Eréndira PDF
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This document details a fictional narrative about a young woman named Eréndira. The story takes place in a convent, and describes the daily routines and interactions of the inhabitants. It showcases the convent as a setting and focuses on individual experiences within the community, showcasing cultural and religious elements within the narrative.
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bártulos en la parrilla de la bicicleta y se dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el convento. -Vamos a ver quién se cansa primero -dijo la abuela-, ellos o yo. -Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguantan -dijo el fotógrafo-. Yo me voy. Sólo entonces vio...
bártulos en la parrilla de la bicicleta y se dispuso a marcharse solo cuando la vio a pleno sol, y con los ojos fijos en el convento. -Vamos a ver quién se cansa primero -dijo la abuela-, ellos o yo. -Ellos están ahí hace 300 años, y todavía aguantan -dijo el fotógrafo-. Yo me voy. Sólo entonces vio la abuela la bicicleta cargada. -Para dónde vas. -Para donde me lleve el viento -dijo el fotógrafo, y se fue-. El mundo es grande. La abuela suspiró. -No tanto como tú crees, desmerecido. Pero no movió la cabeza a pesar del rencor, para no apartar la vista del convento. No la apartó durante muchos días de calor mineral, durante muchas noches de vientos perdidos, durante el tiempo de la meditación en que nadie salió del convento. Los indios construyeron un cobertizo de palma junto a la tienda, y allí colgaron sus chinchorros, pero la abuela velaba hasta muy tarde, cabeceando en el trono, y rumiando los cereales crudos de su faltriquera con la desidia invencible de un buey acostado. Una noche pasó muy cerca de ella una fila de camiones tapados, lentos, cuyas únicas luces eran unas guirnaldas de focos de colores que les daban un tamaño espectral de altares sonámbulos. La abuela los reconoció de inmediato, porque eran iguales a los camiones de los Amadises. El último del convoy se retrasó, se detuvo, y un hombre bajó de la cabina a arreglar algo en la plataforma de carga. Parecía una réplica de los Amadises, con una gorra de ala volteada, botas altas, dós cananas cruzadas en el pecho, un fusil militar y dos pistolas. Vencida por una tentación irresistible, la abuela llamó al hombre. -¿No sabes quién soy? -le preguntó. El hombre le alumbró sin piedad con una linterna de pilas. Contempló un instante el rostro estragado por la vigilia, los Ojos apagados de cansancio, el cabello marchito de la mujer que aún a su edad, en su mal estado y con aquella luz cruda en la cara, hubiera podido decir que había sido la más bella del mundo. Cuando la examinó bastante para estar seguro de no haberla visto nunca, apagó la linterna. -Lo único que sé con toda seguridad -dijo- es que usted no es la Virgen de los Remedios. -Todo lo contrario -dijo la abuela con una voz dulce-. Soy la Dama. El hombre puso la mano en la pistola por puro instinto. - ¡Cuál dama! -La de Amadís el grande. -Entonces no es de este mundo -dijo él, tenso-. ¿Qué es lo que quiere? -Que me ayuden a rescatar a mi nieta, nieta de Amadís el grande, hija de nuestro Amadís, que está presa en ese convento. El hombre se sobrepuso al temor. -Se equivocó de puerta -dijo-. Si cree que somos capaces de atravesarnos en las cosas de Dios, usted no es la que dice que es, ni conoció siquiera a los Amadises, ni tiene la más puta idea de lo que es el matute. Esa madrugada la abuela durmió menos que las anteriores. La pasó rumiando, envuelta en una manta de lana, mientras el tiempo de la noche le equivocaba la memoria, y los delirios reprimidos pugnaban por salir aunque estuviera despierta, y tenía que apretarse el corazón con la mano para que no la sofocara el recuerdo de una casa de mar con grandes flores coloradas donde había sido feliz. Así se mantuvo hasta que sonó la campana del convento, y se encendieron las primeras luces en las ventanas y el desierto se saturó del olor a pan caliente de los maitines. Sólo entonces se abandonó al cansancio, engañada por la ilusión de que Eréndira se había levantado y estaba buscando el modo de escaparse para volver con ella. Eréndira, en cambio, no perdió ni una noche de sueño desde que la llevaron al convento. Le habían cortado el cabello con unas tijeras de podar hasta dejarse la cabeza como un cepillo, le pusieron el rudo balandrán de lienzo de las reclusas y le entregaron un balde de agua de cal y una escoba para que encalara los peldaños de las escaleras cada vez que alguien las pisara. Era un oficio de mula, porque había un subir y bajar incesante de misioneros embarcados y novicias de carga, pero Eréndira lo sintió como un domingo de todos los días después de la galera mortal de la cama. Además, no era ella la única agotada al anochecer, pues aquel convento no estaba consagrado a la lucha contra el demonio sino contra el desierto. Eréndira había visto a las novicias indígenas desbravando las vacas a pescozones para ordeñarlas en los establos, saltando días enteros sobre las tablas para exprimir los quesos, asistiendo a las cabras en un mal parto. Las había visto sudar como estibadores curtidos sacando el agua del aljibe, irrigando a pulso un huerto temerario que otras novicias habían labrado con azadones para plantar legumbres en el pedernal del desierto. Había visto el infierno terrestre de los hornos de pan y los cuartos de plancha. Había visto a una monja persiguiendo a un cerdo por el patio, la vio resbalar con el cerdo cimarrón agarrado por las orejas y revolcarse en un barrizal sin soltarlo, hasta que dos novicias con delantales de cuero la ayudaron a someterlo, y una de ellas lo degolló con un cuchillo de matarife y todas quedaron empapadas de sangre y de lodo. Había visto en el pabellón apartado del hospital a las monjas tísicas con sus camisones de muertas, que esperaban la última orden de Dios bordando sábanas matrimoniales en las terrazas, mientras los hombres de la misión predicaban en el desierto. Eréndira vivía en su penumbra, descubriendo otras formas de belleza y de horror que nunca había imaginado en el mundo estrecho de la cama, pero ni las novicias más montaraces ni las más persuasivas habían logrado que dijera una palabra desde que la llevaron al convento. Una mañana, cuando estaba aguando la cal en el balde, oyó una música de cuerdas que parecía una luz más diáfana en la luz del desierto. Cautivada por el milagro, se asomó a un salón inmenso y vacío de paredes desnudas y ventanas grandes por donde entraba a golpes y se quedaba estancada la claridad deslumbrante de junio, y en el centro del salón vio a una monja bella que no había visto antes, tocando un oratorio de Pascua en el clavicémbalo. Eréndira escuchó la música sin parpadear, con el alma en un hilo, hasta que sonó la campana para comer. Después del almuerzo, mientras blanqueaba la escalera con la brocha de esparto, esperó a que todas las novicias acabaran de subir y bajar, se quedó sola, donde nadie pudiera oírla, y entonces habló por primera vez desde que entró en el convento. -Soy feliz -dijo. De modo que a la abuela se le acabaron las esperanzas de que Eréndida escapara para volver con ella, pero mantuvo su asedio de granito, sin tomar ninguna determinación, hasta el domingo de Pentecostés. Por esa época los misioneros rastrillaban el desierto persiguiendo concubinas encinta para casarlas, Iban hasta las rancherías más olvidadas en un camioncito decrépito, con cuatro hombres de tropa bien armados y un arcón de géneros de pacotilla. Lo más difícil de aquella cacería de indios era convencer a las mujeres, que se defendían de la gracia divina con el argumento verídico de que los hombres se sentían con derecho a exigirles a las esposas legítimas un trabajo más rudo que a las concubinas, mientras ellos dormían despernancados en los chinchorros. Había que seducirlas con recursos de engaño, disolviéndoles la voluntad de Dios en el jarabe de su propio idioma para que la sintieran menos áspera, pero hasta las más retrecheras terminaban convencidas por unos aretes de oropel. A los hombres, en cambio, una vez obtenida la aceptación de la mujer, los sacaban a culatazos de los chinchorros y se los llevaban amarrados en la plataforma de carga, para casarlos a la fuerza. Durante varios días la abuela vio pasar hacia el convento el camioncito cargado de indias encinta, pero no reconoció su oportunidad. La reconoció el propio domingo de Pentecostés, cuando oyó los cohetes y los repiques de las campanas, y vio la muchedumbre miserable y alegre que pasaba para la fiesta, y vio que entre las muchedumbres había mujeres encinta con velos y coronas de novia, llevando del brazo a los maridos de casualidad para volverlos legítimos en la boda colectiva. Entre los últimos del desfile pasó un muchacho de corazón inocente, de pelo indio cortado como una totuma y vestido de andrajos, que llevaba en la mano un cirio pascual con un lazo de seda. La abuela lo llamó. -Dime una cosa, hijo -le preguntó con su voz más tersa-. ¿Qué vas a hacer tú en esa cumbiamba? El muchacho se sentía intimidado con el cirio, y le costaba trabajo cerrar la boca por sus dientes de burro. -Es que los padrecitos me van a hacer la primera comunión -dijo. -¿Cuánto te pagaron? -Cinco pesos. La abuela sacó de la faltriquera un rollo de billetes que el muchacho miró asombrado. -Yo te voy a dar veinte -dijo la abuela-. Pero no para que hagas la primera comunión, sino para que te cases. -¿Y eso con quién? -Con mi nieta. Así que Eréndira se casó en el patio del convento, con el balandrán de reclusa y una mantilla de encaje que le regalaron las novicias, y sin saber al menos cómo se llamaba el esposo que le había comprado su abuela. Soportó con una esperanza incierta el tormento de las rodillas en el suelo de caliche, la peste de pellejo de chivo de las doscientas novias embarazadas, el castigo de la Epístola de San Pablo martillada en latín bajo la canícula inmóvil, porque los misioneros no encontraron recursos para oponerse a la artimaña de la boda imprevista, pero le habían prometido una última tentativa para mantenerla en el convento. Sin embargo, al término de la ceremonia, y en presencia del Prefecto Apostólico, del alcalde militar que disparaba contra las nubes, de su esposo reciente y de su abuela impasible, Eréndira se encontró de nuevo bajo el hechizo que la había dominado desde su nacimiento. Cuando le preguntaron cuál era su voluntad libre, verdadera y definitiva, no tuvo ni un suspiro de vacilación. -Me quiero ir -dijo. Y aclaró, señalando al esposo-: Pero no me voy con él sino con mi abuela. Ulises había perdido la tarde tratando de robarse una naranja en la plantación de su padre, pues éste no le quitó la vista de encima mientras podaban los árboles enfermos, y su madre lo vigilaba desde la casa. De modo que renunció a supropósito, al menos por aquel día, y se quedó de. mala gana ayudando a su padre hasta que terminaron de podar los últimos naranjos. La extensa plantación era callada y oculta, y la casa de madera con techo de latón tenía mallas de cobre en las ventanas y una terraza grande montada sobre pilotes, con plantas primitivas de flores intensas. La madre de Ulises estaba en la terraza, tumbada en un mecedor vienés y con hojas ahumadas en las sienes para aliviar el dolor de cabeza, y su mirada de india pura seguía los movimientos del hijo como un haz de luz invisible hasta los lugares más esquivos del naranjal. Era muy bella, mucho más joven que el marido, y no sólo continuaba vestida con el camisón de la tribu, sino que conocía los secretos más antiguos de su sangre. Cuando Ulises volvió a la casa con los hierros de podar, su madre le pidió la medicina de las cuatro, que estaba en una mesita cercana. Tan pronto como él los tocó, el vaso y el frasco cambiaron de color. Luego tocó por simple travesura una jarra de cristal que estaba en la mesa con otros vasos, y también la jarra se volvió azul. Su madre lo observó mientras tomaba la medicina, y cuando estuvo segura de que no era un delirio de su dolor le preguntó en lengua guajira: -¿Desde cuándo te sucede? -Desde que vinimos del desierto -dijo Ulises, también en guajiro-. Es sólo con las cosas de vidrio. Para demostrarlo, tocó uno tras otro los vasos que estaban en la mesa, y todos cambiaron de colores diferentes. -Esas cosas sólo sucedería por amor -dijo la madre-. ¿Quién es? Ulises no contestó. Su padre, que no sabía la lengua guajira, pasaba en ese momento por la terraza con un racimo de naranjas. -¿De qué hablan? -le preguntó a Ulises en holandés. -De nada especial contestó Ulises. La madre de Ulises no sabía el holandés. Cuando su marido entró en la casa, le preguntó al hijo en guajiro: -¿Qué te dijo? -Nada especial -dijo Ulises. Perdió de vista a su padre cuando entró en la casa, pero lo volvió a ver por una ventana dentro de la oficina. La madre esperó hasta quedarse a solas con Ulises, y entonces insistió: -Dime quién es. -No es nadie -dijo Ulises. Contestó sin atención, porque estaba pendiente de los movimientos de su padre dentro de la oficina. Lo había visto poner las naranjas sobre la caja de caudales para componer la clave de la combinación. Pero mientras él vigilaba a su padre, su madre lo vigilaba a él.-Hace mucho tiempo que no comes pan -observó ella. -No me gusta. El rostro de la madre adquirió de pronto una vivacidad insólita. \"Mentira\", dijo. \"Es porque estás mal de amor, y los que están así no pueden comer pan\". Su voz, como sus ojos, había pasado de la súplica a la amenaza. -Más vale que me digas quién es -dijo-, o te doy a la fuerza unos baños de purificación.