistas es aún mayor. La explicación es que la felicidad —o la satisfacción de vida— reduce el peligro de ataques cardiacos, embolias cerebrales, cánceres e infecciones, dicen los autores. Mucho antes del estudio masivo publicado por la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos, se llevó a cabo una famosa investigación sobre la expectativa de vida de 678 monjas de la Orden de Notre Dame en Estados Unidos. El estudio se basó en los breves ensayos que escribían las monjas nacidas antes de 1917 al ingresar en sus conventos, como exigencia para ser admitidas, donde debían hablar sobre su vida y sobre cómo veían su futuro. Setenta años después, un grupo de psicólogos leyó estas reseñas autobiográficas, separó y clasificó las que contenían pensamientos positivos y las que tenían pensamientos negativos, y descubrió que las monjas que veían la vida con optimismo vivían un promedio de 10 años más que las pesimistas. Un 54% de las monjas que habían escrito 25% de las notas autobiográficas más optimistas seguían vivas a la edad de 94 años, mientras que sólo 11% de las que habían escrito 25% de las notas más negativas seguían con vida a esa edad.2 El estudio de las monjas es uno de los más citados en los ensayos sobre longevidad porque, a diferencia de otros que comparan la expectativa de vida entre distintos países o provincias de un mismo país, donde las diferencias se pueden deber a diversos factores como los hábitos alimenticios o el estrés, todas las monjas incluidas en el estudio tuvieron vidas similares. Comían los mismos alimentos, no fumaban ni bebían alcohol, se acostaban a la misma hora y llevaban la misma rutina diaria. El único factor que diferenciaba a las monjas más viejas es que desde hacía mucho tiempo habían sido las más felices. Pero lo que es más interesante aún, decían los expositores en la conferencia, es que hay formas cada vez más probadas científicamente de aumentar la felicidad de la gente. Según los oradores, la felicidad es algo que se puede aprender individualmente, enseñar en las escuelas, fomentar en las empresas y promover mediante políticas públicas en los países. En el estudio de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos se afirma que hay varias técnicas para ayudar a la gente a ser más optimista y a vivir más y mejor. Por ejemplo, los autores recomiendan hacer todas las noches una lista de las cosas positivas que le pasaron a uno durante el día, mejorar la calidad de las relaciones con nuestras parejas o amigos e incluso practicar la “media sonrisa”, una práctica para reducir la tristeza que consiste en tratar de sonreír durante unos minutos todos los días, aunque se trate de una sonrisa forzada. Parecen boberías, pero, así como uno puede fortalecer los músculos del brazo levantando pesas todos los días, uno puede acostumbrar al cerebro a tener pensamientos positivos y enfrentar la vida con optimismo, señalaron los oradores. Varios de los ponentes de la Cumbre de la Felicidad enfatizaron que, hoy en día, hay varios países en los que ya se están usando técnicas eficaces para enseñarles a los niños en las escuelas a aumentar su satisfacción de vida. Uno tras otro, los conferencistas insistían en que todo esto ya no se trata de creencias o suposiciones, sino de una nueva ciencia de la felicidad que puede ayudarle a la gente a ser más feliz, tener mayor capacidad de afrontar momentos difíciles, tener más energía y ser más productiva. Entonces, es hora de usar estas herramientas probadas científicamente para que todas las personas del mundo experimenten felicidad, desde la cuna hasta la tumba, decían los conferencistas. SELIGMAN: LA FELICIDAD SE PUEDE ENSEÑAR La gran estrella de la Cumbre de la Felicidad en Miami fue Martin Seligman, considerado por muchos como el padre de la psicología positiva. Seligman, de 79 años, fue director del Departamento de Psicología Positiva de la Universidad de Pensilvania, presidente de la Asociación Estadounidense de Psicología (APA, por sus siglas en inglés) y es autor de varios bestsellers sobre la felicidad. Solía iniciar sus conferencias parándose en medio de dos pizarras, con un ritual muy impactante que consistía en hacerle dos preguntas a su audiencia y anotar las respuestas en los respectivos pizarrones. Primero: “¿Qué es lo que más quisieran para sus hijos?”. Invariablemente, los padres respondían: “Que sean felices”, “Que gocen de buena salud”, “Que puedan sobreponerse a los fracasos” y “Que tengan muchos amigos”. Seligman anotaba todos estos conceptos en la pizarra que tenía a su izquierda, de manera que uno podía leer en orden descendiente las palabras “felicidad”, “tolerancia al fracaso”, “salud”, “relaciones”. Acto seguido, Seligman les hacía la segunda pregunta: “¿Qué cosas les enseñan a sus hijos en la escuela?”. Las respuestas del público eran, por lo general, “historia”, “geografía”, “matemáticas” y “gramática”, y Seligman las anotaba con la misma prolijidad en la pizarra que estaba a su derecha. Entonces, mostrando las dos pizarras, y tras un silencio prolongado, como esperando que el público fuera adivinando su mensaje, Seligman llegaba a su conclusión: no había ninguna palabra que se repitiera en ambas pizarras. O sea, no hay ninguna relación entre las cosas que los padres quieren para sus hijos y las que les enseñan a sus hijos en las escuelas. El corolario de este ritual era decirle a la audiencia que, además de instruir a los niños en historia y geografía, hay que enseñarles habilidades como aprender a lidiar con el fracaso, apreciar las cosas buenas de la vida y cultivar las relaciones humanas. Todo eso se puede aprender gracias a las nuevas técnicas desarrolladas en los últimos 30 años, decía Seligman. La fama de Seligman como el fundador de la psicología positiva se disparó en 1998 cuando, en su discurso inaugural como presidente de la Asociación Estadounidense de Psicología, puso a la psicología tradicional patas arriba, argumentando que los psicólogos suelen ocuparse de sólo la mitad de lo que ocurre en nuestras mentes: las cosas malas. La psicología tradicional se concentra en las cosas que nos hacen infelices, y no en aquellas que nos hacen felices. En ese momento, el número de las investigaciones en el campo de la psicología que trataban sobre enfermedades mentales como la depresión o la ansiedad superaba al de las que trataban sobre los pensamientos positivos y la felicidad por un margen de 17 a 1. O sea, había 17 estudios sobre cómo aliviar problemas mentales por cada estudio sobre cómo aumentar la felicidad.3 Era hora de dejar de estudiar sólo lo que andaba mal, y empezar a investigar cómo potenciar lo que andaba bien, dijo Seligman. Aunque había otros psicólogos que habían escrito sobre el tema antes que él (el concepto de “psicología positiva” se atribuye a Abraham Maslow), Seligman diseñó métodos científicos para hacer terapias enfocadas en lograr que la gente sea más feliz.4 A diferencia de los psicólogos tradicionales, que inician sus terapias preguntándoles a sus pacientes qué problema tienen o con qué parte de su vida están insatisfechos, Seligman inicia las terapias exactamente al revés, preguntándoles qué parte de su vida funciona bien y qué cosas les producen satisfacción. Luego, construye sobre las partes positivas, sin dejar de abordar los problemas en algún momento de la terapia. Si se trata de una terapia de pareja, por ejemplo, la escuela de Seligman empieza las sesiones preguntándoles a los pacientes qué partes de su relación van bien. Si se trata de una terapia organizacional, comienzan preguntando cuáles son los mayores méritos de los gerentes de la empresa. La idea central de las terapias positivas es que, si uno empieza a apreciar lo bueno, entonces lo bueno se empieza a apreciar en general. En otras palabras, si uno construye sobre las cosas buenas, éstas se potencian aún más. Tras la conferencia de Seligman, a la hora del almuerzo, me senté junto a él en la mesa en la sala de expositores. Los organizadores del evento me habían advertido que, a pesar de ser un gurú de la felicidad, Seligman era un hombre poco sociable, que no ganaría ningún concurso de simpatía. El profesor tenía su rutina (jugaba al bridge varias horas por día y competía en torneos internacionales), pero tenía la mecha corta, me habían prevenido. Además, no le gustaban los periodistas. En su libro autobiográfico, El circuito de la esperanza, había confesado que en su juventud había sido un acérrimo pesimista, que fantaseaba con “escribir sobre morirse y la muerte, y vestía de negro todo el tiempo”. Su padre había quedado paralizado y deprimido después de varios infartos, y él mismo la había pasado muy mal en la academia militar a donde lo habían mandado a terminar la escuela secundaria. Poco después de cumplir 18 años, cuando entró a la Universidad de Princeton, y luego cuando hizo sus estudios de posgrado en Psicología en la Universidad de Pensilvania, empezó a encontrar su lugar en el mundo y a investigar las características de la gente optimista y pesimista. Sus estudios demostraron la importancia de ser optimista para vivir más y mejor, y así nació la psicología positiva. Alertado sobre la personalidad de Seligman, inicié la conversación con él tratando de ganarme su confianza. Le dije, sin faltar a la verdad, que me había encantado su presentación, especialmente la manera de comenzar sus conferencias, con las dos pizarras y las dos preguntas a la audiencia. “¡Estuvo buenísimo!”, le dije. “¿Cómo se le ocurrió esa idea?” Seligman volteó hacia mí y, con picardía, me respondió que la idea no había sido suya. “¡Me la robé!”, me confesó. La había escuchado por primera vez hacía varias décadas de un filósofo inglés, y funcionaba muy bien con las audiencias, agregó. Acto seguido, volvió la cara a su plato y siguió comiendo en silencio. Con Martin Seligman. Foto del autor. LOS CURSOS DE FELICIDAD DE HARVARD, COLUMBIA Y YALE Corroborando lo que lo había escuchado en la Cumbre de la Felicidad de Miami, los cursos de felicidad, empoderamiento personal o satisfacción de vida se han convertido en los más concurridos de las universidades de Yale, Harvard y Columbia. Cuando la científica cognitiva Laurie Santos comenzó a dictar su curso “La psicología y la buena vida”, en 2018, casi un tercio de los estudiantes de licenciatura se anotaron para tomarlo. La versión en podcast del curso, llamado The Happiness Lab, llevaba más de 64 millones de descargas cuatro años más tarde. El curso “La ciencia del bienestar”, dictado por Santos en la plataforma educativa Coursera, tiene más de 3.8 millones de alumnos matriculados. Las recetas de Santos, como las de muchos de sus colegas, son muy prácticas y están basadas en estadísticas sobre qué cosas hacen que la gente sea más feliz. La profesora estudió, por ejemplo, el impacto de las religiones en la felicidad de la gente, y descubrió que no sólo las religiones, sino la mayoría de las estructuras sociales o actividades comunitarias —desde un grupo de coleccionistas de estampillas hasta una clase de crossfit—, aumentan la satisfacción de vida. Y no lo hacen tanto por las ideas que transmiten, sino por el contacto personal de quienes las practican y por el sentido de pertenencia que reciben al formar parte de un grupo. Según Santos: Ahora sabemos estadísticamente que hay varias cosas que podemos hacer para mejorar nuestra satisfacción de vida. Hay montones de evidencia de que la gente religiosa es más feliz, en el sentido de la satisfacción de vida y las emociones positivas. Pero ¿es el cristiano que realmente cree en Jesús y lee la Biblia el más feliz? ¿O el cristiano que va a la iglesia, asiste a las cenas comunitarias, dona para caridad y participa en actividades filantrópicas? Lo que hemos descubierto es que, en la medida en que podemos separar ambos factores, parece que no son las creencias, sino las acciones de la gente religiosa, lo que la hace más feliz. Eso es un hallazgo crítico porque nos enseña que, si uno se esfuerza por llevar a cabo ciertas actividades (meditar, hacer trabajo voluntario, relacionarse con otros), va a ser más feliz. Todo esto es mucho más fácil de lograr si uno pertenece a una estructura religiosa, cultural o incluso deportiva.5 En la Universidad de Harvard, uno de los cursos a los que más estudiantes quieren entrar es “Liderazgo y felicidad”, impartido por el profesor Arthur Brooks de la Escuela de Negocios. El curso tiene lugar para sólo 180 estudiantes, y otros tantos se quedan sin poder entrar. Según un artículo sobre éste en el Wall Street Journal, “los cursos de felicidad, relaciones y el balance de vida y trabajo están entre los más populares en los principales programas de Adminis‐ tración de Empresas. La popularidad de estos cursos refleja tanto la demanda (corporativa) de soft skills como el deseo de los estudiantes de encontrar un mejor balance en su vida y la intención de las escuelas de graduar mejores ejecutivos”.6 Según el periódico, uno de los mensajes principales del curso es que la felicidad no es producto del azar, ni de los genes, ni de las circunstancias, sino el resultado de una conjunción de cuatro factores: la familia, los amigos, un trabajo con sentido y un credo o filosofía de vida. Una diapositiva que muestra el profesor Brooks en el primer día del curso insta a los alumnos a pensar detenidamente en cuáles de esos cuatro son los factores en los que están sobreinvirtiendo, y en cuáles están invirtiendo demasiado poco. Y la conclusión general del curso es que, también en el mundo corporativo, la felicidad es una clave del éxito. LOS CERTIFICADOS EN FELICIDAD DE BERKELEY Además de los cursos de felicidad y superación personal, cada vez más universidades están ofreciendo “certificados en felicidad” o “certificados en bienestar”. La Universidad de Berkeley da un certificado profesional en “La ciencia de la felicidad en el trabajo”. Según la página de internet de esa casa de estudios, “cada vez más hay estudios que demuestran que la felicidad no debería ser un tema marginal en los lugares de trabajo, sino una meta esencial”. Agrega que “la gente que está más feliz con su trabajo es la que está más comprometida con su empresa, asciende rápidamente a cargos de liderazgo, es más productiva y creativa, y sufre menos problemas de salud”.7 La Universidad Internacional de Florida, en Miami, otorga el certificado de “Chief Happiness Officer” o “Director de Felicidad”, de su Escuela de Hospitalidad, a raíz de la creciente cantidad de grandes empresas que ya han creado ese cargo para tratar de aumentar el bienestar de sus empleados. El número de compañías que han creado “directores de felicidad” o “directores de bienestar” se disparó después de la pandemia de covid-19, cuando millones de trabajadores en Estados Unidos decidieron no regresar a sus empleos anteriores después de descubrir, durante las cuarentenas, que eran más felices trabajando remotamente y que podían ganarse la vida vendiendo cosas por internet o trabajando por cuenta propia sin tener que lidiar con el tráfico o con un jefe insoportable. YA EMPEZARON LAS “MAESTRÍAS EN FELICIDAD”, Y SE VIENEN LOS DOCTORADOS Ben-Shahar, el discípulo de Seligman y exprofesor de psicología positiva que había dictado uno de los cursos más populares de la Universidad de Harvard, anunció en la Cumbre de la Felicidad en Miami la creación de una maestría en Estudios de la Felicidad, por internet, en conjunto con la Universidad Centenary de Nueva Jersey. Según me dijo en una extensa entrevista,8 será la primera maestría de su tipo porque integrará estudios de psicología, filosofía, historia, medicina, derecho, ciencias económicas y educación. “Hay muchas maestrías en psicología positiva, y yo mismo me he dedicado a ese campo de estudios en los últimos 20 años, pero sólo abarcan lo que dicen los psicólogos sobre la felicidad. ¿Por qué no integrar lo que tienen que decir al respecto los filósofos, ya se trate de Aristóteles, Confucio o Lao-Tse? ¿Por qué no integrar lo que dicen los teólogos, los economistas y los neurocientíficos? Era hora de que hubiera un estudio interdisciplinario de la felicidad, y eso es lo que estamos creando”, me dijo Ben-Shahar. “Y nuestro próximo objetivo será crear el primer doctorado en Estudios de la Felicidad.” Cuando le pregunté qué tipo de personas invertirían tiempo y dinero en una maestría o un doctorado de este tipo, y qué salida laboral podrían tener, Ben-Shahar me aseguró que habrá una demanda cada vez mayor para esta carrera de posgrado. Entre otros, la seguirán docentes, empresarios y ejecutivos de recursos humanos, señaló. “Habrá un mercado muy amplio para esta carrera entre todos los educadores, porque hoy sabemos que cuando aumentas los niveles de felicidad, aumentas el rendimiento en las escuelas, reduces la agresión y el bullying, y mejoras la salud física. Y habrá una demanda muy amplia en las empresas, porque hoy sabemos que, si aumentas los niveles de felicidad, les va mejor en el trabajo a ti y a tus empleados. La gente se vuelve más creativa, más innovadora y más comprometida con su trabajo.” De manera que la idea de la maestría o un doctorado en felicidad, que hoy parece extravagante, muy pronto se convertirá en un campo de estudio muy común en todas las universidades, me aseguró. Ben-Shahar agregó que lo curioso es que actualmente existan maestrías y doctorados en literatura, filosofía e historia, pero no en felicidad. Eso es asombroso, considerando que siempre hubo una especie de consenso universal de que la felicidad es un tema central en nuestras vidas. Aristóteles dijo hace más de 2,000 años que “lo más deseable es la felicidad”.9 El Dalai Lama, en su libro El arte de la felicidad, decía: “No importa si uno cree en una religión o no, o si uno cree en esta religión u otra, el propósito principal de nuestra vida es la felicidad”.10 CÓMO ENSEÑAR LA FELICIDAD EN LAS ESCUELAS Pero, concretamente, ¿cómo se puede enseñar la felicidad en las escuelas?, le pregunté a Ben-Shahar durante su visita a Miami. Yo sabía que él había fundado la Academia de Estudios de la Felicidad, con cursos para docentes, pero me preguntaba cómo se puede comunicar a los niños un tema tan complejo. Ben-Shahar me explicó que no es muy complicado: su academia les enseña a los maestros, entre otras cosas, a contar historias ejemplares que ayuden a aumentar la satisfacción de vida de sus alumnos. “Las historias son fundamentales, porque no hay dato que transmita mejor una idea que una buena historia”, señaló. Una de las principales cosas que Ben-Shahar recomienda enseñar en las escuelas es la tolerancia al fracaso. Para enseñarles a los niños a lidiar con los reveses de la vida, Ben-Shahar les sugiere a los maestros contar, por ejemplo, la historia de Thomas Alva Edison, el inventor de la lámpara eléctrica comercial. En una clase como ésta, la maestra les cuenta a los niños, ya sea verbalmente o a través de un texto o video, que Edison era un gran inventor, que durante su vida patentó 1,093 inventos y que pasó al museo de la fama como uno de los inventores más grandes del mundo. Pero lo importante de la clase es resaltar que Edison fracasó en más de 1,000 de sus invenciones, me explicó. “Contamos la historia de Edison, y les dejamos a los niños el mensaje de que los fracasos son una parte natural del aprendizaje y de la vida. El mensaje es que o aprendes a fracasar, o fracasas en aprender.” La clase sobre Edison no es un simple sermón del maestro, sino un tema en el cual los alumnos deben ahondar, por ejemplo, escribiendo una lista de sus propios fracasos y más tarde tratando de explicar qué cosas pueden aprender de cada uno de ellos. De esta manera, los niños aprenden desde muy pequeños a no ahogarse en un vaso de agua por sus fracasos, y a sacarles el mayor provecho, detalló Ben-Shahar. En otra de las clases de la Academia de Estudios de la Felicidad se les enseña a los docentes a contar la historia del gran basquetbolista de la NBA Michael Jordan. El propio campeón de la NBA ha dicho que suele ser admirado por los campeonatos que ganó, pero recuerda: “He errado más de 9,000 tiros a la canasta en mi carrera. He perdido 300 partidos. Veintiséis veces confiaron en mí para hacer el tiro ganador de un partido, y no lo emboqué al aro. He fracasado una y otra vez en mi vida, y por eso precisamente es por lo que he triunfado”.11 En esta lección, al igual que con la historia de Edison, los alumnos deben hacer la tarea de listar sus propias derrotas y lo que aprendieron de ellas. Otra propuesta de clase para docentes de la Academia de Estudios de la Felicidad consiste en enseñarles a los niños a aumentar su gratitud a través de la historia de Helen Keller, la niña que se sobrepuso a su ceguera y sordera para aprender a comunicarse y estudiar, y cuya biografía, La historia de mi vida, publicada en 1903, asombró al mundo por su gratitud hacia la vida. Después de ver o escuchar la historia de Helen Keller, los docentes les deben pedir a sus alumnos que hablen con sus padres y enumeren las cosas de la vida por las cuales podrían sentirse agradecidos. “Mediante historias reales y tareas, se puede enseñar la tolerancia al fracaso, la gratitud, la caridad y muchas otras habilidades que nos hacen más felices”, me dijo Ben-Shahar. “Estas técnicas ya están siendo utilizadas en muchas escuelas de todo el mundo, y dan resultado”, aseguró. Todo esto me sonaba convincente, pero muy teórico, hasta que en 2023 fui a la India y pude ver con mis propios ojos las “clases de felicidad” que todos los días imparten las escuelas públicas de Nueva Delhi a sus estudiantes. Como lo contaré en detalle en el capítulo 6 de este libro, cada vez más estados de India —y de todo el mundo— están incorporando en sus escuelas públicas “clases de felicidad”, aunque muchas veces las llamen de otra forma, como cursos de “educación positiva”, “habilidades socioemocionales” o soft skills. En varias regiones de este país, estas clases se dan de forma obligatoria, todos los días, a veces al comienzo de la jornada escolar. Y verlas en acción me hizo tomarlas mucho más en serio de lo que anticipaba. EL ÉXITO NO CONDUCE A LA FELICIDAD, SINO AL REVÉS Hay un consenso cada vez mayor entre los expertos de que el éxito no conduce a la felicidad, sino que la felicidad conduce al éxito. Esto podría parecer ridículo, sobre todo cuando estamos acostumbrados a ver todos los días en los medios a gente famosa (deportistas, artistas, políticos ganadores de elecciones), sonriente y llena de bríos, que parece ser la personificación del éxito. Muchos piensan que, si trabajamos duro y postergamos las cosas que nos satisfacen para cuando consigamos un ascenso, alcancemos cierto nivel de ahorros o nos jubilemos, llegaremos a un punto en el que finalmente podremos ser felices. Sin embargo, los estudios muestran que la gente no llega a la felicidad gracias al éxito profesional, sino al revés. Uno de los estudios más conocidos sobre el tema fue encabezado por Sonja Lyubomirsky, de la Universidad de California en Riverside. Junto con otros investigadores, Lyubomirsky revisó 225 estudios estadísticos sobre la felicidad, y descubrió que el éxito profesional no genera automáticamente la felicidad, sino que la felicidad le permite a mucha gente tener más energía, más creatividad, más tolerancia al fracaso y más empatía, cualidades que las llevan a ser más exitosas. “Esto se puede deber a que la gente feliz frecuentemente tiene un estado de ánimo positivo, y ese estado de ánimo positivo las lleva a trabajar más activamente en la búsqueda de nuevas metas y a sumar nuevos recursos. Cuando la gente se siente feliz, tiende a sentir mayor confianza en sí misma, a ser más optimista y a tener más energía”, dice Lyubomirsky. Asimismo, la gente más feliz es vista por otros como más simpática y sociable. Todo eso hace que las personas más felices, positivas u optimistas tengan mayores posibilidades de éxito que otras, señaló. Una persona desanimada que se encuentra en la calle con el exrector de su universidad probablemente no crea que podría tratarse de una excelente oportunidad para contarle de sus ambiciones, y quizás enterarse de una gran oportunidad laboral. Otra persona más feliz, en cambio, inmediatamente vería el mismo encuentro fortuito con alegría y la esperanza tácita de algún beneficio que podría materializarse en el futuro. “La evidencia sigue sugiriendo convincentemente que la felicidad está correlacionada, y frecuentemente antecede al éxito profesional. Y que promover las emociones positivas conduce a mejores resultados en el ámbito laboral”, afirmaba Lyubomirsky en 2018, 10 años después de su primer estudio en que fundamentaba su teoría.12 EL CUENTO DE LOS DOS VENDEDORES DE ZAPATOS EN ÁFRICA En el mundo corporativo, la mayoría de las empresas ya aceptan la premisa de que el optimismo de los empleados los hace más productivos. Muchos hemos escuchado la historia de los dos vendedores de zapatos que fueron enviados a África alrededor del año 1900 para explorar oportunidades de negocios; se cuenta frecuentemente en muchos programas de Administración de Empresas. Según esta historia, uno de los dos vendedores llegó a África y a la semana le mandó un telegrama a su jefe diciendo: “¡Malas noticias! La gente acá no usa zapatos”. El otro vendedor le mandó un telegrama a su jefe el mismo día diciendo: “¡Buenísimas noticias! Acá tenemos una oportunidad enorme: la gente todavía no usa zapatos”. Ambos enviados habían visto lo mismo, pero sacado diferentes conclusiones. Numerosos estudios han demostrado que la gente que tiene pensamientos positivos —los optimistas— ve muchas más oportunidades y obtiene mejores resultados que la que tiene pensamientos negativos. Un estudio encabezado por Andrew J. Oswald, de la Universidad de Warwick en el Reino Unido, concluyó que los empleados a quienes se les muestra un video cómico o se les da un chocolate, una bebida o una fruta en horas de trabajo están más contentos, y son 12% más productivos que quienes no reciben estos estímulos para hacerlos más felices.13 No es casualidad que Google adoptó como política empresarial darles comida gratis y en algunos casos hasta bebidas alcohólicas a los empleados en sus oficinas. Las investigaciones de la neurociencia demuestran que el pensamiento positivo, ya sea propio o inducido por otros, lleva a que nuestra mente dispare dopamina y serotonina, las cuales nos hacen sentir mejor y estimulan los centros de aprendizaje y productividad del cerebro. Y varios estudios, usando placebos u observando grupos paralelos, han concluido que el pensamiento positivo puede ser inducido o contagiado por otros. Cuando se observan dos grupos de personas encomendadas a ejecutar una misma tarea, pero predisponiéndolas a encararlas con actitudes optimistas y pesimistas, respectivamente, aquellas inducidas a pensar positivamente suelen obtener mucho mejores resultados que las pesimistas. EL EXPERIMENTO DE LAS LIMPIADORAS DE CUARTOS DE HOTELES Los pensamientos positivos no sólo aumentan la expectativa de vida y la productividad, sino que incluso —esto les va a interesar a muchos— ayudan a bajar de peso. Todos sabemos que hacer ejercicio es importante para nuestro bienestar físico, pero lo que se ha descubierto en experimentos recientes es que hay un efecto placebo por el cual el mero hecho de pensar que uno está haciendo ejercicio ayuda a quemar calorías. Alia J. Crum, una investigadora de la Universidad de Stanford especializada en el estudio del impacto de la predisposición mental en la conducta humana, descubrió este fenómeno haciendo un experimento fascinante con limpiadoras de cuartos de hoteles. Crum estudió a 84 limpiadoras de siete hoteles, y las dividió en dos grupos de aproximadamente las mismas edades y grupos étnicos. A las de la primera mitad les dijo que sus trabajos eran un excelente ejercicio físico, y que la cantidad de calorías que estaban quemando a diario, incluyendo un promedio de 200 cada vez que cambiaban las sábanas de una cama, sumaban el total que había recomendado el cirujano general de Estados Unidos. A las de la otra mitad Crum no les dijo nada. Luego de que las limpiadoras fueran observadas durante 30 días haciendo sus labores habituales, Crum descubrió que el grupo que había sido precondicionado a pensar que estaba haciendo ejercicios que mejoraban su salud no sólo terminó creyendo que se sentía mejor, sino que perdió peso, mejoró su presión sanguínea y redujo sus niveles de colesterol. El estudio se aseguró de que las empleadas del primer grupo —el que pensaba positivamente— no hubieran ido al gimnasio ni hecho ningún otro cambio en sus hábitos diarios. La única diferencia era que habían cambiado la forma en que pensaban sobre su trabajo. El pensamiento positivo, aunque sea un placebo, suele producir resultados sorprendentemente efectivos.14 Al igual que Seligman en el campo de la educación, estos nuevos experimentos en el campo laboral ayudan a fundamentar la creencia cada vez más expandida de que la felicidad ha dejado de ser un arte para convertirse en una disciplina que se puede enseñar, aprender, inducir y ejercitar. LOS ECONOMISTAS EMPIEZAN A TOMAR EN SERIO LA FELICIDAD La búsqueda de la felicidad ha sido objetivo de los países y aún más, desde hace muchísimos años, de las religiones. Pero fue hace relativamente poco que empezó a ser tomada en serio por los economistas. La Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776 ya proclamaba en su primer artículo que “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad” eran derechos inalienables. El candidato presidencial Robert F. Kennedy propuso en 1968 cambiar la medición del producto bruto de los países “porque no permite medir la salud de nuestros niños, la calidad de su educación, o la alegría de sus juegos”.15 Hacia fines del siglo pasado, cada vez más jefes de Estado y economistas empezaron a expresar dudas sobre la conveniencia de medir el progreso de los países exclusivamente con base en su producto interno bruto (PIB), indicador creado en la década de 1940 tras la fundación del Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial. La nueva corriente de pensamiento señalaba que —aunque imprescindible— el PIB no era suficiente para fijar las metas de los países. El crecimiento económico por sí solo no garantiza una mayor satisfacción de vida. Hay que medir el progreso de las naciones no sólo tomando en cuenta el crecimiento del PIB, sino también otras variables, como la satisfacción de vida, afirmaban los economistas del bienestar. En 1990, inspirado en el ganador del Premio Nobel de Economía Amartya Sen y el exministro pakistaní Mahbub ul Haq, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) comenzó a publicar anualmente el Informe sobre desarrollo humano, que, hasta el día de hoy, mide tanto el PIB como la salud, la educación y otros factores que determinan el desarrollo de las naciones. Pero, si bien el nuevo ranking llamó la atención de académicos y periodistas, no logró ser tomado muy en serio por muchos gobiernos. Fue recién en la primera década del siglo XXI, quizás a raíz de la crisis financiera de 2008, cuando se produjo un movimiento mundial para convertir la felicidad en un objetivo medible y —junto con el PIB— prioritario para muchos países. BUTÁN, EL PRIMER PAÍS EN CREAR “EL PRODUCTO BRUTO DE LA FELICIDAD” Bután, un remoto reino budista enclavado entre China e India en la cordillera del Himalaya, fue el primer país en adoptar oficialmente el índice de la felicidad nacional bruta (FNB). En 1972, el entonces rey de Bután, Jigme Singye Wangchuck (que tenía apenas 16 años de edad y era el monarca más joven del mundo) declaró que la felicidad nacional bruta era más importante que el producto interno bruto. Su concepto fue incluido formalmente como una meta nacional en la Constitución de Bután de 2008. Muy pronto se le dieron mayores poderes a la Comisión Nacional del Producto Bruto de la Felicidad, integrada, entre otros, por el primer ministro y todos los integrantes del gabinete. La misión de este grupo de funcionarios consistía en diseñar las metas del gobierno cada cinco años e implementarlas. Bután comenzó a hacer encuestas periódicas para medir el estado de salud espiritual y mental de su población, y orientar con ellas sus políticas públicas. Cuando entrevisté en mi programa de CNN al monje budista Saamdu Chetri, director del Centro de Estudios e Investigaciones de la Felicidad Nacional Bruta de Bután, y le pregunté si lo del producto bruto de la felicidad no era más bien un invento político de un gobierno, el cual podría ser fácilmente desmantelado por el siguiente, me respondió categóricamente que no. El monje, vestido con su larga túnica de color naranja, me dijo: “El concepto de la felicidad nacional bruta o producto bruto de la felicidad está incluido en nuestra Constitución, y ningún partido político que llegue al poder puede hacer nada. No puede ser desafiado por nadie”.16 Muchos viajeros han hablado maravillas del reino de Bután, pintándolo como un oasis mundial de serenidad y espiritualidad. Por otro lado, varios académicos con los que he hablado, incluyendo Carol Graham, de la Brookings Institution, se han mostrado bastante escépticos respecto al experimento de Bután. Graham me dijo que la adopción del producto bruto de la felicidad en Bután fue “un error que ha llevado a muchos malentendidos”, porque se ha creado una idea falsa de que la nueva medición de la felicidad de Bután podría sustituir al producto interno bruto de los países. Según Graham, la medición de la felicidad debe considerarse tan sólo como un añadido. De lo contrario, se presta a que los gobiernos no pongan todo su empeño en hacer crecer sus economías y sigan viviendo en la pobreza. Aunque la economía de Bután ha crecido desde que el país inició su apertura política en 2008, se trata de una nación aislada del mundo, cuyo producto bruto per cápita es de apenas unos 3,000 dólares anuales. Comparativamente, el producto bruto per cápita de México es de casi 10,000 dólares anuales y el de Bolivia es de 3,400 dólares anuales, según el Banco Mundial.17 Definitivamente, Bután es un país pobre. Además, el ranking del Reporte mundial de la felicidad, basado en la encuesta de Gallup, colocó a Bután en 2015 en el lejano puesto número 77 entre los 149 países más felices del mundo. Y, en 2019, el mismo ranking puso al país en el aún más distante puesto 95 de 156 países. Bután objetó estos rankings y dejó de participar en la encuesta mundial de Gallup. Como lo contaré en detalle más adelante, Gallup y Bután tienen hasta el día de hoy serias diferencias sobre cuán felices son los butaneses. Curioso por confirmar si Bután es un ejemplo a seguir para el resto del mundo debido a su búsqueda de la felicidad, y un país tan deslumbrante como lo describen muchos visitantes, decidí emprender un viaje hasta el Himalaya. No fue nada fácil. Escribí varios emails a la embajada de Bután ante las Naciones Unidas, al Ministerio de Relaciones Exteriores de Bután y a la oficina del primer ministro de Bután para solicitar una visa (especificando que yo pagaría todos mis gastos de viaje y estadía), pero no recibí respuesta alguna. Bután es un reino budista que hasta hace pocas décadas no permitía la entrada de visitantes extranjeros por miedo a contagiarse del consumismo occidental, y que hasta el día de hoy no permite el turismo individual. Para ir de visita a Bután, hay que formar parte de un grupo organizado por una agencia de turismo autorizada por el gobierno, pagar un impuesto de 250 dólares diarios por persona y hacer las excursiones programadas con los guías oficiales. Me propuse viajar allí sea como fuere, porque, más allá de lo que digan muchos expertos, Bután merece el crédito de haber sido un pionero en las políticas públicas para aumentar la felicidad. “A diferencia de lo que ocurre en otros países, en Bután la felicidad no es sólo un objetivo personal, sino una aspiración nacional. El concepto del producto bruto de la felicidad ha sido el principio rector del desarrollo nacional por varias décadas, priorizando el bienestar de nuestra gente sobre el crecimiento económico y enfatizando la importancia de la sostenibilidad social y ambiental”, según señaló un reciente editorial del diario oficialista butanés Kuensel.18 No podía escribir un libro sobre la felicidad sin ir a este lejano país oriental, entrevistar a su gente y sacar mis propias conclusiones. De manera que, frustrado por la falta de respuesta de las autoridades de Bután a mi solicitud de entrevistas y una visa de periodista, decidí anotarme en uno de esos pequeños grupos de turismo organizado y escaparme a entrevistar gente una vez que lograra entrar en el país. Como detallaré en el capítulo 5, fue una experiencia fascinante que nunca olvidaré. LAS NACIONES UNIDAS EMPIEZAN A MEDIR LA FELICIDAD Las propuestas para aumentar la felicidad de la gente se dispararon después de que en 2011 la Asamblea General de las Naciones Unidas, a iniciativa de Bután, aprobó una resolución llamada “La felicidad: hacia una definición holística del desarrollo”. La resolución instaba a los países a medir la felicidad y a usar esos datos para guiar sus políticas públicas. Poco antes, en 2008, el entonces presidente francés Nicolas Sarkozy ya les había pedido a varios economistas ganadores del Premio Nobel, incluido Amartya Sen, un estudio sobre “alternativas al producto bruto” que incluyeran la felicidad. En Reino Unido, asimismo, se empezaron a hacer encuestas de satisfacción de vida en 2011 para detectar las regiones en las que la infelicidad fuera mayor y focalizar sus políticas públicas en éstas. La resolución de la Asamblea General de la ONU de 2011 les dio munición a los estudiosos de la felicidad y a los funcionarios de todo el mundo que insistían en aplicar políticas que aumentaran el bienestar. La resolución decía que “la búsqueda de la felicidad es una meta fundamental” de la humanidad y pedía a los países que elaboraran “medidas adicionales” para promover la felicidad. En 2012, el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon, convocó la primera reunión de alto nivel sobre el tema, donde se dio a conocer el primer Reporte mundial de la felicidad, que incluía un ranking mundial de la felicidad basado en encuestas hechas en cada país por Gallup. Hasta el día de hoy, la encuesta anual le pregunta a la gente de cada país cuán feliz es, en una escala ascendente del 0 al 10, en la que 10 es el máximo nivel de felicidad. Los resultados suelen aparecer en los titulares y son seguidos con interés en todo el mudo. EL GOBIERNO DEL REINO UNIDO YA MIDE LA FELICIDAD El primer ministro británico David Cameron fue uno de los primeros en medir la felicidad, por medio del censo nacional. La idea era —y sigue siendo— detectar las regiones con mayor cantidad de gente infeliz y enfocar las políticas públicas en éstas. En lugar de crear una enorme burocracia para promover la felicidad, Cameron hizo algo mucho más inteligente: instruyó a su Oficina Nacional de Estadística (ONS, por sus siglas en inglés) para que agregara cuatro preguntas en sus censos a la población, algo que se podía hacer de una manera rápida y prácticamente gratis, ya que la encuesta de hogares se hacía de todas formas. Las cuatro preguntas —que el Reino Unido sigue haciendo a sus ciudadanos hasta el día de hoy varias veces al año— pueden ser respondidas en apenas 30 segundos. Los ciudadanos deben responder, en una escala del 0 al 10: 1. ¿Qué tan satisfecho/a estás con tu vida actualmente? 2. ¿Qué tan feliz te sentiste ayer? 3. ¿Qué tan ansioso/a te sentiste ayer? 4. ¿Hasta qué punto sientes que las cosas que haces en tu vida diaria valen la pena? Los datos obtenidos de estas preguntas le permiten al Estado detectar las áreas geográficas (vecindarios, ciudades o provincias) de alta infelicidad, pero que no necesariamente muestran un menor crecimiento económico. Por ejemplo, se encontraron con que había zonas de las ciudades en que había una mayor proporción de gente mayor sola y deprimida, y donde había muchos más problemas de salud mental y hospitalizaciones, a pesar de que las pensiones de los jubilados eran las mismas que en el resto del país. Eso ocurría, por ejemplo, cuando una fábrica cerraba y los jóvenes se mudaban a otras ciudades, por lo que dejaban a sus padres solos. Esos datos no aparecen en las estadísticas económicas. La nueva medición de la felicidad le permitió al gobierno localizar esos focos de infelicidad o depresión, y redirigir sus programas de asistencia social hacia ellos, por ejemplo, por medio de clubes de ajedrez, bridge o clases de arte. Muy pronto se descubrió que focalizar los recursos del Estado en las zonas de mayor infelicidad también es una excelente forma de ahorrar en hospitalizaciones y otros gastos médicos. En 2018, años después de empezar a medir la felicidad, el Reino Unido creó el Ministerio de la Soledad, destinado específicamente a usar los nuevos datos del censo para reducir la soledad y aumentar la felicidad de la gente. Por primera vez, las políticas para aumentar la felicidad se sistematizaron y —lo que es más importante— fueron tomadas en cuenta por el ministerio de finanzas, que es el que firma los cheques del gasto público y tiene la última palabra en las políticas públicas. En el Reino Unido, la felicidad ya no es un sueño de poetas y políticos altruistas, o una burocracia creada por un gobierno populista, sino que es considerada una de las bases de la política económica. En el capítulo 4 de este libro les contaré sobre mi entrevista con la ministra de la Soledad del Reino Unido y sobre algunas ideas muy originales —y dignas de ser aplicadas en otros países— que está poniendo en práctica esta nación para combatir la soledad, la depresión y la ansiedad de la gente. Tres años más tarde, en 2021, Japón creó también un Ministerio de la Soledad para hacer frente a la creciente crisis de desesperación, drogadicción y suicidios que se había exacerbado con la pandemia del covid-19. El entonces primer ministro de Japón, Yoshihide Suga, dijo que hacía falta un esfuerzo nacional para combatir el aumento de los suicidios. Casi 21,000 personas se habían suicidado en Japón en 2020, en lo que había sido el primer aumento anual de suicidios en 11 años, según informó el diario The Japan Times.19 El trabajo remoto y la cancelación de reuniones sociales durante la pandemia habían empeorado los problemas mentales causados por la soledad en la sociedad japonesa. Aunque este fenómeno en realidad fue visible en todo el mundo. ESTADOS UNIDOS DECLARA UNA “EPIDEMIA DE SOLEDAD” Estados Unidos se sumó a los países que anunciaron políticas públicas para combatir la soledad y aumentar la felicidad en 2023, con un informe del cirujano general Vivek H. Murthy dramáticamente titulado Nuestra epidemia de soledad y aislamiento.20 Dos años antes, un estudio de la Brookings Institution había alertado sobre una “crisis de la desesperanza” en el país. Las así llamadas “muertes por desesperación” por sobredosis de drogas y suicidios se habían disparado desde antes de la pandemia, y se estimaban ya en casi 130,000 casos anuales por una creciente ola de depresión masiva. Haciendo eco de ése y otros estudios, el cirujano general anunció en su informe de 81 páginas una “estrategia nacional para reducir la soledad” y “aumentar la conexión social”. Según el informe gubernamental, era la primera iniciativa oficial de su tipo en la historia estadounidense. “Nuestra epidemia de soledad y aislamiento ha sido una crisis de salud pública de la que se ha hablado demasiado poco, y que ha hecho daño tanto a los individuos como a la sociedad”, dijo Murthy al presentar el plan. “Debemos convertir la construcción de conexiones sociales en una prioridad.”21 Alrededor de 50% de los adultos estadounidenses han sufrido de soledad en años recientes, señaló. El ciudadano promedio pasa sólo unos 20 minutos diarios interactuando personalmente con amigos, mientras que hace 20 años lo hacía durante 60. Entre los jóvenes de entre 15 y 24 años, el tiempo de interacción personal con amigos cayó aún más, en buena parte porque transcurren gran parte de su tiempo en las redes sociales, afirmó. Todo esto produce terribles problemas de salud y enormes gastos hospitalarios para el Estado, advirtió el documento oficial. La soledad aumenta en 30% el peligro de muertes prematuras, incluyendo un alza de 29% del riesgo de ataques al corazón. “El impacto sobre la mortalidad de estar socialmente desconectado es similar al de fumar 15 cigarrillos diarios, e incluso mayor que el asociado a la obesidad y a la inactividad física”, afirmó.22 Según el informe, el remedio clave contra la epidemia de la soledad es crear una “infraestructura para aumentar las conexiones sociales”. Éstas son una necesidad humana fundamental, tan esencial para la supervivencia como la comida, el agua o tener un techo. Y para aumentar las conexiones sociales, el gobierno estadounidense proponía un plan de acción que incluye, entre otras cosas, la construcción de espacios que faciliten los contactos personales (como parques, bibliotecas y lugares de juegos para los niños), estímulos gubernamentales a grupos comunitarios (como asociaciones de voluntarios, grupos religiosos o deportivos) y políticas locales que estimulen las actividades sociales (como el transporte público para que la gente pueda reunirse). “Para fortalecer la infraestructura social, las comunidades deben crear ambientes que promuevan la conexión” e “invertir en instituciones que junten a la gente”. Y para promocionar la nueva guerra de Estados Unidos contra la soledad —y dar un primer paso para que la gente hable más abiertamente del tema— Murthy comenzó a decir en cuanta entrevista concedía, incluyendo la que me dio a mí algún tiempo antes, que él mismo había sufrido de soledad. Según relató, en su primer mandato como cirujano general, entre 2014 y 2017, había descuidado a sus amigos, porque pensaba que tenía que dedicarle todo su tiempo y energías a su alto cargo gubernamental. “Cuando terminó mi mandato, me sentí avergonzado de llamar a los amigos a quienes había ignorado. Me sentí cada vez más solo y aislado”, dijo. “La soledad, como la depresión, con la que puede estar asociada, puede minar tu autoestima e incluso erosionar tu sentido de quién eres. Eso es lo que me ocurrió a mí.”23 Hacia el final de su informe, el cirujano general recomendaba crear un cargo nacional para coordinar políticas públicas que estimulen el contacto social. Aunque sin usar la palabra “felicidad”, Estados Unidos estaba empezando a crear una ambiciosa estrategia nacional para aumentar la satisfacción de vida. EL NUEVO BLOQUE DE LOS “GOBIERNOS PARA EL BIENESTAR” Durante una reunión de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) llevada a cabo en Corea del Sur en 2018, Escocia, Islandia y Nueva Zelanda formaron el grupo Gobiernos para la Economía del Bienestar (WEGo, por sus siglas en inglés), al que posteriormente se unieron Finlandia, Gales y Canadá. El objetivo del bloque es intercambiar experiencias sobre políticas públicas que aumenten la felicidad de la gente. WEGo organizó su primera reunión en 2019 en Edimburgo, con la presencia de la entonces primera ministra de Escocia, Nicola Sturgeon, y su par de Islandia, la primera ministra Katrín Jakobsdóttir. Para darle mayor dramatismo, la reunión tuvo lugar en la casa que había pertenecido al legendario economista y filósofo escocés Adam Smith, considerado el padre de la economía moderna. Smith, autor del famoso libro La riqueza de las naciones, también es reconocido como el creador del concepto del producto interno bruto (PIB), que es la medida del progreso de las naciones que usamos hasta nuestros días y que se calcula con base en la suma de todas las actividades económicas anuales en cada país. Sin embargo, Sturgeon dijo en su discurso de apertura del evento que Smith debería ser recordado no sólo como el creador del PIB, sino también por haber dicho que el progreso de los países debía ser medido, asimismo, por la felicidad que producen. Efectivamente, en su ensayo La teoría de los sentimientos morales, Smith escribió que el éxito de las naciones también debe ser determinado por “la proporción y medida en que hacen feliz a su población”.24 Si Adam Smith estuviera vivo, no aprobaría la forma en que su concepto del PIB está siendo usado actualmente, dijo Sturgeon en una charla TED posterior.25 “El PIB mide la producción, pero no dice nada sobre el contenido de esa producción, no dice nada sobre si ese trabajo es valioso o si es satisfactorio... o si esa actividad es enormemente dañina para la sostenibilidad de nuestro planeta a largo plazo”, señaló la primera ministra escocesa. “Entonces, creo que necesitamos crear urgentemente una definición mucho más amplia de lo que significa ser exitosos como países y como sociedades.” Sturgeon dijo que el recién creado grupo WEGo pretendía desafiar ese concepto limitado del PIB. Para estos gobiernos, el crecimiento económico es importante, pero no lo único, y el incremento del PIB no debería buscarse a cualquier costo. La primera ministra escocesa agregó, con una sonrisa picarona: “Voy a dejar que ustedes decidan si esto es relevante o no, pero tengo que señalar que los tres países aquí presentes están siendo actualmente gobernados por mujeres”, lo cual generó un aplauso de todos en la sala. Para Sturgeon quizás no era casual que los gobiernos allí reunidos hicieran un gran énfasis en las políticas de igualdad de género, salud mental y cuidado infantil: “No son temas que nos vienen a la mente de inmediato cuando pensamos en crear una economía de riqueza, pero son fundamentales para una economía sana y una sociedad feliz”. “Ninguna de nosotras tiene todas las respuestas, ni siquiera Escocia, la cuna de Adam Smith”, concluyó Sturgeon. “Pero, en el mundo en que vivimos hoy, con cada vez más división y desigualdad, con cada vez más desesperanza y alienación, es más importante que nunca que nos hagamos estas preguntas, encontremos las respuestas y promovamos una visión de sociedad que tenga el bienestar, y no sólo la riqueza, en su centro.”26 NUEVA ZELANDA APRUEBA EL “PRESUPUESTO DEL BIENESTAR” En 2019, los miembros de WEGo empezaron a implementar medidas concretas para aumentar la felicidad. Nueva Zelanda se convirtió en el primer país occidental en colocar el bienestar de la gente como una meta presupuestaria, por encima del crecimiento macroeconómico. La joven y progresista primera ministra de entonces, Jacinda Ardern, siguiendo los pasos de Bután, adoptó un índice de la felicidad y ordenó que el presupuesto de su país se guiara por esa medición para establecer sus prioridades. Como parte de ese presupuesto, que se llamó “el presupuesto del bienestar”, se aumentaron enormemente los fondos para combatir las enfermedades mentales, la violencia doméstica, el abuso infantil y la lucha contra el cambio climático. Fue un gran paso en la historia de la nueva “ciencia” de la felicidad, porque fue la primera vez que un país occidental no sólo contemplaba la satisfacción de vida como una de sus principales metas económicas, sino que ponía al ministerio de finanzas —el que tiene la última palabra en la asignación de fondos— al frente del proyecto. Otros países han dejado sus proyectos y políticas para aumentar la felicidad en manos de sus ministros de educación, de salud o de bienestar social; éstos suelen tener las mejores intenciones, pero pocas posibilidades de hacer algo concreto. En Nueva Zelanda, el encargado de aumentar el bienestar es el que firma los cheques. EL RANKING DE LOS PAÍSES MÁS FELICES DEL MUNDO En 2022 se cumplieron 10 años del primer Reporte mundial de la felicidad, dado a conocer en la primera reunión de alto nivel de la ONU sobre el tema. El reporte, que luego comenzó a publicarse anualmente, es elaborado por un consorcio de expertos mundiales en felicidad, liderados por John F. Helliwell, de la Universidad de Columbia Británica en Canadá; Richard Layard, de la London School of Economics en Reino Unido; y Jeffrey D. Sachs, de la Universidad de Columbia en Estados Unidos. El principal atractivo del reporte es su ranking de los países más felices, que la prensa mundial sigue con atención todos los años. En el ranking de 2023, al igual que en años anteriores, las naciones escandinavas aparecieron en los primeros lugares de la lista de 137 países. Finlandia salió en el primer puesto, seguida por Dinamarca e Islandia. Los siguientes siete puestos fueron para Israel, Países Bajos, Suecia, Noruega, Suiza, Luxemburgo y Nueva Zelanda. Más abajo, como señalábamos en el prólogo, estaban Estados Unidos (15), Francia (21) y España (32). Los países latinoamericanos mejor situados fueron Costa Rica (23), Uruguay (28), Chile (35), México (36), Brasil (49), El Salvador (50), Argentina (52), Paraguay (66), Bolivia (69), Colombia (72), Ecuador (74) y Venezuela (88). El ranking mide lo que los estudiosos llaman la “satisfacción de vida”. La pregunta concreta que hace Gallup en todo el mundo es la siguiente: “Imagínate una escalera con escalones ascendentes que van del 0 al 10. El escalón más alto representa la mejor vida posible para ti, y el escalón más bajo representa la peor vida posible para ti. ¿En qué escalón de esta escalera dirías que estás en este momento?”. Este planteamiento no mide la “felicidad momentánea” como sí lo hacen otras encuestas. En ellas se les pregunta a los entrevistados cuántos momentos de alegría han experimentado en las últimas 24 horas, y los países latinoamericanos como Costa Rica o Paraguay suelen salir en los primeros lugares. El consenso entre los expertos en la nueva ciencia de la felicidad es que las encuestas de “satisfacción de vida” son más confiables que las de la “felicidad momentánea”, porque la primera es más estable, y la segunda suele cambiar drásticamente de un día a otro. Y en materia de satisfacción de vida duradera, los escandinavos ganan por mucho. LOS ESCANDINAVOS: MUERTOS DE FRÍO PERO FELICES ¿Cómo puede ser que los países del norte de Europa, donde la gente sonríe tan poco y se congela del frío, sean los más felices del mundo?, le pregunté a Helliwell, el editor principal del Reporte mundial de la felicidad. Me respondió: “Desde que comenzamos a hacer el ranking hace 10 años, los países escandinavos siempre han salido primeros”. Los altos ingresos y el Estado de bienestar en estos países es un elemento importante, pero se les suman la buena salud de la gente, los bajos niveles de corrupción y —lo que me pareció más interesante— la intensa vida comunitaria y el trabajo voluntario que hacen las personas. Todo esto les da a los nórdicos un sentido de propósito y una mayor satisfacción de vida, me explicó el experto canadiense. Y con respecto al frío, Helliwell se rio y me recordó que él vive en Canadá, uno de los países más fríos del mundo. “Como te podrás imaginar, la gente en países de climas fríos sabe apreciar mucho más los días de calor. Nos ponemos contentos cuando sale el sol. Y hay varios estudios que muestran que, durante los meses de frío, el clima inhóspito produce una mucho mayor cooperación entre la gente, porque o nos ayudamos y sobrevivimos juntos, o nos morimos separados.” Notando mi cara de asombro a través de Zoom, Helliwell agregó que incluso hay estudios sobre los nativos inuits del Ártico canadiense que muestran el alto nivel de cooperación y la escasa conflictividad que existe entre ellos. “La explicación es que sólo pueden sobrevivir si se ayudan unos a otros. Por eso, muchos estudios han concluido que el frío extremo ayuda a desarrollar altos niveles de confianza entre la gente”, señaló. LA TRANQUILIDAD ECONÓMICA, UNO DE LOS PILARES DE LA FELICIDAD Al igual de lo que me había dicho Bill Gates cuando le pregunté sobre la felicidad, Helliwell me señaló que los altos niveles de ingreso no garantizan la felicidad de los países, pero son un factor muy importante. No es casual que los países con altos niveles de ingresos, y donde la gente tiene los servicios de salud y educación asegurados, encabecen la tabla de los más felices del mundo. Un rápido vistazo a los primeros y a los últimos países del ranking del Reporte mundial de la felicidad, y a sus respectivos ingresos per cápita anuales, habla por sí solo. El promedio del producto bruto per cápita anual de estos países en los últimos tres años fue el siguiente: 1. Finlandia, PIB per cápita: 48,631 dólares 2. Dinamarca, PIB per cápita: 57,651 dólares 3. Islandia, PIB per cápita: 53,935 dólares 4. Israel, PIB per cápita: 41,719 dólares 5. Países Bajos, PIB per cápita: 56,516 dólares 6. Suecia, PIB per cápita: 53,254 dólares 7. Noruega, PIB per cápita: 65,364 dólares 8. Suiza, PIB per cápita: 70,546 dólares 9. Luxemburgo, PIB per cápita: 115,838 dólares 10. Nueva Zelanda, PIB per cápita: 42,696 dólares … 128. Zambia, PIB per cápita: 3,209 dólares 129. Tanzania, PIB per cápita: 2,585 dólares 130. Comoras, PIB per cápita: 3,212 dólares 131. Malaui, PIB per cápita: 1,483 dólares 132. Botsuana, PIB per cápita: 6,805 dólares 133. República del Congo, PIB per cápita: 1,104 dólares 134. Zimbabue, PIB per cápita: 2,082 dólares 135. Sierra Leona, PIB per cápita: 1,626 dólares 136. Líbano, PIB per cápita: 4,136 dólares 137. Afganistán, PIB per cápita: 1,516 dólares27 Tal como lo demuestran estos datos, los países más felices tienen altos niveles de ingresos, pero no hay una relación automática según la cual cuanto más rico es un país, más feliz es su gente. Si así fuera, Emiratos Árabes Unidos o Kuwait tendrían que estar entre los países más felices del mundo, pero no lo están. Y Estados Unidos tendría que estar en los primeros 10 lugares del ranking de felicidad, y está en el número 15. “Tener dinero importa, pero no tanto como muchos piensan”, me dijo Helliwell, el coeditor del Reporte mundial de la felicidad. “Si miras a los 10 países mejor ubicados en el ranking, y los comparas con los 10 últimos, el ingreso per cápita es 40 veces más alto en los de arriba. Pero eso no quiere decir que, si aumentas tu ingreso, automáticamente aumentas tu felicidad. Hemos visto que hay países que duplican su ingreso sin mejorar sus niveles de felicidad.” La explicación es que hay otros factores, además de la riqueza, que inciden en la felicidad, como las relaciones humanas, los niveles de confianza mutua, el contacto con la naturaleza, la vida social, las actividades comunitarias y el sentido de propósito. Y todos ellos se pueden mejorar con políticas públicas y educación encaminadas a mejorar la calidad de vida, agregó Helliwell. EL PREMIO NOBEL DANIEL KAHNEMAN: EL DINERO AYUDA A SER FELIZ, HASTA CIERTO PUNTO Hace algunos años tuve el privilegio de hacerle una larga entrevista al Premio Nobel de Economía Daniel Kahneman, el padre de la “economía del comportamiento” o “economía conductual”.28 Kahneman es el único ganador del Premio Nobel de Economía que no es economista, sino profesor de psicología. Sus estudios empíricos sobre la falta de racionalidad y el impacto de los prejuicios en la toma de decisiones, así como sobre la felicidad, han sacudido las ciencias económicas. El Premio Nobel estudió como pocos la relación entre el dinero y la felicidad, y comprobó que el dinero produce felicidad hasta que la gente alcanza un nivel mínimo de ingresos para tener una vida digna (que calculó, en su momento, en 75,000 dólares anuales), y que de allí en más la incidencia de la riqueza en la satisfacción de vida es cada vez menor. En otras palabras, una vez satisfechas las necesidades básicas, el aumento de los ingresos no produce un alza proporcional de felicidad. Kahneman nació en 1934 en lo que es hoy el Estado de Israel, pero fue criado en Francia. Regresó a Israel y finalmente se convirtió en una estrella académica en Estados Unidos. Kahneman desarrolló desde muy joven la teoría de que en psicología, y también en economía, las cosas muchas veces no son lo que parecen. Según me contó, fue un recuerdo de la infancia lo que lo llevó a estudiar psicología, y luego la racionalidad en la toma de decisiones: Cuando tenía siete u ocho años, estando en París durante la ocupación nazi, los judíos debíamos portar una estrella de David amarilla en el suéter y cumplir con un toque de queda a las seis de la tarde. Yo me había olvidado del toque de queda, y estaba jugando en casa de otro niño no judío cuando me di cuenta de la hora, de manera que me puse el suéter al revés para que no se viera la estrella de David y me regresé a casa. Estaba caminando por una calle vacía cuando, de pronto, vi que me llamaba un soldado alemán con uniforme negro, que eran los más temidos porque se sabía que pertenecían a las SS, la división más cruel de las fuerzas de seguridad alemanas. Yo me acerqué a él con un miedo enorme. Pero resulta que el soldado me alzó en brazos, me abrazó, y luego sacó una billetera del bolsillo y me mostró una foto de un niño de mi edad, que era su hijo. Luego me dio un poco de dinero. Eso me dejó una profunda impresión y me hizo pensar mucho sobre la complejidad de la naturaleza humana. Kahneman, junto con su colega Amos Tversky, se hizo famoso por sus estudios sobre los prejuicios inconscientes que suelen influenciar erróneamente nuestras decisiones. Siendo estudiante de psicología en Israel, había trabajado en el departamento de reclutamiento de tropas de élite del ejército. Allí se percató de que los entrevistadores solían escoger a los jóvenes más atléticos, más sociables y más elocuentes, o sea, el prototipo de los soldados héroes de las películas de Hollywood. Pero Kahneman encontró que los soldados que estaban eligiendo no siempre cumplían con las habilidades que se esperaban de ellos. Años después, Kahneman aplicó exitosamente su teoría como asesor de equipos de básquetbol de la NBA de Estados Unidos, donde descubrió que los directores técnicos escogían a los jugadores por su físico y agilidad mental, en lugar de evaluarlos según sus estadísticas, como cuántos tiros al aro habían embocado en su carrera o cuántas veces le habían robado la pelota a un rival. Muchas veces, decía Kahneman, los directores técnicos eligen a sus jugadores equivocadamente, guiados por sus prejuicios inconscientes, en lugar de hacerlo con base en datos concretos. En entrevista con el Premio Nobel Daniel Kahneman. CNN en Español. Sin embargo, el trabajo de Kahneman que lo hizo más famoso fue el que mostró que, contrario a lo que muchos piensan, el aumento de la riqueza no conduce a un aumento proporcional de la felicidad. Según sus estudios publicados en 2010, el dinero ayuda a ser feliz, pero, después de los 75,000 dólares anuales, quienes ganan el doble o el triple de esa cifra no son mucho más felices. “El dinero te compra satisfacción de vida. Pero no es que ser rico sea tan bueno, sino que ser pobre puede ser muy malo”, me dijo cuando lo entrevisté en Miami en 2014. “O para decirlo en otras palabras, el dinero no te compra felicidad, pero la falta de dinero te compra miseria.” Sin tranquilidad económica —como la que existe en los países más desarrollados— es difícil estar entre los países con mayor satisfacción de vida del mundo. EL CASO DE LOS RELOJES DE LUJO: EL ESTATUS SOCIAL VALE MÁS QUE EL DINERO Andrew Oswald, un conocido profesor de economía del comportamiento de la Universidad de Warwick en el Reino Unido, ahondó en los estudios de Kahneman sobre la relación entre el ingreso personal y la felicidad. Usando datos de encuestas y experimentos con escaneos del cerebro, Oswald descubrió un detalle interesante: lo que hace más feliz a la gente no es su ingreso nominal, sino su ingreso relativo al de los demás, lo que conocemos como estatus social. Dos millonarios que tienen el mismo ingreso no son igualmente felices: el más feliz es aquel que se siente más rico que el otro. Los seres humanos somos competitivos por naturaleza y queremos sentirnos superiores a nuestros semejantes, dice Oswald. “Hay mucha evidencia de que el ingreso relativo a otros tiene un gran impacto en la felicidad. Nos sentimos más realizados cuando comparamos nuestros éxitos con los de los demás y ganamos”, afirma.29 Como ejemplo de la importancia del estatus en nuestras vidas, Oswald cita el fenómeno poco conocido del mercado de relojes de lujo para hombres, que está en su apogeo. Navegando la página de internet de la empresa Watches of Switzerland, que vende relojes de lujo en aeropuertos y tiendas exclusivas en todo el mundo, y factura unos 1,000 millones de dólares por año, Oswald encontró que sus ventas se dispararon durante la pandemia, a pesar de la crisis económica y a pesar de que sólo vende relojes carísimos. Oswald cuenta que cuando hizo una búsqueda por orden de precios en la página de internet de la empresa, encontró que el reloj más caro valía 550,000 dólares, y tenía tantos medidores que era difícil ver la hora. Los siguientes relojes más caros costaban entre 300,000 y 500,000 dólares. El décimo reloj más caro, que valía 270,000 dólares —“una verdadera ganga”, según lo describió Oswald con sorna— tenía, al igual que los demás, varias agujas que giraban midiendo quién sabe qué cosas, pero que no eran la hora del día. A pesar de no tener ninguna utilidad práctica, ese reloj valía lo mismo que un apartamento, señaló Oswald. “Para mí, éstos son datos muy interesantes, sobre todo teniendo en cuenta que todos los compradores de estos relojes tienen teléfonos celulares que dan la hora en todo momento”, dijo Oswald, encogiéndose de hombros con una sonrisa de incredulidad. “Un economista diría que estos relojes de lujo no tienen ningún sentido, especialmente para los hombres, que por lo general no usan joyas. Y, sin embargo, estos relojes se venden por precios que algunos de nosotros consideramos asombrosos. Entonces ¿cómo diablos entender este fenómeno? La única manera de explicarlo es que la gente está dispuesta a pagar grandes sumas de dinero por cosas que no tienen ninguna utilidad… porque los seres humanos estamos muy preocupados por nuestra posición social en relación con otros.” Es un fenómeno subconsciente pero generalizado, agregó. “La envidia a lo que tienen otros es un fenómeno real.” Todo esto tiene una relación directa con la felicidad, dice Oswald. Citando el libro La conquista de la felicidad, escrito en 1930 por el filósofo británico Bertrand Russell, Oswald concluyó que “para aumentar la felicidad, hay que disminuir los niveles de envidia”. Por más natural que sea el sentimiento de la envidia, es una conducta social que puede ser atenuada mediante la educación, campañas mediáticas y políticas públicas. O sea, es algo que se puede corregir, y todas nuestras sociedades deberían hacerlo para aumentar nuestros niveles de felicidad, empezando por los hogares y las escuelas. EL EXPERIMENTO DE LAS BILLETERAS DEJADAS EN LAS CALLES No es casual que en los países escandinavos la gente pague los impuestos más altos del mundo y al mismo tiempo sea la más feliz. Según me dijeron varios de los entrevistados para este libro, los nórdicos, por lo general, confían en el gobierno, en los políticos y en los expertos. Los escandinavos están dispuestos a pagar impuestos altísimos sin chistar porque reciben buenos servicios de sus gobernantes. No en vano, Dinamarca es —junto con Nueva Zelanda — el país menos corrupto del mundo, según el ranking de percepción de corrupción de 88 países hecho anualmente por Transparencia Internacional.30 Los países más felices tienden a ser aquellos en que la gente no teme ser timada constantemente por su gobierno o por sus conciudadanos. Un experimento masivo —hecho por académicos de la Universidad de Míchigan, en Estados Unidos, y la Universidad de Zúrich, en Suiza, y publicado por la prestigiosa revista Science— consistió en dejar más de 17,000 billeteras en lugares públicos de 355 ciudades en 40 países para ver cuáles naciones tenían más gente honesta que las devolviera. Y el país más honesto resultó ser Dinamarca.31 El estudio, titulado “La honestidad cívica en el mundo”, confirmó lo que había descubierto la revista Reader’s Digest a fines de la década de 1990, cuando también dejó billeteras en las calles de varias ciudades de 33 países. Entonces —como ahora— Dinamarca y Noruega habían resultado ser los países en donde más gente había devuelto las billeteras con su contenido intacto. El estudio publicado por Science reveló que 82% de las billeteras con dinero abandonadas fueron devueltas a sus dueños en Dinamarca, y que los países